Texto: La epopeya del campeño (Fragmento de novela corta,1938) Augusto C.Coello (Escritor Hondureño)




VI
Frente a un comisario se ha detenido el tren. El agua sigue cayendo a poquitos, pero con tal seguridad, que en pocos momentos se cala hasta los huesos. El conductor salvadoreño de origen, nos dice: Aquí debe quedarse. Y sacando de los asientos la vieja valija, traspasamos nuestra pobre humanidad a la plataforma de madera que se abre, solicita, en aquel inmenso mar de matas de guineo. Un chorro de vapor de agua salpica nuestras piernas y el tren principia a caminar lentamente, para perderse minutos después en una de las vueltas del camino.

Y quedamos solos en aquella isla cordial, que parece un refugio en el océano verde que se dilata frente a nuestras pupilas. Y el agua cayendo fina, pero tenazmente, nos hace buscar el abrigo seguro del comisario. Y con la valija en la mano, penetramos en la pieza de madera, forrada con tela mecánica, donde un negro corpulento arroba sus ojos en las espirales de su puro. Nuestra presencia turba por algunos instantes su calma de Buda viviente y por su boca ennegrecida por el uso del tabaco, se escapa un Good Morning, tembloroso. Las diferencias raciales no imperan en nuestra patria, pero siempre un mechón de cabellos rubios y un cutis blanco, hacen sensación de conquista en los negros diseminados en los trabajos de la costa norte. Y en la claridad que da una lámpara de gasolina, hemos visto alinearse en el fondo de la pieza, una serie de letras extranjeras, otras de jabones y más allá de las necesarias botellas de whisky, al lado de medias botellas de cocacola y cervezas. En el mostrador unas letras pintadas de color negro dan algunos de los precios de las mercancías existentes. Y el silencio vuelve a envolver la pieza, el negro y a mi persona. De vez en cuando los ojos pueden ver nubes de vapor que se levantan de la tierra empapada. Y pasan las horas. A medida que el día llega a su mitad, nubes de mosquitos invaden la pieza que ocupa el comisariato. Llegan en silencio, en fila compacta, con una tenacidad digna de mejor causa. Y principian su asalto. Pican en la cara, en la cabeza, en las manos, en las piernas mal cubiertas. La mano se cansa de aventar manotazos, en la lucha desigual, mientras muchas de las picadas se van hinchando, con un escozor molesto. La voz del negro se levanta en signo de alianza y me dice: Fume, al mismo tiempo que pone en mis manos un autentico cañón rayado. Y principiamos a lanzar al aire infectado grandes copos de humo, con el deseo de extirpar la plaga. Pero es inútil, silenciosos, tenaces, continúan su carga, acompañados de accesos de tos   de mis pulmones que se han resentido por la fuerza del tabaco. De pronto en la lejanía un macho en pieza a agrandarse, jalando en la línea férrea una plataforma de madera, afianzada en cuatro ruedas de hierro. Y sobre ella la figura de un campero o campeño, perfila su silueta, aberrujado en una carpeta amarilla que pone tintes especiales en el fondo verde, que cubre el paisaje. A medida que se acerca, se escucha su voz. Una voz triste, friolenta, que intenta aumentar la velocidad del vehículo. A los pocos momentos esta frente a la plataforma. Detiene el macho y baja. No necesita inquirir por el viajero, pues yo me he adelantado con la valija. Y sin pronunciar palabra nos instalamos en el medio de locomoción, que ha de llevarnos a la terminación de nuestro viaje. Al trote del macho vamos avanzando, en compañía de los mosquitos. Un frió intenso se adentra en nuestro organismo De pronto nuestro conductor habla. Lo hace con respeto, con miedo ¿Dónde están los malhechores de la costa norte? Me pregunto interiormente, ante la infelicidad de mi acompañante Y el oído recoge las frases: Adelante nos podemos echar un trago. Es el guaro prohibido, pero conforta más que el del estanco. Y el macho para frente a una choza miserable, donde asoma una mujer sucia y harapienta, al lado de dos chiquillos y un perro flaco y sarnoso, que nos mira con ojos desconfiados. “Véndanos una media, nana” y del bolsillo de Juan, el yardero de la finca salen cincuenta centavos de lempira, para volver convertidos en un liquido claro, zarco que se hunde en nuestros estómagos, satisfaciendo apetitos ancestrales y confortando el estomago vació y frió, que no ha sabido de alimentos desde hace más de siete horas. Y seguimos rodando, en la línea interminable, siempre con el mismo cielo, la misma vista y la misma agua.
                                                             

En muchos puentes hemos tenido que bajarnos, saltándolos durmientes, mientras en el fondo agua estancada, espera la caída de alguien o algo, para agitar sus ondas dormidas. A la hora y media de marcha arribamos a nuestro destino. La casa se alza sobre pilares de cemento, pintada de verde y cubierta de láminas de zinc y aureolada por un camino de árboles. Manos amigas se agitan para darnos la bienvenida, mientras el agua sigue cayendo lenta, pero tenazmente, adentrándose en la tierra pródiga para fecundarla y sentir su entraña vigorizada en el despertar fecundo de los guineales, pletóricos de fruta. Y empapados de agua e hinchados por las picaduras de los mosquitos, hacemos nuestra entrada a la casa del mandador, que nos recibe con su cálido ambiente.
De la Epopeya del Campeño (1938).

La epopeya del campeño Augusto C. Coello Hijo, Hondulibro, Editorial  Iberoamericana, # 46, 25 de junio   de  2000. Tegucigalpa, Honduras.

Credito ilustración : El sol rojo, costa norte, (2005). Plaza de las palabras.  

El eclipse, un microrrelato de Augusto Monterroso.

El eclipse




[Cuento. Texto completo.]Augusto Monterroso, escritor guatemalteco  (Tegucigalpa, 21 de diciembre de 1921  Ciudad de México, 7 de febrero de 2003), fue un escritor hondureño que adoptó la nacionalidad guatemalteca, conocido por sus relatos breves.

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.


Fuente:http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/monte/eclipse.htm

Credito de la fotografia, http://www.pagina12.com.ar/2000/00-06/00-06-01/pag29.htm