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Next Door*, un cuento de Alvaro Calix** Cuento ganador del I Certamen Literario Internacional Coquimbo 2016. Honduras



Suena el timbre, no es en mi apartamento, supongo que son los nuevos vecinos. Dos timbrazos cortos, espaciados; luego un par bastante largos. Por fin alguien abre la puerta, escucho ruido de tacones altos, sí, tacones altos entrando al apartamento, pasos cortos, presurosos. La puerta se cierra de golpe. Pasan de las doce de la noche, será mejor que me vaya a la cama, mañana podría ser un día ajetreado en la librería, mientras duren las rebajas en los textos de mercadeo y finanzas. Además, el tráfico sigue siendo un nudo por las reparaciones en el Puente Catarina. Quizás no va a ser una noche tranquila, los gritos desde la pieza de al lado comienzan a escalar, no alcanzo a entender que se están diciendo los tortolitos. La vajilla  se despedaza en el piso que imagino ha de ser de cerámica, como el mío. ¡Ya paren, por favor!
Me voy al dormitorio. Da lo mismo, la pared comunica directo con la sala del apartamento contiguo.  En la pared se estrellan a saber qué bólidos, quizá zapatos, bolsos, qué sé yo. El primer acto fue sin duda estridente, digno de una tragicomedia barata de las que pasan en el teatro de la esquina. Ya es hora de que no vuelva a poner mis pasos en ese entablado de medio pelo, por cómo están las cosas no vale andar tirando los pesos. Parece que la riña acabó, aprovecho para lavarme los dientes y ponerme la ropa de dormir que guardo en la funda de la almohada. No hay suerte, quién me manda a ser porfiado, vuelvo a escuchar un portazo que rebota en mis tímpanos, enseguida patadas y forcejeos para abrir la puerta de lo que supongo es el dormitorio de los simpáticos vecinos. La mujer se encerró en la habitación, presumo;su compañero quiere entrar a como dé lugar. Aunque podría ser al revés, cómo saberlo. De nuevo el palabreo, con ese tonillo tan coloquial que sisean los que vienen del oriente de este país; sigo sin entender de qué va la cosa.
Las voces se apagan y dan paso al llanto de la mujer, mejor cambio la palabra, bramidos. Cualquiera diría que la están quemando a las brasas. Al final la puerta cede a las embestidas, o será que la persona que está adentro la abrió a su riesgo. Los sentidos nos traicionan e hilamos lo que la mente quiere o puede completar, en este caso el resultado es el mismo: la puerta se abrió. Trazos cortos de silencio se mezclan cada tanto con gritos esporádicos, un ritmo moderado que no deja de ser tenso. Vuelve la marejada.Los objetos siguen chocando en la pared, esa que por desgracia linda con mi habitación. Adivino también el cristal de algún armario hecho astillas. Si al menos pudiese mudarme a un condominio No kids no Pets, pero este es el más barato que pude encontrar y aun así me jala medio salario, sin contar el pago de los servicios públicos. La guerra no da tregua, a ese paso van a derribar el tabique. Qué dirán los otros vecinos… Nadie va a decir nada, hasta donde sé en este piso, además de nosotros, solo vive la viejita del 508, la que se levanta antes de las siete para ir a caminar al parque del otro lado de la estación de buses. Es un parque pequeño, con el pasto alto; tiene un sendero al contorno que los visitantes aprovechan para trotar o caminar. También lo usan para sacar a pasear a los perros, pero alguna gente no limpia las heces y una vez, mejor dicho, la única ocasión que visité el parque me traje un recuerdo en la planta de los zapatos. A veces veo a la señora desde la ventana de mi cuarto, hay que ver como se afana en cuidar la figura, será que piensa vivir otro siglo. Lamento ser tan sangrón, en verdad debería reconocer el tesón de la septuagenaria, es probable que su corazón esté mejor que el mío, si juzgo por el cansancio que experimento cuando me animo a subir las gradas que dan a este quinto piso del condominio.
Quisiera pensar que es una rencilla ocasional,de esas que nublan de repente los días claros y que, pese al ventarrón, no pasan de ser chubascos. Si uno cavilase llega a la conclusión de que las discusiones son buenas de vez en cuando; quizás, aunque suene contradictorio,  me gustaría tener al lado una persona con quien disputar algún argumento o punto de vista sobre asuntos cotidianos. ¡Por Dios! no puedo dormir y la mujer lleva la peor parte.De cualquier modo, juzgo inoportuno salir y plantarme así como así a su puerta y decirles que dejen de fastidiar.  Dejo el dormitorio y voy a sentarme en la silla frente a la mesita del teléfono, es una mesita simpática, de cedro, casi nueva que me encontré en el mercado de pulgas. Ignoro cuál es el número de ellos. Pienso que es mejor llamar a la gendarmería del edificio, busco el número en la libretita marrón junto al aparato. Le doy vueltas a la cosa, al parecer no tengo otra opción. ¿Qué pasa?...marco y marco y nadie contesta, será que se volvió a dormir el centinela, cómo no va a despertarse con los timbrazos. Al otro lado, el llanto se reanuda. Ni modo, últimorecurso,telefonear a la policía;si se toma en cuenta que soy extranjero, no me conviene andar llamándola, es cierto, pero quién dudará de que este es un caso de fuerza mayor.
