Las casas eran blancas y de madera (cuento) * De cuentos iluminados por Mario A. Membreño Cedillo. Post Plaza de las palabras


Mario A. Membreno Cedillo 

I

La verdad  era que no era  tan viejo. Sus ojos vivaces eran las olas del mar, sus brazos largos eran los de un beisbolista; aunque él nunca hubiera lanzado una pelota de béisbol en toda su vida;  su espalda ancha era la de un marinero fenicio, su tez era del color negro de la noche cuando no tiene estrellas, y su pelo crespo y ondulante le dejaba escapar un rayo blanco de enorme respetabilidad. El era un garífuna, todos le decían Ben aunque nadie en el morenal sabía si ese nombre a secas, era su verdadero nombre.  Ben casi siempre se vestía con el color negro de su raza. Entonces se le solía ver con unos pantalones bombachos y una camisa negra, que en los domingos cambiaba por unas playeras de colores chillones.

 De muy joven había abandonado el morenal y se había embarcado para  Nueva Orleans, y de ahí había tomado camino para Alabama a buscar un pariente que nunca pudo encontrar. Cuando al fin regreso a su tierra natal, sabia que lo hacia para siempre, vivía Ben en una casa del morenal que olía a mar, a nostalgia y a naftalina. Desde lo de Inés la casa daba la impresión de estar siempre deshabitada, y había pocas cosas dentro, porque como decía el viejo Ben «soy hombre de pocas cosas».  Le llamaban La Encantada y nadie sabía quien se lo había puesto. La fama de relator se la había ganado a pulso en el transcurso de las décadas.

II

«En Perdido y Liberty, fue que vi mi primer muerto y cuando lo vi, me dije: que eso de morirse ha de ser algo tremendo. El tipo había estado poco antes bailando cual si fuera un trompo, era gracioso ver aquel parlanchín contornearse al ritmo de una música sabrosa. Bailaba con una mujer espigada que vestía un traje en lino suelto y que se levantaba vertical sobre unos  tacones de charol; y el vestido estrujado  lleno de flores; parecía girar, y les juro, que bajo el efecto de la luz;  que era opaca, producía una increíble sensación. La melodía que tocaban era pegajosa, y evocaba un temblor escala Richter; y los bailarines se desbocaban como un huracán, bailaban hasta el cansancio como satélites fieles de un planeta eterno y siempre en franca y casi interminable rotación».

«Sinceramente, no sé lo que pasó, la cosa fue de menos a más, al principio sólo se oyó un palabreo, luego le siguió un jaleo.  Cuando menos lo pensé, un grupo de gente se desprendió de la pista de baile, afuera se escuchó un alboroto mayor; y salí  a ver qué pasaba porque ese era mi trabajo. Tenía que estar pendiente,  de quien entraba y quien se iba, por aquello que frecuentemente la gente se iba sin pagar los tragos. El tipo florido estaba tirado, la mitad del cuerpo sobre la acera, la otra parte baja sobre la calle, y estaba tan muerto que parecía un hielo, y sus ojos saltados parecían dos bolas de golf. Un hilillo oscuro de sangre le salía  del labio inferior, había quedado boca arriba con la complicidad de las hermosas estrellas sobre su cabeza.  Algunos parroquianos del salón habían salido y lo miraban como se contempla una constelación o un paisaje boscoso en perspectiva.  Nadie parecía hablar, y desde adentro del local salía una música que la orquesta tocaba, era una canción muy conocida  de Gleen Miller, Stardust».

III

Todos voltearon a ver, sin que nadie se levantara. El rumor del mar penetraba por la ventana. Había sido un día duro. Por la mañana los pescadores no habían tirado sus redes porque el mar estaba picado. Al día siguiente las mujeres tuvieron que ir a Tela a comprar alimentos. Se les veía partir al filo de la madrugada en fila india de tres en tres, de cinco en cinco. Algunas regresaban al filo de la noche cargando grandes bolsas y escurriéndose sigilosamente a sus casas, sus voces se oían como susurros en la mano infatigable y poderosa del viento. Entonces se les veía como sombras arrastrando pesadas sillas y colocándolas en los corredores, arrellanándose en ellas y quietas, muy quietecitas. Apenas  sus voces un hilo de susurros que se alzaban como si solo fuesen una  conversación entre olas.  Entonces a las ocho se encendían las luces, y todo el morenal se convertía en una claridad amarillenta que competía con la claridad blanquecina de la luna.

