El Último Lenca* (Cuento). Post Plaza de las Palabras por Mario A. Membreño Cedillo



«Ellos caminaban como sombras al abrigo
 del manto invisible de la noche». 
La Ilíada, Homero

La noche mágica 

Él habló en lenca, movió sus manos con la pesadez de las piedras. Su voz reposada cayó como la sombra de una montaña; y se deslizo entre la bocanada del viento como si un pez se escurriese sobre las aguas de un rio. El poderío de sus palabras eran flechas lanzadas del arco de su boca. Lenguaje cadencioso, ascendiendo en olas musicales hacia los astros luminosos que parecían islas reposando en un océano de sosiego. Ella, permaneció en quietud. Luego sus labios se abrieron en los pétalos de una flor, y de su boca irrumpieron palabras lencas que volaron sobre el campo figurando una bandada de pájaros. La metáfora de la noche envolvió cada palabra con el manto de su largueza; las sembró en los jardines ancestrales de su morada, y las regó con la ternura de una mirada eterna. Los personajes de la noche 

Primer rostro

 Su pelo cenizo le caía a las sienes, cubriéndole la mitad de las orejas. Sus rasgos eran finos, pero su rostro estaba cruzado de arrugas. Las de su frente modelaban líneas de ferrocarril y las que le cercaban su boca y le llenaban sus mejías, eran un sin número de veredas esparcidas sin rumbo. Sus ojos eran lejanías y montañas. Su voz era suave y pausada, y sus movimientos eran casi intemporales. Él estaba sentado en el suelo, irguió su espalda y entonces su sombra ascendió como un árbol que brota, contra la pared blanca de la cocina. Y al mover sus manos que perecían de piedra, extendía sus dedos y sus sombras en la pared rayaban pájaros en vuelo. El cerró sus puños, y luego puso sus manos sobre sus rodillas y estiró a lo largo sus piernas, tocando con los talones de los pies el suelo. Y después de estirar sus brazos, desde los cuales le saltaban las venas como si fueran ríos. Se inclino hacia adelante, bajo su mano y con su dedo índice dibujo tres círculos en la tierra.

 Segundo rostro 

La mujer estaba agachada y sentada sobre la tierra. Ella permanecía callada y desterrando las sombras. Su cabello era negro y liso. Sus pómulos salientes, su nariz fina descendía como una ladera y sus labios eran ríos que se encontraban al amanecer. De su cuello le pendía un collar hilvanado de piedrecitas verde opaco. La luz de la fogata iluminaba a ratos su rostro. Sus ojos semejaban hondonadas metálicas, y cuando la llama del fogón subía, sus pupilas eran dos lucecitas que flameaban invictas de cara al viento. Era cuando su rostro se trasfiguraba según revoloteaban las llamas. A veces la llama iluminaba un perfil de su rostro y el otro permanecía disimulado como un valle de figuras fugitivas. Ella alargo su mano y tomo un ocote encendido, dejo quemar el ocote en sus manos; y con el cabo dibujo tres rayas en la tierra.

 La trama de la noche 

Ellos caminaban en la oscuridad, sus siluetas apenas se perfilaban contra el tono más claro de la noche. Marchaban por un sendero cercado que avanzaba hasta perderse tras la colina. La luz de la luna hacia que los postes de alambre parecieran manchas y trazos de líneas flotando en el aire. El camino no se distinguía. Ellos avanzaban a paso rítmico acostumbradas a caminar entre el filo de las penumbras y el valle de las sombras. Eran un centenar de indios y su paso era constante y envolvía el silencio y los ojos múltiples de las estrellas. Adelante, muy adelante uno de ellos iba guiándolos con una linterna. Ellos seguían a lo lejos la linterna y a veces cuando el guía tomaba una curva, su luz se perdía asaltada por la curvatura del camino; y ellos caminaban más despacio. A veces el guía volvía a retroceder y los esperaba, y al unisonó todos volvían a avanzar. Ellos viajaban en silencio, con el fondo del viento, que a veces les abanicaba el rostro. Ellos ya no veían los postes de alambre ni se distinguían los contornos del monte y del campo. Entonces el guía tenía que ir más cerca, y todos escuchaban su respiración. Y de repente se juntaban en una legión de sombras que tomaban aliento y se armaba una reunión de voces. El tiempo se fundía en la intensidad muda del negro. Y de pronto la marcha compacta volvía a ponerse en movimiento.

