Plaza de las palabras
presenta un post en su sección Lenguaje y escritura, sección que ya ha publicado 36 post dedicada a
artículos, ensayos, ponencias sobre el arte de escribir, pero también a su
materia prima: el lenguaje y su código genético: las
palabras. Presentamos “El Arte de Contar Historias” (Conferencia)
/ “The Art of Storytelling” con
base a una serie de conferencia dictadas en la universidad de Harvard por J.L.Borges. En la misma con su habitual
agudeza y vastos conocimientos, hace hincapié en el significado de la palabra “poeta”. Borrosa y mediática imagen que
en el trascurso de los tiempos; si bien
no ha mutado completamente, ha perdido parte de su contenido original. Afirma
Borges que, en su sentido original, el poeta no solo era un bardo de cantos líricos, sino también un “hacedor”: narrador
de historias. Hace referencia la narración épica, y riñe con ejemplos que van desde
Homero hasta Joyce; pero también baraja ejemplos, y cita entre otros a Stevenson, Kipling,
Chaucer, Milton, las sagas nórdicas: Beowulf. Las mil y una noches. Y autores
más modernos: Poe, Hawthorne, Kafka, Chesterton.
Un
punto adicional es la importancia que
Borges le otorga a la épica, en un
mundo lleno de pesimismo, en que los héroes han sido derrotados, en que algunos
facetas del poliedro del postmodernismo, irrumpen anunciando un mundo vacio. Borges
señala a la épica, corriente orientada a los clásicos griegos o romanos; sin
embargo, esta afluente también por tramos asoma su mirada en el paisaje
literario, con la poesía bucólica o pastoril, el canto de los trovadores; y hasta la poesía y epopeyas cosmogónicas precolombinas
o antiquísimas culturas orientales: que van desde la milenaria china hasta la
no menos milenario hinduismo, y que en su vastedad daban su dadivosa hospitalidad
al mundo de la poesía narrativa.
En un amplio
sentido, aunque no toda la poesía narrativa, es necesariamente épica, esta
categoría engloba un sin número de posibilidades. Que no agotan (Égloga, romance, balada). Posibilidades, que
van desde las narraciones poéticas del Mahábharata hasta el poema del Cantar
del Mío Cid o las canciones de
gesta: chanson roland. Alza el
vuelo
el conocido poema narrativo de
Poe: El cuervo (The raven). O se descuelga
el conocido poema narrativo The Ring and the Book de Robert Broning,
historia poetizada. Los ejemplos abundan La
Eneida de Virgilio, La Divina
Comedia, de Dante, hasta esa dilatadísima corriente de las novelas de
caballería que terminaría con El Quijote
de la Mancha. O El paraíso perdido de MiIton, y más moderno, joya del romanticismo
ingles: Rime of the Ancient Mariner de Samuel Taylor
Coleridge. En el ámbito del la lengua española,
Martín
Fierro de José Hernández, o ese
poema épico Canto general de Pablo
Neruda.
Pero
Borges, señala otro par de particularidad, la primera que las historias contadas son pocas, y que lo que hay son
variaciones. Lo que importa no es la trama, sino las variaciones sobre esa
trama. Tesis atrevida, y seguramente
abierta a intensas polémicas. Segunda,
tan importante como los mismos poemas épicos, es el hábito consuetudinario,
basado en la tradición oral de narrar historias desde el mismo poema. Actitud
literaria que considera la épica como una fuente legítima y seminal de
heroísmo y de felicidad. En un sentido
general, épica: historia, palabra y poesía. De ahí que la poesía épica, sea un
poema narrado que hace alusión a una historia, generalmente de dioses y héroes,
surgidos de la nomenclatura histórica o de la ficción invasiva. Puede ser en verso, hexámetros o alejandrinos.
Y con el trascurso del tiempo en prosa. Pero situándonos en el cuadrante del siglo
XXI, en un mundo en que la épica ha empalidecido, entre las fatigas de un mundo
cada vez mas veloz e informático. Y las
aristas de una postmodernidad; que si bien tiene sus encantos y sus bondades,
también lleva en su código genético, la sombra de una negación casi
deconstructiva de la representación del mundo.
