Andrés Neuman observa
relaciones y diferencias en algunos de los mejores cuentistas norteamericanos
del siglo XX: Raymond Carver, John Cheever, Flannery O’Connor, Lorrie Moore,
David Foster Wallace y Robert Coover.
POR ANDRES NEUMAN
Apología de la
literatura breve
Mi primer Carver fue
¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, título que en sí mismo ya es
una obra maestra. Por esa misma época se estrenó la película de Altman, Short
Cuts, que tuvo la virtud de divulgar sus libros entre muchos lectores de mi
generación. Desde entonces, su influjo ha sido tan intenso como las imitaciones
que ha propiciado. Lo que en Carver es silencio, en otros suena a vacío.
“El chico rió, pero sin
ningún motivo especial”. Esta frase, que aparece al principio del memorable De
qué hablamos cuando hablamos de amor, resume la esquiva técnica carveriana. Se
trata de insinuar a la contra. De decirnos que aquí no pasa nada para que,
intrigados, nos preguntemos qué demonios pasa. La escritura de Carver es
metaliteraria a su manera: nos alerta discretamente sobre sus propios recursos.
“Tenía muchos más detalles que contar, y procuró que se hablara de ellos. Al
cabo de un rato dejó de intentarlo”. Exactamente eso hacen sus cuentos.
Enfatizar la elipsis. Callarse con estruendo.
Si en sus mejores
piezas ese equilibrio asombra, en otros la sutileza se exhibe, dejando de ser
tal. Al final de “Todo pegado a la ropa”, leemos: “Sí, es cierto, sólo que...,
empieza ella. Pero no termina lo que había empezado”. Estas omisiones, muy
efectivas en una primera lectura, dejan al descubierto su cálculo en una
relectura. Por supuesto, recordaremos a Carver por sus climas. En “Veía hasta
las cosas más minúsculas”, aplicación simbolista de la poética chejoviana, una
simple verja sintetiza la distancia entre la historia tal como es y como podría
ser. Tras conversar en camisón con un vecino, la protagonista vuelve a la cama
junto a su marido que ronca. Pero el mundo del deseo, su realidad contigua,
queda entreabierta: “entonces recordé que me había olvidado de cerrar la
verja”.
Hay más de un Carver en
sus cuentos, que hasta incluyen algún microrrelato, como el impresionante “Mecánica
popular”. Por su parte “Visor” nos revela, desde la primera línea, a un Carver
más cercano al humor absurdo: “Un hombre sin manos llamó a mi puerta para
venderme una fotografía de mi casa”. El narrador termina subido al tejado,
donde lo asalta una metáfora que resume su condición de marido abandonado. El
hombre ve unas piedras. Las mismas que sus hijos habían arrojado, en otros
tiempos mejores, sobre la rejilla de la chimenea. Estas epifanías ponen a
Carver a dialogar con Cheever.
Si en Carver manda el
mecanismo económico, en Cheever predomina la acumulación visionaria. Cheever
encargaba a sus alumnos que escribieran un texto donde siete personas o
paisajes dispersos revelasen una profunda conexión entre sí. Una técnica
similar empleó él mismo en “El marido rural”. Novela en miniatura según
Nabokov, este cuento muestra cómo su autor desarrollaba improvisando para ver
hasta dónde llegaban las experiencias del personaje. Los episodios, recuerdos e
imágenes se suceden con una lógica parecida a la libertad. Y, fabulosamente,
nunca llegan a parecer meras digresiones, sino partes de un conjunto complejo.
Incluso cuando tiende a la estructura premeditada, como en “El enorme receptor
de radio” o “El nadador”, Cheever se las arregla para dejar un margen al misterio.
Tampoco lo fantástico se conforma con serlo, cargándose de psicologismo. El
nadador que cruza piscinas ajenas avanza en el espacio, pero también en el
tiempo. Y se dirige hacia su propio invierno.
