Plaza de las palabras presenta un cuento de Alice Munro, (1931), escritora canadiense, premio nobel 2013. Post que da continuación a la entrada Tres cuentistas universales: Mansfield,
Denisen y Munro. En esta secuencia, se publicó el cuento La mosca de Katherine Mansfield y El festín de Babette de Isak Denisen.l . En esta ocasión de Munro, el cuento
seleccionado es La isla de Cortes de su
libro de cuentos El amor de una mujer generosa. Como en todos los cuentos
de Munro sus personajes son femeninos, sacudidos del árbol de lo cotidiano, y señalados en el mapa laberíntico de
las relaciones humanas. Describe situaciones en que la mujer se ve
atrapada por los convencionalismos
sociales y patriarcales, y la hegemonía
del hombre. Sea esposo, amante, o padre, los personajes son descritos por sus
acciones, emociones, cotidianeidad. Son personajes que se presentan sencillos, sin
nada de extraordinario. Por eso Munro, declara: “La vida de la gente es suficientemente interesante si tú consigues
captarla tal cual es, monótona, sencilla, increíble, insondable”. Por lo
general, en sus cuentos no hay un nudo o
desenlace. Sino que los hechos o personajes se presentan como visiones pasajeras.
Es como entrar a un cine unos minutos
después de que la película empezó e irse también unos minutos antes de que
termine. Instantáneas en que los personajes más que responder a una
caracterización son presentados en una entremezclada descripción de acciones,
actitudes, hábitos y palabras. Uno de los rasgos de la narrativa de Munro es la precisión, y por ello le salta con
facilidad el afán por el detalle. Sea sobre una cosa física o sobre algún
personaje.
La Isla de
Cortés, es un cuento fiel representante de la
prosa y la capacidad narrativa de Munro, aún teniendo cuentos más conocidos y
magistrales: Radicales Libres, Dimensiones, o algunos de sus cuentos
de Las lunas de Júpiter. El cuento
presentado, La isla de Cortés, es considerado en los parámetros de las
narraciones de Munro, un cuento corto, si se considera que sus cuentos largos
andan por las 70 a 80 páginas, y sus relatos intermedios rondan entre las 30 a
40 páginas. (1) En La isla de Cortés la narradora en primera persona trae recuerdos que se sitúa en un plano presente asociados a lo cotidiano presente, pero también sutilmente
proyectados al futuro. La protagonista
es la “pequeña novia”, quien narra la historia en primera persona, como la
mayoría de los cuentos de Munro. De la protagonista narradora solo sabemos que esta
recién casada, que tiene 20 años, pesa más de 70 kilos y mide 1.70. Chica medio tímida
pero perspicaz, que aspira a ser escritora, y como tal lee novelas
de Aldous Huxley y de Henry Green, Al
faro de Virginia Wolf e intenta leer Los
novios de Manzoni;. A sus veinte años vive con su marido Chess, en un sótano alquilado. En la misma casa también vive otro matrimonio, los esposos Gorrie. Él es un
anciano parapléjico y ella una señora, que aún con su dinamismo, tiene una carácter
de mujer entrometida, terca y hecha a su medida. La señora Gorrie comienza a
trabajar, y tiene que disponer de alguien para cuidar a su marido, por lo que le
ofrece a la chica el trabajo de cuidar al viejo señor Gorrie. La chica acepta porque no puede rechazar la
oferta. Así termina cuidando al anciano,
quien difícilmente puede hablar y solo
se comunica con gestos y gruñidos. En ese trascurrir, una tarde al cuidado del
señor Gorrie, la chica protagonista descubre que uno de los pasatiempos del anciano es coleccionar recortes
de periódicos que va pegando en álbumes. En uno de esos álbumes aparece a la vista la isla de Cortés, una isla en la
Columbia Británica, en que solo hay osos, y en la que ocurre un hecho fatídico: un incendio en una casa, y
la muerte de su ocupante, el señor Wild, pero no de halla a la esposa ni tampoco a su hijo de 7 años. Este
suceso marca un punto relevante de la narración,
sin embargo, Munro lo presenta como una
estampa brumosa, el hecho queda registrado ahí. Suceso que ya no importa lo que
paso, pero devela otra realidad, posiblemente atinente a los personajes; y a
las lecciones de vida de la chica veinteañera y su matrimonio.
La
isla de Cortés, espacio geográfico aislado, puede representar un problema de incomunicación. Munro a veces se vale de esos
recursos para insinuar una relación. Como
en su libro Las lunas de Júpiter. En
que las lunas, cual satélites representan
una especie de dependencia de las mujeres ante el Planeta-Hombre. En La
isla de Cortés, el incendio y la
micro trama que lo rodea, es una especie de epifanía, recurso que Munro utiliza a menudo, sin embargo no lo
hace para asaltar al lector con grandes
descubrimientos, sino para develar alguna
verdad o falsedad de los personajes, algo que los beneficia o los condena. En
esa trama sale a relucir el pasado del señor Gorrie; a la par, también se entrevé
el posible pasado de la señora Gorrie. Para
la chica la pareja de viejos es un
símbolo de las relaciones de pareja. La
joven narradora, se ve reflejada en esa
posibilidad: la de su joven matrimonio y la duración del amor. Ve en los Gorrie, una pareja, aniquilada, no solo física sino en
donde la operatividad del amor ya no funciona.
En ese encadenamiento la joven valora la relación con su esposo Chess, preámbulo que a la larga
espera del triunfo o fracaso de su matrimonio. No hay respuesta en el cuento
a tal inquietud, solo se tira al aire esa turbación, un pincelazo casi impresionista. Así
como tampoco hay una respuesta clara a lo acontecido en la isla de Cortés, que
se presenta como un flashback cinematográfico.
El cuento sin tener un halo dramático o sensacional, queda con un final abierto, típico de los cuentos de Munro. Y es el lector quien saca sus propias conclusiones o vivencias, alimentadas a lo largo de la narración. Lo notorio es la destreza de la autora para narrar pedazos de vida de los personajes y dotarlos de carácter y convicción, para obtener una visión de lo humano y del tiempo. Es un extrañamiento en la narración donde el lector queda atrapado por el hilo presencial de los personajes. No hay un suspenso, en el estricto significado del vocablo, pero hay una vivencia que libera sus consecuencias. En éste cuento, nunca vemos la película total, solo pasajes de los personajes. Cuentos de Munro, sí, muy extensos y sin finales rebuscados o espectaculares. Pero así es, en parte la vida misma: vivificada y agrandada en lo cotidiano. No obstante, en esta aventura lectora, el lector con cierta sensibilidad por los mecanismos que mueven a los personajes con sus intrincadas emociones y recónditos pensamientos, o lectores con cierto gozo estético por lo literario, disfrutara de tales cuentos. Al terminar de leerlos, siempre queda la impresión que uno nunca vuelve vacío de la lectura de los cuentos de Munro, ni tampoco de La isla de Cortés.
El cuento sin tener un halo dramático o sensacional, queda con un final abierto, típico de los cuentos de Munro. Y es el lector quien saca sus propias conclusiones o vivencias, alimentadas a lo largo de la narración. Lo notorio es la destreza de la autora para narrar pedazos de vida de los personajes y dotarlos de carácter y convicción, para obtener una visión de lo humano y del tiempo. Es un extrañamiento en la narración donde el lector queda atrapado por el hilo presencial de los personajes. No hay un suspenso, en el estricto significado del vocablo, pero hay una vivencia que libera sus consecuencias. En éste cuento, nunca vemos la película total, solo pasajes de los personajes. Cuentos de Munro, sí, muy extensos y sin finales rebuscados o espectaculares. Pero así es, en parte la vida misma: vivificada y agrandada en lo cotidiano. No obstante, en esta aventura lectora, el lector con cierta sensibilidad por los mecanismos que mueven a los personajes con sus intrincadas emociones y recónditos pensamientos, o lectores con cierto gozo estético por lo literario, disfrutara de tales cuentos. Al terminar de leerlos, siempre queda la impresión que uno nunca vuelve vacío de la lectura de los cuentos de Munro, ni tampoco de La isla de Cortés.
Alice Munro
10061 palabras
La isla de Cortés
La pequeña
novia. Yo tenía veinte años, medía metro setenta y pesaba algo más de sesenta
kilos, pero algunas personas —la esposa del jefe de Chess, la secretaria de
mayor edad de su oficina y la señora Gorrie, la de arriba— me llamaban la
pequeña novia. Algunas veces, nuestra pequeña novia. Chess y yo bromeábamos con
ello, pero en público él respondía con una mirada de cariño y afecto. Yo, por
mi parte, con un mohín sonriente: tímida y conformista.
