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Libros: Hombres sin mujeres : Haruki Murakami






E
l timbre del teléfono me despierta pasada la una de la madrugada. Una llamada telefónica en plena noche siempre resulta violenta. Es como si alguien intentase destruir el mundo valiéndose de una brutal pieza metálica. Como miembro del género humano, tengo la obligación de acallarlo. Así que me levanto de la cama, voy a la salita de estar y descuelgo el auricular.
Una voz grave de hombre me da un aviso: una mujer ha desaparecido para siempre de este mundo. La voz pertenece al marido de la mujer. Por lo menos así se presentó. Y me dijo algo:Mi mujer se suicidó el miércoles de la semana pasada y, en cualquier caso, pensé que debía comunicárselo; eso me dijo. En cualquier caso. Su tono me pareció desprovisto de todo sentimiento. Daba la impresión de que dictara un texto para un telegrama. Apenas había silencios entre palabra y palabra. Un aviso puro y duro. La verdad sin ornamentos. Punto.
¿Qué respondí yo? Debí de decirle algo, pero no recuerdo qué. De todas formas, se hizo un silencio. Un silencio como si cada uno nos asomásemos a un extremo de un hondo agujero abierto en el medio de una carretera. Luego él colgó, sin más ni más, sin haber añadido nada. Como si suavemente depositase una frágil obra de arte en el suelo. Y yo me quedé allí plantado, con el teléfono en la mano, absurdamente. En camiseta blanca y bóxers azules.
No sé de qué me conocía. ¿Le habría dicho ella que yo era un “viejo amante“? ¿Para qué? ¿Y cómo es que tenía mi número, si no viene en la guía telefónica? Además, para empezar,¿por qué yo? ¿Por qué tuvo el marido que tomarse la molestia de llamarme e informarme de que ella había desaparecido para siempre? Me resulta difícil creer que ella se lo pidiera por escrito en el testamento. De nuestra relación hacía una eternidad. Y una vez rota, nunca volvimos a vernos. Ni siquiera a hablar por teléfono.
Pero, en fin, eso no tenía importancia. El asunto es que no me dio ni una sola explicación. Él creyó que tenía que informarme de que su mujer se había suicidado. Y en algún sitio consiguió el número de teléfono de mi casa. Pero no vio necesario informarme de nada más. Todo indica que su intención era dejarme en ese punto intermedio entre el conocimiento y la ignorancia. Pero ¿por qué? ¿Pretendería hacerme pensar en algo?
¿En qué?
No lo sé. El número de interrogantes sólo fue en aumento. Como un niño que estampa su sello de juguete sin ton ni son en su cuaderno.
Y es que ni siquiera tenía idea de por qué se había suicidado o cómo había puesto fin a su vida. Aunque hubiera querido averiguarlo, no habría podido. Desconozco dónde vivía y, ya puestos, ni siquiera sabía que se hubiera casado. Como es natural, tampoco sé su apellido de casada (el marido no me dijo su nombre por teléfono). ¿Cuánto tiempo había estado casada? ¿Había tenido hijos, hijas?
No obstante, acepté sin más lo que el marido me había comunicado. No albergaba ninguna sospecha. Tras romper conmigo, ella siguió viviendo en este mundo, se enamoraría (probablemente) de alguien con quien luego se habría casado, y el miércoles de la semana pasada acabó con su vida por algún motivo, de algún modo. En cualquier caso. En la voz del marido había, sin duda, un vínculo profundo con el mundo de los muertos. En la quietud de la noche, fui capaz de sentir esa cruda conexión. Percibí la tirantez del hilo tensado y su agudo destello. En ese sentido, llamarme pasada la una de la madrugada –fuese o no su intención– era la opción correcta para él. A la una de la tarde seguramente no habría causado el mismo efecto.
Cuando por fin colgué el auricular y volví a la cama, mi mujer estaba despierta.
–¿Quién ha llamado? ¿Se ha muerto alguien? –preguntó ella.
–No, nadie. Se han confundido de número –contesté arrastrando las palabras, con voz somnolienta.
Pero ella, por supuesto, no me creyó. Porque incluso en mi tono se percibía un atisbo de muerte. La conmoción que provoca una muerte reciente es altamente contagiosa. Se transforma en un temblorcillo que se propaga por la línea telefónica, deforma el eco de las palabras y hace que el mundo se sincronice con su vibración. Mi esposa, con todo, no añadió nada. Estábamos acostados a oscuras, cada uno pensando en sus cosas, con el oído pendiente de aquella quietud.
De modo que aquélla era la tercera mujer que elegía la vía del suicidio de entre todas con quienes había salido. Bien pensado..., no, no, tampoco hace falta pensarlo tanto, pues la verdad es que es una tasa de mortandad considerable. Apenas puedo creerlo. Porque tampoco he salido con tantas mujeres. Me cuesta entender cómo pueden ir quitándose la vida, una tras otra, siendo tan jóvenes. Ojalá no sea culpa mía. Ojalá no me vea implicado. Ojalá ellas no me tomen como testigo o cronista. Lo deseo de veras, de corazón. Además..., ¿cómo expresarlo?.., ella –la tercera (dado que me resulta incómodo no nombrarla de algún modo, he decidido llamarla provisionalmente M)– no era, en absoluto, una persona con rasgos suicidas. Y es que a M siempre la vigilaban y protegían todos los marineros fornidos del mundo.
No puedo explicar con detalle qué clase de mujer era, dónde y cuándo nos conocimos ni las cosas que hacía. Lamentándolo mucho, aclarar ciertos aspectos me causaría diversos problemas en la vida real. Posiblemente se generarían unas molestias que afectarían a personas (todavía) vivas de su entorno. Así que sólo puedo decir que mantuve una relación muy íntima con ella durante una época, pero que un buen día sucedió algo y nos separamos.
