Plaza de las palabras, inicia con este post, una nueva sección
dedicada al ensayo, con el titulo de Pagina
Diez sobre los temas del
arte, literatura y modernidad en el marco de la vida moderna y la
globalización. Entradas que serán producto propio y otras en su calidad de
textos invitados. En esta ocasión comenzamos con el ensayo/ artículo, del filósofo
checo, Karel Kocik, (1926–2003).
Resumen: La ciudad
y lo poético, texto en que el autor reflexiona sobre la perdida y la claves
de lo poético en la ciudad moderna. Punto central de esa estética de la ciudad:
centrado en lo bello, lo
sublime y lo íntimo. Pero que
también aborda, lo poético de la vida en un sentido amplio que en un enredo sin
par es atrapado por la vorágine de la prisa de los tiempos modernos, el hombre ha perdido su capacidad de
reflexionar y de asombro ante la cotidiano de la vida. Decía Kocis,
casi al final de su ensayo: «Pero donde no hay tiempo, el hombre no puede
habitar ni la ciudad ni la tierra de manera poética, y la memoria desaparece de
la vida.»
Reflexión
muy profunda y hermosa de este filosofo de la vida mítica poética, de la metafísica
de lo cotidiano, y de dialéctica de lo concreto. En la cual incursiona en el pensamiento de
Hegel, Kant y Burke, Hofmannsthal, Tocqueville, Heidegger. Si bien los temas no
son exclusivos de su pensamiento, si alcanza a deslindar, identificar y seguir
la pista de algunas de las avenidas principales y las condicionantes de la vida
moderna. Temas colaterales que también
otros autores modernos han tocado. Ya sea Walter Benjamín con su obra La reproductibilidad de la técnica en el arte
(1936 ) y ese esbozo del hombre masa anunciado por Ortega y Gasset: La rebelión de las Masas (1930 ).
Abstract: The city and the
poetic, text in which
the author reflects on the loss and the keys of the poetic in the modern city.
Central point of that aesthetic of the city: centered on the beautiful, the
sublime and the intimate. But it also addresses, the poetic of life in a broad
sense that in an unparalleled entanglement is caught by the vortex of the rush
of modern times, man has lost his ability to reflect and amaze at the daily life
. Kocis said, almost at the end of his essay: "But where there is no time,
man can not inhabit either the city or the land in a poetic way and memory
disappears from life."
There are very deep and beautiful reflection of this philosopher of the mythical poetic life, of the metaphysics of the everyday, and dialectic of the concrete. In which he ventures into the thought of Hegel, Kant and Burke, Hofmannsthal, Tocqueville, Heidegger. While the issues are not exclusive to his thinking, if he manages to demarcate, identify and keep track of some of the main avenues and the conditioning factors of modern life. There is are collateral themes that other modern authors have also touched. Whether Walter Benjamin with his work The Reproducibility of Technique in Art (1936) and that outline of the man mass announced by Ortega y Gasset: The Rebellion of the Masses (1930).
Texto completo
Karel
Kosik, otra de las víctimas del socialismo realmente existente que lo confinó
en una celda y luego a trabajar como albañil, se interroga aquí sobre la
disputa entre el soberano y el poeta por el dominio de la ciudad, y sobre lo
que hoy son las ciudades, aquellos símbolos de la modernidad, en estos tiempos de
destierro de lo bello, lo sublime y lo íntimo.
Por Karel Kocik
Por Karel Kocik
Se plantea una pregunta: ¿no nos revela esta metáfora una característica del destino de la ciudad moderna? ¿El destino de la ciudad moderna no es eliminar lo poético? Esta metáfora que caracteriza la ciudad en la época moderna plantea tres cuestiones fundamentales: primera, ¿qué es lo poético, cómo debemos caracterizarlo; lo poético que está a punto de desaparecer de las ciudades modernas o que es desterrado y expulsado de ellas?; segunda, ¿en qué se convertirán las ciudades y cómo cambiarán si lo poético ya no encuentra acomodo en ellas?; tercera, ¿cómo caracterizar al poder y a la fuerza, o incluso al soberano que expulsa lo poético de la ciudad?
Lo
poético que desaparece de las ciudades modernas abarca tres elementos: lo
bello, lo sublime y lo íntimo.
Los
pintores holandeses del siglo XVII nos han mostrado en detalle lo íntimo de sus
naturalezas muertas. Los objetos de uso cotidiano, las cosas simples y
aparentemente triviales el vaso, la pipa, el plato, el limón cortado, los
pedazos de pan, el jarro,
todos esos objetos habituales y utilizados por la gente sin dedicarles una
reflexión o atención particular, reviven súbitamente en las telas de los
pintores adoptando otra forma de vida, y muestran su lado oculto, producen un efecto
mágico y nos cultivan por su desacostumbrada belleza. El nombre no nos lleva a
error, esas cosas no están muertas, y la expresión alemana Still-leben (“vida
tranquila”) refleja mejor la realidad: esas cosas banales se presentan en todo
su esplendor, se diría que es solamente durante ese momento en el que descansan
tras haber sido desechadas y permanecen al abrigo de los murmullos de las
conversaciones y de las labores humanas, abandonadas a sí mismas, cuando se
desvela su relación íntima con las personas; y éstas, rodeadas por esos
objetos, viven gracias a ellas en un medio encantado y encantador que despierta
alegría y placer.
