Plaza de las palabras en su sección Cuentos Hispanoamericanos, presenta La señal, un cuento de Inés Arredondo (1928-1989), escritora mexicana, cuentista, ensayista, traductora y novelista. Colaboró en la redacción de varios diccionarios de literatura e historia. También incursionó en la literatura infantil, la radio y la televisión. Perteneciente a la generación del Medio Siglo o Casa del Lago. Se dio a conocer con su libro de cuentos La Señal (1965), Río Subterráneo (1979), también de cuentos y con el que ganó el Premio Xavier Villaurrutia. Inicialmente estudió Filosofía en la UNAM, pero a raíz de una crisis existencial, cambió su rumbo a la literatura, donde tuvo de profesores a Julio Torri y Carlos Pellicer, y de compañeros de clase a Rosario Castellanos y Jaime Sabines.
Su temática aborda la identidad, la pareja, la desilusión en el amor, las relaciones de familia. Por otro lado, Inés Ferrero Cándenas, señala: “El erotismo, el mal, lo siniestro, la locura, la mirada, lo ominoso, lo sagrado o la dialéctica pureza/impureza son algunos de los temas más comentados por los estudiosos de su obra. Estos son transmitidos a través de una escritura que revela una feminidad feroz. (1) Uno más de sus críticos Evodio Escalante afirma que “la prosa de Inés Arredondo tiene cualidades poéticas y su eficacia se debe en buena parte a la precisión de su lenguaje, pero también resalta la impecable estructura de sus relatos y el uso magistral del understatement (o lo sobreentendido) como técnica literaria, [7] lo que implica una obra de finales abiertos a la interpretación del lector. [8] (2).
Por su parte Claudia Albarran, al sopesar su obra, comenta:
«Sus narraciones marcan un parteaguas en la literatura mexicana, especialmente en la escrita por mujeres, porque abordó temas delicados para la sociedad mexicana, sobre todo, hizo énfasis en las relaciones familiares y de pareja. Sus relatos siempre cuestionan los roles y ponen en abismo los valores tradicionales para subvertir la moral al uso y contravenir el statu quo. No sólo profundizó en asuntos como el erotismo, la locura, la muerte, la perversión, el amor, la pasión, el voyerismo, la pérdida de la inocencia, la infidelidad y la traición, sino que denunció esos “secretos” ocultos, inherentes a muchas familias mexicanas de entonces y de hoy, como el abuso sexual, el maltrato de los padres a los hijos, el autoritarismo, el machismo, el aborto, el incesto y el bullying, entre otros. Si bien en sus primeros cuentos la mirada de Arredondo se concentra en mostrar la fragilidad que existe entre las nociones de “bueno” y “malo”, será mediante la ambigüedad, la combinación de contrastes y los claroscuros, como conseguirá afianzar su posición ética como intelectual y su postura estética como escritora de primera línea en las letras mexicanas» (3)
La Señal de una epifanía de un minuto
Plaza de las palabras
Se ha seleccionado el cuento corto La Señal. Un cuento de apenas poquito más de 1000 palabras, en que un hombre de nombre Pedro, vagando por la ciudad, y aparentemente deprimido entra a una iglesia que ya había visto pero a la cual nunca había entrado. En ella ocurre un hecho que le marcaría para toda la vida, aunque nunca acaba de comprender su total significado. Una especie de revelación o epifanía escindida, originada por un suceso inédito o inusual, que si bien le sirve de balance quizá para contrastar su vida vacía. Pero que nunca termina de comprenderlo totalmente. El suceso sencillo y chocante, ocurre mientras está sentado en una banca de la iglesia, y un desconocido le pide besar sus pies. (4) El hecho es una alusión al acto de lavatorios de los pies de Jesús a sus discípulos.
En este breve cuento, marcado por el contraste entre el desconocido que le pide besar sus pies y el protagonista Pedro. Acto en que Pedro, turbado accede por desprendimiento o piedad, pero al mismo tiempo repudia y le da asco. El desconocido representa al devoto o al creyente extremo, o quizá a Jesús. Mientras que Pedro representa, no tanto al simple incrédulo, sino al hombre moderno y secular sin rumbo, y quizá sin Dios.