A decir verdad, creo que conocí a M cuando tenía catorce años. En realidad no fue así, pero aquí lo daré por hecho. Nos conocimos en el colegio a los catorce años. Debió de ser en clase de biología. Estaban hablándonos sobre los amonites, los celacantos o algo por el estilo. Ella estaba sentada en el pupitre de al lado. Yo le dije: ¿Podrías pasarme la goma, si tienes? Es que he olvidado la mía, y ella partió su goma de borrar en dos y me dio un pedazo. Sonriendo. Y, literalmente, en ese mismo instante tuve un flechazo. Ella era la chica más guapa que jamás había visto. O eso pensaba yo entonces. Así es como quiero ver a M. Quiero imaginar que nos encontramos por primera vez en un aula. Por la abrumadora y subrepticia intermediación de los amonites, los celacantos o lo que quiera que fuese. Y es que al imaginarlo así, muchas cosas encajan a la perfección.
A los catorce años, yo estaba sano como un producto recién fabricado y, por consiguiente, cada vez que soplaba el cálido viento de poniente tenía una erección. Al fin y al cabo, estaba en la edad. Pero con ella no me empalmaba. Porque ella superaba con creces a todos los vientos de poniente. Bueno, y no sólo a los de poniente: era tan maravillosa que anulaba cualquier viento que soplase desde cualquier dirección. ¿Cómo iba a tener una sucia erección delante de una chica tan perfecta? Era la primera vez en mi vida que me encontraba con una chica que provocaba en mí tal sensación.
Siento que ése fue mi primer encuentro con M. En realidad no fue así, pero si lo pienso de esa manera, todo cobra sentido. Yo tenía catorce años y ella también. Para nosotros fue la edad del encuentro perfecto. Así fue como de verdad debimos conocernos.
Pero luego M desaparece de pronto. ¿Adónde habrá ido? La pierdo de vista. Algo ocurre y, en el preciso instante en que miro hacia otro lado, ella se va sin más ni más. Cuando me percato, ya no está, aunque un rato antes se encontraba ahí. Quizá algún astuto marino la haya engatusado y se la haya llevado a Marsella o a Costa de Marfil. Mi desesperación es más profunda que cualquier océano que hayan podido surcar. Más profunda que cualquier mar, guarida de calamares gigantes y dragones marinos. Me aborrezco. Ya no creo en nada. ¡Cómo es posible! ¡Con lo que me gustaba M! ¡Con el cariño que le tenía! ¡Con lo que la necesitaba! ¿Por qué tuve que mirar hacia otro lado?
Pero, por el contrario, desde entonces M está en todas partes. Puedo verla en cualquier sitio. Sigue ahí, y la veo en distintos lugares, en distintos momentos, en distintas personas. Me doy cuenta. Yo metí la mitad de la goma de borrar en una bolsa de plástico y la llevé siempre conmigo. Como una especie de talismán. Como una brújula que marca el rumbo. Si la llevaba en el bolsillo, algún día encontraría a M en un rincón del planeta. Estaba convencido. Lo único que ocurría era que se había dejado engañar por las sofisticadas lisonjas de un marinero que la embarcó en un gran buque y se la llevó a tierras remotas. Porque ella era una chica que siempre procuraba creer en algo. Una persona que no titubeaba a la hora de partir una goma en dos y ofrecerte la mitad.
Foto
Portada del libro
Foto
Haruki Murakami (Kioto, 1949)Foto tomada de Internet
Intento obtener siquiera algún retazo de ella en distintos lugares, a través de distintas personas. Pero, por supuesto, no son más que fragmentos. Un fragmento es un fragmento, por muchos que se reúnan. El núcleo de M siempre me rehúye, como un espejismo. Y el horizonte es infinito. Tanto en la tierra como en el mar. Yo sigo desplazándome incansablemente tras ella. Hasta Bombay, Ciudad del Cabo, Reikiavik y las Bahamas. Recorro todas las ciudades portuarias. Pero cuando llego, ella ya se ha esfumado. En la cama deshecha permanece todavía el tenue calor de su cuerpo. El fular con adornos de espirales que llevaba cuelga del respaldo de la silla. Hay un libro sobre la mesa, abierto boca abajo. Unas medias algo húmedas se secan en el lavabo. Pero ella ya no está. Los pesados de los marineros del mundo intuyen mi presencia y se la llevan a toda prisa a otro lugar, la esconden. Yo, claro, ya no tengo catorce años. Estoy más moreno y más curtido. Llevo barba y he aprendido la diferencia entre un símil y una metáfora. Pero cierta parte de mí todavía tiene aquella edad. Y esa parte eterna de mí que es mi yo de catorce años espera con paciencia a que un suave viento de poniente acaricie mi sexo virgen. Allí donde sople ese viento, allí estará M.
Ésa es M para mí.
Ella no es amiga de permanecer en un sitio.
Pero tampoco es de las que se quitan la vida.
Ni siquiera yo sé qué pretendo al contar todo esto. Supongo que intento escribir sobre la esencia de algo irreal. Pero escribir sobre la esencia de algo irreal se asemeja a quedar con alguien en la cara oculta de la Luna. Está oscuro y no hay señales. Encima, es vastísima. Lo que quiero decir es que M era la chica de quien debí enamorarme cuando tenía catorce años. Pero en realidad fue mucho más tarde cuando me enamoré de ella y, para entonces, ella (por desgracia) ya no tenía catorce años. Nos equivocamos en el momento de conocernos. Como quien confunde el día de una cita. La hora y el lugar eran correctos. Pero no la fecha.