Vivíamos en
un sótano en Vancouver. La casa no pertenecía a los Gorrie, como yo había
pensado en un principio, sino a Ray, el hijo de la señora Gorrie. De vez en
cuando venía a arreglar cosas. Entraba por la puerta del sótano, igual que
Chess y yo. Era un hombre delgado, estrecho de hombros, quizá de treinta y
tantos años, y que siempre llevaba consigo una caja de herramientas y la gorra
de trabajo. Andaba encorvado, lo que tal vez estaba relacionado con la
necesidad de agacharse cuando se dedicaba a sus chapuzas de fontanería,
electricidad y carpintería. Su rostro era amarillento y tosía muchísimo. Cada
tosido suponía una afirmación independiente y discreta que definía su presencia
en el sótano como una intrusión necesaria. No se disculpaba por estar allí,
pero tampoco se movía por aquel lugar como si le perteneciese. Sólo hablaba con
él cuando llamaba a la puerta para decirme que iba a cortar el agua o la luz
durante un rato. El alquiler se lo pagábamos en efectivo a la señora Gorrie
todos los meses. No sé si ella le pasaba todo el dinero o se quedaba un poco
para cubrir sus gastos. Porque de no ser así, todo lo que tenían ella y el
señor Gorrie —fue ella quien me lo dijo— era la pensión del señor Gorrie. No la
de ella. Todavía no soy lo bastante mayor, dijo.
La señora
Gorrie, siempre gritaba por las escaleras para ver cómo estaba Ray y preguntar
si le apetecía una taza de té. Él siempre respondía que estaba bien y que no
tenía tiempo. Decía que su hijo trabajaba demasiado, como ella. Siempre
intentaba colarle algún postre casero, como galletas, pan de jengibre o
confituras, al igual que hacía conmigo. Ray respondía que acababa de comer o
que en casa tenía de todo. Yo también me resistía, pero al séptimo u octavo
intento, cedía. Me avergonzaba mucho seguir diciendo que no después de tanta
insistencia y de sus caras largas. Admiraba la forma en que Ray se empeñaba en
decir que no. Ni siquiera decía «no, madre». Sencillamente, no.
Luego la
señora Gorrie solía buscar algún tema de conversación.
—¿Qué me
cuentas? ¿Tienes alguna novedad emocionante?
Nada
especial. No lo sé. Ray nunca se mostraba brusco o irritable pero tampoco le
permitía ninguna confianza. Su salud era buena. Su resfriado iba mejorando. A
la señora Cornish y a Irene también les iba bien siempre.
La señora
Cornish era una mujer en cuya casa vivía él, en algún sitio de la parte este de
Vancouver. Ray siempre tenía alguna chapuza que hacer en casa de la señora
Cornish, al igual que en la nuestra, por esa razón tenía que marcharse tan
pronto como acababa el trabajo. También ayudaba a cuidar a la hija de la señora
Cornish, Irene, que estaba en una silla de ruedas. Tenía parálisis cerebral.
«La pobrecilla», decía la señora Gorrie después de que Ray le dijese que Irene
estaba bien. Ella nunca le reprochaba en su cara el tiempo que pasaba con la
niña enferma, sus salidas al parque Stanley o las excursiones vespertinas para
ir a comprar helado. (Lo sabía de sobra porque a veces hablaba por teléfono con
la señora Cornish.) Pero a mí me decía: «No puedo evitar pensar en la pinta que
debe de tener la chica con el helado corriéndole por la cara. No lo puedo
evitar. La gente debe quedarse boquiabierta mirándoles».
Ella
comentaba que cuando sacaba al señor Gorrie en su silla de ruedas la gente les
observaba (el señor Gorrie había sufrido un ataque de apoplejía), pero era
diferente porque fuera de casa no se movía ni emitía sonido alguno y ella
procuraba que tuviera un aspecto presentable, mientras que Irene no hacía más
que dar bandazos y balbucir gaguelag-gaguelag-gaguelag. La pobre no podía
remediarlo.
La señora
Cornish debería tener algún tipo de plan, decía la señora Gorrie. ¿Quién iba a
cuidar de esa niña lisiada cuando ella ya no estuviera?
—Debería
existir una ley que impidiese casarse a una persona sana con otra en ese
estado, pero por ahora no la hay.
Cuando la
señora Gorrie me invitaba a tomar un café, yo nunca quería subir. Estaba
ocupada con mi propia vida en el sótano. A veces, cuando llamaba a mi puerta,
hacía como que no estaba. Pero para eso tenía que apagar las luces y cerrar la
puerta en cuanto la oía abrir la suya en lo alto de las escaleras y luego
permanecer inmóvil mientras ella daba golpecitos a la puerta con sus uñas y
gorjeaba mi nombre. También tenía que mantener un silencio absoluto y no tirar
de la cadena del retrete en una hora. Si le decía que tenía muchas cosas que
hacer, que no tenía tiempo, ella se reía y preguntaba:
—¿Qué
cosas?
—Escribir
cartas.
—Siempre
escribiendo cartas —decía ella—. Pues sí que echas de menos tu casa.
Sus cejas
eran de color rosa, una variante del rojo rosáceo de su pelo. No me parecía que
el pelo pudiera ser natural, pero ¿cómo podía teñirse las cejas? Su rostro era
delgado, con coloretes, vivaz, y sus dientes, largos y brillantes. Su avidez de
simpatía, de tener compañía, no tenía límite. La primera mañana en que Chess me
llevó a ese apartamento, tras esperarme en la estación de tren, llamó a nuestra
puerta con un plato de galletas y su voraz sonrisa. Yo todavía llevaba puesto
mi gorro de viaje y a Chess le interrumpió justo cuando comenzaba a sacarme la
combinación. Las galletas estaban secas y duras, glaseadas de rosa brillante en
honor de mi matrimonio. Chess le habló con brusquedad. Sólo tenía media hora
antes de volver al trabajo y para cuando pudo deshacerse de ella ya no quedaba
tiempo para que continuase con lo que había empezado. Así es que se comió las
galletas, una tras otra, quejándose de que sabían a serrín.
—Tu maridito
es muy serio —me decía la señora Gorrie—. Me hace gracia cuando me lanza esa
mirada tan seria al entrar y al salir.
Me gustaría
decirle que se lo tome con calma, no tiene por qué cargar con el mundo a sus
espaldas.
A veces tenía
que seguirla hasta arriba, dejando a un lado mi libro o el párrafo que estaba
escribiendo. Nos sentábamos en su mesa de comedor, que tenía un mantel de
encaje y un espejo octogonal en el que se reflejaba un cisne de cerámica.
Bebíamos el café en tazas de porcelana y comíamos en platitos a juego (más y
más de aquellas galletas, de los pegajosos pasteles de pasas o de los bollitos
tan pesados) y utilizábamos unas pequeñas servilletas bordadas para quitarnos
las migas de los labios. Yo me sentaba frente a un aparador en el que la señora
Gorrie exponía una gama entera de vasos de calidad, de juegos para la leche y
el azúcar y para la sal y la pimienta, demasiado pequeños o ingeniosos para el
uso diario, así como unos diminutos jarrones, una tetera que imitaba una casita
con tejado de paja y unos candelabros en forma de lirios. Una vez al mes la
señora Gorrie le daba un repaso al aparador y lo lavaba todo. Eso me dijo.
Hablaba y hablaba sobre mi futuro, sobre la casa y el futuro que pensaba que yo
tendría, y cuanto más hablaba ella, más sentía yo un peso de plomo sobre mis
miembros y más ganas me entraban de bostezar allí, a media mañana, y de poder
arrastrarme y esconderme y dormir. Pero de puertas afuera mostraba mi
admiración por todo aquello. Por lo que contenía el aparador, por la vida
rutinaria de la señora Gorrie como ama de casa, por los conjuntos que se ponía
cada mañana, siempre a juego. Faldas y jerseys en tonos malva o coral, pañuelos
de seda artificial que armonizaban con la ropa.
—Siempre
vístete antes que nada, como si fueses a irte a trabajar, y arréglate el pelo y
maquíllate —me decía; más de una vez me había pillado en camisón—, y después
siempre puedes ponerte un delantal por encima si tienes que hacer la colada o
cocinar. Te sube la moral.
Y siempre ten
algo cocinado por si te viene una visita. (Por lo que yo sé, jamás tuvo más
invitados que yo; y a duras penas podría decirse que la visitara por iniciativa
propia.) Y nunca sirvas el café en tazas de desayuno.
Aunque nunca
se mostraba demasiado explícita. Era «yo siempre...» o «a mí me gusta...» o
«creo que resulta más agradable...».
—Incluso
cuando vivía en tierras salvajes me gustaba... —y entonces mi urgencia de
bostezar o gritar disminuyó por un instante. ¿En qué tierras salvajes había
vivido? ¿Y cuándo?
—Lejos,
arriba en la costa —dijo—. En mi tiempo yo también fui novia. Viví allá muchos
años. En Union Bay. Pero aquel lugar no era demasiado salvaje. La isla de
Cortés.
Pregunté
dónde estaba eso y ella respondió: «Ah, por ahí arriba».
