Me
voy al dormitorio. Da lo mismo, la pared comunica directo con la sala del
apartamento contiguo. En la pared se
estrellan a saber qué bólidos, quizá zapatos, bolsos, qué sé yo. El primer acto
fue sin duda estridente, digno de una tragicomedia barata de las que pasan en
el teatro de la esquina. Ya es hora de que no vuelva a poner mis pasos en ese
entablado de medio pelo, por cómo están las cosas no vale andar tirando los
pesos. Parece que la riña acabó, aprovecho para lavarme los dientes y ponerme la
ropa de dormir que guardo en la funda de la almohada. No hay suerte, quién me
manda a ser porfiado, vuelvo a escuchar un portazo que rebota en mis tímpanos, enseguida
patadas y forcejeos para abrir la puerta de lo que supongo es el dormitorio de
los simpáticos vecinos. La mujer se encerró en la habitación, presumo;su
compañero quiere entrar a como dé lugar. Aunque podría ser al revés, cómo
saberlo. De nuevo el palabreo, con ese tonillo tan coloquial que sisean los que
vienen del oriente de este país; sigo sin entender de qué va la cosa.
Las voces
se apagan y dan paso al llanto de la mujer, mejor cambio la palabra, bramidos. Cualquiera
diría que la están quemando a las brasas. Al final la puerta cede a las
embestidas, o será que la persona que está adentro la abrió a su riesgo. Los
sentidos nos traicionan e hilamos lo que la mente quiere o puede completar, en
este caso el resultado es el mismo: la puerta se abrió. Trazos cortos de
silencio se mezclan cada tanto con gritos esporádicos, un ritmo moderado que no
deja de ser tenso. Vuelve la marejada.Los objetos siguen chocando en la pared,
esa que por desgracia linda con mi habitación. Adivino también el cristal de
algún armario hecho astillas. Si al menos pudiese mudarme a un condominio No kids no Pets, pero este es el más barato
que pude encontrar y aun así me jala medio salario, sin contar el pago de los
servicios públicos. La guerra no da tregua, a ese paso van a derribar el
tabique. Qué dirán los otros vecinos… Nadie va a decir nada, hasta donde sé en
este piso, además de nosotros, solo vive la viejita del 508, la que se levanta antes
de las siete para ir a caminar al parque del otro lado de la estación de buses.
Es un parque pequeño, con el pasto alto; tiene un sendero al contorno que los
visitantes aprovechan para trotar o caminar. También lo usan para sacar a
pasear a los perros, pero alguna gente no limpia las heces y una vez, mejor
dicho, la única ocasión que visité el parque me traje un recuerdo en la planta
de los zapatos. A veces veo a la señora desde la ventana de mi cuarto, hay
que ver como se afana en cuidar la figura, será que piensa vivir otro siglo. Lamento
ser tan sangrón, en verdad debería reconocer el tesón de la septuagenaria, es
probable que su corazón esté mejor que el mío, si juzgo por el cansancio que
experimento cuando me animo a subir las gradas que dan a este quinto piso del
condominio.
Quisiera
pensar que es una rencilla ocasional,de esas que nublan de repente los días
claros y que, pese al ventarrón, no pasan de ser chubascos. Si uno cavilase
llega a la conclusión de que las discusiones son buenas de vez en cuando;
quizás, aunque suene contradictorio, me
gustaría tener al lado una persona con quien disputar algún argumento o punto
de vista sobre asuntos cotidianos. ¡Por Dios! no puedo dormir y la mujer lleva
la peor parte.De cualquier modo, juzgo inoportuno salir y plantarme así como
así a su puerta y decirles que dejen de fastidiar. Dejo el dormitorio y voy a
sentarme en la silla frente a la mesita del teléfono, es una mesita simpática,
de cedro, casi nueva que me encontré en el mercado de pulgas. Ignoro cuál es el
número de ellos. Pienso que es mejor llamar a la gendarmería del edificio, busco
el número en la libretita marrón junto al aparato. Le doy vueltas a la cosa, al
parecer no tengo otra opción. ¿Qué pasa?...marco y marco y nadie contesta, será
que se volvió a dormir el centinela, cómo no va a despertarse con los
timbrazos. Al otro lado, el llanto se reanuda. Ni modo, últimorecurso,telefonear
a la policía;si se toma en cuenta que soy extranjero, no me conviene andar
llamándola, es cierto, pero quién dudará de que este es un caso de fuerza
mayor.