En M, sin embargo, todavía vivía aquella niña de catorce años. Yacía dentro de ella en su totalidad –no de manera parcial–. Si yo aguzaba bien la vista, podía vislumbrar su figura, que iba y venía dentro de M. Cuando hacíamos el amor, a veces envejecía espantosamente entre mis brazos y otras se transformaba en niña. Siempre transitaba de ese modo por su propio tiempo personal. Me gustaba esa faceta suya. En esos momentos yo la abrazaba con todas mis fuerzas, hasta hacerle daño. Quizá hiciese demasiada fuerza. Pero no podía evitarlo, porque no quería entregársela a nadie.
No obstante, llegó de nuevo el día en que volví a perderla. Y es que todos los marineros del mundo van tras ella. Solo, soy incapaz de protegerla. Cualquiera tiene un despiste en algún momento. Necesito dormir, ir al baño. Incluso limpiar la bañera. Picar cebollas y quitar las hebras a las judías. Necesito revisar la presión de los neumáticos del coche. Así fue como nos alejamos. Es decir, ella se fue distanciando de mí. Detrás, claro, se hallaba la sombra infalible de los marineros. Una densa sombra que trepaba sin ayuda de nadie por los muros de los edificios. La bañera, las cebollas y la presión del aire no eran más que fragmentos de una metáfora que esa sombra se dedicaba a esparcir como quien esparce chinchetas por el suelo.
Seguro que nadie imagina cuánto sufrí, lo hondo que caí cuando ella se marchó. No, es imposible que alguien se haga una idea. Porque ni siquiera yo logro recordarlo. ¿Cuánto habré sufrido? ¿Cuánto me dolió el alma? Ojalá existiera en el mundo una máquina que midiese fácilmente y con precisión la tristeza. Así podría expresarlo en cifras. Una máquina semejante jamás cabría en la palma de la mano. Eso pienso cada vez que mido la presión de los neumáticos.
Y al final ella murió. Me enteré gracias al telefonazo en plena noche. Ignoro el lugar, los medios, el motivo y el objetivo, pero el caso es que M estaba decidida a quitarse la vida, y eso hizo. Se retiró de este mundo real tranquilamente (quizá). Aunque yo pudiese disponer de todos los marineros del mundo y de todas sus sofisticadas lisonjas, ya nunca podré rescatarla –ni siquiera raptarla– de las profundidades del más allá. Si a medianoche escuchas con atención, es posible que tú también percibas a lo lejos el canto fúnebre de los marineros.
Además, tengo la impresión de que, debido a su muerte, he perdido para siempre a mi yo de catorce años. Esa parte ha sido arrancada de cuajo de mi vida, como el número retirado del uniforme de un equipo de béisbol. La han depositado en una robusta caja fuerte con una compleja cerradura y arrojado al fondo del océano. Tal vez la puerta no se abra en mil millones de años. Los amonites y celacantos la vigilan en silencio. El espléndido viento de poniente ya ha dejado de soplar. Todos los marineros del mundo lamentan de corazón su muerte. Así como todos los antimarineros del mundo.
Cuando me enteré de la muerte de M, me sentí el segundo hombre más solo del planeta. El primero, sin duda, es su marido. Le cedo la plaza. No sé qué clase de persona será. No dispongo de ninguna información sobre su edad, a qué se dedica o a qué no se dedica. Lo único que conozco de él es que su voz es grave. Pero el hecho de que tenga la voz grave no me da ningún dato concreto sobre él. ¿Será un marinero? ¿O quizá alguien al que no le gustan los marineros? Si fuese de estos segundos, tendría en mí un aliado. Si fuese de los primeros... aun así contaría con mi solidaridad. Ojalá pudiese hacer algo por él.
Pero no tengo manera de acercarme al que un día fue el marido de M. No sé su nombre ni dónde vive. Quizá haya perdido también el nombre y el lugar. Después de todo, es el hombre más solo del planeta. En pleno paseo, me siento delante de la estatua de un unicornio (la ruta que siempre hago pasa por un parque con una estatua de un unicornio) y, mientras observo una fresca fuente, pienso en él. Intento imaginar qué se siente al ser el hombre más solo del mundo. Yo ya sé qué se siente al ser el segundo hombre más solo del mundo. Pero todavía ignoro qué se siente siendo el hombre más solo del planeta. Entre la segunda y la primera soledad discurre un hondo abismo. Quizá. No es que solamente sea hondo, sino que además tiene una anchura espantosa. Tanto que desde el fondo se eleva una alta montaña formada por los restos de los pájaros muertos que, incapaces de franquearlo de extremo a extremo, cayeron extenuados en pleno vuelo.
Un buen día, de repente, te conviertes en un hombre sin mujer. Ese día sobreviene de repente, sin mediar el menor indicio o aviso, sin corazonadas ni presentimientos, sin llamar a la puerta y sin carraspeos. Al doblar la esquina, te das cuenta de que ya estás allí. Y no puedes dar marcha atrás. Una vez que doblas la esquina, se convierte en tu único mundo. En ese mundo pasan a decir que eres uno de esos hombres sin mujeres. En un plural gélido.
Sólo los hombres sin mujeres saben cuán doloroso es, cuánto se sufre por ser un hombre sin mujer. (...)
Sólo los hombres sin mujeres saben cuán doloroso es, cuánto se sufre por ser un hombre sin mujer. (...) Es la frase final del último de los siete relatos que dan forma al nuevo libro del escritor japonés más famoso en el planeta: Haruki Murakami. Publicado por Tusquets, Hombres sin mujeres tendrá su lanzamiento internacional el 3 de marzo, día en que estará disponible en librerías mexicanas. Este es el tercer conjunto de relatos dentro de su vasta obra; los anteriores fueron Sauce ciego, mujer dormida y Después del terremoto. La traducción –a cargo de Gabriel Álvarez Martínez– se realizó directamente del japonés al castellano, idioma en el que se publica antes de la versión en inglés. Con autorización del sello Tusquets, a manera de adelanto, ofrecemos a los lectores de La Jornada el cuento que da nombre a esa obra

Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2015/02/27/cultura/a04a1cul




Libro: 11 libros que no deben faltar en una biblioteca fotográfica.

coinciden en 11 libros que no deben faltar en una biblioteca fotográfica. 
Hace ya algunos años, en 2001, la Texas Photographic Society publicó un libro editado por D. Clarke Evans y Jean Caslin titulado Building a Photographic Library. El objetivo fue preguntarle a casi 140 fotógrafos, críticos, curadores, coleccionistas y educadores una pregunta sencilla:“¿Cuáles son tus libro de fotografía favoritos?”
building
Blake Andrews revisó cada una de las listas y encontró que estos fueron los libros que se repitieron más (el número indica el número de listas en las que apareció). Agregamos enlaces para comprarlos, aunque muchos no están disponibles mas que en Estados Unidos.
También vale la pena anotar que toda lista es, por naturaleza, limitada e incompleta, pero la publicamos como un punto de partida y, finalmente, que resulta curioso que los autores consultados no hayan coincidido en agregar Sobre la Fotografía, de Susan Sontag, aunque sí mencionaron el clásico Cámara Lucida de Barthes.
1. Robert Frank, The Americans (27) La Fábrica

2. John Szarkowski, Looking at Photographs (17) Amazon USA

3. Edward Weston, Daybooks (13) Amazon USA

4. John Szarkowski, The Work of Atget (10) Amazon USA 

5. Diane Arbus,  Monograph (9) Amazon USA

6. Walker Evans, American Photographs (7) Amazon USA

7. Roland Barthes, Camera Lucida (7) Amazon ESGandhi MX
8. Henri Cartier-Bresson, The Decisive Moment (6) G. Gili  
9. Ansel Adams, The Negative (6) Amazon ES,  Gandhi MX
10. Michael Kenna, A 20 Year Retrospective (6) Amazon ES
11. Josef Koudelka, Exiles (6) Amazon ES

