Plaza de las palabras presenta un
segundo ensayo sobre el tema Literatura
y naturaleza. El primero, del académico chileno Cristián De Bravo Delorme, enfocado a la poesía, y análisis
del tema de la naturaleza como fortaleza
creativa en la imaginación poética del poeta romántico ingles Wordsworth. Ahora,
el segundo, de Javier Vásconez, reconocido escritor ecuatoriano, novelista y
cuentista. Liga la literatura, especialmente la novela, al medio ambiente. El ensayo abunda en sugerentes
reflexiones y aproximaciones a relevantes tópicos literarios.
Una reflexión asociada a la capacidad destructora del hombre a la naturaleza.
Describe Vásconez ese mundo real e imaginario: “Si uno va más allá de la trama argumental
de algunas novelas de Dostoyevski, Melville, Conrad, Faulkner, Stevenson, Kafka
o Joâo Gilberto Noll, por poner unos pocos ejemplos, ¿cómo no suponer que en
ellas existe un miedo ancestral por la desaparición del hombre de la faz de la
tierra? ¿Muchos de estos textos acaso no son una narración soslayada, sutil,
una reflexión acerca de esta pesadilla? ¿No existe acaso un tipo de literatura
que atestigua, festeja e incluso hace una crónica de este horror?”
Un futuro similar parece ver y anunciar Vásconez,
cuando nos habla de un mundo sin animales ni arboles ni ríos Un tema que entre
líneas también toca la frontera de la ciencia ficción, uno de los filones nutritivos,
que conmueve la balanza entre el avance tecnológico, la dilapidación de los
recursos naturales y la destrucción del planeta, y latiendo por ahí proyectando al futuro una sombra amenazante. Pero también pervive subyacente,
a la espera de irrumpir, un aura
esperanzadora. Admite Vásconez, que, “En definitiva, la literatura nos ayuda a ver
la naturaleza, a entenderla. ¿Por qué? Porque nos propone una mirada
diferente”. Y agregaríamos, no solo una mirada diferente, sino una mirada
toral que atañe a todo lo que vale la pena salvar: lo humano, y esto no es
posible si a la par también no salvamos a la naturaleza.
Una segunda reflexión
de Vásconez, muy oportuna y pertinente asocia ese peligro del poder
destructor del hombre y la destrucción de la naturaleza, a la contaminación que también acosa al
lenguaje. Las palabras cada día son mas vacías, la relatividad plástica de las
palabras. La multiplicidad y uniformidad de los discursos. El reino de las
apariencias que impone su rigor y le hace muecas a la realidad. Y que como un
cáncer también ha inundado el arte. Ya Walter Benjamín lo decía, en la
reproductividad técnica de la arte. A tal fin, Vásconez manifiesta “Y si hoy día el medio ambiente se encuentra amenazado por los excesos
cometidos contra la naturaleza, también lo están las palabras, cada día más
contaminadas y vacías, a las cuales un escritor debe contribuir a devolverlas
su verdadero sentido, su camino memorioso hacia la verdad.