Volver
a abrir totalmente la llave de la
alegría del mundo: Darle al mundo un
orden con sentido; sino totalmente teleológico,
el mundo como finalidad, al menos secularmente razonable y respirable. Pensemos también que en la visión de
Aristóteles y Platón, en que los
antiguos poetas, eran denominados teólogos, en el reino siempre exuberante y
digno de lo mitológico. Y que parte de la misión del poeta era liberar las antiguas
narraciones y dioses de lo que tuvieran de imperfección. Así como las rapsodas eran
cantantes itinerantes que recitaban poemas épicos: precursores de los trovadores
medievalistas y delos cantautores móviles s de la postmodernidad. La rapsodia, vocablo que después fue asumido por la música,
especialmente por compositores que se apoyaban en el núcleo de la historia y
valores de los pueblos. Pero en ese cruce de lo épico, la misión original del
poeta, y los rapsodas: alumbra un universo musical y poético, pero también
finalista. En la mente griega no bastaba con cantar o poetizar, esas funciones
estaban para alumbrar un horizonte más vasto. Los poetas eran intermediarios
entre los dioses y los humanos. Había pues, una finalidad en la poesía, además
de trasmitir la esperanza y el triunfo, la poesía era un conductor que idealmente
y prácticamente, iluminaba la autopista del destino. Y depositada en ella había una
finalidad razonable, digna y confiable para los hombres. La poesía era un mapa
que recordaba el pasado pero que era proyectada hacia el futuro.
Pero
más que crear una nueva categoría en el mapa
irreverente de las ideas literarias, la
tarea impostergable es rescatar y
profundizar en lo que el modernismo dejo en deuda. Dice Borges que si la narración de historias y el verso
volvieran a unirse, sucederían cosas importantes. Pero igualmente, y se le
escapa a Borges, quizá porque la conferencia dictada en Harvard fue sobre la poesía
y no sobre la novela. Pero también
porque Borges, siempre vio desde el omoplato del hombro, a la novela como genero literario. Si advierte
Borges que la épica ha sido traslada a la novela, y que está ha rescatado amistosamente
parte de su dignidad; sin embargo está
afirmación es relativa. La épica entendida en su valor real y dinámico, también
está moribunda en la novela. Y Borges así lo ve. Si algo caracteriza a la
novela del siglo XX, es un centro neurálgico basado en lo trágico y el pesimismo en la condición
humana: todos los dioses y héroes han sido derrotados. Y no es que no haya habido novelas épicas en
el siglo XX; por supuesto que si las ha
habido, un par de ejemplos desde la
fantasía épica: El señor de los anillos de J.J Tolkien y Crónicas de Narnia de C.S.Lewis. Y seguramente en está veta luminosa y
novelesca han surgido muchas novelas y tatuajes iconográficos, móviles y mediáticos de la postmodernidad, incluso
de el hoy cada vez más relativo y líquido: la saga de Harry Potter.
Pero el punto de sa y vinagre, es que si se tira una línea de perspectiva los grandes novelista del siglo XX, y sus
grandes novelas, van ensamblada en una corriente difusa que pone en movimiento esa
gigantesca ola, no la de Hokusama: hermosa y nítida. Sino en una ola
totalizante tipo sutmani, donde el equilibrio en la balanza se inclina hacia una novela que tiene
en la mirilla del rifle de alto poder, los
conflictos y la oscura condición humana.
En esa corriente marítima no hay héroes ni vencedores. En ese marasmo gris más
que héroes irrumpe la figura del antihéroe. Borges mismo, más adelante lo dice,
la épica ha sido asumida por el cine: Hollywood. Y es Hollywood quien ha hecho
de la épica su gran negocio y su gran distribuidor masivo, apoyado en la
ubicuidad todopoderosa de la imagen. La gran épica de la cultura norteamericana
visual fueron las películas de vaqueros. Y también acompañadas de ese universo paralelo
y en expansión de los comic. Su gran
hoyo negro es que responde aun visión etnocentrista del mundo. Pero que
producida en las fabricas dela eficiencia con las técnicas administrativas de
Taylor, una galería interminable de héroes y contra héroes. Y con todo, eso ha sido saludable, porque la novela épica,
no ha sido un género ausente de recursos técnicos y estilísticos y creativos,
pero si ha carecido de una balanceada y legítima encarnación de la representación del mundo. Si
la literatura o la novela, no puede representarla, fielmente; entonces el cine,
en sus múltiples formatos tecnológicos, asume ese adoptivo usufructo.
