La plaza de los poetas
Álvaro Cálix
La
soledad significa sentirse solo no de un modo agradable sino de un modo que
atemoriza y vacía, a tal punto que significa exiliarse de uno mismo (Thomas
Merton).
Recordado
profesor. Sospecho que de inmediato va a pensar que algo anda mal conmigo. Sí,
ya sé… que sólo lo busco cuando tengo problemas. Discúlpeme, pero no tengo a
quien más contarle. Espero que vayan bien sus asuntos, y que su hija Emilia
esté bien. ¡Cómo pasa el tiempo!… Hace casi dos años que salí del país. Creo
que para navidad voy a estarme unas semanas en casa. Ya ve, apenas faltan unos
meses para reunirme otra vez con la familia y, por supuesto, hacerle una visita
a usted. Una buena noticia: ya le conseguí el libro de Emil Cioran que me
encargó. Los estudios en la universidad ahí van.
¿Qué es lo que me pasa ahora?
Estará usted intrigado. La vida universitaria en sí misma es fascinante; sin
embargo, afuera del Campus me siento cada vez más extranjero; sobre todo, al
olfatear el miasma de la mayoría de la gente que vive aquí. La ciudad me
parece, cada vez más, una fría y gran altiplanicie con guetos de pobreza y de
riqueza cosidos por hilos: desde amplias autopistas hasta maltrechas calles en
las barriadas. Los parques se colman de locos y mendigos; pero también de
jóvenes y viejos sin empleo, que en tropel van de aquí para allá, asumen poses
y discursos, inventan posibilidades, maldicen gobiernos y luchan contra el
desaire. Los crímenes están a la orden del día, si supiera usted. Camiones y
tanquetas, repletas de bisoños soldados, pintan de verde olivo vastas áreas de
la ciudad. Hay que andarse con cuidado. El miedo se respira de palmo a palmo y
la desconfianza se nota harto en los semblantes. ¡Qué contraste!... con la
sonrisa retocada de los rostros que exhiben los afiches proselitistas, que por
doquier, irrumpen el espacio de la urbe. Lejos de exagerar, merodea un pánico
indecible, que sólo se matiza un poco los domingos, cuando se llenan los
estadios de fútbol… ahí, cuando estalla el hincha y se adormece -embriaga- el
hombre-esclavo.
Desde que apuré mis primeras
vueltas por las zonas del comercio, me llamó la atención la gran cantidad de
establecimientos defendidos por guardias privados… “La paz de los fusiles”,
como dice un amigo poeta. No acaba ahí el asunto… Si uno por casualidad anda de
visita por alguna zona residencial y, exhausto por el reflejo del sol en el
asfalto, se detiene un segundo para tomar aire a la sombra de una arboleda,
desde ese momento se le quedan viendo a uno con sospecha y, tras bastidores,
los aparatos de seguridad comienzan a bregar, por si las dudas. No digamos si
hay que ir a realizar alguna diligencia a las villas privadas; andando uno a
pie le ponen una retahíla de trabas, interrogatorio cuasi policial de por
medio, antes de obtener –si se camina con suerte- el permiso para entrar a esas
áreas palaciegas. Parece que en la ciudad sólo está permitido ver los
escaparates de las tiendas, prerrogativa incluso asequible para los habitantes
de las barriadas, que faltos de espacios, ¡figúrese usted!, visitan por
centenares los megacentros, en un ir y venir jubiloso por los pasillos, para
ver, tras los cristales, las impagables mercancías.
Si uno se toma el tiempo para
recorrer la ciudad de extremo a extremo, se da cuenta que es como estar en
varias épocas y en diversos países al mismo tiempo. Sé que allá en nuestra
ciudad, profesor, es algo diferente, porque es todo tan angosto que no se puede
ocultar la pobreza desde ningún sitio; parece un mosaico, o quizás mejor valga
decir: un collage social. En cambio aquí… una metrópoli, se siente uno tan
pequeño, insignificante, es como si la ciudad nos engullera.
No en vano le relato esto. Tal vez
no le suceda a todos, pero siento un desgarramiento, como una enfermedad que
carcome el ímpetu. La vastedad de estos lares alienta en mí un vacío, un
desasosiego que me asfixia. Sin duda, profesor, vivo en un exilio premeditado.