Y finalmente una tercera reflexión, brinda Vásconez, esta ya no tan explicita, sino
entre líneas. Pero que se respira a lo largo de todo su texto. Y la enuncia el
sugestivo y acertado titulo de su Ensayo
La novela como naturaleza muerta. El
término “naturaleza muerta” se refiere usualmente a una corriente de pintura o grafismo,
basado en un tipo de pintura que representa objetos inanimados, los llamados
bodegones, que pueden ser naturales o
hechos por el hombre, pero que en todo caso están inermes: flores, animales,
alimentos o cosas cotidianas. Sus orígenes se remontan las primeras
representaciones del arte griego y egipcio: ofrendas de alimentos. Pasando por diversas etapas, edad media,
renacimiento, dándole vueltas a los siglos, y alcanzando su verdadero punto estético
y técnico en la escuela pictórica flamenca
del siglo XVII. Pero el verdadero término, en alemán, still.-leben, “Naturaleza muerta”, también significa, en su sentido
original, tal y como lo dice Karel Kocis
“naturaleza tranquila”. “vida tranquila”. En que el filósofo checo, advierte
que esas cosas no están muertas sino que perduran llenas de posibilidades de vida. Y esto nos lleva a otra perspectiva. Y es el
enlace naturalista de la “contemplación
en tranquilidad” de Wordsworth. Aquí aparece en contramedida a la naturaleza muerta,
una naturaleza viva. La cercanía a la naturaleza como sabiduría ancestral, como
regocijó de contemplación espiritual y sobre todo con respeto universal por la
creación. Es ésta posibilidad, la que aviva
subyacente en las notables reflexiones de Vásconez. Si la literatura y la
novela nos describen ese mundo de capacidad destructora del hombre como
naturaleza muerta; también conviven,
como el reverso de la moneda, una
posibilidad de poder creador. Una apuesta de la novela por la naturaleza viva:
por rescatar lo humano y por proteger la naturaleza: con animales con plantas con
árboles con ríos…
JAVIER VÁSCONEZ
El escritor Javier
Vásconez (1946), es un novelista y cuentista ecuatoriano. “Nació en
Quito, aunque vivió su infancia en otros países. Realizó estudios secundarios
en el Mount Saint Mary’s College de Inglaterra. Luego, en el colegio Holy Croix
de Roma y en Estados Unidos. Se graduó de bachiller en el Colegio Spellman de
Quito. Prosiguió sus estudios de Artes Liberales y Filosofía en la Universidad
de Navarra, en España, donde se graduó con una tesis acerca de los personajes
en la obra de Juan Rulfo. También asistió a la Universidad de Vincennes, en
París”. (1) “Las obras de Javier Vásconez permiten descifrar las constantes
temáticas del autor y, sobre todo, los lugares únicos en los cuales se identifican
los acontecimientos, la descripción del discurso, es decir, el manejo temporal
y espacial, la construcción de personajes y las formas narrativas, nos enseñan
el estilo que el autor acogió a los largo de todas sus obras. El recorrido por
las páginas de Vásconez es la confirmación del valor exclusivo que encierran
sus textos y la certeza de que es uno de los autores ecuatorianos fundamentales
y originales en la narrativa de la lengua española en las últimas décadas”. (2)
Sus principales obras Novela. El secreto (1996),El viajero de Praga (1996),La
sombra del apostador (1999),El
retorno de las moscas (2005),Jardín
Capelo (2007),La piel del miedo (2010),La otra
muerte del doctor (2012),Hoteles del silencio (2016). Relatos. Ciudad
lejana (1982),El hombre de la mirada oblicua (1989),Un
extraño en el puerto (1998),Invitados
de honor (2004),El secreto y otros cuentos (Campaña de Lectura Eugenio Espejo), 2004),Estación
de lluvia (antología) (2009). (3)
La novela como naturaleza muerta.
JAVIER VÁSCONEZ
Imaginemos un mundo sin animales ni plantas ni árboles ni ríos ni lagos
ni mares ni volcanes, solo nos quedaría la posibilidad del horror, de la
desolación, del desamparo, del desconcierto. ¿Cómo podríamos vivir en un mundo
de tal naturaleza, mejor dicho, sin una naturaleza que nos sostenga? ¿Cómo
pensar, soñar, delirar, amar e incluso escribir en un mundo en el que la
naturaleza (gestación de la vida y anuncio de la muerte) esté ausente? ¿Cómo
imaginar, por otro lado, la posibilidad de hacer literatura sin la movilidad,
precisión y belleza de las palabras? Al parecer la una se alimenta de la otra.
Desde una visión convencional a un escritor se lo considera un estorbo y al
mismo tiempo un creador. No soy sociólogo. Soy un escritor. Por lo tanto, vivo
seducido, deslumbrado por el poder de las palabras, vivo en consonancia con
ellas y para ellas. Invento personajes, ciudades, situaciones específicas
sostenidas en el marco de las palabras. Supongo que mi deber como escritor es
limpiarlas de la contaminación, de la hojarasca provocada por el mal uso que se
hace de ellas en los diarios, en el habla de todos los días, en los libros, de
este modo un escritor se convierte inevitablemente en el jardinero del
lenguaje.