Tal como temí me pidieron el número y mi nombre, no sé mentir; además ellos saben desde que teléfono uno llama para poner la denuncia. Les repito la dirección: Condominio Tarqui, apartamento 504, Avenida Sucre y Nariño. Y está seguro de que no es un mal entendido de su parte, preguntaron al otro lado de la línea. Me quité el teléfono de los oídos y lo dirigí hacia la pared vecina, qué más evidencia, señor policía. Vuelvo a la cama, esta vez me pongo tapones en los oídos, fue una buena idea comprarlos el año pasado cuando vivía más al norte, en aquella manzana poblada de discotecas y bares que no cejaban en alborotar la paz de las noches. Hasta que tuve que mudarme. Bueno, de aquí en más el asunto queda en manos de la autoridad, ojalá que venga. Confieso que no es fácil conciliar el sueño;aunque se han espaciado los gritos, es cierto, encendieron la tele con el volumen al tope. Una película en la que para variar sobran los tiroteos. Aun así bostezo y caigo en un letargo que ajusta para descansar, aunque no logre dormir. Las balaceras tornaron a carcajadas y luego a presentaciones musicales, pero ya con un volumen que juzgo prudente. Esta vez el timbre suena en mi apartamento, eso creo. A tientas enciendo la luz de la lámpara de noche y me acomodo el pantalón de emergencias, busco la boina y camino hacia la entrada para ver quién vive. Me cuido de no destrabar la cadena de seguridad; el inspector se identifica cuando le pregunto su nombre. Su voz chillona, como la de los viejos discos rayados, casi me arranca una carcajada; muerdo los labios para contenerme. Abro y le digo que pase; prefiere quedarse afuera. Usted nos llamó para denunciar una riña en el edificio Sí, fui yo, en el departamento 504, como se los dije. ¿Seguro que no lo soñó?, mi compañero y yo estuvimos con la pareja y no vimos indicios de que hubiesen peleado o algo por el estilo, por cierto… ¿suele usted poner denuncias a la policía?, me imagino que usted vive solo. No… quiero decir, sí vivo solo, pero no acostumbro denunciar… de hecho es la primera vez. ¿De dónde es usted?, digo por el acento. Señor oficial, si quiere voy por mi pasaporte y mi permiso de trabajo; y le aseguro que esos dos se estaban dando en la madre, yo me preocupé por la mujer, no paraba de llorar. Bueno, amigo, nos tenemos que ir, cerciórese antes de poner una denuncia, no nos damos abasto y hoy parece ser un martes caliente, quién sabe por qué, seguro por el festival, no es cierto.
Durante la jornada en la librería, no dejé de bostezar cada tanto; la noche de ayer me pasó un poco la factura. Varias veces a lo largo del día pensé que la mujer del 504 a estas alturas habría colmado su valija y la imaginaba sola en el andén de la terminal esperando su bus de provincia. Para qué negarlo, también yo a veces me veo con la maleta parado en la estación tomando ese autobús que me devuelva al país de cuna, pero ya la vida está hecha y mejor prefiero sentarme en la banca y recordar el litoral, como dice la canción. También especulé si, por el contrario, ella se atrevió a denunciar al marido, hay que tener valor para hacerlo, aun en estos tiempos. Por momentos perdía de vista la línea divisoria entre mis ganas de dormir a pierna suelta y la sana preocupación por la suerte de la dama. Los dos intereses, creo, no se contraponen.
Qué alivio siento al poner el último cerrojo en la librería. Mi jefe tuvo hoy la cortesía de ofrecerme jalón. De paso a su casa, apenas tiene que desviarse unas cuadras para acercarme, el problema son las filas del tráfico en horas pico. Mi jefe es en realidad un buen jefe. A veces se compadece de este pobre empleado y se toma alguna deferencia conmigo; aunque lo que necesito es un aumento, si se me permite decir. Durante el viaje en el auto, él casi no me ha dirigido la palabra, no es que éste molesto o algo así. Deben ser esas deudas con el banco. Me bajo de su carro y camino medio kilómetro, más o menos. Las ciudades son cada vez más puros mercados, y escondidito en un palmo su centro histórico donde se ufana la gente de unas cuántas joyas de la corona. El resto es patético, calles abarrotadas de autos, gente enlatada en autobuses de regreso a casa y mercado, más mercado, puro mercado.
