La última escala del Tramp Steamer de Álvaro Mutis. La errancia en alta mar como metáfora de nuestros tiempos. Post Plaza de las palabras




Plaza de las palabras en su sección Cuentos hispanoamericanos, presenta la narración  La última escala del Tramp Steamer, (1990) del escritor colombiano Álvaro Mutis Jaramillo (Bogotá, 1923 - Ciudad de México, 2013). Considerada por la crítica más una novela corta que un cuento largo, pero que aún así incluimos en esta sección, en que ahora,  eventualmente, sin el menoscabo de seguir publicando cuentos, estaremos considerando otras novelas cortas o nouvelle de autores hispanoamericanos. La novela elegida, tiene 26387 palabras y fue publicada en Periolibros, proyecto educativo literario que en su tiempo fue patrocinado por la Unesco. 


Biografía de Álvaro Mutis  


«ÁLVARO MUTIS JARAMILLO (Bogotá, 1923 - Ciudad de México, 2013) fue un novelista y poeta colombiano, uno de los grandes escritores hispanoamericanos  contemporáneos. Su obra está influida por Octavio Paz, Pablo Neruda, y Walt Whitman. Gran amigo de Gabriel García Márquez, de quien es su primer lector de borradores. Su vida en ocasiones se aproxima al  argumento de una novela: vivió en Europa durante su infancia debido a la carrera diplomática de su padre, trabajó en publicidad y cine, se exilió en México, pasó por la cárcel tras detenerle la Interpol… Empieza muy joven a colaborar en revistas literarias y publica su primer libro de poemas, La balanza, en 1947, en colaboración con Carlos Patiño. Los elementos del desastre (1953) es un poemario donde aparece por primera vez su emblemático personaje Maqroll el Gaviero, uno de los grandes hitos de la literatura en lengua española de este siglo. Hacia 1960 inicia un viraje hacia la prosa, con Diario de Lecumberri, escrito en la cárcel mexicana del mismo nombre. En 1973 publica la novela La mansión de Araucaíma y recoge sus poemas desde 1948 a 1970 en Summa de Maqroll el gaviero. En 1983, se le concede el Premio Nacional de la Literatura de Colombia. Entre sus otras obras en prosa merecen destacarse La nieve del  lmirante(1986), que recibió en Francia el premio a la mejor novela extranjera, Ilona llega con la lluvia (1988), Un bel morir (1989), La última escala del Tramp Steamer (1990), Amirbar (1990) y Abdul Bashur, soñador de navíos (1991). Tanto en poesía como en narrativa, Mutis utiliza un lenguaje discursivo, lleno de imágenes y sugerencias del ebookelo.com - Página 55 más allá, con Maqroll como testigo de tragedias de muerte y degeneración. Varias de sus novelas han sido llevadas al cine, y ha obtenido numerosísimos premios, destacando el Príncipe de Asturias en 1997, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 1997 y el Cervantes en el año 2001.» (1)


La errancia en alta mar como metáfora de nuestros tiempos


La novela La última escala del Tramp Steamer, debe su idea inicial o germinativa a  la observación atenta que hizo el autor Álvaro Mutis de una pintura del pintor realista  Edgard Hooper, sobre un barco en alta mar y la cual lo conmovió. Tramp Steamer, termino en ingles para designar una clase de barco, y que  literalmente significa: un buque de vapor errante.  Por lo general este tipo de buques andan de  puerto en puerto; y  sin horarios,  itinerarios o escalas  fijas o publicadas.  Pues sí, la novela trata de un viejo buque de vapor  que con bandera hondureña  recorre el mundo y va trasportando productos por diferentes puertos. Ese recorrido marítimo sirve de fondo a una historia de amor entre el capitán del buque un vasco de nombre Iturri y Warda, la propietaria del buque y también pretendida por otros.  Esa relación amorosa de claroscuros de una pintura que nunca  acaba de concretarse plenamente. Y sumado al extraño paralelismo de dos personajes (el protagonista narrador e Iturri),  que entre dialogo y dialogo, van desvelando y acerando la trama de está lucida y amena novela corta, que además de mantener un curso sobrio entre el vaivén de los mares y las olas galopantes de la memoria,  transporta a bordo el tema de la errancia, el de los infinitos dobles, el del quebranto progresivo de la vida y el amor, y el del paso siempre inexorable del tiempo. Novela narrada en primera persona pero que ocasionalmente cambia a tercera persona. De corte ficcional y casi cabalístico, pero igualmente  realista, en que las coincidencias pertinentes y sin barroquismos, se vuelven detonantes de una fluida y coherente historia. Y cuya finura puede ser interpretada como una metáfora flotante que navega solitaria e impertérrita  en el turbulento mare magnun  de nuestros inciertos tiempos, o de otro modo como dice,  —entre un  escepticismo medular y un estoicismo sobreviviente— el narrador protagonista al final  de la novela: 


«Los hombres —pensé— cambian tan poco, siguen siendo tan ellos mismos, que sólo existe una historia de amor desde el principio de los tiempos, repetida al infinito sin perder su terrible sencillez, su irremediable desventura. Dormí profundamente y, contra mi costumbre, no soñé cosa alguna.»

 

26387 palabras 


La última escala del Tramp Steamer (2) 


Álvaro Mutis 


… y un olor y rumor de buque viejo, de podridas maderas y hierros averiados, y fatigadas

máquinas que aúllan y lloran empujando la proa, pateando los costados, mascando

lamentos, tragando y tragando distancias, haciendo un ruido de agrias aguas sobre las

agrias aguas, moviendo el viejo buque sobre las viejas aguas.

PABLO NERUDA, «El fantasma del buque de carga», Residencia en la Tierra, I


Toujours avec l’espoir de recontrer la mer,

lis voyageaient sans pain, sans bâtons et sans urnes,

Mordant au citron d’or de l’idéal amer.

STÉPHANE MALLARMÉ, Le guignon




Hay muchas maneras de contar esta historia —como muchas son las que existen para relatar el más intrascendente episodio de la vida de cualquiera de nosotros. Podría comenzar por lo que, para mí, fue el final del asunto pero que, para otro participante de los hechos, pudo ser apenas el comienzo. Ni que decir que la tercera persona implicada en lo que voy a tratar de relatarles no podría distinguir ni el comienzo ni el fin de lo que ella vivió entonces. He optado, pues, por contar lo sucedido según mi personal experiencia y dentro de la cronología que en ella me tocó en suerte. Tal vez no sea la manera más interesante de enterarse de esta singular historia de amor. Desde cuando la escuché, tuve la resuelta intención de contársela a alguien que, en esto de narrar las cosas que le pasan a la gente, se ha manifestado como un maestro. Por eso he preferido, mejor, ahora que la escribo para él —ya que contársela no me ha sido posible—, hacerlo de la manera más sencilla y directa para no arriesgarme por caminos, atajos y meandros que ni domino ni, en este caso, sería aconsejable intentar. Ojalá, con mi ninguna destreza, no se pierda aquí el encanto, la dolorosa y peregrina fascinación de estos amores que, por transitorios e imposibles, algo tienen de las nunca agotadas leyendas que nos han hechizado durante tantos siglos, desde Príamo y Tisbe hasta Marcel y Albertine, pasando por Tristán e Isolda. 

Como lo que voy a narrar es algo que supe por boca del protagonista, no tengo otra alternativa que lanzarme por propia cuenta y con mis escasos medios a la tarea de ponerlo por escrito. Hubiera querido que alguien mejor dotado lo hiciera, no fue posible: los atropellados y ruidosos días de nuestra vida no lo permitieron. Quise dejar esta salvedad, que no ha de librarme, de seguro, del severo juicio de mis improbables lectores. La crítica ya se encargará, como es su costumbre, de cumplir con el resto y regresar al olvido estas líneas tan distantes del gusto que prima en nuestros días.

Tuve que viajar a Helsinki para asistir a una reunión de expertos en publicaciones internas de las compañías petroleras. Iba, en verdad, con muy pocas ganas. Finalizaba  noviembre y los pronósticos del tiempo para la capital de Finlandia eran más bien sombríos. Mi admiración y familiaridad con la música de Sibelius y con algunas páginas inolvidables del más olvidado de los premios Nobel: Frans Eemil Sillanpää, eran razones suficientes para alimentar mi curiosidad de conocer Finlandia. Me habían dicho también que, desde el extremo más avanzado de la península de Vironniemi, se alcanzaba a ver, en los días sin bruma, la mirífica aparición de San Petersburgo, con las doradas cúpulas de sus iglesias y la imponente maravilla de sus edificios. Estos eran argumentos suficientes para enfrentar la terrible perspectiva de un invierno como jamás antes había yo padecido. Helsinki estaba, en efecto, como paralizada dentro de un traslúcido e inviolable cristal, a cuarenta grados bajo cero. Cada ladrillo de sus edificios, cada ángulo de las rejas de sus parques sepultados en una nieve marmórea, cada detalle de sus monumentos públicos, se destacaban con  nitidez incisiva, casi intolerable. Recorrer las calles de la ciudad era una hazaña con riesgos mortales pero con inquietantes compensaciones estéticas. Cuando insinué a mis compañeros de congreso que intentaba ir hasta el espolón ubicado más hacia el este del puerto, para divisar desde allí la capital de Pedro el Grande, todos me miraron como si fuera un insensato sin las menores posibilidades de sobrevivir. Durante una de las cenas de rigor, un colega finlandés, con cortesía no exenta de cierta cautela causada por la delirante desmesura de mi propósito, me previno de los peligros que tendría que enfrentar. «En ese sitio —me explicó— el viento corre dejando a su paso convertidos en bloques de hielo todos los obstáculos que se cruzan en su camino. Cualquier abrigo, por grueso y protegido que sea, de nada sirve en ese caso». Le pregunté si en un día de calma, de los muy raros en donde un efímero pero resplandeciente sol se hace presente, podría yo cumplir con mi sueño de ver, así fuera desde lejos, la Venecia del norte. Convino en que esto sería posible, siempre y cuando tuviese a mi disposición un vehículo listo a devolverme al hotel en el instante en que cambiara el tiempo. Cosa que en esa época podía suceder en breves minutos. Los representantes en Finlandia de mi compañía se encargaron de facilitarme el automóvil y de prevenirme con la anticipación necesaria de la inminencia de un día de sol. 

La oportunidad se me ofreció mucho más pronto de lo que esperaba. Dos días después, recibí una llamada telefónica. Me anunciaban que al día siguiente pasarían por mí para llevarme al lugar en cuestión. Habría tres horas de sol sin una brizna de niebla, garantizadas por los meteorólogos de nuestra empresa. Con puntualidad ejemplar el auto me recogió al otro día en la puerta del hotel. Nos lanzamos por la avenida que rodea parte de la ciudad y conduce a las afueras hasta la zona de los muelles. El chofer no hablaba ningún idioma distinto del finés. Ni siquiera las cuatro palabras en un sueco de mi cosecha sirvieron para comunicarme con él. Tampoco tenía mucho que hablar con este auriga salido de las páginas del Kalévala. El trayecto, que había imaginado más largo, nos tomó escasos veinte minutos. Cuando descendí del auto el espectáculo me dejó sin habla. La transparencia del aire era absoluta. Cada grúa de los muelles, cada junco de la orilla, cada embarcación que cruzaba en un silencio irreal por las aguas inmóviles de la bahía, tenía una presencia tan neta que tuve la impresión de que el mundo acababa de ser inaugurado. Al fondo, con igual precisión, en una cercanía inconcebible, se alzaba la ciudad que construyó Pedro Romanoff para cumplir un delirio de autócrata genial y un sórdido propósito de astuto vástago de Iván el Terrible. Los blancos edificios y las relumbrantes cúpulas de las iglesias, los muelles de granito color sangre y los deliciosos puentes de estilo italiano que cruzan los canales, estaban al alcance de mi mano. Una inmensa bandera roja, ondeando sobre la fachada del almirantazgo, me regresaba a un presente cuya desleída necedad resultaba impensable en ese instante y en ese escenario sobrecogedor por la perfección de sus proporciones y la traslúcida presencia de un aire de otro mundo. Me senté en el borde del parapeto de granito que protegía la cinta asfáltica y, con los pies colgando sobre el espejo de acero de las aguas, quedé embebido en la contemplación de un milagro que estaba seguro de que nunca más se repetiría en mi vida. Fue entonces cuando, por primera vez, se me apareció el Tramp Steamer, personaje de singular importancia en la historia que nos ocupa. Sabido es que con este término se nombra a los cargueros de pequeño tonelaje, no afiliados a ninguna de las grandes líneas de navegación, que viajan de puerto en puerto buscando carga ocasional para llevar no importa adonde. Así malviven, arrastrando su

lastimada silueta por mucho más tiempo del que pudiera hacernos predecir su precaria condición.

Entró de repente en el campo de mi vista, con lentitud de saurio malherido. No podía dar crédito a mis ojos. Con la esplendente maravilla de San Petersburgo al fondo, el pobre carguero iba invadiendo el ámbito con sus costados llenos de pringosas huellas de óxido y basura que llegaban hasta la línea de flotación. El puente de mando y, en la cubierta, la hilera de camarotes destinados a los tripulantes y a ocasionales pasajeros, habían sido pintados de blanco en una época muy lejana. Ahora, una capa de mugre, de aceite y de orín les daba un color indefinido, el color de la miseria, de la irreparable decadencia, de un uso desesperado e incesante. Se deslizaba, irreal, con el jadeo agónico de sus máquinas y el desacompasado ritmo de sus bielas que, de un momento a otro, amenazaban con callar para siempre. Ocupaba ya el primer plano en el irreal y sereno espectáculo que me tenía absorto y mi

maravillada sorpresa se convirtió en algo muy difícil de precisar. Había, en este vagabundo despojo del mar, una especie de testimonio de nuestro destino sobre la Tierra. Un pulvis eris que resultaba más elocuente y cierto en estas aguas de pulido metal con la dorada y blanca anunciación de la capital de los últimos zares al fondo.

A mi lado se alzaba el esbelto contorno de los edificios y muelles de la orilla finlandesa. En ese instante, una solidaria y cálida simpatía por el Tramp Steamer empezó a nacer dentro de mí. Lo sentí como un hermano desdichado, como una víctima de la desidia y la avidez de los hombres, a las que él respondía con su terca voluntad de seguir trazando sobre todos los mares la deslucida estela de sus lacerias. Lo vi alejarse hacia el interior de la bahía en busca de algún muelle discreto en donde atracar sin muchas maniobras y, tal vez, al menor costo posible. En la popa pendía la bandera de Honduras. Un nombre borrado por la acción de las olas dejaba ver apenas sus últimas letras:… ción. No era improbable que, por una ironía que más parecía befa, el nombre de este viejo carguero fuera el de Alción. Debajo del mutilado letrero se conseguía leer, no sin dificultad, el lugar de matrícula: Puerto Cortés. Mi limitada experiencia en las cosas del mar, en la inextricable y sórdida red de su comercio, me bastó, sin embargo, para no hacer necias consideraciones sobre los contrastes nacidos de esta aparición de un desastrado carguero del Caribe en medio de uno de los más olvidados y armoniosos panoramas de Europa septentrional. El carguero hondureño me había regresado a mi mundo, al centro de mis más esenciales recuerdos, nada tenía ya que hacer allí en el extremo de la península de Vironniemi. Por fortuna, el auriga parecido a Lemminkainen se me acercó para indicarme el cielo en el que se amontonaban, con vertiginosa premura, las nubes plomizas indicadoras de un

inminente cambio de temperatura. De regreso al hotel, mis colegas me interrogaron sobre la experiencia de la que tanto había hablado y tanto esperaba. Salí del paso con unas pocas palabras tan convencionales como anodinas. El Tramp Steamer me había dejado en una realidad tan ajena a este presente escandinavo y báltico, que más valía

callar. En verdad, había poco que decir. Allí al menos. 

La vida hace, a menudo, ciertos ajustes de cuentas que no es aconsejable pasar por alto. Son como balances que nos ofrece para que no nos perdamos muy adentro en el mundo de los sueños y de la fantasía y sepamos volver a la cálida y cotidiana secuencia del tiempo en donde en verdad sucede nuestro destino. Esa lección la recibí poco más de un año después de mi visita a Finlandia y del encuentro que allí tuve, encuentro que vino a incorporarse a la recurrente e inexorable materia de mis pesadillas. Estaba en Costa Rica como asesor de prensa de una comisión de técnicos de Toronto que realizaba un estudio para la construcción de un oleoducto, no recuerdo ya desde qué puerto hacia el interior. Un par de amigos que había hecho en una accidentada sesión itinerante de alcohol y cabarets de nota más que dudosa, me había invitado en San José a un paseo en yate por la bahía de Nicoya en Punta Arenas. Acepté, encantado de librarme de la insulsa conversación de mis compañeros de trabajo y de las interminables rememoraciones de sus hazañas en el golf, asunto que me suscita una náusea inmediata. Uno de los invitantes, de nombre Marco, con el que recordaba haber compartido la noche anterior no pocas teorías sobre el alcohol y sus consecuencias en varios campos de la conducta, pasó por mí en su automóvil. En poco más de una hora estaríamos en Punta Arenas. El dueño del yate nos esperaba allí con su esposa que se había sumado al paseo. Algo en las palabras de Marco me indicó que había otros datos al respecto que se guardaba, tal vez para darme alguna sorpresa. Contuve mi curiosidad y en evocaciones de nuestro non sancto periplo de la noche anterior ocupamos el resto del camino. Al llegar a Punta Arenas volví a encontrarme con las aguas del Pacífico, siempre grises y siempre a punto de cambiar de humor; iguales desde Valparaíso hasta Vancouver. Hacía un calor intenso y

