Las Estrellas del Verano de Álvaro Cálix, cuento finalista del Concurso V Edición del Premio Ciudad de Sevilla. El presente inmediato del futuro. Post Plaza de las palabras


Plaza de las palabras presenta LAS ESTRELLAS DE VERANO de Álvaro Calix*, cuento finalista en el concurso V Edición del Premio Ciudad de Sevilla,  que contó con más de 1000 participantes de los cinco continentes. Y con un jurado compuesto de notables escritores y profesionales de la literatura: Alfonso Guerra, Antonio Muñoz Martínez, Carmen Posadas, Roger Domingo, Francisco Correal Naranjo, Amalia Bulnes Martínez, Paco Robles, María Belem Carmona Gómez, Daniel Pinilla Gómez. Cuento que será publicado con los 15 cuentos finalistas por la editorial Samarcanda, España. Enhorabuena para Álvaro Calix, felicitándolo desde Plaza de las palabras y augurándole más triunfos en el campo literario. Éxito literario que lo prestigia a él como escritor,  a Honduras y a este blog Plaza de las palabras. 


Reseña crítica: El presente inmediato del futuro

Mario A. Membreño Cedillo 

¿Nos contará usted de otros mundos 

allá entre las estrellas,

de los otros hombres 

de las otras vidas? 

La mano izquierda de la oscuridad, Ursula K. Le Guin 


Piensas que me miras 

Pero yo también te miro y además te pienso. 

Un grafiti de un androide en una calle cualquiera.  

Anónimo 


A quienes se empeñan en romper la burbuja. 

Epígrafe del libro  Ariadna y la burbuja. Álvaro Cálix



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Cuento que desde un principio capta la atención del lector y lo va leyendo sin interrupción. Narrado   en tercera persona y de 3190 palabras. Ameno y bien escrito, nos presenta un mundo si bien no totalmente distópico, si de ciencia ficción. Así construido en media res, sin preámbulos ni nada. Un relato narrado con inteligencia narrativa. (1) Y que tiene un cierre muy acertado. Pero Álvaro Calix no nos presenta una ciencia ficción lejana y espacial, sino una ciencia ficción muy próxima en el tiempo y en un mundo al tacto sólidamente terrenal. Una ciencia ficción, que se ha convertido poco a poco en una ciencia de la realidad,  que ya nos está tocando a la puerta o que nos está llamando por el celular.  Pero más que de ciencia, hologramas, androides,  realidades virtuales o Inteligencia Artificial,    el relato de Álvaro Calix toca la condición humana, es el retrato  nítido del alma humana ante lo invasivo de las tecnologías y sus consecuencias, y paulatina transformación de la vida moderna. Con el avance vertiginoso de la ciencia y la tecnología el futuro en segundos se convierte en pasado y el futuro ya habita en las entrañas del presente. 

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No obstante, no se puede estar totalmente contra la ciencia o el avance de las técnicas o el progreso. El cuento se debate entre la condición humana y la necesidad de la tecnología, y cómo ésta afecta a la conducta y la conciencia humana, tema ya abordado por incontables autores de ciencia ficción. La ciencia ficción no solo es para profetizar sino para advertir, sentenciaba Ray Bradbury. Y lo secundaba J.G. Ballard.  Por otra parte, desde otro ángulo del problema, Hannah Arendt decía que todo progreso   trae aparejado también su propia carga de destrucción. Y aquí abrir un paréntesis al introducir al Homo Faber, decía Hanna Arendt: «esta perplejidad radica en el hecho de que mientras que sólo la fabricación con su instrumentalidad es capaz de construir un mundo, este mundo se hace tan sin valor como el material empleado, simples medios para posteriores fines. […] El hombre, en la medida en que es homo faber, instrumentaliza, y su instrumentalización implica una degradación de todas las cosas en medios, su pérdida de valor intrínseco e independiente.» (2)

Decía también Hannah Arendt «Las frecuentes quejas que oímos sobre la perversión de fines y medios en la moderna sociedad, sobre el hecho de que los hombres se conviertan en siervos de las máquinas que han inventado y se «adapten» a sus requisitos en lugar de usarlas como instrumentos de las necesidades y exigencias humanas, tienen su raíz en la situación real del laborar. En esta situación, donde la producción consiste fundamentalmente en la preparación para el consumo, la propia distinción entre medios y fines; tan característica de las actividades del homo faber, simplemente no tiene sentido, y, por lo tanto, los instrumentos que inventó el homo faber y con los que ayudó a la labor del animal laborans, pierden su carácter instrumental una vez que son usados. 165 (…) Los útiles-máquina de esta primera etapa reflejan esa imitación de procesos naturales conocidos; imitan y aprovechan al máximo las actividades naturales de la mano humana. Pero hoy día se nos dice que «la mayor trampa en la que podemos caer consiste en asumir que el objetivo del diseño es la reproducción de los movimientos de la mano del operador o laborante».10» (3)

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En ese contexto sean los avances tecnológicos deseables,  posibles y cómo sea visto muy probables,  también es cierto que no solo son para mejorar los niveles de vida, sino que ya lo están haciendo: sustituir a las personas.  Comenzó con la automatización industrial. Y ahora invaden el reino humano en su cariz más básico. Todas esas tecnologías ya existen o son embrionarias, aunque todavía no son masivas. El relato de Álvaro Calix, nos lo vuelve a recordar. Si puede haber androides que toquen piano o puedan cantar un bolero o cantar una aria. Queda para la imaginación pero también imaginando, llegará el momento en que igualmente un androide con todo el potencial de las tecnologías y todos los recursos puestos en esas prácticas, escribirá  un relato o una novela o una poesía. O haya jurados y crítica literaria hecha por androides. El futuro nos está tocando la puerta. Ahora se está en el metaverso.  

