Plaza de las palabras, crea una nueva sección dedicada al cuento hispanoamericano, en esta ocasión presentamos a María Luisa Bombal, escritora chilena, (1910-1980). Su obra, relativamente, breve en extensión, reivindica y visibiliza el
papel de la mujer en la sociedad, y sus limitaciones sociales. Muy anclada en
la naturaleza, a la que recurre como refugio simbólico pero también como medio
para volcar su intimida expresiva. Al igual que Katherine Mansfield, coinciden
en que sus personajes son mayormente
femeninos, ambas abordan el rol de la mujer sometida a convenciones y normas
sociales, en que el papel de la mujer era secundario y de carácter pasivo, enmarcadas
en una sociedad con un fuerte canon de perjuicios de genero. En Mansfield, en un contexto socio cultural e
histórico cuya atmósfera era la época victoriana; y en Bombal una sociedad que
a inicio de siglo también valoraba muy poco la emancipación de la mujer. De Mansfield por paralelismo, aunque con diversos contenidos y desde un método discursivo a la inversa, combate los estereotipos de mujer y hombre (1) refugiados en el patriarcado. Podemos citar los cuento Matrimonio a la mode., Historia de un hombre casado, Felicidad. Por su parte, Bombal sus obras más conocidas son las novelas
La última niebla y La amortajada. Escribió varios libros de cuentos: "Las islas nuevas", 1939. "El
árbol", 1939. "Trenzas", 1940. "Lo secreto", 1944. "La
historia de María Griselda", 1946. Su cuento El Árbol, es el más celebrado y antologado, un cuento bien logrado,sobrio y con una alta dosis de emotividad, que tampoco pierde su equilibrio; el mismo es una
dicotomía entre la denuncia y la rebelión contra las normas conservadoras de su
tiempo; especialmente el patriarcado. (2) El personaje principal es Brígida,
que se desenvuelve entre; las estaciones del tiempo _que van marcando el árbol, que viene a ser una especie de
símbolo_, la música clásica y su
matrimonio.
El árbol
3474
palabras
María Luisa Bombal
El
pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en
racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un
resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir
en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.
“Mozart,
tal vez” —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el
programa. “Mozart, tal vez, o Scarlatti…” ¡Sabía tan poca música! Y no era
porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de
piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin
embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto
que ella… Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de
su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido
aprender la llave de Fa, jamás. “No comprendo, no me alcanza la memoria más que
para la llave de Sol”. ¡La indignación de su padre! “¡A cualquiera le doy esta
carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen!
Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura”.
Brígida
era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre
llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco
primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. “No voy a
luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le
gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan
las muñecas a los dieciséis años, que juegue”. Y Brígida había conservado sus
muñecas y permanecido totalmente ignorante.
¡Qué
agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer
sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse
solamente llevar por él de la mano, como ahora.
Y
Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua
cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco,
con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre
el hombro.
—Estás
cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu exmarido, quiero
decir. Tiene todo el pelo blanco.
Pero
ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha
tendido hacia el jardín de sus años juveniles.
Altos
surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas
que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros
tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una
sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba,
sentada al borde de la fuente? En nada. “Es tan tonta como linda” decían. Pero
a ella nunca le importó ser tonta ni “planchar” en los bailes. Una a una iban
pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.
¡Mozart!
Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble
fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas
doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su
padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la
alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como
pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la
frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una
lluvia desordenada. “Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de
pájaros”.
Por
eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno
no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí,
ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por
amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un
día, de pronto…
Pero
he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un
ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido
inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de
haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta
de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de
conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama
de las luces artificiales.
De
nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.
Y
ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de
primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro
hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se
levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas
la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla
sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de
Luis.
—No
tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía tan adentro el
corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado—.
Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en la alcoba, cuando
antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te
has casado conmigo?
—Porque
tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba. Y ella,
súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza
cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!
—Luis,
nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y
nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir
canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o
tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis,
cuéntame. . .
—Mañana
te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.
Inconscientemente
él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche
entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir
bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en
busca de un clima propicio.
Por
las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado.
Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de
pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. “Cinco
minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te
quedes cinco minutos más conmigo, Luis”.
Sus
despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso— apenas pasaba
a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.
Un
oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven?
No.
Es
el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que
sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía
siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en
el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas
desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las
paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque
infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un
acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del barrio
venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en
pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.
—Estoy
ocupado. No puedo acompañarte… Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para
el almuerzo… Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate… No. No
sé. Más vale que no me esperes, Brígida.
—¡Si
tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si
tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno
perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?
A
sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis
—¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se avergonzaba de ella, de su
ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido
acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud
fuera en ellos una tara secreta?
Y
de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le
sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba
de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella?
Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de
amistad con su padre.
Tal
vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y
continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el
desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las
calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor
vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía
en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido
antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.
—Me
gustaría ver nevar alguna vez, Luis.
—Este
verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.
—Ya
sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!
A
veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba
sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis…
—¿Qué?
¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
—Nada.
—¿Por
qué me llamas de ese modo, entonces?
—Por
nada, por llamarte. Me gusta llamarte.
Y
él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.
Llegó
el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis
ofrecerle el viaje prometido.
—Brígida,
el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la
estancia con tu padre?
—¿Sola?
—Yo
iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.
Ella
se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras
hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.
—¿Qué
te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?
Por
primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella,
inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.
—Tengo
sueño… —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las
almohadas.
Por
primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella
había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que
había encontrado sin pensarlo: el silencio.
Esa
misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos
sus nervios.
