Un cuento de Rudyard Kipling El jardinero,



El jardinero [Cuento. Texto completo.]
Rudyard Kipling (Escritor Ingles.Premio Nobel)

Una tumba se me dio,
una guardia hasta el Día del Juicio;
y Dios miró desde el cielo
y la losa me quitó.
Un día en todos los años,
una hora de ese día,
su Ángel vio mis lágrimas,
¡y la losa se llevó!
En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo, y con nadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano. Todos los del pueblo sabían, también, que George Turrell había dado muchos disgustos a su familia desde su adolescencia, y a nadie le sorprendió enterarse de que, tras recibir múltiples oportunidades y desperdiciarlas todas, George, inspector de la policía de la India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había muerto al caerse de un caballo unas semanas antes de que naciera su hijo. Por fortuna, los padres de George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta y cinco años y poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel lamentable asunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de hacerse cargo, pese a que ella misma, en aquella época, estaba delicada de los pulmones, por lo que había tenido que irse a pasar una temporada al sur de Francia. Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue a buscar a Marsella, cuidó al niño cuando tuvo un ataque de disentería infantil por culpa de un descuido de la niñera, a la cual tuvo que despedir y, por último, delgada y cansada, pero triunfante, se llevó al niño a fines de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.
Todos esos detalles eran del dominio público, pues Helen era de carácter muy abierto y mantenía que lo único que se lograba con silenciar un escándalo era darle mayores proporciones. Reconocía que George siempre había sido una oveja negra, pero las cosas hubieran podido ir mucho peor si la madre hubiera insistido en su derecho a quedarse con el niño. Por suerte parecía que la gente de esa clase estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa por dinero, y como George siempre había recurrido a ella cuando tenía problemas, Helen se sentía justificada -y sus amigos estaban de acuerdo con ella- al cortar todos los lazos con la familia del suboficial y dar al niño todas las ventajas posibles. Lo primero fue que el pastor bautizara al niño con el nombre de Michael. Nada indicaba hasta entonces, decía la propia Helen, que ella fuera muy aficionada a los niños, pero pese a todos los defectos de George siempre lo había querido mucho, y señalaba que Michael tenía exactamente la misma boca que George, lo cual ya era un buen punto de partida. De hecho, lo que Michael reproducía con más fidelidad era la frente, amplia, despejada y bonita de los Turrell. La boca la tenía algo mejor trazada que el tipo familiar. Pero Helen, que no quería reconocer nada por el lado de la madre, juraba que era un Turrell perfecto, y como no había nadie que se lo discutiera, la cuestión del parecido quedó zanjada para siempre.
En unos años Michael pasó a formar parte del pueblo, tan aceptado por todos como siempre lo había sido Helen: intrépido, filosófico y bastante guapo. A los seis años quiso saber por qué no podía llamarle «mamá», igual que hacían todos los niños con sus madres. Le explicó que no era más que su tía, y que las tías no eran lo mismo que las mamás, pero que si quería podía llamarle «mamá» al irse a la cama, como nombre cariñoso y secreto entre ellos dos. Michael guardó fielmente el secreto, pero Helen, como de costumbre, se lo contó a sus amigos, y cuando Michael se enteró se puso furioso.
-¿Por qué se lo has dicho? ¿Por qué? -preguntó al final de la rabieta.
-Porque lo mejor es decir siempre la verdad -respondió Helen, que lo tenía abrazado mientras él pataleaba en la cuna.
-Bueno, pero cuando la verdad es algo feo no me parece bien.
-¿No te parece bien?
-No, y además -y Helen sintió que se ponía tenso-, además, ahora que lo has dicho ya no te voy a llamar «mamá» nunca, ni siquiera al acostarme.
-Pero ¿no te parece una crueldad? -preguntó Helen en voz baja.
-¡No me importa! ¡No me importa! Me has hecho daño y ahora te lo quiero hacer yo. ¡Te haré daño toda mi vida!
-¡Vamos, guapo, no digas esas cosas! No sabes lo que...
-¡Pues sí! ¡Y cuando me haya muerto te haré todavía más daño!
-Gracias a Dios yo me moriré mucho antes que tú, cariño.
-¡Ja! Emma dice que nunca se sabe -Michael había estado hablando con la anciana y fea criada de Helen-. Hay muchos niños que se mueren de pequeños, y eso es lo que voy a hacer yo. ¡Entonces verás!
Helen dio un respingo y fue hacia la puerta, pero los llantos de «¡mamá, mamá!» le hicieron volver y los dos lloraron juntos.
Cuando cumplió los diez años, tras dos cursos en una escuela privada, algo o alguien le sugirió la idea de que su situación familiar no era normal. Atacó a Helen con el tema, y derribó sus defensas titubeantes con la franqueza de la familia.
-No me creo ni una palabra -dijo animadamente al final-. La gente no hubiera dicho lo que dijo si mis padres se hubieran casado. Pero no te preocupes, tía. He leído muchas cosas de gente como yo en la historia de Inglaterra y en las cosas de Shakespeare. Para empezar, Guillermo el Conquistador y... bueno, montones más, y a todos les fue estupendo. A ti no te importa que yo sea... eso, ¿verdad?
-Como si me fuera a... -empezó ella.
-Bueno, pues ya no volvemos a hablar del asunto si te hace llorar.
Y nunca lo volvió a mencionar por su propia voluntad, pero dos años después, cuando contrajo las anginas durante las vacaciones, y le subió la temperatura hasta los 40 grados, no habló de otra cosa hasta que la voz de Helen logró traspasar el delirio, con la seguridad de que nada en el mundo podía hacer que cambiaran las cosas entre ellos.
Los cursos en su internado y las maravillosas vacaciones de Navidades, Semana Santa y verano se sucedieron como una sarta de joyas variadas y preciosas, y como tales joyas las atesoraba Helen. Con el tiempo, Michael fue creándose sus propios intereses, que fueron apareciendo y desapareciendo sucesivamente, pero su interés por Helen era constante y cada vez mayor. Ella se lo devolvía con todo el afecto del que era capaz, con sus consejos y con su dinero, y como Michael no era ningún tonto, la guerra se lo llevó justo antes de lo que prometía ser una brillante carrera.
En octubre tenía que haber ido a Oxford con una beca. A fines de agosto estaba a punto de sumarse al primer holocausto de muchachos de los internados privados que se lanzaron a la primera línea del combate, pero el capitán de su compañía de milicias estudiantiles, en la que era sargento desde hacía casi un año, lo persuadió y lo convenció para que optara a un despacho de oficial en un batallón de formación tan reciente que la mitad de sus efectivos seguía llevando la guerrera roja, del antiguo ejército, y la otra mitad estaba incubando la meningitis debido al hacinamiento en tiendas de campaña húmedas. A Helen le había estremecido la idea de que se alistara directamente.
-Pero es la costumbre de la familia -había reído Michael.
-¿No me irás a decir que te has seguido creyendo aquella vieja historia todo este tiempo? -dijo Helen (Emma, la criada, había muerto hacía años)-. Te he dado mi palabra de honor, y la repito, de que... que... no pasa nada. Te lo aseguro.
-Bah, a mí no me preocupa eso. Nunca me ha preocupado -replicó Michael indiferente-. A lo que me refería era a que de haberme alistado ya habría entrado en faena... Igual que mi abuelo.
-¡No digas esas cosas! ¿Es que tienes miedo de que acabe demasiado pronto?
-No caerá esa breva. Ya sabes lo que dice K.
-Sí, pero el lunes pasado me dijo mi banquero que era imposible que durase hasta después de Navidad. Por motivos financieros.
-Ojalá tenga razón. Pero nuestro coronel, que es del ejército regular, dice que va a ir para largo.
El batallón de Michael tuvo buena suerte porque, por una casualidad que supuso varios «permisos», fue destinado a la defensa costera en trincheras bajas de la costa de Norfolk; de ahí lo enviaron al norte a vigilar un estuario escocés, y por último lo retuvieron varias semanas con rumores infundados de un servicio en algún lugar apartado. Pero, el mismo día en que Michael iba a pasar con Helen cuatro horas enteras en una encrucijada ferroviaria más al norte, lanzaron al batallón al combate a raíz de la matanza de Loos y no tuvo tiempo más que para enviarle un telegrama de despedida.
En Francia, el batallón volvió a tener suerte. Lo destacaron cerca del Saliente, donde llevó una vida meritoria y sin complicaciones, mientras se preparaba la batalla del Somme, y disfrutó de la paz de los sectores de Armentieres y de Laventie cuando empezó aquella batalla. Un jefe de unidad avisado averiguó que el batallón estaba bien entrenado en la forma de proteger sus flancos y de atrincherarse, y se lo robó a la División a la que pertenecía, so pretexto de ayudar a poner líneas telegráficas, y lo utilizó en general en la zona de Ypres.
Un mes después, y cuando Michael acababa de escribir a Helen que no pasaba nada especial y por lo tanto no había que preocuparse, un pedazo de metralla que cayó en una mañana de lluvia lo mató instantáneamente. El proyectil siguiente hizo saltar lo que hasta entonces habían sido los cimientos de la pared de un establo, y sepultó el cadáver con tal precisión que nadie salvo un experto hubiera podido decir que había pasado algo desagradable.

