Plaza de las palabras en su sección Cuentos Hispanoamericanos presenta al escritor Sergio Chejfec
(Buenos Aires, 1956). Argentino que desde 1990 hasta 2005 vivió en Caracas, Venezuela,
donde publicó Nueva sociedad, un diario que trata temas de política, cultura y
ciencias sociales. Actualmente vive en Nueva York y dicta clases de escritura
creativa en NYU. Chejfec escribe novelas, cuentos, ensayos y selecciones de
poesía. De sus trabajos, se pueden mencionar Lenta biografía (1990), Los
planetas (1999), Boca de lobo (2000), Los incompletos (2004), Baroni: un viaje
(2007, 2010), Mis dos mundos (2008), La experiencia dramática (2012, Candaya 2013),
Modo Linterna (2013, Candaya 2014). Sus novelas usualmente están escritas con
un estilo narrativo parsimonioso, que entreteje la trama con la reflexión.
Recuerdos, violencia política, y la cultura e historia judío-argentina son
algunos de los temas recurrentes en su obra. Es autor también de los libros de
poemas: Tres poemas y una merced (2002) y Gallos y huesos (2003), y del libro
de ensayos El punto vacilante (2005). Ha sido traducido al inglés, francés,
alemán, portugués y hebreo. (1)
Chejfec, explicándose: «Para mí, escribir es el resultado de una
operación de la voluntad, ya que no empecé a escribir tempranamente; creo que
eso se refleja en los procesos de hesitación que tienen lugar en mi obra
narrativa» (2) Más adelante
agrega: «En mis relatos, el espacio está
diseñado como para disolver los mandatos de la cronología. El tiempo está fuertemente asociado al relato e impone la
sucesión de acciones, las relaciones de causa y efecto. Antes decía que mi
propósito era representar el espacio como una dimensión temporal. La dimensión
elástica o difusa del espacio me sirve para cuestionar ciertos procedimientos
del realismo. Así logro una relación menos analógica con lo real, ya que en una
situación conviven diferentes momentos, o varias situaciones dentro de una
sola. Es mi caso.» Dice también: «Para mí, escribir es el resultado de una
operación de la voluntad, ya que no empecé a escribir tempranamente; creo que
eso se refleja en los procesos de hesitación que tienen lugar en mi obra
narrativa» (3)
EL TESTIGO
Sinopsis y reseña
El
cuento seleccionado es El Testigo,
un cuento muy Cortaziano, por lo menos en su temática, recordemos el juego que
hace Cortázar en varios de sus cuentos armando posibilidades, ya sea en el
metro de Paris Manuscrito hallado en una bolsillo
o en el metro de Buenos Aires, Texto en
una libreta. O aquella ruta de un ómnibus por las calles de Buenos Aires
para terminar en Chacaritas. Esos juegos y cambios desplazamientos, son
frecuentes en la narrativa de Cortázar. Pensemos en Rayuela rememorar Buenos Aires y a la vez recrear
pasajes de Paris. En El testigo, aparece como personaje Cortázar, por lo menos como desencadenante de la trama.
Es el encuentro de dos ciudades una afincada en una cierta memoria nostálgica edificada con
base a direcciones de la guía telefónica y otra ciudad real que apenas asoma. Desdoblamiento entre una ciudad fundada en las
posibilidades del recuerdo y otra
nueva que intenta borrar y ha borrado a la antigua. Una que fue visible y otra que es invisible, y
que nos recuerda el ejercicio imaginativo de Las ciudades invisibles de Calvino. El testigo es un cuento
narrado con una prosa precisa y lucida y con una notable capacidad de
invectiva. El personaje principal llamado Samich, un argentino emigrado, y que
ha tenido una desconexión geográfica con el mundo, y desconectado hasta de sus
propios pensamientos: «Era así que pasaba por la experiencia
común de sentir que los recuerdos propios pertenecen a un tercero».
Samich
en todo momento parece un extranjero en cualquier parte donde este. Las cosas parecen
importarle poco. Al fin retorna Buenos Aires, es el año 2000, trae el objetivo de
hacer una investigación de rescate histórico, impulsado por una carta, que lee en un libro sobre el epistolario
de Cortázar. En esa carta Cortázar le sugiere a un amigo de nombre Gagliardi que cuando venga a Buenos Aires, consulte la guía telefónica y le ahí encontrara
su dirección para qué lo visite. Aquella recóndita y remota posibilidad lo
seduce. Samich asume ese peregrinaje. A su llegada
va a visitar a su madre y hermana, con las que no le ligan el mayor efecto. Su
actitud con ellas es casi tan distante y ajena como la de Meursalt el personaje de El extranjero de Camus. En realidad
él no viene por ellas sino por su
investigación: Y Samich piensa: «Piensa
en dimensiones paralelas y relacionadas, en túneles y conexiones invisibles, en
postulaciones alternativas de la realidad.» . Dos son los recursos de los
que Samich se vale, la guía telefónica de 1939 (después la amplia a las guisa
de toda los 30s), ya que para Samich estas son
«como son, mudas a su manera, hablan de la ciudad más de lo que
muestran», y los benditos colectivos. Para ello se vale de sus vistas a la biblioteca y el estudio
minucioso de las rutas, para identificar un mapa imaginario de las casas en que
vivió Cortázar, pero por lógica natural agrega a más escritores. El Colectivo (camión,
bus) representa esa movilidad pero también discontinuidad del espacio y la temporalidad. Los colectivos
solo tienen rutas predeterminadas, son apenas microcosmos de la gran ciudad,
apenas pinceladas de un bosquejo, pero que garantizan una identidad y plena y
confiable. Y va reconstruyendo un itinerario imaginario con las posibles rutas
de conexión entre las direcciones identificadas de un puñado de escritores argentinos
En esa guía encuentra las direcciones y teléfonos de: Borges, las hermanas Ocampo,
(Victoria y Silvina), Arlt, Bioy Casares,
Lugones. etc
.
En
ese ejercicio de calistenia temporal e identidad recuperada, de la que Samich se
considera un «extranjero al rescate»; se funde el pasado remoto, el
pasado imaginativo y el presente
inmediato. Memoria urbana y memoria documental porque el paisaje actual le
es irreconocible. Samich se considera asimismo: « un ser fronterizo en esta ciudad, un testigo proveniente de la
geografía del pasado».Un personaje curioso y atípico, en una aventura por
encontrarse, un retorno a lo único que
puede reconocer y que es digno de recuperar: hallar la casa en que vivió Cortázar y después la
búsqueda de las casas en donde vivieron una pléyade escritores argentinos. En ese mapa mental con la interconexión de esas
casas con las posibles rutas de los colectivos. (4) Quizá crear una Sociedad de los Escritores Muertos. Pero en el fondo lo que busca es encontrase,
hallar un sentido de pertenencia aunque sea con un pedazo del pasado o su otro
yo (Hemisferio) Como en el cuento Espejo
distante del mismo Cortázar. Samich es un testigo de su propio encuentro, y
es con todo un personaje más real y menos fantástico que el Cortázar personaje
de Chivilcoy; y más entendible que aquel
excéntrico, misterioso y obsesivo
personaje de Bartleby, El escribiente
de Melville. (5)
EL TESTIGO
7742 palabras
Sergio Chejfec
El protagonista inicial de esta historia es Julio Cortázar.