El
hombre del siglo XX pierde esta relación íntima con las cosas por dos razones:
por un lado el ritmo de la vida se ha acelerado, la prisa y la precipitación
empujan a las personas y no les permiten detenerse ni demorarse, ni guardar una
admiración continúa por las cosas que les rodean. La prisa es enemiga de la
confidencia y de la intimidad; cuando las personas se sienten urgidas y faltas
de tiempo, hostigadas por la visión de un posible retraso, es imposible
establecer una relación de proximidad y confianza mutua, ni tampoco con las
cosas: en lugar de lo íntimo aparecen la distancia y la extrañeza, el cálculo
frío y el razonamiento utilitario y pragmático que desconoce la fascinación y
turbación que despiertan las cosas. Por otro lado, la gente de nuestro tiempo
no está rodeada por cosas íntimas, pues la relación íntima sólo puede
establecerse si el número de cosas es limitado y las cosas muy distintas. La
modernidad, por el contrario, vomita cantidades inauditas de objetos, de
productos prefabricados, de información y, en consecuencia, el hombre no está
rodeado por cosas agradables y próximas, sino que es invadido y devorado por
una cantidad innumerable de cosas (informaciones, goces). Las cosas no rodean
al hombre, sino que fluyen a su alrededor como una corriente continua que
desaparece rápidamente. Todos los días se fabrican multitud de cosas que tarde
o temprano se convierten en desechos, las cosas se producen con rapidez y con
la misma prisa y celeridad son usadas y reemplazadas por otras nuevas y acaban
en la basura. Me parece característico que, tras la Segunda Guerra mundial,
cuando el pintor quería expresar el encanto y el secreto de las cosas de la
vida cotidiana, recurriera a objetos corrientes degradados por la evolución
técnica moderna que los relega o a una posición marginal o al museo: la
bicicleta, el arado, la barca (Georges Braque). Estos objetos del artista
destilan confidencialidad e intimidad, pero también nostalgia por un pasado
perdido he ido a partes iguales.
Y
dado que la ciudad moderna es fábrica, aljibe y depósito de esta incesante
oleada de cosas breves que aparecen y desaparecen súbitamente, este hecho
desencadena consecuencias sobre el perfil y la atmósfera de la ciudad: presa de
la afluencia precipitada de cosas y personas, la ciudad pierde la proximidad y
la confidencialidad, su ambiente está cada vez más determinado por la extrañeza
y por la indiferencia sin encanto ni misterio.
Antes
de la Primera Guerra mundial, el escritor austríaco Hugo von Hofmannsthal,
durante su estancia en Grecia, describió su encuentro con las esculturas
antiguas del siglo VI antes de Cristo en Augenblicke in Griechenland. Citaré un
amplio pasaje de este texto que constituye una introducción penetrante a lo
sublime y revela lo que supone para el hombre toparse con lo sublime (das
Erhabene). Hofmannsthal entró en la sala de un museo en el que cinco estatuas
femeninas vestidas con largos ropajes (Gewänder) estaban dispuestas en
semicírculo. El poeta prosigue:
En
ese momento, algo se apoderó de mí: un terror sin nombre que no procedía del
exterior, sino de una remota sima; era como un flechazo…los ojos de las
estatuas estaban fijos en mí y sus rostros reflejaban una sonrisa desconocida…
estaban ante mí extrañas, pesadas, petrificadas, con los ojos oblicuos… Son de
tamaño enorme, esculpidas de una forma entre animal y divina, con formas
pesadas. Sus semblantes son extraños, los labios apretados, las cejas dignas,
las mejillas poderosas, el mentón revela vitalidad. ¿Son siempre los suyos
rostros humanos? Nada de ellos me recuerda el mundo en el que vivo y respiro.
¿No estoy quizá ante algo que me resulta del todo extraño? ¿Acaso el horror
eterno al caos no mira a través del rostro de estas jóvenes? Sus cuerpos se
alzan sobre unas piernas extraordinarias y vigorosas. Su aspecto festivo no
tiene la menor traza de simulación.
¿Quiénes
son estas estatuas?, pregunta el poeta austríaco, y prosigue: “Estos cuerpos,
respondo con la seguridad del sonámbulo, albergan el misterio de lo infinito.
Aquel que estuviera a su altura debería afrontarlos de otro modo que con los
ojos, más respetuosa y audazmente. Y sus ojos deberían ordenarle mirar, mirar y
después agacharse y caer ante ellos como un vencido”.
Quisiera
resaltar dos cosas en este texto del poeta: Hofmannsthal describe su impresión
y su experiencia del encuentro con lo sublime precisando al mismo tiempo qué es
lo sublime. El encuentro con lo sublime arranca al hombre de las relaciones
cotidianas y ordinarias para transportarlo a un mundo radicalmente distinto,
desconocido, misterioso. Aquel a quien le ha sido dado aproximarse a lo sublime
y percibirlo se siente poseído por el asombro y el horror, contempla lo sublime
pero no soporta la carga de esa mirada y cae de rodillas, vencido por la fuerza
misteriosa de lo sublime, pero vencido de tal manera que a pesar de estar
hundido se remonta hacia lo alto, se siente atraído por lo sublime y
transportado hacia las alturas. No puedo evitar recordar y subrayar la
trascendencia de la frase de Hofmannsthal: los cuerpos de piedra de estas
mujeres albergan el “misterio de lo infinito”, y el que las contempla soporta,
en cuanto ser finito, lo infinito.