Llego a las siete y media al edificio de apartamentos, recién ha oscurecido. En el vestíbulo del edificio me quedo platicando un rato con Jonás, el guardia de turno;por cierto le pregunto si ayer tenían descompuesto el teléfono. Dice que no.Pronto la plática se desliza hacia el anuncio de la reparación de la cisterna de agua que van a hacer la semana que viene. El guardia me entrega la notificación y firmo en la ficha de control. Sugiere que tenga lista para el próximo jueves alguna cubeta en la que recaudar agua. No tengo cubetas y tendré que pensar en cómo hacerme de una, espero que no toque comprarla, para gastos estoy hasta la coronilla. Una pareja entra al edificio y sin saludar al guardia pasa directo a los elevadores;van abrazados,son una melcocha. Le pregunto a Jonás si se trata de nuevos inquilinos. Sí, responde, sus vecinos del 504. Volteo de prisa la mirada al ascensor, todavía están esperando que baje la cabina. ¿No los conoce todavía?, se sorprende el guardia. Sin dejar de verlos, le respondo a Jonás, usted sabe cómo es la vida en estos edificios, uno apenas media palabra con los vecinos. Los dos visten jean azules, de esos que tienen la apariencia de pantalones viejos sin serlo; lo parecen por los lamparones que les ponen en el diseño. Para una persona un poco aedada como yo, esas modas resultan temerarias. Noto que la mujer es medio morocha, más bien bajita y con una cabellera algo grande para su porte; esta vez no anda tacones, ahora calza tenis rojos, tendré que decir muy sucios, salpicados en el fango de a saber qué arrabal. El muchacho es apenas una pulgada más alto que la mujer, cara lampiña, con una camiseta ajustada sobre un cuerpo que deja entreverla afición por los gimnasios. ¿A qué se dedicará? Sus tenis, blancos con punta azul, distan de verse tan asquerosos como los de la joven. Son unas criaturas, no entiendo porque la gente se apresura a amarrarse, será que piensan que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina.A propósito de fin del mundo, cuánta gente hizo pucheros la semana pasada porqué ganó ese tal Trump… Tampoco la otra era buena ficha, y esa sí que era gatillo alegre. Ojalá la moneda se hubiese quedado en el aire. Como sea, no es mi problema, ni lo uno ni lo otro. Me despido del guardia.Antes de irme al apartamento, pienso que es buena idea pasar por la panadería que está justo al frente del edificio. Con el día que he tenido, apenas probé bocado.
Compro una hogaza de pan campesino, servirá para la cena y, con suerte, para el desayuno. Todavía está calientito, de la horneada de la tarde. No pierdo oportunidad y me quedo un rato en la panadería para tomarme un café con leche en una de las mesas acomodadas junto a la ventana, hoy están vacías. Desde aquí puedo ver todavía la costra parduzca del edificio de apartamentos, pide ya que le den una mano de pintura, aunque sea para eso les debería alcanzar la alícuota. En este local a veces encuentro a un señor, ya mayor él, que me saluda cuando quiere y, si anda de buenas,le da por contar sus aventuras de cuando vivió más de veinte años en Estados Unidos, en Baltimore para ser más preciso.En esa misma ciudad yo me la pase casi un año, hace ya un buen tiempo. Él anciano habla hasta por los codos, a mí se me da escuchar. Suelo pensar que me habla de una ciudad distinta a la que yo conocí, por poco me dice que las calles están pavimentadas con oro. Las ciudades se ven distintas según el punto cardinal donde uno esté. Baltimore es un caso muy especial. Pero esta vez toca beberme solo el café, mirando el penoso tráfico de la noche. Se la pasa uno bien aquí, es un lugar barato y el piso siempre está limpio. Lo mejor es que me queda a un paso. El dueño de la panadería me hace señas porque ya va a cerrar. Pago el café con el importe exacto. Al entrar al condominio, le digo buenas noches al guardia que releva a Jonás; no le sé el nombre, tengo que confesar;si lleva diez días es mucho. Siempre enfundado en su gorro pasamontañas, ocupa el lugar de Hilario que se fue así de repente, de un día para otro,  a ver si se le daba entrar a los Estados Unidos, porque a España no volvía ni loco, le escuche decir una vez. Sospecho que ahora muchos estarán asustados con ese  muro que “planean” construir en la frontera gringa. Pero a mí eso me da risa, no se dan cuenta que el muro hace tiempo está en pie. Quién quita y mañana sean ellos los que tengan que cruzar ríos, desiertos y saltar muros para refugiarse en el sur.
Por suerte, no tengo que esperar demasiado tiempo el ascensor. Ceno con el pedazo de pan y un poco de crema, repito otra tacita de café, esta vez sin leche ni azúcar. Como me gustaría ahorita acompañarlo con un par de rosquillas de Sabanagrande, sentir la fusión del queso con el maíz y deshacerlas en el café. Qué cosas se me ocurren, pronto será más fácil que las imprima en 3D que mandarlas a traer a mi país. Aunque estoy molido, pienso que es buena idea leer un rato la novela pendiente, un largo monólogo de un escritor que se apellida Chefjec. No es una novela de las que venden en mi librería ¡qué más quisiera yo!, me la trajo un amigo al que se le da viajar por el continente y no escatima a la hora de frecuentar las estanterías raras. Los ojos se me cierran y creo que voy a dormirme, aquí en el sofá, con la cortina corrida, mirando la ciudad y sus brotes de luces; o quizás me trasmute al parque del sur de Brasil de la novela entre mis manos. Ya me levantaré más tarde para cepillarme los dientes.