Para entonces el pueblo ya tenía mucha experiencia de la guerra y, en plan típicamente inglés, había ido elaborando un ritual para adaptarse a ella. Cuando la jefa de correos entregó a su hija de siete años el telegrama oficial que debía llevar a la señorita Turrell, observó al jardinero del pastor protestante:
-Le ha tocado a la señorita Helen, esta vez.
Y él replicó, pensando en su propio hijo:
-Bueno, ha durado más que otros.
La niña llegó a la puerta principal toda llorosa, porque el señorito Michael siempre le daba caramelos. Al cabo de un rato, Helen se encontró bajando las persianas de la casa una tras otra y diciéndole a cada ventana:
-Cuando dicen que ha desaparecido significa siempre que ha muerto.
Después ocupó su lugar en la lúgubre procesión que había de pasar por una serie de emociones estériles. El pastor protestante, naturalmente, predicó la esperanza y profetizó que muy pronto llegarían noticias de algún campo de prisioneros. Varios amigos también le contaron historias completamente verdaderas, pero siempre de otras mujeres a las que al cabo de meses y meses de silencio, les habían devuelto sus desaparecidos. Otras personas le aconsejaron que se pusiera en contacto con secretarios infalibles de organizaciones que podían comunicarse con neutrales benévolos y podían extraer información incluso de los comandantes más reservados de los hunos. Helen hizo, escribió y firmó todo lo que le sugirieron o le pusieron delante de los ojos. Una vez, en uno de sus permisos, Michael la había llevado a una fábrica de municiones, donde vio cómo iba pasando una granada por todas las fases, desde el cartucho vacío hasta el producto acabado. Entonces le había asombrado que no dejaran de manosear en un solo momento aquel objeto horrible, y ahora, al preparar sus documentos, pensaba: «Me están transformando en una afligida pariente».
En su momento, cuando todas las organizaciones contestaron diciendo que lamentaban profunda o sinceramente no poder hallar, etc., algo en su fuero interno cedió y todos sus sentimientos -salvo el de agradecimiento por esta liberación- acabaron en una bendita pasividad. Michael había muerto, y su propio mundo se había detenido, y ella se había parado con él. Ahora ella estaba inmóvil y el mundo seguía adelante, pero no le importaba: no le afectaba en ningún sentido. Se daba cuenta por la facilidad con la que podía pronunciar el nombre de Michael en una conversación e inclinar la cabeza en el ángulo apropiado, cuando los demás pronunciaban el murmullo apropiado de condolencia.
Cuando por fin comprendió que aquello era que se estaba empezando a consolar, el armisticio con todos sus repiques de campanas le pasó por encima y no se enteró. Al cabo de un año más había superado todo su aborrecimiento físico a los jóvenes vivos que regresaban, de forma que ya podía darles la mano y desearles todo género de venturas casi con sinceridad. No le interesaba para nada ninguna de las consecuencias de la guerra, ni nacionales ni personales; sin embargo, sintiéndose inmensamente distante, participó en varios comités de socorro y expresó opiniones muy firmes -porque podía escucharse mientras hablaba- acerca del lugar del monumento a los caídos del pueblo que éste proyectaba construir.
Después le llegó, como pariente más próxima, una comunicación oficial -que respaldaban una carta dirigida a ella en tinta indeleble, una chapa de identidad plateada y un reloj- en la que se le notificaba que se había encontrado el cadáver del teniente Michael Turrell y que, tras ser identificado, se le había vuelto a enterrar en el Tercer Cementerio Militar de Hagenzeele, con indicación de la letra de la fila y el número de la tumba.
De manera que ahora Helen se vio empujada a otro proceso de la transformación: a un mundo lleno de parientes contentos o destrozados, seguros ya de que existía un altar en la tierra en el que podían consagrar su cariño. Y éstos pronto le explicaron, y le aclararon con horarios transparentes, lo fácil que era y lo poco que perturbaría su vida el ir a ver la tumba de su propio pariente.
-No es lo mismo -como dijo la mujer del pastor protestante- que si lo hubieran matado en Mesopotamia, o incluso en Gallípoli.
La agonía de que la despertaran a una especie de segunda vida llevó a Helen a cruzar el Canal de la Mancha, donde, en un nuevo mundo de títulos abreviados, se enteró de que a Hagenzeele-Tres se podía llegar cómodamente en un tren de la tarde que enlazaba con el transbordador de la mañana, y de que había un hotelito agradable a menos de tres kilómetros del propio Hagenzeele, donde se podía pasar una noche con toda comodidad y ver a la mañana siguiente la tumba del caído. Todo esto se lo comunicó una autoridad central que vivía en una chabola de tablas y cartón en las afueras de una ciudad destruida, llena de polvareda de cal y de papeles agitados por el viento.
-A propósito -dijo la autoridad-, usted sabe dónde está su tumba, evidentemente.
-Sí, gracias -dijo Helen, y mostró la fila y el número escritos en la máquina de escribir portátil del propio Michael. El oficial hubiera podido comprobarlo en uno de sus múltiples libros, pero se interpuso entre ellos una mujerona de Lancashire pidiéndole que le dijera dónde estaba su hijo, que había sido cabo del Cuerpo de Transmisiones. En realidad se llamaba Anderson, pero como era de una familia respetable se había alistado, naturalmente, con el nombre de Smith, y había muerto en Dickiebush, a principios de 1915. No tenía el número de su chapa de identidad ni sabía cuál de sus dos nombres de pila podía haber utilizado como alias, pero a ella le habían dado en la Agencia Cook un billete de turista que caducaba al final de Semana Santa y, si no encontraba a su hijo antes, podía volverse loca. Al decir lo cual cayó sobre el pecho de Helen, pero rápidamente salió la mujer del oficial de un cuartito que había detrás de la oficina y entre los tres, llevaron a la mujer a la cama turca.
-Esto pasa muy a menudo -dijo la mujer del oficial, aflojando el corsé de la desmayada-. Ayer dijo que lo habían matado en Hooge. ¿Está usted segura de que sabe el número de su tumba? Eso es lo más importante.
-Sí, gracias -dijo Helen, y salió corriendo antes de que la mujer de la cama turca empezara a sollozar de nuevo.

