Pagina Diez. La ciudad y lo poético por Karel Kocik.(Ensayo). Post Plaza de las palabras





Plaza de las palabras, inicia con este post, una nueva sección dedicada al ensayo, con el titulo de Pagina Diez sobre los temas del arte, literatura y modernidad en el marco de la vida moderna y la globalización. Entradas que serán producto propio y otras en su calidad de textos invitados. En esta ocasión comenzamos con el ensayo/ artículo, del filósofo checo, Karel Kocik, (1926–2003).


Resumen: La ciudad y lo poético, texto en que el autor reflexiona sobre la perdida y la claves de lo poético en la ciudad moderna. Punto central de esa estética de la ciudad: centrado en lo bello, lo sublime y lo íntimo. Pero que también aborda, lo poético de la vida en un sentido amplio que en un enredo sin par es atrapado  por la vorágine de la prisa de los tiempos modernos, el hombre ha perdido su capacidad de reflexionar y de asombro ante la cotidiano  de la vida. Decía  Kocis, casi al final de su ensayo: «Pero donde no hay tiempo, el hombre no puede habitar ni la ciudad ni la tierra de manera poética, y la memoria desaparece de la vida.»

Reflexión muy profunda y hermosa de este filosofo de la vida mítica poética, de la metafísica de lo cotidiano, y de dialéctica de lo concreto.  En la cual incursiona en el pensamiento de Hegel, Kant y Burke, Hofmannsthal, Tocqueville, Heidegger. Si bien los temas no son exclusivos de su pensamiento, si alcanza a deslindar, identificar y seguir la pista de algunas de las avenidas principales y las condicionantes de la vida moderna. Temas  colaterales que también otros autores modernos han tocado. Ya sea Walter Benjamín con su obra La reproductibilidad de la técnica en el arte (1936 ) y ese esbozo del hombre masa anunciado por  Ortega y Gasset: La rebelión de las Masas (1930 ).

Abstract: The city and the poetic, text in which the author reflects on the loss and the keys of the poetic in the modern city. Central point of that aesthetic of the city: centered on the beautiful, the sublime and the intimate. But it also addresses, the poetic of life in a broad sense that in an unparalleled entanglement is caught by the vortex of the rush of modern times, man has lost his ability to reflect and amaze at the daily life . Kocis said, almost at the end of his essay: "But where there is no time, man can not inhabit either the city or the land in a poetic way and memory disappears from life."

There are very deep and beautiful reflection of this philosopher of the mythical poetic life, of the metaphysics of the everyday, and dialectic of the concrete. In which he ventures into the thought of Hegel, Kant and Burke, Hofmannsthal, Tocqueville, Heidegger. While the issues are not exclusive to his thinking, if he manages to demarcate, identify and keep track of some of the main avenues and the conditioning factors of modern life. There is are   collateral themes that other modern authors have also touched. Whether Walter Benjamin with his work The Reproducibility of Technique in Art (1936) and that outline of the man mass announced by Ortega y Gasset: The Rebellion of the Masses (1930).




Texto completo 

Karel Kosik, otra de las víctimas del socialismo realmente existente que lo confinó en una celda y luego a trabajar como albañil, se interroga aquí sobre la disputa entre el soberano y el poeta por el dominio de la ciudad, y sobre lo que hoy son las ciudades, aquellos símbolos de la modernidad, en estos tiempos de destierro de lo bello, lo sublime y lo íntimo.

                                           Por Karel Kocik                                                                                                    

La viuda del gran poeta ruso Ossip Mandelstam, muerto en un campo de concentración, escribió un libro de memorias sobre su marido, en el que los acontecimientos y los hechos giran alrededor de una metáfora sorprendente: el poeta y el soberano luchan por la ciudad; el déspota expulsa al poeta de la ciudad, y éste intenta siempre regresar, hasta que finalmente, tras una serie de conflictos, el poeta es expulsado definitivamente de la ciudad y perece lejos de ella, en esta estepa.

Se plantea una pregunta: ¿no nos revela esta metáfora una característica del destino de la ciudad moderna? ¿El destino de la ciudad moderna no es eliminar lo poético? Esta metáfora que caracteriza la ciudad en la época moderna plantea tres cuestiones fundamentales: primera, ¿qué es lo poético, cómo debemos caracterizarlo; lo poético que está a punto de desaparecer de las ciudades modernas o que es desterrado y expulsado de ellas?; segunda, ¿en qué se convertirán las ciudades y cómo cambiarán si lo poético ya no encuentra acomodo en ellas?; tercera, ¿cómo caracterizar al poder y a la fuerza, o incluso al soberano que expulsa lo poético de la ciudad?

Lo poético que desaparece de las ciudades modernas abarca tres elementos: lo bello, lo sublime y lo íntimo.





Los pintores holandeses del siglo XVII nos han mostrado en detalle lo íntimo de sus naturalezas muertas. Los objetos de uso cotidiano, las cosas simples y aparentemente triviales el vaso, la pipa, el plato, el limón cortado, los pedazos de pan, el jarro, todos esos objetos habituales y utilizados por la gente sin dedicarles una reflexión o atención particular, reviven súbitamente en las telas de los pintores adoptando otra forma de vida, y muestran su lado oculto, producen un efecto mágico y nos cultivan por su desacostumbrada belleza. El nombre no nos lleva a error, esas cosas no están muertas, y la expresión alemana Still-leben (“vida tranquila”) refleja mejor la realidad: esas cosas banales se presentan en todo su esplendor, se diría que es solamente durante ese momento en el que descansan tras haber sido desechadas y permanecen al abrigo de los murmullos de las conversaciones y de las labores humanas, abandonadas a sí mismas, cuando se desvela su relación íntima con las personas; y éstas, rodeadas por esos objetos, viven gracias a ellas en un medio encantado y encantador que despierta alegría y placer.





El hombre del siglo XX pierde esta relación íntima con las cosas por dos razones: por un lado el ritmo de la vida se ha acelerado, la prisa y la precipitación empujan a las personas y no les permiten detenerse ni demorarse, ni guardar una admiración continúa por las cosas que les rodean. La prisa es enemiga de la confidencia y de la intimidad; cuando las personas se sienten urgidas y faltas de tiempo, hostigadas por la visión de un posible retraso, es imposible establecer una relación de proximidad y confianza mutua, ni tampoco con las cosas: en lugar de lo íntimo aparecen la distancia y la extrañeza, el cálculo frío y el razonamiento utilitario y pragmático que desconoce la fascinación y turbación que despiertan las cosas. Por otro lado, la gente de nuestro tiempo no está rodeada por cosas íntimas, pues la relación íntima sólo puede establecerse si el número de cosas es limitado y las cosas muy distintas. La modernidad, por el contrario, vomita cantidades inauditas de objetos, de productos prefabricados, de información y, en consecuencia, el hombre no está rodeado por cosas agradables y próximas, sino que es invadido y devorado por una cantidad innumerable de cosas (informaciones, goces). Las cosas no rodean al hombre, sino que fluyen a su alrededor como una corriente continua que desaparece rápidamente. Todos los días se fabrican multitud de cosas que tarde o temprano se convierten en desechos, las cosas se producen con rapidez y con la misma prisa y celeridad son usadas y reemplazadas por otras nuevas y acaban en la basura. Me parece característico que, tras la Segunda Guerra mundial, cuando el pintor quería expresar el encanto y el secreto de las cosas de la vida cotidiana, recurriera a objetos corrientes degradados por la evolución técnica moderna que los relega o a una posición marginal o al museo: la bicicleta, el arado, la barca (Georges Braque). Estos objetos del artista destilan confidencialidad e intimidad, pero también nostalgia por un pasado perdido he ido a partes iguales.