IV

Las voces se había reunido eran voces de niños, pero aunque nítidas se escuchaban intemporales.

—Ben no es tan valiente —dijo una joven voz enérgica pero reposada  —. Esas historias son puros cuentos. Así son todos cuando han estado en los «yunai». Todos vuelven cargados de grandes ínfulas. Todos son puras historias. Nadie puede comprobar si fueron ciertas. Es como si se hubieran convertido en blancos. Algunos hasta se alisan el pelo. Aquí a nadie le gustan esas modas.

—No es así. Ben es serio.  —dijo una voz con  autoridad — Mi madre lo conoció de joven. Ben siempre ha tenido la influencia del «buyey». Nunca se ha contaminado. Creo en cada palabra que pronuncia el viejo, y  en cada ola que riega la  playa de su mente. Es un tejedor nato de historias. La fuerza de los espíritus siempre le acompaña. Sus historias son una gran marejada, una gran ola.

—Siempre es la misma ola—dijo la voz del niño que estaba tirado en el suelo, y miraba al mar.

—Todas las olas son iguales. — Dijo otra voz apenas audible.

— ¡No, ninguna es igual! Hay que aprender a distinguirlas. Hay miles de olas diferentes. Son una multitud. —  Exclamo la voz de una niña.    

— Quizás algunos de sus historias son reales y otras se las inventa —dijo otra voz de niña proveniente del cuarto vecino. Lo decía juguetonamente, lo decía sin que le  importara lo que decía, era una niña que estaba en una de las piezas contiguas al corredor,  y detrás de ella,  una ventana abierta de par en par;  traslucía el mar que a esa hora, reposaba tan quieto que parecía la  fotografía de  un mar totalmente quieto.

—Ben respeta al Dagu—dijo otro de los niños. 

—Ese guardián de la red y de la tradición, ya no quedan gente como Ben. Aunque ya no pesca. —Dijo una vocecita infantil.

—Es la memoria nuestra.  —Volvió a decir una voz que no se sabía de dónde venia.

—Es de la estirpe de los primeros peregrinos, la del barco original. —Dijo otra voz infantil que nadie sabia de quien era.

Las voces se acallaron solo se escuchaba la  sinfonía heroica del mar.

V

Las ventana se cerraron y las voces callaron. Después comenzaron los ritmos de tambores y de maracas y apareció el silbido de las caracolas. Luego de nuevo un silencio exuberante seguido de  un recitativo con voz negra que subió al unisonó: era una gran ola,  era una gran orquesta marítima, era una marejada… 

La luna, la  niña  y el agua.

La luna, la niña y el agua.

La luna y la luna y la luna.

La niña la ve, la ve  y la ve

y en el fondo del guacal 

 el agua se mueve

de arriba abajo   

temblando de puro frio.

 

Ay que la luna esta arrugada

Ay que la luna esta prisionera

Ay que la luna quiere escaparse  

del  agua del guacal.

A guacalear, a guacalear.

Luna guacalera,

guacalera luna,

Guacalera niña

con la luna en su mano

y la sed en su boca.

 

Y ay ay ay

que la niña se bebe la luna  

Ay ay ay 

que el agua se va para el mar

Luna  blanca y guacalera.

Ya no hay luna en el guacal,

ni agua en la luna

solo agua congelada

ay ay ay .

 

Mar y mar  y mar  

de arriba abajo

en el inmenso guacal del mar.    

Y en la noche blanca

luna espejo luna

luna y mar

la niña va

 cantando

alumbrada

por

la

luna.

 

VI

—Vengan mañana por la noche, —les dijo Ben a los chicos con una voz decidida y tan ronca como la del viejo Satchmo—, les contaré la historia. Vengan bien comidos y bien peinados bañados y bien peinados; y dejen intactas en sus casas, las majaderías. No traigan dudas en sus bolsillos y no aparezcan con los ojos cansinos. Quiero en sus ojos el brillo de las estrellas y en su mente la bravura del mar. Yo seré el capitán de ese barco, seré el capitán Ahab, no dejaremos que la ballena blanca nos devore, la cazaremos igual que se pesca un  hermoso King Fish.