He
considerado necesario y útil citar este amplio pasaje del escritor austríaco,
redactado en 1908, que expresa de forma sugestiva e inteligible el fenómeno de
lo sublime. Se trata del mismo fenómeno descrito por Kant, el filósofo alemán,
de una manera tan reveladora y genial, pero en una prosa filosófica y, por
tanto, poco comprensible. No puedo evitar una observación sobre los vínculos
históricos. En 1756 el inglés Edmund Burke publicó su célebre obra sobre lo
sublime y sobre lo bello (A Philosophical Inquiry into The Origin of our Ideas
on the Sublime and Beautiful) en la que no sólo deslinda lo bello y lo sublime,
sino que opone ambos por tratarse de ámbitos diferentes. Kant, Schiller y Hegel
fueron los primeros en extraer conclusiones filosóficas de esta distinción
revolucionaria: mientras lo bello nos vincula siempre al mundo sensible, lo
sublime representa una conmoción repentina que nos libera de la tela de araña
de la realidad, nos hace trascender nuestra torpeza y nuestro carácter efímero
para tocar, en tanto que entes finitos, lo infinito. La experiencia de lo
sublime tiene una estructura extraordinaria, es un acontecimiento que se inicia
con la sorpresa, con el horror, con el dolor, con el miedo, seguidos por una
segunda fase caracterizada por el alivio, la alegría, la elevación. Durante el
encuentro con lo sublime, el hombre experimenta primero miedo y horror, pero
ambos, el miedo y el horror, lo impulsan hacia lo alto, con lo que lo sublime
se revela como un poder que libera al hombre y lo eleva.
Al
experimentar lo sublime, el hombre no queda aprisionado en el sentimiento de
horror y espectacularidad que lo arrastraría continuamente hacia abajo, hacia
el espíritu prosaico, sino que es proyectado por aquéllos hacia las alturas.
Kant precisa que el sentimiento de lo sublime tiene una estructura similar al
sentimiento moral del respeto (die Achtung) si yo manifiesto respeto hacia la
ley moral, me someto a ella, y en la relación con esta ley, soy la persona que
actúa con la preocupación de no violar la ley, lo mismo que actúa el que se
preocupa por la vida de otro: sin embargo, al someterse a la ley, el hombre se
libera. El hombre que presta oídos a la ley moral y se somete a ella, se
convierte en un hombre libre, su sumisión se transforma en elevación y en
liberación. Esta particular vinculación entre sumisión, dependencia, miedo,
horror, sorpresa y liberación, despegue, alivio y elevación, genera la
estructura de lo sublime, así como del respeto y de la dignidad.
Hegel
añade dos observaciones a los análisis de lo sublime efectuados por Kant. La
primera relativa a la definición. Lo sublime, dice Hegel, es ante todo un
intento de expresar lo infinito. Y como lo infinito carece de los rasgos de la
materia y no puede ser comparado con ésta, lo infinito permanece inexpresable
en su infinitud, rebelde a cualquier intento de expresarlo por medio de lo
finito. Por esta razón, nosotros, en rigor, no podemos considerar los fenómenos
naturales, las montañas, el mar, el ocaso del sol, o las obras humanas como las
esculturas, los templos o los monumentos fenómenos sublimes, pues lo sublime no
es mensurable por acontecimientos u objetos finitos: lo sublime simplemente se
proyecta, se trasluce a través de las formaciones naturales y de las creaciones
humanas, pero no se incorpora ni se materializa en ellas. El hombre tiene el
sentido de lo sublime, y este sentido lo incita a percibir las formaciones
naturales como expresiones de lo sublime y lo capacita para crear obras por
medio de las cuales intenta reflejar lo infinito.
Lo
sublime no está primitivamente encarnado en el objeto externo a nosotros, sino
que, por su esencia misma, es un movimiento que nos arranca de lo cotidiano y
de lo banal, transforma nuestra dependencia hacia el sistema de necesidades materiales
en deseo metafísico de verdad, de belleza, de bondad, de poeticidad. El poder
de lo sublime no consiste en arrastrar al hombre hacia lo irreal, hacia el
ámbito de una fantasía estéril, sino que reside en un respeto fecundo y frontal que hace al mundo habitable y lo protege contra la caída en lo prosaico. Lo sublime no desprecia los acontecimientos, sino que es un poder que libera a los
seres del yugo de los estereotipos, de la esterilidad, de la imitación.
Esto
nos lleva a examinar la segunda observación de Hegel, referente a la cuestión
de saber si todas las personas y todas las épocas han tenido el sentido de lo
sublime. Ejemplos clásicos de lo sublime, escribe Hegel, nos los proporcionan
los amos del Antiguo Testamento. Admiramos en ellos la idea capaz de
proyectarnos hacia lo alto. Los antiguos griegos manifestaron su sentido de lo
sublime, y así lo atestiguan los coros y las catedrales. Pero el sentido de lo
sublime, ¿está presente en nuestra época? He aquí la cuestión clave.
La
época que carece de sentido de lo sublime pierde también la vía de acceso a lo
infinito y, para enmascarar esta pérdida, propone una sucesión continua,
interminable y embrollada de promesas y de metas finitas, de objetos y de
productos prefabricados finitos, de informaciones y de historias finitas. La
ausencia de lo infinito es reemplazada por la exuberancia y la eclosión del
falso infinito, de una gran cantidad de finales provisionales y superficiales.