húmedo que distendió mis nervios y me dispuso a disfrutar plenamente de la excursión marina sobre la que me había hecho bastantes y, luego pude constatarlo, muy justificadas ilusiones. La casa del dueño del yate tenía ese aspecto entre destartalado y acogedor tan común en las costas de nuestros países. El mobiliario heteróclito había sido reunido, evidentemente, acudiendo a sobrantes de casas de la familia en San José. El refrigerador estaba lleno de cervezas, varias latas de caviar y esos inevitables envoltijos en hoja de plátano que, con el nombre de tamales, cubren una variedad innumerable pero igualmente incomible de masa de maíz y, en el interior, nunca sabe uno qué peligroso elemento que puede ir desde la carne de armadillo hasta la de pavo salvaje. Fuimos llevando todo al yate, cuya imponente presencia alcanzaba a hacer sombra en los patios de la casa. A una señal del dueño subimos por la escalerilla, de la cual nos ayudaba a bajar a cubierta un negro gigantesco y sonriente cuyos breves comentarios indicaban una inteligencia muy despierta y un humor imbatible. Los motores se pusieron en marcha bajo el mando del dueño, asesorado por el negro. De repente, unos gritos de mujer. —«¡Ya voy, ya voy! ¡Espérenme, carajo!»— nos hicieron mirar hacia el fondo de casa. Desde allí corría hacia nosotros una mujer vestida con uno de los más escuetos bikinis que recuerdo. Alta, de hombros ligeramente anchos y piernas largas, ágiles, que remataban en unos muslos ahusados y firmes. El rostro tenía esa hermosura convencional pero inobjetable lograda merced a un maquillaje bien aplicado y a unas facciones regulares que no necesitan tener una notoria belleza. A medida que se acercaba a la barca era más evidente la perfección de ese cuerpo de una juventud casi agresiva. Detrás de ella corría un niño de seis o siete años. Saltaron al yate con una elasticidad de gamos. Ella saludó entre sonriente y sofocada y obligó a su hijo a que hiciera lo propio. «Si me llegan a dejar se mueren de hambre, huevones. Sólo yo sé dónde está la comida y en qué orden se sirve». Reía, regocijada, mientras el marido, frunciendo ligeramente el ceño, simulaba ocuparse del tablero de instrumentos. En voz baja le ordenó algo al timonel y, sin hacer comentario alguno, salió a la cubierta de proa. Allí se sentó en el borde de estribor y comenzó a disparar con una cuarenta y cinco a los alcatraces que volaban encima de nosotros. La tensión en la pareja se iba acentuando con evidencia harto molesta al ritmo de los disparos, ninguno de los cuales daba en el blanco y sólo conseguía atronar nuestros oídos y hacer más difícil el diálogo. «No se preocupen —comentó ella sin dejar de sonreír—, cuando se le acabe el parque nos va a dejar en paz. Qué quieren tomar. ¿Una cervecita para el calor o algo más fuertecito?». Esos diminutivos en boca de las costarricenses han tenido siempre la facultad de inquietarme, dejándome en un estado de alerta sonambúlico propio del más desorientado adolescente. Optamos por ayudarle a preparar unos gintonic. Pasaba entre nosotros para alcanzar a cada uno su vaso y era como si la urgente Afrodita de oro, que evoca Borges, se acercara para bendecirnos. A pesar de esa belleza al alcance de nuestros sentidos, circulando con una naturalidad olímpica, la conversación consiguió, al fin, tomar un curso natural y fluido. La madre prodigaba al niño, que comenzaba a marearse, unos cuidados que me parecieron algo excesivos. Era como si tratara de compensar con ellos la culpa que pudiera caberle en la evidente crisis de su matrimonio. Al llegar a la entrada de la bahía anclamos en una pequeña isla y allí fue servido el almuerzo: una langosta memorable, regada con un vino del Rhin de Napa Valley, un poco menos prestigioso. En varios apartes, Marco me contó que el matrimonio estaba a punto de disolverse. El dueño del yate, heredero de una inmensa fortuna, trabajaba como esclavo durante todo el día a órdenes de su padre, un asturiano implacable. En la noche, seguía haciendo vida de soltero como si jamás se hubiese casado. Su mujer lo había sorprendido varias veces recorriendo la calle principal de San José con el coche lleno de putas, mientras ella regresaba de la casa de sus padres, entrada ya la noche. Durante todo el paseo el joven heredero, una vez terminadas las balas de su pistola, se dedicó a hablar con el negro y a comentarle asuntos relacionados con el mantenimiento de la embarcación. De vez en cuando accedía a dirigirnos la palabra con una amabilidad más bien forzada que no daba para mucho diálogo. La mujer, entretanto, se repartía entre los cuidados a su hijo y las atenciones a cada uno de nosotros, prodigadas con cordialidad espontánea y gentil muy común en las compatriotas de su clase y aún más evidente y marcada en las de condición más humilde. «Me contaron que usted es escritor —se dirigió a mí con una curiosidad a flor de piel—. ¿Qué escribe? ¿Novelas o poesía? A mí me gusta mucho leer pero sólo cosas románticas. ¿Lo que usted escribe es muy romántico?». No supe muy bien qué contestarle. La tensión era grande. Opté por la verdad. Hubiera sido idiota pensar que el diálogo podía tener el más improbable futuro. «No —le respondí —, tanto los poemas como los relatos acaban saliéndome más bien tristones». «Me parece muy raro —comentó—, no se ve muy triste ni parece que la vida lo haya golpeado mucho. ¿Para qué escribir, entonces, cosas tristes?». «Así salen —le respondí tratando de poner fin a este interrogatorio en donde no era precisamente la inteligencia lo que más lucía—, no tiene remedio». Se quedó un momento pensativa y una sombra muy leve de desilusión le cruzó por la cara. Nunca pensé que estaba hablando en serio. A partir de ese momento, sin quedar excluido del grupo, no fueron, desde luego, para mí las mejores sonrisas.

Cuando empezaba a caer la tarde regresamos a Punta Arenas. Yo tenía que estar esa noche en San José para una reunión en el Ministerio de Economía. El sol, el vino de California artificialmente aromatizado y la presencia, la voz, los gestos de ese cuerpo de mujer moviéndose en el calor del atardecer, me fueron adormilando hasta que entré en un sueño que no acababa de dominarme porque escuchaba las palabras del diálogo sin penetrar mucho en su sentido. De repente hubo un silencio inexplicable y sentí que una sombra fresca e inusitada invadía el ambiente. El ruido del motor empezó a rebotar en una superficie cercana y se escuchaba con una estridencia nueva e irritante. Desperté y, al abrir los ojos, vi que estábamos cruzando al lado de un buque que dejaba el puerto en un premioso esfuerzo de sus máquinas. Al primer instante no lo reconocí. Simplemente porque nunca lo había visto tan cerca. Era el Tramp Steamer de Helsinki. Los mismos costados llenos de churretones de óxido y basura, las cabinas y el puente de mando en idéntico abandono y el agónico estertor de sus motores aún más acentuado por la cercanía. En Helsinki me había llamado la atención la ausencia de tripulantes, la falta de movimiento de pasajeros. Sólo una vaga silueta en el puente de mando testimoniaba la presencia de seres humanos. Lo atribuí, entonces, al frío que reinaba en el exterior. Así debía ser, porque, ahora, algunos marineros nos observaban desde las escotillas y la barandilla de la cubierta de proa, con rostros impersonales que lucían una barba de varias semanas y ropas astrosas manchadas de aceite y sudor. Algunos hablaban inglés, otros turco y unos pocos portugués. Cada uno, en su idioma, se encargaba de hacer comentarios sobre la mujer que nos acompañaba y que les sonreía con una elaborada inocencia, saludando con un batir de los brazos que dejaba los pechos casi al descubierto. Los comentarios arreciaron y no pude menos de pensar en que esa visión increíble acompañaría a esos hombres durante vaya a saberse qué interminable trayecto de su accidentado viaje. Tornó el sol a calentarnos y pude leer de nuevo en la popa la enigmática sílaba… ción y, debajo, Puerto Cortés, en unas letras de un blanco a punto de esfumarse en una capa de aceite, tierra y manchas color minio que intentaban en vano ganarle la batalla al óxido que devoraba la estructura. «Esos pobres no llegan ni a Panamá», comentó en voz alta la mujer, con cierta tristeza entre maternal e infantil. «Hace dos años los vi en Helsinki», respondí sin saber muy bien por qué. «¿Dónde queda eso?», me preguntó ella con cierto asombro. «En Finlandia. En el Báltico, cerca del Polo Norte», tuve al final que aclararle al darme cuenta que esos nombres poco o nada le decían. Los presentes me miraban intrigados, casi con

desconfianza. Sentí una pereza invencible de contarles toda la historia. Además, no era para ellos. No les pertenecía. El episodio del carguero, mi silencio y la difícil digestión de todo lo que habíamos comido y bebido, apagaron la conversación hasta  cuando llegamos a tierra. Allí desembarcamos y fuimos directamente a nuestro auto. Nos despedimos de la pareja con las mejores palabras que se nos pudieron ocurrir y ella, mientras se pasaba una ligera bata de algodón por la cabeza, me dijo, no sin cierta sorna: «Cuando escriba algo romántico me lo manda, ¿no? Aunque sea por la langosta, pues». El viejo y consabido juego, pensé. El de Nausicaa y el de Madame  Chauchat. Delicioso en ocasiones pero, a menudo, desarmante e infructuoso. En el camino a San José me di cuenta de que ignoraba el nombre de nuestra bella compañera de paseo. No quise preguntárselo a Marco. Era mejor conservar en la   memoria esas dos presencias anónimas que, a partir de entonces, permanecerían inseparables en mi mente: la boticelliana amable que no temía a las palabrotas y el  derruido fantasma del Tramp Steamer. Una y otra se complementarían en mis sueños, transmitiéndose su voluntad de permanencia gracias a esos vasos comunicantes a través de los cuales también sucede la poesía.

El azar me depararía aún dos encuentros con el itinerante carguero hondureño. Pero ya con los dos primeros, su derrumbada presencia había entrado a formar parte de esa familia de visitaciones obsesivas, detrás de las cuales se esconden, palpitan y fluyen los resortes del impreciso juego cuyas reglas cambian a cada instante y que hemos dado en llamar destino. No puedo decir que las siguientes apariciones no agregaran nada a las anteriores. Desde luego, sirvieron para darle aún más permanencia a esa imagen cargada de las más secretas y activas esencias de aquello que lleva a toda humana suerte hacia su fin y acabamiento: la vocación de morir. Por esto quisiera narrar esos dos episodios que sólo difieren de los ya expuestos en el  escenario que escogieron para presentarse. 



Jamaica había sido uno de mis lugares preferidos en el Caribe. Durante mucho tiempo, Kingston fue escala en la ruta aérea que une a mi país con los Estados  Unidos. Esa escala solía prolongarla, generalmente durante todo un fin de semana, para disfrutar del clima y del paisaje excepcionales, ya elogiados por el almirante Nelson cuando fuera gobernador de la isla, en cartas que escribía a su familia. Todo el Caribe me ha sido un ámbito incomparable, en donde las cosas suceden exactamente en el ritmo y con el aura que se ajustan con mayor fidelidad y provecho a los jamás realizados proyectos de mi existencia. Allí todos mis demonios suelen aplacarse y mis facultades se aguzan de tal forma que llego a sentirme otro muy diferente del que rueda por ciudades distantes del mar y por países de una hostil respetabilidad conformista. Pero algunas islas del Caribe tienen para mí la privilegiada condición de llevar hasta el máximo esta especie de baño en las aguas que buscaba Ponce de León. Jamaica era uno de esos sitios. Por razones en las que no vale la pena demorarnos, dejé de visitar Jamaica durante varios años. Cuando regresé, todo había cambiado. Una agresividad latente y siempre a punto de estallar había convertido a sus habitantes en seres con los que eran forzosas las mayores precauciones para no provocar un incidente. Esta tensión llegaba a notarse hasta en el clima que, sin haber mudado en su esencia, era recibido en forma distinta y con diferente humor por parte de los jamaiquinos. Un paraíso más que se cierra, pensé. Muchos otros habían sufrido el mismo proceso. Uno más no significaba ya mayor sacrificio para mí. Así como, a partir de cierta edad, sólo dos o tres ideas son las que rigen y alientan nuestro interés, también los variados sitios que la Tierra nos ofrece como ideales se pueden reducir a dos o tres y creo que aún resultan demasiados. En fin, el hecho es que me prometí no regresar a Jamaica y otros fueron mis caminos para disfrutar del Caribe renovador y generoso.

Varios meses después de mi paso por Costa Rica y de la excursión en las aguas de Nicoya, subí en Panamá a un avión con destino a Puerto Rico, adonde iba invitado por el colegio de profesores de Cayey para hablar sobre mi poesía. Partimos en la madrugada. Después de media hora de vuelo tuvimos que regresar a Panamá «para revisar una pequeña avería en el sistema de ventilación». En verdad se había parado una turbina y la otra debía estar sometida a un esfuerzo que el pobre y muy traqueteado 737 no daba indicios de soportar por mucho tiempo. En Panamá nos demoramos dos largas horas viendo a los mecánicos, que, como voraces hormigas, retiraban e instalaban piezas en la turbina de marras. Por el altoparlante nos anunciaron que la pequeña avería estaba ya regularizada —¿por qué, me pregunto siempre, tienen que forzar el idioma cuando les entra la duda en cosas de orden técnico?— y podíamos subir a bordo. El avión partió sin mayores tropiezos. Hora y media después, cuando el capitán anunciaba que en breves momentos sobrevolaríamos la isla de Cuba, sufrimos una sacudida que dejó al pasaje en un pálido silencio, sólo perturbado por las explicaciones un tanto inconsistentes de las cabineras que recorrían el pasillo tratando de disimular su propio pánico. «Debido a una falla mecánica en nuestra turbina izquierda, nos vemos obligados a aterrizar en Kingston, Jamaica. Por favor, abróchense los cinturones, enderecen los respaldos de sus asientos y coloquen las mesitas en posición vertical. Comenzamos nuestro descenso». Era la voz del capitán, cuya tranquilidad no todos los pasajeros tomaron como buena. Cerré el libro que venía leyendo y me dispuse a disfrutar del panorama de la bahía de Kingston, que recordaba como uno de esos rincones típicamente  caribeños. En efecto, cuando el avión comenzó a volar en círculo sobre el puerto, volví a admirar la tupida vegetación que trepaba por las montañas que rodean la ciudad. Era de un verde intenso, a trechos casi negro y en otros de un tono casi amarillo por lo tierno de los brotes del bambú y los heléchos enhiestos y ceremoniales. Mientras dos aviones se preparaban para salir del aeropuerto, tuvimos que seguir volando en círculo en espera de la señal para aterrizar. Con el régimen de los motores lo más bajo posible para no forzarlos, el capitán iba descendiendo hasta enfilar la cabecera de la pista. Admiré, absorto, las aguas de la bahía, con el eterno buque de guerra hundido en pleno centro de la misma y del cual nunca conseguí enterarme de su nacionalidad ni de la forma como había naufragado. Siempre lo olvidaba al tocar tierra. En una vuelta que dimos sobre los muelles divisé, inconfundible, al Tramp Steamer, ya integrado al orden de mis recuerdos más tercos. Allí estaba, recostado en un muelle, como un perro en el umbral de una puerta tras una noche de hambre y fatiga. Me di cuenta de cuál debía ser mi familiaridad con el barco, que desde arriba, sin tenerlo a la altura de mis ojos, como se presentó en ocasiones anteriores, lo había identificado sin lugar a dudas. Me pareció que estaba un poco escorado a estribor y en la vuelta siguiente vi que lo estaban cargando las grúas del muelle. La carga debía estar todavía acumulada en un costado de las bodegas y a esto se debía quizá su inclinación.

Tuvimos que pasar la noche en Kingston. Todos los vuelos a Miami habían partido en la mañana y no quedaba otro remedio que esperar a que la turbina de nuestro 737 fuera reparada. Nos alojaron en un hotel del centro de la ciudad, no particularmente lujoso, pero tranquilo y con un bar atendido aún con eficiencia por un negro bajito y canoso, que mostró ser un auténtico experto en planters punch. Ese coctel que todo el mundo cree que puede hacer a base de un jugo enlatado, ron, hielo y la consabida cereza. El barman de nuestro hotel se atenía a la clásica y consagrada fórmula de preparar él mismo el jugo de piña y usar las proporciones de ron y hielo que indican los cánones. Eran las doce del día. Al cuarto planters punch me di cuenta de que almorzar hubiera sido un error de graves consecuencias. Disminuyendo el ritmo de los cócteles, podría esperar tranquilamente hasta cuando bajara un poco el sol. Me había propuesto visitar el barco. Sentía que, de no hacerlo, faltaría gravemente a un principio de cortesía y de solidaridad. Era como si, sabiendo que en Kingston moraba un viejo y querido amigo, evitara entrar en contacto con él. Algunos compañeros de viaje hacían ya planes para una gira nocturna por los cabarets de la ciudad. Me abstuve de informarles sobre la sórdida experiencia que les esperaba. En lugar de ir a dormir siesta y estar fresco para la noche, preferí, al contrario, ir hasta el puerto, visitar a mi lastimado amigo y regresar luego al hotel para probar algunas  otras posibilidades que había comenzado a estudiar con el barman. Este me ofreció, sin consultarme siquiera, un ligero e impecable sandwich de atún que hizo las veces de comida, dejando espacio para las experiencias alcohólicas de la noche. Cuando el sol se hizo tolerable, pedí un taxi y fui a visitar el puerto. Desde el aire había ubicado el muelle donde descansaba el carguero. Llegamos allí sin dificultades pero encontramos cerradas las rejas de acceso. Un zambo malhumorado y altanero nos informó que no se podía pasar. Las bodegas estaban cerradas y no había ya ninguna actividad en el muelle. Le pregunté por el Tramp Steamer y me dijo que habían terminado de cargarlo y estaba a punto de zarpar. Otra vez sentí como si le hubiera faltado a una persona de mis afectos. Un billete de cinco libras y algunas enrevesadas explicaciones sobre la necesidad de dar un recado urgente al capitán del barco ablandaron la mala voluntad del guardia que me dejó pasar, advirtiéndome, eso sí, que en media hora más ya no habría quien me abriera. A esa hora dejaba su puesto y los muelles quedaban cerrados hasta el día siguiente. Me apresuré hacia donde colegí que debía estar el barco. Al llegar al sitio, el carguero empezaba a moverse, recogidas ya las amarras. Los mismos marineros que había visto en Punta Arenas, con la misma barba de varios días y las camisetas manchadas, los bermudas llenos de remiendos y un cigarrillo en la boca, miraban distraídos hacia esa lejanía, más interior que externa, en la que se abstraen los hombres de mar para combatir toda posible nostalgia de los engañosos y efímeros recuerdos que dejan en tierra. El buque no había cambiado de matrícula y la bandera de Honduras pendía, sin mayores muestras de entusiasmo, sobre la popa donde las letras… ción seguían planteando su desvaído enigma. No debía ser mucha la carga recogida en Jamaica, porque el casco sobresalía notoriamente por encima de la línea de flotación. Eso me permitió advertir una parte de las hélices que batían con notable dificultad las oscuras aguas del puerto. Con mucha mayor elocuencia que las veces anteriores, se me hizo patente la ruinosa condición de este viejo servidor de los mares que, por enésima vez, emprendía su amarga aventura con una resignación de un buey del Latió sacado de las Geórgicas de Virgilio. A tal punto me pareció vetusto, golpeado y sumiso. Obediente a las empresas del hombre, cuya mezquina desaprensión concedía aún mayor nobleza a ese esfuerzo sin otro premio que el desgaste y el olvido. Me quedé contemplando cómo se perdía en el horizonte y sentí que una parte de mí mismo se internaba en un viaje sin regreso. Una sirena me anunció que había llegado la hora de abandonar el muelle. En efecto, en las rejas me esperaba el guardia golpeándose el muslo con un manojo de llaves para hacerme sentir la molestia que le estaba ocasionando. Las cinco libras hacía mucho tiempo que habían gastado su efecto. 

Regresé al bar, donde la cordial acogida de mi experto guía por el camino de las posibles combinaciones con ron de las islas, me hizo más tolerable la penosa impresión de haberle fallado a mi cómplice y compañero en el oscuro laberinto de mis sueños: los que depara la noche y los que suceden en el fragor de la vigilia. Me fui a dormir cuando regresaban las primeras parejas, desencantadas de su experiencia del Kingston nocturno. Inútil decirles lo que había sido el puerto en otros tiempos de   calipso y ron caliente. No habrían entendido y, desde luego, tampoco valía la pena tal esfuerzo. Dice el Dante que no hay mayor dolor que recordar en la miseria los tiempos felices. Pero hasta eso debemos hoy hacerlo solos y está bien que así sea. 


Me queda, ahora, relatar mi último encuentro con el Tramp Steamer. No tuve el menor indicio de que lo veía por última vez. De saberlo, las cosas hubieran sucedido de otra manera. Ahora que lo recuerdo, lo que sí fue evidente para mí era que, de Continuar  los encuentros, la cosa hubiera adquirido los síntomas de una persecución

mítica, de una diabólica espiral cuyo final podía ser el de las soberbias maldiciones con las que los dioses de la Hélade castigaban a los trasgresores de sus designios inmutables. No es ése ya nuestro mundo. Los hombres sólo conseguimos ahora cumplir con la mezquina cuota de venganza que nos imponen otros hombres. Poca cosa. Nuestro modesto infierno en vida no da ya para ser materia de la más alta poesía. Quiero decir que, sin tener la certeza de que era la última vez que nos veíamos, algo me indicaba que el juego no podría seguir adelante. No estaba dentro de la parca zona a que hemos circunscrito lo imaginable. 