VII

—«Fue en...fue en Alabama, fue en Alabama, —repitió Ben esta  vez con un tono de voz resuelto —. Trabajaba yo para la Wood Colver Company, en ese entonces tenía veintitantos años,  era un chico inquieto, pero disciplinado. No bebía y no fumaba. Había otro chico creo que era de Ceiba, se llamaba Leoncio y ya de su apellido no me acuerdo, pero todos le decían Leoncio el Zarco.  Él se fue pronto porque no se acostumbró a la comida, que yo recuerde no era tan mala, pero la verdad yo me acostumbraba a todo. Nunca le di importancia a eso; pero muchos se fueron de la compañía porque decían que las habas y el arroz no eran suficientes para mantener parado a un hombre; a veces nos daban pan y los domingos nos daban unas frituras que nunca logramos saber de qué eran; porque el cocinero cada vez que le preguntábamos, se reía con el cinismo de un condenado, aquello nos aterrorizó; y llegamos a odiar más al cocinero que a la comida. Luego supimos  que las frituras eran arroz con papas y espinacas, todo bien cocido y en un revoltijo que parecía comida china. Me pasé tres años en los cortes de madera y luego ayudé de cargador, era un trabajo pesado, cargábamos los hornos entre varios, hasta ponerlos sobre tarimas improvisadas; hasta ahí llegaban unos camiones Ford negros, que les decían “los negreros”, porque todos los chóferes eran negros provenientes del Deep South. Caían de Mississippi y Missouri,  y un buen día, desde bien arriba, hasta cayeron canadienses. Venían porque aquí la paga era mejor;  pero sobretodo, porque los fines de mes, podían hacer viajes a Nueva Orleans. Yo no iba porque no quería gastar mi dinero en alcohol ni en mujeres. Y además porque conocía como la palma de mi mano esa ciudad. Cuando viví ahí vi como degollaban a los negros en cualquier nauseabundo callejón. Había gansterismo por doquier  y había reyertas a cada hora. Por eso me fui para Alabama.»

«Un día nos dijeron que teníamos que ir a una zona no muy lejana que llamaban Great Canyon, en realidad no era un cañón y por ningún lado parecía haber vertederos, aunque la región era húmeda y la vegetación abundante, porque las capas freáticas no eran muy profundas. Luego supimos que lo de Canyon, era porque en la Guerra Civil un regimiento del Norte había llevado allí un cañón, pero por supuesto nadie de nosotros vio por allí ningún cañón, en realidad todo eran puras habladurías de los pobladores. Por la noche y bajo las estrellas de Alabama; mirábamos y mirábamos y mirábamos a la lejanía, porque  en verdad,  no había mucho que hacer por las noches. Salvo jugar cartas y emborracharse. Muy cerca del campamento había una pequeña planicie cubierta de maleza,  que no crecía mucho, y que contrastaba con una zona selvática, que resaltaba al fondo de  la planicie. Llevábamos varios meses en esa  la zona. Hacia uno de los extremos de la planicie se levantaba una ladera que cortaba parte de la zona selvática. Al pie de la ladera la vegetación era tupida, y un poco más adelante crecían árboles tan frondosos, que secuestraban el cielo. Pero la zona era tan inhóspita que casi nadie iba por ahí. Un día descubrí una vereda, en realidad no era una vereda, pero si un tramo por el que uno se podía adentrar sin necesidad de ir cortando la maleza. Terminaba  en uno de los bordes de la ladera en la que bajo un árbol cuyas raíces salían a la superficie, había un claro de cielo que se colaba entre el ramaje, dejando que la luz entrara; y habilitando un recodo en que uno podía, sentado sobre las raíces del árbol, descansar. A veces iba ahí, siempre después de almorzar. Los otros en el campamento se quedaban conversando, tomaban café o preparaban una infusión de tés con hojas verdosas que cortaban del pie de los árboles. A esa hora el calor y la humedad era insoportable, nadie podía trabajar; ellos se la pasaban jugando a las cartas y cantando canciones sureñas, todavía recuerdo una que siempre me ha gustado.

VIII

Mi dulce Nelly. Mi  dulce Nelly.

Voy en tu busca. Voy tras tu sombra.

Voy en tu busca para recostarme en tu pecho.

No huyas de mí porque yo soy tu sombra.

No te escondas de mí porque yo soy la noche.