Está pasando una temporada en Buenos Aires. Dos años antes residió en Bolívar,
desde donde, en una carta, dijo que “la vida, aquí, me hace pensar en un hombre
al que le pasean una aplanadora por el cuerpo”. Dentro de ocho meses enseñará
en Chivilcoy; allí extrañará la ciudad de Bolívar y se sentirá como en un
destierro. Ahora, en la Capital, no sabe muy bien qué hacer con su vida: es lo
que se desprende de esta correspondencia. Es enero de 1939 y descarta irse de
vacaciones (sin embargo, tampoco aclara qué tipo de actividad lo retiene). En
realidad no le interesan las vacaciones, Cortázar busca otra vida, un cambio
casual y brusco a la vez: literalmente, quiere subirse a un barco de carga y
llegar a México. Podemos comprobar su ansiedad en el hecho de que en la carta
siguiente, enviada el mismo mes, lamenta aplazar el proyecto, por lo menos en
lo inmediato, ya que desde Buenos Aires no hay barcos con destino a México. El
puerto más cercano es Valparaíso, por lo tanto deja el viaje para el año
siguiente y mientras tanto se impone ahorrar dinero. Cortázar admira México,
quiere conocer las pirámides aztecas y la música popular mexicana.
Enero en Buenos Aires, somos capaces de imaginar eso. El
bochorno prolongado en los barrios, el verano constante y apenas amortiguado en
las calles pobladas de plátanos. Es el año 1939. (Pocos meses más tarde, cuando
Cortázar esté desterrado en Chivilcoy, desembarcará Gombrowicz sin entusiasmo.
Seis años antes descendió, de otro barco, el mexicano Novo. También podemos
imaginarlo, porque todo el mundo sabe que esta ciudad es una extensión del río.
El verano, las chicharras y la temperatura aplastante. Novo encuentra a García
Lorca, también proveniente de las aguas, en el hotel Castelar; pero no recuerda
dónde está la casa del conscripto que conoce en la Diagonal Norte.) Cortázar
escribe las cartas en medio del calor, probablemente en el patio de su casa
alejada del centro, y a la hora del mate. Pregunta a su amigo de Bolívar si
acaso no piensa visitar Buenos Aires este verano. Agrega que, si lo hace,
recuerde que su número está en la guía de teléfonos, y que le agradaría mucho
que se vieran para charlar.
Ahora se produce un salto en la historia. El nuevo protagonista
es alguien que vive en el otro hemisferio, de nombre Samich. Desde el día que
abandonó el país, esta persona sufre una desconexión fatal con la geografía.
Consecuencia de esta desconexión es que el mundo se encuentre dividido en dos
hemisferios no relacionados. El primero es el propio, el segundo es el otro.
Aun cuando tenga décadas viviendo en el mismo sitio del extranjero, o en el
extranjero en general, Samich considera que reside en el otro hemisferio. No le
da el nombre de este al que ocupa, sino el de otro, ya que este otro no abarca
el país de donde proviene. Samich vive en una ciudad calurosa y cuya luz
espesa, debido a la presencia de la montaña verde que proyecta continuamente el
reflejo cambiante del sol, se asocia de tal modo con la temperatura que los
pobladores creen ver el calor cuando distinguen el aire granuloso, como de
bruma blanca e incandescente, que atenúa la vivacidad de los colores, de por sí
siempre fuertes.
Podemos imaginar a Samich levantando la vista del libro que
lee; en este momento ve el espectáculo de la atmósfera revuelta, la confusión
de tonos que tiende al blanco, y la vibración propia del calor, que desdibuja
los contornos de las cosas ubicadas a la altura de la mirada. Samich recién ha
comenzado el libro, se trata del célebre epistolario de Cortázar. Considera que
un interés pasajero, o directamente erróneo, lo lleva a curiosear en historias
que no le incumben; pero el hecho es que los libros llamados normales han
dejado de motivarlo desde hace tiempo. Ahora quiere libros donde la vida se
muestre sin interferencias. Uno adivina qué es lo que quiere decir. Samich
tiene la sensación de que lee por primera vez a alguien llamado Cortázar,
porque de su gran literatura y de sus cuentos perfectos tiene un recuerdo
bastante vivo aunque –debe admitirlo– sin emociones.
Samich conserva el recuerdo de haber leído a este autor, pero
no de haber sentido algún impacto consistente, lo que paradójicamente ayuda a
leerlo ahora, cuando la tarde comienza y el calor está a punto de alcanzar el
punto máximo, porque puede intuir que a los 25 años este Cortázar no era
todavía el otro Cortázar. Pedir al amigo que avise si pasa por Buenos Aires
significa decir aproximadamente “Me quedaré, me seguiré quedando hasta que algo
pase”. Es evidente que Cortázar piensa en el barco que lo arranque de la ciudad
sin emociones y lo lleve a México; ilusión acaso inspirada en Raymond Roussel,
precursor perdurable, y que llegará a realizar visitando otros destinos y con
otras historias.
El acontecimiento
Por lo tanto todo está más o menos bien, suponemos que
asistimos a un momento de calma: Samich se ha sentado a leer en el lugar del
trópico donde decidió gastar los mejores años de su vida. Como es costumbre, la
luz se dilata y se revuelve de a ratos, igual a un proceso físico permanente.
Pero cuando Samich encuentra la frase de este Cortázar, informando al amigo de
Bolívar que el número de teléfono de su casa está en la guía, y que no tiene
más que fijarse allí para llamarlo y así encontrarse los dos cuando este señor
de apellido Gagliardi pase por Buenos Aires, algo irrumpe y sacude la calma que
lo tiene adormecido. A Samich lo asalta un ataque fulminante de nostalgia y un
arrebatado sentimiento de extinción.
Esto ocurre en el año 2000. Samich hace cuentas y concluye
que han pasado más de seis décadas desde aquella carta del mes de enero. Y sin
embargo la frase directa, la apelación a la guía como un medio a la mano para
dar con otra persona, le inspira un sentido de convivencia urbana y a la vez
doméstica, de contigüidad, más bien de vecindad, que tenía sepultado y
encuentra vivo a pesar del tiempo transcurrido. Podemos imaginar los
pensamientos que ocupan a Samich. En primer lugar quisiera saber la dirección
de Cortázar. No tanto el número de teléfono, una referencia caduca y muda en
definitiva, sino el domicilio, la clave traducible al preciso lugar donde este
Cortázar, el autor de la carta, vivió y soportó aquellos largos veranos. Es
como si Samich asumiera el papel de un Gagliardi incompleto, o mejor aún, como
si en efecto el pedido de Cortázar hubiese llegado hasta él a través de
Gagliardi.
En el año 2000 todavía no ha estallado la recordada crisis
social que hundió todavía más al país en la catástrofe, pero las señales de un
derrumbe sin pausa y multifacético que viene recibiendo desde hace mucho
tiempo, llevan a Samich a sentirse emocionado frente a cualquier signo de
convivencia proveniente del pasado. Desde su atalaya tropical de luz granulosa
es capaz de imaginar el instinto de preservación guardado en cualquier acto de
intercambio, y también es capaz de suponer la desesperación creciente frente a
la cual toda amenidad antigua es valorada como un tesoro.