 «Pronto será media noche», dijo uno de los que caminaban. Pero nadie contesto. Ellos iban bastante separados unos de otros, para no chocar en la oscuridad. Formaban una larga fila, de pequeños grupos. Como una cadena de hombres, ellos caminaba rápido y sin hablar. Con sus ojos pelados para distinguir las siluetas de las sombras. Y solo se guiaban por la luz que siempre llevaban por delante de ellos. Acompañado por ráfagas de viento que esparcían los olores del bosque y el olor de tierra mojada, porque antes había llovido. Cuando salieron, bajando de las altas montañas eran cien indios que paso a paso luchaban contra la oscuridad, ellos avanzaban con la rapidez de un ejército. Adelante, cuatro hombres cargaban una camilla en que iba una mujer, que llevaban a la partera de las hondonadas grises. La mujer iba en completo silencio y solo se oían el paso uniforme de los indios, que también marchaban en incondicional silencio. Mientras que al avanzar los bosques oscuros apabullaban la cercanía y alargaban la profundidad. Y las nubes en lo alto se desplazaban y la luna permanecía descubierta y su resplandor repelía la negrura. Desde lejos, contrastaba, el perfil de los hombres en movimiento contra las sombras de los árboles y de las ramas. Y entre lo definitivo de los arboles y el movimiento de las ramas, imitaba el choque desordenado de diez mil guerreros enceguecidos.

 Ellos continuaron avanzando entre el mutismo de la noche y el plumaje de las nubes, hasta que empezaron a escuchar el rumor de aguas. Apenas el balbuceo incesante de una corriente que penetraba en sus miradas. Luego era un torrente de agua que descendía con pies presurosos desde las montañas. Rumor de aguas y perfil de sombras. Antes de llegar a la correntada, el sendero descendía y era cortado por una hondonada, luego subieron y el murmullo del agua desencadeno su poderío. Al pasar se oyó el chasquido colosal del agua y el chapotear implacable de los pies al avanzar contra el agua. El arroyo corría frenético sin detenerse como si fuesen una caravana de horas inapelables. Y los indios pasaban en formación implacable. El ruido y chasquido del agua los persiguió como una constelación de rumores por un largo tramo. Hasta que el sendero terminaba en una explanada: un pedazo de montaña y en una franja de cielo ennegrecido. 

Cuando el hombre que llevaba la linterna se detuvo, comenzó a hacer señales, moviendo con su brazo en alto la linterna de un lado a otro. Y los demás indios fueron llegando a él. Él estaba al fin del sendero en que había una bifurcación en el camino. Hubo un encuentro de sombras: Irrumpieron palabras y movimientos de manos. Una docena de ellos conversaban reunidos alrededor del hombre de la linterna. Luego un gran grupo dio marcha atrás y el resto de ellos siguieron por un camino de tierra: ancho y largo y profundo. Adelante iba el hombre con la linterna que era un reflejo minúsculo de la luz de la luna. El ladrido de lo perros había roto la nitidez del paisaje; y corría desbocado a la par de las sombras. Los indios caminaban rápido y con cuidado curveando el camino; esquivando los simulacros de las sombras y los ladridos de los perros. Hasta que toda voz, ladrido y ruido se apagaron y los sonidos del silencio fueron rotundos y concluyentes. 

«No llegaremos a tiempo» exclamó el viejo indio que iba tras la camilla. Y tras de él una cadena de hombres. Él llevaba los ojos negros fijos contra la oscuridad, él conocía bien el camino. Él pensó cuantas veces había pasado por ese camino, y cuantas veces había regresado; pero ahora era distinto, era otra cosa. Era el tiempo definitivo. Conocía cada vuelta, cada roca, cada hondonada, cada sombra, y el mapa de las nubes. Y todo lo veía como si fuera de día. Y mientras tanto, las voces trepaban con la habilidad de una enredadera el muro de la noche. Entonces el viejo indio pensó que de joven había corrido por las laderas y senderos, y recordaba lo que había pensado en cada curva del camino. Sus pies y mil pies más de su pueblo habían labrado pacientemente ese camino. Y ahora los indios perpetuaban su caminar; sitiados en la oscuridad que cada vez era más negra. El ladrido de los perros a veces crecía ladrándole a las sombras y a la luna. Ellos avanzaban en espíritu persiguiendo una silueta, conquistando un recodo, apabullando una vuelta. 