Al principio pensé que estaba soñando, acaso el policía de anoche tendría razón, pero compruebo lo contrario, que son reales, si es que eso puede ser dicho, los palabras fuera de tono y la renovada artillería en el cuarto de al lado. Esta vez no he escuchado tacones ni timbrazos. Bueno, admito que me dormí, por lo tanto no sé con certeza si esos dos incidentes se repitieron o no, el caso es que otra vez tengo que tragarme el bochinche. Es  la una de la mañana, no se mide la gente. Debo decir al menos que la pelea de esta noche entrevé menos revoluciones que la de ayer, igual uno no deja de alarmarse. Dudo si hoy debo también llamar a la policía, o quizás solo al guardia de turno de la planta baja. No lo tengo claro,tal vez esos muchachos necesitan sentarse con alguien que se las baraje, que les haga ver que nada, o casi nada, merece que perdamos los estribos. Total, la esferita gira queramos o no.Si yo supiese qué decirles, seguro lo haría, pero qué puede decirles un hombre encerrado entre las paredes de su apartamento y las de una librería venida a menos. Soy el menos indicado. Ahora que si no tuviera otro remedio, al menos les diría que se lo pensasen, que a ese ritmo van a detonar su guerra mundial y nada será capaz de reconciliarlos, que se la tomen con calma y vayan al parque a respirar el aire estival, que caminen por esas calles a media luz de la ciudad vieja y, solo después de ver la luna, se vayan luego a casa mirando las cosas con otra tonalidad. Pero quién soy yo para decirles nada. Además, la verdad, no debería importarme lo que ellos hagan, solo pido que por favor me dejen dormir. Buena falta me hace. En esos pensamientos me encuentra el sueño otra vez y no puedo evitar las ganas de cerrar los ojos. Mañana será otro día, eso dicen.
La cereza en el pastel, faltaba más, de nuevo les da por encender la televisión. Ahora son unos desaforados comentaristas de un canal latino en los Estados Unidos, no logran todavía reponerse del mazazo. ¡Madre mía!, sí son las cuatro de la mañana. Sospecho que hoy no podré librarme de las jaquecas que vienen tras una mala noche; pocos saben lo mucho que me cuesta ir a los velorios. Tampoco quiero tomar las pastillas que me recetó el último doctor que visite en el hospital. Estoy harto de las pastillas y de los jarabes. ¡Un momento!, sospecho que lo que me ha despertado no es la tele sino el ruido de sirenas allá afuera, qué lata da la gente con sus líos. Aunque no fuese en las zonas que están en boga,  con un poco más de billete alcanzaría para mudarme a sitios más distinguidos, así no cenase más que pan con crema. Pero a cómo va la librería pedir un aumento está en mandarín. Ruego que tampoco se trate de un incendio, porque huele a quemado, aunque el olor podría venir de las zacateras de los cerros aledaños. No hay verano en que no ardan, prenderles fuego parece ser deporte nacional. Dicen los más veteranos que el clima de estas sierras ya no es lo que era antes. Hasta la neblina se ha vuelto perezosa y se hace rogar para bajar a la meseta. Ojalá no sea un incendio. Sin encender la luz me asomo a la ventana, noto que hay una patrulla y una ambulancia enfrente del edificio. También escucho ruido en el pasillo, frente a mi apartamento. Si al menos en el condominio las puertas tuvieran mirillas para ver quién merodea o toca el timbre. Vestido aún con la ropa de ayerme levanto medio zonzo, busco la salida para abrir la puerta sin quitar la cadena de seguridad. Distingo un par de policías, no son los mismos de la otra noche. En seguida escucho el jaleo de radio-comunicadores, con sus pitidos entrecortados. Quién me manda de curioso, uno de los policías toca la puerta y me ordena salir. Vuelvo por mis sandalias y salgo al pasillo, el policía ya no está parado enfrente; me acerco ala baranda y de reojo noto la puerta entreabierta en casa de los vecinos del 504. Las luces están encendidas, hay varias personas adentro: policías, un par de enfermeros, y sentada en el sofá la septuagenaria del cuarto de enfrente. Avanzo unos pasos y desde el umbral de la puerta veo a la mujer de cabellera enorme, con una bata rosa, sentada en el piso contra la pared. Sus piernas están arqueadas, cabeza gacha, con las manos tapándose la cara. Sale el policía y me empieza a preguntar lo obvio. Solo puedo decirle que tuve un día pesado en el trabajo y me dormí como un tronco. Usted fue él que llamó ayer a la estación, verdad. Sí, fui yo. ¿Por qué no volvió a telefonear anoche?... Debió hacerlo. No… oficial, es que…usted sabe,antenoche sus compañeros vinieron de puro gusto y… la verdad,ayer no escuché nada que se diga sospechoso, así que me dormí. Tendrá que acompañarnos a la comisaría.  Está bien, si usted lo ordena.
Les pido autorización para ir a medio asearme y buscar una mudada limpia. Cinco minutos, no más, responde el otro oficial sin verme a la cara.  Entro a mi pieza, pienso en hablarle al dueño de la librería, al final decido que mejor no, es muy temprano; aunque no dispongo de saldo en el teléfono móvil, supongo que será fácil conseguir una llamada desde la comisaría. Me alisto tan pronto como pueden durar los cinco minutos, salgo de nuevo. Ojalá no tomen fotografías. Le pongo seguro a la puerta y vamos a ver qué pasa. Por el pasillo sacan el cuerpo en camilla, envuelto en una sábana blanca. Es increíble cómo ganó Trump.