“Soy demasiado viejo
para juzgar los sentimientos ajenos”, leemos en “Adiós, hermano mío”, cuya
hermoso final transcurre frente al mar. Como un diluvio al revés, en Cheever el
agua perdona. La atención hipnótica que presta al mundo tiene algo de
esperanza. Mirar tanto es amar, aunque lo que se mire parezca un desperdicio:
“esto no representa las ruinas de nuestra civilización, sino los campamentos
temporales de la civilización que construiremos”. El amor recibe un enfoque
semejante. Las parejas de Cheever rara vez rompen, manteniéndose en un frágil
equilibrio que se presta al matiz. Los matrimonios carverianos suelen reflejar
un fracaso consumado. Los cheeverianos sobreviven en un terreno más ambiguo,
donde lo que no se alcanza tiene tanta fuerza como lo que aún se anhela. No
casualmente, el autor nombra a Tántalo en sus diarios.
Si Carver se relaciona
con (sin agotarse en) el realismo sucio, los cuentos de Cheever son de un
romanticismo sucio. Hay en ellos cierta religiosidad renqueante, un turbio
fondo utópico. Conmueve su búsqueda de la redención a través de la idea lírica,
su mezcla de inadaptación y beatitud suburbial. Cheever parecía encontrar más
inspiración que limitaciones en la moral religiosa. Sirva como ejemplo su
erotismo delicado, de pudorosa reverencia (que se debía también al pacato
imperativo del New Yorker). En ocasiones, sin embargo, la pulsión redentora
roza el púlpito y afecta al texto. “Una visión del mundo” estaría entre sus
mejores cuentos de no ser por la moraleja directa, casi evangelizadora, del
pasaje final: “¡Calor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión! ¡Esplendor! ¡Bondad!”… La
enfática enumeración irradia menos esos valores que la prosa maestra que la
precede.
Belleza colateral
Los formidables cuentos
de Flannery O’Connor, en particular los de Everything that raises must converge
(cuya antigua edición española, pésimamente traducida y con errores
reproducidos hasta hoy, prefirió titularlos Las dulzuras del hogar ), proyectan
una mirada maliciosa y a la vez tierna. Sus protagonistas son, digamos, unos
miserables remotamente dignos. En vez de fabular personajes masculinos
desbordantes de virilidad, aferrados a su rol, la autora los presenta débiles o
asustados, y se lanza a comprenderlos sin ninguna complacencia. Parientes
terribles, vecinos entrometidos, autoridades decadentes completan un cuadro
nada bucólico.
El punto de vista en
O’Connor es de una omnisciencia fluctuante, que se desliza del estilo directo
al indirecto con increíble precisión. Más allá de su agudeza psicológica, cada
cuento merecería ser analizado en un laboratorio. Los conflictos de los
personajes son desarrollados con demora, mientras su carácter se resume con
pequeños detalles. En “Greenleaf”, bastan dos frases para que el presuntuoso
cabeza de familia quede retratado: “el orgullo por sus hijos comenzaba por el
hecho de que fuesen gemelos. Se comportaba como si eso hubiera sido algo
ingenioso que se les había ocurrido a ellos mismos”.
Sus cuentos suelen
plantear una confrontación de personalidades y una radiografía del legendario,
que no agradable, sur estadounidense. El comportamiento de los negros oprimidos
resulta más complejo que en los relatos de Faulkner o Caldwell. Tampoco su sentido
del humor admite lecturas políticamente correctas. Abundan los finales
truculentos, cuyo abuso a veces subraya redundantemente su dramatismo. Las
agonías de O’Connor muestran tal grado de elaboración que alcanzan una atroz
belleza. “El escalofrío interminable” hace de ello su argumento íntegro. En
esta pieza encontramos una mezcla muy propia de estilo: realismo lacerante por
un lado, alucinaciones poéticas por el otro. La descripción precisa del entorno
convive con la búsqueda de una epifanía que, a diferencia de Cheever, suele
quedar truncada. Si en Cheever la contemplación estética en cierto modo
neutraliza el mal, en O’Connor la revelación necesita del mal para consumarse.