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Fuente: Andrew Blake, Book listas. Disponible en http://blakeandrews.blogspot.mx/2010/11/book-lists.html Consultada el 30 de noviembre de 2014
oscar en fotos.com
http://oscarenfotos.com/2014/12/03/11-libros-de-fotografia-indispensables/#more-27682

Lectura:Las 16 novelas policíacas que deberías leer

Son 16 los mejores libros de la narrativa policiaca, según lista elaborada por Fernando Savater para Babelia del diario El País (España).


Los crímenes de la calle Morgue

Edgar Allan Poe

Suele decirse que la vida de Edgar Allan Poe fue desventurada, por la pobreza, el alcohol y su neurosis. Pero eso es mirar las cosas desde fuera: nunca sabremos la dicha envidiable que le procuró escribir El escarabajo de oro o El extraño caso de Mr. Valdemar. Lo indudable es que inventó el género detectivesco: el perspicaz diletante Auguste Dupin y su fiel cronista prefiguran ya a Holmes y Watson, Poirot y Hastings, Philo Vance y Van Dine… En esta novela corta aparecen el criminal imposible, el desconcierto de los testigos y un ambiente fantasmagórico, inolvidable. La Rue Morgue no está en París, pero el París finisecular está en esa sombría callejuela literaria. Un corresponsal francés preguntó a Lovecraft cuándo había viajado al París que ambientaba uno de sus cuentos y HPL repuso: "With Poe, in a dream”.


La piedra lunar

Wilkie Collins
Borges aseguró que ésta es "la novela policial más larga que se ha escrito y probablemente la mejor". Sin duda no es ya la más larga, dada la desventurada manía actual de estirar las tramas para ofrecer frescos sociales de toda Suecia o de la Rusia zarista, pero sigue siendo de las mejores. Wilkie Collins, amigo y competidor de Dickens (cuya última novela, inacabada, también es un enigma: El misterio de Edwin Drood), utiliza magistralmente los recursos del folletín para narrar el robo de un diamante fabuloso y maldito. No faltan indios misteriosos, amores angustiados, fumaderos de opio, crímenes, suicidios... ni el primer mayordomo del género, el simpático Betteredge. El gran detective, el sargento Cuff, fracasa en su primer intento de resolver el embrollo y se ausenta del relato para reaparecer al final con la explicación genial...


El sabueso de Baskerville

Arthur Conan Doyle
Quizá en toda la literatura moderna no haya pareja más eternamente reconocible que Sherlock Holmes y Watson. Un siglo después de su primera aparición, siguen protagonizando aventuras que imitan a las originales o les hacen viajar por el mundo y por el tiempo, hasta por el espacio intergaláctico... A diferencia de nosotros, sus lectores, ellos sólo conocen la muerte seguida de inmediata resurrección. De hecho, esta novela fue escrita por Conan Doyle tras su primer intento frustrado de liquidar al héroe. Una vez leída, ya nunca olvidamos el páramo de Dartmoor, con sus traidoras arenas movedizas, ni el aullido nocturno del perro espectral. La emoción, la intriga, el peligro y la deducción se combinan en el relato de tal modo que podemos concederle sin exagerar la inusual categoría de perfecto.

El misterio del cuarto amarillo

Gaston Leroux
Un poco al modo de Ramón del Valle-Inclán, Gaston Leroux reflejó el mundo en los espejos deformantes de su personal callejón del Gato... Sus novelas presentan situaciones desaforadas, truculentas o macabras, por lo general barnizadas con un especialísimo humor. Y a veces con rara fuerza poética, como su admirable El fantasma de la ópera, una obra maestra de la que la mayoría sólo conoce versiones cinematográficas o musicales. Creó el personaje de Rouletabille, un periodista que viaja por países y enigmas como una especie de Tintín adulto. Precisamente su primera aventura es este libro, que también inaugura un subgénero ilustre: el crimen aparentemente imposible en una habitación cerrada. La continuación de este misterio fue El perfume de la dama enlutada, inferior en todo a la primera parte salvo en el título.


Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes

Maurice Leblanc
El éxito popular de Holmes exigía inevitablemente la aparición de héroes delincuentes de rango semejante. El propio Conan Doyle inventó al profesor Moriarty, genio del mal cuya diabólica destreza a punto está de liquidar al hombre de Baker Street. Otros autores patentan protagonistas "buenos", aunque persigan la justicia desde fuera de la ley. Por ejemplo Raffles, un ladrón no carente de código del honor creado por el mismísimo cuñado de Conan Doyle. En los años cincuenta del siglo pasado aparece el Barón, otro ladrón de joyas -fruto de la imaginación de Anthony Morton- que siempre se enfrenta con criminales peores que él. Entre todos destaca el caballero Auguste Dupin, seductor y defensor de los débiles, elegante, cosmopolita... muy francés. Y que logra cantarle las cuarenta al bárbaro anglosajón.

El candor del Padre Brown

G. K. Chesterton
Las novelas de misterio suelen tener dos modelos de protagonista: el detective amateur (sofisticado, extravagante, genialoide) y el inspector de policía (tenaz, metódico, de apariencia gris, incorruptible). En ninguno de los dos encaja el Padre Brown, un curita humilde, bonachón y con algo de retranca. Todo crimen es, claro, un delito pero también un desafío moral: un pecado. El Padre Brown se plantea ante todo tal desafío y resuelve los casos gracias a su experiencia humana de confesionario, aliada a una enorme perspicacia. Todos los enigmas que afronta son paradójicos y rebosan imaginación humorística, porque tales son las características de su incomparable autor, el entrañable británico G. K. (iniciales de Gilber Keith) Chesterton al que veneran los creyentes y adoramos los paganos...

El asesinato de Rogelio Ackroyd

Agatha Christie
Esta página de novelas de misterio excelentes podría haberse completado sin desdoro sólo con las de la tía Agatha, porque al menos un tercio de las que escribió merecen figurar aquí.
Christie dominó como nadie el arte de introducir el mal en lo cotidiano y borrar las pistas: uno de sus trucos favoritos fue que el criminal resultara a fin de cuentas el primer sospechoso, al que el lector resabiado descarta de entrada.
A diferencia de otras autoras del género, Agatha Christie no se enamoró de su pluscuamperfecto Hercules Poirot y siempre le dedicó una mirada irónica y a veces algo cruel.
En El asesinato de Rogelio Ackroyd, la británica se superó a sí misma y de paso desconcertó a los teóricos de la voz narrativa.

Los nueve sastres

Dorothy L. Sayer
El género de misterio es el favorito de las damas: además de Agatha Christie, lo han cultivado muy bien Ngaio Marsh, Margery Allingham, P. D. James, Ruth Rendell, Ellis Peters o Patricia Highsmith, entre muchas. Pero quizá ninguna mejor que Dorothy L. Sayers, cuyas tramas no sólo son ingeniosas sino inusualmente verosímiles.
Dorothy L. Sayers fue una escritora fina y cultivada (tradujo a Dante), capaz de crear ambientes y personajes realmente creíbles, de lo que es buen ejemplo Los nueve sastres, esta intriga memorable de campanario. Pero ella, ay, sí que se enamoró de su protagonista, el aristócrata lord Peter Wimsey, que suele resultarle al lector menos irresistible que inaguantable por exceso de sangre azul.


El tribunal de fuego

John Dickson Carr
John Dickson Carr, el más inglés de los autores de misterio, nació, lógicamente, en Pensilvania (para compensar, el más americano de los escritores de novela negra, James Hadley Chase, nació y vivió siempre en Londres). Sus novelas, casi todas teñidas de humor, se centran sobre casos aparentemente imposibles: cuartos cerrados o inaccesibles, armas inencontrables...
Una de ellas presenta un crimen con múltiples testigos y hasta filmado por una cámara, pero no menos insoluble. Alternó dos protagonistas: el doctor Gideon Fell, álter ego de Chesterton, y sir Henry Merrivale, sosias de Churchill. A veces juega con apariencias sobrenaturales, como en este relato, El tribunal de fuego, que tiene dos soluciones, una racional y otra mágica.


El monasterio encantado

Robert van Gulik
A partir del éxito de El nombre de la rosa ha proliferado de modo inaguantable la novela de misterio cum novela histórica: hoy padecemos detectives romanos, griegos, egipcios, medievales, barrocos, románticos, etcétera... Nada tienen que ver con esa moda los relatos del juez Ti (siglo VII después de Cristo en China), obra del antropólogo holandés Van Gulik (célebre por Historia de la sexualidad en la Antigua China, cuyos pasajes escabrosos estaban transcritos en latín). No sólo están bien ambientados en el pasado oriental que su autor conocía como nadie, sino que son tramas intrigantes y divertidísimas a la altura de lo mejor del género. Ni una de las novelas de Van Gulik es mediocre o decepcionante pero elijo El monasterio encantado porque en ella sale además un oso feroz, recompensa colateral muy de mi gusto.