Ahora la historia da un nuevo salto. Samich ha decidido
viajar a Buenos Aires. Pese a los años que lleva viviendo en el otro
hemisferio, volvió al país muy pocas veces. Todavía no conoce la frase del
famoso Leonardo Sciascia. Sciascia cuenta las desventuras de un emigrante
siciliano del siglo XIX, y pone en su boca una sentencia que Samich adoptará
como lema y argumento de consolación. Aproximadamente la frase dice que quien
ha cometido el error de irse no puede cometer el error de volver. Samich va a
estremecerse cuando la encuentre, porque en su formulación verá sintéticamente
sellado su destino, sin apelación y sin prerrogativas posibles. No su futuro
práctico, sino su destino moral. Rumiará la frase durante largo tiempo, la dará
vuelta y tratará de adaptarla a distintas situaciones, siempre con éxito. Por
ejemplo, será capaz de imaginar que quien comete el error de irse de una
reunión a la que fue invitado, probablemente no pueda cometer el error de
volver. El error se pone de manifiesto cuando se repite, con la segunda acción,
que apunta a una enmienda; pero a la vez, sin primera acción no puede haber
segunda. Aún Samich no ha conocido la frase y por ello su situación de
destierro, como le gustaba decir a Cortázar en Bolívar, carece de profundidades
abstractas. La sentencia le va a enseñar que el error es uno solo y asume
distintas manifestaciones; aparte le enseñará el intrigante o capcioso uso de
ese “no puede”, no poder.
Mientras tanto, el avión ha aterrizado. Ahora Samich avanza
por la autopista elevada que lo trae del aeropuerto y observa la mezcla de
grises de las casas y edificios irregulares. Esa luz opaca con manchas de
grises le recuerda por contraste la atalaya donde vive y, asombrosamente,
ningún pensamiento o conclusión se desprende de eso. Planea resolver algunas
cuestiones prácticas y visitar apenas pueda la Biblioteca Nacional. Por ello,
al llegar a destino lo primero que hace es acercarse al teléfono para hablar
con su madre, que está esperando la llamada desde antes de que el avión
despegara. Después llama a su hermana, con quien se pone de acuerdo para
reunirse en la casa de la madre. Al rato, mientras está viajando tiene la
primera sensación extraña de esta visita, una sensación hasta ahora
completamente inédita. Percibe que lo invade un sentimiento de no pertenencia,
de separación o aislamiento, no sabe cómo llamarlo. Se siente igual a un
extranjero, descubre que no sabe nada del resto de los pasajeros en el
colectivo.
Podemos imaginar que no es eso lo que preocupa a Samich, para
quien no conocer a nadie es normal en cualquier circunstancia. Más bien, siente
que el lazo de compenetración con el lugar está desvanecido, se ha cortado por
la parte más débil. Es una sensación súbita y un poco amarga para la que no
tiene explicación. Ignora de dónde vienen y hacia dónde van las personas en el
colectivo –o si es capaz de imaginarlo, no entiende la cadena de hechos que
esas personas ejecutan, o en general ignora el significado o sentido profundo
de esos hechos–. Intuye por otra parte que algo ha ocurrido con las palabras
comunes, esas pocas decenas de palabras gracias a las cuales la gente sigue
ligada y se entiende.
La madre lo recibe muda y tomando mate, con un plato de
galletitas de agua junto a la pava. Como en otras ocasiones, Samich está seguro
de encontrar cosas en el mismo lugar donde las vio por última vez, varios años
antes. No se refiere a aquello que no se mueve ni cambia, sino a papeles o
bolígrafos, sobres, revistas o monedas. ¿Y si las cosas se detuvieran cuando
uno está ausente?, piensa. Piensa en dimensiones paralelas y relacionadas, en
túneles y conexiones invisibles, en postulaciones alternativas de la realidad.
Al rato llega su hermana. Parece cansada y después de un breve saludo se suma
al silencio de su madre.
Por decir algo, Samich informa que apenas pueda planea ir a
la Biblioteca Nacional, para adelantar una investigación que tiene entre manos.
Ellas no se interesan por la investigación, pero le preguntan qué colectivo lo
deja. Depende, contesta Samich. Depende del lugar desde donde uno vaya. Samich
no advierte que ha respondido mal; la pregunta se refería a qué colectivos
pasan por la Biblioteca. Y la respuesta equivocada de Samich confirma la
complicidad entre madre y hermana, que advierten el traspié pero siguen como si
nada. La Biblioteca es un lugar mentalmente alejado. Es un sitio icónico para
las dos, pero tan improbable en términos prácticos como la Casa de Gobierno o
el Autódromo. Ellas conocen cines, confiterías, hospitales y supermercados. Una
cantidad reducida de cada uno de ellos. A veces se detienen frente a una
librería; a veces van por la calle llevando grandes bolsas de nylon. Por eso,
mientras conversan la Biblioteca Nacional es para ellas una extensión de la
atalaya donde vive Samich, y los improbables colectivos que pasan cerca
equivalen a la luz difusa de aquella parte del trópico.
Samich por su parte prefiere aludir muy vagamente a lo de la
investigación, porque sentiría vergüenza de confesar la verdad si su madre lo
interrogara. Está seguro de que la hermana nunca le preguntará nada, aun cuando
no sea algo referido a la investigación (hace bastante que su hermana ha dejado
de hacerle preguntas), pero le mortificaría mucho más que ella conozca la
respuesta. Le cuesta calcular los años pasados desde su última visita al país.
Comienza el recuento y algo lo traba, como si fuera una operación abstracta y
enredada. Mientras tanto la madre le convida unos mates. Samich comprueba que
están fríos. Su madre ha tomado mate durante toda la vida y nunca supo
prepararlos. Si le dice que está frío, ella le pedirá que lo haga él. Es la
salvación que ha encontrado hace tiempo, que algún hijo ponga el agua y la
cuide. Pero como sabe que el mate es su punto más débil, mientras no se le diga
nada lo ceba con descuido, como para restarle importancia. Es lo contrario de
Samich, para quien la obediencia rigurosa del mate, tanto de la temperatura
como de la ronda o sus tiempos, es una de las premisas de las que depende el
mundo y a las que se esclavizó. (Podemos imaginar que el mundo se sostiene
mejor cuando piensa en él desde el otro hemisferio, porque el hemisferio llamado
Buenos Aires está sometido a las mismas leyes a las que Samich pertenece.)
En la calle, el asfalto se ablanda durante los días de
verano. Samich recuerda que Cortázar menciona el fenómeno, y se pregunta si en ese
enero de 1939 habrá pasado por el trance de pisar el pavimento bajo el sol de
las tardes. Se escuchan los colectivos desde la avenida y, casualmente, llega
el aroma un poco acre del alquitrán que una cuadrilla de obreros está
calentando para arreglar la calle. Los ha visto mientras esperaba que su madre
bajara a abrir la puerta; rellenan los baches servidos de palas y emparejan el
asfalto usando rastrillos, que deslizan con las puntas hacia arriba sobre la
superficie del suelo. Después se acerca otro operario que maneja una
apisonadora eléctrica, de ruido atronador. Los colectivos también son ruidosos,
y hacen vibrar las paredes. Pero madre y hermana no parecen escucharlos, se
mantienen como si nada, probablemente gracias a la costumbre. La hermana de
Samich no toma mate, quizá por eso se ha puesto en este momento a resolver un
sudoku. Lleva siempre varios cuadernillos en su cartera y en el pasado, cuando
el juego todavía no se había impuesto en el país, pedía que le consiguiera en
el otro hemisferio cuantos pudiera. Samich visitaba tiendas y librerías, pero
no podía encontrar demasiado porque para ese momento el sudoku tampoco allí era
muy conocido. Samich observa a la hermana y al verla abstraída piensa, con
optimismo, que si la madre pregunta en ese momento por la investigación que lo
ha traído a Buenos Aires, a lo mejor ella no escuchará la respuesta. Pero es
algo que no se produce, la madre no pregunta. La indiferencia de la madre
termina siendo decepcionante; Samich percibe cierto desafecto en su desinterés
por la investigación que lo ha llevado a Buenos Aires.