Y dado que la ciudad moderna es fábrica, aljibe y depósito de esta incesante oleada de cosas breves que aparecen y desaparecen súbitamente, este hecho desencadena consecuencias sobre el perfil y la atmósfera de la ciudad: presa de la afluencia precipitada de cosas y personas, la ciudad pierde la proximidad y la confidencialidad, su ambiente está cada vez más determinado por la extrañeza y por la indiferencia sin encanto ni misterio.

Antes de la Primera Guerra mundial, el escritor austríaco Hugo von Hofmannsthal, durante su estancia en Grecia, describió su encuentro con las esculturas antiguas del siglo VI antes de Cristo en Augenblicke in Griechenland. Citaré un amplio pasaje de este texto que constituye una introducción penetrante a lo sublime y revela lo que supone para el hombre toparse con lo sublime (das Erhabene). Hofmannsthal entró en la sala de un museo en el que cinco estatuas femeninas vestidas con largos ropajes (Gewänder) estaban dispuestas en semicírculo. El poeta prosigue:

En ese momento, algo se apoderó de mí: un terror sin nombre que no procedía del exterior, sino de una remota sima; era como un flechazo…los ojos de las estatuas estaban fijos en mí y sus rostros reflejaban una sonrisa desconocida… estaban ante mí extrañas, pesadas, petrificadas, con los ojos oblicuos… Son de tamaño enorme, esculpidas de una forma entre animal y divina, con formas pesadas. Sus semblantes son extraños, los labios apretados, las cejas dignas, las mejillas poderosas, el mentón revela vitalidad. ¿Son siempre los suyos rostros humanos? Nada de ellos me recuerda el mundo en el que vivo y respiro. ¿No estoy quizá ante algo que me resulta del todo extraño? ¿Acaso el horror eterno al caos no mira a través del rostro de estas jóvenes? Sus cuerpos se alzan sobre unas piernas extraordinarias y vigorosas. Su aspecto festivo no tiene la menor traza de simulación.






¿Quiénes son estas estatuas?, pregunta el poeta austríaco, y prosigue: “Estos cuerpos, respondo con la seguridad del sonámbulo, albergan el misterio de lo infinito. Aquel que estuviera a su altura debería afrontarlos de otro modo que con los ojos, más respetuosa y audazmente. Y sus ojos deberían ordenarle mirar, mirar y después agacharse y caer ante ellos como un vencido”.

Quisiera resaltar dos cosas en este texto del poeta: Hofmannsthal describe su impresión y su experiencia del encuentro con lo sublime precisando al mismo tiempo qué es lo sublime. El encuentro con lo sublime arranca al hombre de las relaciones cotidianas y ordinarias para transportarlo a un mundo radicalmente distinto, desconocido, misterioso. Aquel a quien le ha sido dado aproximarse a lo sublime y percibirlo se siente poseído por el asombro y el horror, contempla lo sublime pero no soporta la carga de esa mirada y cae de rodillas, vencido por la fuerza misteriosa de lo sublime, pero vencido de tal manera que a pesar de estar hundido se remonta hacia lo alto, se siente atraído por lo sublime y transportado hacia las alturas. No puedo evitar recordar y subrayar la trascendencia de la frase de Hofmannsthal: los cuerpos de piedra de estas mujeres albergan el “misterio de lo infinito”, y el que las contempla soporta, en cuanto ser finito, lo infinito.

He considerado necesario y útil citar este amplio pasaje del escritor austríaco, redactado en 1908, que expresa de forma sugestiva e inteligible el fenómeno de lo sublime. Se trata del mismo fenómeno descrito por Kant, el filósofo alemán, de una manera tan reveladora y genial, pero en una prosa filosófica y, por tanto, poco comprensible. No puedo evitar una observación sobre los vínculos históricos. En 1756 el inglés Edmund Burke publicó su célebre obra sobre lo sublime y sobre lo bello (A Philosophical Inquiry into The Origin of our Ideas on the Sublime and Beautiful) en la que no sólo deslinda lo bello y lo sublime, sino que opone ambos por tratarse de ámbitos diferentes. Kant, Schiller y Hegel fueron los primeros en extraer conclusiones filosóficas de esta distinción revolucionaria: mientras lo bello nos vincula siempre al mundo sensible, lo sublime representa una conmoción repentina que nos libera de la tela de araña de la realidad, nos hace trascender nuestra torpeza y nuestro carácter efímero para tocar, en tanto que entes finitos, lo infinito. La experiencia de lo sublime tiene una estructura extraordinaria, es un acontecimiento que se inicia con la sorpresa, con el horror, con el dolor, con el miedo, seguidos por una segunda fase caracterizada por el alivio, la alegría, la elevación. Durante el encuentro con lo sublime, el hombre experimenta primero miedo y horror, pero ambos, el miedo y el horror, lo impulsan hacia lo alto, con lo que lo sublime se revela como un poder que libera al hombre y lo eleva.



Al experimentar lo sublime, el hombre no queda aprisionado en el sentimiento de horror y espectacularidad que lo arrastraría continuamente hacia abajo, hacia el espíritu prosaico, sino que es proyectado por aquéllos hacia las alturas. Kant precisa que el sentimiento de lo sublime tiene una estructura similar al sentimiento moral del respeto (die Achtung) si yo manifiesto respeto hacia la ley moral, me someto a ella, y en la relación con esta ley, soy la persona que actúa con la preocupación de no violar la ley, lo mismo que actúa el que se preocupa por la vida de otro: sin embargo, al someterse a la ley, el hombre se libera. El hombre que presta oídos a la ley moral y se somete a ella, se convierte en un hombre libre, su sumisión se transforma en elevación y en liberación. Esta particular vinculación entre sumisión, dependencia, miedo, horror, sorpresa y liberación, despegue, alivio y elevación, genera la estructura de lo sublime, así como del respeto y de la dignidad.

Hegel añade dos observaciones a los análisis de lo sublime efectuados por Kant. La primera relativa a la definición. Lo sublime, dice Hegel, es ante todo un intento de expresar lo infinito. Y como lo infinito carece de los rasgos de la materia y no puede ser comparado con ésta, lo infinito permanece inexpresable en su infinitud, rebelde a cualquier intento de expresarlo por medio de lo finito. Por esta razón, nosotros, en rigor, no podemos considerar los fenómenos naturales, las montañas, el mar, el ocaso del sol, o las obras humanas como las esculturas, los templos o los monumentos fenómenos sublimes, pues lo sublime no es mensurable por acontecimientos u objetos finitos: lo sublime simplemente se proyecta, se trasluce a través de las formaciones naturales y de las creaciones humanas, pero no se incorpora ni se materializa en ellas. El hombre tiene el sentido de lo sublime, y este sentido lo incita a percibir las formaciones naturales como expresiones de lo sublime y lo capacita para crear obras por medio de las cuales intenta reflejar lo infinito.





Lo sublime no está primitivamente encarnado en  el   objeto  externo a  nosotros,    sino que,    por su  esencia misma, es un movimiento que nos arranca de lo  cotidiano y de lo banal,  transforma  nuestra dependencia hacia el sistema de necesidades materiales en deseo metafísico de verdad, de belleza, de bondad, de poeticidad. El poder de lo sublime no consiste en arrastrar al hombre hacia lo irreal, hacia el ámbito de una fantasía estéril, sino que reside en un respeto  fecundo y frontal   que hace al mundo habitable y lo protege contra  la caída en lo  prosaico. Lo   sublime no desprecia los acontecimientos, sino que es un poder que libera a los seres del yugo de los estereotipos,  de  la    esterilidad,    de la imitación.

Esto nos lleva a examinar la segunda observación de Hegel, referente a la cuestión de saber si todas las personas y todas las épocas han tenido el sentido de lo sublime. Ejemplos clásicos de lo sublime, escribe Hegel, nos los proporcionan los amos del Antiguo Testamento. Admiramos en ellos la idea capaz de proyectarnos hacia lo alto. Los antiguos griegos manifestaron su sentido de lo sublime, y así lo atestiguan los coros y las catedrales. Pero el sentido de lo sublime, ¿está presente en nuestra época? He aquí la cuestión clave.