El té que se tomó en una estructura de madera a rayas malvas y azules, llena hasta los topes y con una fachada falsa, le hizo sentirse todavía más sumida en una pesadilla. Pagó su cuenta junto a una inglesa robusta de facciones vulgares que, al oír que preguntaba el horario del tren a Hagenzeele, se ofreció a acompañarla.
-Yo también voy a Hagenzeele -explicó-. Pero no a Hagenzeele-Tres; el mío está en la Fábrica de Azúcar, pero ahora lo llaman La Rosiére. Está justo al sur de Hagenzeele-Tres. ¿Tiene ya habitación en el hotel de aquí?
-Sí, gracias. Les envié un telegrama.
-Estupendo. A veces está lleno y otras veces casi no hay un alma. Pero ahora ya han puesto cuartos de baño en el antiguo Lion d'Or, el hotel que está al oeste de la Fábrica de Azúcar, y por suerte también se lleva una buena parte de la clientela.
-Yo soy nueva aquí. Es la primera vez que vengo.
-¿De verdad? Yo ya he venido nueve veces desde el Armisticio. No por mí. Yo no he perdido a nadie, gracias a Dios, pero me pasa como a tantos, que tienen muchos amigos que sí. Como vengo tantas veces, he visto que les resulta de mucho alivio que venga alguien para ver... el sitio y contárselo después. Y además se les pueden llevar fotos. Me encargan muchas cosas que hacer -rió nerviosa y se dio un golpe en la Kodak que llevaba en bandolera-. Ya tengo dos o tres que ver en la Fábrica de Azúcar, y muchos más en los cementerios de la zona. Mi sistema es agruparlas y ordenarlas, ¿sabe? Y cuando ya tengo suficientes encargos de una zona para que merezca la pena, doy el salto y vengo. Le aseguro que alivia mucho a la gente.
-Claro. Supongo -respondió Helen, temblando al entrar en el trenecillo.
-Claro que sí. Qué suerte encontrar asientos junto a las ventanillas, ¿verdad? Tiene que ser así, porque si no no se lo pedirían a una, ¿no? Aquí mismo llevo por lo menos 10 ó 15 encargos -y volvió a golpear la Kodak-. Esta noche tengo que ponerlos en orden. ¡Ah! Se me olvidaba preguntarle. ¿Quién era el suyo?
-Un sobrino -dijo Helen-. Pero lo quería mucho.
-¡Claro! A veces me pregunto si sienten algo después de la muerte. ¿Qué cree usted?
-Bueno, yo no... No he querido pensar mucho en ese tipo de cosas -dijo Helen casi levantando las manos para rechazar a la mujer.
-Quizá sea mejor -respondió ésta-. Supongo que ya debe de bastar con la sensación de pérdida. Bueno, no quiero preocuparla más.
Helen se lo agradeció, pero cuando llegaron al hotel, la señora Scarsworth (ya se habían comunicado sus nombres) insistió en cenar a la misma mesa que ella, y después de la cena, en un saloncito horroroso lleno de parientes que hablaban en voz baja, le contó a Helen sus «encargos», con las biografías de los muertos, cuando las sabía, y descripciones de sus parientes más cercanos. Helen la soportó hasta casi las nueve y media, antes de huir a su habitación.
Casi inmediatamente después sonó una llamada a la puerta y entró la señora Scarsworth, con la horrorosa lista en las manos.
-Sí... sí..., ya lo sé -comenzó-. Está usted harta de mí, pero quiero contarle una cosa. Usted... usted no está casada, ¿verdad? Bueno, entonces quizá no... Pero no importa. Tengo que contárselo a alguien. No puedo aguantar más.
-Pero, por favor...
La señora Scarsworth había retrocedido hacia la puerta cerrada y estaba haciendo gestos contenidos con la boca.
-Dentro de un minuto -dijo-. Usted... usted sabe lo de esas tumbas mías que le estaba hablando abajo, ¿no? De verdad que son encargos. Por lo menos algunas -paseó la vista por la habitación-. Qué papel de pared tan extraordinario tienen en Bélgica, ¿no le parece? Sí, juro que son encargos. Pero es que hay una... y para mí era lo más importante del mundo. ¿Me entiende?
Helen asintió.
-Más que nadie en el mundo. Y, claro, no debería haberlo sido. No tendría que representar nada para mí. Pero lo era. Lo es. Por eso hago los encargos, ¿entiende? Por eso.
-Pero ¿por qué me lo cuenta a mí? -preguntó Helen desesperada.
-Porque estoy tan harta de mentir. Harta de mentir... siempre mentiras... año tras año. Cuando no estoy mintiendo, tengo que estar fingiendo, y siempre tengo que inventarme algo, siempre. Usted no sabe lo que es eso. Para mí era todo lo que no tenía que haber sido... lo único verdadero... lo único importante que me había pasado en la vida, y tenía que hacer como que no era nada. Tenía que pensar cada palabra que decía y pensar todas las mentiras que iba a inventar a la próxima ocasión ¡y esto años y años!
-¿Cuántos años? -preguntó Helen.
-Seis años y cuatro meses antes y dos y tres cuartos después. Desde entonces he venido a verle ocho veces. Mañana será la novena y... y no puedo... no puedo volver a verle sin que nadie en el mundo lo sepa. Quiero decirle la verdad a alguien antes de ir. ¿Me comprende? No importo yo. Siempre he sido una mentirosa, hasta de pequeña. Pero él no se merece eso. Por eso... por eso... tenía que decírselo a usted. No puedo aguantar más. ¡No puedo, de verdad!
Se llevó las manos juntas casi a la altura de la boca y luego las bajó de repente, todavía juntas, lo más abajo posible, por debajo de la cintura. Helen se adelantó, le tomó las manos, inclinó la cabeza ante ellas y murmuró:
-¡Pobrecilla! ¡Pobrecilla!
La señora Scarsworth dio un paso atrás, pálida.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¿Así es como se lo toma usted?
Helen no supo qué decir y la otra mujer se marchó, pero Helen tardó mucho tiempo en dormirse.
A la mañana siguiente la señora Scarsworth se marchó muy de mañana a hacer su ronda de encargos y Helen se fue sola a pie a Hagenzeele-Tres. El cementerio todavía no estaba terminado, y se hallaba a casi dos metros de altura sobre el camino que lo bordeaba a lo largo de centenares de metros. En lugar de entradas había pasos por encima de una zanja honda que circundaba el muro limítrofe sin acabar. Helen subió unos escalones hechos de tierra batida con superficie de madera y se encontró de golpe frente a miles de tumbas. No sabía que en Hagenzeele-Tres ya había 21,000 muertos. Lo único que veía era un mar implacable de cruces negras, en cuyos frontis había tiritas de estaño grabado que formaban ángulos de todo tipo, No podía distinguir ningún tipo de orden ni de colocación en aquella masa; nada más que una maleza hasta la cintura, como de hierbas golpeadas por la muerte, que se abalanzaban hacia ella. Siguió adelante, hacia su izquierda, después a la derecha, desesperada, preguntándose cómo podría orientarse hacia la suya. Muy lejos de ella había una línea blanca. Resultó ser un bloque de 200 ó 300 tumbas que ya tenían su losa definitiva, en torno a las cuales se habían plantado flores, y cuya hierba recién sembrada estaba muy verde. Allí pudo ver letras bien grabadas al final de las filas y al consultar su papelito vio que no era allí donde tenía que buscar.
Junto a una línea de losas había arrodillado un hombre, evidentemente un jardinero, porque estaba afirmando un esqueje en la tierra blanda. Helen fue hacia él, con el papelito en la mano. Él se levantó al verla y, sin preludio ni saludos, preguntó:
-¿A quién busca?
-Al teniente Michael Turrell... mi sobrino -dijo Helen lentamente, palabra tras palabra, como había hecho miles de veces en su vida.
El hombre levantó la vista y la miró con una compasión infinita antes de volverse de la hierba recién sembrada hacia las cruces negras y desnudas.
-Venga conmigo -dijo-, y le enseñaré dónde está su hijo.
Cuando Helen se marchó del cementerio se volvió a echar una última mirada. Vio que a lo lejos el hombre se inclinaba sobre sus plantas nuevas y se fue convencida de que era el jardinero.
FIN
1926