Y entre film y oscares y novelas, el antiguo
mito de Prometeo desencadenado vaga errabundo entre las esquinas
atestadas y las agitaciones sociales del siglo XXI. Pero ese hombre épico y
ansioso, y tristemente desempleado busca
encarnarse en los héroes de la novelas
del siglo XXI. Quizá el formato épico tenga que reformularse, entonces habría que
buscar otros formatos artísticos y reciclarlos a las exigencias y mentalidad
del hombre moderno. ¿Qué seria del mundo
sin héroes, sin esperanza, sin felicidad? Hollywood produce a cada minuto héroes
y heroínas por toneladas. Ahora compite ferozmente con los videojuegos, nueva modalidad
que ha cautivado y atrapado millones de jóvenes, en que la épica aprovecha su
potencial lúdico y se multiplica no como
una pandemia a la vista, sino como un cáncer invasivo en los huesos amarillentos
del esqueleto del mundo. Y en ese
diagnostico terminal, dónde queda el lector univoco, la gente indeterminada, la
desnaturalizada alma del mundo. A todos ellos
siempre les ha gustado, (pasado), siempre
les gusta (presente), y siempre le gustara (futuro): ver héroes o personas
triunfadoras, en que aunque sea en un insignificante punto y coma, quepa la
felicidad del mundo, porque la literatura y la novela también tiene que cumplir su teleología. Y que en la existencia, aún
cabe un poco de respiro de la naturaleza, del sosiego y de la sabiduría del
alma; y no ese ensamblaje interminable y clonado de seres derrotados, clínicos y
desintegrados.
Si
la oscuridad puede ser un principio legítimo del conocimiento del mundo, porque
lo es; y esos grandes creadores,
trataron de iluminar al mundo brindando sus visiones oscuras sobre el mundo. Es
un intento legítimo y aceptable. De la oscuridad puede salir la luz, pensemos
en el claroscuro de los pintores flamencos y del renacimiento. O las notas tristes de una
partitura musical; pero también existe el Allegro.
A un blues,
por lo general, de andar melancólico, le
sale al paso frenético el swing. A la sombre taciturna de Mahler, le aparece en
la esquina el brío épico y alegre de Beethoven. Y si los compositores han
captado mejor el Ying Yang del mundo. No
obstante, también lo amerita que sea la
luz. Las grandes novelas y poemas sobre la oscuridad y pesimismo del mundo, ya
fueron escritas Las invictas novelas y
poemas del siglo XXI, aún por escribirse, serán aquellas en que triunfe
épicamente, el bien sobre la oscuridad.
Curioso
que Borges en esa conferencia no menciono a ese anglosajón, escocés, Tomas
Carlyle, Los héroes. El culto de los
héroes. Lo heroico en la historia. Que si
bien habla de héroes y dioses, también trasmite encarnado en el hombre
la virtud siempre escurridiza del héroe. Para Carlyle la voluntad más que la razón,
primaba en ese culto de héroes. La historia del mundo era la historia consumada
de los grandes héroes. Quiz auna visión no muy democrática y saludable. Pero
siempre apertrechada en un voluntarismo dinámico, muy próximo a un filósofo que
Borges admiraba, y que influyó en él, Schopenhauer: La voluntad como representación del mundo. Pero por supuesto, al señalar la épica ya sea
en la poesía o en la novela, no se trata
de desenterrar íntegramente los formatos antiguos, sino rescatar el victorioso
y pedagógico espíritu de la sanidad épica. Hacer traslaticio esa aseveración
feliz, acertada e inteligente de Borges
hacia la poesía épica. Y Agregar algo nuevo, a manera de beneficio colateral, y
siempre en el contexto del arte de contar historias: si la épica se reuniera con
la prosa, en el arte de la novela, no simplemente seria importante como afirma Borges en sus
observaciones dedicadas a la poesía épica. Sino algo más, siempre algo más, que
se diluye en siempre subjetivo significante de las palabras, y en el extremo huyente de los últimos estertores agónicos
del pensamiento: para la novela acontecerían
cosas misteriosas y maravillosas.
Conferencia
“El Arte de Contar Historias”
/
“The Art of Storytelling.