Quizás, la gota que derramó el
vaso, lo que me hizo asumir que estaba transformándome, sin saber yo en qué
dirección, sucedió en los primeros días de junio. Con algunos compañeros estaba
en una sala de estudio, discutiendo un texto sobre la fenomenología crítica; de
a poco, las voces de mis compañeros se fueron apagando. Sólo podía mirar sus
gestos. Observaba risas, expresiones de reproche, asentimientos, mientras yo
quedaba petrificado con la mano izquierda deteniendo la sien.
Entretanto, mi conciencia se posó en lo alto de la sala y con la mirada fui
ampliando el panorama: la salita, el pasillo, estudiantes que iban y venían,
catedráticos errabundos, y supuse que afuera: tráfico, sol, ciudad-prisión.
Quería estar en todas partes, y no en algún sitio en particular; no me sentía
parte de un mundo sino de pequeños mundos cargados de sinsentido. Me aterró el
tener conciencia de mi finitud. Como un rompecabezas con piezas trastocadas, me
vi fragmentado en pequeñas partes que no lograban concordar. Al volver en mí
noté, a juzgar por la ausencia de extrañeza en mis compañeros, que nadie había
advertido mi situación. Volvieron las voces, la agitación en los pasillos y el
espeso aire del mediodía. Pero también escuché otro sonido en medio del
avispero, filas de pentagramas desfilaban y se balanceaban en el aire, y yo
sentía que venían hacía mí. Sin dar explicaciones, dejé el asiento y me marché.
Como si fuese arrastrado por
un oleaje, fui siguiendo un hilo de música de violín que, tenue, provenía de
alguna de las aulas del edificio de enfrente. Cuando logré dar con el lugar del
que brotaba la música, me quedé afuera del aula, escuchando la sonata, como
quien oye en una playa el murmullo de las gaviotas. Sentado en el suelo y con
la espalda contra la pared, me envolvió la duermevela, con la mente en ida
hacia un viaje interior que mucho tenía de inédito y que, descombrando mis
viejas resistencias, me llevaba dentro de una luz envolvente, cuyo reflejo
permitía ver el yo de las sombras, y ahí estaba ese yo, agazapado, cautivo entre
paredes enmohecidas, gimiendo sin consuelo. Me pareció después que durante ese
lapso, cuyos detalles ignoro, pude reconciliarme con mi yo arcano, aspirando
los efluvios de las entrañas para llevarlas conmigo a la
superficie.
Había perdido la sensación corporal, no era consciente de mi propia densidad,
podría decir que flotaba en un espacio sin lugar, hasta que una joven tocó mis
hombros, despertándome, y luego preguntó si me sentía bien. Sí, muy bien, le
dije, largando un suspiro de alivio, como si aquella frugal siesta me hubiese
quitado un peso de encima. Después de aquella experiencia, varias cosas han
cambiado; en cierta forma, estuve a pocos segundos de enfrentar mi soledad. O
quizás la enfrenté, solo que de una manera que no alcanzo recordar. Pero la
metamorfosis posterior no ha dejado de ser dolorosa.
En alguna ocasión me he dejado
arrastrar hasta el lado más profundo del foso, y, créame, es el infierno… la
tierra del sin-deseo, ni siquiera asoma la rutina, es la desidia pura, que no
se anda con rodeos. En verdad, hay momentos en que me agobia un tedio
inescrutable. No quiero ver a nadie, ni siquiera el reflejo de mi cara en el
espejo. Y si me descuido, después, aflora en mí una agresividad inusual, un
repentino afán por lanzar los objetos contra la pared y gritar improperios.
Empeora la situación si cedo a la tentación de embriagarme al tope con mi
amargura, tengo que atarme, literalmente, para no ir a liarme a golpes con el
primero que me lance una mala mirada.
Mis peores momentos suelen transcurrir después de la jornada en la facultad.
Como usted sabe, vivo en el cuarto piso de un modesto edificio de apartamentos,
algo retirado de la universidad. Al llegar al edificio, fatigado, no sólo por
la jornada de estudio sino también por el largo viaje en autobús, siento como
si estuviese a punto de ingresar a un foso de concreto, chato y húmedo.
Cuando abro el portón, creo dejar
atrás, no la universidad, sino un mundo de rostros cetrinos que dando manotazos
finalizan el día. Y luego de avanzar por un pasaje de gradas, que se abre paso
como gusano en la estrechez, entro a mi pieza con la sensación de estar
sepultándome en un nicho, en el que las sombras se dilatan con el resplandor
mortecino del bombillo. Le cierro la puerta al mundo, y al mundo no le importa,
no tiene tiempo para mí, es más, no sabe quién soy yo.