Al perder el sentido de lo sublime, el hombre sucumbe a lo finito y a la
futilidad, y se convierte en su rehén. Al perder el sentido de lo sublime, el
hombre pierde el poder capaz de liberarlo del embrollo de la trivialidad y del
prosaísmo, de las metas y fines puramente pragmáticos.
Lo
sublime, del que al principio de esta exposición afirmaba que constituye lo
poético junto con lo bello y lo confidencial, desaparece de las ciudades
modernas de un modo extraño. No es erradicado por la fuerza, no es expulsado
fuera de las ciudades por la fuerza de las armas, sino que desaparece de otra
forma: en una confusión de la que muy pocos son conscientes. Las construcciones
del siglo XX no son el rasgo o expresión de lo sublime, sino una prueba y un
testimonio visible de la condescendencia, es decir de la arrogancia del hombre
moderno. En la construcción de las ciudades, lo sublime liberador es
reemplazado por su propio sucedáneo, por un remedo de sí mismo, es decir, por
lo grandioso que maniata y engaña. La ciudad moderna está dominada por lo
imponente y por lo colosal. Cuando la prisa y la precipitación lo dominan todo
y dirigen el ritmo de la vida, las personas no tienen tiempo de detenerse, el
tiempo y el espacio ya no existen para lo sublime. La prisa y lo sublime se
excluyen.
El
asombro que se apodera del hombre tras su encuentro con lo sublime, que le
corta la respiración y lo deja clavado en el sitio, es algo completamente
distinto al horror glacial de lo grandioso, de lo imponente, de lo colosal que
devora al hombre, le priva de la reflexión crítica y de la distancia para instalarlo
en el proceso inexorable de la prisa en el que se precipitan sin interrupción montones de gente, montones de cosas, montones de informaciones, montones de eslóganes, montones de goces.
¿Qué
sucederá si la banalidad y la ordinariez, el funcionamiento cotidiano que proporciona a la gente no sólo todo lo que es útil, sino también lo abundante y
lo inútil, si la banalidad y la ordinariez se alzan y se materializan en las
imponentes construcciones de las ciudades modernas , y en esta imponente
grandiosidad y “belleza” que ofrecen la ilusión de lo sublime? ¿Qué sucederá si
la banalidad se eleva por encima de todo y, como una arrogancia (superbia)
moderna, reemplaza a lo sublime, adopta su aspecto y reclama honores y reconocimiento? En ese momento, cuando lo verdaderamente sublime desaparece en
las ciudades y es reemplazado por formas altaneras masivas, por la arrogancia
de la banalidad, se produce una confusión fatal.
¿Cuál
es la forma normal, habitual, de erradicar lo poético de las ciudades modernas
para sustituirlo por lo no-poético y por lo antipoético? La forma usual y más
extendida de privar a las ciudades de lo poético es la metamorfosis humillante
y degradante: lo bello es reemplazado por lo bonito y por lo grato, lo sublime
por lo imponente, la intimidad de las cosas por la agresividad.
Lo
poético, que es erradicado de muchas maneras de las ciudades modernas, no es
una decoración exterior que vendría después a embellecer la prosa de lo real.
Lo poético es un poder sintetizante y conectivo, y cuando es erradicado, la
comunidad, el municipio (polis) se desintegran y la degradación se convierte en
la medida dominante de todo: el municipio y la ciudad se degradan en un sistema
grandioso y creciente de necesidades (System der Bedürfnisse). Cuando el
sistema de necesidades se erige en dictador, la necesidad metafísica de lo
poético, de lo verdadero, de lo sublime, se debilita o incluso desaparece y la
vida de las personas se reduce y se agota en la persecución de objetos,
disfrutes, informaciones, para asegurarse la comodidad y el lujo.
Si
lo poético es erradicado de las ciudades y de la convivencia de sus habitantes,
la alianza de lo finito y lo infinito se quiebra, los hombres pierden el acceso
a lo infinito y quedan aprisionados en la agresividad ostentativa y trivial y
en lo finito pragmático. Todo es invadido por la transformación patológica que
degrada a las cosas y a la gente.
¿En
qué se convertirán las ciudades si lo poético es erradicado de ellas y
desaparece de sus muros? Si desaparece lo poético, la ciudad pierde al mismo
tiempo la arquitectónica. La ciudad, privada de la arquitectónica, es una pura
imitación o caricatura de sí misma: en realidad, se ha convertido en una
anti-ciudad.
¿Qué
es la arquitectónica? La idea y la acción arquitectónicas determinan lo
esencial y lo secundario, definen la finalidad (telos) gracias a la cual se
produce todo. La arquitectónica es una fuerza que no solamente diferencia lo
esencial de lo secundario, sino que determina asimismo el lugar y lo define
como el sentido de toda acción. La arquitectónica es una articulación y un
ritmo de la realidad que reparten la vida entre el trabajo y el ocio, entre la
guerra y la paz, entre las actividades necesarias y útiles por un lado y las
sublimes, bellas por otro. La esencia misma de la arquitectónica es subordinar
una cosa a la otra. Lo accidental existe gracias a lo esencial: la guerra para
la paz, el trabajo para el ocio, las cosas útiles para las cosas bellas, como
dice Aristóteles en La política (VII, 1333a).