Fuente: http://www.ciudadseva.com/datos/index.htm
http://www.ciudadseva.com/bibcuent.htm


La provenza en la pampa. Un cuento de Mario A. Membreño Cedillo. Post de Plaza de las palabras




4005 palabras

Y se deslizó delante de ellos,
como una sombra,
y desapa­reció.
Mirèio, Canto VIII,
Federico Mistral

Todo se había decidido repentinamente, sin los cansinos preámbulos y las largas disquisiciones. La mañana había ayudado con su cielo columpiándose entre lo difuso y lo vigoroso. Era un día espléndido, cuestión de una tarde de paisajes cruzados de cercas, verdes prados partidos por una carretera que se va alargando sin final; y después una infinita extensión de tierra. Será un buen tonificante para los niños, pensó Arturo, dejar atrás la monótona ciudad con sus paisa­jes aprendidos de memoria; y olvidarse vilmente del hastío que socava las horas y tritura los minutos. Si sa­lían a esa hora, estarían en la pampa antes de que ano­checiera totalmente. El coche estaba cargado cuando a Paulina se le ocurrió, que también Dog iría. Pablito protestó, primero, con una mirada de desafío; luego, con su palabrerío de niño rebelde. Sospechaba que le endosarían a Dog, siempre sucedía igual, Dog y Pauli­na; luego el olvido y zas, Dog, y Pablito encargado del encantador cocker spaniel. «No seré yo quien está vez lo cuide», reclamó inútilmente Pablito, mientras que Paulina llevaba en brazos a Dog y lo depositaba, con la parsimonia de un peluche en la parte trasera del coche.
Paulina, alma de girl scout, era la de las repen­tinas ideas que pronto abandonaba, ya que empezaba a sospechar que el mundo no era tan perfectamen­te redondo como decían por allí. A su lado, Alicia dormía tirada a todas sus anchas en el acolchona­do asiento trasero, por la pegajosa costumbre que en viajes de auto, no soportaba ver el paisaje porque la náusea se le subía a la cabeza, convertida en un re­molino de estrellas. Se fastidiaba que la colmaran de tantos cuidados, prefería pasársela dormida igual que Dog, que dormía cómodamente en el comparti­miento de equipajes del auto. A todo esto, carretera, carretera y más carretera y el auto para en Lauquen. Los niños bajan hechos una repentina tromba, hacia una fuente de sodas; y Arturo les advierte de que nada de colas, sólo refrescos naturales y avena confitada.
Vueltos al coche, estampa repentina de un vue­lo de cóndor, pero no hay cóndores en la pampa, los cóndores solamente vuelan en los Andes. Pablito seguía con persistencia la sombra del ave que devo­raba la tierra. «Sí, sí es un cóndor, ha de andar per­dido», hablaba en voz alta sin esperar respuesta algu­na. «No es un cóndor, estoy seguro de que no es un cóndor», pensó Paulina, sin siquiera intentar verlo y sin atreverse a contradecir la comodidad de Pablito.
Mientras que Arturo manejaba plácidamente y pensaba que aquello no era un cóndor, sin saber porqué se le ocurrió pensar que era un luche, sí, esa extraña palabra de ave imaginaria de la Provenza, filtrándose sin preocupación, y trayéndole sucesivamente las lla­nuras áridas de la Crau y las verdes colinas de Baus. Y Ana Dolores, presentación exclusiva: te traigo regar­dello, no creerás lo qué es y abría la mano con el can­dor de quien abre el corazón completo; y no había nada más, sólo puro aire y una sonrisa que transfiguraba su rostro; como si un ángel invisible le hubiera rozado su tez con la punta de su delicada ala. Mientras irrumpía la sonoridad de Bizet y su primera suite, dando vueltas triunfalmente en un disco de 33 revoluciones, y estre­meciendo en desbandada el silencio de la pampa. Y sú­bitamente, la imagen de Ana Dolores lo tocó casi con la nostalgia del vuelo de un luche, cuya imagen se trans­portara de una realidad a otra. Al principio desganada­mente, luego aquella sombra imaginaria crecía como si reclamara su pedazo de recóndito sueño. Un vuelo de luche, sí, y Ana Dolores que ve fijamente la sombra de aquel pájaro imaginario curvándose en las ondu­ladas colinas. «Pero, ¿lo había visto?», pensó Arturo.
Como si no supiera cuánto le encantaba a Ana Do­lores jugar con lo imprevisto; esa manía de sorprender a todos y de sorprenderse a sí misma, siempre imaginán­dose las comparaciones más inverosímiles...¡Vamos!, tal vez me encuentro un ángel en un bello corcel con una jarra de agua, o a las Santísimas que vienen hacia mí surcando el aire en su barca, no ves que por ahí anda Mirèio; y por allí anda también la sombra de Leo­nor de Aquitania, en peregrinaje perpetuo; entre tro­vadores y nubes, descorriendo las cortes de amor. Sí y Arturo que manejaba, entre pensamientos de pampa y recuerdos de Ana Dolores, que revolvían rotunda­mente los colores prístinos de la Provenza. Entonces, cambio de vía y la carretera se alargaba abriendo la ancha pampa en atardeceres desvanecidos, y ráfagas de colores lejanos prolongaban un final que se anto­jaba siempre bienaventurado.
¡Vamos!, tal vez me encuentro un ángel en un bello corcel con una jarra de agua, o a las Santísimas que vienen hacia mí surcando el aire en su barca, no ves que por ahí anda Mirèio; y por allí anda también la sombra de Leonor de Aquitania en peregrinaje perpetuo, entre trovadores y nubes, descorriendo las cortes de amor. Sí y Arturo que manejaba, entre pensamientos de pampa y recuerdos de Ana Dolores, que revolvían rotundamente los colores prístinos de la Provenza. Entonces, entre paisaje y paisaje, le vienen a la memoria escenas contadas de la pampa: fogatas y estrellas y sombras y nubes se movían furtivamente en un fondo sin fondo; de cantos que subían y bajaban por un tobogán invisible; mientras los hombres se emborrachaban envueltos en el viento pampero y las miradas brincaban sobre las mujeres que bailaban prendidas en resplandores y volaban las palabras sacando chispas de fuego. Entonces, cambio de vía y la carretera se alargaba abriendo la ancha pampa en atardeceres desvanecidos y ráfagas de colores lejanos prolongaban un final que se antojaba siempre bienaventurado. En esto, Arturo volvió a pensar en Ana Dolores, en aquella cabellera negra y salvaje, ojos negros y piel blanca de cutis de concurso. Sí, Ana Dolores, caminar plácidamente por Arles buscando la casa en donde vivió Van Gogh, sin horario fijo deambular tomando ávidamente fotos en Saint Remy y merodear descorazonada entre esquinas furtivas cuando no puede ir al pico de Sainte Victore; y  Cezanne se quedó esperándola, entre pinceladas temblorosas de verde y tímidos amarillos.
Ana Dolores le guiña el ojo y Arturo siente su mano por sobre su hombro, un estremecimiento cálido recorre su cuerpo. Arturo espera y, vaya juego, estar a la espera inmediata de que en cualquier instante, en­tre un preludio de saxofón y un adaggieto de cuerdas aparecería Ana Dolores; y al final el Carillón y Ana Dolores sin asomar. La lucha infatigable por no pensar en ella y por creerse próximo a la zona cero. Sólo iría por un par de días, eso era todo, y los niños venían a divertirse, exclusivamente a divertirse. Y a la par vuelve flotando en el aire el recuerdo todavía nítido de Ana Dolores, « ¿cómo borrarlo?», se preguntó Ar­turo. Dejarlo extinguirse al paso de un alma pura que vaga infinitamente por la caminante pampa; y zas, la carretera inmaculada enfrente y el retrovisor del ca­rro que va dejando atrás pedazos de pampa y cielo; mientras la música de Glenn Miller sale nostálgica de la radio del auto, a batallar suavemente, contra los Beatles que anuncian a long and wandering road en la radio a transistores, que Paulina ha dejado encen­dida. Entonces, un alto en la carretera y dejar que una mano se mueva y apagué la radio del auto, Glenn Mi­ller se esfuma y quedan solamente los Beatles con su largo y sinuoso camino, mientras que Paulina dormita con la cabeza ladeada contra el vidrio, hasta que se despertó soñolienta todavía con las huellas de un sueño largo y sinuoso, despertándose en sus líquidos ojos de miel, y apoyada calladamente contra el vidrio, vien­do ensoñaciones y pampa. Entonces ella cree que todo es un sueño hasta que, súbitamente, ve el caballo.