Tal
como temí me pidieron el número y mi nombre, no sé mentir; además ellos saben
desde que teléfono uno llama para poner la denuncia. Les repito la dirección:
Condominio Tarqui, apartamento 504, Avenida Sucre y Nariño. Y está seguro de
que no es un mal entendido de su parte, preguntaron al otro lado de la línea.
Me quité el teléfono de los oídos y lo dirigí hacia la pared vecina, qué más
evidencia, señor policía. Vuelvo a la cama, esta vez me pongo tapones en los
oídos, fue una buena idea comprarlos el año pasado cuando vivía más al norte, en
aquella manzana poblada de discotecas y bares que no cejaban en alborotar la
paz de las noches. Hasta que tuve que mudarme. Bueno, de aquí en más el asunto
queda en manos de la autoridad, ojalá que venga. Confieso que no es fácil
conciliar el sueño;aunque se han espaciado los gritos, es cierto, encendieron
la tele con el volumen al tope. Una película en la que para variar sobran los tiroteos.
Aun así bostezo y caigo en un letargo que ajusta para descansar, aunque no
logre dormir. Las balaceras tornaron a carcajadas y luego a presentaciones
musicales, pero ya con un volumen que juzgo prudente. Esta vez el timbre suena
en mi apartamento, eso creo. A tientas enciendo la luz de la lámpara de noche y
me acomodo el pantalón de emergencias, busco la boina y camino hacia la entrada
para ver quién vive. Me cuido de no destrabar la cadena de seguridad; el
inspector se identifica cuando le pregunto su nombre. Su voz chillona, como la
de los viejos discos rayados, casi me arranca una carcajada; muerdo los labios
para contenerme. Abro y le digo que pase; prefiere quedarse afuera. Usted nos
llamó para denunciar una riña en el edificio Sí, fui yo, en el departamento 504,
como se los dije. ¿Seguro que no lo soñó?, mi compañero y yo estuvimos con la
pareja y no vimos indicios de que hubiesen peleado o algo por el estilo, por
cierto… ¿suele usted poner denuncias a la policía?, me imagino que usted vive
solo. No… quiero decir, sí vivo solo, pero no acostumbro denunciar… de hecho es
la primera vez. ¿De dónde es usted?, digo por el acento. Señor oficial, si
quiere voy por mi pasaporte y mi permiso de trabajo; y le aseguro que esos dos
se estaban dando en la madre, yo me preocupé por la mujer, no paraba de llorar.
Bueno, amigo, nos tenemos que ir, cerciórese antes de poner una denuncia, no
nos damos abasto y hoy parece ser un martes caliente, quién sabe por qué, seguro
por el festival, no es cierto.
Durante
la jornada en la librería, no dejé de bostezar cada tanto; la noche de ayer me
pasó un poco la factura. Varias veces a lo largo del día pensé que la mujer del
504 a estas alturas habría colmado su valija y la imaginaba sola en el andén de
la terminal esperando su bus de provincia. Para qué negarlo, también yo a veces
me veo con la maleta parado en la estación tomando ese autobús que me devuelva
al país de cuna, pero ya la vida está hecha y mejor prefiero sentarme en la
banca y recordar el litoral, como dice la canción. También especulé si, por el
contrario, ella se atrevió a denunciar al marido, hay que tener valor para
hacerlo, aun en estos tiempos. Por momentos perdía de vista la línea divisoria
entre mis ganas de dormir a pierna suelta y la sana preocupación por la suerte
de la dama. Los dos intereses, creo, no se contraponen.
Qué
alivio siento al poner el último cerrojo en la librería. Mi jefe tuvo hoy la
cortesía de ofrecerme jalón. De paso a su casa, apenas tiene que desviarse unas
cuadras para acercarme, el problema son las filas del tráfico en horas pico. Mi
jefe es en realidad un buen jefe. A veces se compadece de este pobre empleado y
se toma alguna deferencia conmigo; aunque lo que necesito es un aumento, si se
me permite decir. Durante el viaje en el auto, él casi no me ha dirigido la
palabra, no es que éste molesto o algo así. Deben ser esas deudas con el banco.