* Cuento ganador del  I Certamen Literario Internacional Coquimbo 2016, (rama de cuento), Revista Coquimbo, Honduras. 
** Alvaro Calix, escritor hondureño. 

Ilustración del post, Plaza de las palabras. 














Cuento:Sonata antes del fin por Alvaro Calix


 Álvaro Cálix
           
 La ventana del cafetín lucía empañada por la llovizna. El coro de voces de los parroquianos se le desoía cada vez más, a intervalos que iban en paralelo con sus ganas de pasar inadvertido; y no había ya cuartilla que no hubiese leído en el periódico que pidió prestado en la barra. Por la calle iban y venían rostros cabizbajos, evadiendo mirar al cielo, sorprendidos por la lluvia. Sorbió un poco del café, sin azúcar, enfriado por las dilatadas pausas que él tomaba entre trago y trago. Nadie parecía  identificarlo;  tampoco él reconocía a nadie. Lo único que le sugería un aire familiar era la copia de un Chagall -“La caída de Ícaro”-, que seguía colgado junto a la puerta. Como solía pasarle antes, hundió la mirada en el óleo, pleno de éxtasis ante el desplome del  alado, en medio de la expectación de la multitud.
También le resultaba extraño el corre y corre de las calles , nada que ver con el ritmo perezozo de dos lustros atrás, cuando tuvo que marcharse. Advirtió que ya no estaba, al frente del cafetín, el pequeño hotel en el que solía hospedarse cuando venía a esta ciudad. Habían demolido la casa antigua para construir una sucursal bancaria. Recordó que más de alguna vez el dueño del hospedaje, amigo de tertulias, le permitió usar el sótano para reunirse con otros disidentes.
          Se preguntó, con una inquietud morbosa, qué estaba haciendo a esa hora, apenas una semana atrás… “Regresando al pabellón”, se dijo, imaginando la custodia de los gendarmes, después de la jornada en la granja.  Aunque no podía explicárselo, extrañaba aún la rutina del encierro, la vida fuera de las rejas se le revelaba como un rayo deslumbrante. Rehacer su vida no iba a ser un bocado fácil, atando cabos de aquí a allá, afanado en juntar las piezas enmohecidas de un rompecabezas.
          Si bien no parecía afligido, tampoco se le veía contento; asumía impávido lo que se le figuraba como un viaje, un viaje a la tiniebla de los días idos. En rigor, estaba ahí para cumplir con la visita que le prometió a Alicia, en la carta que envió semanas antes de quedar libre.
          ¿Llegaría ella?... no quería entrar en el laberinto de las probabilidades. ¿Le habrán llegado las cartas?, ¿viviría todavía en el barrio de las Camelias?... o al menos: ¿estaría aún con vida…? Entendía que flotaban en el aire muchos  presupuestos de los que pendía la consumación de la cita.
          Volvió a observar tras la ventana. La lluvia amainaba, la gente volvía al trajín de las calles. Agradeció el gesto del mesero de limpiar los cristales. Tres niños pequeños se le aparecieron en la acera de enfrente, donde antes estaba el hotel. Al punto distinguió a una dama junto a los chicos, acompañada por un hombre mayor. Ella volteó hacia el Café.
          Él se acercó a la ventana, limpió sus lentes y aguzó la mirada. No sintió nada, es decir, ninguna de las sensaciones que por tanto tiempo imaginó que sentiría si la volviese a ver. Y a pesar de desconocer –no tenía por qué ni cómo saberlo- lo de los hijos y el marido, cayó en la cuenta de que era algo a todas luces normal.
          Retornó a su mesa, una vez que la escena se esfumó. Terminó su café. Pagó la cuenta y salió sin olvidar el ramo de crisantemos que traía por si acaso. Alcanzó la Plaza Mayor, se entretuvo en la fuente y buscó después la vieja avenida ribeteada de acacias. Se dirigía al margen norte de la ciudad, a la terminal de autobuses.
          Compró el boleto de regreso, aunque tendría que esperar casi una hora antes de la salida. Afuera, en la esquina de una de las calles de acceso a la terminal, un hombre, con talante extranjero, ejecutaba viejos tangos al son de un acordeón. Se sumó al puñado de personas que hicieron rueda al músico, consciente de que con esa distracción alejaba la idea, tenue, pero no por ello inocua, de querer deambular por la ciudad a ver si por casualidad se topaba con ella. El cielo se despejaba de a poco, pronto oscurecería.
          Una mano le palmeó la espalda. Agitado, se volvió.
—¡Caramba, hombre!, te dábamos por muerto —le dijo alguien  a quien no identificó de momento, pese a que el sujeto lo miraba con notable familiaridad— ¡Soy Marcos!, excompañero de viejas luchas… Estúpidas luchas, ¿no?
     No contestó, se sintió fulminado. Hubiera querido decirle traidor. Tenía la certeza de que él fue uno de sus delatores.
—Lo que perdimos por dárnolas de revolcionarios insistió el hombre—. Yo tuve que sentar cabeza. Me salí del bando, monté un negocio y… veme ahora… ni la sombra de aquel tonto mozalbete... Soy “Don Marcos”, inversionista en bienes raíces y distribuidor de licores importados… A tus órdenes…
—Ya veo.
—Y a tí… ¿qué te pasó…? Ésos del Partido no amagan… Sé que te cogió la Guardia… pensé que te habían volado el seso…
—Casi…
—Ahora que lo pienso… escuche la otra vez que iban a dar amnistía a unos presos… ¿Tú estabas en la colada?...
—Tal vez…                                                   
—¿Qué piensas hacer ahora?...
—Ya veremos.
—Bueno… me alegro de saludarte —Marcos apresuró la despedida. Avanzó un par de pasos, distanciándose, pero al recordar algo, se dio vuelta, y con un tono más alto de voz, apuntilló—: ¡Ah!..., supongo que ya te habrás enterado… sí, ella se casó con un funcionario municipal… No la sé ver, pero créeme, está bien… no le falta nada…
          Lo vio alejarse sonriente, a pasos saltarines, con expresión campante, enfundado en un gabán negro y columpiando un diminuto maletín. Hubiera querido mostrarle un poco más de enfado, pero su corazón ya no estaba para esas muecas.
            “Qué extraña es la libertad”, pensó, “ligera y desinhibida”, pero sospechaba que muy fugaz, tan pronto como se la llenaba de rutina.
          Subió al autobús, desperezado, aún con el eco de los tangos grabado en sus oídos. Tomó su asiento, en primera fila; descorrió la cortina para llevarse la última impresión de aquella ciudad, a la que de ahora en adelante no tendría ningún motivo para regresar.
          Una jovencita subió al autobús, se sentó por un momento en el asiento de atrás, sin que lo advirtiera el exconvicto. Con disimulo, deslizó junto a él una pequeña caja de cartón lacrada. La muchacha salió tan pronto como pudo cumplir el encargo. Él, con el mentón apoyado en la mano, miraba hacia la ventanilla, pero al voltear sin motivo, descubrió el paquete a su lado. Con asombró vio su nombre, precedido por un “Gracias” en letra grande y huraña. Sin aspavientos abrió la caja. Algo así como una docena de cartas, las cartas que él había envíado durante los diez últimos años. En su asombro, no tuvo tiempo de averiguar quién se las había puesto en el asiento. Al echar un vistazo a su alrededor no encontró pistas, y no intentó más. Volviendo los ojos a las cartas, vio que todas había sido abiertas. Pero Alicia jamás contestó ninguna.
          El autobús comenzó a salir de la terminal. Pocos pasajeros viajaban esa tarde; el asiento contiguo iba vacío, incidente que no le disgustó en absoluto, más bien levantó el descansa brazos para sentirse a sus anchas. Apoyó la cabeza en el vidrio, y como una última postal, la miró a ella parada en el andén, sin compañía, agitando la mano para decir adiós. Él hizo lo mismo, sin sobresaltos, tratando de borrar hasta el más leve asomo de reproche. El bus se alejó.
          Llegaría cerca de la media noche, por lo que supuso que tendría tiempo para darle vueltas a los incidentes de la tarde. Para evitarse alguna molestia, decidió de antemano renunciar a la posibilidad de releer las cartas que de tiempo en tiempo había escrito. “No valía la pena”, masculló.
          Ya en camino, abrió la ventana, y con presteza lanzó el ramo de crisantemos a la campiña que bordeaba la carretera. Cerró los ojos, y vio las llamas de las naves elevarse al cielo de Zafiro.