Había estado, diez o más años atrás, en las bocas del río Orinoco. Fue durante un curso de entrenamiento sobre manejo de gas propano que hice en Trinidad. Me enteré, en esa ocasión, de todos los peligros del traicionero combustible y de las maravillas de la música antillana lograda a partir de recipientes de petróleo de todos los tamaños. Se podía pasar una noche y buena parte del día hipnotizado por el ritmo que, en oleadas crecientes y decrecientes, nos iba sumiendo en un duermevela al que contribuía el manso calor de horno que reina en la isla buena parte del año. En un remolcador de la empresa, fuimos, durante un fin de semana inolvidable, a conocer el

intrincado delta por donde el Orinoco desparrama sus aguas en un Atlántico traicionero, mansurrón y cargado de siniestras sorpresas. Recuerdo aún el canto ininterrumpido de las aves cuya variedad de color y tamaño nos mantenía el día entero de asombro en asombro. En la noche no cesaba el vocerío ensordecedor y el continuo desplazarse de las bandadas, en medio de la densa tiniebla de un trópico desaforado. Ahora había tenido que volver, pero esta vez en cumplimiento de una misión conjunta de los países con intereses en la rica cuenca del Orinoco. Eramos en total seis delegados y yo ejercía, con escasa eficacia, el papel de secretario. Acepté tomar parte en esta burocrática aventura sólo para volver al delta cuyo recuerdo aún me producía una admiración intacta, teñida de nostalgia, por la imponente maravilla de su naturaleza. Nos instalamos en San José de Amacuro, en los bungalows de un puesto militar. Contábamos con todas las comodidades, incluido el aire acondicionado que se encargaba de mantenernos al margen de un clima que a mí, particularmente, me proporciona un bienestar y una sensación de disponibilidad y presteza mental, fáciles de confundir con el efecto de algún desconocido alucinógeno. Pocos placeres comparables al de desconectar el aire, tenderse en la cama, protegida contra los mosquitos por un pabellón de tul que tenía algo de ceremonial y mayestático, y dejar que entre la noche con sus aromas que viajan entre oleadas de un calor húmedo, acariciante, casi genésico. Durante varios días nos dedicamos a explorar el intrincado delta de Amacuro. Eran incursiones superficiales y poco minuciosas. El familiarizarse con tan espléndido laberinto puede tomar varios años. Llegamos hasta Curiapo y San Félix. Allí comenzaban a aparecer los signos nefandos de nuestra civilización de plástico, junkfood, contrabando y música estridente. Regresamos a San José de Amacuro y en los trabajos preparatorios de un primer borrador del informe que se nos había encomendado, ocupamos más de una semana. Para mí significó un salutífero sumergirme en el nirvana del delta. Teníamos que remontar el río hasta Ciudad Bolívar, donde se entregaría un primer original de las enjundiosas conclusiones de estos expertos de escritorio, que tienen el dudoso talento de no decir cosa memorable, en un torrente de palabras que van a dormir en los archivos de las cancillerías hasta cuando los desentierran otros expertos, de iguales  dotes, que ponen de nuevo en marcha la necedad cíclica que les permite devengar tranquilamente sus sueldos y realizar esa gris hazaña que se conoce como hacer carrera. Pretexté un comienzo de fiebre y la necesidad de someterme a un tratamiento de urgencia en la enfermería del puesto y no participé en el viaje a la capital. Una breve charla con el médico de turno dejó todo en orden y pude dedicarme a recorrer Amacuro en una canoa con motor fuera de borda manejada por un indígena de ojos incisivos y pocas palabras que conocía el delta a la perfección. Algún día me propongo narrar lo que fueron aquellos paseos, si bien es cierto que, en buena parte de la poesía que he ido dejando por ahí regada en revistas efímeras y en ediciones no menos olvidables, están las huellas de esos días, obsequio de los dioses. Regresaron mis colegas y no hicieron comentario alguno sobre mi sospechoso restablecimiento. Estaban muy embebidos en seguir discutiendo incisos de los tratados de Río de Janeiro y herméticas conclusiones de la conferencia de Montevideo. Está visto que la necedad puede llegar a interferir los sentidos hasta ocultar milagros de la vista, el olfato y el oído como es el espectáculo del delta de Amacuro.

Íbamos a regresar a Trinidad en un barco de la Armada de Venezuela. De allí tomaría cada uno el avión hasta su respectivo país. Una madrugada nos despertó la sirena del guardacostas de la Armada que venía por nosotros. Medio dormidos, con el café caliente aún hirviendo en el esófago, subimos a bordo. Llovía a cántaros. Recogidas las amarras, volvió a tocar la sirena para anunciar la partida. En ese momento escuchamos un sordo quejido, casi animal, que le respondía. «Es un barco que viene entrando. Cuando termine de pasar vamos nosotros. El paso es muy estrecho, porque el río ha dejado muchos bancos de tierra y de troncos que trae la creciente», nos explicó un oficial con displicencia castrense, natural al hablar con civiles. Algo me había anunciado ya, días atrás, la cercanía del Tramp Steamer. Una vaga inquietud, una sorda tristeza de dejar esos lugares, una anticipada nostalgia por las maravillas que allí había disfrutado. En efecto era él. El Alción, como me acostumbré a llamarlo en mis lucubraciones sobre su atribulado peregrinar. Por cierto que me di cuenta de que sus condiciones ya no debían ser bastantes para permitirle salir del perímetro del Caribe y aledaños. Iba a Ciudad Bolívar. «Va a cargar madera», comentó el mismo oficial con una sonrisa de condescendencia hacia ese ruinoso esperpento de una edad olvidada, que pasaba frente a nosotros con el mismo desigual martilleo de sus bielas y el lastimero pujar de su única chimenea. La marinería no se mostraba en la cubierta y una borrosa silueta manipulaba las palancas en el puente de mando en movimientos cortos y hábiles. La mugre, acumulada en los vidrios durante quién sabe cuántos años, poco dejaba ver del interior, aparte de la opaca luz de una lámpara eléctrica en el techo y el brillo fugaz de un instrumento. Me impresionó escuchar de nuevo el mismo comentario que hiciera la bella semidesnuda del paseo por Nicoya, hecho esta vez por el oficial que nos acompañaba: «No sé cómo puede arriesgarse en esas condiciones. Con esta lluvia la creciente está bajando con una fuerza terrible y los bancos se forman en un instante. Da la impresión de que

a la primera sacudida va a desbaratarse. Jamás había visto una ruina semejante». Esas palabras me dolieron en lo más hondo de mis sentimientos de anónimo partidario del carguero que conocí entrando al puerto de Helsinki, con la serena e imponente dignidad de los grandes vencidos. ¿Qué sabría este oficial barbilindo, enfundado en su impecable uniforme recién almidonado, de las vanas y secretas proezas del venerable Tramp Steamer, de mi querido Alción, patriarca de todos los mares, vencedor de tifones y tormentas, cuyas amarras habían sido solicitadas en todos los idiomas de la Tierra en perdidos puertos de aventura? Pasaba frente a nosotros, lento, un tanto escorado —por lo visto el problema no era de la carga sino de la estructura que cedía a presiones superiores a su resistencia— y, ahora, con un ligero temblor que recorría todo el barco, como una secreta fiebre o una suprema debilidad ya inocultable. «A media marcha, las máquinas ya no controlan el ritmo de las hélices», explicó el marino como respondiendo a una pregunta que en ese momento me estaba haciendo. Otra vez la proa mostraba sus vergüenzas, con la misma bandera colgando como un trapo de náufrago. Habían, al fin, pintado el nombre completo. En efecto se llamaba Alción. En verdad no había sido tan difícil adivinarlo porque, por la posición de las letras que permanecieron legibles, sólo cabía antes una sílaba. 

A toda máquina, el guardacostas entró por el canal y puso proa hacia Trinidad con la marcha ágil y eficiente de sus hélices. Había algo de insolente, de casi intolerable altanería en tanta ligereza y tanta agilidad de maniobra. No hice comentario alguno, como es obvio. ¿Qué va a saber la gente de estas cosas? Y menos los pulidos funcionarios de las cancillerías, desgastados en la monotonía de las recepciones, en la bobería de los almuerzos de embajada y en el tejemaneje de un protocolo tan inepto como vano. Bajé a mi camarote y preferí dormir un rato antes de que llamaran para almorzar. Sentía una opresión en el pecho, una ansiedad sin nombre ni causa evidente, una especie de premonición aciaga tampoco posible de concretar. La imagen del Alción entrando en los meandros del delta me acompañó en el sueño con una fidelidad que quería decir algo. Preferí no descifrarla. La campana para el almuerzo me despertó de repente. No sabía dónde estaba ni la hora que era. Bajo la ducha, de la que caía un agua tibia y levemente lodosa, logré atar los pocos cabos que necesitaba para departir con mis compañeros de viaje.



Y así terminaron mis encuentros con el Tramp Steamer. Su recuerdo pasó a formar parte de la escueta colección de imágenes obsesivas que se confunden con las esencias más minerales y tercas de mi ser. Aparece en los sueños con frecuencia cada vez más espaciada, pero sé muy bien que nunca desaparecerá del todo. En la vigilia lo  recuerdo cuando ciertas circunstancias, cierto insólito orden de la realidad, se presentan con semejanza a sus visitaciones. A medida que pasa el tiempo, más hondo, secreto y poco visitado es el rincón donde van a ocultarse esas imágenes. Es así como trabaja el olvido: nuestros asuntos, de tan nuestros, pasan a ser extraños por obra del poder mimético, engañoso y constante del precario presente. Cuando una de esas imágenes regresa con toda su voraz intención de persistir, sucede lo que los doctos llaman una epifanía. Experiencia que puede ser arrasadora o simplemente confirmarnos en ciertas certezas harto útiles para seguir viviendo. Dije que nunca más  vi el Tramp Steamer, pero, en cambio, cuando volví a tener noticias suyas fue para conocer la desoladora plenitud de su historia. Pocas veces los dioses nos conceden que se corran los velos que disimulan ciertas zonas del pasado: tal vez se deba a que no siempre estamos preparados para ello. Ignoro qué tan felices puedan ser aquellos que consultan oráculos más altos que su duelo. 

Meses después de mi visita a las bocas del Orinoco, tuve que permanecer por largas temporadas en la refinería que se levanta a orillas del gran río navegable que cruza buena parte de mi país. Un largo y enconado conflicto sindical me obligaba a demorarme allí por espacio de varios meses, en labores que iban desde la burda

diplomacia gremial, hasta la discreta intervención en radiodifusoras y diarios de la región para llevar al público ciertos puntos de vista de la empresa. En los períodos de calma, en lugar de tomar un avión para la capital, prefería bajar hasta el gran puerto marítimo por el río. Lo hacía en los pequeños pero confortables remolcadores de la compañía, que descendían empujando largas caravanas de planchones cargados de combustible o de asfalto. Cada remolcador tenía dos cabinas para pasajeros, quienes compartían con el capitán la comida preparada por dos cocineras jamaiquinas cuyos talentos no nos cansábamos de celebrar. La carne de cerdo con salsa de ciruelas pasas, el arroz con coco y plátano frito, las suculentas sopas de pescado del río y, lo que era complemento indispensable y siempre bienvenido, el jugo de pera con vodka que, a tiempo que refrescaba milagrosámente, nos dejaba en una espléndida  disposición para disfrutar el siempre cambiante panorama del río y sus orillas en ágina 20

donde, gracias a la magia de esa bebida imponderable, sucedía todo en una lejanía aterciopelada y feliz que nunca intentábamos descifrar. (Valga la aclaración que siempre que los pasajeros más adictos al viaje en el remolcador intentamos repetir en tierra la mezcla de vodka y jugo de pera, sufríamos una desilusión irremisible. Sencillamente nos topábamos con una bebida imposible de tomar). Durante la noche, después de una larga sesión de charla en la pequeña cubierta en donde permanecíamos en busca de una ilusoria brisa que nos refrescara, caíamos en la litera

arrullados por las risas de las negras y el encanto de su incomprensible pero fluido dialecto en donde el inglés hacía de cañamazo lingüístico. 

La huelga no acababa de estallar y las negociaciones con el sindicato entraron en un camino de retorcidos bizantinismos que iba a tomar mucho tiempo en recorrerse. Decidí viajar al puerto y fui a las oficinas de nuestra naviera para reservar sitio en el próximo remolcador. El empleado que siempre me atendía estaba en ese momento hablando con un hombre alto, delgado, pelo entrecano y abundante, que hablaba con un ligero acento entre francés y español del norte que me dejó intrigado. «El capitán viajará con usted», me dijo el encargado a manera de presentación. El hombre volvió a mirarme y con una sonrisa amable pero teñida de cierta adustez apacible, me dio un firme apretón de manos: «Jon Iturri. Mucho gusto». Los ojos grises, casi ocultos por las pobladas cejas, tenían esa mirada característica del que ha pasado buena parte de su vida en el mar. Miran fijamente al interlocutor, pero dan siempre la impresión de no perder de vista una lejanía, un supuesto horizonte, indeterminado pero siempre  presente. Me entregaron el memorándum para subir a bordo y el marino se quedó esperándome para salir conmigo. Fuimos hacia los bungalows donde estaba instalado el comedor. Ya habían llamado para el almuerzo. El hombre caminaba con paso firme, un tanto militar, pero tenía ese levísimo giro de cintura de quien sigue en tierra caminando como en cubierta. No resistí la curiosidad y le pregunté de sopetón: «Usted perdone, capitán, pero me tiene intrigado su acento. No haga caso, es una deformación mía ya difícil de evitar». El hombre sonrió más abiertamente. Tenía una dentadura perfecta que se destacaba en la piel tostada del rostro y el negro y denso bigote. «Lo entiendo. No se preocupe. Estoy, además, acostumbrado. Nací en Ainhoa, en el País Vasco francés. Mis padres eran de Bayona. Pero por diversas circunstancias familiares, hice mis estudios en San Sebastián y luego comencé en Bilbao la carrera de marino. Soy totalmente bilingüe, pero en cada idioma arrastro con el acento del otro. Otro motivo de curiosidad es mi nombre. Aquí los americanos me dicen John y les parece de lo más natural». «Pues yo —le contesté— desde cuando le oí el nombre sospeché su origen vasco. Tengo un amigo de Bilbao que se llama también Jon. Muy buen poeta por cierto». Seguimos conversando y almorzamos juntos. Era un vasco típico. Tenía la dignidad distante pero sin reservas que siempre me atrajo en esa raza. Pero, además de esa virtud nacional, se le notaba una zona que preservaba con celo instantáneo de las incursiones extrañas. Daba la impresión que hubiera estado en Algún sitio semejante a los círculos del infierno de Dante, pero en donde los suplicios, en lugar de físicos, hubieran sido de un orden mental particularmente doloroso. En ese primer encuentro hallamos suficientes intereses y recuerdos en común como para prever grato el viaje que nos esperaba. «En Ainhoa —le conté— se me descompuso una vez un automóvil de alquiler en el que iba de Fuenterrabía a Burdeos. Tuve que dormir allí una noche en un hotel cuyo nombre se me quedó grabado sin saber por qué: Hotel Ohantzea». «Fue de unos primos de mi padre, hace muchos años», me aclaró. A veces un detalle así nos instala en plena cordialidad sin que sepamos muy bien las causas. No es extraño. El compartir, así sea fugazmente, un paisaje o un lugar de nuestra infancia, nos hace sentir en familia. Y esto es, claro, más acentuado en quienes andan por el mundo sin asidero ni residencia establecida. Era nuestro caso: él, por su condición de marino, yo, por haber cambiado tantas veces de país, siempre

por circunstancias ajenas a mi propia voluntad. 

Tres días después llegó el remolcador. Subí a bordo en la noche. La caravana de lanchones que tenían que bajar hasta el puerto marítimo ya estaba lista. No vi a Iturri en el momento en que tomé posesión de mi camarote. Puse en orden mis cosas y salí  a cubierta para tenderme en una de las sillas de lona que siempre hay allí a disposición de los pasajeros. Cuando digo cubierta, hago uso de una figura retórica.  El reducido rectángulo de cuatro metros por tres, sobre el techo de la cabina de mando, no merecía tan generosa apelación. Se subía por una escalerilla y el lugar estaba rodeado de una baranda de metal pintado con los colores de la compañía: rojo, blanco y azul. El chiste sobre la bandera francesa era obligada ocurrencia y ya nadie le prestaba atención. No hay vista comparable a la que se tiene del río y sus orillas desde la altura de ese mirador privilegiado. Me tendí en una silla y me dispuse a  disfrutar de los detalles de la salida. La destreza y la coordinación que se necesitan para empujar una ristra de lanchones cargados de combustible, a través de las curvas, recovecos y meandros del gran río, me ha parecido siempre una proeza difícilmente superable. En ésas estaba cuando sentí que alguien subía por la escalerilla. Era Iturri. Debo admitir que casi lo había olvidado; tal es el hechizo que tienen para mí las maniobras de navegación en el río. Sin saludar y con la naturalidad de quien sigue una conversación iniciada en otra parte, el capitán comentó: «Nunca he averiguado por qué me irritan un poco estas maniobras fluviales. Tienen algo de ferrocarril en el agua. En un agua que viaja con uno o que sube en contra de nuestra dirección. Es poco serio. ¿No le parece a usted?». Tuve que confesarle que, por el contrario, era algo que despertaba mi curiosidad y hasta mi respeto. Llevar con bien diez planchones cargados hasta los topes de líquido inflamable lo consideraba una hazaña.

«No me haga caso —repuso el vasco—, los hombres de mar nos volvemos algo maniáticos. En tierra siempre nos sentimos un poco de paso y no sabemos apreciar muy bien las cosas que allí suceden. Yo, por ejemplo, detesto el tren. Me da la impresión que son demasiados fierros y mucho ruido para un esfuerzo tan… tan necio, diría yo». Me produjo risa esa honestidad básica, un tanto brusca pero inobjetable, de este marino padeciendo la lenta torpeza de la vida en tierra firme. Seguimos hablando, con largos intermedios de silencio. Era la primera vez que él viajaba en un remolcador de la compañía. No trabajaba, además, para la empresa. Había venido para dar un peritaje sobre dos accidentes consecutivos sufridos por uno de nuestros buques cisterna al atracar en Aruba. La compañía de seguros lo había designado para representar sus intereses en la investigación que se seguía. Tuvo que viajar a la refinería porque sólo allí pudieron proporcionarle ciertos datos sobre el transporte de combustibles en compartimentos estancos. Ahora regresaba para embarcarse en un carguero belga que lo llevaría al golfo de Adén. Allí lo esperaba un puesto de reemplazo como capitán de un pequeño barco que hacía servicio de cabotaje por los países del golfo, transportando alimentos congelados. El capitán titular había sufrido un choque diabético y estaría fuera de servicio por largo tiempo. 

Nuestro viaje hasta el puerto marítimo iba a tomar más de diez días. El remolcador debía detenerse en varios lugares para dejar unos planchones, recoger otros vacíos y llevarlos hasta los muelles de la compañía, en la planta de abastecimiento del gran puerto. Ninguno de los dos tenía prisa en llegar. «Hubiera podido viajar en avión —me explicó Iturri— pero me pareció más interesante y reposado bajar por el río. Siempre tuve deseos de hacer un viaje así. De los ríos sólo conozco algunos deltas. El Escalda, por ejemplo, el del Támesis y el del Sena en El Havre. No todos son tan sorteables y seguros. No todos». Algo sentí en las palabras con las que remató la frase. Era como una dificultad al pronunciarlas, como una sequedad en la garganta, casi diría que un sordo gruñido se le había atorado en forma inesperada. Se quedó un buen rato en silencio y, luego, hablamos de otra cosa.