Días más tarde, Samich ya está prácticamente instalado en su
sitio de Buenos Aires, como si no fuera un recién llegado. Por lo tanto se
siente en condiciones de iniciar las consultas en la Biblioteca. Ha tenido
tiempo de recorrer los lugares más manifiestos de la ciudad, por lo menos los
más manifiestos para él. La avenida Corrientes y la zona del centro, la calle
Alem, el barrio de Congreso y de San Cristóbal; Villa Crespo y Parque
Patricios. Una tarde tomó el antiguo Ferrocarril Sarmiento, se bajó primero en
Haedo y después en Morón, donde caminó por la plaza. Ante la ciudad tenía
imágenes muy precisas del pasado, recuerdos vigentes, referidos a alguien que
era él mismo, cuya continuidad en la conciencia un poco exterior de Samich tropezaba
sin embargo con la propia duración de esos recuerdos, produciéndose un efecto
de divergencia. Era así que pasaba por la experiencia común de sentir que los
recuerdos propios pertenecen a un tercero. Trataba de ponerse en la piel de
alguien que lo ignora todo sobre la ciudad y que observa cada detalle por
primera vez. Pero no lo hacía para ilusionarse con una vida distinta ni buscaba
ser otro: intentaba evadir el mandato del pasado, que pese a los cambios
físicos y a las nuevas condiciones de lo visible, le señalaba a cada momento
que Samich era de ahí, que sencillamente las cosas tenían mejor memoria que él.
Siempre había despreciado el elogio de los lugares, las
idealizaciones del paisaje conocido le parecían en general aborrecibles y
todavía peor le parecían las miradas enternecidas hacia el pasado. Y nada lo
llevaba a cambiar de opinión, al contrario, la ciudad había sido antes nefasta
en varios sentidos, nunca por otra parte había dejado de ser tortuosa, y ahora
comprobaba que en todo lo malo lo seguía siendo todavía más y era infinitamente
peor. Se ponía a pensar; lo único que salvaba su vínculo con la ciudad eran los
colectivos, esas cápsulas móviles.
Colectivos
Desde que tenía memoria (esa categoría específica de los
recuerdos que es la memoria urbana) Samich se había sentido atraído por la
naturaleza episódica de los colectivos, una presencia flotante basada en
apariciones discontinuas. Y su entusiasmo tomó forma definitiva de un modo
paradójico, la tarde en que literalmente asistió a la extinción de una línea,
luego de un periodo de prolongada agonía. La línea atravesaba Villa Crespo
proveniente de Retiro, y tenía demoras cada vez más habituales, que para él
significaban lagunas de tiempo pasibles de resolverse de la manera más
imprevista. A Samich jamás le importó esperar –siempre sintió que los demás, o
lo demás en general, era aquello cuyo objeto básico era disponer del tiempo que
de una manera u otra le había sido asignado–. Así, un día le tocó esperar tres
horas en la parada. Tiempo después, la tarde de la defección, esperó cinco
horas. Por entonces Samich estaba dejando la infancia, la abuela le había
ordenado que llegue a la hora del mate. Cuando llevaba tres horas y media de
espera, vio pasar el colectivo en dirección contraria, cosa que le hizo creer
que dentro de poco llegaría el que esperaba (los colectivos propiciaban también
esas creencias mágicas), o que, en todo caso, ese mismo coche haría rato
después el camino de vuelta. Pero no fue así, nunca apareció y Samich supo que
jamás volvería a cruzarse con esa línea. (Aparte, entendió que este tipo de
desenlace era propio de los colectivos, porque desaparecía algo no anclado en
ningún lugar en concreto. Las cabeceras eran para él lo menos intrigante, lo
esencial pasaba por el principio de manifestación en el que los colectivos
asentaban su dominio: en la calle vacía y oscura, o poblada y febril, cuando de
pronto tomaba forma esa cápsula móvil, lanzada como un robot, que se ocupaba de
conectar lugares arbitrariamente prefijados, como si se tratara de episodios
basados en apariciones recurrentes.)
Podemos imaginar lo que diría Samich de las ciudades en
general y de Buenos Aires en particular: que desprecia los mapas y cree
solamente en los recorridos de los colectivos. Los mapas son redundantes e
insuficientes a la vez. Únicamente los colectivos se le revelaron como
entidades anfibias, entre abstractas y tangibles, bajo la forma de dioramas
mentales que resultaban de la trayectoria figurada de cada línea. También se
presentaban como muestras de coloraciones combinadas. Porque Samich cree,
aparte, que las líneas de colectivos fueron las desinteresadas benefactoras de
la única educación cromática que recibió. Los colectivos como módulos
coloreados que atraviesan las calles. El rojo de una línea no era igual al de
otra, como tampoco los tonos de azules, grises o verdes de las distintas
compañías. Y aparte, para mayor variación, existían las fronteras de los
colores, que dependiendo del diseño del coche se resolvían de distintos modos,
y también estaban las rayas que delineaban las superficies, etc. Todo eso
identificaba los coches a primera vista, sin necesidad de precisar el número de
que se trataba.
Los dioramas mentales tomaban forma entonces a la manera de
trazos abstractos, eran las conexiones de las rutas entre los puntos de la
ciudad, que se resolvían o graficaban, también imaginariamente, como vehículos
coloreados parecidos a miniaturas acercándose y alejándose dentro del diseño
fijo de las calles. Y encima estaban los números, caprichosos e imprevisibles,
que no respondían a nada en concreto sino a su papel de pura denominación. Así,
la trinidad formada por color, número y recorrido articulaba los dioramas.
Samich despreciaba los agregados ornamentales. Tanto los espejos bicelados, las
cortinitas de terciopelo con borlas, y en especial el fileteado eran elementos
que siempre le habían parecido recursos no esenciales y, desde otro punto de
vista, efusiones demasiado rutinarias. Sentía admiración por la sencilla
individualidad de cada compañía, cada una con su perfil y su propia combinación
de colores, frente a lo cual los fileteados y adornos en general venían a ser
el acento decorativo que amenazaba con uniformar lo que, según su criterio, era
maravillosamente diverso.
Esa suerte de conexión invisible entre puntos lejanos de la
ciudad, como si se tratara de regueros flotantes tan solo ciertos para quien
los conoce o puede verlos, a Samich le parecía extraordinaria en la medida en
que superaba la configuración de las calles, o incluso más, a veces la
desmentía o perfeccionaba. Era la naturaleza trascendente de los colectivos, de
la cual cada diorama resultaba la única representación material posible. Entre
el caótico dibujo resultante si combinaba diferentes líneas, y entre las
exageradas distancias o trayectos bizarros de recorridos vigentes, Samich
prefería las opciones más sencillas, por ejemplo la constante rutina del par de
líneas unidas por sus rutas inversas y el rojo desleído de los coches, casi
color rosado, sin fantasías ni mayores combinaciones decorativas, que en esa
época llevaban en los letreros frontales los colectivos 311 y 312. Eran líneas
de recorridos circulares y solidarios, cada número obligado a permanentes
viajes de ida. Más tarde se transformaron en el 61 y 62. Y con el cambio de
número, así como con los de otras compañías, se le hizo evidente a Samich la
curiosa virtud de todo nombre, puesta más de manifiesto con casos como estos,
ya que los números, cualesquiera fueran, se traducían como una sucesión
intermitente de puntos sobre la superficie física de la ciudad que de otro
modo, de no existir esa línea de colectivos, no se habría dibujado.