En los días
pico del malestar, me enervo tanto que enciendo la televisión y me echo en un
mullido y destartalado sofá; tiro los cuadernos a la mesa que hace las veces de
comedor y, como loco, hago desfilar los canales en busca de algo que me aturda
y ayude a olvidar el peso de las horas. A veces, veo un rato los noticieros
para tomarle el pulso a las crónicas del día, o peor, como espectador cómplice,
disculpe usted, de ese teatro con juegos pirotécnicos que nos exhiben para
disfrazar la guerra en Medio Oriente. Muy pronto me harto y busco videos
musicales para terminar después embobado con alguna película. Si no me da
sueño, ahí se complica más el asunto, tampoco me dan ganas de leer. Apuro algún
bocado para medio cenar y tomo asiento para aguardar los regaños de la señora
del cuarto de junto, que reprende a su hijo porque volvió a venir tarde de la
calle.
Como no tengo teléfono, no le
puedo hablar a nadie para pasar el tiempo. Por lo que, ya hastiado del
televisor o de la radio, me acuesto en la cama, boca arriba, y comienzo a
revolver la maraña de pensamientos que me inquietan, o mejor dicho, comienzo a
enfrentarme a mí mismo, contra ese “yo” relegado pero punzante que me aguarda
hasta que alejo la última mediación. Antes, cuando estaba en el país, podía
recurrir a usted e invitarlo a caminar linterna en mano por las orillas de la
ciudad. ¿Recuerda que varias veces nos sorprendió el amanecer, mientras
conversábamos hora tras hora sin apercibirnos del tiempo? Bueno, no tengo con
quien hacer algo así por estos rumbos, y caminar solo, durante la noche, es
arriesgado.
En la mañana, despierto sin
desearlo, y el sopor del mundo sobrepesa mis párpados. Solo el deber cotidiano
logra ponerme en pie. Corro la cortina y observo el amanecer. La ciudad aún
calla, parece inmóvil, sorprendida por los primeros rayos de luz. Pero, incluso
dentro de esa quietud, temprano se ve a hombres y mujeres que, como hormigas,
preparan el ritual del nuevo día, esa repetición autómata de un mundo que raya
en lo absurdo, digo, la recreación de “un mundo para casi todos jodido”.
Perdone si ahora desvarío,
pero no puede imaginar usted, a menos que le haya sucedido, cuánto cuesta
encontrarle sentido a este permanente abandono que hacemos de nosotros mismos,
a ese refugio maniático en la idiotez, estirando los momentos cuanto podemos,
sólo para terminar viéndolos estallar e inundarnos de agonía. Confieso que en
esa tesitura, cuando pierdo hasta la mínima certeza y me abandona todo
propósito, la impotencia me seca el ánimo… Dejo de ser peregrino, me convierto
en hombre-ausente, y mi aliento sabe agrio, como la propia rutina que condeno.
Quizás, a mi favor, soy de los que
en la adversidad trato de buscar la luz al final del túnel. No sé cómo ni dónde
buscar, pero trato de moverme a tientas, siguiendo algún reflejo, o mi propio
instinto. Puede sonarle baladí, pero una noche, varios meses atrás, realicé un
intento que tiene algo de embrionario, de huella para trazar una senda más
larga. Fui al cine, a la penúltima función; al finalizar la película, todavía
no tenía ganas de irme al apartamento. Pensé que si me metía a la otra sala del
cinema, así pasaría el tiempo.
Como no me atrajo el filme,
sospeché que sería un fastidio quedarme. Fue entonces que por pura maña me
acerque a la taquillera. Ya la conocía, habíamos cruzado algunas palabras un
par de veces, suficientes para enterarnos de que vivíamos en la misma zona.
El pasillo que da a la ventana, donde
venden los boletos, estaba desolado; así que, luché contra mi usual estado de
retraimiento, e intenté abrirle plática para después invitarla a caminar,
porque ya iba a concluir su turno de trabajo. Con frío cálculo, anticipaba que
era poco probable que aceptase ir conmigo; por eso la abordé desprovisto de
ansiedad, con tono gentil, hasta cierto punto desinteresado. No tengo por qué
mentirle… ¡Aceptó! Afuera, el viento soplaba suave pero frío. Le presté mi
suéter y nos internamos en la avenida.