 La rutina del viaje se hacía placentera con ayuda del vodka con pera que resolvimos bautizar en catalán como vodka amb pera en homenaje a nuestra compartida fidelidad por los bares de Barcelona, especialmente el Boadas y el del Savoy, en donde la sabiduría espirituosa llega a perfecciones difícilmente superables. Muchas de nuestras respectivas experiencias en la ciudad condal iban resultando como calcadas. Los mismos sitios, idénticos encuentros, igual debilidad por ciertos rincones de la ciudad, una común devoción por el puerto griego de Ampurias y el rape que sirven en el club náutico de la Escala. No era de sorprenderse a pesar de la reserva de su carácter vasco y mi afán por respetarla, que, a medida que fueron avanzando los días, los temas de nuestras charlas tomaran un carácter más personal e íntimo. Las confidencias iban aflorando naturalmente y, cada noche, después del tercer vodka amb pera, nos internábamos por terrenos de una cautelosa confidencia sentimental, manejada con todas las precauciones propias de quienes, en ese terreno,  evitan rigurosamente la vanidosa exhibición o el lugar común que nada aporta al verdadero conocimiento de esas secretas catástrofes del corazón, que sólo pueden compartirse en ocasiones tan contadas que acaban teniéndose por inimaginables. 

Una noche en que el calor llegó a ser casi insoportable, nos quedamos en nuestras sillas contemplando el pausado transcurrir de la luna llena por un cielo escaso de nubes, cosa rara en esas regiones. El efecto de la luz en el agua y sobre los claros del monte, en las orillas, tenía algo de escenografía maeterlinckiana. Naturalmente, derivamos al tema de Flandes, sus ciudades, su gente, su cocina. Era inevitable terminar hablando de Amberes. Esa ciudad, por tantas razones muy cara para mí, es, a mi juicio, el puerto con más encanto y con movimiento más armonioso, por ser el tráfico en el Escalda una operación delicada y llena de lentitudes y maniobras que convierten la entrada y salida de los barcos en una suerte de ballet. Como ya dije,  habíamos roto la barrera de las confidencias y en esta ocasión fue Iturri quien hizo una que me despertó de inmediato un particular interés. 

«En Amberes —me dijo— me encontré por primera vez con las personas que habrían de cambiar por completo mi vida. Eran un libanés, medio armador y medio comerciante, hábil y gentil como buena parte de sus compatriotas, y su socio y amigo, un hombre de nacionalidad indefinida, merodeador por entonces en el Mediterráneo en negocios de la más diversa índole, no siempre ajustados a la ética convencional. Nos topamos en un restaurante indonesio del puerto en donde comía con desgana uno de esos platos orientales más hechos para quitar el apetito que para otra cosa. Protestamos al tiempo, ellos y yo, por alguna irregularidad en el servicio y terminamos saliendo juntos a comer en un humilde bistrot la más normal y abundante comida belga. Allí tomó mi vida un giro que jamás hubiera sospechado». 

«¿Pero cómo fue eso? No percibo que en alguien de su carácter puedan suceder esos giros de noventa grados. No está en el esquema del modo de ser de sus compatriotas. Son rebeldes, es cierto, y nada conformistas, pero suelen morir en su ley, en el pueblo donde nacieron y ejerciendo el oficio que aprendieron desde jóvenes», comenté un tanto extrañado en efecto ante mudanza tan radical en alguien  como Iturri.

«No se crea. Uno tiene que estar siempre preparado para esas sorpresas que suelen madurar y saltar a la superficie sin que hayamos percibido su proceso. Son cosas que han comenzado tiempo atrás. Lo cierto es que alguien como yo, que se había hecho un a inflexible regla de trabajar siempre con líneas navieras más o menos conocidas y evitar toda suerte de experimentos y aventuras por cuenta propia, acabé siendo socio y capitán de un Tramp Steamer que daba la impresión de irse a pique de un momento a otro. No he visto esperpento semejante».

Algo se removió de inmediato en mi memoria y me llevó a preguntarle a mi amigo, con curiosidad que no dejó de intrigarle: «¿El barco estaba surto en Amberes y allí zarpó con él? Ya conoce las reglas del puerto respecto a esos cargueros de aventura y las condiciones de mantenimiento que allí exigen para que puedan atracar

en sus muelles».

«No, claro. No estaba en Amberes —me repuso sonriendo ante mis conocimientos náuticos que, por cierto, no iban mucho más adelante—. Me lo entregaron en el Adriático, en Pola, por más señas. Tendría que haberlo visto. Su estado de ruina llegaba a constituir un espectáculo. Se llamaba en forma no menos fantasiosa y desorbitada. Tenía el nombre del ave mítica que hace su nido en mitad del mar. O, si usted prefiere, el de los esposos que pretendieron ser más felices que Zeus y Hera».

Un ligero escalofrío me recorrió la espalda. Hay coincidencias que, al violar toda previsión posible, pueden llegar a ser intolerables porque proponen un mundo donde rigen leyes que ni conocemos ni pertenecen a nuestro orden habitual. Con voz que traicionaba el desconcierto en que había quedado, sólo pude preguntar: «¿Alción?». 

«Sí», dijo Iturri mientras me miraba intrigado. 

«Me temo —le dije— que aquí se cierra para mí un enigma circular que llegó a preocuparme más de la cuenta y a invadir no sólo muchas horas de vigilia sino buena parte de mis sueños». 

«¿Cómo es eso? No acabo de entenderlo». Las cejas de Iturri se juntaban sobre sus ojos grises con una actitud felina, no amenazante pero sí alerta y ansiosa. 

En un resumen un tanto apresurado le conté mis encuentros con el Alción y lo que significaron para mí, como también la solidaridad ferviente que acabó despertándome y nuestro último encuentro en las bocas del Orinoco. Iturri permaneció largo rato en silencio. Tampoco yo tenía deseos de hacer ningún comentario. Cada uno, por su lado, tenía que reordenar los elementos de nuestra reciente relación y el vertiginoso tráfico de fantasmas despertados por obra de un azar casi inconcebible. Cuando supuse que, por esa noche, el diálogo no proseguiría, le escuché decir en voz baja: «Anzoátegui, el guardacostas se llamaba Anzoátegui. ¡Dios mío!, qué caminos escoge la vida. Y uno que piensa tenerlos a su arbitrio. Qué inocentes somos. Vamos siempre tanteando en la oscuridad. En fin. Es igual». La resignación le salía a flote con nobleza quevediana. En un tono de voz más natural y como tratando de encauzar todo el asunto por el camino de una normalidad cotidiana que lo hiciera más tolerable, comentó: 

«Así que el pobre Tramp Steamer, que durante varios años ni siquiera nombre completo llevaba en la popa, acabó siendo para usted casi tan cercano y obsesivo como lo fue para mí. Sólo que, en mi caso, por esa rendija se me escapó la vida. La vida que quise vivir, es claro. Esta de ahora es una tarea en donde sólo pongo el cuerpo. No es que lo hubiera perdido todo. Es que perdí lo único por lo que valía la pena seguir apostando contra la muerte».

Había tal desolación, tan despojada lejanía en sus palabras, que quise acudir — ingenuo de mí— en su ayuda con un comentario inocuo: «Yo creo que así terminamos casi todos los que escogemos la vida andariega y sin rumbo». Volvió a mirarme como se mira a un niño que ha hecho en la mesa una observación disculpable sólo por su edad. «No —me rectificó—, no es eso. Yo le hablo de una cierta categoría de naufragio en que todo se va al fondo irremediablemente. Nada queda. Pero la memoria sigue hilando, incansable, para recordarnos el reino perdido. Estoy pensando en que si usted estuvo tan cerca y vinculado en forma tan profunda con la suerte del Alción, es apenas natural y hasta justo que conozca la otra parte de la historia. Una noche de éstas se la contaré completa. Hoy no podría hacerlo. Tengo que asimilar un poco esta obra del azar que nos une de repente por encima del circunstancial encuentro en este remolcador. Venimos juntos desde mucho tiempo atrás, de mucho más lejos». Asentí con la cabeza. No tenía a mano las palabras que hubieran podido complementar las suyas. Sencillamente, estaba diciendo lo que yo mismo pensaba. Mucho después de que diera la medianoche el reloj de la cabina del piloto, en cuyo techo descansábamos, nos fuimos a dormir dándonos un «buenas noches» en donde se advertía otro acento. El acento de una cierta complicidad, de una reciente y fraterna complicidad en la que comenzaba un tramo distinto y nuevo de nuestra errancia.

Durante la noche volví a soñar con el Tramp Steamer. Eran episodios vertiginosos y sin orden, en donde el vetusto navío explicaba su presencia con signos indescifrables que me iban acumulando un vago malestar, una sorda culpa de no sé qué. Ya en la madrugada, con las primeras luces dándome en la cara a través de las delgadas cortinas de la claraboya, se me presentó el Alción recién pintado con refulgentes y netos colores: el casco de un color minio tirando a sangre seca, las cubiertas de un crema delicado con una raya celeste que recorría toda el área de los camarotes y de la cubierta de oficiales y el puente de mando. También la chimenea era crema y con idéntica raya. «A quién se le puede ocurrir pintar un barco así. Qué ridiculez», pensé en un fulgor de entresueño antes de despertar completamente. En ese momento el remolcador empezó a derivar hacia la orilla. Estaba atracando en un

pequeño poblado con casas de techo de paja y algunas pocas con láminas de zinc. El lugar era particularmente desapacible y miserable. En lo que debía ser el cuartel ondeaba la bandera tricolor con una pereza que hacía aún más evidente el bochorno aplastante del clima. Dos aviones Catalina de la Infantería de Marina, pintados de gris, estaban amarrados a la punta de un endeble muelle de madera. «Es La Plata», me explicó el práctico que pasaba en ese momento frente a mi cuarto. «Hace rato traen aquí bronca con la gente del páramo. Dejamos un lanchón de diesel y nos vamos de inmediato». Ni el lugar ni la explicación del práctico me decían mayor cosa. Regresé para darme una ducha y luego desayunar en compañía del marino vasco. Este se bañaba en el camarote contiguo con estruendo de agua, como si estuviera haciendo gimnasia bajo la ducha. El detalle me conmovió particularmente. Había algo cercano, casi familiar, en ese chapoteo, inusitado por lo entusiasta, que me recordó las mañanas de baño en el internado de Bruselas. ¡Los cabos que acaba uno atando cuando interviene el azar abusivo e indescifrable! 

Durante el desayuno, tan breve como frugal, ya que los dos preferíamos el té con pan tostado y mantequilla, hablamos de cosas insubstanciales: el puerto, los aviones, la perpetua situación de violencia que se iba extendiendo por el río; nada, en fin, que tuviera que ver en verdad con nuestras vidas que sentíamos, cada uno a su manera, proyectadas hacia otros horizontes, otros climas, otra gente. ¿Cuáles?, ninguno de los dos hubiera logrado responder a ciencia cierta. Pocos días después entramos en el trayecto final del río. Allí sus aguas se extienden por vastos pantanos, manglares y tierras que permanecen inundadas casi todo el año. Es difícil establecer cuál es el cauce original de la corriente y los pilotos de embarcaciones que descienden hasta el mar, a pesar de los largos años de práctica —la mayoría de las veces heredada de sus padres que también ejercieron el oficio—, suelen navegar con suma prudencia y prefieren, en ocasiones, detenerse por la noche. El extraviarse en los manglares y lagunas significa la casi segura pérdida del barco y un riesgo muy grande para los pasajeros y tripulantes. El sol implacable relumbra sobre la superficie sin límites del agua, enceguece a los prácticos y muchos han sido los casos de embarcaciones cuyos ocupantes han muerto de hambre y sed, tostados por el sol y devorados por los insectos. Si, además, hay que llevar con bien a puerto diez planchones con productos de la refinería y algunos más vacíos, las dificultades aumentan considerablemente. Detenerse durante la noche, anclando en la incierta orilla del cauce principal, es una regla inviolable para los capitanes de remolcador al servicio de las compañías petroleras.



El calor iba en aumento a medida que nos acercábamos al delta. Sobre el techo de la cabina donde estaban nuestras sillas, los tripulantes extendieron un enorme mosquitero que lucía como una tienda del desierto. Ellos sabían que, con el aire acondicionado sin poderse usar, porque los motores del barco se detenían en la noche, era impensable dormir en los camarotes. Así que, sin darnos cuenta siquiera, cambiamos el orden de nuestra vida a bordo: dormíamos de día, mientras avanzaba el remolcador, y, de noche, nos instalábamos en la pequeña cubierta en espera del alba y al abrigo de los mosquitos.

Durante esas noches interminables, Iturri me contó su historia. El ser testigo de algunos de los momentos cruciales en la vida del Alción y, por lo mismo, de su capitán, me concedía el derecho indiscutible de participar en su conmovedora confidencia. «Es la primera y la última vez que hablo de esto. Usted puede, luego, repetirlo a quien quiera. Eso carece de importancia, no me atañe. Jon Iturri en verdad dejó de existir. A la sombra que anda por el mundo con su nombre nada puede afectarle ya». Esto lo dijo sin tristeza, casi ni siquiera con la conformidad de los

vencidos. Lo decía con acento impersonal, como quien explica en una cátedra un proceso químico. Habló durante varias noches seguidas y mis interrupciones fueron las pocas destinadas a ubicar un sitio, a reforzar un mutuo recuerdo para hacerlo más preciso. No se perdía en consideraciones laterales ni en descripciones minuciosas, pero, a menudo, caía en largos silencios que yo me cuidaba mucho de interrumpir. En tales momentos me daba la impresión de alguien que sale a la superficie del agua y toma aire antes de volver a zambullirse en las profundidades. El relato vale la pena contarlo desde su auténtico principio, así ésta sea una anécdota comercial más de las que está salpicada la vida de cualquier capitán de navío. Los hados comenzaron a tejer sus hilos desde el inicio mismo del asunto y es interesante percibir sus manipulaciones. La pareja formada por el libanés y su socio, con la que Iturri había cenado en Amberes, volvió a buscarlo al hotel tres días después. El armador de Beirut, de modales pausados y palabras gentiles, sin jamás caer en lo melifluo, le explicó que deseaba proponerle un negocio. Le había hecho la mejor impresión y se había permitido algunas averiguaciones sobre su actividad profesional como capitán de navío, con óptimos resultados para su buen nombre. Su amigo y socio, allí presente, no estaba involucrado en lo que el libanés iba a proponerle, pero se le consideraba como miembro de la familia y podría aportar datos valiosos sobre la operación que deseaban plantearle. ¿Podrían comer los tres ese mismo día? Aceptó, no sin cierta inquietud. Aquí el vasco volvió a insistir sobre el carácter de los dos personajes. El libanés se llamaba Abdul Bashur y gozaba de una buena reputación en los medios comerciales, aduaneros y bancarios, no sólo de Amberes sino de otros puertos de Europa. Tenía, eso sí, una particular variedad de intereses y actividades, no todos tan claros ni, al parecer, tan bien establecidos como su básica profesión de armador. Esto era normal en los levantinos, así fueran libaneses, sirios o tunecinos. Iturri estaba acostumbrado a tales rasgos de carácter y para nada le sorprendían ni mortificaban. El otro, cuyo nombre nunca pudo entender claramente, pero que también respondía al de Gaviero, era tratado por Bashur con una familiaridad sin reservas y escuchado con la mayor atención cuando se trataba de asuntos relacionados con el comercio marítimo y la operación de los cargueros en los más apartados rincones del mundo. No consiguió el vasco enterarse si esto de Gaviero era apodo, apellido o simplemente un apelativo sobreviviente de una actividad de su juventud. Era un hombre de pocas palabras, con sentido del humor un tanto peculiar y corrosivo, muy cuidadoso y sensible en sus relaciones de amistad, conocedor de las más inesperadas profesiones y, sin ser mujeriego, muy consciente, casi se podría decir que dependiente, de la presencia femenina. Sobre esto hacía, a menudo, alusiones fugaces y en clave a Bashur, que se limitaba a registrarlas con una vaga sonrisa. Aquí debo hacer un breve aparte antes de seguir con la historia del capitán. Desde el momento en que éste mencionó los nombres de Bashur y el Gaviero, me sentí en la obligación de contarle que al primero lo conocía mucho de nombre, por boca precisamente del segundo, que era viejo amigo mío y cuyas confidencias y relatos he venido reuniendo, desde hace muchos años, por considerarlos de cierto interés para quienes gustan de conocer las vidas impares y encontradas de seres de excepción, de  gente fuera de los comunes cauces de la gris rutina de nuestros tiempos de resignada necedad. Pero también pensé que, al hacerle saber al relator mis vinculaciones con  esa persona, podría éste, o suspender su confidencia, o suprimir en ella episodios que

afectaran a Bashur o al Gaviero. Preferí callar. Cuando el marino vasco terminó su historia, me di cuenta de que había hecho bien y que nada agregaría el hacerle saber algo que, para él, pertenecía a un ayer sepultado para siempre, si no en el olvido, sí, desde luego, en la tiniebla irrevocable de lo que nunca ha de volver. Otra razón que

me llevó a ocultar mi relación con sus socios era que venía a constituir ya una segunda casualidad que podía despertar en los arduos rincones del espíritu del éuscaro una explicable desconfianza o, al menos, una reserva ante tan repetida como infrecuente coincidencia. El azar es siempre sospechoso, son muchas las máscaras que lo imitan. Y, ahora, volvamos al capitán del Alción. 

La propuesta que le hicieron era muy simple pero, como ya me lo había dicho, de  aceptarla, rompía con su principio de sólo ofrecer sus servicios a las grandes líneas de navegación y evitar siempre la tortuosa e imprevisible aventura de los Tramp Steamer. Se trataba, ahora, de operar, en sociedad por partes iguales con otro socio, un carguero que se hallaba en reparación en los astilleros de Pola. Era un barco de seis mil toneladas, con espaciosas bodegas y dos grúas. La maquinaria se conservaba en buen estado aunque venía trabajando hacía treinta años sin reparaciones mayores. El barco pertenecía a una hermana de Bashur. Lo había recibido como herencia de un tío suyo. Warda, tal era el nombre de la mujer, deseaba emanciparse de los intereses llevados en común por la familia. La operación de ese barco podría dejarle una renta que le permitiría cumplir su propósito. Abdul no entró en muchos detalles sobre este particular, pero era fácil deducir que Warda estaba más europeizada que sus otras dos hermanas y, desde luego, que sus numerosos hermanos. Abdul no veía con malos ojos ese deseo de independencia de su hermana, pero deseaba, como es obvio, que se pudiera cumplir sin perjudicar los negocios que el resto de los Bashur manejaban en grupo. Iturri dispondría de la mitad de las ganancias, deducidos los gastos y el pago de impuestos. La propuesta era interesante, pero, desde luego, había dos condiciones básicas previas a cualquier determinación: conocer el barco y hablar con la propietaria. Al mencionar esta última, el capitán percibió una sombra en la mirada del Gaviero. Más que una sombra, era como una anticipada y turbia curiosidad ante lo que ese encuentro podría depararle a alguien como ese extraño venido de los ocultos   caseríos de una tierra de montañas que protegen a una raza singular e imprevisible. Que todo eso estuviera en la mirada del Gaviero podía ser, y de seguro era, una conclusión a posteriori de mi compañero de viaje. Es más prudente pensar que lo que asomó a los ojos del socio de Bashur fue un «ya verás» cargado de inciertas promesas.