«¡Veo un caballo blanco! », gritó Paulina; lo ven­go siguiendo desde hace varios minutos. Arturo prestó atención hacia su izquierda y; efectivamente, a lo lejos se distinguía un caballo blanco corriendo veloz con­tra la pampa indefensa. No había nada más que eso, un movimiento contra la inmovilidad de la pampa; un caballo blanco que galopa corriendo contra el viento, ganándole al viento que deja atrás al viento, y deja atrás la pampa, que le da vueltas y siempre lo espera adelante. Y el auto avanza definitivamente en aquella pista lineal de cemento hacia una lejanía inconcreta. Pero, aquel caballo vuelve a poner dibujado entre ceja y ceja, el recuerdo de Ana Dolores que cabalgaba  en la pam­pa. Y Arturo casi juraría que si alguien cabalgase en ese caballo, sería ella; envuelta en el sutil encanto de ir contra el aire, su cabello que flamea cual una bandera invicta, la caída del galope que duplica rítmicamente el pulso secreto de la tierra. «Es una locura», balbució Arturo, ¿cómo clausurar el paisaje?» Raz, raz, raz, y Arturo que de golpe deja de cavilar en Ana Dolores porque a sus espaldas, Paulina ha musitado algo gracio­so; y Alicia sigue tan dormida en el sueño de un mar al mediodía; y Dog moviéndose perezosamente en el compartimiento de atrás, entre grises maletas y la pam­pa casi hecha una calcomanía pegada al vidrio trasero.
            Y Arturo ve el espejo lateral y ve que atrás iba de­jando pedazos de pampa y cielo, y por delante la carre­tera de vez en cuando se cortaba en suaves curvas, que suavemente se alargaban bajo el mismo cielo, y en la misma pampa que extendía sus largos brazos esperan­do tenazmente abrazarlos. «Aquí vamos», pensó Artu­ro. Mientras Santa Rosa asomaba a lo lejos, corazón pampero; y luego, aparecería General Acha, redoble de tambor de pampa, leves desviaciones hacia la izquier­da entre flautas de viento; y al final las breves paradas, entre cruces camineros que alineaban un territorio im­preciso de caminos polvorientos y más cielos rasantes.
II
Si no les esperaban, era porque no era necesario que los esperaran, «pero, ¿por qué avisarles?», pensó Arturo. Y entre voces de júbilo y tres borroneados años de no verse, los recibió Anette, Carola y los niños. Allí estaban todos rodeados de un paisaje que los aguardaba con la paciencia de quien espera la llegada de un me­diodía eterno, de una lejanía que los amenazaba leja­namente; y se disimulaba por una yarda hermosamente cortada que dividía la pampa de la sagrada intimidad de la estancia. Pronto todos conversaban en un espacioso corredor, apertrechado de sofás y mesitas por doquier. Y colocada en el centro una mesa redonda, y sobre ella un canapé y una jarra de té helado a su disposición.
A la mañana del segundo día, los niños intem­pestivamente habían asaltado la yarda y jugaban a las estatuas encantadas; menos Paulina, que siempre resentía juegos tan infantiles, y prefería mil veces re­costarse sobre la yarda, con su radio a transistores a la mano, aunque los Beatles se le escaparan entre las manos: let it be, let it be y Martín Fierro en tenis y acosado por cuerdas de guitarra. Después, sonoramen­te, coloridamente, trompetísticamente: bamba, bamba, para subir al cielo se necesita… Y Paulina enterne­cida hundía libremente su mirada, en aquella pampa que se organizaba solitariamente, arrancada de la nada. Arturo que ya charlaba con Anette y con Alfredo en la sala que se abría hacia uno de los corredores; de repente, cambio de luces y paso libre: sin reparos la pampa entra abiertamente en el corredor y hacia la derecha de éste, se recortaba un horizonte en el cual ya se divisaba una apabullante mancha solar. Arturo, a ratos preocupado, contestaba instintivamente a Caro­la, quien era la que más hablaba. Mientras que Arturo a veces tenía la sensación de que nada había pasado; como si el enorme vacío de Ana Dolores hubiera sido un hueco tapiado con ladrillos de goma; y de repen­te quitarse los antifaces y sin escaramuzas, verse las caras y oírse las voces, entre palabras ocasionales y gestos disimulados en el que está prohibido pronunciar la palabra exacta. En donde todo se vuelve un sinuoso rodeo, una mano que nunca termina de tocar la puerta.
Quizá sólo era la falta de costumbre de ver una vez más los rostros, que Ana Dolores había visto y amaba, se decía Arturo; mientras que a lo lejos Ana Dolores desaparecía entre palabras huecas y tercas mi­radas: se esfumaba con la delicadeza de una sombra en el espejo de la Provenza, bajo el sol de Van Gogh. En una tarde cualquiera, en que las arlesianas vuel­ven de sus faenas, dejando atrás el verde encendido de las montañas y el amarillo caído de los campos. Todo tan irreal, como un cuerpo hermoso que empie­za a ladearse, una pierna trabada en un estribo, una figura blanda que pierde el equilibrio, un paisaje que empieza a darse vuelta, un cuerpo compacto que es arrastrado, una nube de polvo que nace de la dura tierra; un aire enrarecido que vuelve más lejana la le­janía. Por qué insistir, « ¿por qué había venido a la estancia?», caviló Arturo. Y fijamente determinado a buscar algo que en ningún lugar hallaría, quizá algo perdido entre soñolientas nubes y milenarias piedras.
