Texto:Fragmentos de Vocación de lo Perdido, Ludwing Varela



I
Me invoco, como queriendo levantarme de la ruina de estos huesos. ¿Dónde el barco de la desdicha? Junto a mí, muchos compraron el boleto de su perdición, avorazados. Corrieron hacia los abismos y se tiraron como palomas en su vuelo de espuma. He escuchado que su canto se eleva, que las alas les han crecido, pero todavía no han traspasado el cielo de los sepulcros. Me tomo la mano y me sigo. Tropiezo con las sombras de los transeúntes. Doy de patadas al suelo y la tierra escupe mi rostro. Polvo. Si todos regresáramos al polvo la tierra sería grande; más ancha y más grande. Pero los hombres somos pequeños, apenas servimos de abono. Me acaricio, porque me duele ser yo mismo. Me acaricio la voz que se ha quebrado al pronunciar frágiles palabras, palabras que como pájaros caían heridas de altura y gravedad. Pero también el vuelo de los hombres ha caído, los he visto arrastrarse sin saber para qué los pasos, sin saber para qué el camino. Por eso somos tan terrestres, por eso nos desnudamos para intentar el vuelo, para llorar mientras nos acariciamos el recuerdo. Para volar, aunque sea a ras del suelo.

II
Iba con el hambre de la mano como quien lleva a un niño, pidiendo a los hombres una pluma. Cerraron las puertas, las ventanas, las bocas. Cerraron. Entonces maldije el pan y los peces y el hambre se multiplicó hasta enflaquecer a los hombres y mujeres habitantes de los cuatro puntos cardinales. –Mañana, los recordaré con mi memoria de muerto. -Me dije. Iba con el hambre de la mano, tocando las puertas para que me dieran una pluma. Pero cerraron todo. Hasta los sepulcros.

III
¡Abel se llamará!. No. No se puede nombrar a un primogénito con el nombre del primer muerto. Sería como poner en un mismo plato a una serpiente con un ave. Mejor que se llame Viento. Así conocerá el mundo, llegará hasta donde lo ancho de sus brazos quiera. Así se llamará. Ni la noche ni el día serán su tiempo, porque vivirá en el espacio en donde nosotros olvidamos la memoria. Que juegue a hacer pedazos los caminos, que intente hacer olas con la arena del desierto, que muerda el costado del mundo y que se desaten las lágrimas de los muertos. No. No se llamará como los hombres. Y sólo lo nombraremos en los sueños. Un día se irá, lo sabremos, cuando la asfixia nos acaricie el cuello.

VII
El mar está formado de lágrimas, por eso dicen que algunos mueren ahogados en su llanto. Los barcos no llegan a puerto porque los hombres esperan su llegada para asaltarlos. Por eso mejor el naufragio y el espantoso beso de la ola que llena de sal los huesos de los muertos. Nadie se salva del océano, los peces son almas de los que murieron y viven ahogados. Parece que naufragar es nuestro destino, barcos perdidos en el mar profundo de la vida, abandonados para herrumbrarnos y anclar a fuerza de tiempo en lodoso cementerio de esperanzas corroídas. Hasta que llegue el día en que se escuche desde el cielo "El mar está seco. El último hombre se lo ha tragado".

VII
Era pequeño cuando la voz de los hombres parecía alejar el mal augurio de los astros. El futuro se construye de presente. Las estrellas son adorno de lo alto. Y caminé sin estrellas que indicaran el oscuro camino. Los tropiezos me fueron adornando. Cada día la ceguera construía sus paredes en mis ojos hasta que ya no hubo pasos. ¿Y el grito de los hombres para guiarme sin estrellas? Se hizo el silencio. Un astro cayó de lo alto apagando las voces, las risas y los llantos. Corrí de nuevo como escapando de la muerte. Las caídas ya nunca se alejaron.

XI
Nunca soñé con una casa. Con cuatro paredes que me hablaran del pasado del que siempre he huido. Nombrar a una pared Alejandra, Bertha a la otra, nombrar a otra Cindy y que me cuenten verticalmente cada una de mis derrotas. Por eso preferí mudarme, andar de un cuerpo a otro, de un dolor a otro cual si fueran las únicas calles. Quitarme la sed con arena por mi naturaleza de serpiente. Por eso los pasos están perdidos, y no es precisamente para que no me encuentren, si no para no encontrarme.