Bashur estuvo de acuerdo en las condiciones. Los gastos del viaje a Pola correrían  por cuenta de la propietaria del Tramp Steamer. Iturri tenía que dar fin a varios asuntos pendientes en Amberes y convinieron en partir a Italia una semana después. Durante ese tiempo, Jon se dedicó a reunir datos sobre Bashur y sus asociados. Ya dije cuáles habían sido los resultados de esta pesquisa. El gerente de un banco hispano-francés, con el cual Jon Iturri llevaba buena amistad y solía jugar algunas partidas de billar de vez en cuando, le resumió su opinión en palabras que definían muy justamente a la pareja: «Mire —le dijo—, son gente que cumple con su palabra y trata de estar al día con sus compromisos. Andan juntos en muchas cosas. No todas ellas podrían ajustarse fielmente a los marcos de la ley. El tal Gaviero anduvo por ejemplo con una triestina que también fue amante de Bashur, sin que por eso se  afectara la amistad de los dos compatriotas. La imaginación de esta dama para las más sorprendentes y arriesgadas combinaciones financieras llegó a extremos delirantes. Salían con el bien de todo y los tres terminaban muertos de la risa. Los hermanos de Bashur no creo que los hayan acompañado en tales extremos. Son más asentados, más serios, pero no por eso menos implacables cuando hay una ganancia de por medio. De la hermana no sé mayor cosa. Me parece que, hasta ahora, la tenían oculta. Ya sabe cómo es eso entre musulmanes. Si ahora quiere emanciparse es que debe tener un carácter tremendo. Es cosa de ir, ver y hablar». Así lo hizo. Aquí me voy a ver en la obligación de hacer uso de la memoria con la mayor fidelidad posible, para transcribir las palabras de Iturri. El encuentro con Warda en el Alción, de no relatarse con ciertos elementos que él subrayó muy particularmente, tiene el riesgo de caer en la manida intrascendencia de las historias del género rosa. Nada podría falsear tanto el relato, despojándolo de su condición fatal e insostenible, como teñirlo de un matiz semejante. Trataré, pues, de ceñirme  con la mayor fidelidad a las palabras de mi amigo.

Llegaron a Pola en la noche, después de un viaje de casi dos días lleno de cambios de trenes y largas esperas en estaciones semiparalizadas por las endémicas huelgas italianas. Bashur y el Gaviero se fueron al muelle porque querían dormir en el barco. El capitán prefirió hacerlo en un hotel del puerto. Tenía, además, la impresión de que deseaban hablar primero, sin testigos, con la propietaria del Alción. Jon cayó en la cama como un tronco y durmió hasta las nueve de la mañana siguiente. Cuando abrió la ventana de su habitación se dio cuenta de que estaba frente a los muelles. Bastaba atravesar la calle para internarse en ellos. De todos los buques que cargaban y descargaban en el puerto, ninguno le pareció que tuviera las características propias del barco que, en breve, podía ser suyo, así fuera en parte. Recordó que le habían dicho que estaba en los astilleros, sometido a reparaciones sin importancia. Cuando bajó, Bashur y su amigo lo estaban esperando en la calle. Paseaban frente a la puerta del hotel, abstraídos en una conversación que nada tenía que ver con el motivo del viaje. «Este par de pájaros —pensó— deben traer entre manos cosas bastante más complicadas y turbias que la historia del carguero. No quisiera tenerlos jamás como enemigos». Lo saludaron muy cordialmente y empezaron a caminar hacia el muelle. Iturri les comentó que no había visto el barco desde la ventana de su cuarto. «Está detrás de ese buque sueco que hace turismo hasta Tiflis», le explicó el Gaviero con lo que le pareció al vasco un dejo de ironía. Siguieron andando y, en efecto, detrás del gran trasatlántico de una impoluta blancura, estaba el Alción recostado en el muelle en actitud  cansina. Le habían dado una ligera remozada que no alcanzaba a esconder las huellas de un largo navegar por los climas y latitudes más inclementes del globo. El vasco había conocido, desde luego, toda suerte de barcos con largos historiales y notables cicatrices. Este los superaba a todos en su destronada andadura. Sintió que se le encogía el corazón. ¿En qué iba a meterse, navegando en ese desecho de puerto en puerto en busca de una hipotética carga? Su raza ha hecho del silencio un arma acerada e insondable. Sin decir palabra subió detrás de los dos hombres que continuaban, con modales un tanto discutibles, su diálogo de la calle. Entraron a la que debía ser la cabina del capitán. Estaba recién pintada y los bronces pulidos con una aceptable minucia. Pero la litera, la mesita —uno de cuyos extremos estaba fijado a la pared con dos bisagras que permitían levantarla y asegurarla al muro para ganar más espacio— y un par de sillas de pesada caoba, mostraban un implacable uso imposible de maquillar, un desgaste irremediable casi digno de un museo. Eran, evidentemente, anteriores a la Gran Guerra. Bashur sacó unos planos amarillentos de una pequeña cómoda fijada sobre la litera y los extendió sobre la mesa. Eran los del barco. Sobre ellos comenzó a explicar al probable socio de su hermana las características de la nave. «Ya recorreremos la sala de máquinas, las bodegas y todo lo que quiera ver. Por ningún motivo quisiéramos que tome una determinación apresurada. Sé que el barco no constituye, precisamente, un modelo que despierte el optimismo. Pero es engañoso en esto, resiste mucho más de lo que su aspecto autoriza a suponer». «Charla de levantino y verdad por partes iguales», pensó Iturri y se concentró en el estudio de los planos. En  ésas estaban cuando sintió que la luz que entraba por la puerta daba paso a una semitiniebla repentina. Alguien en el umbral lo estaba mirando. Levantó la cabeza y no pudo decir nada. Lo que vio es prácticamente imposible de poner en palabras. Un brillo de malicia en los ojos del Gaviero le transmitía un mudo «se lo dije», entre insolente y benévolo.

Warda, la hermana de Bashur, los observaba de uno en uno. Había comenzado con el capitán y ahora se detenía en Abdul. «Era una aparición de una belleza absoluta —trato de reconstruir las palabras del marino en la noche del gran río—, alta, de rostro armonioso con rasgos de mediterránea oriental afinados hasta casi ser helénicos. Los grandes ojos negros tenían una mirada lenta, inteligente, en donde la prisa o la demasiada evidencia de una emoción se hubieran visto como un desorden inconcebible. El pelo negro, azulado, de una densidad de miel, caía sobre los hombros rectos semejantes a los de un kouro del museo de Atenas. Las caderas estrechas y cuya suave curva remataba en unas piernas largas, levemente llenas, también semejantes a las de algunas Venus del Museo Vaticano, le daban al cuerpo erguido un toque definitivamente femenino que disipaba de inmediato cierto aire de efebo. Los pechos amplios y firmes acababan de completar el efecto de las caderas. Llevaba una chaqueta de alpaca azul sobre los hombros y una falda tableada color tabaco claro. Una blusa de seda de corte clásico y una bufanda de seda con rombos verdes, rojos y marrones que traía al cuello colgada simplemente alrededor de éste, contribuían a dar al conjunto un barniz europeo, occidental diría yo más bien, que se veía buscado a propósito. Los labios un tanto salientes, pero de un diseño perfecto, insinuaron una sonrisa y las cejas negras, densas sin llegar a romper la armonía del rostro, se distendieron al mismo tiempo. “Buenos días, señores”, saludó en francés sin pretender ocultar el acento árabe que me pareció particularmente gracioso. Tenía una voz firme, cuyos tonos bajos alcanzaban a veces una levísima ronquera involuntaria pero de una sensualidad que llegaba, en ocasiones, a desconcertar. Besó a su hermano en la mejilla con aire mundano que le quitaba al gesto cualquier aspecto familiar y a nosotros nos tendió la mano en un apretón firme pero con el brazo un tanto estirado como queriendo establecer una distancia despersonalizada pero evidente». Creo que no sobra advertir a mis lectores que ciertas alusiones museográficas hechas en esta descripción han corrido por mi cuenta. Iturri mencionó algo como «esas estatuas de mujer que hay en Roma» o «los kouroi que hay en Atenas». Relató, luego, cómo visitaron hasta el más apartado rincón del barco y cómo Warda mostró conocer con suficiente autoridad detalles relacionados con las máquinas, la capacidad de las bodegas y el funcionamiento de las grúas. Caminaba al paso con los hombres que le acompañaban, con un andar firme, decidido, pero al que nunca se le hubiera podido aplicar el carácter de deportivo. «Era una levantina cien por ciento —aclaró Iturri— y su voluntad de asumir las modas y la vida occidental  para nada alteraba esos signos inequívocos, esenciales, propios de su raza. Es más, a medida que se la conocía mejor uno se daba cuenta de que estaba no sólo satisfecha sino orgullosa de su sangre árabe». 

Volvieron a la cabina para seguir conversando y Warda propuso ir al vestíbulo del hotel donde se hospedaba. «Allá estaremos más cómodos y podremos tomar algo. ¿O tal vez el capitán desea ver aquí alguna otra cosa?». Por la cabeza de Jon alcanzó a pasar la idea de soltar un piropo digno de colegial, algo como: «Aquí no hay nada más que ver que usted». Fue, apenas, una tentación inmediatamente reprimida pero era curioso que aún la recordara. «No, es suficiente. Por mí, podemos irnos ya», fue lo que respondió, protegiéndose en sus escuetos pero impecables modales de vasco de buena cepa. En ese momento se dio cuenta que Warda lo miraba de vez en c cuando con interés no exento de curiosidad. Trataba, seguramente, de medir las capacidades profesionales del hombre del que iba a depender en buena parte la solución práctica de su futuro. Cuando él le cedió paso para que bajara la escalerilla, Warda lo miró con una sonrisa que descubrió sus dientes grandes y regulares, de un blanco levemente marfileño. También la piel tenía ese tenue tono oliváceo resaltado por los colores de la ropa con evidente intención. «La sonrisa fue de aprobación —me explicaba Jon con una seriedad un tanto conmovedora—, de conformidad, no solamente con mis dotes de marino, sino con algo más personal. Pero tampoco más allá de un mostrarse satisfecha con algunas particularidades exteriores de mi aspecto y de mis maneras. En lo que a mí toca, estaba por completo subyugado con esa mezcla de hermosura inconcebible, una inteligencia firme y un carácter reciamente definido, que mostraba su propósito de romper toda amarra que la atara al tótem familiar y secular de su

gente. En el vestíbulo del pequeño pero elegante hotel de Pola donde se hospedaba Warda, seguimos hablando del negocio. Los hermanos pidieron un jugo de fruta; aunque no profesaban la religión islámica, parecían respetar ocasionalmente ciertas reglas coránicas. Me dio la impresión de que Abdul nos hubiera acompañado con alguna bebida alcohólica, pero que se había abstenido de hacerlo por estar su hermana menor presente. El Gaviero pidió un Campari con ginebra y hielo y yo pedí lo mismo, olvidando mi principio de jamás tomar alcohol antes del mediodía. Este y otros síntomas bien evidentes comenzaban a indicarme que algo estaba cambiando en mí para siempre y que esa mudanza tenía su origen en la presencia de Warda. Otra señal fue mi aceptación, indiscriminada y sin mayores preámbulos, de las condiciones del convenio con los Bashur. Aún hoy día sigo sin poder recordar a ciencia cierta  todas las cláusulas del mismo. Lo único que conservo claro en la memoria son las pocas pero terminantes intervenciones de la hermana de Abdul, relacionadas con la forma como debía operarse el barco desde el punto de vista comercial: “No quiero que se comprometa a transportar carga que signifique riesgo de ninguna clase. Hay que evitar el menor roce con las compañías de seguros y con las autoridades aduanales”, declaró mientras miraba con cierta intención más que evidente al Gaviero y a su hermano. Estos debían ser expertos en tal clase de tráficos, porque se miraron sonriendo pero sin hacer ningún comentario. Otra condición que exigió Warda en forma igualmente perentoria no podré olvidarla jamás, ya verá más tarde por qué: “Deseo supervisar en forma personal y periódica el manejo comercial del barco. Para esto, usted, capitán, hará el favor de mantenerme enterada de sus itinerarios y yo le dejaré saber en qué puerto nos debemos encontrar. Es claro que, en todo lo que tenga que ver con mantenimiento, contrato de personal y viajes del Alción, tiene completa libertad y absoluta autonomía”».

Iturri asintió de inmediato, sin parar mientes en lo que podían significar estos sucesivos encuentros y la responsabilidad que suponían de rendir cuentas de su trabajo. Se convino en que la regularización notarial del convenio y el registro correspondiente en las oficinas portuarias se harían en Pola a la mayor brevedad. Warda fue la primera en ponerse de pie y despedirse. Deseaba descansar un poco, dijo, porque había viajado toda la noche en un tren detestable que la trajo desde Viena. Cuando le estrechó la mano a Iturri, le dijo entre seria y sonriente: «Estoy segura de que el Alción tendrá un excelente capitán y usted una socia que no le dará problemas. Dígame, ¿su padre o su madre eran ingleses?». «No —le contestó él divertido, porque ya sabía el porqué de la pregunta—, todos mis antepasados son vascos y han vivido por siglos en la misma región. Si me lo pregunta por el nombre, se trata de una simple casualidad. Jon es un nombre tan vasco como Iñaki. Se escribe sin la hache del nombre inglés». «Muy bien —dijo ella—, lo tendré en cuenta. Yo le hubiera puesto la hache y habría metido la pata». Jon se limitó a mover la cabeza en señal de que no tenía importancia. Los tres hombres se quedaron un rato afinando algunos detalles del contrato. Luego fueron a comer a una taberna del puerto. La conversación estuvo dedicada a historias de mar que corrieron casi en su mayoría por cuenta del Gaviero, cuya experiencia en ese campo daba la impresión de ser inagotable. «Cambió totalmente mi primera impresión sobre el socio de Bashur — aclaró el vasco—. Me di cuenta de que mis prejuicios provincianos y nacionales no me habían dejado percibir a primera vista la enorme riqueza de experiencia y la humanidad densa y calurosa de este hombre cuya nacionalidad no acabé de conocer como tampoco la pronunciación de su nombre, que tenía un lejano parecido con algo escocés pero que también podía ser turco o iraní. Supe, luego, que andaba con pasaporte chipriota. Pero eso nada quiere decir porque él mismo me insinuó que no me fiara de la autenticidad del documento».


Bashur y su amigo tomaron al día siguiente a Amberes. Warda dijo que también regresaría a Viena tan pronto estuvieran listos los papeles que debía firmar junto con Jon. Esto se hizo un día después de la partida de Bashur. Iturri llevó sus pertenencias al barco y arregló su camarote con minuciosidad de escolar. Allí iba a transcurrir un tiempo indeterminado, pero que no sería menor de dos años según rezaba el contrato. Tuvo luego una reunión con cuatro mecánicos y un contramaestre que le habían recomendado en la oficina del puerto y se dedicó a buscar al resto de la tripulación en algunas listas de personal disponible pegadas en las grandes puertas de entrada a los muelles. Estaba examinando una de ellas cuando le sorprendió la voz de Warda Bashur, que le hablaba casi al oído, a espaldas suyas: «Yo no confiaría mucho en esas listas. Allá usted. Es posible que me pase de desconfiada». Volvió a mirarla y el hecho de que estuviera con ropa diferente lo desconcertó un poco en el sentido de que la belleza de la muchacha tornó a dejarlo sin palabras. Llevaba un sencillo traje de algodón con grandes flores en diversos tonos pastel. Otra vez sobre los hombros llevaba una chaqueta larga de lana cruda. «Yo la hacía ya en Viena», le comentó él por decir algo. «Pero cómo pensó que me iba a ir sin despedirme de mi socio. Además, todavía hay asuntos que hablar. ¿Tiene algún compromiso para cenar esta noche?», le preguntó Warda. «No, estoy libre. Dónde quiere que cenemos», repuso él entre ilusionado y curioso ante la posibilidad de cenar con ella a solas. «No sé si usted sea muy entusiasta de los frutti di mare. A mí me cansan un poco. Hay una taberna yugoeslava en la calle que está detrás del hotel donde usted se hospedaba. ¿Qué le parece si nos vemos allá a las ocho?». No pudo contenerse y le propuso que pasaría por ella al hotel. «Es usted muy amable, pero sé muy bien cuidarme sola y me

gusta ir mirando las pocas vitrinas de la calle principal. Eso irrita mucho a los hombres». Siempre había en las palabras de Warda como una escondida invitación a que él le contestara con una galantería. Al menos así se lo parecía a Iturri, quien estuvo a punto de decirle que, muy al contrario de aburrirle, el proyecto le parecía encantador. Pero no lo hizo. Un instinto perspicaz le apartaba de tales tentaciones. Había en ella un aplomo, un leve acento de autoridad en su manera de hablar con él y también con Abdul y su compañero, que no admitían esos galanteos fáciles con los que gustan jugar muchas mujeres. Jon se limitó, pues, a confirmar que estaría a la hora indicada y ella se despidió con el apretón de manos de siempre. Jon había perdido las ganas de seguir revisando las tales listas y se fue al barco para ordenar al contramaestre —un argelino de mirada torva pero carácter manso y maneras lentas que le inspiraban plena confianza— que se hiciera cargo de enrolar a los hombres que hacían falta. Al menos los necesarios para el primer viaje. Quería ir primero a Hamburgo, en donde varios amigos suyos comerciantes de café podrían darle carga para los países escandinavos y algunos puertos del Báltico. Cuando llegó al restaurante, ella lo estaba esperando. Él le comentó con sorna que, al parecer, no había vitrinas muy interesantes en el trayecto desde el hotel. «Ni interesantes ni de ninguna clase. No hay nada. Esta es una ciudad muerta, buena para  veraneantes despistados. Esta clase de sitios me deprimen fácilmente». Iturri pensó que la educación de la hermana menor de los Bashur debió costarle a la familia más de un dolor de cabeza. La comida era excelente y, mejor aún, el vino: un blanco de la Bosnia ligeramente picante, con leve aroma frutal de naturalidad indiscutible. Hablaron de Hamburgo, de los proyectos para el futuro y de cómo harían para estar en comunicación. Ella daría al capitán un número de apartado en Marsella y de allí le harían llegar las cartas a donde estuviera. Él le preguntó si pensaba viajar mucho. «Por lo del correo —le explicó—, no por otra cosa». «¿Qué otra cosa podría ser?», le preguntó ella con tono de cordial desafío. «Curiosidad, pura y simple curiosidad. Los hombres solemos ser mucho más curiosos que las mujeres. Lo que pasa es que sabemos disfrazarlo mejor», repuso él en el mismo tono. Ella le comentó que precisamente quería hablarle sobre algo relacionado con eso: «Hasta ahora he vivido bajo el control de mis hermanas mayores y de mis hermanos. Pero éstos no han sido tan estrictos como pudiera pensarse en una familia musulmana. Son mis hermanas las que se han encargado de la tarea y lo han hecho a conciencia. Eso tenía cierto sentido cuando era menor de edad. Pero ahora tengo veinticuatro años y la cosa, además de insoportable, es ridícula. Mis hermanas, con esposo las dos, son las típicas mujeres resignadas que siguen con fingido interés los negocios de sus maridos, se encargan de sus hijos y mantienen la casa en orden. Siempre han querido que haga lo mismo. Lo curioso es que no he sido ni soy rebelde. Tal vez quiera un destino algo semejante al de mis hermanas, pero escogido por mí y dentro del marco de ciertos gustos y preferencias personales que no tengo aún muy firmes pero que espero consolidar viviendo un poco en París, otro poco en Londres y algo en Nueva York. Soy una lectora devorante y me apasiona la pintura. La pintura colgada en las paredes. Soy incapaz de trazar una línea que se parezca a algo. Por todo eso he querido pedirle que por ningún motivo se dirija a mi familia para entrar en contacto conmigo, ni comente con ellos, si algún día se encuentra con alguno, nada sobre mis desplazamientos. No tengo nada que ocultar, pero si les dejo la menor rendija por ahí se cuelan y no van a dejarme hacer las cosas como quiero. No deseo darle la impresión de una joven en plena crisis de rebeldía. Le repito que soy persona bastante tranquila, me irritan los excesos, las exageraciones y las grandes frases. Tampoco suelo aferrarme a nada que crea definitivo. Nada lo es. Lo poco vivido me basta para constatarlo. Tal vez le parezca raro que me detenga en algo  tan personal, pero como conozco muy bien a mi gente, deseo estar al abrigo de cualquier intervención de ellos en mi vida, al menos por ahora, en este período de prueba y formación, como lo llamo yo un tanto pomposamente». Desde luego, Iturri le dio todas las seguridades de que preservaría su independencia y hasta se arriesgó a comentarle que le parecía un plan que indicaba una sensatez inobjetable. Estaba seguro de que el resultado de esa experiencia europea, en alguien como ella, podía anticiparse muy sólido, muy positivo y seguramente significaría un cambio radical en muchas de sus ideas y costumbres. Ella se apresuró a decirle que ni lo esperaba tan radical, ni quería cambiar muchas de las cosas que ahora constituían su vida. «Digamos que soy conservadora pero que quiero

decidir qué es lo que voy a conservar, sin consultarlo con los demás ni esperar su aprobación».