Del libro de cuentos La plaza de los poetas, Álvaro Cálix (Escritor Hondureño).  Ilustración Plaza de las palabras 


Cuento: El puerto azul





 Álvaro Cálix (Escritor hondureño)                         

            Hacía mucho tiempo que él no recorría esa parte de la ciudad. Llevaba puesto el capote y notábanse plastas de lodo en los zapatos. A paso lento, apoyado en el bastón, redescubría matices de aquel ambiente de tabernas y cabarés de poca monta. A lo lejos, como el murmullo de un río, escuchó una tonada que reconoció en el acto: era un bolero. Se acercó al bar del que provenía la música.  Sacudió los zapatos y entró para escuchar el resto de la canción que salía de la rocola. Cuando la pieza terminó, depositó de inmediato una  moneda y volvió a escogerla.           El único cliente que estaba en el bar levantó la cabeza y no ocultó su gozo al oír de nuevo el bolero, y dijo:            —¡Véngase, hombre!, tomémonos una cerveza. Sin pena... Yo invito.       
     —No, gracias. Ya no bebo  —contestó  el hombre del bordón.            Al concluir la música, salió del local; sintió un golpe de viento  frío y volvió a cerrarse los broches del capote. De nuevo se metió en las calles escandalosas de la ciudad. Tras un par de horas de vagabundeo, la noche lo sorprendió. Aunque leve, la lluvia no cesaba. En una esquina, hacia el poniente, creía haber leído mal, se desempañó los ojos, pero se convenció de que en el rótulo decía Puerto Azul.
            Era el mismo nombre del lugar en el que cantó en sus años mozos, pero aquel Puerto Azul, estuvo ubicado en otra zona de la ciudad y le constaba que lo habían cerrado hace años. ¡Qué coincidencia!, ¿Cómo puede ser? Tenía que averiguarlo, no podía hacer otra cosa.  Entró
Adentro, un aire de pasado lo calentó; se sentía bien, y le resultaba familiar el olor del aserrín esparcido en el piso. El sitio era más o menos similar al de su juventud. Se pellizcó el brazo.
—Disculpe…¿Quién es el dueño de este negocio? —preguntó al cantinero.            —¡Dueña!, querrá decir —replicó el empleado— Se llama Adelina, y bueno... también está Luisa.
            Ambos nombres revolotearon en su mente, sonrió.  Qué broma es esta, se dijo, y evocó a las dos mujeres que antaño conoció.
            Convenció al cantinero para que le dijera dónde estaban ellas.            —¿Puedo subir a verlas?            —No creo. A la patrona no le gustan las visitas, menos a la hora de la cena.            —Iré de todas maneras —desafió.            —No hace falta —dijo una mujer que estaba tomando un vaso de ron en una de las mesas cerca de la barra—. ¡Allí viene doña Adelina!            La vio bajar por  la escalera. Para ser veinte años más vieja, los cambios eran más bien discretos. En cambio, es seguro que a ella le costó reconocerlo; los años le habían pasado encima: sin carnes, la mar de canas, las ojeras imborrables y, por si fuera poco, el defecto en su pierna.
No se abrazaron ni nada, solo una mirada larga, hasta que él dijo: sí, soy yo, Pedro, Pedrito el trovador.            Subieron por el pasaje de gradas y luego caminaron por un pasillo hasta llegar a una habitación espaciosa que olía a sándalo. Entraron. Ella puso el cerrojo a la puerta, “para que no nos molesten”, alcanzó a decir. El bullicio del primer piso ahora se desvanecía, una luz débil perfilaba sus rostros. Se sentaron en un sofá verde de pana.            —Envejeciste demasiado, Pedro.
Él se encogió de hombros.—No pensé que te vería de nuevo —dijo ella —¿Este negocio?... No podía olvidar los viejos tiempos. Lastima que Luisa no esté aquí, imagínate cuánto se hubiera alegrado.
                 —Pero, ¿cómo?... si el cantinero la mencionó...
              —La pobre murió a los pocos meses de irse con el bruto que se la llevó al  Sur. Imagino que para vos fue difícil que nos desapareciéramos, como si nada. Pero, créeme, ella nunca quiso dañarte.            A Pedro Ramírez jamás se le había cruzado la idea de que Luisa estuviese muerta.
            —Falleció al dar a luz. Murió sola y su alma, ese bárbaro la abandonó en cuanto supo que estaba embarazada.—¿Embarazada? —dio un brinco Pedro. Ella asintió con la cabeza.
            Un silencio turbio horadó la habitación. Adelina había dicho la verdad a medias, bien supo doblegar un cosquilleo que le venía del pecho a la garganta. Ella parecía ahora distante, se entretenía observando cuán gastados estaban los tacones de sus propios zapatos.
            Pedro dejó el sofá y fue a pararse atrás de la ventana, corrió la cortina y se puso a ver hacia la calle. No había nada que observar, a no ser la penumbra de estos lares y el despecho de la luna ocultándose del hemisferio. Mantenía la mirada fija en dirección a la ciudad que se dibujaba en sus ojos, no la de ahora, más bien la de antes... "su ciudad”. Amagó como si fuera a chocar el puño contra la pared; se contuvo, lo estrelló contra la palma de su otra mano.                               —¿Y su hijo...?
            —Hija, querrás decir… ¡Se llama Luisa!, la recogí desde recién nacida. Para ella soy su madre —contestó, al cabo que se iluminaba su cara—. A ella se refería Arnoldo, el cantinero. ¡Pobrecito!… te confundiste.
            —Me gustaría conocerla, se le ha de parecer mucho.            —Bueno, ahora no puede ser —alegó—. Agarró una gripe, ¡estos cambios de tiempo!, la pobre, tiene calentura y… hace ratos que se durmió.
            —Tenés razón, además la muchacha no es de mi incumbencia.