XIV
Escribí con fuego sobre la piel de los hombres y no olvidaron sus inviernos, pero brotaron de sus bocas cenizas que cubrieron las calles. Por eso el constante picotazo a Prometeo. Por eso el frío empozado en lo más hondo. Los hombres no nacieron para calentarse con la llama, sino para ser quemados por ella. Los hombres no volverán al polvo. Ceniza serán. Quemados sin salir de sus inviernos.

XVII
Nunca entendieron los poetas su verdadero oficio. Construir casas donde pudieran guardar su tristeza, porque la tristeza es como amante que les besa y les susurra al oído a las horas que el amor duerme en otro lecho. Prefirieron los muy insensatos sacar a la poesía de paseo, adornarla con prendas y maquillarla para llevarla arrogante del brazo por las vacías calles del mundo. Que no escriban libros esos hombres. Los alimentarían de palabras uniformes y decentes que vayan alumbrando el camino para que no caigan. A las palabras hay que dejarlas sostenerse por sí solas. No llevarlas de la mano, ni cocerles la ropa a cada tropiezo. No podrían enseñar que el mundo es ancho y el mar es una gigantesca lágrima donde se ahogan los perdidos, porque ellos les mostrarían los barcos, las sirenas, pero nunca les dirían que Ulises vivió triste por haberse atado al mástil. Hoy no se puede hacer ya nada. Van por las calles con la poesía del brazo, pellizcándole para que sonría, para que la gente se anime a saludarla.

XIV
Compré un puñal para cada día de la semana. Uno a uno los dejaba reposar en mi pecho, uno a uno me besaba fríamente hasta que nos volvíamos uno solo y entonces al salir a la calle eran los gritos, las miradas de temor, la falsa adulación, el amor cruzándose a la otra acera para no chocar conmigo. Y encerrado en esta patria como en un laberinto, no tenía hilo. Una nueva Ariadna se entretenía elevando el papelote de sus sueños y la espera se hacía gigantesca, alimentándose del tiempo que ya no quería tener más tratos conmigo. Compré un puñal para cada día de la semana y no poder cortarme la carne para comer, pero sí los huesos, pero sí los huesos, pero sí los huesos.



Ludwing Joel Varela Aguilar, Tegucigalpa Honduras. Nace el 17 de Noviembre de 1984. Egresó del taller de Poesía “Edilberto Cardona Bulnes”. Es miembro del grupo literario “Máscara Suelta” y de la U.E.A.H (Unión de escritores y artistas de Honduras) Sus poemas han sido antologados en “Caballo Verde” 2007, “Honduras, sendero en resistencia” 2010 Y “Antología de poesía Honduras-Chile” 2011. Entre su obra narrativa se encuentra “Autobiografía de un hombre sin importancia” 2012 y en imprenta los “Poemas de la Piedra en el Zapato”. Su obra ha sido recopilada en periódicos y revistas de su país y también en revistas de México, Uruguay, Turquía, Guatemala, Argentina y Marruecos. Ha ganado los premios anuales de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en las ramas de poesía, cuento, fabula y fotografía. Actualmente estudia literatura en la Universidad nacional de Honduras y trabaja en el proyecto “Bocas Sagradas” en conjunto con Distrito M, Trabajo que recopila 10 video-artes de los poetas vivos más representativos del país.


Fuente: LUDWING VARELA·MARTES, 5 DE JULIO DE 2016

Texto: La epopeya del campeño (Fragmento de novela corta,1938) Augusto C.Coello (Escritor Hondureño)




VI
Frente a un comisario se ha detenido el tren. El agua sigue cayendo a poquitos, pero con tal seguridad, que en pocos momentos se cala hasta los huesos. El conductor salvadoreño de origen, nos dice: Aquí debe quedarse. Y sacando de los asientos la vieja valija, traspasamos nuestra pobre humanidad a la plataforma de madera que se abre, solicita, en aquel inmenso mar de matas de guineo. Un chorro de vapor de agua salpica nuestras piernas y el tren principia a caminar lentamente, para perderse minutos después en una de las vueltas del camino.

