En la plaza, por la tarde* por Mario A. Membreño Cedillo. Post Plaza de las palabras


En la plaza, por la tarde*

Mario A. Membreño Cedillo

Unreal city [...].
I had not  thought death had undone so many.
The Waste Land. T.S.Eliot


Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle;
si antes de la noche volví, lo hice por el temor
que me infundieron las caras de la plebe,
caras descoloridas y aplanadas,
como la  mano abierta.
La casa de Asterion. J.L. Borges.

Al principio, el hombre  creyó que era  la belleza de la muchacha  lo  que lo había   perturbado, pero algo lo seguía incomodando. Súbitamente se percató de que lo verdaderamente  singular de aquellas escenas en movimiento, eran los paraguas. Pronto observó que no era cosa de una o dos  personas desperdigadas ociosamente con paraguas. Ellos  pasaban de dos en dos, de tres en tres, en grupo de a cinco. Pasaban en ráfagas siempre con sus paraguas negros  abiertos totalmente, y siempre con la vista fija hacia adelante; imperturbables y  lejanos, siempre convencidos por  un deseo vehemente de ir hacia adelante. Aquel horizonte de paraguas negros en movimiento lo tenía desconcertado,  extrañamente pensativo. Vio de nuevo al cielo buscando s Vio de nuevo al cielo buscando algún indicio de lluvia, pero  el cielo  estaba  raso y limpio. Finalmente, cuando los paraguas dejaron de pasar, el hombre conjeturó  que todo era alguna promoción comercial, o sencillamente un innovador estilo de protestar.

Todavía abrumado por la  extraña escena  de los paraguas; abruptamente, otra escena  lo conmovió. Las vio venir en fila, venían todas vestidas de negro, con sus brazos pegaditos a sus costados,   dejando a su paso una indefinida estela de lejanía. Prontamente las siguieron los niños, los adultos y los viejos.  Salían  de todas las calles, cruzando parsimoniosamente la plaza. Todos con un antifaz negro, todos en tenis blancos y todos envueltos en un fino silencio.  El hombre estaba sorprendido, y más le  sorprendió comprobar que nadie reparaba en el  insólito suceso. Y entonces,  anonadado y  expectante; siguió aquella marcha con la mirada  hasta verla  desaparecer unánimemente por la  Calle de los Espejos.

Después sorpresivamente  irrumpió una música estremecedora, era un ritmo primitivo de tambores, de aviso, de guerras tribales. Inmediatamente advirtió de  que desde los arboles  de la plaza; los pájaros  armaban en el aire una reyerta de aleteos. Pensativo,  y  todavía con aquel ritmo palpitante y abrumador  de tambores  y de pájaros en el aire;  reparó en  que  la  plaza se había quedado desierta. La quietud desértica de la plaza lo aturdió. Y por un instante  tuvo la impresión de que  las estatuas estaban a punto de bajarse de sus pedestales, y caminar glamorosamente por la plaza vacía. Pero el griterío lo sacudió antes que el repentino estruendo que bajaba de las Lomas  de Altamira.

Gritos agónicos revolvían las calles Orientales; y desde la calle de los Jinetes Negros, salieron cinco buses que pasaron  tronando rumbo a la  calle que tuerce hacia la Rotonda de los Poetas. Repentinamente una desbandada de gente cruzó espantada por la plaza. El hombre se levantó bruscamente de la banca. Y la gente como  un frío inmenso cuadro la  plaza. Entonces instintivamente, corrió  hacia donde toda  la gente corría y corría. Por un momento pensó que todo  era solamente un pánico colectivo. Mientras un creciente murmullo  ensordecía la calle peatonal abigarrada de asombrados vendedores, que también rompían despavoridos en una huida espectacular de colores  Y el hombre vio que detrás de él  solo iba quedando, calles  desmayadas y  pedazos de cielo atenazados entre  fachadas mutiladas y  altos edificios. Fue entonces que, por primera vez escuchó el grito «viene por la calle de al lado». El aviso se multiplicó como  una cadena de calientes voces, «viene por la calle de al lado»; y sin pensarlo, la marcha humana  tomaba la calle contraria, y doblaban por acá y seguían por allá. A la vista, los autos  abandonados, los semáforos encendidos (verde, amarillo, rojo) y una calzada  templada de  tumultuosas voces.  Desde lejos las bocinas de los carros herían el aire y los oídos; y el ulular de las sirenas abría como un bisturí  los lomos espantados del viento. Al  fondo, tres grises torres adelgazaban en fina postura, un verde horizonte. 