Cuento que además, desde la postmodernidad se puede interpretar a partir de la otredad y aceptación del otro, o desde la incapacidad de transformación del hombre moderno. O desde una perspectiva de la naturaleza y el conocimiento finito del hombre para comprender la totalidad de la realidad. O quizá siguiendo una vertiente muy recurrente y añeja, la de un hombre escindido como se sintió Petrarca en la cima del monte Ventoux, al contemplar el paisaje y contrastarlo con un pasaje que llevaba a mano de las Confesiones de San Agustín. Pero por supuesto cada lector puede sacar sus propias conclusiones. Final abierto...
1019 palabras
La señal
Inés Arredondo
El sol denso, inmóvil, imponía su presencia; la realidad estaba paralizada bajo su crueldad sin tregua. Flotaba el anuncio de una muerte suspensa, ardiente, sin podredumbre pero también sin ternura. Eran las tres de la tarde.
Pedro, aplastado, casi vencido, caminaba bajo el sol. Las calles vacías perdían su sentido en el deslumbramiento. El calor, seco y terrible como un castigo sin verdugo, le cortaba la respiración. Pero no importaba: dentro de sí hallaba siempre un lugar agudo, helado, mortificante que era peor que el sol, pero también un refugio, una especie de venganza contra él.
Llegó a la placita y se sentó debajo del gran laurel de la India. El silencio hacía un hueco alrededor del pensamiento. Era necesario estirar las piernas, mover un brazo, para no prolongar en uno mismo la quietud de las plantas y del aire. Se levantó y dando vuelta alrededor del árbol se quedó mirando la catedral.
Siempre había estado ahí, pero solo ahora veía que estaba en otro clima, en un clima fresco que comprendía su aspecto ausente de adolescente que sueña. Lo de adolescente no era difícil descubrirlo, le venía de la gracia desgarbada de su desproporción: era demasiado alta y demasiado delgada. Pedro sabía desde niño que ese defecto tenía una historia humilde: proyectada para tener tres naves, el dinero apenas había alcanzado para terminar la mayor; y esa pobreza inicial se continuaba fielmente en su carácter limpio de capilla de montaña —de ahí su aire de pinos. Cruzó la calle y entró, sin pensar que entraba en una iglesia.
No había nadie, solo el sacristán se movía como una sombra en la penumbra del presbiterio. No se oía ningún ruido. Se sentó a mitad de la nave cómodamente, mirando los altares, las flores de papel… pensó en la oración distraída que haría otro, el que se sentaba habitualmente en aquella banca, y hubo un instante en que llegó casi a desear creer así, en el fondo, tibiamente, pero lo suficiente para vivir.
El sol entraba por las vidrieras altas, amarillo, suave, y el ambiente era fresco. Se podía estar sin pensar, descansar de sí mismo, de la desesperación y de la esperanza. Y se quedó vacío, tranquilo, envuelto en la frescura y mirando al sol apaciguado deslizarse por las vidrieras.
Entonces oyó los pasos de alguien que entraba tímida, furtivamente. No se inquietó ni cambió de postura siquiera; siguió abandonado a su indiferente bienestar hasta que el que había entrado estuvo a su lado y le habló.
Al principio creyó no haber entendido bien y se volvió a mirarlo. Su rostro estaba tan cerca que pudo ver hasta los poros sudorosos, hasta las arrugas junto a la boca cansada. Era un obrero. Su cara, esa cara que después le pareció que había visto más cerca que ninguna otra, era una cara como hay miles, millones: curtida, ancha. Pero también vio los ojos grises y los párpados casi transparentes, de pestañas cortas, y la mirada, aquella mirada inexpresiva, desnuda.
— ¿Me permite besarle los pies?
