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Cuentos hondureños: Tortura por Ámbar Morales




Tortura*


Tenía tres o cuatro años cuando vi por primera vez la muerte de mi hermana. Una muerte lenta, arrastrante, que la seguía por todas partes. Al principio se mantenía algo distante, unos cuantos metros detrás de ella, pero, con el tiempo, se fue acercando.
No sabía qué era una muerte hasta que mi abuela me lo contó entre los olores de su cocina, mirando a Julia desde la ventana con los ojos entrecerrados.
—¿Julia se va a morir? —le pregunté—.
—No te preocupes por eso. 
Traté de no hacerlo. Ver las muertes se volvió algo normal. Estaban en todas partes. Eran de tan diversos colores como de tamaños. Algunas seguían a sus personas muy por detrás con paso lento y acompasado, como ancianos, y otras estaban pegadas a sus espaldas, con las extremidades rodeándoles el torso, el cuello y los brazos en un abrazo fatal, asfixiándoles el rostro. Como si trataran de engullirlas, absorber sus almas. Cuando se acercaban tanto, nunca las volvía a ver.
Muchas de las muertes, en su gran mayoría, eran rápidas. No te daban el tiempo suficiente para prepararte, o salir del shock de sus primeras apariciones. Un día estaban allí, al siguiente no. Así eran la mayoría de las que miraba todos los días, tan próximas que podías sentir en el aire la tensión de lo cerca que estaba esa persona de sus últimos segundos. Otras, como las de los ancianos, eran las que se acercaban con lentitud, más cerca cada hora, cada día, segundo por segundo. Estas tampoco me gustaban. Me hacían sentir una ansiedad indescriptible.
La muerte de mi hermana era así, como la de un anciano. Lenta, lejana y muy gorda. Se movía con pasos largos e indecisos, tratando de seguirle el paso al caminar frenético y alegre de Julia, siempre un poco rezagada, en algún rincón de una habitación, observando con su forma etérea. Una náusea horrible que empezaba en mi estómago y amenazaba con manifestarse en vómito me sacudía cada vez que la observaba, así que trataba de no hacerlo. Después de tantos años viéndola, intenté ignorarla.
No entendía muy bien por qué la muerte de Julia era así. Tan lejana. O por qué después de cinco, seis, diez años, seguía allí, sin terminar totalmente su trabajo. Algunas veces se me cruzó por la mente que estaba allí sólo para torturarme. Pero sabía que algún día sucedería. Todos lo sentíamos en el aire, aunque mis padres se esforzaban por ignorarlo. Cada año, esa sombra de color naranja rojizo se acercaba cada vez más, y se volvía más grande y más gorda.
A medida que fui creciendo, y el peso del significado de la muerte de mi hermana se fue haciendo más enorme, empecé a tener ataques de pánico. Despertaba de pesadillas horribles donde mi hermana cruzaba un túnel oscuro donde yo no podía seguirla. Pensar en ese día no me dejaba respirar en las noches. Boqueaba por aire, y empezaba a llorar, imaginándome un futuro donde no estuviera.
La posibilidad de un mundo sin ella era insoportable.
Llamaba a mi abuela inconsolable, y ella llegaba a mi cuarto corriendo, dándome cobijo entre sus pechos, susurrándome palabras de consuelo en los oídos, nunca cediendo a las lágrimas, nunca mostrando pesar ni desconsuelo. Terca, inamovible, dolida. Impotente.
Trataba de ser como ella cuando me encontraba con mi hermana. Intentaba con toda la fuerza de mi ser controlarme y no dar a conocer que cada vez que pasaba a su lado, cerca de esa muerte que le respiraba en la nuca, era como si llevara mil agujas en la garganta. De lo inútil que me sentía. Practiqué incontables veces en el espejo para que mi rostro no cediera, para que mis llantos no llegarán hacia su corazón ignorante, que mi alma llena de pesar no la rodeara como la estaba rodeando su muerte.
Para cuando tenía dieciocho años, y Julia dieciséis, su grotesca muerte ya le rodeaba el cuello y el torso con sus brazos largos y pegajosos. Verla atada a mi querida hermana me daba una repugnancia enorme. Tener que soportar todos los días levantarme a las cinco de la mañana, antes que todos los de la casa, y correr a su habitación para chequear su pulso me era imposible. El suspenso me mataba. Soñaba con su muerte todas las noches, con dagas y cuchillos, pistolas y sogas, píldoras y venenos. La seguía a todas partes, lloraba cuando salía sola, dormía en su habitación para sentir su calor y asegurarme que no despertara helada en las mañanas. Mis padres se empezaron a preocupar por mi comportamiento errático, por mis ataques de pánico a la mitad del día o de la noche, por mis gritos de ansiedad y mis ojos rojos, enloquecidos. No sabía qué hacer, nadie podía ayudarme. No podía hacer nada. Aunque lo supiera, no podía hacer nada.
Deseaba que todo aquello acabara pronto, que ya pasara mi salvación de toda esa pesadilla. Me carcomía por dentro, me dolía el corazón, no dormía, no hacía nada, nada más, no pensaba en nada más que Julianna, Julianna, Julianna.
Terminó pasando un fin de semana en la playa. Era de noche y estaba muy oscuro. En el cielo no había luna. Ella me invitó a nadar un poco antes de acostarnos, en ese momento que nuestros padres estaban dormidos, y yo accedí con gusto, con los ojos enrojecidos.
Corrimos hacia el muelle. En un lado de la bahía había una enorme pared de piedras donde las olas chocaban con violencia. El mar estaba bravo, así que decidimos no bajar a bañarnos en la playa. Sin embargo, siendo Julia tan temeraria como era, propuso ir a investigar entre las rocas. Caminamos un buen tramo entre las piedras enormes y negras mojadas cuando de improviso, ella se deslizó.
Mientras yo iba adelante, balanceándome con mis brazos, Julia cayó en lo que era una pequeña poza de agua sin hacerse daño, riéndose nerviosamente, y trató de escalar de nuevo hacia donde yo estaba. Las rocas eran muy lisas y planas, sin ningún resquicio donde sostenerse, así que no pudo salir sin ayuda. El agua de las olas iba llenando la poza poco a poco, y pronto la haría rebalsar, llevándose a Juli con ella.
—Ayúdame —me sonrió.