Otra de sus constantes es la inmovilidad como recurso trágico. Imposible saber
hasta qué punto influyó en ello la enfermedad que la obligó a recluirse.
Movediza, en cambio,
nerviosamente cómica, es la escritura de Lorrie Moore. Sus cuentos aceleran a
la velocidad dialéctica de la autora. No son los personajes, ni los argumentos,
la base de su encanto. A diferencia de Flannery O’Connor, el material narrativo
suele ser anecdótico, y el vigor depende más de las observaciones, reflexiones
y digresiones que Moore va dejando por el camino. Difícil no reírse con sus
diálogos: “–Tendrías que ver a alguien. –¿Hablamos de un psiquiatra o de una
aventura?”. Cuando su propensión al aforismo funciona, terminamos subrayando
compulsivamente el texto. En los casos menos logrados, nos deja una sensación
autocontemplativa, cierto empeño universitario en sonar sofisticada en cada
frase.
Uno de sus mayores
atractivos son esos momentos Sontag en que la autora se muestra doblemente
incorrecta, atacando al patriarcado por un lado y a la ortodoxia feminista por
el otro. Moore persigue contradicciones. Quizá por eso, en el cuento “Una nota
preciosa” un personaje escribe artículos sobre O’Connor. La forma de los
diálogos, sin embargo, es casi opuesta a la de Flannery o Carver. Agudos y
artificiosos, no aspiran a la naturalidad oral sino a la síntesis conceptual.
Moore es experta en
señalar nuevos espacios de soledad. Nuestro actual modo de vida, y en
particular el de la mujer trabajadora, es diseccionado en sus ficciones, que
jamás abandonan el tono tragicómico. Cuentos como “Que es más de lo que puedo
decir de ciertas personas”, donde se explora el vínculo madre-hija, renuevan el
imaginario literario femenino con destellos de impactante lirismo: “las
toallitas íntimas en la papelera del baño, horribles como una guerra, que
después los mapaches desparramaban por la calle cuando las sacaban de la
basura”.
Si tuviéramos que
elegir un cuento suyo, muchos lectores coincidiríamos en “Gente así es la única
que hay por aquí…”, uno de los mejores de la cuentística norteamericana
reciente. Incluido en Pájaros de América , narra la historia de una pareja a
cuyo bebé le detectan un cáncer, viéndose obligados a pasar una temporada en la
peor sección de un hospital. Pero no es el tema en sí, sino su combinación de
visceralidad, franqueza y lucidez analítica, lo que lo hace tan sobrecogedor.
Este relato optimiza todos los talentos de la autora: flexibilidad formal;
perspicacia a raudales; un examen profundo de la madre contemporánea; un
sentido doloroso del sarcasmo; y una dosis de autoficción metaliteraria. El
resultado es una colosal meditación sobre la descendencia y la muerte, cargada
de “belleza colateral”.
Cuentos posmodernos
Si buscásemos un
pionero de lo que, simplificando mucho, podríamos llamar cuento posmoderno,
llegaríamos pronto a Robert Coover. Su manera juguetona de entrar y salir del
discurso, su desintegración de la linealidad, su mezcla de registros, su
intertextualidad paródica, lo convierten en un almacén inaugural de los
recursos que, décadas más tarde, se convertirían casi en rutinarios.
Su libro emblema, El
hurgón mágico , tiene mucho de declaración de intenciones. Mientras el supuesto
preámbulo apenas revela nada, el auténtico prólogo, dedicado a Cervantes, se
incrusta en mitad del volumen. Más allá de subvertir el orden convencional de
lectura (aunque nada nos impide empezar leyendo la pieza central), esta
aparición tardía de las consideraciones teóricas sugiere que los propósitos
nacen de la escritura misma. La apelación cervantina remite al cuestionamiento
de los paradigmas, a la sofisticación de la parodia. Y al reconocimiento de que
todo rupturismo, como explicó Paz, tiene su tradición.