Por supuesto no faltará que defienda esos avances, justificando una mejor eficiencia. Habrá mejores novelas o mejores obras de teatro que seguramente serán representadas por androides. Todo es posible y hasta probable. Uno no sabe a ciencia cierta hasta dónde nos arrastrará el abuso excesivo de las nuevas tecnologías. Ni en que acabaran las inteligencias artificiales: fabricando mundos de ensueño o nuevos dioses.  Un punto de inflexión y reflexión nos lo da el pianista Acosta, el protagonista del relato de Álvaro Calix, cuando cuestiona a su jefe, diciéndole que los androides no tenían « conciencia tonal». Y «que no interiorizan el sentimiento que exige cada obra». Quién podrá decir que eso no es cierto.  Sin conciencia humana,  al final la inteligencia artificial hasta el alma se va a inventar. Muy a tono, desde una perspectiva muy amplia, en una novela de ciencia ficción el escritor polaco Stalisnau Lem, en Solaris, describe prácticamente una especie de masa oceánica inteligente, una maquina plasmática especie de ser viviente que ha llegado a pensar y actuar como un dios. En esa novela los personajes nunca logran comprender ni comunicarse con esa cosa que flota como un ser omnipotente. En muchas distopias o textos de ciencia ficción sus personajes actúan así, no se pueden comunicar y se sienten pequeños ante una realidad que les resulta a veces absurda, incomprensible e irreversible.      

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En esa secuela del homo faber nos viene a la memoria correlativa, un concepto ya casi olvidado del economista social Joseph Schumpeter sobre la destrucción creativa, que basado en el sentido de competencia, tanto un objeto o producto como un eslabón de la cadena productiva del trabajo debía ser sustituida en aras de la eficiencia, afirmación que por supuesto huele a darwinismo. Y también se nos viene a la mente la imagen de aquella Bestia Triunfhant de que nos habla Karel kocis en La ciudad y lo poético, la del dictador invisible amparado en la necesidad y el funcionalismo que como un cáncer reside en las esquinas de la sociedad moderna. Y en que ante la avalancha de información, productos y la mercantilización de la vida,  no da tiempo de quedarse, -ver-.wielen- como sentencia Karel Kocis. Así en el relato de Álvaro Calix, Las Estrellas del Verano, el mundo natural ha sido sustituido o amenaza ser sustituido, por eso piensa el personaje mientras deambula por la noche sin final que a pesar de que  «era una noche despejada, era imposible divisar alguna estrella.» En un mundo sin estrellas naturales, el mundo de la vida y la poética del mundo decaen, las únicas estrellas son las del verano, una época sin lluvia en que la naturaleza aguarda impaciente la llegada del invierno para abastecerse de agua. En ese mundo, en esa noche en que no se divisan las estrellas,  las nuevas y únicas estrellas son los androides que tocan música, que cantan y hasta un día bailaran un vals o un merengue.  

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Para efectos de una literatura comparada, sacó a colación un par de cuentos ya publicados y analizados en Plaza de las palabras,  uno  de J.J Ballard y el otro de Ray Bradbury, uno de los autores de ciencia ficción favoritos de Álvaro Calix. En principio más cercano en la temática de Ballard con La Unidad de Cuidados Intensivos, ahí describe cómo la sociedad y el hombre moderno vive condicionado y hasta cierto punto, aislado, va sustituyendo una vida normal por una tecnología invasiva, en que hasta los encuentros de persona a persona, y de familia,  se han diluido y se llevan a cabo con medio virtuales. La presencia física ha sido eliminada, en el cuento de Calix, si hay presencia física pero ha sido cambiada: sus sueños y esperanzas por una sustitución de los medios de trabajo. El homo faber que toca el piano.  