De pronto como si Ana Dolores hablase: sí, la Pro­venza, adoro a Arles y este sol mediterráneo. Veo co­rriendo los salvajes caballos de la Camargo, casi con el mismo ímpetu con que lo han hecho por siglos. Sí, los miro cruzar el Ródano abriéndose paso, entre corrien­tes de agua que frágilmente se desprenden en lengüe­tazos líquidos; que vuelan como sorprendidos pájaros. Atrás, los atardeceres domesticados abren una amarilla perspectiva, y arriba las montañas coronadas enseñan el contorno de su cabellera erizada; alrededor la luz im­placable mordisquea los olivares, y las sombras de las colinas caen dobladas restregándose tercamente contra la piel indefensa del campo. Al fondo, en movimiento una sola figura armada en blanco satín, camina inma­culada acercando la lejanía. « ¿Cómo domesticar aquel ímpetu?», pensó Arturo. Después de diez años, todo hubiera sido tan sencillo en Piamonte o la Toscana, o simplemente haber ido a Roma o Praga, para al final únicamente quedar una rotunda y clara mirada anun­ciando, que no. Es como si todo se disolviera en algo lejano e incierto, poblado de raciocinios improbables y esotéricas conjeturas para terminar en una sólida demar­cación; como si la Provenza se hubiera instalado per­manentemente en la mirada redentora de Ana Dolores.
Todo fabricado con la certeza de un espejo en un auto que va dejando pedazos de la Provenza, mien­tras se avanza irremediablemente por la pampa y los Beatles siguen insistiendo con su she love me, ye ye ye. Y Ana Dolores continúa recorriendo la Proven­za y siguiendo con fidelidad espartana, caminos se­ñalados por flechas negras en una amarillenta car­ta Michelin. Después de ver la desteñida carta Michelin, alto y descanso. Pernoctar en un castillo de sueños, ocupada deshojando a cuentas gotas aquel estado natural; casi indómito y fortifica­do por un sol telúrico clavado en la piel transparente del paisaje. Arturo se ha dormido cavilando en Ana Dolores, bajo aquel sol abrasador pintado redonda­mente por Van Gogh, y que no se le ocurrió pintar a Cèzanne, porque este amaba más el verde magné­tico de Saint Victore, que el color opresivo del sol.
III
Y todo transcurría sin darse ninguna ruptura, en­tre aquel paisaje tumultuoso y aquellas miradas sere­nas; que avanzaba hacia una inmovilidad definitiva de pensativas estatuas y fantasmales palabras, en carre­ra abierta en una película en cámara lenta. La maña­na del tercer día transcurrió sin contratiempos y una asamblea de voces de niños batía la yarda. Dog tuvo su primera escaramuza, entonces, verlo corretear una liebre pampera o una persecución frenética mordiendo la cola del aire. Después del almuerzo, de asado y de vino tinto, pura siesta y puro atardecer; más reunión familiar en el fresco corredor flanqueado de helechos colgantes mecidos por un suave viento, cuyas som­bras extrovertidas se deslizan fantasmagóricamente contra la pared blanca, pegándose intactas sobre las baldosas celestes del corredor, como grandes arañas negras. Y Anette siempre tan remota y tan cercana y Carola siempre cortés; primero, servía una jarra de té y después una jarra de mate. Fue en ese instante cuan­do Arturo se fijó en la copa que tenía en su mano; al principio él la había mirado distraídamente, como quien ve algo que no es suyo; luego, la miró minucio­samente, con ese estado enervado con que uno mira un pájaro cuando se posa inauditamente en la mano.
Carola que lo había estado observando entre la terquedad y el disimulo, pareció adivinar lo que ya na­cía en los ojos de Arturo: eran «copas de Boj». Arturo las recordó inmediatamente, las había comprado Ana Dolores en Arles, le habían encantado porque tenían una partida de hermosos caballos de Camargo, tan hábilmente dibujados que con suma facilidad; uno se imaginaria que en cualquier instante aquellos caballos saltarían de la superficie de la copa; y volarían por el aire con sus músculos dibujados, con sus lomos impe­cables, con sus crines agitadas por el viento, con sus pescuezos alargados por el esfuerzo; y con el brillo de sus ojos cabalgando en vehemente carrera, como si quisieran alcanzar algo que solamente ellos miraban.
—No sé cómo se me ocurrió ponerlas —se lamentó Carola.
—Venían con las cosas de Ana Dolores — aclaró Anette a secas.
—No te molestes —contestó Arturo—, Ana Dolores...siempre estuvo fascinada con esas co­pas.