La
arquitectónica significa que las personas dan preferencia a algo en sus vidas,
y únicamente si saben vivir la diferencia viven con dignidad. La arquitectura
determina y prescribe que hay que trabajar y dirigir guerras, y sobre todo que
es preferible la vida de paz y de ocio, que hay que hacer cosas necesarias y
útiles, pero que hay que preferir los asuntos bellos en el sentido del término
griego: es decir, bello en el sentido moral, noble, digno.
¿Qué
sucederá si lo secundario, lo auxiliar, lo instrumental se sublevan contra el
telos, contra el sentido, se apoderan del mando y domeñan a las actividades
denominadas bellas por Aristóteles para ponerlas a su servicio? En ese momento,
en el momento de esa conmoción, la arquitectura se derrumba, y la época sucumbe
al saber y al acto antiarquitectónicos, es decir, a un caos tal que las
personas dejan de distinguir entre alto y bajo, entre vanguardia y retaguardia.
Así ha caracterizado Robert Musil al siglo XX en su obra El hombre sin
atributos. Las ciudades modernas no son un testimonio y un símbolo de este
derrumbamiento de la arquitectónica, y ésa es la razón de la crisis de las
ciudades.
Sin
embargo, el derrumbamiento y caída de la arquitectónica se manifiestan también
de otra manera. Después de Aristóteles, es en la filosofía de Kant, pensador de
la época moderna, donde la arquitectónica ocupa el papel clave. La parte final
de su obra capital. Crítica de la razón pura, se titula “La arquitectónica de
la razón pura”. Aquí la arquitectónica significa que nuestro conocimiento no
puede ser un simple conglomerado de conocimientos, sino su unión sistemática e
íntima. Y este conocimiento no debe ser rapsódico, inconexo y fragmentario,
sino que debe generar la unión de las experiencias variadas y dirigidas por la
idea. En su sentido primario, la arquitectónica de la razón significa que el
hombre está determinado por una conexión interna y por la dependencia de un
número finito de preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo
esperar?, ¿qué me gusta?; y estas preguntas, tomadas en conjunto o por
separado, no pueden reducirse a una unidad sistemática de conocimientos; quedan
siempre, en cuanto preguntas, fuera del sistema y no pueden ser transferidas a
él.
Esta
vacilación y falta de claridad que caracterizan lo que entendemos por la
arquitectónica, un sistema creciente, articulado del interior, permiten
presagiar que la arquitectónica se identificará con este sistema, y perderá
entonces su determinación primaria. Pues constituye también para la
arquitectónica una forma de difuminarse y de transformarse en un sistema que se
perfecciona y crece. En nuestra época, las ciudades ya no se crean, pero las
creadas tiempo atrás se extienden, se amplían, invaden los espacios vacíos. Y
cuando se crean ciudades nuevas sobre la tierra, ya no se trata del acto
solemne y sagrado de antaño; se construyen según los planes de la razón técnica
como aglomeración de edificios administrativos, industriales y culturales.
La
razón únicamente es arquitectónica si procede sistemáticamente y se ejecuta
como arte de sistemas, pero consciente de que su punto de partida estará
constituido por la conexión íntima de las cuatro preguntas mencionadas arriba
que son irreductibles a un saber sistemático. La arquitectónica de la razón es
un conflicto productivo de la razón, máxime si ésta sabe que no debe sucumbir a
su inclinación hacia el sistema hasta convertirlo en su única actividad. Por
este motivo retorna siempre a las preguntas y a la interrogación como fuente de
toda su actividad. En el momento en que las cuatro preguntas básicas dejan de
inquietar a la razón y su única actividad es el sistema siempre creciente del
saber, la razón pierde la arquitectónica y sólo la razón del sistema continúa
funcionando, desprovista de la arquitectónica: la razón arquitectónica se
reduce entonces a la razón sistemática y creadora de sistema.
La
ciudad moderna vive como un sistema en funcionamiento: la ciudad vive
funcionando. Las canalizaciones, la electricidad, la distribución del gas, la
recogida de basuras, los transportes, funcionan. Si el funcionamiento de todos
estos servicios mutuamente ligados se detiene, la ciudad deja de vivir, muere.
El conflicto entre el soberano y lo poético se desarrolla en las ciudades
actuales como un conflicto entre el funcionamiento que domina, ocupa la ciudad
y arrastra a los habitantes de este funcionamiento, y lo poético que no
funciona, que simplemente existe y como rehúsa someterse a la dictadura del
funcionamiento, retrocede y es erradicado de la ciudad, se refugia en los oasis
y albergues esporádicos en los que sobrevive: en los museos, galerías,
bibliotecas, teatros, pero carece de fuerza para atravesar la ciudad y dejar
constancia de su presencia, que cada uno podría adivinar y que inspiraría las
actividades de todos.
En
los años veinte y treinta de este siglo, el dictador cuyo nombre todo el mundo
conocía perseguía al gran poeta ruso Mandelstam. Logró lo que se proponía
expulsándolo de Moscú, y luego enviándolo a morir en un campo de concentración.
Pero, ¿cuál es el nombre del poderoso dictador que expulsa lo poético de las
ciudades a lo largo y ancho de todo el planeta, impone a las ciudades lo
prosaico, las transforma en sistemas de expansión y ayunos de la
arquitectónica? ¿Sabemos el nombre del dictador que siempre detenta el poder?