En Bradbury, también en escenas muy cercanas en El peatón, el personaje, el solitario de Leonard Mead,  sale todos los días a caminar por un deseo natural de libertad, pero en esencia es la misma escena la invasión tecnológica, ya incluso con un cierto control mental y condicionantes de represión. Y ese caminante también puede ser el personaje de Las Estrellas de Verano, el pianista Acosta. En ese sentido un cuento como El peatón bien puede ser una continuación del personaje del pianista Acosta de Las estrellas del verano, y a su vez también una continuación vivencial del personaje de Ballard que decide ante la hostilidad externa, recluirse en su casa: Un espacio inmenso. Un paso más Adelante lo da Samanta Scheweblin con su novela Kentukys, recientemente galardonada.  En que sin dar explicaciones de pronto nos sumerge en un mundo naturalmente sórdido, en que ya entra en juego el carácter conspirativo y la violación descarnada de la intimidad de las personas por lo invasivo de la tecnología, casi como si fuese un juego con sus peluches tecnológicos que esconden cámaras y micrófonos, llamados Kentukis,  y ante el lector se van sucediendo una serie de escenas familiares que retratan la intrusión y el abuso irrestricto de las tecnologías,  pero también constatan la permisividad complaciente de los actores. En un trueque entre el me miras y te miro. 

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Los anteriores textos narrativos citados,  se acercan en menor o mayor medida a las escenas y la intimidad pensante del pianista Acosta, protagonista solitario de Las estrellas del Verano de Álvaro Calix. Y los criterios siguientes se aplican y correlacionan en un sentido muy general, y también quizá particular para el cuento de Álvaro Calix.   «El cuento El espacio inmenso, aunque no tiene un indicio temporal ni alude a un futuro inmediato o lejano, se mueve en el marco de una distopía social. El personaje principal y casi único decide quedarse el resto de su vida sin salir de su casa, paulatinamente se va desconectando de todo lo que le une con el mundo exterior.  Pero al mismo tiempo va permeando un desvarío que crece con su prolongado aislamiento. Y si bien pareciera que su conciencia del espacio de la casa se expande, en sentido contrario es un avance regresivo a aquel Viaje a la semilla de Alejo Carpentier o aquel personaje que describe Oscar Acosta, El regresivo. En otro cuento futurista que también es una distopía social aunque mejor ambientada en un futuro concreto y lejano y tecnológico, El Peatón de Ray Bradbury, (ya publicado y comentado en este blog). En ese relato el personaje principal, en lugar de quedarse confinado en su casa, sale todos los días a caminar por una ciudad semi despoblada, y en la que tal actividad es prohibida o se le considera un acto antisocial.  Porque para todos lo normal en ese tiempo era pasársela encerrados en su casa,  ver televisión y depender de artefactos externos para vivir». (4)

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«En ese sentido las distopías tienen un carácter de aviso o de denuncia. Bien lo dijo alguna vez Ray Bradbury, que la ciencia ficción no solamente es para predecir sino que también es para prevenir. Y Ballard también dijo que escribía  «A modo de advertir». Todas estas narraciones nos presentan escenas extremas y casi kafkianas o provenientes del teatro del absurdo.  Todos los cuentos distópicos aquí señalados sean del pasado o los cuentos futuristas de Ballard y Bradbury, y quizá de tantos otros escritores de ciencia ficción, concitan a reflexionar sobre la verdadera utopía: vivir normalmente sin ataduras extremas a la tecnología o a las ideologías de cualquier signo o a los enclaves corporativos. Sobre todo estos relatos pueden orientar hacía valorar más decididamente las relaciones familiares y humanas y a ser más respetuosos de la naturaleza».  (5)

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Adentrándonos más en el cuento de Álvaro Calix, retomamos algunos criterios vertidos en una reseña al libro de cuentos Ariadna y la Burbuja de Álvaro Calix, porque en el cuento reseñado mantiene inalterable algunos criterios saludables de su anterior prosa, los transcribimos aquí porque siguen siendo válidos para el cuento que en esta ocasión nos ocupa. «De una u otra forma en Ariana y la Burbuja, se produce una doble vertiente, quizás menos obvia que la temática o los fondos morales que el autor deja plasmada en su narrativa. La primera vertiente, toca el manejo de un contexto cotidiano, cuentos que tratan sobre lo común y corriente, estampas a lo Chejov.  Una segunda vertiente se orienta en un uso llano de la palabra, nada de adornos, resabios estilísticos, sin truco de palabras. El autor no cae en esa tentación. Su estilo es directo, sin ínfulas de docto, de una u otra manera ha encontrado su propia voz y su propio tono y ritmo. Apunta, como un horizonte a ese minimalismo de los cuentos de Carver. Pero no es un minimalismo absoluto, sino un minimalismo en el uso del lenguaje y la fabricación ficcional de las tramas y las escenas. Por supuesto en etapa de perfeccionamiento. En fin, el minimalismo no es un fin en sí mismo, sino un medio de encontrar un estilo, una manera de contar las historias, un modo de concentrarse en la cosa en sí. Lo positivo de estas orientaciones, tanto el manejo de la densidad e intensidad en la trama como en la economía del lenguaje.» (6)