Se oyó un relincho de caballo y Arturo se le­vantó bruscamente de la silla. Era uno de los peo­nes que llevaba los caballos al aguadero. Sólo te­nemos un par de caballos, dijo Alfredo en franco tono explicativo. Todo volvió a la calma y Anette aprovechó el corto silencio para anunciar su viaje a Buenos Aires en verano y luego a Punta del Este.
— ¡Paulina quiere montar a caballo! —gritó Pablito desde la yarda.
Arturo se volvió a levantar rápidamente y salió del corredor hacia la yarda, seguido por Carola, que de inmediato les gritó a los niños. prohibiéndoles montar a caballo y ellos, enfadados, la obedecieron a re­gañadientes. Pero, poco después se oyó un relincho, era Pablito, sólo Pablito que corría con un palo en­tre sus piernas como si aquel palo fuese un caballo; jugaban al chuvau-frus, de pronto todos los niños y niñas corrían y relinchaban como si fueran caballos. Arturo que los observaba desde el corredor recordó que ese juego, se los había enseñado Ana Dolores. Arturo se rió y permaneció ahí sin ánimo de volver al corredor, como si aquel juego lo acercara más a Ana Dolores. Mientras que en la yarda, ahora los pe­rros correteaban a los niños, hasta detenerse repenti­namente y empezar a ladrarle a la indeterminada le­janía. Luego se oyeron los relinchos de los caballos que volvían del aguadero. Alfredo se despegó de la silla y salió meditabundo a la yarda; y vio el horizonte lejano, inmóvil, nítido, y a la espera de una mirada.
— ¡Qué raro! —aseveró Alfredo al ver hacia el poniente.
— ¿Qué es lo raro? —preguntó Arturo.
—Nunca había visto el sol tan ardiente... es una bola de fuego...