Lo repitió implacable. En su voz había algo tenso, pero la sostenía con decisión; había asumido su parte plenamente y esperaba que él estuviera a la altura, sin explicaciones. No estaba bien, no tenía por qué mezclarlo, ¡no podía ser! Era todo tan inesperado, tan absurdo. Pero el sol estaba ahí, quieto y dulce, y el sacristán comenzó a encender con calma unas velas. Pedro balbuceó algo para excusarse. El hombre volvió a mirarlo. Sus ojos podían obligar a cualquier cosa, pero solo pedían.
—Perdóneme usted. Para mí también es penoso, pero tengo que hacerlo.
Él tenía. Y si Pedro no lo ayudaba, ¿quién iba a hacerlo? ¿Quién iba a consentir en tragarse la humillación inhumana de que otro le besara los pies? Qué dosis tan exigua de caridad y de pureza cabe en el alma de un hombre… Tuvo piedad de él.
—Está bien.
— ¿Quiere descalzarse?
Era demasiado. La sangre le zumbaba en los oídos, estaba fuera de sí, pero lucido, tan lucido que presentía el asco del contacto, la vergüenza de la desnudez, y después el remordimiento y el tormento múltiple y sin cabeza. Lo sabía, pero se descalzó.
Estar descalzo así, como él, inerme y humillado, aceptando ser fuente de humillación para otro… nadie sabría nunca lo que eso era… era como morir en la ignominia, algo eternamente cruel.
No miró al obrero, pero sintió su asco, asco de sus pies y de él, de todos los hombres. Y aún así se había arrodillado con un respeto tal que lo hizo pensar que en ese momento, para ese ser, había dejado de ser un hombre y era la imagen de algo más sagrado.
Un escalofrío lo recorrió y cerró los ojos… Pero los labios calientes lo tocaron, se pegaron a su piel… Era amor, un amor expresado de carne a carne, de hombre a hombre, pero que tal vez… El asco estaba presente, el asco de los dos. Porque en el primer segundo, cuando lo rozaba apenas con su boca caliente, había pensado en una aberración. Hasta eso había llegado para después tener más tormento… No, no, los dos sentían asco, solo que por encima de él estaba el amor. Había que decirlo, que atreverse a pensar una vez, tan solo una vez, en la crucifixión.
El hombre se levantó y dijo: “Gracias”; lo miró con sus ojos limpios y se marchó.
Pedro se quedó ahí, solo ya con sus pies desnudos, tan suyos y tan ajenos ahora. Pies con estigma.
Para siempre en mí esta señal, que no sé si es la del mundo y su pecado o la de una desolada redención.
¿Por que yo? Los pies tenían una apariencia tan inocente, eran como los de todo el mundo, pero estaban llagados y él solo lo sabía. Tenía que mirarlos, tenía que ponerse los calcetines, los zapatos… Ahora le parecía que en eso residía su mayor vergüenza, en no poder ir descalzo, sin ocultar, fiel. No lo merezco, no soy digno.
Estaba llorando.
Cuando salió de la iglesia el sol se había puesto ya. Nunca recordaría cabalmente lo que había pensado y sufrido en ese tiempo. Solamente sabía que tenía que aceptar que un hombre le había besado los pies y que eso lo cambiaba todo, que era, para siempre, lo más importante y lo más entrañable de su vida, pero que nunca sabría, en ningún sentido, lo que significaba.
La señal, 1965
Notas bibliográficas
1. Wikipedia, Entrada Inés Arredondo
2. Wikipedia, Entrada Inés Arredondo
3. Enidni, Inés Arredondo, Nuestra compleja escritora Mexicana de Arte. Citando a Claudia Albarrán: en la Enciclopedia de Literatura Mexicana,
4. San Juan, Cap. 13.versículos 1-15. Escena antes de la fiesta de pascua, después de la cena, Simón Pedro con Jesús. El Lavatorio de Pies tiene varias interpretaciones, en general alude a la humildad y vocación de servicio en la vida cristiana. Pero también puede ser analizada desde otras perspectivas, el simbolismo de los pies: estar parado en el mundo.
Créditos
Cuento tomado de Ciudad Seva
Fotografía
Inés Arredondo Google Imagen