Jon estaba sorprendido por la forma como Warda hablaba de sí misma con una inteligencia y una objetividad no sólo poco femeninas —al menos así se lo parecían a él—, sino por completo inesperadas a su edad y dentro de la limitada experiencia que debía tener de la vida. Había algo en ella que comenzaba a fascinar al vasco en forma muy particular. Era esa mezcla de serenidad, de certeza natural, esa sosegada manera de verse y de mirar su futuro, todo ello teñido con algo que, sin alcanzar a llamarse ternura, obraba sobre su interlocutor con un efecto balsámico. No había allí aristas, ni sorpresivos atajos, ni ocultos mecanismos a punto de dispararse. Todo ello expresado a través de esas facciones de una perfección intemporal y de un cuerpo no menos armonioso y firme. Iturri pensaba que durante ese diálogo y otros que habían sostenido en los días anteriores, debió ella divertirse con la cara de atónita admiración, de incredulidad deslumbrada que él debía poner a cada instante y que, al recordarla, lo hacía sonrojarse. Estas condiciones de hermosura y balance de Warda ejercieron en él, desde el principio, una influencia cuya profundidad y ramificaciones se fueron haciendo cada vez más evidentes y decisivas. Aunque podía sonar enfático y exagerado, el mundo había cambiado para Jon. Si el mundo albergaba a alguien así, entonces no era lo que hasta entonces había creído. Iba a cumplir cincuenta años dentro de pocos días y, de repente, todo lo que lo rodeaba tenía un aspecto por completo nuevo y desconcertante. Era muy difícil de explicar. El adjudicarle el término de amor a un fenómeno tan total era caer en una simpleza, en una inaudita superficialidad. Con esa palabra se jugaba casi siempre con cartas marcadas. Aquí algo había despertado que, por ahora, no era posible encerrar en palabras. 

Abandonaron el restaurante y él, sin ofrecerlo ni imponerlo, la acompañó hasta el hotel. Al despedirse, ella le dijo con una sonrisa acogedora y levemente irónica: «Bueno, mi capitán, ya tendré noticias suyas. Recuerde que en sus manos descansa mi futuro». Él se quedó un momento absorto frente a la puerta giratoria por la que había desaparecido Warda. Regresó al barco y, sin desvestirse, se tiró en la litera a tratar de reconstruir cada rasgo de este rostro, cada tono de esa voz, que lo sumían en un hipnotismo de filtros que iban a perderse en el pasado de su raza de magos y santones, de guerreros y navegantes sin estrella. Las noches en la ciénaga, bajo el cielo constelado, de una fosforescencia tibia y palpitante, eran propicias a la larga confidencia de Jon Iturri. Tal como aquí la resumo u ordeno, no permite, desafortunadamente, dar los acentos de retenida emoción que iban creciendo en el

relato. La manera como el capitán de navío insistía sobre la belleza de Warda Bashur tenía algo de reiterativo, algo de salmodia o cantinela. Era conmovedor escucharlo luchar con las palabras, siempre tan pobres y tan lejos de un fenómeno como es la belleza en un ser humano cuando ésta alcanza la condición de lo esencialmente inefable. Había, por ejemplo, un afán de describir la forma como, en cada ocasión, aparecía vestida la muchacha. Tal vez Jon pensaba llegar así desde otro ángulo, cuando sentía que la pura descripción del rostro y el cuerpo dejaba flotando, apenas, una imagen inasible y harto confusa. Por otras razones, esta vez atribuibles al natural pudor y reserva de su raza, también tropezaba continuamente en la descripción de las relaciones con Warda y la forma como fueron entrando al hortus clausus de una intimidad para él imposible de precisar por los motivos expuestos y por su propio

carácter de hombre de mar, poco ducho en moverse entre las representaciones y artimañas propias de estas historias de la gente de tierra. Trataré de seguir una línea más recta y escueta que la seguida por Jon en las noches de la ciénaga, donde me relató su conmovedora experiencia.

Después de recoger en Hamburgo una carga de café y de repuestos de maquinaria pesada con destino a Gdynia y a Riga, regresó a Kiel, donde volvió a tomar carga para Marsella. Este itinerario se lo comunicó a la copropietaria del Alción en la forma convenida. Con el Tramp Steamer le sucedía un fenómeno muy curioso: se iba acostumbrando al ingrato aspecto del barco que era, como Bashur se lo advirtió en Amberes, bastante engañoso. La maquinaria, si bien databa de los primeros años de este siglo, había sido mantenida con tal esmero y con tan concienzuda prolijidad que funcionaba mucho mejor de lo que sus arritmias y quejosas intermitencias hacían suponer. La falta de pintura, el óxido que ganaba terreno poco a poco hasta los más escondidos rincones del buque y su desafortunada silueta, eran defectos en parte reparables y él se proponía corregirlos en la primera ocasión propicia. Las grúas aún operaban sin mayores tropiezos. Sus lentitudes y vacilaciones hacían rabiar a los descargadores de los muelles, pero nunca llegaban a fallar por completo. Jon terminó sintiendo por su barco una solidaria simpatía y escuchaba de muy mala gana las observaciones, humorísticas unas y otras francamente destempladas, que le hacían sus colegas o la gente de los muelles. Cada vez que esto sucedía, no dejaba de pensar, muy para sus adentros: «Si conocieran a la dueña, qué cara pondrían y cómo verían, de seguro, al Alción en forma bien distinta». 

Cuando llegó a Marsella lo esperaba un corto recado de Warda anunciándole su llegada al día siguiente. No daba señales de hotel, ni tampoco qué medio de transporte había escogido. Al mediodía siguiente, en plena labor de descargue, con un sol de junio que ardía en un cielo sin nubes, Jon la vio aparecer al pie de la escalerilla. Había llegado en un taxi que partió en seguida. Lo saludó con un movimiento de la mano, inesperadamente familiar, y comenzó a subir rápidamente los bamboleantes escalones. Él estaba en camisa, sin su gorra de marino que rara vez se quitaba, y con parte de la atención puesta en una grúa que se trababa a cada instante. Ella estaba espléndida y de nuevo le sorprendió cómo a cada cambio de atuendo volvía su belleza a lucir como una aparición jamás vista antes. «Hubiera pulverizado esa maldita grúa —me comentó— por distraerme la atención que quería dar por entero a mi bella visitante. Es en tales ocasiones cuando las máquinas se comportan con los caprichos torpes e irritantes de los hombres. El contramaestre vino en mi auxilio y le dejé la responsabilidad de seguir vigilando la operación». Warda propuso que fueran a un restaurante de la Canebiere cuyos propietarios, paisanos suyos, conocían a sus hermanos: «Dos cosas le puedo garantizar allí: un vino honesto y una bouillabaise como se la servían al mariscal Masséna cuando pasaba por aquí. Al menos eso dicen los dueños. Ellos piensan que Masséna es un mariscal de la Gran Guerra. No los vaya a sacar del error porque sería fatal para la bouillabaise». Esperó en cubierta mientras Jon se daba una ducha rápida y se cambiaba de ropa.

El sitio resultó realmente excepcional. El vino blanco bajaba con una frescura inteligente, dejando a los aromas del plato en plena libertad de expandirse en el paladar, apenas protegidos por el aura frutal y terrosa del Clairette de Die del año anterior. Jon pasó revista somera a sus actividades e informó a Warda del resultado financiero de las operaciones que, sin ser brillante, se ajustaba más o menos a los cálculos que había hecho Warda para independizarse. El tono de la conversación tenía un calor y una espontaneidad que antes no habían existido. Ahora, era como si cada uno hubiera trabajado en la memoria la imagen del otro y esto había establecido un territorio común, no mencionado pero siempre presente en este segundo encuentro. Jon le preguntó cómo iba su experiencia europea y cuáles eran las conclusiones a las que había llegado en esos meses. «Se lo pregunto —le aclaró— porque la sentí muy ilusionada con la experiencia y me abstuve de hacerle comentarios que hubieran podido interferir en forma negativa. Usted es demasiado inteligente para pasar por alto ciertos obstáculos que el contacto con el occidente europeo ofrece a quienes no tienen aún embotadas la sensibilidad y no ven con ojos de turista. Claro que, para ustedes, Europa acaba siendo un continente más o menos reciente, una especie de América un poco más asentada. ¿O, tal vez, me equivoco?». «Sí —contestó ella sonriente—, se equivoca por completo. No sé por qué me adjudica una cuota de inteligencia mayor que la normal. Pero, en fin, nosotros llegamos a Europa con ojos muy ingenuos. Nuestra vejez se volvió hace muchos años una especie de cansancio, de uso y desgaste a través de costumbres e ideas que ni siquiera nos sirven ya para vivir en nuestra propia tierra. Pero si quiere que le cuente lo que voy sintiendo en Europa, le diría que es una lenta pero creciente decepción. Siento que estoy hecha  para otros ámbitos, otros climas. ¿Cuáles? No sé, no lo puedo explicar todavía. Pero no es, desde luego, nostalgia inmediata de mi país y de mi cultura. Es como si todo esto que ahora trato de ver y de absorber en Europa ya me fuera conocido y ya me hubiera aburrido antes. Tal vez a usted, que lleva vida de marino, sin asidero en ninguna parte, le parezca obvio que así sea. No sé. Me gustaría que me lo dijera». Una mirada húmeda, densa, se fijó en Iturri en espera de sus palabras. «Yo sabía muy bien qué era lo que debía responder —me comentaba el vasco—, pero al mismo tiempo me daba cuenta de que estábamos hablando ya no sólo como viejos conocidos, sino como cómplices de un sentimiento naciente no explícito aún, pero evidente en el sesgo que iba tomando nuestro diálogo. El vino blanco contribuía no poco a relajar nuestras mutuas defensas y temores. Ya estábamos en otra cosa, en otro

orden de relación. Al evocar nuestro primer encuentro nos recordábamos a nosotros mismos como extraños. No lo dijimos. Las palabras no eran necesarias en este caso. Al menos las que pudieran aludir directa y brutalmente a esa mudanza. Nosotros la percibíamos y eso era lo importante. En esas circunstancias, seguir encadenando  ideas más o menos generales y sabidas sobre la “experiencia europea” de Warda era bastante inútil y, además, no era eso lo que ella quería oír. Le dije que yo creía que lo importante era conservar esa disponibilidad, esa apertura de espíritu suyas. Las respuestas, las experiencias y las mutaciones vendrían irremediablemente. El Alción prometía seguir produciendo para continuar esa “educación sentimental”, término que le hizo fruncir un instante las cejas negras que permanecían casi siempre en una tranquila inmovilidad. Le expliqué que el término abarcaba una zona mucho más vasta que el simple territorio amoroso. De repente me hizo una confidencia que significó la entrada definitiva a una historia en común. “Sé a lo que se refiere —me dijo—. En lo que respecta a lo que usted llama ‘el territorio amoroso’, ya lo tengo recorrido y aún más de lo que pueda suponer por mi edad. No crea mucho en eso de la vigilancia musulmana. He tenido varios hombres en mi vida. No regrets. Pero tampoco ningún recuerdo que valga la pena conservar. Dicho esto, sigamos con mi ‘educación sentimental’. Cuento con su ayuda”. Le dije que ya la tenía desde antes. “Pero no sé —añadí— lo que un cincuentón como yo pueda aportar de válido, de positivo”. “Ya lo aportó y ya está contabilizado”, me respondió con una mirada, la primera de franca y gozosa coquetería, que me dejó como esos gatos que caen del tejado y, por un momento, no saben bien lo que ha sucedido ni dónde están. Era ya pasada la medianoche cuando abandonamos la taberna libanesa. Ella detuvo de repente un taxi y despidiéndose de mí con cierta precipitación, me dijo: “Voy al hotel a recobrar un poco de sueño. No dormí un instante en el viaje. Supongo que el muelle está a pocos pasos, ¿verdad?”. No, el muelle estaba mucho más lejos que su hotel, pero no quise aclarárselo. Era evidente que no quería seguir nuestra charla, se defendía de algo, de un impulso suyo, tal vez de la prolongación de nuestro diálogo en ese tono de intimidad. Ya en el taxi, bajó el vidrio de la ventanilla para preguntarme adonde planeaba viajar después de Marsella. “Voy a Dakar a recoger una carga para las Azores y de allí, también con carga, voy a Lisboa”. “Nos veremos en Lisboa”, me dijo con los ojos muy abiertos como ponderando algún secreto encanto de la ciudad».

Iturri le hizo una señal de aceptación con la cabeza y esperó otro taxi que lo llevó hasta los muelles. Cuando pagaba al conductor y mientras contaba el dinero de la propina, se dio cuenta de que estaba definitiva y profundamente enamorado. «Como un colegial —comentó—, como un pobre colegial indefenso, desconcertado y temeroso. Hacía muchos años que no me sentía así». No durmió en toda la noche y, al día siguiente, con un dolor de cabeza feroz, puso rumbo a Dakar en medio de uno de esos aguaceros de verano que convierten el Mediterráneo en un baño de vapor. Pensó que había llegado el momento de pintar el Alción. La frivolidad de la idea lo hizo ruborizarse. No habría cuándo hacerlo. Todo el año lo tenía comprometido con encargos de viejos conocidos que confiaban en su seriedad y deseaban ayudarle. En Dakar se demoró la operación de carga mucho más de lo previsto. Cuando llegó a las Azores ya estaba entrando el otoño. Recordó que Warda le había comentado que tenía

el proyecto de visitar los grandes santuarios de la ortodoxia rusa —Zagorsk, Novgorod, etcétera— al finalizar el otoño. La idea de no verla ya en Lisboa comenzó a torturarlo. Era, otra vez, una sensación que hacía mucho tiempo no sentía. La espera de una dicha que sentimos como inaplazable y que al paso de los días se nos va haciendo menos cierta. Un pequeño infierno que le quitaba el sueño y le impedía trabajar con la mente despejada. En la boca del estómago, un peso muerto, una opresión, le quitaban el apetito. El trayecto de las Azores hasta la capital portuguesa se le convirtió en una verdadera tortura. A veces llegó a pensar que tenía fiebre. Se hacía la vana reflexión de que, a los cincuenta años, cuando pensaba que desde mucho tiempo atrás había cancelado esta clase de experiencias, era un tanto preocupante el caer de lleno en un callejón sin salida en donde sólo conseguiría cosechar, si se arriesgaba a seguir adelante, la ducha helada, de un bien merecido rechazo. Al entrar a la desembocadura del Tajo, el corazón le palpitaba como a cualquier adolescente en la banca de un parque público.

No encontró mensaje alguno. Fue a visitar unos clientes con los que tenía que convenir un transporte de aceite de oliva y vinos generosos para Helsinki. El otoño se iba por momentos y Lisboa mostraba su rostro de opacidad y tristeza, tan acorde con  los fados que los turistas fingen disfrutar en las tabernas. Regresó al barco con un agobio que le trabajaba por dentro como el comienzo de una enfermedad de los trópicos. Había perdido todo interés en el Alción y cuando lo vio, a lo lejos, surto en medio de la bahía, esperando turno para entrar en los muelles, la desgarbada figura del Tramp Steamer le despertó una irritación mezclada de fastidio. Cuando iba a bajar

a la lancha que lo llevaba de regreso, escuchó una voz de mujer que lo llamaba a lo lejos: «¡Jon! ¡Jon!, espéreme». Warda venía corriendo por la calle que bajaba al puerto. Traía un pantalón crema y una blusa roja. Con un suéter beige claro le hacía señas para que la viera. Se quedó parado en el muelle mientras, allá adentro, en pleno pecho, se le desencadenaba una dicha incontrolable.

Cuando Warda llegó a su lado le dio un beso en la mejilla que él apenas alcanzó a devolver con leve roce en la piel ligeramente húmeda de ese rostro que hacía mucho venía obsesionándolo. Sin decir palabra, la muchacha pasó su brazo por el del capitán y fue llevando a éste hacia el centro de la ciudad. Cruzaron la Avenida Cuatro de Julio y tomaron por la Rúa do Alecrim. Ella le comentó que seguramente habría algún bar abierto en las callejuelas del Barrio Alto. «Pensé que ya no venía. La imaginé camino a los santos lugares de la ortodoxia eslava». «Por ahora hay otra ortodoxia con la que es preciso ponerse en orden», contestó ella mirándolo con toda intención y divertida con la cara que Jon debía estar poniendo. Iturri tenía esa intrínseca incapacidad de los vascos para disimular sus sentimientos. «Encontramos un bar y allí nos sentamos a descubrir lenta pero implacablemente nuestros sentimientos. Le confesé que si no hubiera aparecido estaba resuelto a partir para Australia y dedicarme allí al cabotaje», me explicaba Jon mientras su voz, tantos años después, aún asomaba una desesperación inusitada, por entero ajena a su carácter reservado y recio. De lo que hablaron recordaba bien poco. Warda, sin perder esa serenidad y balance que daban tanto encanto a su juventud, le confesó que la pretendida educación europea se había ido al cuerno y que, por ahora, sólo le interesaba estar a su lado. Algo había en él que la llenaba de una plenitud hasta entonces desconocida para ella. Eso era todo lo que quería. No creía que el futuro les deparara la menor oportunidad de construir algo juntos. Eso tampoco le importaba. Por lo pronto necesitaba vivir esa experiencia. Instalarse en un presente que precisaba como el aire para respirar. Jon balbuceó algunas reservas sobre la diferencia de edad, de nación y de costumbres. Warda se alzó de hombros y le contestó, con certeza de vidente, que ni él creía en lo que estaba diciendo ni nada de eso contaba para nada. Eran las seis de la tarde y habían consumido varias botellas de Vinho Verde acompañando unos platos de pescado frito de calidad y sabor perfectamente olvidables. Cuando llegaron al hotel, en la Avenida da Libertade, trataban de fingir un paso firme y natural. Jon se registró como esposo de Warda y subieron al cuarto en un abrazo que hizo volver varias veces la cara al ascensorista para ver si aún respiraban. En el trayecto de la puerta hasta la cama dejaron toda la ropa. «Hicimos el amor una y otra vez, con la lenta y minuciosa intensidad de quienes no saben lo que va a suceder mañana. La obsesión de Warda por llenar el presente de sentido descansaba en un juicio inteligente y cierto de las escasas posibilidades y de los obstáculos insalvables que ofrecía nuestra relación. Tampoco yo, como se lo había dicho en el bar, veía hacia dónde podía desembocar aquello. Esto nos llevó a refugiarnos, con una entrega que limitaba con la desesperación, en el disfrute de nuestros cuerpos. Warda, desnuda, adquiría como un aura que emanaba de la perfección de su cuerpo, de la estructura de su piel elástica y levemente húmeda y de ese rostro que, visto desde arriba, en el lecho cobraba aún más su carácter de aparición deifica. No es fácil explicarlo, describirlo. A veces pienso que no lo viví nunca. Lo único que me ha detenido muchas veces ante la voluntad de morir es pensar que esa imagen muera también conmigo». Iturri, cuando llegaba a estas barreras para transmitir su experiencia, caía en largos silencios en los que una oscura desesperanza revolvía sus más amargos sedimentos. «Durante tres días —continuó— estuvimos en el hotel de Lisboa sin salir de la habitación. Habíamos convertido ésta en una especie de

universo propio en pausada rotación de episodios de un erotismo celebrado con pocas palabras y de mutuas confidencias de nuestra juventud y de nuestro descubrimiento del mundo. A Warda le obsesionaba una muy peculiar idea de lo que debía ser la vida del marino. De mi propia experiencia en el mar poco podía contarle. Nada excepcional me había sucedido en una profesión ejercida dentro de una rutina gris, cuya monotonía sólo era interrumpida por las variaciones de clima y de paisaje impuestas por el continuo viajar. Ahora no consigo reconstruir la materia de nuestros diálogos. Recuerdo, sí, que éstos tenían, por virtud del carácter de mi amiga, un tono sosegado y pleno en donde la anécdota y la sorpresa cedían el paso al examen y asimilación de nuestra personal imagen del mundo y de la gente. Warda tenía, repito, algo de pitonisa. Avanzaba en la semivigilia de sus sensaciones con la firmeza de un sonámbulo. En esto era tan plenamente oriental como cualquier genio de Las mil y

una noches».