Sin mucho rodeo, le fui hablando de
mi estado de ánimo, del malestar reciente que sentía con la vida, de mi
indiferencia hacia el mundo. Sin embargo, la noté ausente, Sin ganas de nada; me
miraba por compromiso, quizás, porque le prometí llevarla a su casa. Pronto me
cansé del monólogo, y se me ocurrió preguntarle si le pasaba algo. Metiéndose
las manos en el suéter, y haciendo más lento el paso, me contó que su madre
estaba enferma y que necesitaba con urgencia una operación, entiéndase que muy
delicada. Dijo además, que en el hospital no tenían cupo para operarla sino
dentro de cuatro meses. Las luces de los pocos autos que pasaban en dirección
contraria a nuestra marcha, alumbraban por momentos su cara, así que pude mirar
rastros de dolor en su expresión, al tiempo que se esfumaba, sin retorno, la
sonrisa que en su rostro parecía inextinguible. Contrariado, decidí no hablar
más. Ella tampoco lo hizo. Avanzamos varias cuadras en silencio hasta que la
despedí enfrente de su casa, muy cerca de mi apartamento.
Supongo que en apariencia ella y yo
fuimos descorteses esa noche; ninguno reaccionó con empatía a la pena del otro.
Quizás los dos nos sentimos como tontos luego de nuestras actitudes. No
obstante, en el fondo creo que para ambos significó un desahogo, aunque fuese
por un momento, ya que desafiamos el silencio que impone nuestra anónima
presencia en la ciudad. Pero bien… uno va intentado aquí y allá, con tal de
buscarle alguna salida al letargo, unas veces resulta, otras no.
Todo lo que hasta ahora le he
contado no tendría mayor sentido si omito lo que resta. ¡Profesor!, frente a
esa sensación de extrañeza que siento de mí mismo, frente a la idea de que la
vida no es más que un accidente, encontré algo que me hace lidiar contra la
monotonía. ¡Vea!, este quehacer, al que me voy a referir, ha sido
reconfortante; sé que no es gran cosa, pero ha venido muy bien, a estas alturas
de mi fiebre. Confieso que… por la pena, me sería difícil hacer esto en mi
país; pero aquí, como nadie me conoce, no hay problema. Bien, me pongo unas
alpargatas viejas y me voy a una pequeña plaza los domingos en la tarde, llevo
libros de poesía, sin olvidar a mis favoritos: Machado, León Felipe y Vallejo,
y por supuesto Baudelaire, no se vaya usted a resentir. Cuando considero que es
el momento, comienzo a leer con en voz templada. Allí va juntándose la gente,
en ocasiones unas ocho personas; en otras, se suman casi las veinte. Leo por
intervalos de quince minutos, a veces, en la pausa, aprovecho para tomar una
taza del café que vende al aire libre una señora de negras trenzas largas,
después reanudo la lectura.
A algunos los he visto asistir más
de algún sábado… ya llevo cerca de dos meses. Siempre me preguntan si soy
extranjero, porque me notan acento. Y preguntan si soy poeta, si tengo poemas
propios. Me da tristeza desilusionarnos, pero les digo que lo mío es leer, no
escribirlos. A algunos les gusta la idea. Hay una jovencita, estudia historia
en la misma universidad a la que asisto, que me acompaña durante la jornada, e
incluso una vez aceptó mi petición de que ella misma hiciese la lectura. Fue
así que comenzó leyendo una de mis favoritas: Alturas, de León Felipe… Se
recuerda profesor… “Yo no distingo ya/ desde un piso cuarto/ un cetro de oro/
de un bordón de palo…”
Empero, lo que más me asombró de la
estudiante de historia fue que, al cuarto sábado, me preguntó si podía ensayar
en público un monólogo, escrito de su puño y letra. Por supuesto que no me
molesta, le dije, y la animé a hacerlo. Llamé a la gente que estaba cerca y les
anuncié el acto. Me pidió una pequeña colaboración: que acurrucara el cuerpo,
sin moverlo, y me dejara poner encima una manta gris. En una suerte de exordio,
dijo que yo, es decir, el cuerpo que cubría la tela, era “la verdad”, cincelada
en bronce, pero oculta bajo ese trapo decolorado. Sus metáforas apuntaban a
decir que la verdad era la búsqueda permanente de sentido, y la manta,
apuntilló, semejaba las taras de la humanidad, de una humanidad vencida por las
falsas convenciones.
No dejó de parecerme muy
abstracta y comencé a preocuparme, pensé que iba a aburrir a los parroquianos.