—Eso sí que
debió de ser interesante —dije yo.
—Bueno,
interesante —dijo ella—... si se puede decir que los osos son interesantes. O
que los pumas son interesantes. La verdad es que yo personalmente prefiero un
poquito de civilización.
El comedor
estaba separado del cuarto de estar por unas puertas corredizas de roble.
Siempre quedaban a medio abrir, de modo que la señora Gorrie, sentada al extremo
de la mesa, pudiera tener a la vista al señor Gorrie, sentado en su sillón
frente a la ventana del cuarto de estar. Se refería a él como «mi marido en la
silla de ruedas», pero lo cierto es que únicamente estaba en la silla de ruedas
cuando ella lo llevaba a dar un paseo. No tenían aparato de televisión, la
televisión era aún casi una novedad en aquellos tiempos. El señor Gorrie estaba
allí sentado y observaba la calle y el parque de Kitsilano, al otro lado de la
calle, y la ensenada de Burrard, aún más allá. Podía ir al baño él solo con un
bastón en una mano y agarrándose al respaldo de las sillas o apoyándose en la
pared con la otra. Una vez dentro se las arreglaba solo, aunque le llevaba
mucho tiempo. Y la señora Gorrie decía que a veces tenía que fregar un
poco.
Lo único que
yo podía ver de vez en cuando del señor Gorrie era la pernera de un pantalón
estirada sobre el sillón de color verde brillante. Una o dos veces, estando yo
allí, tuvo que hacer el camino, medio arrastrándose y a trompicones, hasta
llegar al baño. Era un hombre grande: cabeza grande, hombros anchos, huesos
robustos.
Yo no le
miraba a la cara. La gente que había quedado paralítica por un derrame cerebral
o una enfermedad me parecía de mal agüero, me recordaba algo feo. Lo que yo
evitaba no era el panorama que ofrecía la inutilidad de sus miembros u otras
señales físicas de su horrible suerte, sino el de sus ojos humanos.
Creo que él
tampoco me miraba aunque la señora Gorrie le gritaba que había venido una
visita del piso de abajo. Emitía un gruñido, que quizá fuera lo más que podía
hacer a modo de saludo, o de rechazo.
En nuestro
apartamento había dos habitaciones y media. Lo alquilamos amueblado y, como era
de suponer en estos casos, eso significaba que estaba medio amueblado con
enseres que en otras circunstancias se habrían tirado. Recuerdo el suelo del
cuarto de estar, cubierto con cuadrados y rectángulos sobrantes de linóleo:
todos los diferentes colores y formas unidos unos con otros y bordados como un
absurdo edredón de franjas metálicas. Y había un horno de gas de la cocina que
se alimentaba de monedas de veinticinco centavos. Nuestra cama estaba metida en
un recodo de la cocina y cabía allí tan justa que había que encaramarse a ella
desde el pie. Chess había leído que ésta era la forma en que las chicas de un
harén tenían que entrar en la cama del sultán, venerando primero sus pies y
luego arrastrándose hacia arriba, rindiendo homenaje a las otras partes de su
cuerpo. A veces jugábamos a ese juego.
Siempre
dejábamos una cortina cerrada al pie de la cama para separar el recodo de la
cocina. En realidad se trataba de una vieja colcha, una tela escurridiza con
flecos que por uno de los lados era de color beige amarillento, con un
estampado de rosas rojas y hojas verdes, y por el otro tenía franjas diagonales
rojas y verdes estampadas, como en una aparición fantasmal, con flores y
follaje sobre el beige. Aquella cortina la recuerdo con mayor intensidad que
cualquier otra cosa del apartamento. Y no es de extrañar. En pleno frenesí
sexual y durante el posterior respiro tenía aquella tela frente a mis ojos, y
así llegó a convertirse en un recordatorio de lo que me gustaba del matrimonio:
la recompensa por el imprevisto insulto de ser una pequeña novia y por la
peculiar amenaza de un aparador lleno de vajilla de porcelana.
Ambos, Chess
y yo, proveníamos de hogares en los que el sexo prematrimonial se consideraba
algo vergonzoso e imperdonable y en los que el sexo matrimonial no se
mencionaba nunca y se olvidaba pronto. Estábamos justo al final de la época en
que así se veían las cosas, aunque no éramos conscientes de ello. Una vez, la
madre de Chess encontró condones en la maleta de su hijo y se fue llorando al
padre. (Chess dijo que los repartían en el campamento donde había recibido su
instrucción militar universitaria, lo cual era cierto, y que se había olvidado
totalmente de ellos, lo cual era mentira.) De modo que tener un lugar propio y
una cama propia donde hacer lo que quisiéramos nos parecía maravilloso. Si
estábamos juntos era —y nunca se nos ocurrió que la gente mayor, nuestros
padres, nuestras tías y tíos, estuvieran juntos por la misma razón— por pura
lujuria. Nos parecía que el único afán de los mayores era de casas, de
propiedad, de máquinas cortadoras de césped y congeladores y muros de
contención; y, por supuesto, en lo referente a las mujeres, de bebés. Todas
esas cosas, pensábamos, las elegiríamos o no elegiríamos en el futuro. Nunca
creímos que nada de eso nos llegaría inexorablemente, como la edad o el tiempo.
Y ahora que
me paro a pensarlo con sinceridad, no nos llegó. Nada llegó sin nuestra
elección. Ni siquiera el embarazo. Corrimos el riesgo, aunque únicamente para
ver si de verdad éramos adultos, para ver si realmente podía ocurrir.
Otra cosa que
hacía tras la cortina era leer. Leía libros que cogía de la biblioteca de
Kitsilano, que se encontraba a unas manzanas de casa. Y cuando estaba allí
tendida boca arriba en aquel estado de asombro que me podía producir un libro,
un vértigo generado por las riquezas de lo que digería, lo que veía era
aquellas franjas. Y no sólo los personajes y la trama, sino también el clima
creado por el libro impregnaba las flores artificiales y fluía a lo largo del
arroyo del vino tinto o del verde lóbrego. Leía libros pesados cuyos títulos ya
me eran familiares y que tenían un cierto halo místico —incluso llegué a tratar
de leer Los novios—, y entre aquellos platos fuertes leía también
las novelas de Aldous Huxley y de Henry Green, y Al faro, El
fin de Chéri o Ha muerto un corazón. Devoraba uno tras
otro sin establecer un criterio de preferencias, rindiéndome ante ellos de la
misma forma que lo había hecho con los libros leídos en la infancia. Todavía me
encontraba en una etapa de convulso apetito, mi voracidad era casi angustiosa.
Pero se había
añadido una nueva complicación respecto a las lecturas de infancia, y es que yo
tenía que ser escritora además de lectora. Compré un cuadernillo escolar e
intenté escribir; y sí que escribí: páginas que comenzaban con autoridad y que
luego se marchitaban, de modo que acababa arrancándolas y las retorcía en
severo castigo y las tiraba al cubo de la basura. Lo hice una y otra vez hasta
que sólo me quedó la cubierta del cuadernillo. Luego compré otro y comencé el
proceso una vez más. Siempre el mismo ciclo: emoción y desesperanza, emoción y
desesperanza. Era como tener un embarazo secreto y un aborto no provocado cada
semana.
Aunque
tampoco secreto del todo. Chess sabía que yo leía mucho y que intentaba
escribir. Él no se oponía. Pensaba que era razonable, que yo posiblemente
podría aprender. Se requería mucha práctica pero podía adquirirse un cierto
dominio, como en el bridge o en el tenis. No le agradecí esa generosa
confianza. Simplemente se añadió a la farsa de mis desastres.
Chess
trabajaba para una cadena de alimentación al por mayor. Había pensado en ser
profesor de historia, pero su padre le había persuadido de que con la enseñanza
no habría forma de mantener a una esposa y abrirse camino en la vida. Su padre
le había ayudado a conseguir el trabajo, pero también le había dicho que una
vez hubiese entrado, no debía esperar ningún trato de favor. No lo hizo.
Durante aquel primer invierno de nuestro matrimonio, se marchaba de casa antes
de amanecer y no volvía hasta después de anochecer. Trabajaba duro sin
preguntarse si el trabajo que realizaba encajaba con sus intereses de antes o
si perseguía algún objetivo en el que hubiera creído alguna vez. El único
objetivo era conducirnos a los dos a esa vida de máquinas cortadoras de césped y
congeladores que pensábamos que no nos interesaba. Si me hubiera parado a
pensarlo, su sumisión me habría maravillado. Su desenfadada, se podría decir
galante, sumisión.
Pero al fin y
al cabo, pensaba yo, esto es lo propio de los hombres.
Salía a buscar
trabajo. Si no llovía demasiado, caminaba hasta la tienda, compraba un
periódico y leía los anuncios mientras bebía una taza de café. Luego me ponía
en marcha, aunque lloviznara, para dirigirme a los lugares en los que
solicitaban una camarera, una dependienta o una trabajadora para una fábrica;
cualquier trabajo que no requiriese específicamente mecanografía o experiencia.