¿O somos más bien incapaces de darle un nombre y nos sentimos impotentes para
desenmascarar su existencia, e impulsados a atribuir la prolongada crisis de
las ciudades a factores secundarios o fortuitos? La particularidad de este
dictador que decide el destino de las ciudades modernas radica en que también
ejerce su poder en los países democráticos, en los países con gran tradición
democrática. Sin embargo, ninguna de las democracias ha hallado aún una defensa
eficaz contra él, pues es más poderoso que todas las democracias juntas.
¿Proviene su fuerza del ocultamiento, del anonimato, o del hecho de que
nosotros no hemos sido capaces, hasta hoy, de describirlo y de identificarlo?
Uno
de los primeros en identificar a este dictador sin nombre fue Alexis de
Tocqueville. Este aporta una prueba de su pensamiento crítico y persuasivo
cuando dice: “El asunto es nuevo… Las antiguas palabras como despotismo y
tiranía se han quedado cortas”. La opresión que amenaza a todas las democracias
modernas no se parece a nada de lo anteriormente existente. Tocqueville
subraya: “El fenómeno es nuevo, y por tanto es preciso intentar definirlo, dado
que no puedo designarlo”. Este dictador moderno oculto y anónimo posee un poder
extraordinario de “degradar a los hombres sin torturarlos”, y Tocqueville
pergeña una imagen del futuro de las personas y de las democracias modernas:
“Me imagino los nuevos perfiles que el despotismo moderno podría adoptar en el
mundo: veo una multitud inconmensurable de hombres parecidos e iguales que
giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres
con los que llenan su alma”. Y el autor de La democracia en América añade: “Por
encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga de garantizar
sus goces y de velar por su destino. Es absoluto, minucioso, regular, previsor
y grato”.
En 1897, cuando se emprendieron en Praga las
tareas de saneamiento y modernización, dos escritores checos, los hermanos
Mrstik, publicaron una obra titulada sintomáticamente Bestia triumphans en la
que demostraban que el progreso necesario para la reconstrucción, saneamiento y
modernización de las ciudades implicaba la demolición de edificios feos, pero
también de joyas arquitectónicas. En aquella época, hace cien años, los
escritores parecían defender lo antiguo frente al progreso y frenar la
modernidad en nombre del pasado vencido. Ahora bien, parece que gracias entre
otros a ellos, Praga sigue siendo la joya de la arquitectura románica, gótica y
barroca, y no ha sucumbido del todo a la parcialidad y a la ceguera. Dos
valientes escritores checos del pasado comprendieron que la construcción de
edificios aburridos, inhabitables y feos que se parecen como dos gotas de agua
y a los que les cuadra el nombre ridículo de die Wohnmaschinen (“maquinas para
habitar”), no es asunto de los arquitectos y no los exime de culpabilidad, sino
que surge al dictado del espíritu de la época: un espíritu que es negación del
espíritu y anti-espíritu. En las relaciones humanas, afirman estos escritores
checos, la “deshonestidad, la venalidad, la corrupción y la astucia” se van
imponiendo paulatinamente y las gentes son impulsadas por la “violenta pasión
de la hipocresía”, quedan cegadas por los eslóganes y por la apariencia de
cultura mientras la auténtica cultura perece. Mientras los tiempos modernos
sigan dominados por la bestia triumphans que se impone por la nivelación de
todo, incluyendo la cultura y la arquitectura, dentro del ritmo acelerado del
sistema en funcionamiento, la poesía, la belleza, lo sublime, lo íntimo,
quedarán condenados a la marginalidad. Hace cien años, estos escritores checos
pidieron a las personas que aprendieran de nuevo a integrar la poesía en las
construcciones de casas y de ciudades, para que sus habitantes deseasen no sólo
quedarse en ellas, sino también y, sobre todo, vivir en ellas poéticamente
Una
voz importante, de 1824, debería igualmente resonar en este diálogo entre los
representantes de diferentes naciones y generaciones que intentan dominar y
caracterizar el poder que determina la modernidad y forja la fisonomía de las
ciudades actuales. En sus conferencias consagradas a la filosofía de las
religiones, Hegel opone la realidad de la Grecia clásica, a la que considera la
“religión de lo bello” (Religión der Schönheit), a la de la Roma imperial, para
la que reserva nombres ignominiosos: “religión de la finalidad, del egoísmo, de
la codicia” (Religión der Zweckmässigkeit, der Selbssucht, des Eigennutzes). La
Grecia clásica, con su filosofía, su tragedia y su comedia, su escultura y su
arquitectura, era un modelo sin parangón para Hegel, mientras que la Roma
imperial, en su opinión, personificaba la decadencia. Dentro de este contexto,
Hegel expresa una opinión notable: la evolución de Europa tras la Revolución
Francesa se parece cada vez más a la antigua Roma imperial y el filósofo
justifica su pensamiento de la siguiente forma: “Antes y ahora, en la antigua
Roma y en nuestra época, el sofista es el que se convierte en el personaje
principal, el que determina el contenido de la acción, del razonamiento, del
sentimiento y de la creación”. El hombre es la medida de todas las cosas, pero
un hombre empobrecido y reducido al status de productor y consumidor, que
considera cuanto existe un material del que se sirve para facilitar su vida,
para asegurar su bienestar y para consumar sus fines egoístas, tanto individuales
como colectivos. Cuando este egoísmo, enmascarado bajo frases moralizantes, se
alza sobre un pedestal para imponerse como valor supremo, toda la vitalidad
bella y moral desaparece forzosamente, la realidad se descompone en una enorme
amalgama de codicias, metas e intereses particulares, en pequeñas eclosiones de
goces y humores. La realidad, caracterizada por la descomposición de la
comunidad humana (polis), halla un nombre adecuado en Hegel: “El reino animal
humano” (das menschliche Tierreich).