Jorge Luis Borges
Las distinciones
verbales deberían ser tenidas en cuenta, puesto que representan distinciones
mentales, intelectuales. Pero es una lástima que la palabra «poeta» haya sido
dividida en dos. Pues hoy, cuando hablamos de un poeta, sólo pensamos en
alguien que profiere notas líricas y pajariles del tipo de
«With ships
the sea was sprinkled far and nigh, / Like stars in heaven» («Con barcos, el
mar estaba salpicado aquí y allá como las estrellas en el cielo»; Wordsworth),
o «Music to hear, why hear’st thoumusic sadly? / Sweets with sweets war not,
joy delights in joy» («¿Por qué, siendo tú música, te entristece la música? / Placer busca
placeres, ama el goce otro goce»; Shakespeare).
Mientras que los
antiguos, cuando hablaban de un poeta –un «hacedor»–, no lo consideraban
únicamente como el emisor de esas elevadas notas líricas, sino también como
narrador de historias. Historias en las que podíamos encontrar todas las voces
de la humanidad: no sólo lo lírico, lo meditativo, la melancolía, sino también
las voces del coraje y la esperanza. Quiere decir que vaya hablar de lo que
supongo la más antigua forma de poesía: la épica.
Ocupémonos de
ella un momento.
Quizá el primer
ejemplo que nos venga a la mente sea La historia de Troya, como la llamó Andrew
Lang, que tan certeramente la tradujo.
Examinaremos en
ella la antiquísima narración de una historia. Ya en el primer verso
encontramos algo así: «Háblame, musa, de la ira de Aquiles». O, como creo que tradujo
el profesor Rouse:
«An angry man –that is my subject. («Un
hombre iracundo: tal es mi tema»).
Quizá Hornero, o
el hombre a quien llamamos Homero (pues ésta es, evidentemente, una vieja
cuestión), pensó escribir un poema sobre un hombre iracundo, y eso nos
desconcierta, pues pensamos en la ira a la manera de los latinos: «ira furor
brevis». La ira es una locura pasajera, un ataque de locura. Es verdad que la
trama de la lliada no es, en sí, precisamente agradable: esa idea del héroe
malhumorado en su tienda, que siente que el rey lo ha tratado injustamente,
emprende la guerra como una disputa personal porque han matado a su amigo y
vende por fin al padre el cadáver de! hombre al que ha matado.
Pero quizá
(puede que ya lo haya dicho antes; estoy seguro), las intenciones del poeta
carezcan de importancia. Lo que hoy importa es que, aunque Homero creyera que
contaba esa historia, en realidad contaba algo mucho más noble: la historia de
un hombre, un héroe, que ataca una ciudad que sabe que no conquistará nunca, un
hombre que sabe que morirá antes de que la ciudad caiga; y la historia aun más
conmovedora de los hombres que defienden una ciudad cuyo destino ya conocen,
una ciudad que ya está en llamas. Yo creo que éste es el verdadero tema de la
lliada, y, de hecho, los hombres siempre han pensado que los troyanos eran los
verdaderos héroes.
Pensamos en
Virgilio, pero también podríamos pensar en Snorri Sturluson, que, en su más
joven edad, escribió que Odín –el Odín de los sajones, el dios– era hijo de
Príamo y hermano de Héctor. Los hombres siempre han buscado la afinidad con los
troyanos derrotados, y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una
dignidad en la derrota que a duras penas le corresponde a la victoria.
Tomemos un
segundo poema épico, la Odisea. La
podemos leer la de dos maneras. Supongo que e! hombre (o la mujer, como pensaba
Samuel Butler) que la escribió no ignoraba que en realidad contenía dos
historias: el regreso de Ulises a su casa y las maravillas y peligros del mar.
Si tomamos la
Odisea en el primer sentido, entonces tenemos la idea del regreso, la idea de
que vivimos en el destierro y nuestro verdadero hogar está en el pasado o en el
cielo o en cualquier otra parte, que nunca estamos en casa.
Pero
evidentemente la vida de la marinería y el regreso tenían que ser convertidos
en algo interesante. Así que, poco él poco, se fueron añadiendo múltiples
maravillas. Y ya, cuando acudimos a Las mil una noches, encontramos que la
versión árabe de la Odisea, los siete viajes de Simbad el marino, no son la
historia de un regreso, sino un relato de aventuras; y creo que como tal lo
leemos.
