Tortura*
Tenía
tres o cuatro años cuando vi por primera vez la muerte de mi hermana. Una
muerte lenta, arrastrante, que la seguía por todas partes. Al principio se
mantenía algo distante, unos cuantos metros detrás de ella, pero, con el
tiempo, se fue acercando.
No
sabía qué era una muerte hasta que mi abuela me lo contó entre los olores de su
cocina, mirando a Julia desde la ventana con los ojos entrecerrados.
—¿Julia
se va a morir? —le pregunté—.
—No
te preocupes por eso.
Traté
de no hacerlo. Ver las muertes se volvió algo normal. Estaban en todas partes.
Eran de tan diversos colores como de tamaños. Algunas seguían a sus personas
muy por detrás con paso lento y acompasado, como ancianos, y otras estaban
pegadas a sus espaldas, con las extremidades rodeándoles el torso, el cuello y
los brazos en un abrazo fatal, asfixiándoles el rostro. Como si trataran de
engullirlas, absorber sus almas. Cuando se acercaban tanto, nunca las volvía a
ver.
Muchas
de las muertes, en su gran mayoría, eran rápidas. No te daban el tiempo
suficiente para prepararte, o salir del shock de sus primeras apariciones. Un
día estaban allí, al siguiente no. Así eran la mayoría de las que miraba todos
los días, tan próximas que podías sentir en el aire la tensión de lo cerca que
estaba esa persona de sus últimos segundos. Otras, como las de los ancianos,
eran las que se acercaban con lentitud, más cerca cada hora, cada día, segundo
por segundo. Estas tampoco me gustaban. Me hacían sentir una ansiedad
indescriptible.
La
muerte de mi hermana era así, como la de un anciano. Lenta, lejana y muy gorda.
Se movía con pasos largos e indecisos, tratando de seguirle el paso al caminar
frenético y alegre de Julia, siempre un poco rezagada, en algún rincón de una
habitación, observando con su forma etérea. Una náusea horrible que empezaba en
mi estómago y amenazaba con manifestarse en vómito me sacudía cada vez que la
observaba, así que trataba de no hacerlo. Después de tantos años viéndola,
intenté ignorarla.
No
entendía muy bien por qué la muerte de Julia era así. Tan lejana. O por qué
después de cinco, seis, diez años, seguía allí, sin terminar totalmente su
trabajo. Algunas veces se me cruzó por la mente que estaba allí sólo para
torturarme. Pero sabía que algún día sucedería. Todos lo sentíamos en el aire,
aunque mis padres se esforzaban por ignorarlo. Cada año, esa sombra de color
naranja rojizo se acercaba cada vez más, y se volvía más grande y más gorda.
A
medida que fui creciendo, y el peso del significado de la muerte de mi hermana
se fue haciendo más enorme, empecé a tener ataques de pánico. Despertaba de
pesadillas horribles donde mi hermana cruzaba un túnel oscuro donde yo no podía
seguirla. Pensar en ese día no me dejaba respirar en las noches. Boqueaba por
aire, y empezaba a llorar, imaginándome un futuro donde no estuviera.
La
posibilidad de un mundo sin ella era insoportable.
Llamaba
a mi abuela inconsolable, y ella llegaba a mi cuarto corriendo, dándome cobijo
entre sus pechos, susurrándome palabras de consuelo en los oídos, nunca
cediendo a las lágrimas, nunca mostrando pesar ni desconsuelo. Terca,
inamovible, dolida. Impotente.
Trataba
de ser como ella cuando me encontraba con mi hermana. Intentaba con toda la
fuerza de mi ser controlarme y no dar a conocer que cada vez que pasaba a su
lado, cerca de esa muerte que le respiraba en la nuca, era como si llevara mil
agujas en la garganta. De lo inútil que me sentía. Practiqué incontables veces
en el espejo para que mi rostro no cediera, para que mis llantos no llegarán
hacia su corazón ignorante, que mi alma llena de pesar no la rodeara como la
estaba rodeando su muerte.
