«Ellos caminaban como sombras al abrigo
del manto invisible de la noche».
La
Ilíada, Homero
La noche mágica
Él habló en lenca, movió sus manos con la pesadez
de las piedras. Su voz reposada cayó como la sombra de una montaña; y se deslizo
entre la bocanada del viento como si un pez se escurriese sobre las aguas de un
rio. El poderío de sus palabras eran flechas lanzadas del arco de su boca.
Lenguaje cadencioso, ascendiendo en olas musicales hacia los astros luminosos
que parecían islas reposando en un océano de sosiego. Ella, permaneció en
quietud. Luego sus labios se abrieron en los pétalos de una flor, y de su boca
irrumpieron palabras lencas que volaron sobre el campo figurando una bandada de
pájaros. La metáfora de la noche envolvió cada palabra con el manto de su
largueza; las sembró en los jardines ancestrales de su morada, y las regó con la
ternura de una mirada eterna. Los personajes de la noche
Primer rostro
Su pelo
cenizo le caía a las sienes, cubriéndole la mitad de las orejas. Sus rasgos eran
finos, pero su rostro estaba cruzado de arrugas. Las de su frente modelaban
líneas de ferrocarril y las que le cercaban su boca y le llenaban sus mejías,
eran un sin número de veredas esparcidas sin rumbo. Sus ojos eran lejanías y
montañas. Su voz era suave y pausada, y sus movimientos eran casi intemporales.
Él estaba sentado en el suelo, irguió su espalda y entonces su sombra ascendió
como un árbol que brota, contra la pared blanca de la cocina. Y al mover sus
manos que perecían de piedra, extendía sus dedos y sus sombras en la pared
rayaban pájaros en vuelo. El cerró sus puños, y luego puso sus manos sobre sus
rodillas y estiró a lo largo sus piernas, tocando con los talones de los pies el
suelo. Y después de estirar sus brazos, desde los cuales le saltaban las venas
como si fueran ríos. Se inclino hacia adelante, bajo su mano y con su dedo
índice dibujo tres círculos en la tierra.
Segundo rostro
La mujer estaba
agachada y sentada sobre la tierra. Ella permanecía callada y desterrando las
sombras. Su cabello era negro y liso. Sus pómulos salientes, su nariz fina
descendía como una ladera y sus labios eran ríos que se encontraban al amanecer.
De su cuello le pendía un collar hilvanado de piedrecitas verde opaco. La luz de
la fogata iluminaba a ratos su rostro. Sus ojos semejaban hondonadas metálicas,
y cuando la llama del fogón subía, sus pupilas eran dos lucecitas que flameaban
invictas de cara al viento. Era cuando su rostro se trasfiguraba según
revoloteaban las llamas. A veces la llama iluminaba un perfil de su rostro y el
otro permanecía disimulado como un valle de figuras fugitivas. Ella alargo su
mano y tomo un ocote encendido, dejo quemar el ocote en sus manos; y con el cabo
dibujo tres rayas en la tierra.
La trama de la noche
Ellos caminaban en la
oscuridad, sus siluetas apenas se perfilaban contra el tono más claro de la
noche. Marchaban por un sendero cercado que avanzaba hasta perderse tras la
colina. La luz de la luna hacia que los postes de alambre parecieran manchas y
trazos de líneas flotando en el aire. El camino no se distinguía. Ellos
avanzaban a paso rítmico acostumbradas a caminar entre el filo de las penumbras
y el valle de las sombras. Eran un centenar de indios y su paso era constante y
envolvía el silencio y los ojos múltiples de las estrellas. Adelante, muy
adelante uno de ellos iba guiándolos con una linterna. Ellos seguían a lo lejos
la linterna y a veces cuando el guía tomaba una curva, su luz se perdía asaltada
por la curvatura del camino; y ellos caminaban más despacio. A veces el guía
volvía a retroceder y los esperaba, y al unisonó todos volvían a avanzar. Ellos
viajaban en silencio, con el fondo del viento, que a veces les abanicaba el
rostro. Ellos ya no veían los postes de alambre ni se distinguían los contornos
del monte y del campo. Entonces el guía tenía que ir más cerca, y todos
escuchaban su respiración. Y de repente se juntaban en una legión de sombras que
tomaban aliento y se armaba una reunión de voces. El tiempo se fundía en la
intensidad muda del negro. Y de pronto la marcha compacta volvía a ponerse en
movimiento.