 

IX

«Aquella tonadita era de las más populares. Y un buen día, tarareándola me encaminé a la planicie, pasando por los arbustos hasta quedar de frente a un claro. Me quedé helado como si de golpe me hubieran caído al mismo tiempo ciento siete cubetas de agua fría. La planicie no estaba. Quise caminar pero no pude, quede petrificado. La planicie estaba cubierta de casas,  todas en fila, parecía un villorrio. Las casas eran de madera y todas estaban pintadas de blanco. Eran tan blancas como el blanco de las nubes. Los tejados eran de lámina del color de las tejas.  No había gente, toda aquella desolación me impresionó más, pero también me tranquilizó porque no había a nadie a quien temer. Mis ojos estaban deslumbrados, eran docenas de casas que habían aparecido de la nada. Pasaron unos minutos, no se cuántos, pero aquello me pareció como si el tiempo se hubiera detenido, como si aquellas casas vinieran  a saber de dónde,  a saber  de qué tiempo, a saber para qué.»

«Avancé, con dificultad logré dar un par de pasos, pero a medida   que avanzaba tímidamente,  las casas iban desapareciendo. Era como si a ciencia cierta,  no me moviera, era seguir el arco iris y nunca alcanzarlo, era sacar la cartera del bolsillo y no tener un maldito billete  en ella.  Pronto estuve de vuelta en el campamento, regresé por el mismo camino, dejando atrás la planicie,  los arbustos, y  las casas. Un inmediato escalofrío recorrió mi cuerpo, pero mis pasos no vacilaron. Yo me  esforcé en avanzar; y en tanto: y eso nunca me había ocurrido, dos rebosantes lágrimas cayeron de mis ojos, y abrían un camino milagroso en mi rostro sudoroso, las lágrimas fueron a dar a mis labios abiertos, y su gusto amargo, me dio ese impulso que me impelía a no temer, fuera lo que fuera. Por mi cruzó la idea   de que si volvía a ver esa visión, quedaría petrificado como Lot; y que aquellas casas eran una ciudadela en que a saber que designios misteriosos se cumplirían. Aquella zozobra, convertida en prisa me sacó de la planicie. Y ya cuando los pensamientos serenos reposaban, pensé que me había  desviado del camino, y que había ido a dar a un villorio cerca de Camden. Pero no, no cabía  tal posibilidad. Así que una vez en el campamento, cansado y sudado, me acerqué al barril de agua; me incline  y hundí la mitad de mi cuerpo en él, hasta que unas fuertes manos, abruptamente, me sacaron y escuché  una voz enérgica: «Es agua para beber, no para bañarse».

X

«Al día siguiente volví a ir a la planicie, siguiendo exactamente el mismo camino, aparté los mismos arbustos, pasé por los mismos encinos, y una vez en el claro: la misma visión se alzó ante mi, impertérrita, inamovible, casi tan real como mis manos. Un escalofrío volvió a recorrer mi cuerpo. Las  casas continuaban allí, como si siempre hubieran estado allí, y ellas hubieran crecido con la potencia de los árboles que rodeaban la planicie. Era un paisaje espectral, no me atreví a seguir avanzando, pensé en regresar, pero no pude. Era como si de repente hubiera echado todas las cargas de mi vida, y me hubiera convertido en una montaña. Pero no, una a otra toqué mis manos, toqué mi pecho; era yo de carne y hueso. La tercera vez que fui, fue la que más cerca llegué a estar de las casas,  esa vez alcance a escuchar una muchedumbre de voces, pero nunca logré distinguir  a ninguna persona. No volví a ir, ni jamás le conté lo ocurrido a nadie. No quería que mis compañeros y mucho menos Jack el Francés se burlara de mí. La vida en el campamento transcurría con la normalidad de las órdenes y los cantos y el zumbido de las sierras. Así es la vida; pero no, yo sabía que había visto aquellas casas, y por la noche temía cerrar los ojos y que aparecieran aquellas casas blancas y de madera.»