Los números representaban vínculos. Podemos imaginar a Samich
abocado durante cierto tiempo a desandar el trayecto de una línea de colectivos,
sin otro argumento ni intención que conocer la ruta desde otra altura de la
mirada y a distinta velocidad. Pero la paradoja de las rutas de colectivo
consistía en que mentalmente era como mejor se ponían de manifiesto: trayectos
e imágenes combinados aparecían en la cabeza de Samich con la claridad de un
diagrama. Le fascinaba vincular sitios de la ciudad a través de esos
recorridos, porque eran algo así como postulaciones de simultaneidad, una
materia prima de la ficción urbana, la vida sincronizada y las infinitas
posibilidades de la casualidad. A veces competía con los demás en encontrar el
viaje, la conexión más sencilla entre varios puntos. Y especialmente amaba los
colectivos durante los veranos, cuando se convertían en observatorios
ambulantes a través de la ciudad callada, también un poco deshabitada por al
calor y la ausencia de gente, y cuando tanto las cosas visibles como las
ocultas asumían un carácter abstracto, sobre todo saturadas de lentitud y
cansadas de la luz prolongada por la duración de los días.
No obstante, esos recuerdos resultan un poco grises para
Samich: dada su irrevocable ignorancia de las claves del paisaje actual, la
memoria es casi la única cosa que lo vincula a la ciudad vigente. Mientras
tanto supone que si tuviera que viajar del antiguo edificio de la Biblioteca
Nacional, ubicado en la calle México, al edificio actual, cerca de Avenida del
Libertador, tendría varias opciones. Entre ellas el 130; debería bajar por
México hasta Paseo Colón. Otra posibilidad sería caminar en dirección
contraria, hasta Bernardo de Irigoyen, para esperar el 59. Sabe que no existe
línea perfecta para unir ambos sitios. De la casa de su madre tendría el 92,
una línea magnífica según su opinión, casi sublime, de recorrido diverso e
incansable, también muy apreciada por Samich gracias a sus colores.
Biblioteca
Ahora está a punto de llegar a la sede de Plaza Francia. Es
posible imaginar sus impresiones. Mientras se acerca ve la Biblioteca maciza y
dura como un búnker. Siente que el largo viaje desde el trópico estará
justificado dentro de un breve rato. Decidió tomar un colectivo que va por Las
Heras, por eso camina a través de la explanada trasera del edificio, desde
donde puede ver la biblioteca como una mole rodeada de silencio, con el frente despejado hacia el declive armonioso del antiguo río.
También
es posible imaginar los sentimientos de Samich cuando entra. En ese momento,
para él no hay saber más importante que valga la pena ser protegido y atesorado
que la antigua dirección de Cortázar. Completa la planilla de visitante y comienza a vagar por
el hall de entrada. Actúa como si todo le interesara: los afiches e
informaciones en las paredes, las vitrinas con folletos y publicaciones, los
carteles de advertencia, las señales, etc. Es su oportunidad para creerse
extranjero, porque también para él, aunque por distintos motivos, en un punto
la Biblioteca ha terminado siendo un lugar imposible y se ha convertido en mero
ícono aproximativo. Sin embargo –Samich atisba esto en un hilo de pensamiento–
¿no ocurre lo mismo con la ciudad en su conjunto? ¿No es todo Buenos Aires, o
sea las personas, cosas y geografía puestas en funcionamiento continuado y
sincronizado, un signo de otra cosa, una vida que se mueve hacia adelante
porque todos creen en los símbolos contradictorios que produce? Samich actúa en
el hall de entrada como si le interesara todo, pero en realidad no le interesa
nada. Conserva la conducta del curioso tan solo como vestigio ritual. Se siente
confundido: la misma aprensión que lo llevaba a ocultar a su madre el tema de
su investigación, ahora lo empuja a querer disimularlo. No obstante en algún
momento deberá decir qué ha ido a buscar.
Arrastrado por la vergüenza termina llegando al guardarropa,
donde una empleada silenciosa espera que avance el día. Casi todos los
casilleros se ven vacíos, así que Samich puede elegir dónde guardar lo poco que
lleva. Apenas cierra el suyo se le ocurre lo inopinado, el acto que después no
tendrá explicación. No sabe si para sacar un tema de charla o para evadir el
momento de la verdad, le pregunta a la empleada dónde puede consultar guías
telefónicas. Samich está a punto de contarle todo; quiere empezar por la carta
del año 39, seguir con la vocación viajera de Cortázar y terminar con lo que él
mismo sintió frente a la conmovedora mención de la guía. La empleada lo mira un
momento y luego baja la vista a unas planillas que tiene sobre el mostrador,
que no son sino copias del mismo croquis de los armarios numerados del
guardarropa. Viste un guardapolvo que parece gris, pero que también puede ser
beige. Tiene los ojos de color muy claro, casi blancos. Después de pensar un
momento, la empleada dice que en la biblioteca, las guías se consultan en la
biblioteca. Podemos imaginar que pocas veces le han preguntado por un material
específico, y que por eso aprovecha la curiosidad de alguien irremediablemente
distraído como Samich para responder con convicción.
Por su parte, Samich es un hombre vencido por las
circunstancias. En este caso ha renunciado a pensar. Toma la respuesta por
cierta y se dirige a la biblioteca. En los ficheros no encuentra el material
que busca. Entonces pregunta a un empleado, que primero lo mira extrañado y
después quiere saber por qué busca allí las guías de teléfonos. Samich siente
que se va creando una trama un tanto insidiosa, con la previsible finalidad de
ocultar la dirección de Cortázar. Responde que una empleada le ha dicho que
están allí. Entonces el empleado dice que espere. Lleva un guardapolvo parecido
al de la otra mujer y cuando habla da la impresión de estar pensando en otra
cosa. Samich no cree que realmente piense en otra cosa, sino que asume un gesto
de concentración excesiva, como si no pudiera apartarse del último pensamiento
o del significado de lo que estaba haciendo, etc. Enseguida, al volver, le
indica a Samich que se dirija a la supervisora, quien lo espera en una especie
de antesala vidriada rodeada de varios escritorios ocupados por otros
empleados.
La supervisora no le saca los ojos de encima, como si él,
Samich, fuera un caso curioso. Lo primero que le pregunta es qué busca. Samich
responde que está interesado en leer las guías telefónicas de los años 30. Está
a punto de contar su encuentro con la carta de Cortázar y todo lo demás, pero
advierte lo inopinado de la palabra leer y entonces aclara que las quiere
consultar. Pero al corregirse produce una ambigüedad mayor, ya que cualquiera
advierte que leer en este caso significa consultar, tornando sospechosa, por
innecesaria, cualquier aclaración. ¿Acaso Samich piensa que alguien podría
estar dispuesto a leer las guías telefónicas? En este momento ocurre algo
curioso, porque es como si la supervisora comprendiera que cuenta con sobrados
motivos para impacientarse y desechar esta situación baladí; pero sin embargo
no lo hace, toma la ignorancia de Samich como un malentendido subsanable y al
mismo Samich como una persona capaz de enmendarse. Entonces le pregunta si ha
ido a la hemeroteca. Ante esto se produce una especie de cataclismo controlado.