Yo le sonreí de vuelta, pero no me moví de donde estaba.

—¿Mari?

Observé su muerte, que ahora le tapaba la mitad de la cara y que formaba una especie de máscara naranja que se movía con sus expresiones. La observé muy detenidamente. Por un momento pensé que si salvaba a mi hermana tal vez la muerte por fin desaparecería. Jamás había visto una muerte desaparecer. Una vez que se dictaba, no podías escapar de ella.
No iba a desaparecer.
Si la ayudaba, no iba a desaparecer. Y yo seguiría viéndola por todos lados. Y seguiría sufriendo.
Me quedé allí, observando cómo el agua llenaba el pozo, hasta que la corriente se llevó a mi querida hermana al mar embravecido. Observé cómo pataleaba contra el agua, tratando de nadar, y luego como las olas la hundían hacia el fondo. Incluso allí bajo el agua, aún creía ver lo que era el resplandor naranja característico de su muerte.

Pero de seguro sólo era un reflejo.


Ámbar Morales, artista pictórica y  escritora hondureña Actualemente reside en Guatemala.  



Fuente: La Tribuna Cultural, Diario La Tribuna, domingo, 11 de junio de 2017.
También publicado en El blog de Gustavo Campos, acompañado de una magnifica reseña critica.  Enlace: http://gustavo-campos.blogspot.com/2017/06/el-debut-de-ambar-morales-joven.html

Cuentos hondureños: Proyecto Amante por Rebeca Becerra





Me enviarán al correo alrededor de las 10:00 a.m., seguramente no habrá correspondencia. Antes de llegar al apartado 870 asignado a Proyecto Amante probaré la llave en el número 50, sé que algún día he de terminar y encontrar algo que me sosiegue. Para no perder tiempo entraré por la puerta trasera del edificio y cuando termine saldré por la puerta principal para observar a las recepcionistas acariciando las estampillas. Ojalá me enviaran a depositar alguna carta, el viaje sería más interesante, tendría más sentido esta vida: pegar sellos postales delicada y cuidadosamente sin lastimarlos para que lleguen intactos a manos de personas que ni siquiera conozco, no lo hace cualquiera. Me gusta mucho la recepcionista número cinco, no es que sea hermosa, al contrario, solamente a alguien como yo podría encantarle y tal vez a sus nietos, si los tiene, o quizás viva sola en una absurda colonia marginal de la capital, de esas que les nombran 15 de Junio, 17 de Marzo, 20 de Noviembre, qué sé yo, para no complicarse la vida pensando un poco en buscar un nombre decente.