Y quedamos solos en aquella isla cordial, que parece un refugio en el océano verde que se dilata frente a nuestras pupilas. Y el agua cayendo fina, pero tenazmente, nos hace buscar el abrigo seguro del comisario. Y con la valija en la mano, penetramos en la pieza de madera, forrada con tela mecánica, donde un negro corpulento arroba sus ojos en las espirales de su puro. Nuestra presencia turba por algunos instantes su calma de Buda viviente y por su boca ennegrecida por el uso del tabaco, se escapa un Good Morning, tembloroso. Las diferencias raciales no imperan en nuestra patria, pero siempre un mechón de cabellos rubios y un cutis blanco, hacen sensación de conquista en los negros diseminados en los trabajos de la costa norte. Y en la claridad que da una lámpara de gasolina, hemos visto alinearse en el fondo de la pieza, una serie de letras extranjeras, otras de jabones y más allá de las necesarias botellas de whisky, al lado de medias botellas de cocacola y cervezas. En el mostrador unas letras pintadas de color negro dan algunos de los precios de las mercancías existentes. Y el silencio vuelve a envolver la pieza, el negro y a mi persona. De vez en cuando los ojos pueden ver nubes de vapor que se levantan de la tierra empapada. Y pasan las horas. A medida que el día llega a su mitad, nubes de mosquitos invaden la pieza que ocupa el comisariato. Llegan en silencio, en fila compacta, con una tenacidad digna de mejor causa. Y principian su asalto. Pican en la cara, en la cabeza, en las manos, en las piernas mal cubiertas. La mano se cansa de aventar manotazos, en la lucha desigual, mientras muchas de las picadas se van hinchando, con un escozor molesto. La voz del negro se levanta en signo de alianza y me dice: Fume, al mismo tiempo que pone en mis manos un autentico cañón rayado. Y principiamos a lanzar al aire infectado grandes copos de humo, con el deseo de extirpar la plaga. Pero es inútil, silenciosos, tenaces, continúan su carga, acompañados de accesos de tos   de mis pulmones que se han resentido por la fuerza del tabaco. De pronto en la lejanía un macho en pieza a agrandarse, jalando en la línea férrea una plataforma de madera, afianzada en cuatro ruedas de hierro. Y sobre ella la figura de un campero o campeño, perfila su silueta, aberrujado en una carpeta amarilla que pone tintes especiales en el fondo verde, que cubre el paisaje. A medida que se acerca, se escucha su voz. Una voz triste, friolenta, que intenta aumentar la velocidad del vehículo. A los pocos momentos esta frente a la plataforma. Detiene el macho y baja. No necesita inquirir por el viajero, pues yo me he adelantado con la valija. Y sin pronunciar palabra nos instalamos en el medio de locomoción, que ha de llevarnos a la terminación de nuestro viaje. Al trote del macho vamos avanzando, en compañía de los mosquitos. Un frió intenso se adentra en nuestro organismo De pronto nuestro conductor habla. Lo hace con respeto, con miedo ¿Dónde están los malhechores de la costa norte? Me pregunto interiormente, ante la infelicidad de mi acompañante Y el oído recoge las frases: Adelante nos podemos echar un trago. Es el guaro prohibido, pero conforta más que el del estanco. Y el macho para frente a una choza miserable, donde asoma una mujer sucia y harapienta, al lado de dos chiquillos y un perro flaco y sarnoso, que nos mira con ojos desconfiados. “Véndanos una media, nana” y del bolsillo de Juan, el yardero de la finca salen cincuenta centavos de lempira, para volver convertidos en un liquido claro, zarco que se hunde en nuestros estómagos, satisfaciendo apetitos ancestrales y confortando el estomago vació y frió, que no ha sabido de alimentos desde hace más de siete horas. Y seguimos rodando, en la línea interminable, siempre con el mismo cielo, la misma vista y la misma agua.
                                                             

En muchos puentes hemos tenido que bajarnos, saltándolos durmientes, mientras en el fondo agua estancada, espera la caída de alguien o algo, para agitar sus ondas dormidas. A la hora y media de marcha arribamos a nuestro destino. La casa se alza sobre pilares de cemento, pintada de verde y cubierta de láminas de zinc y aureolada por un camino de árboles. Manos amigas se agitan para darnos la bienvenida, mientras el agua sigue cayendo lenta, pero tenazmente, adentrándose en la tierra pródiga para fecundarla y sentir su entraña vigorizada en el despertar fecundo de los guineales, pletóricos de fruta. Y empapados de agua e hinchados por las picaduras de los mosquitos, hacemos nuestra entrada a la casa del mandador, que nos recibe con su cálido ambiente.
De la Epopeya del Campeño (1938).

La epopeya del campeño Augusto C. Coello Hijo, Hondulibro, Editorial  Iberoamericana, # 46, 25 de junio   de  2000. Tegucigalpa, Honduras.

Credito ilustración : El sol rojo, costa norte, (2005). Plaza de las palabras.