Recién ahora despabilado después de dejar su atalaya varios días antes, es como
si Samich escuchara la palabra hemeroteca por primera vez, luego de tenerla
olvidada. Samich entiende que debía habérsele ocurrido antes, pero para ocultar
su error dice que sí, que de la hemeroteca lo mandaron a la biblioteca. Durante
un instante se le pasó por la cabeza confesar que había preguntado en el
guardarropa, pero siendo, como creía ser, un ser fronterizo en esta ciudad, un
testigo proveniente de la geografía del pasado, no estaba en condiciones de
enfrentar ningún desajuste que pudiera apartarlo todavía más.
La supervisora pregunta entonces quién fue. No tanto para
encontrar un responsable, supone Samich, sino para aprovechar lo ocurrido y
extender a otras personas la labor de enmienda. Samich intenta describir a la
mujer del guardarropa. Habla de sus ojos claros y de su baja estatura. Y cuando
está por decir algo sobre su cabello descubre el increíble parecido de esa
mujer con una famosa viuda, la más famosa viuda del más famoso escritor argentino.
Es una asociación infeliz que beneficia a Samich, porque ahora se mezclan ambas
personas en su recuerdo y no sabe qué aspecto corresponde a cada quién. Ante la
evidente dificultad de la descripción, la supervisora decide tomar el teléfono.
Mientras espera que atiendan tranquiliza por lo bajo a Samich: quiere confirmar
la disponibilidad del material buscado. Samich agradece la ecuanimidad de la
supervisora: en la biblioteca toda página es por definición un material.
Ahora Samich ha llegado a la hemeroteca, está sentado frente
a un largo escritorio mientras espera que suban el pedido. Media hora más tarde
consulta, o lee, una vieja guía de teléfonos de Buenos Aires. Siente que es la
primera persona que la abre en más de 60 años, y pese a ello no logra entender
por qué parece tan usada. La sala de lectura está casi vacía, en el extremo
opuesto un lector se afana ante su atril repasando grandes volúmenes que
contienen entregas de algún viejo periódico. Samich recibe una guía por vez. El
empleado le ha sugerido que pida todos los años que busca, así quedan listos
para entregárselos. Los irán subiendo a medida que devuelva los ya revisados.
Podemos imaginar el ánimo de Samich al acercarse a la
hemeroteca. Mientras se aproximaba al mostrador, en medio de ese ambiente y
rodeado de nada, adivinó que lo estaban esperando. Supuso que la supervisora
había llamado, en primer lugar para verificar si hubo alguien que preguntara
por las guías telefónicas. Y todos debieron extrañarse al saber que Samich
decía haberlo hecho, cuando en realidad parecía que no era así. ¿Por qué
asegurar algo que no era cierto? Fueron incapaces de imaginar una respuesta. En
todo caso, el supervisor había advertido que el hombre de las guías, o el tipo
de las guías, como supone Samich que comenzaron a llamarlo, se dirigía hacia
allí.
Las guías telefónicas entregan la información que se les pide,
en este sentido Samich piensa que son inobjetables. Pero a la vez forman un
cuadro colectivo; así como son, mudas a su manera, hablan de la ciudad más de lo
que muestran. Frente a ellas Samich no piensa en casi nada fuera de su propia
curiosidad de lector intermitente. Supone que está frente a un tipo de material
ambiguo, ilustrativo y misterioso, tanto que no sabe si decir que también
parece un poco inútil. Evidentemente, es lo que Samich ha decidido leer, la
consecuencia práctica de buscar libros en los que “la vida se muestre sin
interferencias”. Hay años extraviados o definitivamente perdidos; el primero
que ha pedido es uno de ellos, el 1939, correspondiente a la carta. No obstante
Cortázar ya figuraba en la guía de 1938. Una pregunta que se hace Samich:
¿cuándo se imprimían las guías?; porque si la carta fue escrita en enero,
naturalmente Cortázar debía estar hablando de la guía del año 38. Samich piensa
en el 146 o el 105; Cortázar tomaría alguno de los dos en sus viajes al centro,
al Pasaje Güemes por ejemplo. Su dirección era Artigas 3246 y el teléfono era
el 50 Villa Devoto 4765.
Los números telefónicos incluían entonces el nombre de la
central. Días más tarde Samich tomará uno de esos colectivos y llegará a una
zona que a primera vista parece un reducto de viviendas junto a la gran
avenida. Unas pocas manzanas aisladas, de calles cortas y medio curvas, como
una colonia de vacaciones, con casas que tienen cierto aire común, todo a
escala pequeña. Una de esas calles que corta Artigas a pocos metros de los
terrenos del Club Comunicaciones, lleva el nombre, Samich no sabrá desde
cuándo, del autor de la carta. Ahora es posible decir “Artigas y Cortázar”, pensará
Samich. Al contrario de otras paralelas que atraviesan bastante indemnes esta
zona de diagonales y terrenos gigantes, la calle Artigas no ha tenido mucha
suerte, aún pese a provenir de la misma Plaza Flores. A esta altura se
interrumpe algunas veces frente a cortadas, paredones o vías de ferrocarril.
Es posible suponer que Samich esté tentado de encontrar una
clave esencial, o definitoria, en las posibles combinatorias alfanuméricas del
teléfono de Cortázar. Números y palabras, números y zonas, activan mejor la
imaginación. Pero no lo hace. Acaso le parece un juego demasiado sencillo, una
guía de procedimientos que quizá no conduzca a nada fuera de su propia
justificación. Samich sólo piensa en otros números, los de los colectivos. En
los días previos, mientras se dedicó a recorrer Buenos Aires montado en ellos,
sintió una especial debilidad por los barrios de las comunidades. Se internaba
en el barrio coreano, desde donde pasaba al de los bolivianos. Iba al barrio
chino y después al peruano. Conocía bien los vestigios del barrio judío. Y una
curiosa felicidad o plenitud lo arrastraba hacia esos sitios, porque sentía que
solamente allí su curiosidad era capaz de activarse. No era que las cosas
parecieran más auténticas, sino que se mostraban más relevantes. Buenos Aires
agonizaba entre lo indiferenciado y lo diferido, y solamente los así llamados
extranjeros podían venir al rescate.
Trama
Esto supone Samich ante las guías telefónicas. Sabe que la
trama de números, nombres y direcciones le inspiran una curiosidad distinta. En
este caso es la curiosidad del indiferente. Samich, el curioso indiferente. Ya
develó el misterio que lo ha intrigado desde que leyera las cartas del gran
escritor, y ahora que se encuentra con las manos vacías, para decirlo de algún
modo, porque el resultado ha sido rápido, bastante escueto y sobre todo mudo,
no más que un domicilio y un número de teléfono antiguo, supone que puede
seguir asomándose a esa ciudad exhibida como clave de calles y centrales
telefónicas.