Cuando llovía mucho, cogía un autobús. Chess decía que no debía ir a pie para
ahorrar dinero, que debía coger siempre el autobús. Mientras yo ahorraba
dinero, decía él, otra chica podía conseguir el trabajo.
En realidad,
eso es lo que yo esperaba. Nunca lamentaba oírlo. A veces llegaba al destino y
permanecía de pie en la acera, fijándome en las tiendas de ropa femenina, con
sus espejos y su enmoquetado de color claro, u observaba a las muchachas que
bajaban las escaleras a la hora del almuerzo desde una oficina que necesitaba
una oficinista que hiciera labores de archivo. Yo ni siquiera entraba; sabía
que mi pelo, mis uñas y mis zapatos planos y viejos jugarían en mi contra. Y me
sentía igualmente intimidada por las fábricas: escuchaba el ruido de las
máquinas que funcionaban en los edificios donde se embotellaban refrescos o
donde se fabricaban los adornos de navidad y veía las bombillas desnudas que
colgaban de los altísimos techos. Mis uñas y los tacones bajos allí no tendrían
importancia alguna, pero mi torpeza y mi estupidez mecánica provocarían tacos y
la gente me gritaría (escuchaba también los gritos dando órdenes por encima del
ruido de las máquinas). Me humillarían y me echarían. Ni siquiera me creía
capaz de aprender a hacer funcionar una caja registradora. Una vez, el
encargado de un restaurante parecía interesado de verdad en contratarme y me
preguntó: « ¿Cree que podría aprender a usarla?». Respondí que no. Me miró como
si nunca antes hubiera oído a nadie reconocer una cosa así. Pero dije la
verdad. No pensaba que pudiera aprender las cosas con prisas o en público. Me
quedaría paralizada. Las únicas cosas que podría aprender con facilidad eran
cosas como lo enrevesado de la Guerra de los Treinta Años.
La verdad es,
claro está, que no tenía por qué hacerlo. Al nivel básico en el que vivíamos,
Chess podía mantenerme. Yo no tenía que exponerme al mundo exterior porque él
ya lo había hecho. Los hombres tenían que hacerlo.
Pensaba que
tal vez pudiera arreglármelas en la biblioteca, de modo que fui a preguntar
aunque no habían puesto un anuncio. Una mujer escribió mi nombre en una lista.
Se mostró amable pero no alentadora. Después fui a las librerías, eligiendo
bien aquellas que me parecía que no tenían caja registradora. Cuanto más vacía
y desordenada, mejor. Los dueños fumaban o dormitaban en sus mesas, las
librerías de segunda mano olían a gato.
—En invierno
no tenemos suficiente trabajo —decían.
Una mujer me
dijo que podía intentarlo en primavera.
—Aunque por
esa época tampoco solemos estar muy ocupados.
El invierno
en Vancouver era distinto de cualquier otro invierno que yo hubiera conocido.
No había nieve, ni siquiera nada parecido a un viento frío. Al mediodía, en el
centro, olía a algo así como a azúcar quemado, creo que tenía que ver con los
cables eléctricos de los tranvías. Caminaba por la calle Hastings, en la que
nunca había mujeres, únicamente borrachos, vagabundos, mendigos ancianos y
chinos que arrastraban los pies. Nadie me decía cosas desagradables. Caminaba
ante almacenes, descampados invadidos por la maleza en los que no había ni un
alma a la vista. O cruzaba Kitsilano, con sus altas casas de madera donde la
gente vivía apretujada y con estrecheces, como nosotros, hasta llegar al
ordenado distrito de Dunbar, con sus bungalós de estuco y sus árboles
desmochados. Caminaba por Kerrisdale, donde aparecían los árboles de más clase,
abedules que se elevaban sobre el césped. Vigas de estilo Tudor, simetría
georgiana, fantasías a lo Blancanieves con imitaciones de techos de paja. O
quizás auténticos techos de paja, ¿quién podía saberlo?
En todos esos
lugares donde vivía la gente se encendían las luces hacia las cuatro de la
tarde y luego se encendían las farolas, se encendían las luces de los
trolebuses y a menudo también las nubes se desbarataban al oeste, sobre el mar,
y daban paso a los rayos rojos de la puesta de sol, y en el parque, que yo
rodeaba para ir a casa, las hojas de los arbustos de invierno brillaban en el
aire húmedo del atardecer rosado. La gente que había ido de compras volvía a
casa, la gente que trabajaba pensaba en marcharse a casa, la gente que había
estado todo el día en casa salía a dar un pequeño paseo para que el hogar
pareciera más atractivo a su vuelta. Me topaba con mujeres con carritos para el
bebé y con críos llorosos y no se me ocurría que muy pronto me encontraría en
su lugar. Tropezaba con ancianos con sus perros y con otros viejos que se
movían lentamente o en sillas de ruedas que empujaban sus parejas o sus
acompañantes. Un día me encontré a la señora Gorrie que empujaba al señor
Gorrie. Llevaba puesta una capa y una boina de suave lana púrpura (a estas
alturas ya sabía que ella se hacía la mayor parte de su ropa) y mucho colorete.
El señor Gorrie llevaba una gorra de visera y una gruesa bufanda que le
envolvía el cuello. La voz con la que ella me saludó era chillona y decidida,
la de él, ni siquiera existía. El hombre no parecía disfrutar del paseo. Pero a
la gente que va en silla de ruedas raramente se le nota más que resignación.
Algunos parecen ofendidos y descaradamente desagradables.
—Vamos a ver,
cuando te vimos en el parque el otro día —me preguntó la señora Gorrie—, ¿no
vendrías de buscar trabajo, verdad?
—No —dije,
mintiendo. Mi instinto me decía que le mintiera siempre.
—Ah, menos
mal. Porque quería decirte, ya sabes, que si vas a buscar un trabajo deberías
arreglarte un poquito. Bueno, eso ya lo sabes.
Lo sé,
dije.
—No puedo
entender la manera como algunas mujeres salen de casa hoy en día. Yo nunca
saldría con mis zapatos sin tacón y sin estar maquillada, aunque sólo fuera a
la tienda de ultramarinos. Y más aún si fuese a buscar un trabajo.
Sabía que yo
mentía. Sabía que me quedaba inmóvil al otro lado de la puerta del sótano sin
responder a su llamada. No me habría extrañado que husmeara en nuestra basura,
que descubriese y leyese las hojas estrujadas y desordenadas donde se
encontraban repartidos mis prolijos desastres. ¿Por qué no tiraba la toalla? No
podía. Yo era toda una pieza de caza para ella; quizá mis peculiaridades, mi
ineptitud, estaban a la altura de la actitud dañina de la señora Gorrie, y lo
que no se podía corregir había que tolerarlo.
Un día en que
me encontraba en la parte central del sótano haciendo nuestra colada, ella bajó
las escaleras. Todos los martes me permitía usar su lavadora de rodillos y su
fregadero para hacer la colada.
—¿Se ha
presentado ya alguna oportunidad de trabajo? —preguntó, y sin pensarlo respondí
que en la biblioteca me habían dicho que podría haber algo para mí en el
futuro. Pensé que podría simular que iba allí a trabajar; podría ir y sentarme
todos los días en una de las mesas largas, leer o incluso intentar escribir,
como ya había hecho antes en ciertas ocasiones. Por supuesto se descubriría el
pastel si a la señora Gorrie alguna vez se le ocurría entrar en la biblioteca,
pero no sería capaz de empujar al señor Gorrie tan lejos, cuesta arriba. O si
en alguna ocasión le mencionaba a Chess lo de mi trabajo, pero no creía que
fuera a hacerlo. Decía que a veces tenía miedo de saludarle, siempre parecía
tan malhumorado.
—Bueno, tal
vez mientras tanto —dijo ella—... se me ha ocurrido que quizá mientras tanto te
gustaría tener un trabajito sentándote por las tardes con el señor
Gorrie.
Añadió que le
habían ofrecido un trabajo para echar una mano tres o cuatro tardes a la semana
en la tienda de regalos del hospital Saint Paul.
—No es un
trabajo pagado, te habría mandado a ti a preguntar por él —dijo—. Es un trabajo
voluntario. Pero el médico dice que me vendría bien salir de casa. «Vas a
acabar físicamente agotada», me dijo. No es que necesite el dinero, Ray se
porta muy bien con nosotros, he pensado que sólo es un poco de trabajo
voluntario...
Miró dentro
del fregadero y vio las camisas de Chess en la misma agua clara que mi camisón
de flores y nuestras sábanas de un azul pálido.
—Vaya por
Dios —dijo—. ¿No habrás puesto lo blanco y lo de color junto, verdad?
—Sólo la ropa
de color de tonos suaves —dije—. No destiñe.