Me bajo de su carro y camino medio kilómetro, más o menos. Las ciudades son
cada vez más puros mercados, y escondidito en un palmo su centro histórico
donde se ufana la gente de unas cuántas joyas
de la corona. El resto es patético, calles abarrotadas de autos, gente enlatada
en autobuses de regreso a casa y mercado, más mercado, puro mercado.
Llego
a las siete y media al edificio de apartamentos, recién ha oscurecido. En el
vestíbulo del edificio me quedo platicando un rato con Jonás, el guardia de
turno;por cierto le pregunto si ayer tenían descompuesto el teléfono. Dice que
no.Pronto la plática se desliza hacia el anuncio de la reparación de la
cisterna de agua que van a hacer la semana que viene. El guardia me entrega la
notificación y firmo en la ficha de control. Sugiere que tenga lista para el
próximo jueves alguna cubeta en la que recaudar agua. No tengo cubetas y tendré
que pensar en cómo hacerme de una, espero que no toque comprarla, para gastos
estoy hasta la coronilla. Una pareja entra al edificio y sin saludar al guardia
pasa directo a los elevadores;van abrazados,son una melcocha. Le pregunto a
Jonás si se trata de nuevos inquilinos. Sí, responde, sus vecinos del 504. Volteo
de prisa la mirada al ascensor, todavía están esperando que baje la cabina. ¿No
los conoce todavía?, se sorprende el guardia. Sin dejar de verlos, le respondo
a Jonás, usted sabe cómo es la vida en estos edificios, uno apenas media
palabra con los vecinos. Los dos visten jean
azules, de esos que tienen la apariencia de pantalones viejos sin serlo; lo
parecen por los lamparones que les ponen en el diseño. Para una persona un poco
aedada como yo, esas modas resultan
temerarias. Noto que la mujer es medio morocha, más bien bajita y con una
cabellera algo grande para su porte; esta vez no anda tacones, ahora calza tenis
rojos, tendré que decir muy sucios, salpicados en el fango de a saber qué
arrabal. El muchacho es apenas una pulgada más alto que la mujer, cara lampiña,
con una camiseta ajustada sobre un cuerpo que deja entreverla afición por los
gimnasios. ¿A qué se dedicará? Sus tenis, blancos con punta azul, distan de
verse tan asquerosos como los de la joven. Son unas criaturas, no entiendo porque
la gente se apresura a amarrarse, será que piensan que el fin del mundo está a
la vuelta de la esquina.A propósito de fin del mundo, cuánta gente hizo
pucheros la semana pasada porqué ganó ese tal Trump… Tampoco la otra era buena
ficha, y esa sí que era gatillo alegre.
Ojalá la moneda se hubiese quedado en el aire. Como sea, no es mi problema, ni
lo uno ni lo otro. Me despido del guardia.Antes de irme al apartamento, pienso
que es buena idea pasar por la panadería que está justo al frente del edificio.
Con el día que he tenido, apenas probé bocado.
Compro
una hogaza de pan campesino, servirá para la cena y, con suerte, para el
desayuno. Todavía está calientito, de la horneada de la tarde. No pierdo
oportunidad y me quedo un rato en la panadería para tomarme un café con leche
en una de las mesas acomodadas junto a la ventana, hoy están vacías. Desde aquí
puedo ver todavía la costra parduzca del edificio de apartamentos, pide ya que
le den una mano de pintura, aunque sea para eso les debería alcanzar la
alícuota. En este local a veces encuentro a un señor, ya mayor él, que me
saluda cuando quiere y, si anda de buenas,le da por contar sus aventuras de
cuando vivió más de veinte años en Estados Unidos, en Baltimore para ser más
preciso.En esa misma ciudad yo me la pase casi un año, hace ya un buen tiempo. Él
anciano habla hasta por los codos, a mí se me da escuchar. Suelo pensar que me
habla de una ciudad distinta a la que yo conocí, por poco me dice que las
calles están pavimentadas con oro. Las ciudades se ven distintas según el punto
cardinal donde uno esté. Baltimore es un caso muy especial. Pero esta vez toca
beberme solo el café, mirando el penoso tráfico de la noche. Se la pasa uno
bien aquí, es un lugar barato y el piso siempre está limpio. Lo mejor es que me
queda a un paso. El dueño de la panadería me hace señas porque ya va a cerrar.