Jon tuvo, al fin, que regresar al barco para ocuparse de las gestiones aduanales previas a la partida. Había cerrado por teléfono desde el hotel el contrato de carga para Helsinki y allí tenía que recoger un importante cargamento de papel destinado a Veracruz. Warda lo acompañó durante el tiempo que le tomaron esas gestiones.

Seguía con discreta pero intensa curiosidad los trámites a los que atribuía un misterio que provocaba la risa de Iturri. Ninguno de los dos quiso mencionar el momento de la despedida y, cuando éste llegó, ella se limitó a decirle, con voz que trataba de ser natural sin lograrlo del todo: «Te espero en Helsinki. Estaré en   el puerto para recibirte». Jon le explicó que tendría forzosamente que pasar por Hamburgo para cambiar algunas piezas de los motores y eso le tomaba al menos un mes, porque había mucho turno en los astilleros. Cuando llegaran a Helsinki la temperatura estaría a varios grados bajo cero. «Indícame, cuando lo sepas, la fecha exacta de tu llegada. Estaré en el puerto». Esa especie de certeza, de firmeza sin vacilaciones, era uno de los rasgos del carácter de Warda que mayor atracción ejercían sobre Jon. Tenía, para usar sus palabras, «la sabiduría de las matronas de mi casa de Ainhoa en un cuerpo de Afrodita. Demasiado para la pobre vida de un hombre». Cuando llegamos a esta parte de la historia, entró en uno de sus silencios, el más largo, tal vez, de todos lo que separaron su confidencia de varias noches.


«Ahora —comenzó a decirme cuando yo creía que no iba a hablar más y se disponía a retirarse a su camarote— mi relato se encadena con el suyo. Debo confesarle que lo que me sorprendió en él no fue su encuentro con el Alción, eso no deja de ser una coincidencia harto explicable. Lo que me intrigó sobremanera y, en verdad, me movió a contarle mi historia, es otra casualidad, ésta sí en extremo inquietante y que recibí como si usted me estuviera transmitiendo alguna oculta señal de una secreta hermandad: cada uno de sus encuentros con el Alción coincide con hitos decisivos y graves de mis amores con Warda. Hubo otras etapas recordables y gratas, pero en Helsinki, en Punta Arenas, en Kingston y en el delta del Orinoco se conjuraron las circunstancias para hacer de cada una de esas escalas el sitio donde iba a definirse nuestro destino o a esfumarse para siempre. Sólo me resta, pues, contarle lo que sucedía en el Alción y los sentimientos de sus dueños, cada vez que el viejo y derrumbado navío se le apareció cuando menos lo esperaba. Usted es el único testigo que merece y debe conocer los hechos. En cierta forma, que no podremos nunca esclarecer, usted es también un protagonista de primera importancia».

Iturri pasó luego a explicarme algunos detalles de las reparaciones hechas en Hamburgo y el registro del barco en el consulado de Honduras de ese puerto. La licencia italiana había llegado a su término y no podía renovarse. Cuando el Tramp Steamer llegó a Helsinki, el invierno se había instalado con la severidad ya mencionada por mí al relatar mi primer encuentro con el barco. Warda cumplió estrictamente con lo prometido. Al atracar el barco, subió por la escalera acompañando a las autoridades portuarias. Saludó con un apretón de manos al capitán y se refugió en el camarote de éste mientras los funcionarios verificaban los documentos del navío en el puente de mando. Ya libre de intrusos, Jon regresó a su camarote. Warda estaba tendida en la litera mirando al techo en actitud hierática. Una sonrisa vagaba por sus labios cuando vio el rostro del vasco. El camarote tenía la calefacción puesta al máximo y olía a esa mezcla de pasta de dientes, colonia para después de afeitar y artículos forrados en piel, característica de ciertos ambientes estrictamente masculinos donde reina un orden castrense. «Ven, dame un beso y no pongas esa cara. Me voy a quedar aquí todo el tiempo que permanezca el buque en Helsinki. Supongo que no tienes objeción, ¿verdad? Las supersticiones esas de las mujeres en los barcos y demás tonterías». Iturri le explicó que no había ninguna objeción de ese orden y que era común en los Tramp Steamer que el capitán viajase

con su esposa o con una amiga que figuraba como tal. Lo que le preocupaba era la evidente incomodidad del lugar, la falta de espacio y de ciertos elementos indispensables para alojar a una mujer. Pero, más que eso, le intrigaba sobremanera la preferencia por el Alción en lugar de cualquiera de los lujosos hoteles de Helsinki, que tenían fama de ser los más confortables del norte de Europa. Igual podrían estar los dos en uno de ellos y no en ese camarote tristón y pobremente equipado. Warda le explicó que tenía varias razones para tomar esa determinación: «En primer término —le dijo—, no soporto estos nórdicos. Tienen algo de muñecos de trapo con gestos humanos que me produce pánico. Beben mal, comen mal y, por lo poco que recuerdo de una fugaz relación que tuve, aman con toda la culpa protestante adentro. Imagina lo que todo eso significa para alguien nacido en Beirut». Además, se le había metido en la cabeza el capricho de convivir con él en el barco, verlo trabajar allí en las maniobras de descarga y carga. Era un Jon que ella no conocía. «Traigo la ropa adecuada, no te preocupes. Da lo mismo», se adelantó a contestar a una posible objeción de su amigo. Por último, le ilusionaba mucho visitar juntos los bares y pequeños restaurantes del puerto, que debían tener un ambiente bastante más acogedor y relajado que el de los hoteles, que le recordaban las funerarias californianas trasladadas al Ártico. Iturri hacía rato que estaba encantado con la idea y así se lo hizo saber a Warda. Irían a la estación del terminal aéreo, donde ella había dejado su equipaje, y se instalarían en el barco.

Los días en Helsinki estuvieron animados por una marea de optimismo y de confirmación de la experiencia de Lisboa, que había tenido esa plenitud que hace pensar que se trata de algo que nunca podrá repetirse. El hacer el  amor en la litera y el dormir juntos en el estrecho espacio de la misma daba lugar a toda suerte de acrobacias que les producían una risa incontenible. La relación se consolidaba en el firme y muy claro convenio de no gravarla con ulteriores consecuencias, ni tratar de encaminarla hacia un compromiso duradero. «Mientras esto dure, así será, como es ahora. No podrá ser de otra forma y los dos lo sabemos muy bien. Lo importante es no tratar de modificar la situación, ni dejar que otros intervengan para intentarlo. Depende de nosotros y no hablemos más de eso porque, además de aburrido, es inútil». Así lo definió ella mientras trataban de ingerir, con algunas reservas, un filete de reno cocinado con hierbas de la tundra y rociado con vodka finlandesa helada, aromatizada con pimienta y jenjibre. Se habían aficionado a esa pequeña taberna del puerto que tenía una gran chimenea de azulejos en el centro del minúsculo salón con seis mesas servidas por dos mujeres de edad madura, muy sonrientes, que no hablaban sino finés. Por lo tanto tenían un poder absoluto en la disposición del menú. Cuando Jon la vio tomar, uno tras otro, los pequeños vasos de vodka, convertido por la congelación en un aceite indolente, le recordó cómo, en el bar del hotel, el día que se conocieron, se abstuvo de tomar nada alcohólico, al igual que su hermano Abdul. «Allí está —le explicó ella, con seriedad casi doctoral— toda la clave de mi problema y, en general, el de muchos musulmanes: una sumisión superficial a preceptos con los que nos acostumbramos a negociar y el olvido de ciertas verdades esenciales». Él le comentó que ahora la veía tomar alcohol sin ninguna reserva. Ella repuso algo que Jon recordaría luego como un primer anuncio que pasó por alto: «Sí, ahora tomo vodka y hago el amor con un rumi, pero cada día me siento más ajena y desinteresada de Europa y entiendo mejor a mis hermanos que viajan a La Meca sin saber leer ni escribir, sin conocer el vino y resignados al castigo del desierto».

Después de Helsinki siguieron otros encuentros. En El Havre, en Madeira, en Veracruz y en Vancouver. Warda se había acostumbrado a convivir con Jon en su camarote, durante las etapas en los puertos. Casi nunca visitaban las ciudades y solían hacer su vida, al igual que en la capital de Finlandia, en restaurantes y bares del puerto. La entrada de Warda en estos sitios era un espectáculo que se cumplía con idéntica secuencia. Cuando la muchacha aparecía en la puerta, todos los parroquianos se volvían a contemplarla en un silencio casi religioso. Luego venía una ola de cuchicheos que se iba apagando a medida que la pareja se concentraba en su conversación, sin parar mientes en los circunstantes. Sólo quedaba entonces un periódico y discreto volver la vista hacia Warda de algunos que no podían resistir la atracción de una belleza semejante. Lo que divertía a Jon era la manera, siempre la misma, como ella reaccionaba a esta atención de la gente. Con un leve rubor se ensimismaba aún más en el diálogo con su amigo, como tratando de escapar a la curiosidad ajena. Jamás le vio la más leve mirada o gesto que indicase la menor conciencia o manejo del elocuente deslumbramiento que causaba. Era como si esto sucediera en otra dimensión del mundo a la que ella se sentía por completo extraña. 

La relación de los dos amantes continuaba dentro de las pautas establecidas por ellos desde el primer día que se fueron a la cama en Lisboa. Habían encontrado ciertos recursos de humor, ciertas claves verbales y de  caricias que compartían con simultaneidad invariable y que les servían para ahuyentar la menor alusión a un compromiso en el futuro. A lo más lejos que llegaban en ese terreno era a fijar el puerto del próximo encuentro. Así pasaron un año largo, hasta cuando Iturri llegó a Punta Arenas.

Había convenido encontrarse allí con Warda, que quería acompañarlo en un itinerario por el Caribe que le había resultado gracias a ciertas viejas amistades que tenía en las islas. Eran trayectos cortos, muy bien pagados y con carga de muy fácil manejo. Cuando atracó en los muelles del puerto costarricense se encontró, en lugar de Warda, con Abdul Bashur, que lo esperaba recostado en un poste de amarra. «En verdad —me comentaba Jon— no me sorprendió mucho la presencia del hermano de Warda, por inesperada que pudiera parecer en ese lugar tan alejado de sus negocios habituales. Conocía lo suficiente a los levantinos para saber que, tarde o temprano, desearían indagar sobre la vida que estaba haciendo su hermana menor. Esto era como un principio tribal al que no escapan ni los más europeizados. La actitud de Abdul fue reservada pero cordial. Subió al barco, recorrió conmigo las bodegas y la sala de máquinas y, en general, se mostró satisfecho del Alción. Cuando hizo algún comentario sobre el estado realmente lastimoso de la pintura del navío, le expliqué que si lo llevaba para pintarlo a no importa qué astillero, esto paralizaría el aprovechamiento comercial del barco por lo menos durante un mes, y si destinaba a

la tripulación para que se dedicara a pintarlo durante las travesías, forzosamente estaba obligado a contratar más gente. En ambos casos el rendimiento económico bajaría sensiblemente y no se podía, en tales circunstancias, cubrir la participación fijada como tope por el otro propietario del barco. Así se lo había explicado a Warda y ella no había hecho ningún comentario. Bashur me miró con una mezcla de curiosidad y de humor. Luego me invitó a que, mientras cargaban el barco, subiéramos a San José. Tenía que hacer un par de gestiones con dos clientes suyos,

tostadores de café. Almorzaríamos en la ciudad y en la tarde yo regresaría a Punta Arenas. Él volaba esa noche a Madrid desde San José. Di algunas instrucciones al contramaestre y partí con Bashur a la capital. Era evidente que quería hablarme sobre la relación con su hermana y había buscado el pretexto de ese viaje en coche para hacerlo. En efecto, mientras conducía un auto alquilado en el aeropuerto, fue llevando la conversación, con suma prudencia y hasta con delicadeza que supe agradecerle, al asunto que le interesaba. Antes de que siguiera, le hice saber, con franqueza un tanto brutal pero que me pareció necesaria, que ni Warda ni yo pensábamos en nada distinto de mantener nuestras relaciones en el nivel y dentro de los términos en que ahora se encontraban. Era algo que habíamos establecido con toda claridad. Cada uno era libre de tomar la decisión que quisiera y no había lugar al menor reclamo ni a reticencia de ninguna especie. Esto pareció agradar a Bashur, quien hizo luego algunos comentarios sobre la manera de ver su gente estos problemas y el intento de emancipación femenina en el Medio Oriente. Nada que yo no supiera, pero le escuché atento porque lo sentí como casi un deseo de disculparse por su intrusión en nuestros asuntos. Luego aludió al carácter muy especial de Warda. Hasta poco tiempo atrás se había mostrado como la más sumisa de las hermanas; la que menos interés mostraba en enterarse de lo que podía ofrecer el mundo occidental. Pero como, al mismo tiempo, era la más reservada, imaginativa y sensible de las tres, Abdul entendió como natural y sensato su deseo de hacer la experiencia europea. Él pensaba, me dijo en tono de confidencia y como indicio de la confianza que me demostraba, que Warda volvería al Líbano y terminaría siendo la más musulmana de la familia. Fue entonces cuando pronunció la frase que iba a repercutir profundamente en nuestro destino, el de Warda y el mío: “Lo de ustedes durará lo que dure el Alción”. Nada contesté a esto, pero un ligero pánico me recorrió el cuerpo. Sabía que Bashur tenía razón, lo sabía desde el primer instante en que noté que su hermana dejó de mirarme como  socio. Esta sentencia inapelable hacía mucho que pendía sobre nuestras cabezas.Después de un largo silencio, sólo se me ocurrió comentar: “Sí, tal vez tenga razón. Pero también es cierto que eso, en el presente absoluto que nos hemos impuesto para mantener nuestra relación, no quiere decir mayor cosa”. Bashur se alzó ligeramente de hombros y cambiamos de tema.

Lo acompañé a las gestiones que tenía que hacer en San José y comimos en Rías  Bajas, un restaurante con ambiente amable y una vista muy bella del valle en donde descansa la ciudad. La carta intentaba, no siempre con éxito, recrear la inimitable magia de los platos gallegos. Fui con Bashur hasta el aeropuerto y allí nos despedimos. Mientras me estrechaba la mano, me puso otra en el hombro y dijo con calurosa sinceridad: “Cuide el barco como si fuera su ángel de la guarda. Suerte, capitán”».

Cuando Iturri regresó a Punta Arenas encontró a Warda instalada en el camarote. Había llegado poco después que Abdul. Los vio de lejos en el puente de mando y esperó a que partieran para subir al barco. «Sospeché a qué venía. Por eso preferí dejarlos solos. Abdul tiene mucho de caballero andante. Nos hemos querido mucho. Puede ser implacable en los negocios pero como amigo es ejemplar. Tiene algo de santón. El Gaviero, que anda con él y la triestina desde hace algunos años, sostiene que si alguna vez Abdul va a La Meca lo secuestran allí para santificarlo en vida». Al día siguiente zarparon hacia Panamá para entrar al Caribe. Jon me recordó que Warda le había comentado, al salir de Punta Arenas, que desde un yate que cruzó con ellos a la salida del puerto, una mujer despampanante, con el bikini más breve que había visto en su vida, estaba diciéndoles algo en español. Jon se alegraba de que su amiga no entendiera muy bien el idioma. Lo primero que había hecho al regresar de San José fue repetirle la sentencia de Bashur sobre el destino de sus amores ligado al del Tramp Steamer. Si la mujer del bikini había expresado sus dudas sobre si el barco conseguiría llegar con bien a Panamá, Warda, que no era supersticiosa pero sí fatalista, habría relacionado esas palabras con las de su hermano y las habría tomado como una nefasta confirmación de éstas. «Felizmente —me dijo—, la fortuna no suele tejer redes tan apretadas y es más piadosa de lo que solemos reconocer». El crucero por el Caribe fue para Warda la revelación de un mundo lleno de

afinidades y sugestivas coincidencias que alentaban su sensibilidad oriental. «Por aquí debió andar Simbad», exclamaba embriagada por el clima de las islas, la vegetación exuberante y siempre floreciente y la mezcla de razas de los habitantes, tan similar a la que hierve en el Mediterráneo de levante. Más de seis meses anduvieron recorriendo las Antillas y los puertos de tierra firme. Simultáneamente con el entusiasmo de Warda, fueron haciéndose notorios dos fenómenos concomitantes: la estructura del Tramp Steamer comenzó a flaquear y a dar muestras, al fin, de un evidente cansancio y en el ánimo de Warda comenzó a trabajar una nostalgia de su país y de su gente que iba en aumento a medida que más se familiarizaba con los encantos del Caribe. Los dos fenómenos se fueron haciendo presentes en forma soterrada. No estaba en el carácter de Warda el ocultar sus sentimientos. Cuando, al fin, se dio cuenta de que algo estaba cambiando en ella y que las imágenes, recuerdos y añoranzas del Medio Oriente afloraban ya no sólo en sus sueños, sino también en la vigilia, lo comentó de inmediato con Jon. Este había venido notando ciertos síntomas no muy precisos y recibió la confidencia de su amiga con fatalismo resignado. Al llegar a Kingston, donde tocaba a su fin el recorrido por el Caribe, tuvieron una larga conversación. Iturri me resumió así las palabras de Warda: «Creo que ha llegado el momento de regresar a mi país y de ver a mi gente. Voy sin ningún propósito definido, sin nada previsto. Es algo que me pide la piel, tan simple como eso. He llegado, por etapas sucesivas, a varias conclusiones: no quiero ser europea, es más, no podría serlo nunca; una vida itinerante, como la que hemos vivido en estos meses y también antes, con menor intensidad, la siento como algo que me va desgastando por dentro, que mina ciertas corrientes secretas que me sostienen  y que tienen que ver con mi gente y con mi país; eres el hombre con el que siempre había pensado que pudiera vivir, tienes cualidades que son las que más admiro, pero llevas mucho andando en la vida y nada puede ya cambiarse». Jon no resistió la tentación de hacerle la pregunta que, desde que existen amantes, ocurre sin remedio: «¿Pero eso quiere decir que no nos veremos más?». Warda le contestó de inmediato con un sobresalto tan espontáneo y sincero que Iturri sintió un nudo en la garganta: «¡No, por Dios!, no se trata de eso. Ahora no podría soportar ni siquiera la idea de no vernos más. Tengo que poner los pies en la tierra, pero te llevo conmigo. Tú me entiendes, tú lo sabes tan bien como yo. No quiero hablar de eso». Estas y otras reflexiones semejantes fueron tema de conversación cada vez más constante a medida que iban acercándose a Kingston.