La época que carece de sentido de lo sublime pierde también la vía de acceso a lo infinito y, para enmascarar esta pérdida, propone una sucesión continua, interminable y embrollada de promesas y de metas finitas, de objetos y de productos prefabricados finitos, de informaciones y de historias finitas. La ausencia de lo infinito es reemplazada por la exuberancia y la eclosión del falso infinito, de una gran cantidad de finales provisionales y superficiales. Al perder el sentido de lo sublime, el hombre sucumbe a lo finito y a la futilidad, y se convierte en su rehén. Al perder el sentido de lo sublime, el hombre pierde el poder capaz de liberarlo del embrollo de la trivialidad y del prosaísmo, de las metas y fines puramente pragmáticos.

Lo sublime, del que al principio de esta exposición afirmaba que constituye lo poético junto con lo bello y lo confidencial, desaparece de las ciudades modernas de un modo extraño. No es erradicado por la fuerza, no es expulsado fuera de las ciudades por la fuerza de las armas, sino que desaparece de otra forma: en una confusión de la que muy pocos son conscientes. Las construcciones del siglo XX no son el rasgo o expresión de lo sublime, sino una prueba y un testimonio visible de la condescendencia, es decir de la arrogancia del hombre moderno. En la construcción de las ciudades, lo sublime liberador es reemplazado por su propio sucedáneo, por un remedo de sí mismo, es decir, por lo grandioso que maniata y engaña. La ciudad moderna está dominada por lo imponente y por lo colosal. Cuando la prisa y la precipitación lo dominan todo y dirigen el ritmo de la vida, las personas no tienen tiempo de detenerse, el tiempo y el espacio ya no existen para lo sublime. La prisa y lo sublime se excluyen.




El asombro que se apodera del hombre tras su encuentro con lo sublime, que le corta la respiración y lo deja clavado en el sitio, es algo completamente distinto al horror glacial de lo   grandioso, de lo imponente, de lo colosal que devora al hombre, le priva de la reflexión crítica y de la distancia para instalarlo en el proceso inexorable de la prisa en el que se precipitan sin interrupción  montones de gente, montones de cosas, montones de informaciones, montones de  eslóganes,  montones   de goces.

¿Qué sucederá si la banalidad y la ordinariez, el funcionamiento cotidiano que  proporciona a la gente no sólo todo lo que es útil, sino también lo abundante y lo inútil, si la banalidad y la  ordinariez se alzan y se materializan en las imponentes  construcciones  de las  ciudades  modernas , y  en  esta imponente grandiosidad y “belleza” que ofrecen la  ilusión  de  lo  sublime?   ¿Qué  sucederá si la banalidad se eleva por encima de todo y, como una arrogancia (superbia) moderna,   reemplaza a lo sublime, adopta su  aspecto y  reclama  honores y  reconocimiento?  En ese momento,   cuando lo verdaderamente sublime desaparece en las ciudades y es reemplazado por formas  altaneras masivas, por la arrogancia de la banalidad, se produce una confusión fatal.

¿Cuál es la forma normal, habitual, de erradicar lo poético de las ciudades modernas para sustituirlo por lo no-poético y por lo antipoético? La forma usual y más extendida de privar a las ciudades de lo poético es la metamorfosis humillante y degradante: lo bello es reemplazado por lo bonito y por lo grato, lo sublime por lo imponente, la intimidad de las cosas por la agresividad.

Lo poético, que es erradicado de muchas maneras de las ciudades modernas, no es una decoración exterior que vendría después a embellecer la prosa de lo real. Lo poético es un poder sintetizante y conectivo, y cuando es erradicado, la comunidad, el municipio (polis) se desintegran y la degradación se convierte en la medida dominante de todo: el municipio y la ciudad se degradan en un sistema grandioso y creciente de necesidades (System der Bedürfnisse). Cuando el sistema de necesidades se erige en dictador, la necesidad metafísica de lo poético, de lo verdadero, de lo sublime, se debilita o incluso desaparece y la vida de las personas se reduce y se agota en la persecución de objetos, disfrutes, informaciones, para asegurarse la comodidad y el lujo.

Si lo poético es erradicado de las ciudades y de la convivencia de sus habitantes, la alianza de lo finito y lo infinito se quiebra, los hombres pierden el acceso a lo infinito y quedan aprisionados en la agresividad ostentativa y trivial y en lo finito pragmático. Todo es invadido por la transformación patológica que degrada a las cosas y a la gente.

¿En qué se convertirán las ciudades si lo poético es erradicado de ellas y desaparece de sus muros? Si desaparece lo poético, la ciudad pierde al mismo tiempo la arquitectónica. La ciudad, privada de la arquitectónica, es una pura imitación o caricatura de sí misma: en realidad, se ha convertido en una anti-ciudad.



¿Qué es la arquitectónica? La idea y la acción arquitectónicas determinan lo esencial y lo secundario, definen la finalidad (telos) gracias a la cual se produce todo. La arquitectónica es una fuerza que no solamente diferencia lo esencial de lo secundario, sino que determina asimismo el lugar y lo define como el sentido de toda acción. La arquitectónica es una articulación y un ritmo de la realidad que reparten la vida entre el trabajo y el ocio, entre la guerra y la paz, entre las actividades necesarias y útiles por un lado y las sublimes, bellas por otro. La esencia misma de la arquitectónica es subordinar una cosa a la otra. Lo accidental existe gracias a lo esencial: la guerra para la paz, el trabajo para el ocio, las cosas útiles para las cosas bellas, como dice Aristóteles en La política (VII, 1333a).

La arquitectónica significa que las personas dan preferencia a algo en sus vidas, y únicamente si saben vivir la diferencia viven con dignidad. La arquitectura determina y prescribe que hay que trabajar y dirigir guerras, y sobre todo que es preferible la vida de paz y de ocio, que hay que hacer cosas necesarias y útiles, pero que hay que preferir los asuntos bellos en el sentido del término griego: es decir, bello en el sentido moral, noble, digno.

¿Qué sucederá si lo secundario, lo auxiliar, lo instrumental se sublevan contra el telos, contra el sentido, se apoderan del mando y domeñan a las actividades denominadas bellas por Aristóteles para ponerlas a su servicio? En ese momento, en el momento de esa conmoción, la arquitectura se derrumba, y la época sucumbe al saber y al acto antiarquitectónicos, es decir, a un caos tal que las personas dejan de distinguir entre alto y bajo, entre vanguardia y retaguardia. Así ha caracterizado Robert Musil al siglo XX en su obra El hombre sin atributos. Las ciudades modernas no son un testimonio y un símbolo de este derrumbamiento de la arquitectónica, y ésa es la razón de la crisis de las ciudades.

Sin embargo, el derrumbamiento y caída de la arquitectónica se manifiestan también de otra manera. Después de Aristóteles, es en la filosofía de Kant, pensador de la época moderna, donde la arquitectónica ocupa el papel clave. La parte final de su obra capital. Crítica de la razón pura, se titula “La arquitectónica de la razón pura”. Aquí la arquitectónica significa que nuestro conocimiento no puede ser un simple conglomerado de conocimientos, sino su unión sistemática e íntima. Y este conocimiento no debe ser rapsódico, inconexo y fragmentario, sino que debe generar la unión de las experiencias variadas y dirigidas por la idea. En su sentido primario, la arquitectónica de la razón significa que el hombre está determinado por una conexión interna y por la dependencia de un número finito de preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?, ¿qué me gusta?; y estas preguntas, tomadas en conjunto o por separado, no pueden reducirse a una unidad sistemática de conocimientos; quedan siempre, en cuanto preguntas, fuera del sistema y no pueden ser transferidas a él.