El
sofista, personaje principal de los tiempos modernos, construye la ciudad para
que se parezca a él y por su propia necesidad, de ahí que la conciba como un
conjunto de casas funcionales, como un sistema prolífico de servicios,
diversiones, consumo de cosas y de información, cuya dependencia implica
desterrar lo poético, es decir, lo bello, lo sublime, lo íntimo. Todas las
épocas construyen ciudades y casas a su imagen y semejanza, de ahí que los
resultados de sus actividades constructoras sean un espejo que refleja el
tiempo. Pero ciertas ciudades no reconocen o se niegan a reconocer su verdadera
faz y se refugian en ilusiones infundadas de su belleza y grandeza. La ciudad,
contrariamente a lo que creían el clasicismo y el romanticismo alemán, no es
música petrificada ni un monumento de musicalidad, sino que en su forma moderna
es más bien una expresión perceptible, es decir, visible, audible y sensible,
de la esencia de los tiempos modernos, unos tiempos que han perdido la
arquitectónica o han renunciado a ella, para reemplazarla por otra cosa por un
sistema en funcionamiento.
El destino y el futuro de los tiempos modernos, y en consecuencia de las ciudades actuales, dependerá de si la arquitectónica perdida es recuperada o si su sucedáneo, representado por el sistema sempiterno y omnipotente, se mantiene. La esencia de los tiempos modernos está constituida por el conflicto entre el sistema seguro de sí mismo, y a punto de convertirse en la realidad dominante, y la esperanza latente de salvar el mundo: la arquitectónica. ¿Qué es esta arquitectónica que tanto echamos de menos y sin la cual el hombre no puede llevar una vida digna? La arquitectónica del mundo es vínculo hecho de tiempo, de espacio y de movimiento, en cuyo seno cada uno de los tres elementos se une a su opuesto: el tiempo de la arquitectónica es una conexión de lo permanente con lo temporal. Si lo temporal excluye y suprime lo duradero, la arquitectónica se viene abajo. La arquitectónica une lo sublime, lo patético, lo monumental, con lo corriente, lo trivial, lo banal, y en esta unión permite asimismo a lo trivial vanagloriarse de su propia poética. Pero desde el momento en que lo sublime desaparece para ser reemplazado por lo racional y lo técnico impuesto, lo trivial y lo banal se transforman en un mal gusto vulgar y la arquitectónica se derrumba. El movimiento arquitectónico incluye la ascensión y la caída, lo provisional de la prisa, así como la posibilidad de rezagarse, la marcha hacia adelante y el eventual retroceso. Pero si la aceleración del sistema se convierte en la única forma de movimiento y las personas se acomodan a su ritmo, la arquitectónica se viene abajo.
La
construcción de las ciudades, en cuanto acto solemne que renueva y confirma la
arquitectónica del mundo, es un acontecimiento: si las ciudades ya no se crean
sino que se agrandan, se amplían y se multiplican, esto constituye una prueba
de la desaparición del acontecimiento en cuanto asunto inútil y superfluo y,
además, demuestra que la arquitectónica ya no tiene sitio en esta realidad: ha
sido privada de él, y por tanto, es una arquitectura en el vacío. La ciudad es
un lugar en el que se produce un acontecimiento. La ciudad en cuanto lugar es
un acontecimiento. El francés, al contrario que el alemán y las lenguas eslavas,
expresa con toda naturalidad la íntima conexión entre lugar y acontecimiento:
lugar (lieu), tener lugar (avoir lieu). La ciudad, en sentido primitivo, es un
acontecimiento ubicado, un acontecimiento que ha tenido lugar en cierto sitio:
la ciudad es un acontecimiento que ha tenido lugar para diferenciar lo esencial
de lo no esencial, lo sublime de lo trivial. El hombre con apego a este lugar
no está ligado a un trozo de tierra natal o a paisajes paganos sino que,
mediante esa ligazón al lugar, participa en las acciones y acontecimientos que
deciden el destino de la libertad y de lo sublime, de la belleza y de la
poesía. En ese apego al lugar, se reconoce responsable de los acontecimientos
que allí suceden. Este apego al lugar no maniata a las personas, sino que las
invita a asumir una responsabilidad liberadora y las hace afrontar la cuestión
de saber si la ciudad seguirá siendo el lugar de los acontecimientos y de la
historia, o si se convertirá en un sistema que funciona. Las ciudades no son
puntos o espacios geométricos, sino lugares de acción y de acontecimiento. Las
ciudades modernas están amenazadas por el hecho de que lo poético, la
arquitectónica, lo sublime son sitiados, engullidos y ahogados en las olas de
lo trivial y de lo pragmático: la iglesia, el templo, el ayuntamiento, el
teatro como
símbolos de lo espiritual
son desplazados y cercados por construcciones prosaicas destinadas al consumo y
a la administración, y así lo ha demostrado de manera expresiva el arquitecto
checo Karel Honzík: antes una iglesia, un templo, una alcaldía, un teatro
dominaban la ciudad, mientras que en la actualidad estos puntos dominantes han
sido engullidos y ensombrecidos por otros edificios dominantes prosaicos y
banales, aunque imponentes y grandiosos.