Y aquí Jon cayó a uno de sus silencios interminables. Era evidente que le costaba trabajo volver sobre la despedida en Jamaica. Fue tan parco sobre este episodio que no es muy fácil ponerlo por escrito. Creo que una frase, dicha en medio de premiosas explicaciones y detalles evocados una y otra vez, refleja muy bien sus sentimientos: «Ese barco escorado y casi en ruinas que usted vio en el muelle de Kingston es el mejor retrato de cómo se sentía su capitán. Ninguno de los dos tenía remedio. El tiempo cobraba su factura. Los días de vino y rosas habían terminado para los dos».  Warda se despidió de Jon en el aeropuerto de Kingston. Tomaba un vuelo a Londres y allí otro con destino a Beirut. Lo último que le dijo, mientras le rodeaba la cara con las manos y lo miraba con fijeza de sibila, fue: «En Recife tendrás noticias mías. Déjame ponerme en orden por dentro y te veré de nuevo». Jon regresó al carguero con el ánimo deshecho pero también con esa aceptación de su destino que tenía mucho de estoico y mucho más de ibérica conformidad con los decretos de los dioses.  

Sus planes incluían un intento de reparación del barco, así fuera provisional, en los astilleros de New Orleans. Tocaría luego La Guaira para cargar maquinaria de exploración petrolera con destino a Ciudad Bolívar y de allí iría a Recife con madera. El diagnóstico de los talleres navales en New Orleans fue bastante pesimista. La reparación general de la armadura del casco y las bodegas resultaba incosteable y de ella no respondían plenamente los ingenieros, dadas las condiciones del resto del buque. La pintura de la superficie exterior del Alción era más cara que el valor del buque en libros. Los ajustes que recientemente se habían hecho a la maquinaria le daban un margen de vida al navío que los técnicos no quisieron precisar. Jon tuvo que conformarse con reducir la capacidad de carga a la mitad, para no forzar los costados del casco y las paredes de las bodegas. Cuando llegó a La Guaira sólo pudo, por tal razón, aceptar una parte de la carga que lo esperaba en los muelles.



El remolcador había dejado atrás la región de las ciénagas y entró al trayecto final del río, antes de llegar al puerto. Ese trozo estaba dragado y mantenido desde la colonia para facilitar un tráfico muy intenso entre varias ciudades aledañas a la costa del Caribe, unidas entre sí por un canal que, partiendo de un recodo del río, conducía a la Villa Colonial, de heroica tradición por su resistencia a las invasiones de los piratas en los siglos XVII y XVIII. El paso por las vastas extensiones pantanosas es de una monotonía abrumadora. Debo confesar que, en esa ocasión, ni siquiera la percibí. La historia del capitán Jon Iturri había acaparado toda mi atención y, como aprovechábamos las noches en cubierta para seguir nuestra charla, el día se nos iba, casi en su totalidad, en dormir en nuestros camarotes, con el aire acondicionado que nos traía esa frescura artificial y un poco de morgue, pero que en zonas como ésas resulta de un indudable alivio. El último trayecto del río estaba protegido por muros de piedra y calicanto a lo largo de las dos orillas y daba la impresión de entrar a un canal semejante a los que, en Bélgica y Holanda, cruzan el país en todas direcciones. Nos quedaban dos días de navegación, antes de llegar al puerto. La penúltima noche Iturri me propuso que continuáramos con nuestra costumbre de pasarla despiertos. Su historia llegaba al final, del que, sin saberlo, yo había sido parcial testigo. Desde las nueve de la noche nos instalamos en cubierta. Las jamaiquinas trajeron una gran jarra con la mezcla vodka amb pera en la que flotaban trozos de hielo para mantenerla

fresca. Jon comenzó su relato con una voz impersonal y opaca que indicaba cierta reserva, cierta dificultad, por lo demás bastante explicable a medida que la historia llegaba a su fin: «Ya conoce usted las bocas del Orinoco. Un dédalo infernal en uno de los climas más agotadores que recuerdo. Además, la región, en esa época, estaba bastante abandonada y la falta de recursos llegaba allí a ser alarmante. Yo no había estado nunca. El contramaestre argelino y el piloto sí parecían familiarizados con el sitio. El piloto era de Aruba y había remontado varias veces el río hasta Ciudad Bolívar, que era adonde nos dirigíamos para descargar la maquinaria. No mostró mayor preocupación ante las dificultades que la carta de navegación anticipaba con detalle. “Sólo hay que temerle —explicó— a las crecidas súbitas del río en la temporada de lluvias. La corriente baja con grandes bancos de lodo, raíces y troncos que pueden obstruir el paso en pocos minutos. Pero desde Ciudad Bolívar la radio del puerto suele anunciar la llegada de esas avenidas. Iremos con cuidado. No se preocupe”. Fue en ese momento cuando comencé a preocuparme. Sé muy bien lo que en estos países significa la frase “no se preocupe”. Debe entenderse como: “Si algo nos pasa no hay nada que hacer, así que no vale la pena preocuparse”. Llegamos de noche frente a San José de Amacuro y resolví anclar en la pequeña bahía para entrar a la madrugada siguiente al delta, con la luz del día. Llovió toda la noche. El piloto nos tranquilizó explicando que eso no quería decir que estuviera lloviendo también en el interior, que era donde el Orinoco recibía las aguas crecidas de sus afluentes. A las cinco de la mañana empezamos a entrar por el brazo del delta que indicaba la carta como el más practicable. Allí nos cruzamos con el Anzoátegui. Seguía lloviendo torrencialmente. Teníamos sintonizada nuestra radio con la estación del puerto, que, en efecto, transmitía periódica mente informes sobre el estado del tiempo en la región. A las ocho y media de la mañana anunció una primera riada sin peligro alguno para los navíos que estaban entrando: se había desviado por un brazo que alimentaba extensos manglares. Pocos minutos después la estación salió del aire. Allá en el horizonte, sobre el lugar donde calculábamos que estaba la ciudad, crecía un cúmulo nimbus con su acostumbrada silueta de yunque, del que partían relámpagos en forma casi continua. Avanzábamos con lentitud por el estrecho canal parcialmente marcado con boyas. De repente el barco comenzó a vibrar, primero en forma casi imperceptible y luego con mayor intensidad, haciendo golpear las planchas del casco hasta producir un estruendo ensordecedor. El piloto anunció que era una creciente pero que, por la forma como venían las aguas, no parecía traer bancos de lodo. El contramaestre no se mostraba tan confiado y ordenó a la tripulación tomar ciertas precauciones y tener listos los botes salvavidas. De pronto el barco chocó con algo en el fondo y giró bruscamente hasta quedar de través, soportando toda la fuerza de la corriente. Ordené forzar las máquinas para tratar de enderezar y, cuando estábamos a punto de lograrlo, un choque brutal nos dejó escorados de forma que nada podían hacer las hélices que giraban en el vacío. Detuve las máquinas y todo el mundo subió a cubierta. El barco hacía agua rápidamente. Se había partido por la mitad y estaba montado sobre un gran banco de lodo y vegetación que aumentaba a ojos vistas. Uno  de los botes salvavidas se había aplastado bajo el barco. Nos acomodamos como pudimos en el único que quedaba y la corriente nos alejó en un vértigo de lodo y lluvia. Por fortuna, el mismo banco que había chocado contra el Alción represaba las aguas. Media milla más adelante logramos controlar el bote. El Tramp Steamer, batido por la corriente a fuertes sacudidas, se iba destrozando ante nosotros. Era como ver una bestia prehistórica acabar despedazada por un enemigo omnipresente y voraz. Por fin, los dos trozos en que se había partido se fueron alejando en opuestas

direcciones, hacia las orillas, y, de pronto, desaparecieron en sendos canales que cerca de éstas suelen formarse por un fenómeno de compresión de las aguas sobre el maleable fondo del río. A las seis de la tarde arribamos a Curiapo. Las autoridades nos alojaron en el puesto militar y me permitieron comunicarme con Caracas para entrar en contacto con los aseguradores y tomar las primeras providencias destinadas a repatriar a la tripulación. Así terminó el Tramp Steamer que todavía sigue presente en sus sueños… y en los míos».

Me quedé un rato en silencio. Pensaba hasta dónde tenía razón Iturri cuando me  dijo que fui testigo de los momentos decisivos de la historia del Alción y de su capitán. A tal punto, que lo había visto pocas horas antes de naufragar, cuando esperábamos en el guardacostas de la Armada de Venezuela a que nos diera paso para salir a alta mar. No quise preguntarle más esa noche. Nos quedaba aún la siguiente antes de arribar a nuestro destino. No era, por otra parte, difícil deducir cómo había terminado todo para él. No para satisfacer mi curiosidad, sino más bien para darle oportunidad de exorcizar los fantasmas que debían torturar su alma de vasco introvertido y sensible, le comprometí a que la noche siguiente me contara el final de su historia. «Las historias —me contestó— no tienen final, amigo. Esta que me ha sucedido terminará cuando yo termine y quién sabe si tal vez, entonces, continúe viviendo en otros seres. Mañana seguiremos conversando. Ha sido muy paciente en oírme. Yo sé que cada uno de nosotros arrastra su cuota de infierno en la Tierra, es por eso que su atención obliga mi gratitud, como decía un abuelo mío que era maestro en San Juan de Luz». Cuando pasó frente a mí para ir a su camarote, advertí en sus rasgos una sombra adusta que le hacía aparentar de mayor edad. La luna llena daba en sus cabellos creando un efecto de blancura que hacía aún más patética esa visión de un envejecimiento repentino.

Cuando, a la noche siguiente, nos reunimos en la pequeña cubierta, ya se veía en el horizonte el reflejo de las luces del puerto. Daba la impresión de un incendio estático que imprimía a la escena un dramatismo inesperado. Iturri entró de lleno en el asunto. Me pareció que quería acabar pronto su historia, pasando un poco sobre ascuas en la narración de su propia desventura. Evitó en esta oportunidad, al igual que en las anteriores, el menor giro que pudiera interpretarse como auto-compasión. No había en esto, desde luego, la mínima dosis de orgullo. Lo hacía por simple pudor, por eso que los franceses del siglo XVIII llamaban bellamente gentileza del corazón. 


«Los aseguradores me citaron en Caracas para estudiar la póliza del Alción e indemnizar a la marinería y a los oficiales. Desde allí envié a Warda y a Bashur sendos telegramas informándoles del naufragio. Esperé durante un tiempo prudencial la respuesta a estas comunicaciones. Ese hermetismo absoluto comenzó a preocuparme. Mientras tanto, la idea de viajar a Recife comenzó a convertírseme en una obsesión que no me abandonaba un instante. Ahora tenía un carácter más apremiante y necesario. Cualquiera que pudiera ser la determinación de Warda respecto al futuro, me resultaba insufrible pensar que no la volvería a ver. La despedida en Kingston no podía ser la definitiva. Se me acumulaban en la mente todas las cosas que no le había dicho durante nuestra vida en común. Entonces me parecían poco importantes y casi innecesarias; nuestros gestos, nuestra relación erótica, nuestras simpatías y fobias compartidas hacían que sobraran las palabras. Ahora, éstas tornaban a ejercer su dominio, su premiosa insistencia. Eran los eslabones que vendrían a crear un nuevo vínculo o a prolongar el anterior partiendo de otros elementos. El resultado fue que, terminadas las diligencias en Venezuela, tomé un avión para Recife. ¿Conoce usted Recife?». Le contesté que había estado allí dos veces y que guardaba un recuerdo inolvidable de esa ciudad entre portuguesa y africana que tenía para mí un encanto indefinible. «También a mí me atrajo muchísimo las primeras veces que toqué en ella con un barco cisterna que transportaba materias químicas desde Bremen. Pero en esta ocasión, la belleza misma de la ciudad, el atractivo de sus puentes, sus plazas y sus edificios, todo ligeramente erosionado y a punto de derrumbarse, contribuyeron a hacer aún más intolerables los días que pasé allí pendiente de noticias de Warda. Noticias que me empeñaba en esperar, más por impulso de mis deseos y ansiedades que por razones reales y tangibles. Ella me había dicho que nos veríamos allí, pero en sus palabras estaba implícita la reserva de lo que sucedería a su regreso al Líbano. Recordando, reconstruyendo punto por punto sus palabras y gestos, esta cita en Recife me parecía evidentemente una ilusión, un consuelo imaginado por ella para no darle a nuestra despedida en Kingston el dramatismo de un adiós irremediable. Ya no sabía muy bien qué pensar sobre todo esto. Cuánto era lo que mi imaginación construía, sin más bases que mis propios sueños, y cuánto lo que estaba sucediendo en realidad. Visitaba los hoteles en donde suponía que Warda pudiera alojarse. Me convertí en un personaje original y hasta sospechoso para los barman y la gente de la recepción. Me veían entrar y movían negativamente la cabeza con una sonrisa en donde la compasión comenzaba a hacerse más evidente, mezclada también con un leve fastidio, como el que producen los maniáticos o los dementes. Llegué a odiar la ciudad y a achacarle la culpa de todo. El calor se iba haciendo insoportable y no me ocupaba en buscar un nuevo trabajo, que requería con cierta urgencia porque mis fondos empezaban a agotarse. El seguro sólo sería liquidado en su totalidad hasta dentro de un año y previa una minuciosa investigación del naufragio del Tramp Steamer.


»Finalmente, en la oficina de correos me dijeron que había algo para mí. Era una larga carta de mi amiga. No voy a leérsela. No hay nada en ella que no hayamos hablado usted y yo. Simplemente es que leerla en voz alta, dada la fluida naturalidad de su escritura, sería un poco como escucharla de viva voz. No podría resistirlo. La puedo resumir muy fácilmente. Warda me describe su llegada al Líbano y su inmediato ajuste con el medio social y familiar. Sus sueños europeos y de otro orden se habían esfumado de inmediato y perdido toda razón y consistencia. Quedaban los sentimientos que la unían a mí. Estos estaban intactos, pero, a partir de ellos, no había lugar para construir nada, para esperar nada que no fuera una descalabrada experiencia que haría de nuestra relación una madeja de reclamos silenciados, de culpas y frustraciones disfrazadas. Lo de siempre, en fin, cuando se parte de una distorsión de la realidad y tomamos nuestros deseos por verdades incontrovertibles. No iría a Recife ni pensaba verme de nuevo en parte alguna. Le dolía tremendamente que el naufragio del Tramp Steamer se hubiera interpuesto en su decisión de quedarse en tierra y someterse a las leyes y costumbres de su gente. Parecía que las palabras de Abdul se hubiesen cumplido. No había tal, ni yo debía pensar así. El barco, preciso era confesarlo, estaba en condiciones de sucumbir en cualquier momento. Era casi un milagro que hubiera perdurado, cumpliendo una tarea tan superior a sus fuerzas. Venían luego unas consideraciones sobre mi persona y las virtudes y cualidades que Warda le atribuía, evidentemente magnificadas por el recuerdo de los buenos días que pasamos juntos y por la nostalgia de saber que nunca más nos íbamos a encontrar. Nunca he sido hombre con mucho éxito entre las mujeres. Yo creo que las aburro un poco. Lo que ella vio en mí es, quizás, un cierto orden, una cierta distancia que interpongo para resguardarme de los hombres y sus necedades, y que a Warda le fueron de inmensa utilidad para disipar sus lucubraciones europeizantes. Conmigo aprendió que los seres son iguales en el mundo entero y los mueven iguales mezquinas pasiones y sórdidos intereses, tan efímeros como semejantes en todas las latitudes. Con esa convicción bien afirmada, el regreso a lo suyo era fácilmente predecible y demostraba una madurez muy rara en una mujer de nuestros días. 

»En Recife acepté llevar un buque tanque para ser reparado en Belfast y así torné  a mi vida de antes de mi encuentro en Amberes con Bashur y el Gaviero. Pero Warda había llenado a tal punto mi vida y las fibras más secretas de mi cuerpo, que su ausencia me dejó un vacío que ya nada podrá llenar. Ya se lo dije al comienzo: cumplo como un autómata con la función de ir viviendo. Dejo que las cosas sucedan a su antojo, sin buscar consuelo o alivio en el desorden que a menudo plantean para engañarnos. Me doy cuenta, también, de que esta historia que le he contado puede resultar, como al principio le advertí, bastante manida y simple. Si usted hubiera visto, así fuera por un instante, a Warda, si hubiera escuchado su voz, vería cómo todo tiene un sentido muy diferente. Había algo en ella de aparición inconcebible que  no puede decirse con palabras y sólo conociéndola lograría explicarse la desmesurada fortuna que fue estar a su lado y la tortura inaudita que ha sido perderla». 

Nos quedamos, como ya era usual, en silencio durante más de una hora. De pronto Iturri se incorporó de su silla y, tendiéndome la mano, me dijo, dándome un largo y caluroso apretón que intentaba reemplazar palabras que su reserva de vasco arquetípico le impedía pronunciar: «No sé si nos veremos mañana. Debo bajar muy temprano para presentarme en los muelles y embarcar en el carguero belga que me llevará hasta Adén. Fue un placer muy grande haberlo conocido y saber que su simpatía por el pobre Tramp Steamer que se le apareció en Helsinki nos unirá para siempre. Buenas noches». Le respondí con algunas frases deshilvanadas. La carga de emoción de su despedida, que me transmitió al instante, no me permitió decirle lo que había sido para mí el conocer la otra parte de la historia del Alción y de su capitán. Cuando me fui a acostar comenzaba a amanecer. Sólo hasta el mediodía vendría a recogerme el auto de la empresa. Antes de entrar en un sueño que necesitaba sobremanera, alcancé a meditar en la historia que había escuchado. Los hombres —pensé— cambian tan poco, siguen siendo tan ellos mismos, que sólo existe una historia de amor desde el principio de los tiempos, repetida al infinito sin perder su terrible sencillez, su irremediable desventura. Dormí profundamente y, contra mi costumbre, no soñé cosa alguna.



Notas bibliográficas  


1. Biografia de Álvaro Mutis y texto de la novela tomada de ebookelo.com

2. Para una critica más amplia y documentada sobre la novela referida y además algunos criterios sobre las características que debe poseer una novela corta o nouvelle, remito al lector al excelente texto investigativo  LA ÚLTIMA ESCALA DEL TRAMP STEAMER, O “CUANDO ESCRIBA ALGO ROMÁNTICO ME LO MANDA, ¿NO?”, de JOSÉ CARDONA-LÓPEZ, Texas A&M International University, en Una selva tan infinita, Fundación Letras Mexicana. Textos de Difusión Cultural El Estudio, UNAM, 2014


Ilustración


Tramp Steamer,  pintura  de Edgard Hooper, pintor realista estadunidense