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En el cuento de Álvaro Calix,  Las Estrellas del Verano su protagonista es Acosta, un pianista que adora al músico ruso Prokófiev,   pero que por falta de oportunidades tiene que trabajar en hoteles y bares, escenarios donde no puede desarrollar su talento, sino que está condicionado por una tecnología cada día más invasiva y por una sociedad que la acepta como lo más perfecto y natural del mundo.  Y que de golpe es sustituido por un androide que ahora hará su trabajo: tocar el piano. Por eso el pianista Acosta dice: «En el fondo sabía que él y el piano eran solo parte del decorado, un mosaico más en la estética del hotel.». Pero el pianista Acosta también está consciente de sus competidores cuando en un diálogo con su jefe, el Señor Vílchez, afirma: «—Entiendo que los androides son impecables en la ejecución técnica, pero… no poseen conciencia tonal—discutió Acosta—. No interiorizan el sentimiento que exige cada obra.» Y también consciente de que aparte de la burbuja que habitaba, había otra realidad que no era la virtual: «Sentía curiosidad por husmear la “otra ciudad”, la de callejones oscuros y paredes cuarteadas, promontorios de basura y vahos fétidos, la de mendigos y borrachos acurrucados en las aceras. Se preguntaba qué podría hacer allá un pianista con frac y zapatos de charol.»

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El cuento que también se debate entre una corriente de tecnologías: reloj inteligente, robot, hologramas, tablet para leer el periódico, pinturas digitales, androides que tocan piano y androides cantores, repertorio automático del piano, taxis no tripulados, drones de vigilancia. Y una corriente de música que va desde Prokofiev,  a  Concierto para piano para la mano izquierda de Ravel, piezas de Anne Duldey con las de Pau Viguer, Sonatas de Guerra de Sergéi Prokófiev, en especial el movimiento Vivace de la No. 8. Gymnopédie No 1 de Satie., Piano Sonata No 8 de Prokófiev.  Ambas corrientes son contratantes, la tecnología y la música.  La uno representa el materialismo funcional y la otra,  la música el espíritu irredento y en vuelo ascendente. 

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Finalmente, dos hechos narrativos que llaman la atención,  y que son tirados al ruedo de la trama sin mucho ruido, pero que le dan vivacidad al relato y enriquecen su interpretación. Primero la presentación de un mundo ya acoplado por la tecnología y sincronizado como un teléfono celular,  cuando el personaje, el pianista Acosta, en un centro comercial toca la Gymnopédie No 1 de Satie y poco después, la vuelve a escuchar en el taxi no tripulado que lo llevará a casa. Esta coincidencia es una sincronía virtual que se da muy común en celulares y medios tecnológicos. Corresponden a una programación previa y un carácter si bien aleatorio también intencional. El segundo, en contracorriente se erige como un símbolo prefigurativo, desde una imagen casi poética y en movimiento, los salmones rojos cuesta arriba por el río porque tal es la vida que se le anticipa al pianista Acosta: «Detuvo su atención en la que pasaba un reportaje sobre el viaje de los salmones rojos. La cámara enfocaba los enormes saltos de estos peces, río arriba, en su odisea desde el océano hasta su lugar de nacimiento », y después en su vagabundeo por llegar a casa y quedarse recostada en una banca de madera, ante el murmullo de una fuente de agua que caía cual si fuese una cascada,  como un espejo los vuelve a imaginar ya casi al borde del sueño: «Cerró los ojos, solo él y el fluir del agua. Imaginó a los salmones rojos saltando en la fuente para sortear los chorros de la cascada». 

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En el contexto anterior, el final del relato, muy acertado, se torna ambivalente pero definitivo: Ya sea que ese mundo en que tecnológicamente ya todo esté sincronizado o perfectamente calculado. Entregarse. O en ese viaje a contracorriente de los salmones río arriba. Resistir como pensaba Ernesto Sábato. Aunque en ambos casos como dice la voz convincente del narrador: «El pianista supo que comenzaba un viaje sin retorno.»



LAS ESTRELLAS DEL VERANO

Álvaro Cálix 

Acosta repasó por última vez la partitura, los tenues reflejos del crepúsculo morían tras la cordillera. Se hacía tarde y no quería que el tráfico le jugase una mala pasada. Tapó el piano con la funda, se levantó para acicalarse el cabello frente al espejo de la sala de su apartamento, también se ajustó el corbatín negro. La función de ese viernes en el  Hotel Schwartz era especial, no todos los días se interpretaba a Serguéi Prokófiev. Desde su reloj inteligente pidió un taxi, cerró la puerta y tomó el ascensor desde el piso doce hasta el vestíbulo del condominio. Saludó al guardia de turno y avanzó hacia la calle. Eran las ocho menos diez, su presentación iniciaba a las nueve. 

El taxi llegó sin contratiempo al condominio. Acosta se acomodó en el asiento trasero. La conductora lo miró por el retrovisor y le dijo que evitarían la avenida Galarza, pues la aplicación sugería tomar calles alternas. Él asintió con la cabeza y perdió sus ojos en el paisaje de la noche. Pensó en los años trabajados de aquí para allá en hoteles de la ciudad. Después vinieron a su mente los recuerdos de la época, ya lejana, cuando fue uno de los más brillantes prospectos del conservatorio. Por lo menos tenía un empleo en el que hacía lo que más disfrutaba. Aunque de un tiempo acá, le faltaban fuerzas para esmerarse. Por eso se retó con las sonatas de Prokófiev. 