Aun aspirando a
desactivar cualquier verosimilitud realista (los personajes cambian de rasgos,
los espacios y objetos se trasladan o desaparecen, el tiempo transcurre en
orden aleatorio), Coover logra una extraña, deforme credibilidad. Sus
narraciones se dejan leer como un juego en marcha del que vamos deduciendo las
reglas. Un caso ejemplar es “El hurgón mágico”, acaso el cuento de hadas más
estrambótico de nuestra época. Cada escena se ensambla con la siguiente
mediante un recurso de distanciamiento, rectificación o glosa. Como si el
cuento estuviera filmándose y posproduciéndose a medida que se narra. Sus
movimientos son acompañados por la voz de un narrador vándalo que, además de
construir, destruye.
Coover pone a prueba la
cadena entera de la comunicación literaria, desde las atribuciones del autor
hasta las expectativas del lector, pasando por la elasticidad del texto. La
virtud y el cansancio de sus cuentos convergen en el mismo punto: el empeño por
ser, todo el tiempo, más listo que nadie (incluidos sus personajes). En eso
Coover se sitúa en las antípodas de Carver o Capote, igual que algo comparte
con Moore o David Foster Wallace.
En Coover y Wallace
late el concepto de la escritura como experimento permanente o broma infinita.
Ambos descienden de Sterne, Queneau o Pynchon, más que de Balzac, Chejov o
Carver. Aunque Wallace no pertenezca a esa estirpe que, en su libro de ensayos
Hablemos de langostas, denominó Grandes Narcisistas Masculinos (Mailer, Updike,
Roth), su escritura dialoga con todas las grandes corrientes del siglo XX. Su
ambición poética lo distancia tanto de la sequedad realista como de cierta
prosa apresurada que pasa por experimental. Hiperquinético, Wallace yuxtapone
ideas, imágenes y adjetivos hasta que nos convence.
La niña del pelo raro
es un primer libro de cuentos admirable, inteligente, desigual, confuso,
potente, excesivo, divertidísimo. Todo eso que después sería Wallace. El texto
homónimo, versión lisérgica del absurdo clásico, materializa una intención
declarada en otro de sus ensayos: hacernos ver que Kafka es gracioso. A esto se
añade un claro, y por suerte estilizado, contenido político. La escena en que
una horda de punks drogados irrumpe en una fiesta conservadora es de las más
desopilantes que he leído. Uno tiene la sensación de que el Transatlántico de
Gombrowicz irrumpe en un cóctel de las juventudes republicanas.
Los pasajes que aluden
a programas televisivos, grupos musicales o artefactos tecnológicos causan una
sensación de añejamiento prematuro. Estremece lo involuntariamente anticuado
que suena el protagonista de “La niña del pelo raro” cuando presume de su nuevo
videocasete VCR. Lo cual nos llevaría a una reflexión sobre la necesidad de no
confundir el presente con la actualidad. Otro tic un tanto fastidioso es la
costumbre, hoy cada vez más extendida, de titular de manera extravagante textos
que, en sí mismos, no presentan originalidad alguna. No sé si semejantes títulos
merecerían llamarse paratextos o decepciones.
Narrador de naturaleza
discursiva, Wallace es también un atento observador de los sentimientos. Antes
de llegar a la treintena, en su primer libro de cuentos, escribió acerca de la
pareja: “Los amantes pasan por tres fases distintas. Primero intercambian
anécdotas y gustos. Después se cuentan las cosas en que creen. Y luego cada uno
examina la relación entre lo que el otro dice que cree y lo que hace en
realidad”.
Fuente: El Clarin.com
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