Pago el café con el importe exacto. Al entrar al condominio, le digo buenas
noches al guardia que releva a Jonás; no le sé el nombre, tengo que confesar;si
lleva diez días es mucho. Siempre enfundado en su gorro pasamontañas, ocupa el
lugar de Hilario que se fue así de repente, de un día para otro, a ver si se le daba entrar a los Estados
Unidos, porque a España no volvía ni loco, le escuche decir una vez. Sospecho
que ahora muchos estarán asustados con ese muro que “planean” construir en la frontera gringa.
Pero a mí eso me da risa, no se dan cuenta que el muro hace tiempo está en pie.
Quién quita y mañana sean ellos los que tengan que cruzar ríos, desiertos y saltar
muros para refugiarse en el sur.
Por
suerte, no tengo que esperar demasiado tiempo el ascensor. Ceno con el pedazo
de pan y un poco de crema, repito otra tacita de café, esta vez sin leche ni
azúcar. Como me gustaría ahorita acompañarlo con un par de rosquillas de
Sabanagrande, sentir la fusión del queso con el maíz y deshacerlas en el café.
Qué cosas se me ocurren, pronto será más fácil que las imprima en 3D que mandarlas a traer a mi país. Aunque
estoy molido, pienso que es buena idea leer un rato la novela pendiente, un
largo monólogo de un escritor que se apellida Chefjec. No es una novela de las
que venden en mi librería ¡qué más quisiera yo!, me la trajo un amigo al que se
le da viajar por el continente y no escatima a la hora de frecuentar las
estanterías raras. Los ojos se me cierran y creo que voy a dormirme, aquí en el
sofá, con la cortina corrida, mirando la ciudad y sus brotes de luces; o quizás
me trasmute al parque del sur de Brasil de la novela entre mis manos. Ya me
levantaré más tarde para cepillarme los dientes.
Al
principio pensé que estaba soñando, acaso el policía de anoche tendría razón, pero
compruebo lo contrario, que son reales, si es que eso puede ser dicho, los palabras
fuera de tono y la renovada artillería en el cuarto de al lado. Esta vez no he escuchado
tacones ni timbrazos. Bueno, admito que me dormí, por lo tanto no sé con
certeza si esos dos incidentes se repitieron o no, el caso es que otra vez tengo
que tragarme el bochinche. Es la una de la mañana, no se mide la gente. Debo
decir al menos que la pelea de esta noche entrevé menos revoluciones que la de
ayer, igual uno no deja de alarmarse. Dudo si hoy debo también llamar a la
policía, o quizás solo al guardia de turno de la planta baja. No lo tengo
claro,tal vez esos muchachos necesitan sentarse con alguien que se las baraje, que
les haga ver que nada, o casi nada, merece que perdamos los estribos. Total, la
esferita gira queramos o no.Si yo supiese qué decirles, seguro lo haría, pero
qué puede decirles un hombre encerrado entre las paredes de su apartamento y
las de una librería venida a menos. Soy el menos indicado. Ahora que si no
tuviera otro remedio, al menos les diría que se lo pensasen, que a ese ritmo
van a detonar su guerra mundial y nada será capaz de reconciliarlos, que se la
tomen con calma y vayan al parque a respirar el aire estival, que caminen por
esas calles a media luz de la ciudad vieja y, solo después de ver la luna, se
vayan luego a casa mirando las cosas con otra tonalidad. Pero quién soy yo para
decirles nada. Además, la verdad, no debería importarme lo que ellos hagan,
solo pido que por favor me dejen dormir. Buena falta me hace. En esos pensamientos
me encuentra el sueño otra vez y no puedo evitar las ganas de cerrar los ojos. Mañana
será otro día, eso dicen.