Sintió frío y le pidió a la joven que apagara el aire acondicionado y que abriera las ventanas de atrás. Ella accedió y le preguntó si deseaba escuchar algo de música. Él sonrió y le dijo que no. Después de zigzaguear varios minutos por calles menos transitadas, el taxi retomó una de las vías troncales que llevaban hasta el hotel; se pegó ahí a una larga fila de autos. Aún tendría que cruzar tres semáforos antes de enfilar por la avenida Fray Bartolomé de las Casas. Mientras el auto aguardaba la luz verde en uno de los cruces, Acosta se asomó a la ventana y reparó en uno de los hologramas, se anunciaba la pelea del campeón mundial de los pesos ligeros contra un androide coreano de última generación. De reojo, la chofer también vio el holograma. 

—¿Cree que el robot tumbe al campeón? —preguntó ella.

Acosta no sabía qué contestar, no sabía nada de boxeo y tampoco de androides.

—No tengo la menor idea. 

—El robot va invicto en su gira, cinco victorias al hilo… —Por el carril contrario, la sirena de una ambulancia ahogó la voz de la mujer. 

El pianista no quería seguir hablando del combate. Vio el reloj y se alegró de que llegaría a tiempo. 

—Me parece que no la había visto antes… ¿Es nueva en la cooperativa de taxis? —preguntó él.

—Sí, señor. Voy a cumplir dos meses. No es que me guste tanto, pero ni modo, por ahora le hago a la taxiada. Este año no hubo lana para la universidad. 

—Ah, entiendo—dijo Acosta, sin querer escarbar más.  

La ruta parecía libre en el último tramo, la joven aprovechó para acelerar la marcha. El aire que entraba por la ventana refrescó el interior del coche. Poco tiempo después, el taxi arribó y se estacionó bajó la marquesina del hotel. Acosta bajó con solemnidad y se alisó el frac. La entrada lucía más concurrida que de costumbre; a un costado, dos autobuses desembarcaban pasajeros que venían del aeropuerto. A lo largo del acceso principal se oía el traqueteo de maletas rodando por las baldosas. Él se abrió paso entre la gente y cruzó apurado la puerta giratoria. Fue al baño por un momento, el pis de rutina. Al salir se fue a sentar a uno de los sofás del vestíbulo, había pocos puestos vacíos. Observó el estante con los periódicos del día; podía escoger entre los de papel y las ediciones digitales en las tabletas. Prefería siempre los impresos. Cogió uno al azar. En la primera plana sobresalían las imágenes de las inundaciones en China y de los incendios en la costa oeste de los Estados Unidos. Al hojear las páginas interiores, miró con grata sorpresa el anuncio de que el pianista Pérez Floristán se presentaría el mes siguiente en Bellas Artes. Pocas veces había visto una interpretación del Concierto para piano para la mano izquierda de Ravel como la que hacia Floristán. Mientras leía la noticia, el administrador se acercó para saludarlo.

—Maestro Acosta, ¿qué tal sus vacaciones?

—Bien. No salí, me quedé en la ciudad —respondió—. Mucha gente hoy por aquí...

—Casi estamos en temporada alta. Por cierto, el gerente quiere verlo durante la pausa. Una reunión corta en la sala de juntas del segundo piso.

—Gracias. También vi el mensaje en mi teléfono. 

—Me alegro de verlo, Maestro. Que tenga una buena noche. —Se alejó y le dejó las llaves del piano.

El músico volvió a poner el diario en el anaquel. Se dirigió al fondo del lobby donde estaba el piano, el más lujoso que poseía la cadena hotelera en la ciudad. Abrió la tapa y se sentó en el banco de caoba. Detrás de él sobresalía, imponente, la pintura digital del mes; en esa ocasión la obra elegida fue Olas Rompiendo de Monet, con efectos que mostraban el movimiento encrespado del mar. Acosta comprobó la afinación de las teclas. Después de tres semanas, era un encanto estar de nuevo frente al gran piano de cola Steinway, recién importado de Nueva York. 

En breve inició su repertorio de bienvenida. Alternó piezas de Anne Duldey con las de Pau Viguer, incluyendo una de sus favoritas, Waves in the morning. Un grupillo de gente se acercó, varios se acomodaron en los sillones laterales para escucharlo o para apreciar el cuadro de Monet. Mientras tocaba, con el rabillo del ojo veía el semblante distraído de su audiencia; él se consolaba con saber que las notas musicales se esparcían por todo el lobby, amenizando a los huéspedes. En el fondo sabía que él y el piano eran solo parte del decorado, un mosaico más en la estética del hotel. Pensó en lo que dejó de hacer para que, en un soplo, muriera el sueño de convertirse en pianista de alguna orquesta que se precie, con aplausos y una solemnidad que jamás encontraría en este salón imponente pero yermo del Hotel Schwartz. 