Esta vacilación y falta de claridad que caracterizan lo que entendemos por la arquitectónica, un sistema creciente, articulado del interior, permiten presagiar que la arquitectónica se identificará con este sistema, y perderá entonces su determinación primaria. Pues constituye también para la arquitectónica una forma de difuminarse y de transformarse en un sistema que se perfecciona y crece. En nuestra época, las ciudades ya no se crean, pero las creadas tiempo atrás se extienden, se amplían, invaden los espacios vacíos. Y cuando se crean ciudades nuevas sobre la tierra, ya no se trata del acto solemne y sagrado de antaño; se construyen según los planes de la razón técnica como aglomeración de edificios administrativos, industriales y culturales.
La razón únicamente es arquitectónica si procede sistemáticamente y se ejecuta como arte de sistemas, pero consciente de que su punto de partida estará constituido por la conexión íntima de las cuatro preguntas mencionadas arriba que son irreductibles a un saber sistemático. La arquitectónica de la razón es un conflicto productivo de la razón, máxime si ésta sabe que no debe sucumbir a su inclinación hacia el sistema hasta convertirlo en su única actividad. Por este motivo retorna siempre a las preguntas y a la interrogación como fuente de toda su actividad. En el momento en que las cuatro preguntas básicas dejan de inquietar a la razón y su única actividad es el sistema siempre creciente del saber, la razón pierde la arquitectónica y sólo la razón del sistema continúa funcionando, desprovista de la arquitectónica: la razón arquitectónica se reduce entonces a la razón sistemática y creadora de sistema.





La ciudad moderna vive como un sistema en funcionamiento: la ciudad vive funcionando. Las canalizaciones, la electricidad, la distribución del gas, la recogida de basuras, los transportes, funcionan. Si el funcionamiento de todos estos servicios mutuamente ligados se detiene, la ciudad deja de vivir, muere. El conflicto entre el soberano y lo poético se desarrolla en las ciudades actuales como un conflicto entre el funcionamiento que domina, ocupa la ciudad y arrastra a los habitantes de este funcionamiento, y lo poético que no funciona, que simplemente existe y como rehúsa someterse a la dictadura del funcionamiento, retrocede y es erradicado de la ciudad, se refugia en los oasis y albergues esporádicos en los que sobrevive: en los museos, galerías, bibliotecas, teatros, pero carece de fuerza para atravesar la ciudad y dejar constancia de su presencia, que cada uno podría adivinar y que inspiraría las actividades de todos.

En los años veinte y treinta de este siglo, el dictador cuyo nombre todo el mundo conocía perseguía al gran poeta ruso Mandelstam. Logró lo que se proponía expulsándolo de Moscú, y luego enviándolo a morir en un campo de concentración. Pero, ¿cuál es el nombre del poderoso dictador que expulsa lo poético de las ciudades a lo largo y ancho de todo el planeta, impone a las ciudades lo prosaico, las transforma en sistemas de expansión y ayunos de la arquitectónica? ¿Sabemos el nombre del dictador que siempre detenta el poder? ¿O somos más bien incapaces de darle un nombre y nos sentimos impotentes para desenmascarar su existencia, e impulsados a atribuir la prolongada crisis de las ciudades a factores secundarios o fortuitos? La particularidad de este dictador que decide el destino de las ciudades modernas radica en que también ejerce su poder en los países democráticos, en los países con gran tradición democrática. Sin embargo, ninguna de las democracias ha hallado aún una defensa eficaz contra él, pues es más poderoso que todas las democracias juntas. ¿Proviene su fuerza del ocultamiento, del anonimato, o del hecho de que nosotros no hemos sido capaces, hasta hoy, de describirlo y de identificarlo?

Uno de los primeros en identificar a este dictador sin nombre fue Alexis de Tocqueville. Este aporta una prueba de su pensamiento crítico y persuasivo cuando dice: “El asunto es nuevo… Las antiguas palabras como despotismo y tiranía se han quedado cortas”. La opresión que amenaza a todas las democracias modernas no se parece a nada de lo anteriormente existente. Tocqueville subraya: “El fenómeno es nuevo, y por tanto es preciso intentar definirlo, dado que no puedo designarlo”. Este dictador moderno oculto y anónimo posee un poder extraordinario de “degradar a los hombres sin torturarlos”, y Tocqueville pergeña una imagen del futuro de las personas y de las democracias modernas: “Me imagino los nuevos perfiles que el despotismo moderno podría adoptar en el mundo: veo una multitud inconmensurable de hombres parecidos e iguales que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma”. Y el autor de La democracia en América añade: “Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga de garantizar sus goces y de velar por su destino. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y grato”.




En 1897, cuando se emprendieron en Praga las tareas de saneamiento y modernización, dos escritores checos, los hermanos Mrstik, publicaron una obra titulada sintomáticamente Bestia triumphans en la que demostraban que el progreso necesario para la reconstrucción, saneamiento y modernización de las ciudades implicaba la demolición de edificios feos, pero también de joyas arquitectónicas. En aquella época, hace cien años, los escritores parecían defender lo antiguo frente al progreso y frenar la modernidad en nombre del pasado vencido. Ahora bien, parece que gracias entre otros a ellos, Praga sigue siendo la joya de la arquitectura románica, gótica y barroca, y no ha sucumbido del todo a la parcialidad y a la ceguera. Dos valientes escritores checos del pasado comprendieron que la construcción de edificios aburridos, inhabitables y feos que se parecen como dos gotas de agua y a los que les cuadra el nombre ridículo de die Wohnmaschinen (“maquinas para habitar”), no es asunto de los arquitectos y no los exime de culpabilidad, sino que surge al dictado del espíritu de la época: un espíritu que es negación del espíritu y anti-espíritu. En las relaciones humanas, afirman estos escritores checos, la “deshonestidad, la venalidad, la corrupción y la astucia” se van imponiendo paulatinamente y las gentes son impulsadas por la “violenta pasión de la hipocresía”, quedan cegadas por los eslóganes y por la apariencia de cultura mientras la auténtica cultura perece. Mientras los tiempos modernos sigan dominados por la bestia triumphans que se impone por la nivelación de todo, incluyendo la cultura y la arquitectura, dentro del ritmo acelerado del sistema en funcionamiento, la poesía, la belleza, lo sublime, lo íntimo, quedarán condenados a la marginalidad. Hace cien años, estos escritores checos pidieron a las personas que aprendieran de nuevo a integrar la poesía en las construcciones de casas y de ciudades, para que sus habitantes deseasen no sólo quedarse en ellas, sino también y, sobre todo, vivir en ellas poéticamente





Una voz importante, de 1824, debería igualmente resonar en este diálogo entre los representantes de diferentes naciones y generaciones que intentan dominar y caracterizar el poder que determina la modernidad y forja la fisonomía de las ciudades actuales. En sus conferencias consagradas a la filosofía de las religiones, Hegel opone la realidad de la Grecia clásica, a la que considera la “religión de lo bello” (Religión der Schönheit), a la de la Roma imperial, para la que reserva nombres ignominiosos: “religión de la finalidad, del egoísmo, de la codicia” (Religión der Zweckmässigkeit, der Selbssucht, des Eigennutzes). La Grecia clásica, con su filosofía, su tragedia y su comedia, su escultura y su arquitectura, era un modelo sin parangón para Hegel, mientras que la Roma imperial, en su opinión, personificaba la decadencia. Dentro de este contexto, Hegel expresa una opinión notable: la evolución de Europa tras la Revolución Francesa se parece cada vez más a la antigua Roma imperial y el filósofo justifica su pensamiento de la siguiente forma: “Antes y ahora, en la antigua Roma y en nuestra época, el sofista es el que se convierte en el personaje principal, el que determina el contenido de la acción, del razonamiento, del sentimiento y de la creación”. El hombre es la medida de todas las cosas, pero un hombre empobrecido y reducido al status de productor y consumidor, que considera cuanto existe un material del que se sirve para facilitar su vida, para asegurar su bienestar y para consumar sus fines egoístas, tanto individuales como colectivos. Cuando este egoísmo, enmascarado bajo frases moralizantes, se alza sobre un pedestal para imponerse como valor supremo, toda la vitalidad bella y moral desaparece forzosamente, la realidad se descompone en una enorme amalgama de codicias, metas e intereses particulares, en pequeñas eclosiones de goces y humores. La realidad, caracterizada por la descomposición de la comunidad humana (polis), halla un nombre adecuado en Hegel: “El reino animal humano” (das menschliche Tierreich).