A mí no me gusta llenar las estampillas de saliva, es obsceno pasarles la lengua, cuidadosamente las lleno de pegamento y luego dejo deslizar la carta por la abertura de la pared, ¿interior o exterior? depende, después se escucha un roce, cae sobre otros cientos de cartas que desearía abrir en este momento. Me quedo un rato de pie frente a la pared esperando escuchar alguna voz, un murmullo, algo que me llame del interior, pero nunca sucede.

Ahora recojo esta basura, el jefe debe de estar por llegar, como siempre lo primero que ve es el piso, si brilla como a él le gusta me saluda amablemente, si está opaco ni siquiera me vuelve a ver y sube las gradas, tratando de hacerme sentir insignificante; cuando llega al escritorio llama a Sandra, la secretaria, y le pide que apunte en una libreta que el día de hoy el piso lo encontró opaco, Sandra me llama con esa voz chillona y coqueta que tiene y me da una copia de lo apuntado, luego sonríe y me dice «el jefe es el jefe» y se marcha moviendo el trasero como pata y graznando con los tacones de sus zapatos. Ahora llevo la escoba y el trapeador al baño del segundo piso, siempre deben de estar detrás de la puerta, en la oscuridad para que nadie los vea, eso es lo que me repite todos los días María Luisa, la administradora; hoy no ha venido, no ha de tardar, siempre es la última en llegar y yo soy el primero, a las seis de la mañana estoy aquí, para que a las ocho cuando todos vengan puedan poner sus traseros en unas sillas olorosas. Las cosas limpias y relucientes a veces me hablan, yo las he escuchado. Por la tarde cuando salgo de trabajar quedan llorando llenas de huellas honestas y deshonestas, por eso me quieren y me cuentan sus secretos, se pegan a mis manos y algunas se marchan conmigo a casa; lo único que hago es salvarlas de la gente y la rutina. Ahí viene el jefe.

—¡Buenos días, Aníbal!, hoy metió gol.

Su estruendosa voz se escuchó en todo el edificio.
—¡Buenos días!

Pasa a mi lado y vuelve a sonreír, sube las gradas con ese caminado amanerado que tiene. Sigo al imbécil con la mirada. «Hoy metió gol», que frase tan linda irá diciendo, si supiera que no me gusta el fútbol.

Está gritando la pata, debería de subir corriendo, pero voy a esperar, que venga a llamarme, que traiga el dinero aquí, que baje las gradas y me diga «por favor, Aníbal, vaya cómpreme lo mismo de siempre»: «un pan con frijoles y un jugo de naranja», yo sonreiré, tomaré el dinero y saldré a la calle con la cara apretada de la cólera, al regreso tocaré la puerta, fingiré que dejé olvidada la llave, ella aparecerá por el balcón, «aquí van las mías», dirá. También fingiré que no puedo abrir la puerta, entonces bajará, me abrirá, le daré el encargo y las llaves, dirá gracias hipócritamente, dará la vuelta y se marchará graznando hacia su escritorio.