            Pasaron las horas, la conversación iba y venía, remontando las capas de los años. Una tasa de café y una galleta de arroz fue la cena de Pedro, pero tampoco es que tuviese apetito. Cuando el ritmo de las palabras iba cayendo ora en la monotonía, ora en frases entrecortadas que competían con el silencio, ella se fue a recostar en la cama, con las almohadas contra la pared a modo de respaldar. Él se acomodó mejor en el sillón, y ya casi no hablaba. Adelina, sin freno, tomaba de nuevo aire y volvía a repetir con detalle cómo había sido capaz de montar el negocio, embelesada y orgullosa de su propia suerte, sobre todo al compararla con la de Pedro. Una batería de ronquidos la advirtieron del porqué Pedro ya no respondía. No quiso despertarlo, apenas, terminó de acomodarlo en el sofá; buscó una sabana en el armario y lo tapó. Pedro dormía, como una rosca, con los zapatos puestos.
            Destellaron las primeras luces del alba, pero la ciudad aún no se despabilaba. Él se despertó, pasmado, al darse cuenta donde estaba. Como una centella vinieron a su mente los incidentes de la noche anterior, con un inocultable sabor amargo. Dobló la sábana y la puso en el extremo del sofá. Pretendía salir sin despedirse, para no incomodar a la mujer que dormía en la cama, pero Adelina ya estaba despierta, o quizás, no había pegado los ojos en toda la noche. Al avanzar para abrir la puerta, ella le dijo adiós, sin moverse de la cama. Un adiós amable pero sin visos de continuidad, como si lo que platicaron durante la noche bastaba para no verse durante otros veinte años. O nunca más. Pedro no se volvió para verla, sólo alcanzó a contestarle también con un adiós seco, desalentado, como queriendo dar a entender que sería muy distinto si en lugar de ella, fuese a Luisa a quien hubiese encontrado. Ni siquiera insistió en conocer a la muchacha. Le dijo que otro día vendría a visitarla, aunque lo expresó con desgano.           Pedro Ramírez volvió a las calles bajas. Como no eran más de las siete de la mañana, nada parecía vivir allá afuera; apenas, el paso de uno que otro vehículo y ladridos lejanos de perros. Desandando el camino que lo había llevado hasta el Puerto Azul, encontró de nuevo el mismo bar en el que ayer escuchó el bolero. Para su sorpresa, continuaba abierto. Adentro, solamente estaba un cliente: un hombre que no parecía estar en sus cabales, tumbado en la silla de madera con la cabeza recostada sobre la mesa. La música volvió a sonar, la misma canción, esta vez escogida por Pedro. El parroquiano reaccionó y alzó la cabeza, reconoció de inmediato la figura contrahecha del hombre del bordón.
            —¡Otra vez usted! ¡Vaya que nos gusta la canción! —dijo, emocionado. Enseguida, con un quiebre en la voz que denotaba ruego, agregó—: ¿Ahora no me va a rechazar la invitación?      
_Muy amable, pero sólo deseo escuchar la música —se rehusó otra vez. Cuando salió del bar empezó a sentir el ardor del sol, aunque todavía el pavimento se veía mojado por las lluvias del sábado. Compró el diario en la esquina, cerca de una terminal de buses, en medio del jaleo de la gente que compraba billetes de lotería para el sorteo de las diez. Reparó en que aún quedaban algunas monedas en su bolsillo, se acercó a un puesto de frutas y le ajustó para un pedazo de sandía, caminó algunas cuadras hasta una pequeña plaza en forma de triángulo. Se acomodó en una de las bancas y sin perder tiempo sacó un lápiz para ponerse a llenar el crucigrama. Pero no podía concentrarse, una inquietud lo espoleaba desde hacía un par de horas. Pensaba si valía la pena regresar algún vez donde Adelina, y por qué no, conocer a la hija de Luisa.
            Al terminar de comerse la fruta, lanzó la concha al tonel que estaba a unos pasos de la banqueta, al tiempo que dijo:
            —¿Por qué no?...

Fuente: Del libro de cuentos: La plaza de los poetas © ( (2006).Puerto Azul
Crédito de la ilustración Plaza de las palabras 