Decide entonces ocuparse de una empresa mayor. Emplea su
memoria accidentada de lector discontinuo para efectuar un recuento y de este
modo ampliar su investigación. Serán por otra parte las mismas palabras con que
justificará ante su madre los nuevos viajes a la Biblioteca, no tanto para
inspirar su curiosidad como para arraigar definitivamente en ella la idea de
que se encuentra dedicado a asuntos de importancia especial. Samich improvisa
mentalmente una lista de nombres y autores, los primeros que es capaz de
recordar, y comienza con la letra A. No encuentra a Roberto Arlt, pero lee en
la guía del año 37 que un Pablo H. Arlt residía en la calle Posadas 1556 y
contestaba el teléfono 41 Plaza 8409.
La letra B es más prolífica. Busca a Enrique Banchs, Leónidas
Barletta, Francisco Luis Bernárdez, José Bianco, Adolfo Bioy Casares y
lógicamente a Borges. En 1932, Banchs vive en el barrio de Colegiales (Delgado
835). Bajo el nombre Barletta aparece una mujer (Amelia O. de Barletta) –Samich
en su afán de encontrar coincidencias pretende que sea la esposa –, que en el
año 37 vive en Cangallo 1228, curiosamente, piensa Samich, el mismo lugar donde
30 años después tendrá sede una gran editorial. Con Bernárdez tampoco hay mucha
suerte, ya que figura, en el mismo año de 1937, una tal “familia Bernárdez” en
Centenera 1214. Siguiendo, hay un José Bianco en Paysandú 984; pero dado que
puede tratarse de un nombre frecuente, Samich no sabe si tomar por cierta esta
información. No se imagina a Bianco viviendo La Paternal, pero si se pone a
pensar supone que puede no haber sido improbable. Con Bioy Casares le va mejor:
le corresponde con toda certeza el 174 de Quintana; pero le intriga que entre
el año 32 y el año 37 haya cambiado de número de teléfono, manteniendo la misma
dirección: pasó del 44 Juncal 2310 al 44 Juncal 2046. A Borges no lo encontró,
aunque sí a su dedicada madre: Leonor Acevedo de Borges pasó de Pueyrredón 2190
en el año 38 a Anchorena 1670 en el año 40, logrando sin embargo conservar el
mismo número de teléfono: 41 Plaza 5384. Así Samich fue buscando otros nombres,
teléfonos y direcciones.
Podemos suponer que Samich está absorbido por el silencio de
la biblioteca. Cada tanto se levanta como un sonámbulo para entregar la guía
que ha terminado de leer y retirar la siguiente. No puede creer que una
investigación consista en esto. Y también piensa en otra cosa: le mortifica
imaginar qué pensará sobre su pesquisa el empleado de la sección. Samich
recapacita y da con la frase del pasado, escondida en el fondo de su idioma.
“Hay cada uno…”. Un momento después sigue. En 1938, Arturo Cerretani vive en la
calle General Eugenio Garzón, a una cuadra del Parque Avellaneda –o, como
prefiere llamarlo en sus libros, la Quinta Olivera–; además, según dice la guía
del año 32, a Atilio Chiáppori se lo encuentra en la avenida Las Heras, a pocos
metros del Hospital Rivadavia. Son puntos alejados, pero Samich intuye que el
92, ese gran colectivo, previsiblemente, los acercaría bastante. Samich observa
que durante el mismo año 32, Enrique Santos Discépolo y Manuel Gálvez vivieron
a poca distancia, cerca del Congreso. El primero en Cangallo 1757 (a cinco
cuadras de la supuesta mujer de Barletta), y el segundo en Callao 360. Pero en
el año 37, Gálvez se muda a la avenida Santa Fe, en Palermo. Samich continúa
con la letra G y de inmediato el mapa de Buenos se amplía bastante. El así
llamado Álvaro Yunque vive, en el año 32, en Sarandí 965, mientras que Alberto
Gerchunoff está en San Martín 569. Todavía seguirá en el barrio en 1937, aunque
mudado a Sarmiento 212, curiosamente ambos domicilios a dos cuadras de donde
bastante tiempo después encontrará la muerte.
En 1933, Oliverio Girondo vive sobre Corrientes, en el número
915, y para los años 37 y 38 se ha trasladado, debido al Obelisco, a Suipacha
1440, cerca de Libertador. Los González Tuñón (en la guía dice “Familia
González Tuñón”) ocupaban el 578 de Yapeyú en el año 32, y el 709 de Pueyrredón
en 1937. En un hipotético viaje entre ambos sitios, Samich piensa que el actual
115 podría servir. Roberto Giusti es el primer escritor que, según esta
búsqueda, aparece en el año 32 en la provincia, calle José Manuel Estrada 2236,
a una cuadra de la estación Martínez. Samich encuentra también que, en 1932, la
“Familia Ingenieros” vive en Cangallo 1544, o sea, a tres cuadras de la mujer
de Barletta y a dos de la casa de Gálvez. Leopoldo Lugones tampoco está lejos,
Callao 676 en 1932, aunque en 1937, como si se tratara de la mudanza postrera,
aparece en Santa Fe 1391. Previsiblemente, Leopoldo Marechal vive en su
legendaria calle Monte Egmont en 1932, frente a la mítica curtiembre de
entonces, y en 1938 ha pasado a Rivadavia 2341, entre Congreso y Once. Samich
une ambos puntos: el 19 es una buena opción, o mejor, el 105. Roberto Mariani
también se muda: va de Potosí 4260 en 1932, a pocas cuadras del Parque
Centenario y frente al Hospital Italiano, a Boulogne Sur Mer 282, cerca del
Mercado de Abasto. Ezequiel Martínez Estrada no se muda, pero al igual que Bioy
Casares cambia misteriosamente de número de teléfono: en el año 32 tiene, en
Lavalle 166, el 31 Retiro 0304, y en 1937 atiende el 31 Retiro 1457.
Podemos imaginar lo que Samich imagina: individuos solidarios
con Cortázar, que se apuran por cotejar la verdad en las guías telefónicas para
que los visitantes de afuera puedan llamarlos, si quieren. Samich también
imagina a cada escritor de Buenos Aires repitiendo la fórmula escrita, donde se
mezcla una cuota de confianza y de accesibilidad, con otra dosis de tono
mundano, que dice aproximadamente: “Búsqueme en la guía, donde otros han puesto
mis datos por mí”. El caso de Gustavo Martínez Zuviría en el año 1932 resulta
para Samich un poco curioso, porque tiene como domicilio el lugar del que es
director, la Biblioteca Nacional, por entonces en la sede de la calle México
564. El teléfono que figura como suyo es el 33 Avenida 0824.
Samich vuelve otro día a la Biblioteca Nacional, precisa
completar su raid telefónico. Pasa con rapidez por las hermanas Ocampo.
(Silvina vive en el 1650 de Posadas, ya desde entonces permanente, y Victoria
se localiza duraderamente en la famosa casa de Rufino de Elizalde 2829 en el
año 32, y 2847 en el año 38; mantiene el mismo número de teléfono: 71 Palermo
3671. Y Samich se pregunta por este cambio de pocos metros, en la misma cuadra,
si no encubrirá algo importante, o al contrario si no significará algo menor.)
Más tarde, ubica a María Rosa Oliver en Guido 1521, no lejos de su amiga
Silvina, y encuentra a Nicolás Olivari viviendo en pleno Once: Valentín Gómez
2610. Samich piensa que el 124 podía llevar a Olivari a la casa de Oliver. Por
su parte, Aníbal Ponce ocupa, en 1932, el 705 de Suipacha, y Bernardo Verbitsky
vive en 1940 en la calle Quito 3971, a dos cuadras de donde habían estado, años
antes, los González Tuñón.