La
cereza en el pastel, faltaba más, de nuevo les da por encender la televisión. Ahora
son unos desaforados comentaristas de un canal latino en los Estados Unidos, no
logran todavía reponerse del mazazo. ¡Madre mía!, sí son las cuatro de la
mañana. Sospecho que hoy no podré librarme de las jaquecas que vienen tras una mala
noche; pocos saben lo mucho que me cuesta ir a los velorios. Tampoco quiero
tomar las pastillas que me recetó el último doctor que visite en el hospital.
Estoy harto de las pastillas y de los jarabes. ¡Un momento!, sospecho que lo
que me ha despertado no es la tele sino el ruido de sirenas allá afuera, qué
lata da la gente con sus líos. Aunque no fuese en las zonas que están en
boga, con un poco más de billete
alcanzaría para mudarme a sitios más distinguidos, así no cenase más que pan
con crema. Pero a cómo va la librería pedir un aumento está en mandarín. Ruego
que tampoco se trate de un incendio, porque huele a quemado, aunque el olor podría
venir de las zacateras de los cerros aledaños. No hay verano en que no ardan,
prenderles fuego parece ser deporte nacional. Dicen los más veteranos que el
clima de estas sierras ya no es lo que era antes. Hasta la neblina se ha vuelto
perezosa y se hace rogar para bajar a la meseta. Ojalá no sea un incendio. Sin
encender la luz me asomo a la ventana, noto que hay una patrulla y una
ambulancia enfrente del edificio. También escucho ruido en el pasillo, frente a
mi apartamento. Si al menos en el condominio las puertas tuvieran mirillas para
ver quién merodea o toca el timbre. Vestido aún con la ropa de ayerme levanto
medio zonzo, busco la salida para abrir la puerta sin quitar la cadena de
seguridad. Distingo un par de policías, no son los mismos de la otra noche. En
seguida escucho el jaleo de radio-comunicadores, con sus pitidos entrecortados.
Quién me manda de curioso, uno de los policías toca la puerta y me ordena
salir. Vuelvo por mis sandalias y salgo al pasillo, el policía ya no está parado
enfrente; me acerco ala baranda y de reojo noto la puerta entreabierta en casa
de los vecinos del 504. Las luces están encendidas, hay varias personas adentro:
policías, un par de enfermeros, y sentada en el sofá la septuagenaria del
cuarto de enfrente. Avanzo unos pasos y desde el umbral de la puerta veo a la
mujer de cabellera enorme, con una bata rosa, sentada en el piso contra la
pared. Sus piernas están arqueadas, cabeza gacha, con las manos tapándose la
cara. Sale el policía y me empieza a preguntar lo obvio. Solo puedo decirle que
tuve un día pesado en el trabajo y me dormí como un tronco. Usted fue él que
llamó ayer a la estación, verdad. Sí, fui yo. ¿Por qué no volvió a telefonear anoche?...
Debió hacerlo. No… oficial, es que…usted sabe,antenoche sus compañeros vinieron
de puro gusto y… la verdad,ayer no escuché nada que se diga sospechoso, así que
me dormí. Tendrá que acompañarnos a la comisaría. Está bien, si usted lo ordena.
Les
pido autorización para ir a medio asearme y buscar una mudada limpia. Cinco
minutos, no más, responde el otro oficial sin verme a la cara. Entro a mi
pieza, pienso en hablarle al dueño de la librería, al final decido que mejor
no, es muy temprano; aunque no dispongo de saldo en el teléfono móvil, supongo que
será fácil conseguir una llamada desde la comisaría. Me alisto tan pronto como
pueden durar los cinco minutos, salgo de nuevo. Ojalá no tomen fotografías. Le
pongo seguro a la puerta y vamos a ver qué pasa. Por el pasillo sacan el cuerpo
en camilla, envuelto en una sábana blanca. Es increíble cómo ganó Trump.
* Cuento ganador del I Certamen Literario Internacional Coquimbo 2016, (rama de cuento), Revista Coquimbo, Honduras.
** Alvaro Calix, escritor hondureño.
Ilustración del post, Plaza de las palabras.
** Alvaro Calix, escritor hondureño.
Ilustración del post, Plaza de las palabras.