El hombre de la linterna a veces desaparecía y a veces volvía al centro de la mirada. Entonces los indios empezaban a hablar, para guiarse por las voces que alumbraban el camino. Arriba la luna era cubierta por las nubes y la luna se convertía en un nido de nubes. Y las formas de las nubes revelaban como un espejo el lenguaje de la noche. Pero ese era un lenguaje indescifrable para los indios. Y solo las palabras al viento los guiaban. Y adelante ante sus ojos la cuadratura del cosmos exhibía su imperio total. Y poco a poco la música de la naturaleza abría de par en par sus puertas, y al fondo el tambor de la tierra redoblaba numéricamente sus pasos. Y una noche sorprendida, abría intacta sus venas. Mientras que a lo lejos en un cuadrante del horizonte. Y muy lejos, una partida de relámpagos iluminaba una parcela de la mirada y desnudaba los perfiles de las montañas; y en seguida una avalancha de nubes cubría la musculatura de las montañas. Y los perros de nuevo entre ladridos y ladridos, volvían a revolverse como un viento negro. 

Y tras la vuelta del camino apareció de frente la lucecita, que ya hace tiempo venían viendo. El viejo indio sabía donde estaba y recordó la fachada de la casa y se acordó de quién era esa casa. «Pronto llegaremos» dijo el indio. «Llevamos ya mucho caminando, el camino no puede ser tan largo». Y verdaderamente que la noche se había achicado, y el tiempo se había encogido, y el camino se había acortado. Ellos viajaban en las alas de la sombras y el plumaje de las nubes batía sus formas infinitas. Y el viejo volvió a decirlo «pronto llegaremos». Pero ninguno de los indios contestó. Sin embargo, la voz del viejo seguía resonando en la memoria con la autoridad de un trueno. Su voz era la de un viejo, pero era una voz venerable. Y entre curvas y curvas del camino, entre lunas y lunas, las voces de los indios se escuchaban y el viento las reproducía y las alargaba. Y ellas luchaban entre ellas para salir victoriosas, y se producía un choque titánico de palabras que por momentos desembocaba en cantos. Pero solo era un gesto. Las palabras al final se perdían, salían derrotadas, se desmayaban; y ya no volvían a la lucha por la vida. Y quedaban sepultadas por el ruido de las sombras. Y entre palabras y palabras: La india hace rato iba despierta, y a veces los indios que llevaban la camilla, se detenían y le secaban el sudor de la frente y le daban agua. A esa hora la oscuridad también peinaba el paisaje como si las nubes amorfas estuvieran cuajadas de sueños. Y el perfil de las montañas, invencible y total, esculpía entre muecas, la sonrisa fugaz de la eternidad. Y todo se volvía tan sencillo y tan portentoso. 

La noche yacía suspendida, colgada de la nada como si el tiempo se hubiera comprimido: en el canto de un pájaro, el aria del viento, la asimetría del rumor de las aguas. Al fondo del horizonte hacia el perfil de una montaña, se divisaba otra lucecita fija, el viejo indio la había venido viendo desde hace tiempo. Y los perros volvieron a ladrar y luego de repente, volvían a callar. Pero repentinamente se escuchó un galope fuerte de caballos, que venia ascendiendo, cada vez más fuerte y más fuerte, batiendo la discreción del incólume llano. Fue entonces que se escuchó una ráfaga de relinchos. Y parecía que los relinchos empujados por el viento iban persiguiendo el galope sonoro de los caballos. Pero los indios no se detuvieron. Porque ahora oían el tambor de la tierra que los seguía guiando. 