Desenlace
La historia da ahora otro salto, aunque corto. Samich está
abocado a una etapa de verificación empírica. Lleva anotadas varias direcciones
y va de un lado a otro de la ciudad. Camina cuando se trata de puntos cercanos
o toma colectivos cuando son lejanos. Si uno lo ve, piensa en alguien absorbido
por una actividad burocrática, o por lo menos una actividad hacia la que se
siente obligado. En realidad, uno imagina que Samich busca reponer un mundo
acotado de seres antiguos. Por ejemplo, acaba de dejar las manzanas aisladas
donde vivió Cortázar y se dirige a Navarro 3528, vieja casa del recordado
Lorenzo Stanchina. Hasta donde Samich alcanzó a ver, es el escritor más
próximo, unas nueve cuadras si aprovecha la diagonal de la Avenida San Martín.
Entiende que no vale la pena subirse a un colectivo. Como si se tratara de un
ejercicio de ficción, esas direcciones son las únicas señales sobrevivientes
del pasado, que sin embargo precisan de las guías telefónicas para presentarse
como documentos en la mente de Samich. Para la mente de Samich, las guías
respaldarían las direcciones, y los lugares físicos vendrían a ser las pruebas
de las guías. Pero ocurre que ya casi nada de eso existe…
Podemos suponer que acá es cuando Samich opta por abandonar
su pensamiento y plegarse a la sucesión indiferente del paisaje de Buenos
Aires. En las novelas de Stanchina está también el Pasaje Güemes, asociado a
los mismos motivos prostibularios que en Cortázar. Samich imagina a Buenos
Aires como una extensa colonia de escritores, el territorio temático donde
intercambian números de teléfonos, comidas, fotografías y conversaciones. La
ciudad vendría a ser el escenario, y como tal elemento central y a la vez
accesorio. Podemos imaginar que Samich siente haber llegado tarde a la colonia,
o intuye haber consultado fuentes demasiado atrasadas.
En unos días volverá a su atalaya tropical. Allí distinguirá
la luz cremosa y le parecerá poco creíble que cierta lejana comunidad de seres
urbanos utilice, en ausencia suya, colectivos y teléfonos para comunicarse.
Como si copiaran costumbres de tiempos lejanos mientras simulan aplazar las
acciones verdaderas hasta el próximo regreso del testigo. Cosa que éste,
tampoco sin mejores opciones a la mano, agradece.
Notas bibliográficas
1. Entrada Sergio Chejfec. En Sergio Chejfec.
Trayectorias de una escritura (Edición de Dianna C. Niebyski), quince autores
de diferentes nacionalidades analizan la totalidad de su obra. Wikipedia
2. Daniel Gigena ,
Sergio Chejfec: "Escribir es el resultado de una operación de la voluntad". LA NACION, LUNES 03 DE AGOSTO DE 2015
3. Ídem., Daniel Gigena
4.Así como también ese intento
de mapear calles de Buenos Aires con base a las direcciones antiguas de los más
representativos escritores argentinos, nos recuerdan la ciudad de Boston. Especialmente sus rutas
para transeúntes y turistas. Línea azul y la línea roja, pintadas en las aceras
y calles, las cuales conectan los
lugares históricos, monumentos museos,
parques, Jardines, y las casas de personajes históricos, una buen aparte en el downtown.
Así que con solo seguir la línea azul o rojo un turista llega a un sitio
histórico ,por ejemplo la línea roja «The Freedom Trail», un camino que
conecta 18 puntos de referencia histórica de la ciudad y que está claramente
señalizado para que vayamos siguiendo la línea roja. Un buen lugar para
comenzar a andar es el centro para visitantes: Boston National Historic Park ,
etc. Una línea roja pintada en el suelo
conduce al cementerio de Granary, donde reposan tres firmantes de la
declaración de independencia, nueve gobernadores de Massachusetts, los padres
de Benjamin Franklin, Paul Revere y Peter Faneuil, nombres claves en la
historia americana. Muy cerca están la capilla y el cementerio del Rey, con la
tumba de Elizabeth Pain, inspiradora de Nathaniel Hawthorne para su novela La
letra escarlata. Old State House, construido en 1713, es uno de los edificios
más antiguos del país,etc »
Consecuencia y triunfo de la mente pragmática norteamericana y de William James, al trasladar hilos del lienzo histórico y fundirlos en la vida y bullicio cotidiano de las calles. No sabemos si otras ciudades norteamericanas han emulado el ejemplo bostoniano; por ejemplo, la ciudad de Washington con su fabuloso y monumental Mall, (no de comidas rápidas o centro comercial, sino un complejo histórico cultural, plagado de monumentos, museos y áreas verdes). Y que comienza con el capitolio y termina con el monumento a Lincoln. Aunque ahí tal vez no es necesaria hacer rutas de colores, porque todo el complejo está contenidas en una solo franja, y dentro de ella las edificaciones van una tras otra o a los flancos como la Casa Blanca. Tampoco sabemos si en los países latinoamericanos, tan llena de centros históricos y de espacios públicos por recuperar, una idea de esta naturaleza, prendera. Pero no sabemos de ninguna capital del continente que haya implementado tal idea.
Consecuencia y triunfo de la mente pragmática norteamericana y de William James, al trasladar hilos del lienzo histórico y fundirlos en la vida y bullicio cotidiano de las calles. No sabemos si otras ciudades norteamericanas han emulado el ejemplo bostoniano; por ejemplo, la ciudad de Washington con su fabuloso y monumental Mall, (no de comidas rápidas o centro comercial, sino un complejo histórico cultural, plagado de monumentos, museos y áreas verdes). Y que comienza con el capitolio y termina con el monumento a Lincoln. Aunque ahí tal vez no es necesaria hacer rutas de colores, porque todo el complejo está contenidas en una solo franja, y dentro de ella las edificaciones van una tras otra o a los flancos como la Casa Blanca. Tampoco sabemos si en los países latinoamericanos, tan llena de centros históricos y de espacios públicos por recuperar, una idea de esta naturaleza, prendera. Pero no sabemos de ninguna capital del continente que haya implementado tal idea.
5. Aunque sea solo como un somero de análisis de literatura
comparada, resulta pertinente esa inquietud que despiertas el deseo o búsqueda
por las personas o cosas remotas. Decía Melville: «“Me atormenta una perdurable inquietud por las cosas remotas”.
Este llamamiento doloroso de otros tiempos apareció muy pronto en su infancia. “En la casa teníamos
varios muebles”, dice hablando de su primer año que habían sido importados
de Europa. “Los examinaba una y otra vez,
preguntándome como había crecido la madera; si seguían vivos el artesano a que los
habían hecho, y que estarían haciendo en esos momentos.”» Raymond Weaver.
Introducción, Herman Melville. Benito Cereno, Las Encantadas, Bartebly
El Escribiente, Billy Budd. Traducción de Lesmes Zabal S. Editorial Navarro,
1968,p.18
Créditos
Texto de cuento El
testigo de Blog de Enrique Vilas-Mata
Ilustraciones
Sergio Chajfec, foto por Alejandro Guyot Diario La Nación, argentina
Panorámica
de Buenos Aires, foto Google Imagen
Mapa de
lugares donde vivió o dedicados a Cortázar, Google Mapas.