El caso Saint-Fiacre

Georges Simenon
La Academia Sueca perdió el pasado siglo una oportunidad dorada de ser justa y hacerse popular juntamente al no conceder el Nobel al belga George Simenon. Quizá escribió novelas malas pero yo, que he leído tantas suyas, nunca tropecé con ellas. Su comisario Maigret es un arquetipo: los inspectores del género nacen a su imagen y semejanza, como los detectives a la de Sherlock Holmes. Pesado, serio, pesimista, tragón y gruñón, Maigret no es un personaje sino una persona. Sus casos son naturalistas y a menudo sórdidos, pero literariamente irresistibles: nadie menos luminoso que él y sin embargo da a luz una forma ambigua de justicia. Los criminales quieren engañar a la sociedad, la tarea de Maigret es desengañarnos aunque nunca nos deje tranquilos.


El hombre demolido

Alfred Bester
El género policiaco o de misterio se ha revelado como el más portátil de todos: arraiga en los suelos geográfica o históricamente más diversos. Lo difícil es que el decorado no termine prevaleciendo sobre la intriga.
También ha encontrado albergue ocasional en la ciencia ficción y no sin aciertos indudables, como Una investigación filosófica, del escocés Philip Kerr. Pero el clásico indudable del subgénero sigue siendo esta novela de Alfred Bester, El hombre demolido, escrita en los años cincuenta del siglo pasado (lo que nos permite medir al leerla lo ayer imaginable e inimaginable de nuestro presente).
Además de la originalidad de su intriga y de su estilo, El hombre demolido contiene un imprevisto alegato final contra la pena de muerte.

El percherón mortal

John Franklin Bardin
Descubrí El percherón mortal, esta novela magistral, como tantas otras cosas buenas, gracias a Guillermo Cabrera Infante. Si el adjetivo "alucinante" puede aplicarse con razón a algún relato es a éste. Aquí se codean las apariencias sobrenaturales con la amenaza de la locura, cuya naturaleza apenas conocemos. Sólo puedo decir que no se parece a ninguna otra obra del género y que Edgard Allan Poe o Robert Louis Stevenson la hubieran firmado gustosos.
El estadounidense John Franklin Bardin escribió otras novelas más o menos policiales, siempre interesantes y todas impregnadas por el temor a la demencia que le obsesionaba pero ninguna a la altura de la pesadilla del temible percherón.

El nombre de la rosa
Umberto Eco

En principio, la idea de un reputado semiótico metido a novelista de misterio es más bien alarmante: pero Umberto Eco salió con bien de este insólito reto, lo que ya no puede asegurarse -a mi juicio- del resto de sus incursiones en el campo de la ficción.

La combinación de erudición, teología y humor del escritor italiano funciona aquí perfectamente al servicio de una intriga que no falla ante las exigencias del género.Lo único que cabe deplorar es que el enorme éxito de su popular novela El nombre de la rosa incitase a cientos de imitaciones seudohistóricas que pocas veces -las obras de fray Cadfael de Ellis Peters son una de las excepciones- merecen ni de pasada comparación con ella.



Huye rápido, vete lejos

Fred Vargas
(Probablemente Fred Vargas (Frédérique Audouin-Rouzeau))
es considerada una escritora menor por los mismos que toman monumentos de aerofagia tipo Las benévolas de Jonathan Littell por gran literatura. Yo, en cambio, la tengo por una de las mejores novelistas francesas del momento, en cualquier género y categoría.
Sus misterios están llenos de inventiva, de observación, de ironía, de personajes memorables y de fantasía truculenta a lo Gaston Leroux. Y su inspector Adamsberg es un tipo con el que nadie sensato desdeñaría tomar un trago cualquier tarde. Huye rápido, vete lejos, además, presenta un retrato urbano que logra hacer con París lo que Woody Allen suele conseguir de Manhattan, lo cual no es poco.


Corpus delicti

Andreu Martín
Aunque gran parte de las novelas que hoy se escriben en España no logran prescindir de los templarios o la Guerra Civil en sus argumentos, algunos audaces intentan y consiguen aceptables novelas de misterio: Manuel Vázquez Montalbán, Alicia Giménez Bartlett, Juan Madrid o José María Guelbenzu.
Mi preferido es Andreu Martín, autor prolífico que no ha desdeñado también cultivar -solo o en compañía de otros, como dicen los atestados judiciales- el relato para jóvenes. Corpus delicti es mi preferido de los suyos: el retrato espléndido y muy documentadamente veraz de un asesino en serie inglés visto "desde dentro", con matices crueles que no desdeñaría la Highsmith y un cierto regusto de los villanos empecinados pero llenos de angustia de Shakespeare

Fuente: http://elpais.com/diario/2008/01/05/babelia/1199494217_850215.html
http://revistaelazarinmovil.blogspot.com/2012/03/las-16-novelas-policiacas-que-deberias.html

Libros: Top 7 de libros prohibidos de la historia reciente


     