El sofista, personaje principal de los tiempos modernos, construye la ciudad para que se parezca a él y por su propia necesidad, de ahí que la conciba como un conjunto de casas funcionales, como un sistema prolífico de servicios, diversiones, consumo de cosas y de información, cuya dependencia implica desterrar lo poético, es decir, lo bello, lo sublime, lo íntimo. Todas las épocas construyen ciudades y casas a su imagen y semejanza, de ahí que los resultados de sus actividades constructoras sean un espejo que refleja el tiempo. Pero ciertas ciudades no reconocen o se niegan a reconocer su verdadera faz y se refugian en ilusiones infundadas de su belleza y grandeza. La ciudad, contrariamente a lo que creían el clasicismo y el romanticismo alemán, no es música petrificada ni un monumento de musicalidad, sino que en su forma moderna es más bien una expresión perceptible, es decir, visible, audible y sensible, de la esencia de los tiempos modernos, unos tiempos que han perdido la arquitectónica o han renunciado a ella, para reemplazarla por otra cosa por un sistema en funcionamiento.



El destino y el futuro de los tiempos modernos, y en consecuencia de las ciudades actuales, dependerá de si la arquitectónica perdida es recuperada o si su sucedáneo, representado por el sistema sempiterno y omnipotente, se mantiene. La esencia de los tiempos modernos está constituida por el conflicto entre el sistema seguro de sí mismo, y a punto de convertirse en la realidad dominante, y la esperanza latente de salvar el mundo: la arquitectónica. ¿Qué es esta arquitectónica que tanto echamos de menos y sin la cual el hombre no puede llevar una vida digna? La arquitectónica del mundo es vínculo hecho de tiempo, de espacio y de movimiento, en cuyo seno cada uno de los tres elementos se une a su opuesto: el tiempo de la arquitectónica es una conexión de lo permanente con lo temporal. Si lo temporal excluye y suprime lo duradero, la arquitectónica se viene abajo. La arquitectónica une lo sublime, lo patético, lo monumental, con lo corriente, lo trivial, lo banal, y en esta unión permite asimismo a lo trivial vanagloriarse de su propia poética. Pero desde el momento en que lo sublime desaparece para ser reemplazado por lo racional y lo técnico impuesto, lo trivial y lo banal se transforman en un mal gusto vulgar y la arquitectónica se derrumba. El movimiento arquitectónico incluye la ascensión y la caída, lo provisional de la prisa, así como la posibilidad de rezagarse, la marcha hacia adelante y el eventual retroceso. Pero si la aceleración del sistema se convierte en la única forma de movimiento y las personas se acomodan a su ritmo, la arquitectónica se viene abajo.





La construcción de las ciudades, en cuanto acto solemne que renueva y confirma la arquitectónica del mundo, es un acontecimiento: si las ciudades ya no se crean sino que se agrandan, se amplían y se multiplican, esto constituye una prueba de la desaparición del acontecimiento en cuanto asunto inútil y superfluo y, además, demuestra que la arquitectónica ya no tiene sitio en esta realidad: ha sido privada de él, y por tanto, es una arquitectura en el vacío. La ciudad es un lugar en el que se produce un acontecimiento. La ciudad en cuanto lugar es un acontecimiento. El francés, al contrario que el alemán y las lenguas eslavas, expresa con toda naturalidad la íntima conexión entre lugar y acontecimiento: lugar (lieu), tener lugar (avoir lieu). La ciudad, en sentido primitivo, es un acontecimiento ubicado, un acontecimiento que ha tenido lugar en cierto sitio: la ciudad es un acontecimiento que ha tenido lugar para diferenciar lo esencial de lo no esencial, lo sublime de lo trivial. El hombre con apego a este lugar no está ligado a un trozo de tierra natal o a paisajes paganos sino que, mediante esa ligazón al lugar, participa en las acciones y acontecimientos que deciden el destino de la libertad y de lo sublime, de la belleza y de la poesía. En ese apego al lugar, se reconoce responsable de los acontecimientos que allí suceden. Este apego al lugar no maniata a las personas, sino que las invita a asumir una responsabilidad liberadora y las hace afrontar la cuestión de saber si la ciudad seguirá siendo el lugar de los acontecimientos y de la historia, o si se convertirá en un sistema que funciona. Las ciudades no son puntos o espacios geométricos, sino lugares de acción y de acontecimiento. Las ciudades modernas están amenazadas por el hecho de que lo poético, la arquitectónica, lo sublime son sitiados, engullidos y ahogados en las olas de lo trivial y de lo pragmático: la iglesia, el templo, el ayuntamiento, el teatro como símbolos de lo espiritual son desplazados y cercados por construcciones prosaicas destinadas al consumo y a la administración, y así lo ha demostrado de manera expresiva el arquitecto checo Karel Honzík: antes una iglesia, un templo, una alcaldía, un teatro dominaban la ciudad, mientras que en la actualidad estos puntos dominantes han sido engullidos y ensombrecidos por otros edificios dominantes prosaicos y banales, aunque imponentes y grandiosos.

La ciudad es un testigo vivo y perceptible para todos de lo que es nuestra época: la época está personificada por la ciudad. En el destino de la ciudad moderna se puede leer la situación de la época entera. Los acontecimientos de las ciudades son el reflejo elocuente de lo que sucede en la época entera. El dictador al que me refería al inicio y que determina la fisonomía, el funcionamiento y la vida de las ciudades modernas, es, al mismo tiempo, el dictador de la época: el destino de las ciudades y de los tiempos está en manos de un único dictador, que, al contrario que los dictadores nominales, expulsados, muertos y medio olvidados del siglo XX, reina por siempre y parece invencible.

¿Qué nombre dar a semejante dictador? ¿Deberíamos acuñar para él la denominación de bestia triumphans, o quizá sería más acertada la de “sofista moderno”? ¿O tal vez deberíamos utilizar el término intraducibie de Martin Heidegger para decir que los tiempos modernos, incluyendo en ellos las ciudades, están dominados por das Gestell?. Yo prefiero adherirme a la opinión de Alexis de Tocqueville: no nos apresuremos a dar nombre al poder de este dictador, intentemos primero analizarlo y describirlo.

Si mis deducciones son acertadas, sólo se puede extraer una conclusión: si toda la época ha perdido la arquitectónica, los esfuerzos de arquitectos de talento, por grandes que sean, no pueden por sí mismos cambiar el destino de las ciudades modernas. Para que las ciudades vuelvan a ser lugares de articulación arquitectónica y para que los ciudadanos puedan permanecer en ellas como la cuna de lo banal y de lo poético, es decir de lo sublime, de lo bello y de lo confidencial, la época contemporánea debe desembarazarse del dictador anónimo que se comporta a la vez como un embaucador y como un ocupante.
Este dictador anónimo es responsable de la invasión de las vidas de las personas por una oleada continua de informaciones, impresiones, productos prefabricados, cosas que tarde o temprano se pierden en un proceso que se acelera sin cesar. En esta prisa, no hay tiempo para quedarse ver-weilen. Pero donde no hay tiempo, el hombre no puede habitar ni la ciudad ni la tierra de manera poética, y la memoria desaparece de la vida. Primitivamente, la memoria no es la capacidad de evocar con el pensamiento las cosas y acontecimientos pasados. La memoria significa en su origen que el hombre piensa en lo que sucede, piensa en los acontecimientos de la realidad, mientras que la pérdida de memoria significa que el pensamiento de las personas está ocupado por asuntos secundarios que bloquean y paralizan las actividades de socorro de la auténtica memoria. Por esta razón, el hombre debe liberar su memoria del aluvión de cosas secundarias y recordar lo que él es; y en este recuerdo, en este despertar de la memoria, logrará que el primer paso hacia la salvaguarda o la creación de ciudades sea la renovación de la arquitectura del mundo.