Cuentos: Gatos en la arena, un cuento de Alvaro Calix

1383 palabras



El parque se quedó vacío.  De los vestigios de la tarde se encargó esa luna burlona que apenas se asoma entre la bruma.  Es un milagro que siga ahí el parque; aún se resiste  a las dunas que lo rodean todo. Siempre vengo aquí los domingos en la tarde para ver si te encuentro, por si te atreves a salir del rincón de la tierra en el que te escondes. Sigo sentado en la banca junto a las buganvilias que se olvidaron de florear. A un metro más o menos, un gato pardo echado en la grama me mira no sé qué. Qué quiere de mí, pobre de él si espera  bocado.  Me lo comería primero a ese gato antes que darle un bocado, después de tantas horas sin masticar otra cosa que no sean las espigas dulzonas del zacate que crece en las orillas del parque.
En algo nos parecemos el gato y yo, no tenemos adónde ir, y nos da lo mismo el este que el oeste.  No nos interesa saber quién mueve los hilos. Pero aun así, te extraño y te busco en este parque sin memoria. A veces pienso que un domingo de estos dejaré de venir y cambiaré de rumbo. Quizás me vaya para los riscos y me enamore del horizonte que da a ese mar gris que choca contra el acantilado. Quién sabe, o mejor seguiré la calzada hasta donde me lleve el día y, de nuevo, a la mañana siguiente retomar los pasos y llegar hasta otro pueblo en el que no tenga la excusa de venir a buscarte los domingos.  Un pueblo en el que tal vez florezcan campos de tulipanes, como los que solían colorear el paisaje de las valles detrás de las sierras.  Qué casualidad, lo mismo dije el año pasado y el antepasado, y supongo que muchos años atrás siempre dije lo mismo. Pero aquí estoy en este parque de nadie, de rocas mohosas apiladas donde antes hubo muros; me la paso husmeando para ver si por arte de magia te apareces en la banca y me saludas con tu gracia de colegiala. Aunque ya tendrás tus años, como yo, que ya no soy el todoterreno que solía ser.  La verdad es que de nada sirve lo que diga o piense, no sé cómo escapar del confín de las dunas ni de su canto terrible.
A veces, dos o tres domingos al año, te confundo con alguna otra que viene sola al parque. Se me pará el corazón y me escabullo entre los arbustos para comprobar si eres tú, antes de plantarme enfrente y saludarte. Pero no, siempre es otra, por supuesto con ciertos rasgos tuyos: los rizos que te cubren la frente, la barbilla afilada, o esa mirada escurridiza aplacada por tus ojos oblicuos. Quizás no viene nadie y ya imagino cosas, como eso de que existe un día que se llama domingo. No se me ocurre por otra parte pensar que ya no nos acompañas por este mundo, aunque es muy probable, tomando en cuenta los estragos de la plaga. Cada año quedamos menos, menos, y menos comida y menos agua y nos peleamos como fieras  las viandas. Claro que me pregunto cuál es el sentido de esta agonía… No tengo respuestas y pronto doy vuelta a la página y sigo en el trance de fraguar el día, encrespado por el sordo tono de los violoncelos de arena, hasta que, lo sé, un día se apagarán las luces y viajaré ojalá para estar contigo, si es que tú ya partiste.  
Habrán notado que hablo de años y meses, de días; no se engañen,  la verdad es que no llevo la cuenta al dedillo, nadie la lleva, ni siquiera las estaciones son confiables para basarnos en ellas, aun así supongo que han pasado muchos años desde aquel crepúsculo en el que se partió la tierra  y el cielo se volvió una nube de polvo y se tragó todo, casi todo. No tenía entonces el pelo blanco ni este dolor en la cadera, y tú soñabas todavía con tu casita en los riscos de cara al mar, junto a mí.  Yo en cambio, también te quería pero imaginaba que antes de estar contigo iba a recorrer el mundo y cortarle oreja y rabo y volver con el pecho henchido, como un gladiador iracundo que sabe que es tiempo de dejar la espada. Antes que nuestros sueños siquiera pudiesen ser trazados, nos envolvió esta noche de los tiempos, donde bala y plaga, fuego y llanto calaron nuestra pequeña tierra.
Podría pensarse que estoy chiflado, porque a veces juego con la idea de que estoy en otro planeta al que vine sin darme cuenta, un planeta enano, hecho a mi medida. Creo que nunca podré saber dónde estoy. Intuyo al menos que tú eres la otra mitad de mi mundo, mitad invisible que percibo apenas durante la duermevela. Me conformaría si el eco de mis susurros llegase hasta ti y el eco de los tuyos viniese a mí, burlando el zumbido de las colinas de arena. Seríamos entonces cómplices de este sino. Pero no sé nada de ti, y de seguro pierdo el tiempo, o tú eres una excusa para seguir respirando y no extinguirme como el resto. Confieso que más de alguna vez se me ocurre que solo soy una idea flotando, una estela de recuerdos que llena el vacío y me distingue de esa nada que se deja entrever tras las nubes. Tal vez purgue un castigo, por mis implicancias pasadas quiero decir. O tal vez no esté penando… Entonces lo mío es un vicio, el vicio de auto flagelarme pensando que vivo solo en un mundo en ruinas. Como sea, quisiera que tú existieras y que aquellas tardes en este parque no sean ráfagas de ideas fatuas.  Si tú no existieses, entonces tampoco existo yo, y ahí sí que me sentiría perdido. Si creyese eso no vendría los domingos al parque, por más que no pueda entender –o recordar a ciencia cierta- qué es un domingo.
Dudo de tanto en tanto y me pregunto si soy parte de un lienzo, un lienzo con dunas, riscos, el mar, este parque, yo y el gato. Tan solo tu recuerdo es el que me hace pensar que me muevo, que voy con este cuerpo añoso por los días y años inéditos. Supongo que es para llorar, aunque sea por puro desahogo,  pero mi cuerpo es incapaz de recrear el corpus de las lágrimas. Raro, ¿no?,  no recuerdo haber llorado, sin que eso signifique que no haya estado mil veces triste. Tampoco llueve, a no ser esa garúa que humedece sin mojar, como una ola que no termina de reventar en el acantilado, condenada a un eterno vaivén. 
Tengo sueño, y la banca es un buen sitio para pasar la noche. Ahí sigue el gato, Sé que al cerrar los ojos tú te desvaneces, hasta que los vuelva a abrir, si es que los vuelvo a abrir. Creo que al dormirme puedo estar en todos los lugares, en este parque, en los riscos, en las dunas,  en el pueblo más cercano, en el mar gris, en el cielo mudo de allá arriba; en fin, en cualquier parte que se me ocurra. A lo mejor lo mismo le pasa al gato y puede pensar como yo en todos esos lugares, por mucho que digan que los gatos no piensan como nosotros. La banca se pone fría y no tengo con qué cubrirme. Si estuviese parado desde el astro más cercano, seguro que no me podría ver enroscado en esta banca, quizás ni siquiera podría diferenciarme de los colores lechosos de la tierra. En cambio creo que podría distinguirte a ti, a mil leguas, con tu sonrisa de colegiala y esos ojitos huidizos que supieron encontrar siempre los míos. Y si estuvieses dentro de mí, y yo dentro de ti, y acaso fuera por eso que no te puedo ver, y si durante la duermevela fuese el único instante en que puedo percibir nuestra fusión.  El gato se ha dormido, despatarrado en la hierba, yo estoy junto a él, a un metro más o menos. Quién sabe si no es él quien me está pensando, la vida tiene sus ironías, qué sé yo.

© Alvaro Calix,2016
J. Álvaro Cálix Rodríguez ha publicado dos libros de cuentos: La plaza de los poetas, (2006) y Ariana y la burbuja (2014), Ebook en la tienda de Amazon). Sus cuentos han sido publicados en varios medios de difusión nacional e internacional. En Honduras ha obtenido dos Premios literarios en la rama de cuento: Grupo Ideas (1989), y Juegos Florales Santa Rosa de Copán (2008). 

Crédito ilustración: Plaza de las palabras.