«Pronto será media noche», dijo uno de los que caminaban. Pero nadie
contesto. Ellos iban bastante separados unos de otros, para no chocar en la
oscuridad. Formaban una larga fila, de pequeños grupos. Como una cadena de
hombres, ellos caminaba rápido y sin hablar. Con sus ojos pelados para
distinguir las siluetas de las sombras. Y solo se guiaban por la luz que siempre
llevaban por delante de ellos. Acompañado por ráfagas de viento que esparcían
los olores del bosque y el olor de tierra mojada, porque antes había llovido.
Cuando salieron, bajando de las altas montañas eran cien indios que paso a paso
luchaban contra la oscuridad, ellos avanzaban con la rapidez de un ejército.
Adelante, cuatro hombres cargaban una camilla en que iba una mujer, que llevaban
a la partera de las hondonadas grises. La mujer iba en completo silencio y solo
se oían el paso uniforme de los indios, que también marchaban en incondicional
silencio. Mientras que al avanzar los bosques oscuros apabullaban la cercanía y
alargaban la profundidad. Y las nubes en lo alto se desplazaban y la luna
permanecía descubierta y su resplandor repelía la negrura. Desde lejos,
contrastaba, el perfil de los hombres en movimiento contra las sombras de los
árboles y de las ramas. Y entre lo definitivo de los arboles y el movimiento de
las ramas, imitaba el choque desordenado de diez mil guerreros enceguecidos.
Ellos continuaron avanzando entre el mutismo de la noche y el plumaje de las
nubes, hasta que empezaron a escuchar el rumor de aguas. Apenas el balbuceo
incesante de una corriente que penetraba en sus miradas. Luego era un torrente
de agua que descendía con pies presurosos desde las montañas. Rumor de aguas y
perfil de sombras. Antes de llegar a la correntada, el sendero descendía y era
cortado por una hondonada, luego subieron y el murmullo del agua desencadeno su
poderío. Al pasar se oyó el chasquido colosal del agua y el chapotear implacable
de los pies al avanzar contra el agua. El arroyo corría frenético sin detenerse
como si fuesen una caravana de horas inapelables. Y los indios pasaban en
formación implacable. El ruido y chasquido del agua los persiguió como una
constelación de rumores por un largo tramo. Hasta que el sendero terminaba en
una explanada: un pedazo de montaña y en una franja de cielo ennegrecido.
Cuando
el hombre que llevaba la linterna se detuvo, comenzó a hacer señales, moviendo
con su brazo en alto la linterna de un lado a otro. Y los demás indios fueron
llegando a él. Él estaba al fin del sendero en que había una bifurcación en el
camino. Hubo un encuentro de sombras: Irrumpieron palabras y movimientos de
manos. Una docena de ellos conversaban reunidos alrededor del hombre de la
linterna. Luego un gran grupo dio marcha atrás y el resto de ellos siguieron por
un camino de tierra: ancho y largo y profundo. Adelante iba el hombre con la
linterna que era un reflejo minúsculo de la luz de la luna. El ladrido de lo
perros había roto la nitidez del paisaje; y corría desbocado a la par de las
sombras. Los indios caminaban rápido y con cuidado curveando el camino;
esquivando los simulacros de las sombras y los ladridos de los perros. Hasta que
toda voz, ladrido y ruido se apagaron y los sonidos del silencio fueron rotundos
y concluyentes.
«No llegaremos a tiempo» exclamó el viejo indio que iba tras la
camilla. Y tras de él una cadena de hombres. Él llevaba los ojos negros fijos
contra la oscuridad, él conocía bien el camino. Él pensó cuantas veces había
pasado por ese camino, y cuantas veces había regresado; pero ahora era distinto,
era otra cosa. Era el tiempo definitivo. Conocía cada vuelta, cada roca, cada
hondonada, cada sombra, y el mapa de las nubes. Y todo lo veía como si fuera de
día. Y mientras tanto, las voces trepaban con la habilidad de una enredadera el
muro de la noche. Entonces el viejo indio pensó que de joven había corrido por
las laderas y senderos, y recordaba lo que había pensado en cada curva del
camino. Sus pies y mil pies más de su pueblo habían labrado pacientemente ese
camino. Y ahora los indios perpetuaban su caminar; sitiados en la oscuridad que
cada vez era más negra. El ladrido de los perros a veces crecía ladrándole a las
sombras y a la luna. Ellos avanzaban en espíritu persiguiendo una silueta,
conquistando un recodo, apabullando una vuelta.