Karel Kosik

Filósofo checo. Es autor del estudio clásico Dialéctica de lo concreto (1963).



(1926 –2003)

Texto


Karel Kocik, Revista Nexos, febrero 1998, Vol. 21, Número 243, paginas 67-73, versión en duro, México. Versión en virtual, enlace: http://www.nexos.com.mx/?p=8795


Créditos ilustraciones por orden de aparicion (Selección de Plaza de las palabras)

La ciudad y el mar,  Anbrogio Lorenzetti, c.1335
Bodegon Desayuno, FLORIS CLAESZ VAN DIJCK. DE FLORIS CLAESZ VAN DIJCK (HACIA 1575–1651) - THE YORCK PROJECT: 10.000 MEISTERWERKE DER MALEREI. DVD-ROM, 2002. ISBN 3936122202. DISTRIBUTED BY DIRECTMEDIA PUBLISHING GMBH., DOMINIO PÚBLICO, HTTPS://COMMONS.WIKIMEDIA.ORG/W/INDEX.PHP?CURID=150586
BODEGÓN DE DESAYUNO, 1613, ÓLEO SOBRE TABLA, 49,3 X 78,3 CM, HAARLEM, MUSEO FRANS HALS.
Desnudo bajando las escaleras, Marcel Duchamp, 1912, Museo de arte de Filadelfia
Mi Bicicleta, Georges Braque. 1941, terminado  en 1960 
Venus de Arles, Louvre, Photographer de MARIE-LAN NGUYEN
Miedo Colectivo, Rafael  Canogar, 1970. Pagina oficial
La Masía, Joan Miró, 1912     
New York, Georges Bellows, National Gallery of Art, 1911
Escultural construcción de ruido y velocidad,  Giacomo Balla, 1914-1915. Museo Hirschhorn   
La Espera o La Esperanza  de Rafael Canogar, 1970. Pagina oficial   
Metrópolis,  George Grosz, MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA, MADRID
INV. NR. 569 (1978.23) GROZC 1917
París desde la ventana  Chagall, 1913
Waterfall, 1961, M.C.Escher
El  falso espejo, René Magritte, 1928
City, Ferdinand  Lager, 1919
Foto de Karel Kocik,Wikipedia






Next Door*, un cuento de Alvaro Calix** Cuento ganador del I Certamen Literario Internacional Coquimbo 2016. Honduras