—La ropa de
color de tonos suaves no deja de ser ropa de color —dijo ella—. Crees que así
las camisas salen blancas, pero no quedan tan blancas como debieran.
Dije que lo
recordaría la próxima vez.
—Es una
cuestión de cómo trata una a su hombre —dijo, con su risita
escandalizada.
—A Chess no
le importa —dije yo, sin saber que eso sería cada vez menos cierto a medida que
pasaran los años, inconsciente de que esos trabajos que entonces parecían
incidentales, tan poquita cosa, se desplazarían desde la periferia de mi vida
hacia un lugar central y de primera fila.
Cogí el
trabajo de cuidar al señor Gorrie por las tardes. Sobre una mesita junto a su
sillón de color verde se extendía una toalla de manos —por si caían unas gotas—
sobre la que descansaban sus frascos de pastillas, sus jarabes y un pequeño
reloj para que supiera la hora. En la mesa del otro lado se amontonaba material
de lectura: el periódico de la mañana, el periódico de la noche anterior, ejemplares
de Life, de Look y de Maclean’s, que por entonces eran revistas grandes y
blandas. En el estante inferior de aquella mesa había un montón de álbumes de
recortes del tipo que usan los niños en el colegio, de un grueso papel oscuro y
el filo áspero. Había trozos de papel de prensa y fotografías que sobresalían.
Eran álbumes de recortes que el señor Gorrie había ido guardando con el paso de
los años, hasta que tuvo el ataque y ya no pudo seguir recortando. En el cuarto
había una estantería, pero todo lo que contenía era más revistas y más álbumes
de recortes y medio estante con libros de texto de secundaria que probablemente
pertenecieran a Ray.
—Siempre le
leo el periódico —me dijo la señora Gorrie—. Aún puede leer, pero no es capaz
de sostenerlo con las manos y sus ojos se cansan.
De modo que
le leía al señor Gorrie mientras la señora Gorrie, bajo un paraguas de flores,
se marchaba alegremente hacia la parada del autobús. Le leía la página de
deportes, las noticias locales, las internacionales y todo sobre asesinatos,
robos y el mal tiempo. Le leía las cartas al director, las cartas a un doctor
que daba consejos médicos, las cartas a Ann Landers y sus respuestas. Parecía
que las noticias deportivas y Ann Landers eran lo que más interés despertaba en
él. En ocasiones pronunciaba mal el nombre de un jugador o confundía la
terminología a propósito, de tal forma que lo que yo leía carecía de sentido y
entonces él me indicaba con insatisfechos gruñidos que lo intentase otra vez.
Cuando le leía la página de deportes siempre se mostraba nervioso, concentrado
y con el ceño fruncido. Pero cuando le leía a Ann Landers, su cara se relajaba
y hacía ruidos que me parecían de agradecimiento, como un murmullo y un
profundo resoplido. Hacía estos ruidos especialmente cuando las cartas tocaban
un asunto trivial o específicamente femenino (una mujer escribió que su cuñada
pretendía hacerle creer que había cocinado una tarta a pesar de que al servirla
todavía conservaba la blonda de la pastelería) o cuando mencionaban —con la
gran cautela de aquellos tiempos— un asunto sexual.
Durante la
lectura del editorial o la pesadez sobre lo que habían dicho los rusos y los
estadounidenses en las Naciones Unidas, se le caían los párpados —o, mejor
dicho, se le caía el párpado de su ojo bueno casi del todo, y el que estaba
sobre el ojo malo se le caía ligeramente— y los movimientos del pecho se
volvían más ostensibles, de manera que yo me detenía durante un instante para
ver si se había quedado dormido. Y entonces hacía otro tipo de ruido, brusco y
de reprobación. A medida que me fui acostumbrando a él, y él a mí, este ruido
comenzó a parecer menos una reprobación y más una confirmación. Y esa
confirmación no sólo lo era de que no estaba dormido, sino también de que en
ese momento no se estaba muriendo.
La
posibilidad de que pudiera morirse frente a mí era, en un principio, una idea
terrible que no se me iba de la cabeza. ¿Por qué no podía morirse, cuando al
fin y al cabo ya parecía medio fiambre? Con su ojo malo como una piedra bajo el
agua turbia y un lado de la boca medio abierta, mostrando sus horribles dientes
(la mayoría de ancianos usaban dentadura postiza entonces), con los empastes de
color negro que amenazaban a través del húmedo esmalte. Su mera existencia en
el mundo me parecía un error que podía ser borrado del mapa en cualquier
momento. Pero, todo hay que decirlo, me acostumbré a él. Era un hombre enorme
—de cabeza majestuosa y ancho pecho de trabajador, con una mano derecha en la
que no tenía ninguna fuerza y que postraba sobre su muslo cubierto por un
pantalón largo— que ocupaba toda mi visión mientras yo leía. Era como una
reliquia, un viejo guerrero de los tiempos de los bárbaros. Erik Hacha
Sangrienta. El rey Canuto.
Mi fuerza se
consume rápidamente, dijo el rey del mar a sus hombres.
Nunca volveré
a surcar los mares de nuevo como un conquistador.
Así es como
era. Como una mole medio hundida que hacía peligrar los muebles y que golpeaba
las paredes al abrirse paso para ir al baño. Su olor no era rancio pero tampoco
era el de un jabón infantil o el de unos perfumados polvos de talco; era un
olor a ropa gruesa con restos de tabaco (aunque ya no fumaba) y de piel sin
respirar que me hacía pensar en algo denso y curtido, con sus excreciones
señoriales y su calor animal. Tenía un olor a orina suave pero persistente que,
de hecho, me habría repugnado en una mujer pero que en su caso no sólo parecía
excusable sino, en cierto modo, la expresión de un antiguo privilegio. Cuando
entraba en el baño después de que él hubiera estado allí, era como entrar en la
guarida de una bestia infecta pero todavía poderosa.
Chess me
decía que perdía el tiempo haciendo de canguro para el señor Gorrie. Ahora el
tiempo se despejaba y los días se hacían más largos. Las tiendas cambiaban sus
escaparates, despertaban de su letargo invernal. La gente se encontraba más
dispuesta a ofrecer un trabajo. De modo que debía salir a buscar un trabajo en
serio. La señora Gorrie sólo me pagaba cuarenta centavos la hora.
—Pero se lo
prometí —dije.
Un día él me
contó que la había visto bajar de un autobús. La vio desde la ventana de su
oficina. Y para nada se trataba de un lugar cercano al hospital Saint
Paul.
—A lo mejor
estaba en medio de un descanso —dije.
—Nunca la
había visto antes fuera de la casa a plena luz del día. Por Dios —dijo
Chess.
Le sugerí al
señor Gorrie sacarle a dar un paseo en su silla de ruedas ahora que mejoraba el
tiempo. Pero rechazó la idea emitiendo unos ruidos que me convencieron de que
le resultaba desagradable que le empujasen la silla en público, o quizá que lo
hiciera una persona como yo, que obviamente había sido contratada para realizar
el trabajo.
Yo había
interrumpido la lectura del periódico para sugerírselo y al intentar continuar
hizo un gesto y otro ruido, diciéndome que estaba harto de oírme. Dejé el
periódico. Hizo señas con su mano sana señalando el montón de álbumes de
recortes que estaban en el estante inferior de la mesa junto a él. Hizo más
ruidos. Sólo puedo describir estos ruidos como gruñidos, bufidos, carraspeos,
ladridos, refunfuños. Pero a estas alturas casi me sonaban a palabras. Y es que
sonaban como las palabras. No sólo las escuchaba como afirmaciones y demandas
perentorias («no quiero», «ayúdame», «déjame ver qué hora es», «necesito beber
algo»), sino también como proclamas más complejas: «Por todos los santos, ¿por
qué no cerrará la boca ese perro?» o «mucho ruido y pocas nueces» (esto último,
después de haber leído yo algún discurso o un editorial del periódico).
Lo que oí
ahora fue: «A ver si hay algo mejor aquí que lo que viene en el
periódico».
Saqué el
montón de álbumes de recortes del estante y lo coloqué en el suelo junto a sus
pies. Sobre las cubiertas, en grandes letras de cera negra, había escritas
fechas de años recientes. Le di un repaso al año 1952 y vi un recorte de un
reportaje del funeral de Jorge VI. Arriba, en letras de cera: «Alberto Federico
Jorge. Nacido en 1885. Fallecido en 1952». La foto de las tres reinas con el
velo de luto.
En la página
siguiente había una historia sobre la autopista de Alaska.
—Es un
archivo interesante —dije—. ¿Quiere que empecemos otro álbum? Podría usted
elegir las cosas que desea recortar y pegar, y yo lo haría.
El ruido que
emitió significaba «demasiadas complicaciones» o «¿para qué vamos a molestarnos
ahora?», o incluso «qué idea más absurda». Dejó a un lado al rey Jorge VI,
deseaba ver las fechas del resto de los álbumes. No eran los que él quería.