Para
cuando tenía dieciocho años, y Julia dieciséis, su grotesca muerte ya le
rodeaba el cuello y el torso con sus brazos largos y pegajosos. Verla atada a
mi querida hermana me daba una repugnancia enorme. Tener que soportar todos los
días levantarme a las cinco de la mañana, antes que todos los de la casa, y
correr a su habitación para chequear su pulso me era imposible. El suspenso me
mataba. Soñaba con su muerte todas las noches, con dagas y cuchillos, pistolas
y sogas, píldoras y venenos. La seguía a todas partes, lloraba cuando salía
sola, dormía en su habitación para sentir su calor y asegurarme que no
despertara helada en las mañanas. Mis padres se empezaron a preocupar por mi
comportamiento errático, por mis ataques de pánico a la mitad del día o de la
noche, por mis gritos de ansiedad y mis ojos rojos, enloquecidos. No sabía qué
hacer, nadie podía ayudarme. No podía hacer nada. Aunque lo supiera, no podía
hacer nada.
Deseaba
que todo aquello acabara pronto, que ya pasara mi salvación de toda esa
pesadilla. Me carcomía por dentro, me dolía el corazón, no dormía, no hacía
nada, nada más, no pensaba en nada más que Julianna, Julianna, Julianna.
Terminó
pasando un fin de semana en la playa. Era de noche y estaba muy oscuro. En el
cielo no había luna. Ella me invitó a nadar un poco antes de acostarnos, en ese
momento que nuestros padres estaban dormidos, y yo accedí con gusto, con los
ojos enrojecidos.
Corrimos
hacia el muelle. En un lado de la bahía había una enorme pared de piedras donde
las olas chocaban con violencia. El mar estaba bravo, así que decidimos no
bajar a bañarnos en la playa. Sin embargo, siendo Julia tan temeraria como era,
propuso ir a investigar entre las rocas. Caminamos un buen tramo entre las
piedras enormes y negras mojadas cuando de improviso, ella se deslizó.
Mientras
yo iba adelante, balanceándome con mis brazos, Julia cayó en lo que era una
pequeña poza de agua sin hacerse daño, riéndose nerviosamente, y trató de
escalar de nuevo hacia donde yo estaba. Las rocas eran muy lisas y planas, sin
ningún resquicio donde sostenerse, así que no pudo salir sin ayuda. El agua de
las olas iba llenando la poza poco a poco, y pronto la haría rebalsar,
llevándose a Juli con ella.
—Ayúdame —me sonrió.
Yo le sonreí de vuelta, pero no me moví de donde
estaba.
—¿Mari?
Observé
su muerte, que ahora le tapaba la mitad de la cara y que formaba una especie de
máscara naranja que se movía con sus expresiones. La observé muy detenidamente.
Por un momento pensé que si salvaba a mi hermana tal vez la muerte por fin
desaparecería. Jamás había visto una muerte desaparecer. Una vez que se
dictaba, no podías escapar de ella.
No
iba a desaparecer.
Si
la ayudaba, no iba a desaparecer. Y yo seguiría viéndola por todos lados. Y
seguiría sufriendo.
Me
quedé allí, observando cómo el agua llenaba el pozo, hasta que la corriente se
llevó a mi querida hermana al mar embravecido. Observé cómo pataleaba contra el
agua, tratando de nadar, y luego como las olas la hundían hacia el fondo. Incluso
allí bajo el agua, aún creía ver lo que era el resplandor naranja
característico de su muerte.
Pero de seguro sólo era un reflejo.
Ámbar Morales, artista pictórica y escritora hondureña Actualemente reside en Guatemala.
Fuente: La
Tribuna Cultural, Diario La Tribuna, domingo, 11 de junio de 2017.
También publicado en El blog de Gustavo Campos, acompañado de una magnifica reseña critica. Enlace: http://gustavo-campos.blogspot.com/2017/06/el-debut-de-ambar-morales-joven.html
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