Suena el timbre, no es en mi apartamento, supongo que son los nuevos vecinos. Dos timbrazos cortos, espaciados; luego un par bastante largos. Por fin alguien abre la puerta, escucho ruido de tacones altos, sí, tacones altos entrando al apartamento, pasos cortos, presurosos. La puerta se cierra de golpe. Pasan de las doce de la noche, será mejor que me vaya a la cama, mañana podría ser un día ajetreado en la librería, mientras duren las rebajas en los textos de mercadeo y finanzas. Además, el tráfico sigue siendo un nudo por las reparaciones en el Puente Catarina. Quizás no va a ser una noche tranquila, los gritos desde la pieza de al lado comienzan a escalar, no alcanzo a entender que se están diciendo los tortolitos. La vajilla  se despedaza en el piso que imagino ha de ser de cerámica, como el mío. ¡Ya paren, por favor!
Me voy al dormitorio. Da lo mismo, la pared comunica directo con la sala del apartamento contiguo.  En la pared se estrellan a saber qué bólidos, quizá zapatos, bolsos, qué sé yo. El primer acto fue sin duda estridente, digno de una tragicomedia barata de las que pasan en el teatro de la esquina. Ya es hora de que no vuelva a poner mis pasos en ese entablado de medio pelo, por cómo están las cosas no vale andar tirando los pesos. Parece que la riña acabó, aprovecho para lavarme los dientes y ponerme la ropa de dormir que guardo en la funda de la almohada. No hay suerte, quién me manda a ser porfiado, vuelvo a escuchar un portazo que rebota en mis tímpanos, enseguida patadas y forcejeos para abrir la puerta de lo que supongo es el dormitorio de los simpáticos vecinos. La mujer se encerró en la habitación, presumo;su compañero quiere entrar a como dé lugar. Aunque podría ser al revés, cómo saberlo. De nuevo el palabreo, con ese tonillo tan coloquial que sisean los que vienen del oriente de este país; sigo sin entender de qué va la cosa.
Las voces se apagan y dan paso al llanto de la mujer, mejor cambio la palabra, bramidos. Cualquiera diría que la están quemando a las brasas. Al final la puerta cede a las embestidas, o será que la persona que está adentro la abrió a su riesgo. Los sentidos nos traicionan e hilamos lo que la mente quiere o puede completar, en este caso el resultado es el mismo: la puerta se abrió. Trazos cortos de silencio se mezclan cada tanto con gritos esporádicos, un ritmo moderado que no deja de ser tenso. Vuelve la marejada.Los objetos siguen chocando en la pared, esa que por desgracia linda con mi habitación. Adivino también el cristal de algún armario hecho astillas. Si al menos pudiese mudarme a un condominio No kids no Pets, pero este es el más barato que pude encontrar y aun así me jala medio salario, sin contar el pago de los servicios públicos. La guerra no da tregua, a ese paso van a derribar el tabique. Qué dirán los otros vecinos… Nadie va a decir nada, hasta donde sé en este piso, además de nosotros, solo vive la viejita del 508, la que se levanta antes de las siete para ir a caminar al parque del otro lado de la estación de buses. Es un parque pequeño, con el pasto alto; tiene un sendero al contorno que los visitantes aprovechan para trotar o caminar. También lo usan para sacar a pasear a los perros, pero alguna gente no limpia las heces y una vez, mejor dicho, la única ocasión que visité el parque me traje un recuerdo en la planta de los zapatos. A veces veo a la señora desde la ventana de mi cuarto, hay que ver como se afana en cuidar la figura, será que piensa vivir otro siglo. Lamento ser tan sangrón, en verdad debería reconocer el tesón de la septuagenaria, es probable que su corazón esté mejor que el mío, si juzgo por el cansancio que experimento cuando me animo a subir las gradas que dan a este quinto piso del condominio.
Quisiera pensar que es una rencilla ocasional,de esas que nublan de repente los días claros y que, pese al ventarrón, no pasan de ser chubascos. Si uno cavilase llega a la conclusión de que las discusiones son buenas de vez en cuando; quizás, aunque suene contradictorio,  me gustaría tener al lado una persona con quien disputar algún argumento o punto de vista sobre asuntos cotidianos. ¡Por Dios! no puedo dormir y la mujer lleva la peor parte.De cualquier modo, juzgo inoportuno salir y plantarme así como así a su puerta y decirles que dejen de fastidiar.  Dejo el dormitorio y voy a sentarme en la silla frente a la mesita del teléfono, es una mesita simpática, de cedro, casi nueva que me encontré en el mercado de pulgas. Ignoro cuál es el número de ellos. Pienso que es mejor llamar a la gendarmería del edificio, busco el número en la libretita marrón junto al aparato. Le doy vueltas a la cosa, al parecer no tengo otra opción. ¿Qué pasa?...marco y marco y nadie contesta, será que se volvió a dormir el centinela, cómo no va a despertarse con los timbrazos. Al otro lado, el llanto se reanuda. Ni modo, últimorecurso,telefonear a la policía;si se toma en cuenta que soy extranjero, no me conviene andar llamándola, es cierto, pero quién dudará de que este es un caso de fuerza mayor.
Tal como temí me pidieron el número y mi nombre, no sé mentir; además ellos saben desde que teléfono uno llama para poner la denuncia. Les repito la dirección: Condominio Tarqui, apartamento 504, Avenida Sucre y Nariño. Y está seguro de que no es un mal entendido de su parte, preguntaron al otro lado de la línea. Me quité el teléfono de los oídos y lo dirigí hacia la pared vecina, qué más evidencia, señor policía. Vuelvo a la cama, esta vez me pongo tapones en los oídos, fue una buena idea comprarlos el año pasado cuando vivía más al norte, en aquella manzana poblada de discotecas y bares que no cejaban en alborotar la paz de las noches. Hasta que tuve que mudarme. Bueno, de aquí en más el asunto queda en manos de la autoridad, ojalá que venga. Confieso que no es fácil conciliar el sueño;aunque se han espaciado los gritos, es cierto, encendieron la tele con el volumen al tope. Una película en la que para variar sobran los tiroteos. Aun así bostezo y caigo en un letargo que ajusta para descansar, aunque no logre dormir. Las balaceras tornaron a carcajadas y luego a presentaciones musicales, pero ya con un volumen que juzgo prudente. Esta vez el timbre suena en mi apartamento, eso creo. A tientas enciendo la luz de la lámpara de noche y me acomodo el pantalón de emergencias, busco la boina y camino hacia la entrada para ver quién vive. Me cuido de no destrabar la cadena de seguridad; el inspector se identifica cuando le pregunto su nombre. Su voz chillona, como la de los viejos discos rayados, casi me arranca una carcajada; muerdo los labios para contenerme. Abro y le digo que pase; prefiere quedarse afuera. Usted nos llamó para denunciar una riña en el edificio Sí, fui yo, en el departamento 504, como se los dije. ¿Seguro que no lo soñó?, mi compañero y yo estuvimos con la pareja y no vimos indicios de que hubiesen peleado o algo por el estilo, por cierto… ¿suele usted poner denuncias a la policía?, me imagino que usted vive solo. No… quiero decir, sí vivo solo, pero no acostumbro denunciar… de hecho es la primera vez. ¿De dónde es usted?, digo por el acento. Señor oficial, si quiere voy por mi pasaporte y mi permiso de trabajo; y le aseguro que esos dos se estaban dando en la madre, yo me preocupé por la mujer, no paraba de llorar. Bueno, amigo, nos tenemos que ir, cerciórese antes de poner una denuncia, no nos damos abasto y hoy parece ser un martes caliente, quién sabe por qué, seguro por el festival, no es cierto.
Durante la jornada en la librería, no dejé de bostezar cada tanto; la noche de ayer me pasó un poco la factura. Varias veces a lo largo del día pensé que la mujer del 504 a estas alturas habría colmado su valija y la imaginaba sola en el andén de la terminal esperando su bus de provincia. Para qué negarlo, también yo a veces me veo con la maleta parado en la estación tomando ese autobús que me devuelva al país de cuna, pero ya la vida está hecha y mejor prefiero sentarme en la banca y recordar el litoral, como dice la canción. También especulé si, por el contrario, ella se atrevió a denunciar al marido, hay que tener valor para hacerlo, aun en estos tiempos. Por momentos perdía de vista la línea divisoria entre mis ganas de dormir a pierna suelta y la sana preocupación por la suerte de la dama. Los dos intereses, creo, no se contraponen.
Qué alivio siento al poner el último cerrojo en la librería. Mi jefe tuvo hoy la cortesía de ofrecerme jalón. De paso a su casa, apenas tiene que desviarse unas cuadras para acercarme, el problema son las filas del tráfico en horas pico. Mi jefe es en realidad un buen jefe. A veces se compadece de este pobre empleado y se toma alguna deferencia conmigo; aunque lo que necesito es un aumento, si se me permite decir. Durante el viaje en el auto, él casi no me ha dirigido la palabra, no es que éste molesto o algo así. Deben ser esas deudas con el banco. Me bajo de su carro y camino medio kilómetro, más o menos. Las ciudades son cada vez más puros mercados, y escondidito en un palmo su centro histórico donde se ufana la gente de unas cuántas joyas de la corona. El resto es patético, calles abarrotadas de autos, gente enlatada en autobuses de regreso a casa y mercado, más mercado, puro mercado.