Hizo un gesto señalando la librería. Saqué otro montón de álbumes de recortes.
Comprendí que él buscaba el libro de un año concreto y sujeté en alto cada
libro para que viera la cubierta. De vez en cuando, yo abría las páginas a
pesar de su rechazo. Vi un artículo sobre los pumas de la isla de Vancouver,
otro sobre la muerte de un trapecista y otro sobre un chaval que había
sobrevivido a pesar de quedar atrapado bajo una avalancha. Volvimos a darle un
repaso a los años de la guerra, de vuelta a los años treinta, al año en que yo
nací y a casi una década todavía anterior, hasta que por fin quedó satisfecho.
Y dio la orden. Mira éste. 1923.
Comencé a
repasarlo desde el principio.
—En enero una
nevada entierra aldeas en...
No es eso.
Date prisa. Sigue pasando.
Comencé a
pasar las hojas.
Ve más lento.
Tranquila. Ve más lento.
Pasé las
páginas una por una sin pararme para leer nada hasta que llegamos a la que él
quería.
Ahí. Lee
eso.
No había foto
ni titular. Las letras de cera decían: «Vancouver Sun, 17 de abril,
1923».
—La isla de
Cortés —leí—. ¿Es esto?
Léelo.
Vamos.
La isla de
Cortés. En la mañana del domingo o en algún momento de la madrugada del sábado,
la casa de Anson James Wild, en el extremo sur de la isla, quedó totalmente
destruida por un incendio. La vivienda se encontraba lejos de cualquier otra
morada o lugar habitado y, como resultado de ello, nadie que viviese en la isla
pudo apreciar las llamas. Existen informaciones de que un barco de pesca que se
dirigía al estrecho de Desolation observó el incendio el domingo por la mañana
temprano, pero los tripulantes de la embarcación creyeron que se trataba de una
persona que quemaba maleza. Al pensar que la quema de maleza no suponía ningún
peligro, debido a la humedad que presenta el bosque en esta época del año,
continuaron su trayecto.
El señor Wild
era el propietario de Wildfruit Orchards y había vivido en la isla durante
cerca de quince años. Era un hombre solitario, cuyo historial se remonta a su
época de militar, aunque cordial con los conocidos. El señor Wild contrajo
matrimonio hace unos años y tenía un hijo. Se piensa que nació en las
provincias del Atlántico.
La casa quedó
reducida a escombros a causa del fuego y del posterior derrumbamiento de las
vigas. El cuerpo del señor Wild se encontró entre los restos calcinados del
incendio, carbonizado hasta el punto de quedar prácticamente
irreconocible.
Entre las
ruinas se encontró una lata ennegrecida que se supone contenía queroseno.
La esposa del
señor Wild se encontraba fuera de casa en esos momentos, dado que el miércoles
anterior había aceptado una invitación para viajar en un barco que iba a
recoger una carga de manzanas que serían transportadas desde el huerto de su
marido hasta Comox. Su intención era volver a casa en el mismo día, pero tuvo
que permanecer fuera durante tres días y cuatro noches debido a problemas con el
motor del barco. El domingo por la mañana regresó junto al amigo que la había
invitado a realizar la travesía y fueron ambos quienes descubrieron la
tragedia.
El hecho de
que el joven hijo de los Wild no estuviese en la casa cuando ésta ardió,
provocó en principió un enorme temor. Su búsqueda comenzó tan pronto como fue
posible y el domingo al atardecer el niño fue localizado en el bosque a menos
de una milla de su casa. Estaba empapado y tenía frío, ya que había permanecido
en la maleza durante varias horas, pero no había sufrido daños. Al parecer, el
niño se llevó un poco de comida al marcharse de casa, dado que tenía consigo
varios trozos de pan cuando le encontraron.
Se llevará a
cabo una investigación en Courtenay respecto a la causa del incendio que
destruyó la casa de la familia Wild y que provocó el fallecimiento del señor
Wild.
—¿Conocía
usted a esta gente? —pregunté.
Pasa la
página.
4 de agosto
de 1923. Las pesquisas efectuadas en Courtenay, en la isla de Vancouver, en
torno al incendio que causó la muerte de Anson James Wild en la isla de Cortés
en abril de este año, han dado como resultado que la sospecha de incendio
provocado, que recaía sobre el hombre fallecido o sobre persona o personas
desconocidas, no ha podido ser verificada. La presencia de una lata vacía de
queroseno en el lugar del incendio no se ha considerado como prueba suficiente.
El señor Wild adquiría y hacía uso del queroseno con frecuencia, según el señor
Percy Kemper, tendero de Manson’s Landing, isla de Cortés.
El hijo de
siete años del hombre fallecido no pudo proporcionar dato alguno acerca del
incendio. Fue localizado por una expedición de búsqueda no muy lejos de su
casa, vagando por el bosque, varias horas más tarde. En respuesta al
interrogatorio, afirmó que su padre le había dado un poco de pan y unas
manzanas y le había pedido que caminase hacia Manson’s Landing, pero se había
perdido. Sin embargo, en las semanas subsiguientes confesó no recordar que esto
ocurriera y afirmó que no sabía cómo había podido perderse, dado que había
recorrido muchas veces con anterioridad aquel sendero. El doctor Anthony
Helwell, de Victoria, quien examinó al niño, opina que pudo haber escapado en
el momento de detectar el incendio, con tiempo quizá de coger un poco de comida
y llevársela consigo, algo que ahora no recuerda. A su vez, afirma que la
primera versión del niño podría ser cierta y que el recuerdo pudo ser suprimido
más tarde. Explicó que sería inútil interrogar nuevamente al niño, ya que es
probable que éste sea incapaz de distinguir entre la realidad y lo imaginario
en este asunto.
La señora
Wild no estaba en casa en el momento de producirse el incendio, ya que se había
marchado a la isla de Vancouver en un barco que pertenecía a James Thompson
Gorrie, de Union Bay.
Se considera
que la muerte del señor Wild fue un desgraciado accidente, siendo la causa del
incendio de origen desconocido.
Ahora cierra
el álbum.
Guárdalo.
Guárdalos todos.
No. No. Así
no. Guárdalos en orden. Año por año. Eso está mejor.
Justo como
estaban.
¿Ya viene?
Mira por la ventana.
Bien. Pero
vendrá pronto.
Y bien, ¿qué
piensas de todo esto?
No me
importa. No me importa lo que pienses.
¿Habías
pensado alguna vez que la vida de la gente podía ser así y terminar de esa
forma? Bueno, pues puede ocurrir.
No le hablé a
Chess de esto, aunque solía comentarle cualquier cosa que pensaba que pudiera
interesarle o que atrajera su atención respecto a mi actividad diaria. Chess
había dado con una forma de evitar cualquier mención a los Gorrie. Había una
palabra con la que los definía: «Grotesco».
Todos los
pequeños árboles deslucidos del parque comenzaron a florecer. Sus flores eran
de un color rosa brillante, como las palomitas de maíz coloreadas artificialmente.
Y comencé a
trabajar en un empleo de verdad.
Llamaron de
la biblioteca de Kitsilano y me pidieron que fuera durante unas cuantas horas
el sábado por la tarde. Me encontré al otro lado del mostrador, sellando la
fecha de devolución de los libros. Algunas personas me resultaban familiares,
compañeros que pedían prestados los libros. Y ahora les sonreía, en nombre de
la biblioteca. «Nos vemos en dos semanas», les decía. Algunos se reían y
contestaban: «No, creo que mucho antes». Eran adictos, como yo.
Era un
trabajo que me resultaba fácil. Nada de caja registradora: cuando me pagaban
las multas por retrasos, sacaba el cambio de un cajón. Y ya sabía de antes en
qué estantería estaban la mayoría de los libros. En lo que se refiere a las
fichas que tenía que rellenar, me sabía el alfabeto.
Me ofrecieron
más horas. Pronto se convirtió en un trabajo temporal de jornada completa. Una
de las chicas que trabajaba allí como fija había sufrido un aborto accidental.
Estuvo de baja durante dos meses y al final de ese periodo quedó embarazada de
nuevo y su médico le aconsejó no volver al trabajo. De modo que entré en la
plantilla de empleados fijos y conservé el trabajo hasta que me encontré a
mitad de mi primer embarazo. Trabajaba con mujeres que conocía de vista desde
hacía mucho tiempo: Mavis, Shirley, la señora Carlson y la señora Yost. Todas
recordaban cómo solía entrar y dar vueltas —como decían ellas— por la
biblioteca durante horas. Ojalá no se hubieran fijado tanto en mí. Ojalá no
hubiera ido allí con tanta frecuencia.
Era una
sensación muy agradable hacerme con mi trabajo y estar frente a la gente detrás
del mostrador, ser capaz, mostrarme activa y amable con los que se acercaban;
que me vieran como una persona que sabía cómo funcionaba todo, una persona con
una función definida en el mundo. La renuncia a esconderme, a vagar, a soñar y
a ser la chica de la biblioteca.