Al recibir la invitación de Luis Sepúlveda para hablar sobre medio
ambiente y literatura, precisamente en Asturias —un lugar donde la naturaleza
estalla por sus cuatro costados con un verdor inusitado—confieso que, al
principio, me sentí confundido y hasta intimidado. ¿Qué sabía yo del tema? Por
lo que estuve a punto de rechazar la propuesta de venir. Provengo del país
donde se encuentra una de las mayores reservas del mundo de colibríes,
murciélagos, mariposas, orquídeas e incluso de ciertas especies insólitas de
árboles y flores, por no decir nada de las rosas que aún siguen siendo un
motivo de inspiración para los poetas.
Sin duda Ecuador es una potencia para los naturalistas. Pues se lo
considera el paraíso de las ranas, las mariposas y las orquídeas. Gracias a la
especial situación geográfica de las islas Galápagos, Darwin escribió su
célebre libro La evolución de las especies (publicado en Londres el 24 de
noviembre de 1859), que sentó las bases de la moderna teoría de la evolución.
El viaje del Beagle, barco en el cual Darwin recorrió medio mundo, tardó del 2
de diciembre de 1831 a 2 de octubre de 1836. Por un buen tiempo estuvo anclado
frente a las costas de Galápagos, convirtiendo a las islas en un laboratorio de
sus observaciones. Y algunos años atrás, había ocurrido lo mismo con Humboldt,
que vivió en Quito y desde allí realizó numerosos viajes por la región para
ampliar sus estudios sobre geografía y vulcanología. Este ilustre sabio alemán
registró y escribió con inteligencia y pasión sobre la naturaleza de América
Latina. Realizó cientos de dibujos de la flora, fauna, de los minerales así
como de la las costumbres indígenas y del resto de la sociedad, incluso
ascendió a algunos volcanes. Existe un hermoso cuadro, pintado por Friedric
Georg Weitsch, en el que están Alexander Von Humboldt y Aimé Bonpland al pie
del Chimborazo. Otro ilustre viajero y explorador fue el británico Eduard
Whymper, nacido en Londres en 1840, quien organizó una expedición a los Andes
de Ecuador. Desde entonces, cientos de ecologistas, ambientalistas y naturalistas
de toda índole visitan cada año Ecuador. Muchos de ellos acuden como devotos
peregrinos a las islas Galápagos, a la selva amazónica, recorren los bosques
húmedos, se acercan a nuestras playas, escalan algunos volcanes y nevados,
haciendo un balance pormenorizado de nuestras especies, pero rara vez se
interesan por otras cosas. En mi condición de testigo, ¿qué es exactamente lo
que he podido observar? Sin duda hay algo que me parece evidente. Cuando estos
estudiosos se instalan de manera más o menos definitiva en nuestros países, su
desinterés, su falta de atención por todo lo que no sea naturaleza resulta
bastante alarmante. Sí, todo esto puede ser muy estimulante para los sapos y
los vampiros, incluso para sus devotos observadores, pero tirando del hilo es
aquí donde creo percibir el origen de mi discrepancia. Con estos antecedentes,
como es de suponer, adolezco de una cierta prevención hacia estos nuevos
románticos, incluso algo de animadversión —tal vez injustificada, prejuiciosa—
hacia las actividades a veces no tan inocentes a las que se dedican. Me
atrevería a afirmar que para ellos solo somos o existimos como paisaje.
Sin embargo, conviene recordar a un curioso viajero: el poeta Henri
Michaux, quien se traslado a Quito con el poeta quiteño Alfredo Gangotena. En
aquel viaje parecía buscar una aventura, una explicación a su agitada
existencia, pero en vez de conmoverse ante nuestro paisaje, más bien quedó
deslumbrado, fascinado, ante el horror provocado por los habitantes de la
ciudad de Quito. Años después, escribió Ecuador, un libro inacabado, cruel,
pero sin duda memorable.