XI

Al terminar de contar su historia, el viejo Ben tenía un aspecto cansado. Pareciese que un par de siglos hubiese pasado repentinamente por su rostro. Miraba a los  chicos que lo miraban absortos y en silencio. Nadie pronunció palabra alguna. Nadie pareció mover los labios. La noche se desplegaba imperturbable sobre el morenal y sólo en una que otra casa relumbraba la luz. El viejo Ben se levantó, y se retiro sin decir una sola palabra. Los chicos le vieron bajar las gradas de La Encantada y atravesar la yarda sembrada de sombras de las palmeras, hasta llegar a su casa. Subir las gradas, abrir la puerta, entrar y luego cerrarla.  Y ya desde dentro de la casa, encender  la luz. Ni un solo momento los chicos lo habían perdido de vista, hasta que éste entró a su casa. Todos permanecieron en silencio, sus rostros expresivos y sus labios a punto de soltar algunas palabras. Pero como si se hubieran puesto de acuerdo, nadie de ellos habló. Aunque todos los chicos se percataron de que la casa de Ben era blanca y de madera, pero ellos nunca se lo habrían dicho. Entonces Ben apagó la luz. Y la casa quedo únicamente iluminada por la luz blanca y azul de la luna.

XII

Había pasado sigilosamente frente a la costa, la cubierta estaba llena de una multitud de rostros jubilosos e intemporales.   La embarcación iba dejando un rastro de humo blanco que partía en dos el claro azul del cielo. Una bandada de gaviotas cómplices picoteaba el trashumante rastro del humo que poco a poco se iba desvaneciendo como si un rápido viento lo borrase. El dialogo entre el mar y el viento era continuo. El calor que precede a la lluvia subía en intensidad; — y el color de la tarde— empezaba a perder su nitidez y su claridad;  y las formas pasaban presurosas a encoger su solida precisión. La luz menguante huía en polvareda y en la profunda lejanía, cortado por un horizonte tenaz, el sol ya era apenas una media naranja borrosa y flamígera. Mientras que las palmeras costaneras se movían al ritmo de los discursos improvisados del viento. Comenzaba la hora en que la luz ya en tropel y en franca huída, oscurecía un cielo que se iba achicando; mientras  que la costa se iba acentuando, aunque aun salpicada de tenues luces, emprendía su oficio milenario de envolverse en colores oscuros, imprecisos, frágiles, móviles y definitivos.   

XIII

Anochecía, era la hora gris en que  caía  la noche con su imperio, y la luna con su pálida luz tocaba el puerto de la tierra,  era la hora en que la costa pareciese difumarse;  era en el instante en que todas las cosas duermen y callan y sueñan. Y la neblina y las sombras del mar se apoderan del anima mundi. Y el  cielo  y la tierra se desparraman incontenibles;  y acercan y alejan la mirada. Y  dominan  y secuestran  paisajes y cosas  y sueños. La hora en que invasión del mundo se pone en movimiento. Es la hora gris en que se confunden los vivos y los muertos,  la luz y la oscuridad se besan. Lo visible y lo invisible se miran por un instante. El movimiento y la quietud se consuelan, el vocerío y el silencio se saludan. Era la hora en se despiertan los altos vigilantes de la noche y las estrellas, y la niebla del mar lo inunda todo y pareciese que el mundo entero se blanquease. Y que confluyesen simultáneamente las más altas potencias y los más primitivos  instintos. Y  que aquella sagrada intimidad blancuzca y en movimiento fuera parte del aire. Y que poco a poco se fuera desmoronando como si fuese de pura tierra o diluyendo como si tuviese la liquidez  invicta del agua.  Era la hora en que el mar en flujo y reflujo llega y se va, se presenta y huye. Y desde alta mar, la bruma va cubriendo de una en una, de dos en dos, de tres en tres, todas las casas de la costa. Y  vistas así  desde la lejanía del mundo, a la hora de todas las horas,  en el horizonte misteriosos y profundo del fugaz instante;  todas las casas de todas las costas del mundo parecían que eran blancas y de madera.

XIV

Los niños a esa hora caminaban por la playa y veían mar adentro  una franja blanca en movimiento: desde la playa cualquiera podría pensar que era una ballena blanca o quizá un espacio totalmente ausente de color,  y que no muy lejos andaría el ballenero del capitán Ahab. Pero no era la ballena blanca ni tampoco era el ballenero Pequod del capitán Ahab. Era una  gran franja blanca, movible  y concluyente. Desde la playa se oían los cantos de júbilo que venían del barco. De pronto despertaron las maracas y los tambores y los caracoles. Al unisonó los niños empezaron  a cantar.  Y la playa sé lleno: cantos y danzas y jubilo.  

XV

El barco.

 

Una version mas corta fue publicada en este blog en 2016, la misma fue eliminada.  

Créditos

Del libro Cuentos Iluminados © por Mario A. Membreño Cedillo

Ilustración

Plaza de las palabras