Pero eso jamás sucedió, la verdad que no. Aunque no vi su gesticulación, noté
la consistencia que adquirió su voz, y el silencio del público me hizo suponer
rostros entre expectantes y conmocionados. Si bien yo sentía un poco de
malestar en las piernas, entumecidas por la posición, esa circunstancia no fue
impedimento para que se me grabaran las últimas palabras. Profesor, tras una
brevísima pausa de suspenso, cuando ella hubo lanzado sus frases frenéticas, a
manera de epílogo y con el tono de voz más sosegado, dijo: “un poeta es un pez
de agua dulce, lanzado arbitrariamente al mar”.
Después, se desplomó. Sólo unos
momentos más tarde comprendí que aquel suceso no había sido fingido. Al
parecer, exhausta, se quedó sin aliento. Escuché el rumor de la gente,
confundida, supongo, dudando si aquello era parte del acto o no. Me quité la
sábana y vi a un par de mujeres ayudándola. Me acerqué. Ella tenía los ojos
abiertos, resplandecientes, en tanto pulso y respiración eran normales. En
cambio, su expresión distante y la sonrisa congelada, la hacían ver como si
fuese un ser de otro reino, imbuida del paroxismo de una sinfonía. Desde aquel
hecho, la plaza adquirió un aura peculiar, reverdecida por el soplo de una
prodigiosa espontaneidad.
No puedo asegurarlo, pero creo que ella experimentó algo parecido a lo que yo
viví, el día que la conocí en un pasillo universitario, cuando al quedarme
adormilado al influjo de la música del violín, ella, que pasaba por ahí, me
despertó para saber si estaba bien. Por discreción, me abstuve de preguntarle
qué había sentido una vez concluido el monólogo. Hay circunstancias en que la
observación basta.
Sabe, he animado a varios compañeros
de la Facultad, ¡hombre!, para que se den una pasada los sábados, pero todavía
no ha llegado ninguno. También invité a la taquillera del cine, a la vecina que
regaña al adolescente, y al adolescente bocazas también. No me lo va a creer…
ellos ya fueron a la plaza. No sé cuánto tiempo voy a continuar con las
lecturas; por ahora, confieso que me siento tan comprometido como satisfecho.
El sábado pasado llegó un par
de músicos, los cuales ofrecieron acompañar algunas de las poesías a ritmo de
charango y quena. Poco a poco, fueron acudiendo varios amigos de los músicos y
el ambiente se puso bueno. No sólo estaban ya mis libros, sino también otros
que los muchachos iban sacando, y mejor aún, hubo tiempo para leer poemas
inéditos. Por turnos, fuimos leyendo embelesados hasta que el policía que cuida
la plaza se asustó de ver a tanto joven con el pelo largo, camisas de manta y
sandalias. Le aclaramos que no ocupábamos “polvo” para extasiarnos, que se
tranquilizara, nadie de nosotros iba a causar disturbio. Le compartimos café
con pan; él, mientras tanto, se sentó un rato a escucharnos.
Estoy consciente, reitero, que esta
inquietud a la que he dado alas, no es gran cosa. Cualquiera podría decir: ¿qué
significan diez o veinte personas convocadas por el verso? De acuerdo, no es
algo descomunal, pero es un hálito que mantiene mi ilusión por la vida, una
esperanza para que la ausencia no me despoje. Aun así tengo que luchar contra
un gusanillo que me escarba las ideas, que me hace recordar aquel poema de
Vallejo en el que dice, entre otras dagas, que un albañil muere al caer del
techo y ya no almuerza, y se pregunta entonces por el sentido de innovar, de
abstraerse en el tropo, en la metáfora…
No tengo respuestas a esa inquietud, pero la intuición
me dice que la poesía es más que un alarde. Creo que es antes que nada pasión,
y sé que hay de pasiones a pasiones. El verso para mí es pulsión, sangre
caliente que me arroja a la vida y me salva del hielo. Es una vertiente, como
podrán sin duda existir otras, que me hace palpar los amaneceres y los
crepúsculos, la tristeza y el júbilo de la gente, que me induce a juntar mis
manos y mi voz con otras manos y otras voces. Es por eso que me siento poeta..
aun sin escribir versos.
Con franqueza, no puedo negarle que en este quehacer he encontrado
sentido a mis horas bajas… y le cuento, en confianza, que me entra una
tentación de leer los poemas en el recorrido del autobús, para ver si se
levanta un poquito el ánimo de los pasajeros. Bueno, voy tomando valor, en
medio de esta vorágine. Yo creo que, al fin, he encontrado un punto de partida.