Claro que
ahora tenía menos tiempo para leer y, en ocasiones, en el trabajo, tras el
mostrador, sostenía un libro en la mano —lo sostenía como un objeto, no como
una vasija que había de vaciar de inmediato— y sentía un amago de miedo
semejante al que se siente cuando, en un sueño, te encuentras en el edificio
que no es, o te has olvidado de la hora del examen, y entiendes que ése es el
aviso de algún sombrío cataclismo o de algún error que sufrirás de por
vida.
Pero este
miedo desaparecía en un minuto.
Las mujeres
con las que trabajaba rememoraban los tiempos en que me veían escribir en la
biblioteca.
Les decía que
lo que escribía eran cartas.
—¿Escribes
tus cartas en un cuaderno de apuntes?
—Claro —decía
yo—. Es más barato.
Perdí interés
en el último cuaderno, que descansaba escondido en un cajón entre mis
calcetines y mi ropa interior en desorden. Allí abandonado, verlo me llenaba de
dudas y de humillación. Quería deshacerme de él pero no lo hacía.
La señora
Gorrie no me felicitó por haber conseguido aquel trabajo.
—No me
contaste que todavía buscabas —dijo.
Le dije que
hacía ya una larga temporada que mi nombre estaba apuntado en una lista en la
biblioteca y que así se lo había hecho saber.
—Eso fue
antes de empezar a trabajar para mí —dijo—. Y ahora, ¿qué va a pasar ahora con
el señor Gorrie?
—Lo siento
—dije.
—Sentirlo no
le ayudará demasiado, ¿no te parece?
Levantó las
cejas y me habló con ese tono de voz rimbombante que le había oído utilizar por
teléfono con el carnicero o con el tendero cuando se equivocaban con su
pedido.
—¿Y ahora qué
hago? —dijo—. Me has dado plantón, ¿sabes? Espero que cumplas las promesas con
el resto de la gente un poco mejor que conmigo.
Esto, por
supuesto, era ridículo. Yo no le había prometido nada acerca del tiempo que me
quedaría. A pesar de ello, sentía una inquietud culpable, si no propiamente
culpabilidad. No le había prometido nada, pero qué podía decir de aquellas
veces en que no respondía cuando ella llamaba a la puerta, cuando intentaba
entrar y salir sigilosamente de la casa sin ser advertida, agachando la cabeza
al pasar frente a la ventana de su cocina. ¿Y qué hay de la forma en que había
mantenido una tenue, pero a la vez dulce, pretensión de amistad en respuesta a
su ofrecimiento, seguramente sincero?
—Casi es
mejor, la verdad —dijo—. No querría que nadie que no fuera de confianza cuidase
al señor Gorrie. No estaba del todo satisfecha con tu manera de cuidarlo, la
verdad, así te lo digo.
Pronto
encontró otra canguro, una pequeña mujer araña que se recogía el pelo negro con
una redecilla. Nunca la oía hablar. Pero sí oía a la señora Gorrie hablar con
ella. Dejaba abierta la puerta en lo alto de las escaleras para que yo pudiese
oírla.
—Nunca lavaba
la taza de té del señor Gorrie. La mitad de las veces ni siquiera se lo hacía.
No sé para
que valía. Únicamente para sentarse y leer El periódico.
A partir de
entonces, cuando yo me marchaba de casa, la ventana de la cocina quedaba
abierta de par en par y su voz resonaba por encima de mi cabeza, aunque en
apariencia hablara con el señor Gorrie.
—Por ahí va.
Sigue su camino. Ni siquiera se molestará en hacernos algún gesto con la mano.
Le dimos un trabajo cuando no la quería nadie, pero ni se molestará. No, por
supuesto que no.
No les
saludaba. Tenía que pasar por la ventana frente a la que se sentaba el señor
Gorrie, pero sabía que si ahora le hacía algún gesto con la mano, incluso si le
miraba, se sentiría humillado. O enfurecido. Cualquier cosa que yo hiciese
podría parecer una provocación.
Antes de
encontrarme a media manzana de la casa ya me había olvidado de ellos. Las
mañanas eran luminosas y yo caminaba aliviada y decidida. En aquellos momentos,
mi pasado más inmediato podía parecer vagamente deshonroso. Horas detrás de la
cortina del recodo, horas en la mesa de la cocina rellenando página tras página
con el sabor del fracaso, horas en un cuarto demasiado caldeado junto a un
anciano. La peluda alfombra, la tapicería de felpa, el olor de su ropa, de su
cuerpo y de la pasta de engrudo seca de los álbumes de recortes, los montones
de periódicos entre los que tenía que abrirme camino. La macabra historia que
él había guardado y me había hecho leer. (Nunca llegué a comprender que entraba
dentro de la categoría de tragedias humanas que yo admiraba, cuando las leía en
los libros.) Evocarlo era como recordar un periodo de enfermedad durante la
infancia, cuando me sentía cómodamente atrapada en unas acogedoras sábanas de
franela con su olor a aceite de alcanfor, atrapada por mi propia lasitud y por
los mensajes febriles e indescifrables de las ramas de los árboles que
contemplaba por la ventana de mi dormitorio en el piso de arriba. Aquellos
momentos no es que los lamentara, sino que me desembarazaba de ellos con
naturalidad. Y parecían pertenecer a una parte de mí misma —¿una parte
enfermiza?— de la que ahora me estaba desembarazando. Se podía pensar que era
el matrimonio lo que había provocado aquella transformación pero, durante un
tiempo, no había sido así. Como mi viejo ser —testaruda, poco femenina e
irracionalmente reservada— había hibernado y cavilado; ahora había sentado la
cabeza y me sabía afortunada por haberme transformado en una verdadera esposa y
empleada. Atractiva y competente cuando me esforzaba en ello. Yo no era
extraña. Podía pasar.
La señora
Gorrie me trajo a la puerta una funda de almohada. Mostrando sus dientes tras
una sonrisa mustia y hostil, me preguntó si era mía. Sin dudarlo respondí que
no. Las dos únicas fundas que tenía cubrían las dos almohadas de nuestra
cama.
—Bueno, pues
desde luego mía no es —dijo en tono de martirio.
—¿Cómo lo
sabe? —dije.
Lenta,
venenosamente, su sonrisa fue tomando confianza.
—No es el
tipo de tejido que pondría en la cama del señor Gorrie.
O en la
mía.
—¿Por qué
no?
—Porque-no-es-lo-suficientemente-bueno.
De modo que
tuve que ir y quitar las fundas de las almohadas y llevárselas a ella y resultó
que no hacían pareja aunque a mí me lo había parecido. Una era de tela «buena»
—la suya— y la que ella tenía en la mano, era mía.
—No me
hubiera creído que no habías notado la diferencia —dijo— si no fuera porque
eres como eres.
Chess había
oído hablar de otro apartamento —uno de verdad, no una «suite»— con un baño
completo y dos dormitorios. Un amigo suyo del trabajo lo dejaba porque él y su
mujer habían comprado una casa. Estaba en un edificio en la esquina de la
Primera Avenida con la calle Macdonald. Yo podría seguir yendo a pie al trabajo
y él podría coger el autobús de siempre. Teniendo dos sueldos, nos lo podíamos
permitir. El amigo y su esposa dejaban atrás unos cuantos muebles, que
venderían a bajo precio. No irían bien en su casa, pero a nosotros nos parecían
espléndidos por su aire de respetabilidad. Nos paseamos por las luminosas
habitaciones de la tercera planta, admirando las paredes pintadas de color
crema, el parqué de roble, los espaciosos armarios de la cocina y el suelo de
baldosas del baño. Incluso tenía un pequeño balcón con vistas a las hojas del
parque Macdonald. Nos enamoramos el uno del otro de un nuevo modo, nos
enamoramos de nuestra nueva posición social, de nuestro emerger en la vida
adulta desde el sótano, que sólo había sido una estación de paso temporal. En
nuestras conversaciones, en los años venideros, hablaríamos de él como si fuera
una broma, un test de resistencia. Cada mudanza que efectuábamos —la casa
alquilada, nuestra primera casa en propiedad, la segunda, la primera casa en
otra ciudad— generaba en nosotros una sensación eufórica de progreso y anudaba
nuestros lazos. Hasta la última casa, con mucho, la más imponente, en la que
entré con presentimientos de desastre y vagas premoniciones de fuga.
Le dimos el
aviso a Ray sin decirle nada a la señora Gorrie. Eso aumentó su hostilidad. En
realidad, se volvió un poco chiflada.
—Ah, se
piensa que es muy lista. Ni siquiera es capaz de mantener dos habitaciones
limpias. Cuando barre el suelo, lo único que hace es barrer la suciedad hacia
un rincón.
Cuando compré
mi primera escoba, olvidé comprar un recogedor y, en efecto, lo hice así
durante un tiempo. Pero ella únicamente podía saberlo si había entrado en
nuestras habitaciones con su propia llave mientras yo estaba fuera. Algo que,
por lo que parecía, sí había hecho.