El hombre de la linterna a veces
desaparecía y a veces volvía al centro de la mirada. Entonces los indios
empezaban a hablar, para guiarse por las voces que alumbraban el camino. Arriba
la luna era cubierta por las nubes y la luna se convertía en un nido de nubes. Y
las formas de las nubes revelaban como un espejo el lenguaje de la noche. Pero
ese era un lenguaje indescifrable para los indios. Y solo las palabras al viento
los guiaban. Y adelante ante sus ojos la cuadratura del cosmos exhibía su
imperio total. Y poco a poco la música de la naturaleza abría de par en par sus
puertas, y al fondo el tambor de la tierra redoblaba numéricamente sus pasos. Y
una noche sorprendida, abría intacta sus venas. Mientras que a lo lejos en un
cuadrante del horizonte. Y muy lejos, una partida de relámpagos iluminaba una
parcela de la mirada y desnudaba los perfiles de las montañas; y en seguida una
avalancha de nubes cubría la musculatura de las montañas. Y los perros de nuevo
entre ladridos y ladridos, volvían a revolverse como un viento negro.
Y tras la
vuelta del camino apareció de frente la lucecita, que ya hace tiempo venían
viendo. El viejo indio sabía donde estaba y recordó la fachada de la casa y se
acordó de quién era esa casa. «Pronto llegaremos» dijo el indio. «Llevamos ya
mucho caminando, el camino no puede ser tan largo». Y verdaderamente que la
noche se había achicado, y el tiempo se había encogido, y el camino se había
acortado. Ellos viajaban en las alas de la sombras y el plumaje de las nubes
batía sus formas infinitas. Y el viejo volvió a decirlo «pronto llegaremos».
Pero ninguno de los indios contestó. Sin embargo, la voz del viejo seguía
resonando en la memoria con la autoridad de un trueno. Su voz era la de un
viejo, pero era una voz venerable. Y entre curvas y curvas del camino, entre
lunas y lunas, las voces de los indios se escuchaban y el viento las reproducía
y las alargaba. Y ellas luchaban entre ellas para salir victoriosas, y se
producía un choque titánico de palabras que por momentos desembocaba en cantos.
Pero solo era un gesto. Las palabras al final se perdían, salían derrotadas, se
desmayaban; y ya no volvían a la lucha por la vida. Y quedaban sepultadas por el
ruido de las sombras. Y entre palabras y palabras: La india hace rato iba
despierta, y a veces los indios que llevaban la camilla, se detenían y le
secaban el sudor de la frente y le daban agua. A esa hora la oscuridad también
peinaba el paisaje como si las nubes amorfas estuvieran cuajadas de sueños. Y el
perfil de las montañas, invencible y total, esculpía entre muecas, la sonrisa
fugaz de la eternidad. Y todo se volvía tan sencillo y tan portentoso.
La noche
yacía suspendida, colgada de la nada como si el tiempo se hubiera comprimido: en
el canto de un pájaro, el aria del viento, la asimetría del rumor de las aguas.
Al fondo del horizonte hacia el perfil de una montaña, se divisaba otra lucecita
fija, el viejo indio la había venido viendo desde hace tiempo. Y los perros
volvieron a ladrar y luego de repente, volvían a callar. Pero repentinamente se
escuchó un galope fuerte de caballos, que venia ascendiendo, cada vez más fuerte
y más fuerte, batiendo la discreción del incólume llano. Fue entonces que se
escuchó una ráfaga de relinchos. Y parecía que los relinchos empujados por el
viento iban persiguiendo el galope sonoro de los caballos. Pero los indios no se
detuvieron. Porque ahora oían el tambor de la tierra que los seguía guiando.
Entonces el viejo indio recordó el rostro de su padre y
la del padre de su padre
y los veía caminar y sentarse en círculo al atardecer,
y prender fogatas y pasar
bajo el veredicto de los astros viendo el movimiento de las nubes y señalando
las estrellas. Y también recordó la noche del sueño, cuando él dormía
y llegó su
padre y le despertó. Él se estremeció porque venían otros indios con su padre,
quienes lo sacaron de la casa y lo llevaron al campo y ahí cantaron y hablaron
lenca.