La calle Lempira desciende hacia la ciudad así es que caminar hacia abajo es relajante. El edificio donde trabajo está ubicado en su cima, ahí entre varias casas de estilo colonial emerge un rótulo que dice «Proyecto Amante: la solución a sus problemas sexuales» Bien podría aparecer cualquier otro rótulo que no hiciera pensar a la gente en sexo. Pienso que si me fuera volando en línea recta hacia la izquierda, de espaldas al norte, llegaría más rápido y descendería justo en el portón trasero del edificio de correos, trataría de ser extremadamente persuasivo para que nadie me viera y se asustara, además me sentiría muy bien si lo hiciera. Cada vez que vuelo me siento liviano, limpio, sin embargo, no puedo hacerlo porque desde el balcón del jefe se divisan todas las calles que llevan al correo, y me vigila con sus binoculares; por el contrario, podría ir rugiéndole a la gente indiscreta que me desnuda con la mirada cuando camino, nadie espera un rugido tremendo que los lance al suelo, mucho menos de un simple y miserable hombre como yo. Está lloviznando, el jefe no podrá ver bien desde el balcón, seguramente enojado ha guardado sus binoculares. En este instante se acerca donde Sandra haciéndose el machito, le guiña un ojo, Sandra piensa que esta vez será la definitiva, que esta vez sí se lo dará. Ella no cabe en el asiento, comienza a elevarse, su cabeza topa con el techo, hasta que ya no soporta más la presión que la atora entonces ríe, llora, dice mamá, papá, palabras, pujidos, quejidos, otros muchos sonidos difíciles de comprender. El jefe le pide una taza de café, Sandra comienza a descender como avión en picada cuando cae al suelo, se levanta bruscamente, hace graznar sus tacones alrededor del escritorio desesperadamente y comienza a preparar el enemigo que se interpone entre ella y su jefe: la taza de café.

Camino con un paso extremadamente largo y apresurado, siempre lo he hecho así, me gusta mucho la rapidez, para escribir una carta, rapidez para preparar un pastel, rapidez para comer, rapidez para ser paciente, rapidez para hacer el amor, rapidez para todo, especialmente para cosas tan importantes como estas. La gente me observa, me observa con lástima, con curiosidad, con desconfianza. Por eso les rujo, siempre trato de hacerlo lo más discretamente posible para no llamar la atención. Desde aquí puedo ver el edificio del correo, está lleno de capitalinos, turistas, vendedores. Bordearé su base y entraré por la puerta trasera, los pasillos parecen estar un poco despejados, eso es bueno porque actúo con mayor soltura y seguridad al insertar la llave, todo será fácil este día, primero en una casilla, luego en otra y en otra hasta que haya pasado el tiempo suficiente para regresar al trabajo y que nadie sospeche nada. Por último, revisaré el apartado postal de Proyecto Amante, total, casi nunca llega algo importante que venza mis ganas de saber qué es lo que dicen, qué es lo que encierran esas cartas.

Subo las gradas de madera, acaricio su textura, nadie se detiene a observarlas, solamente las pisan de subida y de bajada. Al fondo del pasillo de madera está la sección de apartados postales, casillas con puertecillas de metal dan la apariencia de seguridad, individualidad, pero es falso, todo es un orden ficticio para engañar a las personas y que se sientan importantes de decir «mi apartado postal es el 248», «el mío es 456»; para ser dueños del delirio numérico pagan alquiler que solamente yo disfruto, es como si todo este enjambre de números fuera mío. Detrás de esta ilusión de ordenamiento matemático solamente hay huecos expuestos a las manos de los trabajadores: muchas manos tocan la correspondencia, la huelen, la sopesan y la violan. Dentro no hay seguridad, es doloroso, las cartas están expuestas a enfermedades, vocabularios obscenos, restos de comida, malos olores, perfumes baratos, gases, eructos, mal aliento e innumerables y deleznables cosas que solo yo sé.

Cruzo el pasillo, una mujer se aproxima, viene en dirección contraria a la mía, o va, no lo sé, viene y va es lo mismo, llega a mi lado, se para y me mira como a las demás personas, ¿esto es común?, me mira, me mira, qué mirada tan interrogativa. Soy un simple conserje-aseador y vivo en el barrio La Plazuela del centro de Tegucigalpa, casa 205, no tengo teléfono, soltero, esquizofrénico, maníaco-depresivo. ¡Uuuuf! ¡Cuántas cosas me saca esa mirada, esos ojos de tigre de bengala! Parece que me quitara la ropa, ¡qué vergüenza!: me ha desnudado. Ahora está a punto de tocarme, me ha tocado el hombro.

—¡Buenos días!, ¿no cree que hace un día hermoso hoy?