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La historia literaria siempre ha tenido sus libros de culto y sus libros de infamia. Ya sea por razones políticas, religiosas o sexuales, estos últimos son espejos de una parte de la sociedad que no quiere verse al espejo. Y esa “parte de la sociedad” casi siempre ha tenido el poder de prohibir y elegir lo que la población debe leer. Esta lista es importante en tanto que sigue reflejando tintes de nuestra humanidad más profunda y del estado  político en el mundo, pero también es una celebración de la libertad de expresión, que no lleva mucho tiempo entre nosotros.
 1. Lolita, Vladimir Nabokov (1955)
 Un hombre de cuarenta y tantos llamado Humbert Humbert vive obsesionado con la belleza de las niñas de 12 a 14 años (o “nymphets”, como él las llama).  Cuando se muda a un pueblo en Nueva Inglaterra se enamora perdidamente de la hija de 12 años de Charlotte Haze, con quien se casa, y desea secretamente a la niña hasta que logra escapar con ella para esconder su verdadera relación.

Por qué la prohibieron: Después de que el editor del Sunday Express dijo que era “el libro más sucio que había leído”, en 1955 el Home Office retiró todas las copias del libro con el argumento de que era pornografía. Los franceses lo prohibieron al año siguiente.
2. La metamorfosis, Franz Kafka (1915)

Un día, Gregorio Samsa despierta y se da cuenta que se ha convertido en un insecto gigante. Así comienza el aislamiento de su familia, su amada y el resto de la sociedad, al punto en que lo encierran en su cuarto y se olvidan por completo de él.
Por qué lo prohibieron: Toda la obra de Kafka fue prohibida durante el régimen nazi y soviético; también lo prohibieron en Checoslovaquia porque el escritor se rehusó a escribir en checo (sólo escribió en alemán).

3. Psicópata americano, Brett Easton Ellis (1991)


Patrick Bateman es un impecable hombre de negocios que, poco a poco, va revelando al siniestro monstruo que esconde dentro.
Por qué lo prohibieron: Cuando apareció en 1992,Alemania lo clasificó como nocivo para menores y restringió sus ventas. Fue prohibido en Canadá hasta hace muy poco y está prohibido en el estado Australiano de Queensland (en los demás estados, está prohibido para menores de edad).

4. Los versos satánicos, Salman Rushdie (1988)

Después de sobrevivir a un avionazo, el expatriado indio Gibreel Farishta, una superestrella de Bollywood, tiene que rehacer su vida mientras que al otro sobreviviente, Saladin Chamcha, se le destruye la vida.
Por qué lo prohibieron: En la comunidad islámica muchas personas pensaron que era blasfemo. En Venezuela te encarcelaban durante 15 meses si te veían leyendo el libro y en Japón te multaban si vendías su versión en inglés.

5. Matadero cinco, Kurt Vonnegut (1969)

 Billy Pilgrim es un soldado americano mal entrenado y desorientado, que es capturado por los alemanes durante la Batalla de las Ardenas y llevado como prisionero a Dresden. Albergado en un matadero en desuso conocido como “Matadero cinco” él y otros prisioneros, junto con algunos guardias alemanes, se esconden en una bodega profunda protegiéndose de los bombardeos de la guerra. Durante este periodo Pilgrim comienza a ver visiones de su pasado y futuro e, incluso, de su muerte.
Por qué lo prohibieron: Estados Unidos decidió relegarlo a los 100 libros más controversiales de Norteamérica de la American Library Association, lo cual impedía que los niños estuvieran expuestos a él.
6. Trópico de Cáncer, Henry Miller (1934)


El libro sigue la vida de su autor, Miller, quien en ese momento era un escritor con demasiados problemas financieros. Escrito en primera persona, el narrador cuenta sus encuentros sexuales con amigos y colegas, lo cual fue una exposición abrupta de americanos expatriados viviendo en Francia.
Por qué lo prohibieron: Casi tan pronto como salió, la Corte Suprema de Pensilvania lo declaró “un hoyo de putrefacción, una reunión resbalosa de todo lo que está podrido en el debris de la depravación humana”. Definitivamente no estaban listos para que George Orwell luego lo declarara “el libro más importante de los años 30”.
7. Las uvas de la ira, John Steinbeck (1939) 

La historia cuanta la familiar historia de los efectos de la Gran Depresión en los pobres de Estados Unidos. Enfocada en los Joad, una familia de aparceros, la novela relata la devastación que sufren mientras se van a California a buscar tierra, trabajo y dignidad.
Por qué la prohibieron: Aunque fue un preferido de la élite literaria, en Estados Unidos fue prohibido públicamente y quemado en masa por el público general. Las personas estuvieron asombradas por la descripción de la pobreza extrema.
Fuente: CREADESS
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