Llego a las siete y media al edificio de apartamentos, recién ha oscurecido. En el vestíbulo del edificio me quedo platicando un rato con Jonás, el guardia de turno;por cierto le pregunto si ayer tenían descompuesto el teléfono. Dice que no.Pronto la plática se desliza hacia el anuncio de la reparación de la cisterna de agua que van a hacer la semana que viene. El guardia me entrega la notificación y firmo en la ficha de control. Sugiere que tenga lista para el próximo jueves alguna cubeta en la que recaudar agua. No tengo cubetas y tendré que pensar en cómo hacerme de una, espero que no toque comprarla, para gastos estoy hasta la coronilla. Una pareja entra al edificio y sin saludar al guardia pasa directo a los elevadores;van abrazados,son una melcocha. Le pregunto a Jonás si se trata de nuevos inquilinos. Sí, responde, sus vecinos del 504. Volteo de prisa la mirada al ascensor, todavía están esperando que baje la cabina. ¿No los conoce todavía?, se sorprende el guardia. Sin dejar de verlos, le respondo a Jonás, usted sabe cómo es la vida en estos edificios, uno apenas media palabra con los vecinos. Los dos visten jean azules, de esos que tienen la apariencia de pantalones viejos sin serlo; lo parecen por los lamparones que les ponen en el diseño. Para una persona un poco aedada como yo, esas modas resultan temerarias. Noto que la mujer es medio morocha, más bien bajita y con una cabellera algo grande para su porte; esta vez no anda tacones, ahora calza tenis rojos, tendré que decir muy sucios, salpicados en el fango de a saber qué arrabal. El muchacho es apenas una pulgada más alto que la mujer, cara lampiña, con una camiseta ajustada sobre un cuerpo que deja entreverla afición por los gimnasios. ¿A qué se dedicará? Sus tenis, blancos con punta azul, distan de verse tan asquerosos como los de la joven. Son unas criaturas, no entiendo porque la gente se apresura a amarrarse, será que piensan que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina.A propósito de fin del mundo, cuánta gente hizo pucheros la semana pasada porqué ganó ese tal Trump… Tampoco la otra era buena ficha, y esa sí que era gatillo alegre. Ojalá la moneda se hubiese quedado en el aire. Como sea, no es mi problema, ni lo uno ni lo otro. Me despido del guardia.Antes de irme al apartamento, pienso que es buena idea pasar por la panadería que está justo al frente del edificio. Con el día que he tenido, apenas probé bocado.
Compro una hogaza de pan campesino, servirá para la cena y, con suerte, para el desayuno. Todavía está calientito, de la horneada de la tarde. No pierdo oportunidad y me quedo un rato en la panadería para tomarme un café con leche en una de las mesas acomodadas junto a la ventana, hoy están vacías. Desde aquí puedo ver todavía la costra parduzca del edificio de apartamentos, pide ya que le den una mano de pintura, aunque sea para eso les debería alcanzar la alícuota. En este local a veces encuentro a un señor, ya mayor él, que me saluda cuando quiere y, si anda de buenas,le da por contar sus aventuras de cuando vivió más de veinte años en Estados Unidos, en Baltimore para ser más preciso.En esa misma ciudad yo me la pase casi un año, hace ya un buen tiempo. Él anciano habla hasta por los codos, a mí se me da escuchar. Suelo pensar que me habla de una ciudad distinta a la que yo conocí, por poco me dice que las calles están pavimentadas con oro. Las ciudades se ven distintas según el punto cardinal donde uno esté. Baltimore es un caso muy especial. Pero esta vez toca beberme solo el café, mirando el penoso tráfico de la noche. Se la pasa uno bien aquí, es un lugar barato y el piso siempre está limpio. Lo mejor es que me queda a un paso. El dueño de la panadería me hace señas porque ya va a cerrar. Pago el café con el importe exacto. Al entrar al condominio, le digo buenas noches al guardia que releva a Jonás; no le sé el nombre, tengo que confesar;si lleva diez días es mucho. Siempre enfundado en su gorro pasamontañas, ocupa el lugar de Hilario que se fue así de repente, de un día para otro,  a ver si se le daba entrar a los Estados Unidos, porque a España no volvía ni loco, le escuche decir una vez. Sospecho que ahora muchos estarán asustados con ese  muro que “planean” construir en la frontera gringa. Pero a mí eso me da risa, no se dan cuenta que el muro hace tiempo está en pie. Quién quita y mañana sean ellos los que tengan que cruzar ríos, desiertos y saltar muros para refugiarse en el sur.
Por suerte, no tengo que esperar demasiado tiempo el ascensor. Ceno con el pedazo de pan y un poco de crema, repito otra tacita de café, esta vez sin leche ni azúcar. Como me gustaría ahorita acompañarlo con un par de rosquillas de Sabanagrande, sentir la fusión del queso con el maíz y deshacerlas en el café. Qué cosas se me ocurren, pronto será más fácil que las imprima en 3D que mandarlas a traer a mi país. Aunque estoy molido, pienso que es buena idea leer un rato la novela pendiente, un largo monólogo de un escritor que se apellida Chefjec. No es una novela de las que venden en mi librería ¡qué más quisiera yo!, me la trajo un amigo al que se le da viajar por el continente y no escatima a la hora de frecuentar las estanterías raras. Los ojos se me cierran y creo que voy a dormirme, aquí en el sofá, con la cortina corrida, mirando la ciudad y sus brotes de luces; o quizás me trasmute al parque del sur de Brasil de la novela entre mis manos. Ya me levantaré más tarde para cepillarme los dientes.
Al principio pensé que estaba soñando, acaso el policía de anoche tendría razón, pero compruebo lo contrario, que son reales, si es que eso puede ser dicho, los palabras fuera de tono y la renovada artillería en el cuarto de al lado. Esta vez no he escuchado tacones ni timbrazos. Bueno, admito que me dormí, por lo tanto no sé con certeza si esos dos incidentes se repitieron o no, el caso es que otra vez tengo que tragarme el bochinche. Es  la una de la mañana, no se mide la gente. Debo decir al menos que la pelea de esta noche entrevé menos revoluciones que la de ayer, igual uno no deja de alarmarse. Dudo si hoy debo también llamar a la policía, o quizás solo al guardia de turno de la planta baja. No lo tengo claro,tal vez esos muchachos necesitan sentarse con alguien que se las baraje, que les haga ver que nada, o casi nada, merece que perdamos los estribos. Total, la esferita gira queramos o no.Si yo supiese qué decirles, seguro lo haría, pero qué puede decirles un hombre encerrado entre las paredes de su apartamento y las de una librería venida a menos. Soy el menos indicado. Ahora que si no tuviera otro remedio, al menos les diría que se lo pensasen, que a ese ritmo van a detonar su guerra mundial y nada será capaz de reconciliarlos, que se la tomen con calma y vayan al parque a respirar el aire estival, que caminen por esas calles a media luz de la ciudad vieja y, solo después de ver la luna, se vayan luego a casa mirando las cosas con otra tonalidad. Pero quién soy yo para decirles nada. Además, la verdad, no debería importarme lo que ellos hagan, solo pido que por favor me dejen dormir. Buena falta me hace. En esos pensamientos me encuentra el sueño otra vez y no puedo evitar las ganas de cerrar los ojos. Mañana será otro día, eso dicen.
La cereza en el pastel, faltaba más, de nuevo les da por encender la televisión. Ahora son unos desaforados comentaristas de un canal latino en los Estados Unidos, no logran todavía reponerse del mazazo. ¡Madre mía!, sí son las cuatro de la mañana. Sospecho que hoy no podré librarme de las jaquecas que vienen tras una mala noche; pocos saben lo mucho que me cuesta ir a los velorios. Tampoco quiero tomar las pastillas que me recetó el último doctor que visite en el hospital. Estoy harto de las pastillas y de los jarabes. ¡Un momento!, sospecho que lo que me ha despertado no es la tele sino el ruido de sirenas allá afuera, qué lata da la gente con sus líos. Aunque no fuese en las zonas que están en boga,  con un poco más de billete alcanzaría para mudarme a sitios más distinguidos, así no cenase más que pan con crema. Pero a cómo va la librería pedir un aumento está en mandarín. Ruego que tampoco se trate de un incendio, porque huele a quemado, aunque el olor podría venir de las zacateras de los cerros aledaños. No hay verano en que no ardan, prenderles fuego parece ser deporte nacional. Dicen los más veteranos que el clima de estas sierras ya no es lo que era antes. Hasta la neblina se ha vuelto perezosa y se hace rogar para bajar a la meseta. Ojalá no sea un incendio. Sin encender la luz me asomo a la ventana, noto que hay una patrulla y una ambulancia enfrente del edificio. También escucho ruido en el pasillo, frente a mi apartamento. Si al menos en el condominio las puertas tuvieran mirillas para ver quién merodea o toca el timbre. Vestido aún con la ropa de ayerme levanto medio zonzo, busco la salida para abrir la puerta sin quitar la cadena de seguridad. Distingo un par de policías, no son los mismos de la otra noche. En seguida escucho el jaleo de radio-comunicadores, con sus pitidos entrecortados. Quién me manda de curioso, uno de los policías toca la puerta y me ordena salir. Vuelvo por mis sandalias y salgo al pasillo, el policía ya no está parado enfrente; me acerco ala baranda y de reojo noto la puerta entreabierta en casa de los vecinos del 504. Las luces están encendidas, hay varias personas adentro: policías, un par de enfermeros, y sentada en el sofá la septuagenaria del cuarto de enfrente. Avanzo unos pasos y desde el umbral de la puerta veo a la mujer de cabellera enorme, con una bata rosa, sentada en el piso contra la pared. Sus piernas están arqueadas, cabeza gacha, con las manos tapándose la cara. Sale el policía y me empieza a preguntar lo obvio. Solo puedo decirle que tuve un día pesado en el trabajo y me dormí como un tronco. Usted fue él que llamó ayer a la estación, verdad. Sí, fui yo. ¿Por qué no volvió a telefonear anoche?... Debió hacerlo. No… oficial, es que…usted sabe,antenoche sus compañeros vinieron de puro gusto y… la verdad,ayer no escuché nada que se diga sospechoso, así que me dormí. Tendrá que acompañarnos a la comisaría.  Está bien, si usted lo ordena.
Les pido autorización para ir a medio asearme y buscar una mudada limpia. Cinco minutos, no más, responde el otro oficial sin verme a la cara.  Entro a mi pieza, pienso en hablarle al dueño de la librería, al final decido que mejor no, es muy temprano; aunque no dispongo de saldo en el teléfono móvil, supongo que será fácil conseguir una llamada desde la comisaría. Me alisto tan pronto como pueden durar los cinco minutos, salgo de nuevo. Ojalá no tomen fotografías. Le pongo seguro a la puerta y vamos a ver qué pasa. Por el pasillo sacan el cuerpo en camilla, envuelto en una sábana blanca. Es increíble cómo ganó Trump.



* Cuento ganador del  I Certamen Literario Internacional Coquimbo 2016, (rama de cuento), Revista Coquimbo, Honduras. 
** Alvaro Calix, escritor hondureño. 

Ilustración del post, Plaza de las palabras.