¿Un día hermoso? ¡claro!, ¡claro!, ¡claro!, pensé que solamente a mí me gustaban estos días detestables, tristes, desesperantes, brumosos, asquerosos, pegajosos. Me he quedado estático, completamente desnudo, con un rugido en mi pecho que quiere estallar. Ahora se aleja tranquilamente, ¡qué espléndido! ¡qué bello! ¡qué formidable!, no hace graznar sus tacones como Sandra, su cuerpo es ligero, parece que no existiera. Mi mirada la sigue y se va tras ella; quedó ciego, completamente ciego. Sin querer mis labios se despliegan hacia los lados, es una sonrisa enorme y profunda, seguramente me veo como un ángel. El pasillo se distorsiona, su materia se retuerce como intestinos sufriendo un cólico, varias personas al fondo se estiran, se encogen, explotan, desaparecen. Las casillas se abren y se cierran locamente dejando salir de su fondo lo que yo he querido ver: la palabra, la palabra que ahora puedo leer en el aire. La palabra ha escapado, como un poema: el último deseo de un suicida se adhiere al techo para lanzarse. Declaraciones de amor, palabras de amores lejanos, palabras de amantes locos, insultos inesperados, recuerdos de jardines, de playas, de besos, de madres, de hijos. ¡Cuántas cosas se dicen los hombres y las mujeres!, ¡cuánta cosa escondida ha volado!, ¡cuánta cosa inesperada!, es como si hubiera leído todos los libros del mundo. El techo se ha llenado de palabras, mi vida se ha llenado de palabras. Nadie lo sabe, solamente yo, yo, un maldito conserje-aseador que quizás ha podido leer el corazón del mundo.

Subo cobardemente apoderado de un paso atontado que no es digno de mí, de mi corazón, de mis pulmones o de mis piernas. Es un paso cansado propio de otro hombre, o de una mujer que no conozco; de otro corazón que quiere latir sin compromiso. Me dirijo hacia allá, hacia Proyecto Amante, pero ¿qué saben ellos de amor si no conocen la palabra, si nunca la han visto volar por los aires, penetrar por la nariz y los oídos, sentirla explotar en las venas y en el corazón? ¿Adónde voy entonces con mis espinas dolorosas?, ¿quién querrá darle trabajo a un hombre convertido en vocal? Camino lleno de significados, las cartas vuelan en mi memoria, coletean como tiburones, sus esquinas se asoman a mi frente, la palabra me chorrea por los poros: es un hilo continuo de pensamientos ajenos pero míos, míos ahora como mis hijos. Aquí voy, seguramente son las tres de la tarde, el jefe debe de estar enojado, ¿qué decirle de la correspondencia que esperaba? si toda voló hacia mi interior, podría recitarla, narrarla fácilmente, pero pensará que estoy completamente loco y no es así, soy un hombre serio, trabajador. Las tres de la tarde, ya estaré despedido sin duda, ¿qué me queda? ¿volar como las palabras?, ¿qué dirán mañana las cosas?, ¿quién las limpiará para que pongan sobre ellas sus sucios traseros?, ¿quién?, ¿quién?


Rebeca Becerra (Tegucigalpa, 1969). Estudió Letras con especialidad en Literatura en la UNAH. Es poeta, narradora y ensayista. En el año de 1992 recibió el Premio Único de Poesía Centroamericana “Hugo Lindo” en la ciudad de San Salvador, El Salvador. Su obra aparece en múltiples antologías de Estados Unidos, México, Nicaragua, El Salvador y Costa Rica. Dirigió la Revista Ixbalam, de estudios culturales y literatura. Hasta la fecha solo había publicado poesía y ensayos y hoy hace su debut en narrativa con este magnífico relato.




Créditos 


Tomado de La Tribuna Cultural. Diario La Tribuna,19 marzo de 2017. 


Los amantes,1928,  Rene Magritte, pintor surrealista belga. 


 Pygmalion and Galatea (version II )1890, Jean-Léon Gérôme, pintor francés clasicista. 


Cuentos hondureños: Cuando se llevaron la noche por Maria Eugenia Ramos, DiSentimientos: el blog de Maria Eugenia Ramos

martes, 1 de marzo de 2011                              

    Cuando se llevaron la noche








Moonligh Interior.Óleo sobre lienzo, Edward Hooper, 1921-1923.