Y esa noche fue cuando por primera vez vio los ojos de un jaguar,
ojos
incandescentes que lo miraba fijamente a él. Y comenzó a respetar
a los jaguares
porque eran los diez mil ojos de la noche que vigilaban
el firmamento.
Los
indios avanzaban impecables contra la fragilidad de las sombras y el poderío de
lo invisible. Y el viejo indio volvía a ver a la india en la camilla, y se
figuro que ella era la bella durmiente. Y entonces pensó en la criatura que
estaba por nacer. Y lo imagino grande y lo vio correr por el campo, saltar los
arroyuelos y cazar las siluetas de las sombras; pero el niño todavía no había
nacido. Entonces, un dolor inmenso recorría su pecho y volvía a pensar que aún
quedaba camino por alcanzar. Pero sabía que el camino que restaba era generoso
porque el reino de lo incorpóreo los había albergado, y que los cuadrantes de la
noche iban rompiendo las ondulaciones de las montañas que se alargaban empujadas
por el viento. Entonces la india se movió bruscamente y gritó, y los indios se
abalanzaron sobre ella, y le dieron de beber agua y le secaron el sudor de la
frente. Solo fue un solitario suspiro, una fugaz mirada, un efímero sueño.
Después de eso, la mujer avanzo en y tranquilidad fortaleza y belleza. Fue en
aquel momento que el viejo indio vio hacia un costado del perfil de la montaña,
una nueva luz que a veces asomaba y otras veces se desvanecía. Nadie sabía qué
era y nadie dijo nada. Y en la alta montaña una luz se apagaba y se prendía con
las pulsaciones de un símbolo. Y los sonidos del silencio huían como visiones;
mientras que sobre la montaña se levantaba el Alto Vigilante del Tiempo. Y
cuando empezaron a subir la empinada cuesta, les asalto una horda de neblina que
flotaba y progresaba con ellos, y los indios la iban atravesando como si ellos
fuesen de puro aire. Pero al avanzar la neblina comenzó a disiparse y abrirse de
nuevo un horizonte que comenzaba a exhibir un sembradío de miles de matas de
maíz, que visto en perspectiva era un ejercito temible de sombras que agitaba
sus brazos enérgicos al compas de las flautas del viento y el canto de los
pájaros. Poco después, precedido de un breve silencio, un portal se había
abierto: y el caudillaje de naturaleza, iba emergiendo y dando vía franca a un
coro polifónico de todas las cantilenas de lo invisible.
Entre claros oscuros y
el olor de los pinos el viejo lenca, volvió a recordar su niñez,
el olor del
fogón, y de la tierra húmeda, vio los cielos limpios y atrapó la velocidad del
venado, escuchó la voz del rio y el canto ensamblado de los pájaros.
Se recordó
en una noche iluminada por un circulo de voces y de fogatas, y vio entre luces y
sombras los rostros de los ancianos de su pueblo. Sabía que todo era una
repetición ancestral.
El humo de las fogatas le llegaba a los ojos. Siempre
había vivido entre el filo de la noche y la claridad del amanecer. Entre el
incienso del copal y las luces de la candela.
Recordó sus idas y regresos. Sus
escapadas por el curso de los ríos, su inquietud por seguir la silueta de las
montañas. Pero nada de eso era real, eran solo recuerdos.
«Las piedras son
piedras», pensó muy adentro. «Y a veces las nubes son más sólidas que una
montaña». Mientras tanto, el coro polifónico de la oscuridad lo había envuelto
en un gran manto. Entonces recordó, el nacimiento de su hijo y su entierro en un
robledal.
Sus ojos se humedecieron. Pero eso era el pasado.
Ahora había que
vivir en el futuro. Había que abrir la metáfora del amanecer.