En la pausa fue al bar por su vaso de limonada con menta y unas brochetas de queso. Se quedó de pie frente a la barra. Miró de soslayo las pantallas de televisión en las paredes del bar. La pantalla más cercana a él retransmitía un partido de fútbol de la liga inglesa, otra presentaba el noticiero de un famoso canal internacional. Detuvo su atención en la que pasaba un reportaje sobre el viaje de los salmones rojos. La cámara enfocaba los enormes saltos de estos peces, río arriba, en su odisea desde el océano hasta su lugar de nacimiento. La encargada del bar ofreció llenarle el vaso con más limonada. Acosta meneó la cabeza en gesto de rechazo. Apresuró los bocados, debía acudir a la reunión con Vílchez. Siguió el pasillo hasta dar con las gradas que conducían de la planta baja al segundo piso. Entró a la pequeña sala. Una mesa de nogal con ocho sillas acolchadas dominaba el espacio, enfrente había una pantalla empotrada en la pared. En una de las sillas ya estaba sentado el administrador. El pianista escogió el puesto más cercano a la puerta, cruzó las manos sobre la mesa. En la pantalla grande, apareció Vílchez. El saludo fue breve y de inmediato el ejecutivo fue al grano. Le dijo que la junta de directores adoptaría nuevas políticas en la cadena hotelera.

—Entre otras medidas, vamos a renovar los espectáculos. Cancelaremos sus actuaciones en los tres hoteles de la ciudad—dijo, sin aspavientos—. No se preocupe, queremos mantenerlo con nosotros, solo que en un concepto diferente. 

La frase “en un concepto diferente” taladró los sesos de Acosta. Se encogió de hombros y esperó a que Vilches soltara lo peor.

—Le compramos dos androides a una empresa japonesa. Son pianistas con repertorio variado, clásico pero también moderno, para todo público. —Hizo una pausa. Quedó viendo a Acosta para ver su reacción—. Nos dieron un precio de ganga. Es un modelo a punto de ser reemplazado por otro, aún más impresionante. Pero para nuestro hotel… va de perlas. Lisa y Tony serán la sensación, ambos cubrirán las seis funciones semanales que usted hace. 

A cada frase del gerente, el administrador asentía con la cabeza. Acosta permanecía mudo. Quizás ya era tiempo de cerrar su ciclo en la empresa. También sabía que no iba a ser puntada fácil conseguir trabajo de un día para otro. 

—En cuanto a usted, mi estimado Acosta, a partir del otro mes queremos enviarlo al Piano Bar del hotel del este —siguió diciendo Vílchez—. Cinco presentaciones, y ya no tendría que moverse por los tres hoteles. La misma paga y le daríamos transporte de regreso a casa.

El pianista frunció los labios. Recordó las noches cuando le tocó cubrir el Piano Bar, la atmósfera pegajosa y los gritos chirriantes de los parroquianos que ahogaban la voz de Felicia. Peor aún, soportar las nubes de humo de cigarro y el tufillo a cerveza. No, eso no era lo suyo; aunque, claro, necesitaba el trabajo. 

—Señor Vílchez, no es que desee entrometerme —intervino Acosta—, ¿están seguros de…? 

—¿De qué? 

—Entiendo que los androides son impecables en la ejecución técnica, pero… no poseen conciencia tonal—discutió Acosta—. No interiorizan el sentimiento que exige cada obra.

—Quizás tenga usted razón, en el caso de conciertos exigentes. Para amenizar en el lobby… basta y sobra —sentenció Vílchez—. Ya los vimos en hoteles de Tailandia. Y pensamos en grande, talvez en dos o tres años hagamos un pedido de androides cantores. Bien… ¿Qué piensa del traslado al Piano Bar?

El pianista sudaba; volvió a ver la expresión impasible del administrador. Dentro de pocos minutos debería iniciar la segunda parte de su presentación, la que tanto ensayó durante las vacaciones, una serie de fragmentos de las Sonatas de Guerra de Sergéi Prokófiev, en especial el movimiento Vivace de la No. 8. Pero la mente se le puso en blanco y temía equivocarse. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para engranar sus ideas. La pregunta del gerente flotaba en la sala de juntas.   

—Gracias por la oferta —Tomó aire. Se secó las gotas de sudor de la frente con el dorso de la mano— Pero, si no hay otra opción…, renuncio al trabajo.  

—¿Escuché mal o ha dicho que renuncia?

—Eso dije, señor.

Un silencio de hierro se paseó por la sala. Vílchez no se inmutó.

—Estimado Acosta, no se ofenda. Usted es parte de la casa. ¡Ah, ya sé!, detesta la juerga del Piano Bar, ¿es eso?

—No es el tipo de ambiente que preferiría.

—Ya se acostumbrará. El cambio va a ayudarle a renovar su repertorio… Usted sabe, estar más atento a los gustos del público. Además, va a acompañarlo Felicia, nuestra cantante estrella en el hotel del este. Ella entona muy bien. 

Vílchez veía su reloj con insistencia. Acosta también deseaba que la reunión terminase pronto, no quería echarse para atrás.

—Es mi última palabra. Me voy. 

El pianista se enderezó y miró a Vílchez sin pestañear. Llevó el pulso hasta las últimas consecuencias. 