Ahora todos subían por la Cuesta de la Luna, que  cortaba la curvatura del río que se deslizaba en oscuro silencio. «Se acerca,  se acerca» se oía decir, y aquel murmullo huérfano reventaba en mil murmullos que ahogaban el redoble de los  temblorosos pasos que caían sobre el Malecón de los Ingleses. Seguidamente la muchedumbre se enderezo hacia  el  Puente de los Suspiros; y allí una bandada de pájaros desorientados paso velozmente por sobre sus cabezas.  Paralelamente en el Puente de las Monedas  avanzaba el horizonte negro de paraguas,  como una línea apretada hacia la Torre de  las Campanas.

Desbocada y siguiendo una dirección incierta, la columna pasó rápidamente  las calles amarillas,  y desde  la Plazoleta de los Cristales, vieron  a la distancia como se alargaba  la  extraña marcha de mujeres vestidas de negro con sus brazos pegaditos a sus costados, hasta doblar  silenciosamente  por  la Calle de los Frailes, y alejándose cada vez más de la corriente principal, rumbo al Panteón de los Gorriones. Mientras que la corriente principal  giro en otra dirección al ritmo enervante de los tambores que   volvían violentamente a  batir el aire.  En los Jazmines del Cabo, un olor a lavanda inundo el aire. Repentinamente, cesaron los tambores, y una nueva oleada de gente los replegó en   la vecindad de las casas onduladas,  donde una escalada de calientes gritos nuevamente incendió  el aire. Mientras que a  la vanguardia de la columna crecía un enjambre  desbocado de extraviadas miradas,  y los  brazos iracundos se levantaban definitivos señalando hacia  una perspectiva  imprecisa  que lentamente  se  iba cerrando; como una mano abierta y generosa que después del parpadeo del trueno, se convierte en puño solido, fulminante  y concluyente.

Por fin, entre gritos y vitrinas rotas,  el hombre oyó por primera vez el nombre. Sí, lo oyó perfectamente: Oyó el nombre como quien siente una mano tocar el hombro derecho o el ring, ring, ring, de un teléfono. Creyó que todo era  una vil broma, y se sintió casi ridículo al correr entre aquella gente que  huían despavoridamente. Corrían torpemente; casi histéricos, tropezándose entre si;  mientras una extraña sensación empezaba a ganarle la respiración. Si, corría libremente, corría brumosamente, descaradamente corría. Empezó a vociferar,  y las palabras avanzaban  entre un río de cabezas y un pánico de pies. La sangre caliente se le había subido  hasta la  coronilla, la respiración jadeante se le escapaba, y sus ojos enrojecidos quemaban el aire. Corría, si, también él corría. Y después de reírse escandalosamente, empezó a saltar furiosamente, y la gente aterrada, como una compacta sombra se le apartaba

Por último, el hombre empezó a sentir los latidos de su  corazón marcando sus implacables pasos; mientras  empezaba a bajarle una terrible pesadez por sus piernas como si fuera cargando el peso de una  enorme cabeza sobre sus  hombros. Para entonces ya  la baba le salía como un río verde por  la destemplada boca, y sentía el aire tibio de su aliento golpeándole tibiamente la cara. Rabiaba, felizmente rabiaba persiguiendo aquella masa humana, que espantada se perdía en   aquel perfecto laberinto de trazos indeterminados,  de ríos anestesiados, de puentes incoloros, de calles consagradas al olvido, de casas comatosas, de calles desabridas, de callejones desahuciados;  que se escondían impecablemente entre las hermosas apariencias  de una ciudad inmediatamente real; y la arquitectura sólida  de una ciudad, definitivamente, imaginaria.


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    De  Cuentos Telúricos © Mario A .Membreño Cedillo 







*Una versión de este texto, ligeramente más extensa fue publicada en el Diario El Heraldo, Sección dominical Siempre, 16 de mayo de 2004.Otra versión ha sido publicada en El Narratorio, Año 1 Numero 2, abril 2016, Argentina.