Poco a poco se
iban cerrando los candados de la noche y abriéndose tímidamente los portales del
amanecer. La india no volvió a gritar ni los indios a abalanzarse sobre ella; en
cambio ellos solo miraban hacia adelante, esperando en cada vuelta ver las
primeras luces del poblado, que cada vez se volvían más frecuentes, y desde
lejos armaban un pesebre lleno de puntitos manchando confusamente en el
horizonte. Mientras tanto, otro grupo de indios habían decidido abandonar la
peregrinación. Solo quedaba un puñado de ellos que avanzaron hasta llegar al
caserío, que los recibió en penumbras y absoluto silencio. La casa de la partera
era una vieja construcción de ladrillos, de tres piezas con un par de
corredores. Ellos entraron a la pieza pequeña, había una puerta abierta que
comunicaba a otro cuarto más grande que estaba iluminado y derramaba su luz a la
pieza pequeña. Ellos tuvieron que esperar hasta que salió una mujer vestida de
blanco, llevaron a la india con cuidado a una cama de la pieza grande, y la
recostaron. Después de examinarla, la partera les dijo que esperaran afuera en
el corredor. Pero el viejo indio no le hizo caso y se quedo en el cuarto
pequeño, y ahí se sentó en el suelo contra una pared, casi instintivamente toco
el suelo que era de cemento y estaba frio, y áspero y húmedo.
Ahora lo asalto el
presencia de la cofradía, y el rostro de su padre aquella noche en que lo
sacaron del cuarto y veía su rostro diciéndole las primeras palabras lencas que
el pronuncio y así fue aprendiendo palabras.
Un día llegó a hablar en lenca con
su padre, pero ellos solo hablaban entre ellos.
Y un día su padre lo llevo con
los ancianos y todos hablaron en lenca; y fue cuando él paso a formar parte de
la cofradía de la Vara de Moisés.
Y aprendió de su padre palabras terribles y
hermosas;
y entendió el vuelo del cenzontle y el murmullo del rio y la cumbre de
la noche; y él se sentía feliz siendo lenca y escuchando las historias y los
actos indestructibles de su gente.
Gestos, palabras y símbolos pasados de
generación en generación, de día a día, de piedra en piedra. Pero ellos solo se
reunían una vez por año, al abrigo intemporal de una noche indeterminada, larga
y definitiva. Nadie sabía en dónde ni por qué.
Algo que siempre se antecede a la
palabra, algo que no ha ocurrido y que repentinamente se manifiesta, y seguirá
aconteciendo intermitentemente.
Entonces él aprendió de su padre lo mismo que su
padre aprendió de su padre.
Y así hasta llegar a las raíces de la fundación del
mundo.
Amanecía y el canto de los gallos iluminaba el horizonte. Ahora el viejo
indio estaba aquí, acompañando a la joven mujer india que había luchado, que
había soñado. Oyó voces en el cuarto grande. El seguía sentado en el piso y
reclinado contra la pared. El era sueño y lejanía, y casi como en sueños, oyó el
llanto de un niño. De golpee, erguió su espalda, y levanto ligeramente su
cabeza: vio entre movimientos y luces las siluetas que iban y venían. Aunque
sabía, en el fondo, muy en el fondo; que eso ya no importaba. «Ese es el
misterio de la vida» murmuro el indio. Luego, pronuncio unas palabras en lenca.
La luz del día a contrapelo empezaba a colarse progresivamente por los
resquicios de las tejas y por las fisuras del contramarco de una ventana. En
penumbras el indio vio una sombra entrar al cuarto, y de repente se abrieron las
hojas de una ventana de par en par. La silueta de la sombra salió y volvió al
cuarto grande. El indio creyó firmemente que había sido la partera.
Por la
ventana abierta asomaban ya tímidamente los contornos de las montañas, que cada
vez es eran más definitivos y menos difusos. Sobre el borde de la ventana se
había posado un pajarito, que en un destello alzo vuelo y permaneció fijo
aleteando en busca del equilibrio del aire. El pajarito liviano, ágil y sagrado;
miraba inmutablemente al viejo indio, pero éste ya no alcanzo a verlo porque
antes había cerrado sus ojos como si se hubiese quedado dormido eternamente, y
con la boca ligeramente abierta como si estuviera punto de pronunciar una sola y
única palabra.
Epílogo
Solo quedaba una ventana con visión: la historia
laberíntica de las nubes, el fondo inmemorial de una montaña, y el aleteo
inmortal de un espíritu.
*Cuento del libro Cuentos Iluminados. © Mario A.
Membreño Cedillo. También hay una versión
periodística que fue publicada en este blog.
Ilustraciones
Ellos caminaban como
sombras. Dibujo por Plaza de las palabras