—En ese caso, mi querido Acosta, entiéndase con el administrador para la liquidación. Lo lamentamos, no podemos imponerle nada. Muchas gracias por estos años, ojalá encuentre un trabajo que le guste. Si ocupa referencias, no dude en pedírnoslas —Cerró la partida el gerente. —¡Ah!, una cosa más… Estamos iniciando la segunda quincena, esperaríamos que usted concluya el mes. 

Acosta hubiese querido tener el valor de largarse y dejar hablando solo a Vílchez. Tomó un sorbo de agua de uno de los vasos que estaban en la bandeja sobre la mesa. También había una jarra de café, un par de tasas, endulzante y un plato con galletas acaparado por el administrador. 

—Señor, gracias por todo. Por supuesto, vendré los días que faltan. Solo un favor, no me siento bien, quisiera salir y tomar aire fresco. ¿Podría irme sin cumplir la segunda parte? 

El gerente se acarició la barbilla. 

—Manuelito, no hay problema con que Acosta se retire antes. Ponga el repertorio automático del piano, algo de jazz estará bien. 

La pantalla se apagó. El administrador esperó a que Acosta saliera para cerrar la puerta. Segundos después lo alcanzó en el pasillo y le dijo:

—Maestro, me olvidaba… esta noche teníamos una cortesía para usted. Contratamos una empresa de taxis no tripulados, hoy comienza el servicio de prueba. Le envío ahorita el enlace a su teléfono. Puede pedirlo cuando quiera. La compañía cubre la ruta a su casa. Otro día hablamos de la liquidación. 

Le dio las gracias a Manuelito y se dirigió al baño, remojó su cara con agua fría y se acicaló el cabello. Tomó un poco de papel toalla para secarse las manos. Se encaminó hacia la salida del hotel, no sin antes ver de reojo, cuando pasó por el salón, el movimiento libre de las teclas del Stainway.

Al salir del edificio, atravesó el sendero de piedra flanqueado por cipreses y se internó en la avenida principal. Deambuló varias cuadras. En el fondo quería seguir caminando, ir más allá de los límites de la burbuja que habitaba. Sentía curiosidad por husmear la “otra ciudad”, la de callejones oscuros y paredes cuarteadas, promontorios de basura y vahos fétidos, la de mendigos y borrachos acurrucados en las aceras. Se preguntaba qué podría hacer allá un pianista con frac y zapatos de charol. De cualquier manera, carecía de fuerzas para un recorrido tan largo. Ni siguiera anduvo un kilómetro cuando cruzó la calle en la esquina y se fue a meter a uno de los centros comerciales de la zona. 

Avanzó por el pasaje de la entrada hasta la plaza principal, rodeada por el patio de comidas. La plaza tenía forma de diamante, el piso ajedrezado en tonos crema y marrón y un techo de cristal con reflejos turquesa. Acosta divisó el piano para músicos de ocasión. Nadie lo tocaba en ese rato; se acercó y se sentó frente al instrumento, un Yamaha bastante funcional, mucho mejor que el que tenía en su piso. Vio a la multitud que iba y venía. Se compuso el frac y comenzó a tocar Gymnopédie No 1 de Satie. Calibraba bien el tempo de la pieza, lent et douloreux,  y las caprichosas disonancias del pianista francés, pero la dejó a medio camino porque caía en un pozo sin fondo y porque lo que quería ejecutar era Piano Sonata No 8 de Prokófiev. Sin más, se precipitó en la cascada de notas de la obra; la partitura se mantuvo firme en su memoria. 

Un grupo de personas formó un semicírculo, atento a la música. Varios de los espectadores eran huéspedes del hotel que paseaban por el centro comercial. La jarra de vidrio junto al piano se llenó de monedas y de uno que otro billete. Concentrado en los arpegios del tercer y último movimiento de la sonata, Acosta oía de lejos los elogios de la audiencia, que le auguraba un futuro promisorio. Al compás de los pasajes más delirantes, su cabeza y sus manos se movían con gran agitación. Al verlo en trance, no faltaron turistas que le sacaron fotos con sus lentes cámara o con las pulseras inteligentes. Casi sin aliento, finalizó la pieza. Alzó la mirada y sonrió a las personas a su alrededor. Una ráfaga de aplausos lo premió, mientras se preguntaba si alguien habría advertido su desliz en el tercer tiempo de la pieza. Se levantó del taburete, estiró piernas y brazos; dejó el dinero intacto en la jarra y se alejó con pasos lentos.  

Se fue a caminar por los corredores del primer piso. Respiraba con dificultad. Poco a poco la vista se le fue nublando con manchones grises, la cabeza le daba vueltas. Para no caerse, tuvo que apoyarse en la pared mientras pasaba el vértigo. A tientas alcanzó una de las bancas de madera, cerca de la fuente de agua. Se quitó los zapatos, los puso debajo de la banca y se recostó como pudo en el asiento. A pesar del bullicio, oía el susurro del agua cayendo a saltos por las rocas. Cerró los ojos, solo él y el fluir del agua. Imaginó a los salmones rojos saltando en la fuente para sortear los chorros de la cascada. Deseó en ese rato irse a acampar a un claro del bosque, al pie de un arroyo en algún rincón de la sierra, como antaño, en sus escapadas de fin de semana con el club de exploradores. 