La
ciudad es un testigo vivo y perceptible para todos de lo que es nuestra época:
la época está personificada por la ciudad. En el destino de la ciudad moderna
se puede leer la situación de la época entera. Los acontecimientos de las
ciudades son el reflejo elocuente de lo que sucede en la época entera. El
dictador al que me refería al inicio y que determina la fisonomía, el
funcionamiento y la vida de las ciudades modernas, es, al mismo tiempo, el
dictador de la época: el destino de las ciudades y de los tiempos está en manos
de un único dictador, que, al contrario que los dictadores nominales,
expulsados, muertos y medio olvidados del siglo XX, reina por siempre y parece
invencible.
¿Qué
nombre dar a semejante dictador? ¿Deberíamos acuñar para él la denominación de
bestia triumphans, o quizá sería más acertada la de “sofista moderno”? ¿O tal
vez deberíamos utilizar el término intraducibie de Martin Heidegger para decir
que los tiempos modernos, incluyendo en ellos las ciudades, están dominados por
das Gestell?. Yo prefiero adherirme a la opinión de Alexis de Tocqueville: no
nos apresuremos a dar nombre al poder de este dictador, intentemos primero
analizarlo y describirlo.
Si
mis deducciones son acertadas, sólo se puede extraer una conclusión: si toda la
época ha perdido la arquitectónica, los esfuerzos de arquitectos de talento,
por grandes que sean, no pueden por sí mismos cambiar el destino de las
ciudades modernas. Para que las ciudades vuelvan a ser lugares de articulación
arquitectónica y para que los ciudadanos puedan permanecer en ellas como la
cuna de lo banal y de lo poético, es decir de lo sublime, de lo bello y de lo
confidencial, la época contemporánea debe desembarazarse del dictador anónimo
que se comporta a la vez como un embaucador y como un ocupante.
Este
dictador anónimo es responsable de la invasión de las vidas de las personas por
una oleada continua de informaciones, impresiones, productos prefabricados,
cosas que tarde o temprano se pierden en un proceso que se acelera sin cesar.
En esta prisa, no hay tiempo para quedarse ver-weilen. Pero donde no hay
tiempo, el hombre no puede habitar ni la ciudad ni la tierra de manera poética,
y la memoria desaparece de la vida. Primitivamente, la memoria no es la
capacidad de evocar con el pensamiento las cosas y acontecimientos pasados. La
memoria significa en su origen que el hombre piensa en lo que sucede, piensa en
los acontecimientos de la realidad, mientras que la pérdida de memoria
significa que el pensamiento de las personas está ocupado por asuntos secundarios
que bloquean y paralizan las actividades de socorro de la auténtica memoria.
Por esta razón, el hombre debe liberar su memoria del aluvión de cosas
secundarias y recordar lo que él es; y en este recuerdo, en este despertar de
la memoria, logrará que el primer paso hacia la salvaguarda o la creación de
ciudades sea la renovación de la arquitectura del mundo.
Karel Kosik
Filósofo
checo. Es autor del estudio clásico Dialéctica
de lo concreto (1963).
Texto
Karel Kocik, Revista Nexos, febrero 1998, Vol. 21,
Número 243, paginas 67-73, versión en duro, México. Versión en virtual, enlace: http://www.nexos.com.mx/?p=8795
Créditos ilustraciones por orden de aparicion (Selección de Plaza de las palabras)
La ciudad y el mar, Anbrogio
Lorenzetti, c.1335
Bodegon Desayuno, FLORIS CLAESZ VAN DIJCK. DE FLORIS
CLAESZ VAN DIJCK (HACIA 1575–1651) - THE YORCK PROJECT: 10.000 MEISTERWERKE DER
MALEREI. DVD-ROM, 2002. ISBN 3936122202. DISTRIBUTED BY DIRECTMEDIA PUBLISHING
GMBH., DOMINIO PÚBLICO, HTTPS://COMMONS.WIKIMEDIA.ORG/W/INDEX.PHP?CURID=150586
BODEGÓN DE DESAYUNO, 1613, ÓLEO SOBRE TABLA, 49,3 X 78,3 CM,
HAARLEM, MUSEO FRANS HALS.
Desnudo bajando las escaleras, Marcel Duchamp, 1912, Museo de
arte de Filadelfia
Mi Bicicleta, Georges Braque. 1941, terminado en 1960
Venus de Arles, Louvre, Photographer de MARIE-LAN NGUYEN
Miedo Colectivo, Rafael Canogar, 1970. Pagina oficial
La Masía, Joan
Miró, 1912
New York,
Georges Bellows, National Gallery of Art, 1911
Escultural construcción de
ruido y velocidad, Giacomo Balla, 1914-1915.
Museo Hirschhorn
La Espera o La
Esperanza de Rafael Canogar, 1970.
Pagina oficial
Metrópolis, George Grosz, MUSEO
THYSSEN-BORNEMISZA, MADRID
INV. NR. 569 (1978.23) GROZC
1917
París desde la ventana Chagall, 1913
Waterfall, 1961,
M.C.Escher
El falso espejo, René Magritte, 1928
City, Ferdinand Lager, 1919
Foto de Karel
Kocik,Wikipedia