Cuando el cielo se oscureció, yo empezaba apenas a quitarme la ropa. Marcos me vio, sonrió con pereza y dijo:
—Va a llover.
—Sí —le contesté—. Así es mejor.
Aquella noche las cigarras cantaban con un toque especial, como a gritos. Había hecho demasiado calor durante el día. El sudor nos había pegado la ropa al cuerpo.
Cuando se empezaron a escuchar los primeros golpes en el techo de cinc, yo estaba cantando en mi interior una canción de Phil Collins, poniéndole la letra que se me antojó. Marcos estaba lejos, tal vez caminando sobre alguna duna. Cuando los golpes se hicieron demasiado fuertes, dejé de cantar y pellizqué a Marcos para que regresara. Él volvió con desgano, con un gesto de sufrimiento, como un niño al que desprenden abruptamente del pecho.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Granizo —había fastidio en su voz.
Pero entonces los golpes ya no eran aislados, sino un solo rumor, de avalancha cada vez más próxima. Salté de la cama y traté de ver por la ventana, pero la luz incierta de las seis de la tarde ya no estaba. En su lugar había una masa negra, y sentí una hebra helada que se me escurría dentro del corazón. Tragué saliva y me volví hacia Marcos.
—Marcos, ¿qué está pasando?
—Pues que está lloviendo, ¿no oís?
—No, es otra cosa —quería gritar, pero mi voz apenas se escuchaba. Quise apartar la cortina para mostrarle lo que no había, pero lo hice bruscamente y el trozo de tela floreada se me quedó en la mano.
—¿Qué estás haciendo? —se irritó Marcos—. ¿No ves que estoy desnudo? ¿Querés que nos vean de afuera?
—Pero Marcos, es que no hay nada, quiero decir, no se ve nada. No está.
—Estás loca. ¿Quién no está? —y se tiró de la cama, sábana en mano, para cubrir la ventana desnuda.
—La noche. Se llevaron la noche.
Él me miró y pude ver pasar por sus ojos la burla primero, después la incredulidad y por último un inicio de miedo.
—¿Estás tomando algo, o qué? Solo está lloviendo, ¿no entendés?
Me quedé callada. Él me tomó por un brazo, con cierta brusquedad.
—Vení, volvamos a la cama. Vamos a jugar de caballito.
—Marcos, por favor. Te digo que no está la noche.
—Qué joder, carajo. Te estás inventando esa estupidez. Si no querías acostarte conmigo, no hubieras venido.
—No, te juro que es cierto. Acercate, mirá.
—No, mirá vos —y sin soltarme el brazo, descorrió el pasador, abrió la ventana y me obligó a sacar la mano—. ¿Ves? ¿Sentís la lluvia?
—¡No, por favor!
Aunque Marcos me hacía estirar la mano con la palma hacia arriba, yo sentía que los dedos me rebotaban en una especie de colchón elástico. Definitivamente, el aire, la lluvia, las cigarras, el calor, la noche entera, ya no estaban.
Él me soltó despacio y comenzó a vestirse, diciéndome:
—Yo creo que estás jugando conmigo —su voz tenía un tono de rencor—. Tengo mucho que hacer y solo vine a estar un rato con vos. ¿No podés entender eso? Pero está bien, si no querés, no volvamos a vernos.
—Marcos, no te vayás, por favor. No podés irte. No hay adónde ir.
—Quedate vos con tu locura, si querés. Me voy.
Tiró la puerta con tanta violencia que la sábana mal puesta sobre la ventana cayó al suelo. Yo la tomé, me acurruqué en la cama y me envolví toda para no ver eso que estaba afuera en lugar de la noche. Y aquí estoy desde entonces, esperando que pasen las horas y que cualquiera de los dos, o juntos, Marcos y la noche, vuelvan por mí.

(De Una cierta nostalgia, Editorial Iberoamericana, Tegucigalpa, 2010. Segunda edición.)