—¿Todavía
está enojada, Brígida?
Pero
ella no quebró el silencio.
—Bien
sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda
hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil
compromisos.
.
. .
—¿Quieres
que salgamos esta noche?…
.
. .
—¿No
quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?
.
. .
—¡Qué
lindo traje! ¿Es nuevo?
.
. .
—¿Es
nuevo, Brígida? Contesta, contéstame…
Pero
ella tampoco esta vez quebró el silencio.
Y
en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su
asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa
dando portazos.
Ella
se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta
injusticia. “Y yo, y yo —murmuraba desorientada—, yo que durante casi un año…
cuando por primera vez me permito un reproche… ¡Ah, me voy, me voy esta misma
noche! No volveré a pisar nunca más esta casa…” Y abría con furia los armarios
de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo.
Fue
entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.
Había
corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había
abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que
golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para
que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo
encendido de aquella noche de verano.
Un
pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia!
Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las
hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la
noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la
intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las
sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.
Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.
¿Durante
cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su
marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?
El
cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto
flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de
neblina.
Chopin
y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta,
y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada
nostalgia.
¿Qué
hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto
fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una
tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio.
—Brígida,
¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?
Ella
se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: “No, no;
te quiero, Luis, te quiero”, si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese
agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:
—En
todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo
mucho.
En
ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A
qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez
llegara a odiarla, la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se
acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial. Allí estaba el
gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular.
El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía
detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en
aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo
de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que
ella se quedó escuchando: “Siempre”. “Nunca”…
Y
así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!
A1
recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.
¡Siempre!
¡Nunca!… Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.
El
verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y
enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el
aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas
de viento caluroso, del viento que trae el “clavel del aire” y lo cuelga del
inmenso gomero.
Algunos
niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que
levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de
cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los
niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez
desea participar en el juego.
Solitaria,
permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje
—siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente
hasta el río— y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego
inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de
todo pensamiento, atontada de bienestar.
Apenas
el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera
lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como
una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.
Y
noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su
dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo
demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría
de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba
instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas
misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de
un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una
calurosa noche estival.
Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.
Melancolía
de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra,
imperturbable.
Y
vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el
césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas
se desprendían y caían… La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el
árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de
baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste.
Echada
sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada
improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin
entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se
había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya
nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la
convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces
empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por
fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.
Un
estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda
temblorosa.
¿Es
el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.
Lo
habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron
muy de mañana.
“Las
raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la
comisión de vecinos…”
Encandilada
se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira
a su alrededor. ¿Qué mira?
¿La
sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?
No.
Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de
vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como
si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados,
se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa
fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas
desteñidas, y las cretonas de colores chillones.
Despavorida
ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle
estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un
rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas
de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados
frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas
de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.
Y
toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había
ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.
Le
habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la
calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir,
que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado
tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin
hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de
Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado
en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.
¡Mentira!
Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y
locuras, y amor, amor…
—Pero,
Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —había preguntado Luis.
Ahora
habría sabido contestarle:
—¡El
árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.
1939
Notas bibliográficas
1. Pero Katherine Mansfield, no era una feminista a ultranza,
creía que el radicalismo de las escritoras feministas francesas, no era el
correcto. Ella planteaba su tema desde la inversión de los personajes,
acompañada de una depurada técnica narrativa, armando en sus cuentos un catalogo de estereotipos de la
mujer y el hombre; de una forma u otra, al igual que Bombal,
combaten el patriarcado y el rol sumiso que la sociedad impone a la mujer Pero Mansfield
lo hace llegando a plantear personajes
extremos, valiéndose de la sátira o exageración para desnudar a personajes que
también fracasan y que están dentro del mismo mundo patriarcal. Es pues una
manera de exhibirlos y ver su falsedad. Bombal en El árbol, usa una manera más directa sin subvertir al personaje, su
narración esta más en el corte clásico de la mujer sufrida y lo intimo, en el desgarre existencial de su personaje. Sobre los estereotipos de la
mujer en los cuentos de Mansfield, ver: 1. INTRODUCCIÓN: MANSFIELD Y SU JUEGO CON EL ESTEREOTIPO DE GÉNERO, (PDF) enlace digibug.ugr.es/bitstream/10481/4584/32/CAPÍTULO%20IX.pdf
http://digibug.ugr.es/bitstream/10481/4584/32/CAP%C3%8DTULO%20IX.pdf
2. Se puede consultar el ensayo: Dicotomías narrativas en "El árbol" de María Luisa Bombal, de PAOLA BIANCO, Wilkes University, U.S.A. versión On-line ISSN 0717-6848, Acta lit. n.27 Concepción 2002, http://dx.doi.org/10.4067/S0717-68482002002700007-. Acta Literaria N 27 (77-89), 2002 ISSN 0716-0909
http://digibug.ugr.es/bitstream/10481/4584/32/CAP%C3%8DTULO%20IX.pdf
2. Se puede consultar el ensayo: Dicotomías narrativas en "El árbol" de María Luisa Bombal, de PAOLA BIANCO, Wilkes University, U.S.A. versión On-line ISSN 0717-6848, Acta lit. n.27 Concepción 2002, http://dx.doi.org/10.4067/S0717-68482002002700007-. Acta Literaria N 27 (77-89), 2002 ISSN 0716-0909
Créditos de ilustraciones
El árbol de la vida, pintura
al oleo, Cata Aylwin, pintora chilena.
Fotografía de María Luisa
Bombal, en su juventud en París. Wikipedia.