Entonces el viejo indio recordó el rostro de su padre y 
la del padre de su padre y los veía caminar y sentarse en círculo al atardecer, 
y prender fogatas y pasar bajo el veredicto de los astros viendo el movimiento de las nubes y señalando las estrellas. Y también recordó la noche del sueño, cuando él dormía
 y llegó su padre y le despertó. Él se estremeció porque venían otros indios con su padre,
 quienes lo sacaron de la casa y lo llevaron al campo y ahí cantaron y hablaron lenca. 
Y esa noche fue cuando por primera vez vio los ojos de un jaguar,
 ojos incandescentes que lo miraba fijamente a él. Y comenzó a respetar 
a los jaguares porque eran los diez mil ojos de la noche que vigilaban
 el firmamento.

 Los indios avanzaban impecables contra la fragilidad de las sombras y el poderío de lo invisible. Y el viejo indio volvía a ver a la india en la camilla, y se figuro que ella era la bella durmiente. Y entonces pensó en la criatura que estaba por nacer. Y lo imagino grande y lo vio correr por el campo, saltar los arroyuelos y cazar las siluetas de las sombras; pero el niño todavía no había nacido. Entonces, un dolor inmenso recorría su pecho y volvía a pensar que aún quedaba camino por alcanzar. Pero sabía que el camino que restaba era generoso porque el reino de lo incorpóreo los había albergado, y que los cuadrantes de la noche iban rompiendo las ondulaciones de las montañas que se alargaban empujadas por el viento. Entonces la india se movió bruscamente y gritó, y los indios se abalanzaron sobre ella, y le dieron de beber agua y le secaron el sudor de la frente. Solo fue un solitario suspiro, una fugaz mirada, un efímero sueño. 

Después de eso, la mujer avanzo en y tranquilidad fortaleza y belleza. Fue en aquel momento que el viejo indio vio hacia un costado del perfil de la montaña, una nueva luz que a veces asomaba y otras veces se desvanecía. Nadie sabía qué era y nadie dijo nada. Y en la alta montaña una luz se apagaba y se prendía con las pulsaciones de un símbolo. Y los sonidos del silencio huían como visiones; mientras que sobre la montaña se levantaba el Alto Vigilante del Tiempo. Y cuando empezaron a subir la empinada cuesta, les asalto una horda de neblina que flotaba y progresaba con ellos, y los indios la iban atravesando como si ellos fuesen de puro aire. Pero al avanzar la neblina comenzó a disiparse y abrirse de nuevo un horizonte que comenzaba a exhibir un sembradío de miles de matas de maíz, que visto en perspectiva era un ejercito temible de sombras que agitaba sus brazos enérgicos al compas de las flautas del viento y el canto de los pájaros. Poco después, precedido de un breve silencio, un portal se había abierto: y el caudillaje de naturaleza, iba emergiendo y dando vía franca a un coro polifónico de todas las cantilenas de lo invisible.

 Entre claros oscuros y el olor de los pinos el viejo lenca, volvió a recordar su niñez, 
el olor del fogón, y de la tierra húmeda, vio los cielos limpios y atrapó la velocidad del venado, escuchó la voz del rio y el canto ensamblado de los pájaros. 
Se recordó en una noche iluminada por un circulo de voces y de fogatas, y vio entre luces y sombras los rostros de los ancianos de su pueblo. Sabía que todo era una repetición ancestral. 
El humo de las fogatas le llegaba a los ojos. Siempre había vivido entre el filo de la noche y la claridad del amanecer. Entre el incienso del copal y las luces de la candela. 
Recordó sus idas y regresos. Sus escapadas por el curso de los ríos, su inquietud por seguir la silueta de las montañas. Pero nada de eso era real, eran solo recuerdos.
 «Las piedras son piedras», pensó muy adentro. «Y a veces las nubes son más sólidas que una montaña». Mientras tanto, el coro polifónico de la oscuridad lo había envuelto en un gran manto. Entonces recordó, el nacimiento de su hijo y su entierro en un robledal. 
Sus ojos se humedecieron. Pero eso era el pasado. 
Ahora había que vivir en el futuro. Había que abrir la metáfora del amanecer. 