Al principio sólo se oyó un retumbar indefinido, poco después se sintió un temblor arañando el suelo, que subía con la fuerza de un cosquilleo de hormi­gas por los pies. Anette y Carola ya pisaban la yar­da. Arturo siguió con la mirada hacia donde apuntaba el dedo de Anette y no vio nada. Pero Alfredo, quien conocía de memoria los colores de la pampa, distin­guió moviéndose tras la colina una nube de polvo que recortaba la pampa antes del desfiladero. El retumbar se oía cada vez más cercano y el suelo bajo lo pies parecía estarse sacudiendo de un sueño de siglos. Los caballos relinchaban en los cobertizos y los perros empezaron a ladrar con la impotencia con que se le ladra a una luna imaginaria. Al término de la colina se divisaba claramente una nube de polvo, y empezó a asomar una mancha en movimiento que aumenta­ba al acercarse al extremo más próximo a la estan­cia; las vibraciones en la tierra era cada vez más in­tensas. Los niños asombrados habían dejado de jugar y los peones de las cuarterías también habían salido. Todos avanzaban con la mirada fija hacia delante, sin dejar de mirar aproximarse la oscura mancha, por en­cima de la cual se iba formando una nube de polvo. Fue el grito de uno de los peones quien dio el aviso:
— ¡Son caballos, es una manada!
La inmensa mancha en movimiento doblaba bor­deando la colina, abriéndose en un gran circulo, cuya vanguardia pasaba frente a la barda frontal de la estan­cia. El horizonte inmediato se pobló de caballos. Se distinguían sus fuertes pescuezos, sus ancas dibujadas, sus musculosas piernas, el brillo parpadeante de sus ojos, sus lomos bruñidos por el sudor. Desfilaban fre­néticamente veloces; el grueso de la columna cruzaba abatiendo el aire con el ímpetu de una lanza, todos co­rrían con la cabeza fija hacia adelante, con sus hocicos abiertos, y sus pescuezos alargándose con el ahínco de perseguir algo inalcanzable, pasaban llenando todo el espacio entre la colina y la estancia. Y, ante la mira­da, aparecía en todo su vigor un mar equino: cabezas, crines y colas en movimiento; un trajín de musculosas patas en largas zancadas conmovían el campo; y le­vantaban una muralla evanescente de polvo, sus ca­bezas asomaban imperturbables, ninguno relinchaba, ninguno cayó a tierra, ninguno se desvió de su direc­ción definitiva, ninguno acortó su paso implacable.



Arturo, casi instintivamente, se acercó más a la barda y vio pasar los caballos más inmediatos, por un instante pensó en Ana Dolores y súbitamente recordó aquella tarde en Arles; cuando había comprado las copas de Boj, cuando ella le decía señalándole los caballos dibujados en las copas, « ¡te los imaginas!», y él le pre­guntaba: « ¿me imagino qué?» Y ella le respondía: « ¡te imaginas estos caballos corriendo salvajes una tarde en la pampa!». Arturo por un momento tuvo la sensación de que todos los caballos de todos los tiempos, habían pasado ante sus ojos en un torbellino de galopes, como si el tiempo se hubiera detenido un par de minutos, y se le hubiese concedido una sola y definitiva mirada.
« ¡Vaya!, ¡vaya!, ¡vaya! », exclamó tres veces Anette. Esto no se ve todos los días, agregó tocándose una de sus trenzas con su mano derecha, mientras su mirada se concentraba exclusivamente en el perfil iz­quierdo del paisaje que se desvanecía como la nada del perfil derecho. Nadie dijo nada más, sólo Paulina ase­guró jamás haber visto tantos caballos juntos. Arturo lucía ensimismado y no comentó nada, los demás vol­vieron a refugiarse en los corredores de la casa. Mien­tras, Arturo miraba hacia la lejanía, pero no había nada que ver, salvo la incipiente letanía de colinas, la pro­fundidad ahuecada de la pampa y las nubes moviéndose a paso milimétrico de caracol. Luego, Arturo alzó la vista y sin saber por qué pensó que aquellas nubes blan­cas otorgándole profundidad a la lejanía, sólo eran las nubes de polvo blanquecino que iban levantando a su paso los caballos invisibles que galopaban en el cielo.
Por un rato más, Arturo miró pacientemente, sin punto fijo a la pampa, buscando algo que posiblemente estaba allí, pero que intuía que no encontraría: la leja­nía de la Provenza y la cercanía de la pampa. Algo que poco a poco se iba convirtiendo en una sombra, quizá lo mismo que sin saber perseguía Ana Dolores. Tal vez una palabra hermosa escondida en un rumor, un tenue color maravilloso que mecha un horizonte difuso, un luche sobre la pampa que vuela imprimiendo una este­la vigorosa de estrellas al mediodía, un cóndor que se posa nítidamente en la cima nevada del Ventour. Artu­ro oyó pasos a su espalda y una voz que con insisten­cia luchaba por llegar a sus oídos; luego, antes de que lo tocaran, sintió que alguien lo tocaría por la cintura. Arturo se dio media vuelta de inmediato. Era Pablito, que señalaba con el índice de su mano izquierda a la lejanía, mientras inocentemente repetía tres veces con su voz de niño tamborilero que va marcando el paso de las nubes: ¿la miraste?, ¿la miraste?, ¿la miraste?


*Del libro de cuentos,  La orientación de la mirada, junio de 2012

Ilustraciones en orden de aparición
Dibujo, Blanco (2014)
Dibujo, Blanco siguiendo amarillo, M.A. Membreño Cedillo (2006)
Composición,  Espejos, M.A. Membreño Cedillo, (2014)
Composición, Movimiento, M.A. Membreño Cedillo, (2014)
Composición, 100 caballos, M.A. Membreño Cedillo (2014)
Composicion, Galope,M.A. Membreño Cedillo, (2014)