—Es una
farsante, ¿sabes? Desde el primer momento en que la vi supe lo farsante que
era. Y una embustera. No está bien de la cabeza. Se sentaba y decía que
escribía cartas cuando lo que hace es escribir lo mismo una y otra vez; pero
nada de cartas, lo mismo una y otra vez. No está bien de la cabeza.
Así me enteré
de que también había leído las hojas estrujadas de mi papelera. A menudo
trataba de comenzar la misma historia con las mismas palabras. Como decía ella,
una y otra vez.
Comenzaba a
hacer calor e iba al trabajo sin chaqueta; me ponía un jersey ajustado, por
dentro de la falda, y un cinturón apretado hasta la última muesca. Se asomaba a
la puerta principal y me gritaba: «¡Ramera! Mira a la ramera, cómo saca pecho y
menea el trasero. ¿Te crees que eres Marilyn Monroe?» o «no te necesitamos en
nuestra casa. Cuanto antes te marches, mejor».
Telefoneó a
Ray y le dijo que yo intentaba robar su ropa de cama. Se quejó de que yo iba
por todas partes contando historias sobre ella. Había abierto la puerta para
asegurarse de que pudiera oírla y estuvo gritando por teléfono, algo que no
tenía demasiado sentido puesto que compartíamos la línea telefónica y podíamos
escuchar cuanto nos viniera en gana. Nunca lo hice —mi instinto me llevaba a
hacer oídos sordos—, pero una noche que Chess estaba en casa, cogió el teléfono
y habló.
—No le hagas
caso, Ray, no es más que una vieja loca. Sé que es tu madre, pero he de decirte
que está loca.
Le pregunté
cuál había sido la reacción de Ray, si estaba enfadado.
—Sólo dijo:
«Claro, no pasa nada».
La señora
Gorrie colgó y se puso a gritar directamente por las escaleras: «Te diré quién
está loca. Te diré quién es la loca embustera que se dedica a decir mentiras
sobre mí y mi marido».
—No la
estamos escuchando. Deje en paz a mi mujer —le dijo Chess. Más tarde me
preguntó—: ¿Qué quiere decir con eso de ella y su marido?
—No lo sé
—respondí.
—La ha tomado
contigo. Porque eres joven y guapa y ella no es más que una vieja bruja.
Olvídalo —dijo, y añadió, medio en broma, para animarme—: De todas formas, ¿qué
sentido pueden tener las viejas? Nos mudamos al nuevo apartamento en un taxi y
únicamente con nuestras maletas. Esperamos fuera, en la acera, dando la espalda
a la casa. Creí que oiría un último chillido, pero no hubo un solo ruido.
—¿Y si tiene
una pistola y me dispara por la espalda? —dije.
—No te pongas
a su altura—dijo Chess.
—Me gustaría
decirle adiós con la mano al señor Gorrie, si es que está allí.
—Mejor no lo
hagas.
No eché un
último vistazo a la casa y en mi vida volví a caminar por aquella calle, esa
manzana de la calle Arbutus con vistas al parque y al mar. No tengo una idea
muy clara del aspecto que tenía, aunque recuerdo algunas cosas muy bien: la
cortina de la cama, el aparador, el sillón verde reclinable del señor
Gorrie.
Conocimos a
otras parejas jóvenes que, al igual que nosotros, habían empezado viviendo en
lugares baratos dentro de las casas de otras personas. Nos hablaron de ratas,
cucarachas, retretes que apestaban, caseras chifladas. Y nosotros hablábamos de
nuestra casera chiflada. Paranoia.
Excepto en
aquellas ocasiones, nunca pensaba en la señora Gorrie.
Pero el señor
Gorrie aparecía en mis sueños. En mis sueños me parecía que le conocía antes
que ella. Era ágil y fuerte, pero no joven, y su aspecto no era mejor que
cuando le leía en voz alta en el salón. Tal vez podía hablar, pero su voz tenía
el mismo tono de aquellos ruidos que yo había aprendido a interpretar: brusco y
autoritario, una nota a pie de página —esencial, aunque tal vez prescindible—
de la acción. Y la acción era explosiva, porque aquellos sueños eran eróticos.
Durante todo el tiempo en que fui una joven esposa, y más tarde, aunque no
mucho más tarde, mientras fui una joven madre —ocupada, fiel, satisfecha con
regularidad—, siempre tuve sueños, de cuando en cuando, en los que el asalto,
la reacción, las posibilidades, iban más allá que cualquier cosa que ofreciera
la vida. Y en los que el romanticismo quedaba borrado del mapa. También la
decencia. Nuestra cama —la del señor Gorrie y mía— era la playa de grava o la
tosca cubierta de barco o los ásperos rollos de cabos grasientos. Tenían un
cierto regusto a algo que podría definir como rastrero. Su olor agrio, su ojo
gelatinoso, sus dientes de perro. Me despertaba de estos sueños profanos
consumida por el asombro o la vergüenza, y me dormía de nuevo y despertaba con
un recuerdo que me acostumbré a rechazar cada mañana. Durante años y años, y
con seguridad mucho tiempo después de haber muerto, el señor Gorrie aparecía de
esa manera en mi vida nocturna. Hasta que lo agoté, supongo, del modo como
siempre agotamos a los muertos. Pero nunca me pareció que fuese así, que yo
dominara la situación, que hubiera sido yo quien le había llevado a aquel
lugar. Parecía funcionar en ambos sentidos, como si él también me hubiese
llevado allí y lo experimentara en la misma medida que lo experimentaba
yo.
Y el barco y
el muelle y la grava en la orilla, los árboles que apuntaban hacia el cielo o
se agazapaban inclinándose sobre el agua, el enrevesado perfil de las islas
circundantes y las montañas, sombrías e inconfundibles, todo ello parecía
existir dentro de una confusión natural, más extravagante y, aun así, más
ordinaria que cualquier otra cosa que pudiera soñar o inventar. Como un lugar
que seguirá existiendo, estés o no allí, y que, de hecho, aún está allí.
Pero nunca
llegué a ver las vigas calcinadas de la casa que se derrumbaron sobre el cuerpo
del marido. Aquello había ocurrido mucho antes, y el bosque había crecido a su
alrededor.
Alice Munro
El amor de
una mujer generosa
RBA,
Barcelona, 2009
Créditos
Notas bibliográficas
1. Dra. Mónica
Carbajosa. Alice Munro El dominio del cuento, Especulo, No. 46, Universidad
Complutense Madrid.
Crédito
Cuento La isla de Cortes (ver
enlace)
Enlaces a otros cuentos de Alice Munro
De libro
Demasiada felicidad. Los cuentos Ficción, Dimensiones, juego de niños.
De cuento Radicales libres PDF
De cuento Las lunas de Júpiter.
Reseñas Críticas
Sobre
el arte del cuento en Alice Munro, ver un breve pero útil ensayo. Dra. Mónica Carbajosa Alice Munro El dominio
del cuento, Especulo, No. 46, Universidad Complutense Madrid.
Sobre
el libro El amor de una mujer generosa,
que incluye la narración La Isla de
Cortes, ver el breve pero sustanciosa reseña: Domínguez, María Luisa, y
Hattinger, Christine, Cuando lo tangencial se vuelve esencial. Casa del
tiempo. eIV. Numero (PDF)
Sobre el libro las Lunas de Júpiter, ver una excelente reseña en cicutadry publicada por Jaime Molina.
Biografías, excelente pagina web, que recoge entrevistas,
cuentos y reseñas sobre la vida,
personalidad y cuentos de Alice Munro.
Ilustraciones
Fotografía de Alice MUNRO, Foto de Barbara Woodley
Fotografías Leszek
Bujnowsky, fotógrafo surrealista polaco.
Enlaces
Cuento La isla de Cortés
Del
libro Demasiada felicidad.
Cuentos Ficción, Dimensiones, Juego de niños.(PDF) http://tallerexpresion1k.sociales.uba.ar/files/2015/05/CUENTOS-MUNRO-2.pdf
Cuento Radicales libres (PDF)
Cuento Las lunas de Júpiter. (PDF)
http://www.seg.guanajuato.gob.mx/Ceducativa/CDocumental/Doctos/2013/Noviembre/La%20lunas%20de%20Jupiter.pdf
Reseña critica Dominio del cuento. Especulo.UCM
Reseña del libro Demasiada felicidad. Lo tangencial se
vuelve esencial.
Reseña sobre facetas de la
narrativa y personalidad de Alice Munro, incluye acceso a varios de sus cuentos,
reseñas y entrevistas. (Paris Review).
Reseña sobre libro Las
lunas de Júpiter.http://www.cicutadry.es/las-lunas-de-jupiter-alice-munro/
Post Plaza de las palabras Tres cuentistas universales. Mansfield, Denisen y Munro.