Poco a poco se iban cerrando los candados de la noche y abriéndose tímidamente los portales del amanecer. La india no volvió a gritar ni los indios a abalanzarse sobre ella; en cambio ellos solo miraban hacia adelante, esperando en cada vuelta ver las primeras luces del poblado, que cada vez se volvían más frecuentes, y desde lejos armaban un pesebre lleno de puntitos manchando confusamente en el horizonte. Mientras tanto, otro grupo de indios habían decidido abandonar la peregrinación. Solo quedaba un puñado de ellos que avanzaron hasta llegar al caserío, que los recibió en penumbras y absoluto silencio. La casa de la partera era una vieja construcción de ladrillos, de tres piezas con un par de corredores. Ellos entraron a la pieza pequeña, había una puerta abierta que comunicaba a otro cuarto más grande que estaba iluminado y derramaba su luz a la pieza pequeña. Ellos tuvieron que esperar hasta que salió una mujer vestida de blanco, llevaron a la india con cuidado a una cama de la pieza grande, y la recostaron. Después de examinarla, la partera les dijo que esperaran afuera en el corredor. Pero el viejo indio no le hizo caso y se quedo en el cuarto pequeño, y ahí se sentó en el suelo contra una pared, casi instintivamente toco el suelo que era de cemento y estaba frio, y áspero y húmedo.

 Ahora lo asalto el presencia de la cofradía, y el rostro de su padre aquella noche en que lo sacaron del cuarto y veía su rostro diciéndole las primeras palabras lencas que el pronuncio y así fue aprendiendo palabras.
 Un día llegó a hablar en lenca con su padre, pero ellos solo hablaban entre ellos. 
Y un día su padre lo llevo con los ancianos y todos hablaron en lenca; y fue cuando él paso a formar parte de la cofradía de la Vara de Moisés. 
Y aprendió de su padre palabras terribles y hermosas;
 y entendió el vuelo del cenzontle y el murmullo del rio y la cumbre de la noche; y él se sentía feliz siendo lenca y escuchando las historias y los actos indestructibles de su gente. 
Gestos, palabras y símbolos pasados de generación en generación, de día a día, de piedra en piedra. Pero ellos solo se reunían una vez por año, al abrigo intemporal de una noche indeterminada, larga y definitiva. Nadie sabía en dónde ni por qué. 
Algo que siempre se antecede a la palabra, algo que no ha ocurrido y que repentinamente se manifiesta, y seguirá aconteciendo intermitentemente. 
Entonces él aprendió de su padre lo mismo que su padre aprendió de su padre. 
Y así hasta llegar a las raíces de la fundación del mundo.

 Amanecía y el canto de los gallos iluminaba el horizonte. Ahora el viejo indio estaba aquí, acompañando a la joven mujer india que había luchado, que había soñado. Oyó voces en el cuarto grande. El seguía sentado en el piso y reclinado contra la pared. El era sueño y lejanía, y casi como en sueños, oyó el llanto de un niño. De golpee, erguió su espalda, y levanto ligeramente su cabeza: vio entre movimientos y luces las siluetas que iban y venían. Aunque sabía, en el fondo, muy en el fondo; que eso ya no importaba. «Ese es el misterio de la vida» murmuro el indio. Luego, pronuncio unas palabras en lenca. La luz del día a contrapelo empezaba a colarse progresivamente por los resquicios de las tejas y por las fisuras del contramarco de una ventana. En penumbras el indio vio una sombra entrar al cuarto, y de repente se abrieron las hojas de una ventana de par en par. La silueta de la sombra salió y volvió al cuarto grande. El indio creyó firmemente que había sido la partera. 

Por la ventana abierta asomaban ya tímidamente los contornos de las montañas, que cada vez es eran más definitivos y menos difusos. Sobre el borde de la ventana se había posado un pajarito, que en un destello alzo vuelo y permaneció fijo aleteando en busca del equilibrio del aire. El pajarito liviano, ágil y sagrado; miraba inmutablemente al viejo indio, pero éste ya no alcanzo a verlo porque antes había cerrado sus ojos como si se hubiese quedado dormido eternamente, y con la boca ligeramente abierta como si estuviera punto de pronunciar una sola y única palabra. 

Epílogo 

Solo quedaba una ventana con visión: la historia laberíntica de las nubes, el fondo inmemorial de una montaña, y el aleteo inmortal de un espíritu. 


*Cuento del libro Cuentos Iluminados. © Mario A. Membreño Cedillo. También hay una versión periodística que fue publicada en este blog. 

Ilustraciones

 Ellos caminaban como sombras. Dibujo por Plaza de las palabras