Todos sabemos que en literatura el tema en sí puede ser poca cosa en
comparación con la importancia que cobra su tratamiento. Desconfío de toda
manifestación literaria relacionada con el tipismo. Mi apuesta va por otro
lado. Así pues, no me encuentro a gusto con la literatura excesivamente
informativa, costumbrista, obediente a las coordenadas del periodismo. A pesar
de mi admiración por una novela como A sangre fría, de Truman Capote, nunca he
sido un gran entusiasta de ese tipo de literatura, aunque eso me obligue a
confesar que esa carencia de interés me ha privado de un entretenimiento muy
considerable. No coincido con el gusto por la literatura de esta naturaleza o
de novelas tan apegadas al periodismo que no pasan de ser crónicas con
personajes. Tampoco he experimentado interés con novelas como Los de abajo o
Las uvas de la ira. Una novela debe ser ante todo un viaje y un desafío de la
imaginación, «una exploración de parajes desconocidos de la memoria elaborados
a solas hasta la saciedad». ¿No constituye ello un prejuicio? Quizá no sea
tanto un prejuicio como una elección estética.
Por esta razón, al recibir la invitación de Luis Sepúlveda mi primera
reacción fue preventiva porque no dejé de considerar la posibilidad de que este
encuentro pudiera convertirse en «la vuelta rastrera a las esencias regionales,
el sacrificio del lenguaje en los altares del costumbrismo». Y hasta se me vino
a la cabeza una idea de Todorov: «La literatura existe en tanto que esfuerzo
para decir lo que no dice ni puede decir el lenguaje corriente; si significara
lo mismo que ese lenguaje corriente, la literatura no tendría razón de ser». En
mis momentos de duda me preguntaba si en este congreso íbamos a tratar o hablar
de literatura propiamente dicha, de la que se ocupa del lenguaje en vez de solo
querer informar de forma más o menos explícita sobre el estado del medio
ambiente o de cualquier otro tema a la moda.
Pero a pesar de estas dudas, nunca me caractericé por permanecer cerrado
a las propuestas de otros. «Somos seres inacabados. Somos seres insatisfechos»,
dice Carlos Fuentes. Yo añadiría, además, somos seres profundamente
contradictorios. A diferencia de los manuales de mecánica o de carpintería, las
novelas exigen, piden casi a gritos, varias lecturas e interpretaciones. En mi
tentativa por encontrar un camino que me llevara de la literatura al medio
ambiente, de golpe caí en cuenta, como quien descubre el rostro revelador de un
antepasado en una fotografía descubierta al azar, que algunos de los contenidos
fundamentales de la literatura lindaban con las fronteras de la naturaleza y de
la ecología. A partir de esta oscura sospecha, y como me gustan los desafíos,
decidí aceptar venir a este evento porque deseaba encontrar la misteriosa
relación entre literatura y medio ambiente. Si bien no me convencía el tema, o
al menos me parecía un tanto rebuscado, opté por darle otra vuelta de tuerca a
esta propuesta. De manera que decidí arriesgarme, indagar, hurgar en la
literatura de los otros y en la mía a fin de encontrar una afinidad, un puente
que me llevara por esa ruta desconocida, es decir, encontrar la posible
relación entre medio ambiente y literatura.
Si bien la verdadera literatura es siempre un desafío, sobre todo en un
mundo en el cual nadie quiere arriesgarse, pero además es uno de sus
privilegios y una de sus más viejas aspiraciones, mostrarse dispuesta a la
pluralidad. Porque es siempre la vida la que se expresa en nosotros y a través
de nosotros. La vida le dice sí a la vida. En la literatura subyace un miedo
atroz a nuestra ilimitada capacidad de destrucción. En eso nos acercamos a los
ecologistas —aquí está el lazo invisible—, ya que en muchos aspectos la
literatura en sí misma constituye un amplio registro de nuestra violencia.
¿Todo gran poema no lleva implícito dentro de sí el terror obsesivo del
acabamiento y contaminación del lenguaje? Me atrevo a decir que el miedo a la
destrucción es uno de los grandes temas de la literatura. Muchas novelas,
cuentos, poemas lo han abordado de distintos ángulos y construyen sus mejores
momentos cuando se ocupan del terror del hombre frente a sí mismo y también
frente a la naturaleza. Si uno va más allá de la trama argumental de algunas
novelas de Dostoyevski, Melville, Conrad, Faulkner, Stevenson, Kafka o Joâo
Gilberto Noll, por poner unos pocos ejemplos, ¿cómo no suponer que en ellas
existe un miedo ancestral por la desaparición del hombre de la faz de la
tierra? ¿Muchos de estos textos acaso no son una narración soslayada, sutil,
una reflexión acerca de esta pesadilla? ¿No existe acaso un tipo de literatura
que atestigua, festeja e incluso hace una crónica de este horror?