La rutina de cinco años, de repente y sin remedio, quedó agujereada. ¿Qué haría a partir de fines de mes? A lo mejor más clases virtuales, buscar de nuevo trabajo en las academias de música. Solo sabía tocar el piano. No es que quisiera saber algo más, pero era consciente de su insignificancia. Acosta iba a cumplir treinta y nueve años en un par de semanas. Poseía una cabellera negra, reluciente, apenas alguna que otra cana en las sienes. Sus ojos vivos y la postura erguida le daban todavía un aire de prospecto. Aunque, quizás esta noche, había envejecido un poco. 

Abrió los ojos. Despertó de un suave letargo. La música de la fuente seguía ahí. Casi era medianoche. Con desgano se disolvía ese sábado antesala del verano. Ya era hora de irse a casa y dejar que la cama y la almohada se lo llevasen por unas horas. Mañana barajaría mejor sus cartas. 

Iba a llamar a la compañía de taxis que solía transportarlo, pero recordó la cortesía del hotel de la que le habló Manuelito. Nunca había viajado en autos no tripulados, el servicio apenas se estrenaba en el país. Lo pidió y fue a esperarlo a la entrada del centro comercial. Las luces de la ciudad, ubicuas, con su halo retaban las sombras; los hologramas y las pantallas luminosas en los cristales de los edificios invadían la avenida. Sobre su cabeza, a decenas de metros de altura, un enjambre de destellos azules se movía sigiloso, en la rutina de vigilancia de la patrulla de drones. A pesar de que era una noche despejada, era imposible divisar alguna estrella. 

Un auto gris se aparcó a su lado. Acercó su pulsera para que el taxi comprobara las coordenadas. La puerta posterior se abrió despacio. Acosta dudó, pero ya no podía hacer nada; subió al automóvil, la puerta se volvió a cerrar. Recibió un saludo con su nombre y apellido y la dirección a la que se le conduciría. El interior del taxi cambió de una luz intensa a una muy tenue. Escuchó con sorpresa los primeros compases de una melodía, de inmediato reconoció la Gymnopédie No 1. El auto arrancó. Atrás quedaron, borrosos, los trazos de un día para olvidar. El pianista supo que comenzaba un viaje sin retorno. 


*Álvaro Cálix Rodríguez, Doctor en Ciencias Sociales con orientacion en Gestion del Desarrollo. Escritor, cuentista y poeta hondureño, ha publicado dos libros de cuentos: La Plaza de los poetas, (2006, editorial Satyagraha Ediciones, Honduras) y Ariana y la burbuja (2014, Ebook Amazon, ahora también publicado en versión dura). También cuenta con un libro de poemas Poemas Vueltos, 2019. Sus cuentos han sido publicados en varios medios de difusión nacional e internacional. En Honduras ha obtenido Premios literarios en la rama de cuento: Grupo Ideas (1989), Juegos Florales Santa Rosa de Copán (2008), Coquimbo (2017). Actualmente reside en Quito, Ecuador.



Jurado calificador del concurso de relatos V Edición del Premio Ciudad de Sevilla


Notas bibliográficas

1. Citando a Stone R. y Livengood, S. 2021. Story Intellegence: Master Story, Master Live, Amazon Book, en ¿Que es la inteligencia narrativa?, Regina Freyman Observatorio,  Instituto para el Futuro de la Educación, Tecnológico de Monterrey.

2. La condición humana: Arendt (2005b), 180-1. Citada por Mercedes Serraller Calvo en El debate sobre la idea de progreso a partir de Kant y Arendt MEMORIA PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTOR PRESENTADA POR Mercedes Serraller Calvo. Director Rafael V. Orden Jiménez. Universidad Complutense de Madrid. Madrid, pp.269-270, 2019. PDF.  

3. También ver cita en el texto mismo de Hannah Arendt, La condición humana , Paidos, p. 163-164.,Traduccion Ramón Gil Novalis, Buenos Aires, 2009, p.166,156, PDF  

4. El espacio inmenso y La Unidad de Cuidados Intensivos dos cuentos distópicos de J.G. Ballard. La utopía de las distopias. Post Plaza de las palabras 

5. Ibíd.,

6. Ariana y la burbuja. Un escritor en busca de las formas. Comentarios a manera de reseña critica del libro de cuentos de J. Álvaro Calix Rodríguez.  Reseña por M.A. Membreño Cedillo. Post Plaza de las palabras.

Créditos

Texto del cuento Las estrellas de verano©  Álvaro Cálix

Reseña critica Ariana y la burbuja de Álvaro Cálix

Reseña Libro Ariana y la burbuja


Ilustración

Aplicación Dream Wombe, dibujo creado por inteligencia artificial para ilustrar el texto narrativo. Plaza de las palabras