© María Eugenia Ramos
* * *

·                   

Datos bibliográficos

María Eugenia Ramos nació en Tegucigalpa, Honduras, el 26 de 
noviembre de 1959. Ha publicado Porque ningún sol es el último,
 poesía (Ediciones Paradiso, Tegucigalpa, 1989);  Yo, tú, ellos, nosotros. 
Apuntes sobre la praxis poética y vital de Clementina Suárez
ensayo (PNUD, Tegucigalpa, 2002); y Una cierta nostalgia
cuentos (Ediciones Guardabarranco, 2000; Editorial Iberoamericana, 2010).
 Ha participado en numerosos encuentros literarios, entre ellos, 
la serie anual de Encuentros de Escritores Chiapas-Centroamérica 
y México-Centroamérica (Chiapas, México, 1992-2000),
 “América Latina, Tierra de Libros” (Roma, 2010), FIL Guadalajara (2011) 
y el Primer Encuentro de Narradores "Centroamérica cuenta" (Granada, 2013).

Su obra ha sido incluida en las antologías de poesía: Poésie Hondurienne 
du Siècle XX (Ediciones Patiño, Ginebra, 1997, 
edición bilingüe francés-español), Honduras, mujer y poesía
 (Guardabarranco, Tegucigalpa, 1998), Puertas abiertas.
 Antología de la poesía centroamericana (compilación de Sergio Ramírez,
 Fondo de Cultura Económica, México, 2011); y de cuento: Antología de 
cuentistas hondureñas (Editorial Guaymuras, Tegucigalpa, 2003), Pequeñas 
resistencias 2. Antología del cuento centroamericano (Editorial Páginas
 de Espuma, Madrid, 2003), Puertos abiertos. Antología del cuento 
centroamericano (compilación de Sergio Ramírez, Fondo de Cultura 
Económica, México, 2011) y Centroamérica cuenta(edición bilingüe 
francés-español, Editorial L'atinoir, Marsella, 2014).

En 2011 participó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, 
México, como una los“25 secretos literarios mejor guardados de 
América Latina”
seleccionados por un comité de escritores, editores, críticos y lectores de la región.




Fuente: http://disentimientos.blogspot.com/


Cuentos hondureños: El regresivo de Oscar Acosta










Escritor hondureño 1933-2014


Dios concedió a aquel ser una infinita gracia: permitir que el tiempo retrocediera en su cuerpo, en sus pensamientos y en sus acciones. A los setenta años, la edad en que debía morir, nació. 
Después de tener un carácter insoportable, pasó a una edad de sosiego que antecedía aquella. El Creador lo decidiría así, me imagino, para demostrar que la vida no sólo puede realizarse en forma progresiva, sino alterándola, naciendo en la muerte y pereciendo en lo que nosotros llamados origen sin dejar de ser en suma la misma existencia. A los cuarenta años el gozo de aquel ser no tuvo límites y se sintió en poder de todas sus facultades físicas y mentales. Las canas volviéronsele oscuras y sus pasos se hicieron más seguros. Después de esta edad, la sonrisa de aquel afortunado fue aclarándose a pesar de que se acercaba más su inevitable desaparición, proceso que él parecía ignorar. Llegó a tener treinta años y se sintió apasionado, seguro de sí mismo y lleno de astucia. Luego veinte y se convirtió en un muchacho feroz e irresponsable.
Transcurrieron otros cinco años y las lecturas y los juegos ocuparon sus horas, mientras las golosinas lo tentaban desde los escaparates. Durante ese lapso lo llegaba a ruborizar más la inocente sonrisa de una colegiala, que una caída aparatosa en un parque público, un día domingo. De los diez a los cinco, la vida se le hizo cada vez más rápida y ya era un niño a quien vencía el sueño.
Aunque ese ser hubiera pensado escribir esta historia, no hubiera podido: letras y símbolos se le fueron borrando de la mente. Si hubiera querido contarla, para que el mundo se enterara de tan extraña disposición de Nuestro Señor, las palabras hubieran acudido a sus labios en forma de balbuceo.


*Tomado de Antología del Cuento Hondureño (Jorge Luis Oviedo)
(Oscar Acosta, 1933, Poeta, narrador, periodista y diplomático. En 1979 se le concede el Premio Nacional de Literatura)
Publicado 9th July 2011 por Mercy
Etiquetas: Cuentos

Fuente: click
El Regresivo (Por Óscar Acosta  http://alquetecuenteuncuento.blogspot.com
/http://alquetecuenteuncuento.blogspot.com/2011/07/el-regresivo-por-oscar-acosta.html