Para convencerlos de esta hipótesis, sugiero trasladarnos por un momento
a La Metamorfosis de Kafka. Aquel episodio tan minimalista como absurdo de la
manzana podría ser ilustrativo. El padre lanza una manzana y eso le produce un
dolor insoportable a Gregorio, porque ha quedado clavada sobre su espalda, y
hasta empieza a podrirse en ella. Conviene analizar este episodio que nos
ilustra sutilmente el miedo ante la naturaleza, la repulsión de Gregorio ante
la podredumbre de la manzana dentro de su cuerpo.
Ahora bien, ¿de qué trata la ecología? En definitiva, según nos advierte
Hans Jonas: «de tomar conciencia del formidable desfase entre la debilidad de
nuestras luces y el extraordinario potencial de destrucción de que disponemos».
Si la historia parece haber perdido la memoria, imagino que el escritor
tiene la obligación de suplirla con la imaginación. Y si hoy día el medio
ambiente se encuentra amenazado por los excesos cometidos contra la naturaleza,
también lo están las palabras, cada día más contaminadas y vacías, a las cuales
un escritor debe contribuir a devolverlas su verdadero sentido, su camino
memorioso hacia la verdad. Si podemos habitar en la tierra es gracias a que
poseemos agua, árboles, animales y plantas, en tanto el arte de la literatura
aporta palabras, ironía, belleza a nuestra existencia. En definitiva, la
literatura nos ayuda a ver la naturaleza, a entenderla. ¿Por qué? Porque nos
propone una mirada diferente. Pensemos así en el camino recorrido en
Hispanoamérica desde las llamadas «novelas de la selva» a El hablador de Vargas
Llosa. Imagino que el medio ambiente se resentiría aún más si no existiera esa
mirada extrañada para ver las otras posibilidades de la vida, las más sutiles,
aquellos susurros producidos por los árboles en medio de la noche.
2
Tras un breve recorrido por mis libros he descubierto con asombro la importancia
que en ellos cobra la naturaleza, incluso algunos animales —caballos, perros,
canarios, gatos, sapos, mariposas, ratas, moscas—entendidos como una
prolongación de los sueños ante la vida.
Si El viajero de Praga fue un abrazo desesperado, acaso un acto de amor
y de exorcismo, también fue un puente tendido a la literatura universal —como
debe ser, ya que la literatura siempre es un puente, un proceso, una reflexión
íntima e individual— cuya composición me permitió moverme sin vacilar por
varias ciudades y culturas a fin de atenuar la asfixia literaria que padecemos
en Ecuador. Asfixia debida al exceso de información sociológica, a la falta de
riesgo y ambición, al costumbrismo que pretende ser un reflejo de la sociedad,
a la insistencia por describir o intentar reproducir la realidad en vez de
envolverla, en el sentido que Faulkner entendía el arte de narrar: «no
despejando las tinieblas, sino tan solo mostrando su horror». Con esta novela
me permití entablar un diálogo, legítimo y sin complejos con ciertos autores a
quienes he rendido velada o abiertamente un homenaje de admiración, puesto que
un escritor debe mantener un diálogo no solo consigo mismo, sino con toda la
literatura. ¿Quién es el doctor Kronz? ¿Dónde situarlo? No creo que se lo pueda
imaginar únicamente en Praga ni en las calles de Quito, ni siquiera junto a su
gato Elmer, sino que es parte de esa larga lista de personajes enfrentados al
pánico de su propia destrucción en el lugar al cual acaban de llegar. Al
escribir aquella novela, mi aspiración más íntima, si se me permite el término,
fue no sólo que conservara intacto el aroma de la lluvia, del páramo desolado,
o de la ciudad andina, sino que trasmitiera la enorme soledad de un hombre y la
desesperación del autor por mostrar las andanzas y el temor a la destrucción al
penetrar en un territorio desconocido, en una línea imaginaria.
Con La sombra del apostador el estímulo creador fue otro. Esta novela se
resistió bastante y no fue el producto de una visión afortunada, más bien
constituyó una lucha por superar una serie de obstáculos. Nació con la imagen
de una niña encerrada en una casa llena de perfumes. Luego fue creciendo con el
desenfrenado galope de un caballo en un hipódromo, al tiempo que escuchaba
voces de otros personajes. Aparte de eso, no tenía nada más. Unas cuantas
huellas, algunos rostros dispersos, y el latido del lenguaje anunciándome
vagamente el camino que debía seguir, aunque el doctor Kronz ya no iba a
guiarme por los recovecos de la novela. Se había quedado atrás, solitario y
fantasmal, sin intención de acompañarme por este arduo recorrido. Así que dejé
correr libremente las palabras, y bajo este impulso creador, escribí los tres
primeros capítulos hasta que sobrevino una especie de bloqueo. Padecí bastante.
Podía adivinar y sentir aquellas voces torrenciales, desarticuladas, que no
sabía de dónde provenían, aunque con el tiempo iba a descubrir que eran ellas
las que habrían de configurar ciertas situaciones, como los paseos de Lena por
los miradores de la ciudad o las visiones nocturnas del jockey Aníbal Ibarra.
Eran esas voces, aparentemente dispersas, las que habrían de darle otro sentido
a la llamada anónima dirigida a Roldán en el hotel. Dicho de otro modo, tenía
que vérmelas con la «naturaleza» de los seres humanos que cambian poco como
muestra la literatura.
Ahora bien, «el verdadero protagonista de una novela moderna no es el
héroe que encarna un destino ejemplar, sino el ruido complejo y disperso de la
vida que lo rodea, la bruma que sólo se percibe sin anteojos, las palabras
sueltas que llegan a un oído débil y perceptivo», nos dice Juan Villoro. En una
palabra, las posibilidades interpretativas que una novela ofrece para su
lectura son infinitas, pero como la obra literaria carece de horizonte, de
propósitos, el escritor actual se repliega con mayor o menor fortuna en los
momentos más enigmáticos de la vida. Esa parece ser su naturaleza.
A estas alturas solo puedo decir, tentativamente, que captar esos matices
y los episodios donde se registre la lenta y obstinada destrucción del hombre
sobre la tierra, tal vez sea la tarea del futuro novelista. Acaso gracias al
poder de la literatura, ¿vamos a navegar como el capitán de Conrad o el Maqroll
de Mutis por el corazón de las tinieblas y las aguas tenebrosas de un río,
indagando cuánta destrucción ha hecho el hombre en la naturaleza? De los
distintos refugios de la imaginación, no sé si este accidentado peregrinar en
un barco tendríamos que hacerlo a través de la literatura o de la ecología.
Para concluir voy a leer un fragmento del poema La ofrenda del cerezo
del poeta ecuatoriano Iván Carvajal, ya que según los japoneses la floración
del cerezo es uno de los espectáculos más atractivos de la naturaleza:
Contemplo al cerezo en su milagro.
Florece. Y aunque me embriaga su aroma,
No estaré aquí para probar sus frutos.
Mi vida depende del cerezo apenas
Mientras dure este instante. Un blanco manto
que cae y se mece, un fresco olor,
mi júbilo. Me iré en unos minutos.
Mi vida no depende del cerezo.
Y sin embargo irá el fantasma
del árbol conmigo para siempre.
25 septiembre 2008
Fuente Revista El Clarín.
Notas bibliográficas
1. Javier Vásconez, Extractos de datos biográficos, Wikipedia.
2. El universo literario de Javier Vásconez. Quito: Pontificia Universidad Católica del Ecuador. p. 1-6. Citado en Wikipedia
3.Wikipedia.
Créditos de las ilustraciones
Un desierto en llamas, Kuwait Foto Sebastiao salgado (1944), fotógrafo fotoperiodista y ecologista a brasileño
HEART OF THE DRAGON, foto Beth Moon
(1955), fotógrafa naturalista estadounidense
AVENUE OF THE BAOBABS, foto de Beth Moon
(1955), fotógrafa naturalista estadounidense
Un desierto en llamas, Kuwait Sebastiao Salgado (1944), fotógrafo fotoperiodista
y ecologista brasileño
Foto Islas Bragas llamadas las
encantadas de islas Galápagos. Generic
Foto Cerezos en flor al fondo El Fuji, Japón.