Cuando leemos la
Odisea, creo que lo que sentimos es el encanto, la magia del mar; lo que
sentimos es lo que el navegante nos revela. Por ejemplo: no tiene ánimo para el
arpa, ni para la distribución de anillos, ni para el goce de la mujer, ni para
la grandeza del mundo. Sólo busca las altas corrientes saladas. Así tenemos las
dos historias en una: podemos leerla como un retorno a casa y como un relato de
aventuras, quizá el más admirable que jamás haya sido escrito o cantado.
Pasemos ahora a
un tercer «poema» que destaca muy por encima de los otros: Los cuatro
Evangelios.
Los Evangelios
también pueden leídos de dos maneras. El creyente los lee como la extraña
historia de un hombre, de un dios, que expía los pecados de la humanidad.
Un dios que se
digna sufrir, morir, en la «bitter cross» («amarga cruz»), como señala
Shakespeare.
Existe una
interpretación aun más extraña, que encuentro en Langland. la idea de que Dios
quería conocer en su totalidad el sufrimiento humano, que no le bastaba con
conocerlo intelectualmente, tal como le era divinamente posible; quería sufrir
como un hombre y con las limitaciones de un hombre. Pero quien (como muchos de
nosotros) no es creyente puede leer la historia de otra manera. Podemos pensar
en un hombre de genio, un hombre que se creía un dios y al final descubre que
sólo era Un hombre y que Dios –su dios– lo había abandonado.
Digamos que
durante muchos siglos, estas tres historias –la de Troya, la de Ulises, la de
Jesús–le han bastado a la humanidad. La gente las ha contado y las ha vuelto a
contar una y otra vez; les ha puesto música, las ha pintado. Han sido contadas
muchas veces, pero las historias perduran, sin límites. Podríamos pensar en
alguien que, dentro de mil o diez mil años, una vez más volviera a escribirlas.
Pero, en el caso de los Evangelios, hay una diferencia: creo que la historia de
Cristo no puede ser contada mejor.
Ha sido contada
muchas veces, pero creo que los pocos versículos en los que leemos, por
ejemplo, cómo Satán tentó a Cristo tienen más fuerza que los cuatro libros del
Paradise Regained. Uno intuye que Milton quizá ni sospechaba la clase de hombre
que fue Cristo.
Bien, tenemos
estas historias y tenemos el hecho de que los hombres no necesitan demasiadas
historias. Imagino que Chaucer jamás pensó en inventar una historia. No pienso
que la gente fuera menos inventiva en aquellos días que hoy. Pienso que se
contentaba con las nuevas variaciones que se añadían al relato, las sutiles
variaciones que se añadían al relato. Esto, además, facilitaba la tarea del
poeta. Sus oyentes y lectores sabían lo que iba a decir y podían apreciar las
diferencias en su justa medida.
Ahora bien, la
épica –y podemos considerar los Evangelios una especie de épica divina– lo
admite todo. Pero la poesía, como he dicho, ha sufrido una división; o, mejor,
por un lado tenemos el poema lírico y la elegía, y por otro tenemos la
narración de historias: tenemos la novela. Uno casi siente la tentación de
considerar la novela como una degeneración de la épica, a pesar de escritores
como Joseph Conrad o Herman Melville. Pues la novela recupera la dignidad de la
épica.
Si pensamos en
la novela y la épica, nos vemos tentados a pensar que la principal diferencia
estriba en la diferencia entre verso y prosa, entre cantar y exponer algo.
Pero pienso que
hay una diferencia mayor. La diferencia radica en el hecho de que lo importante
para la épica es el héroe: un hombre que es un modelo para todos los hombres.
Mientras, como Mencken señaló, la esencia de la mayoría de las novelas radica
en el fracaso de un hombre, en la degeneración del personaje.
Esto nos lleva a
otra cuestión: ¿qué pensamos de la felicidad? ¿Qué pensamos de la derrota, de
la victoria?
Hoy, cuando la
gente habla de un final feliz, lo considera una mera condescendencia hacia el
público o un recurso comercial; lo consideran artificioso.
Pero durante
siglos los hombres fueron capaces –de creer sinceramente en la felicidad y en
la victoria, aunque sentían la imprescindible dignidad de la derrota. Por
ejemplo, cuando la gente escribía sobre el Vellocino de Oro (una de las
historias más antiguas de la humanidad), oyentes y lectores sabían desde el
principio que el tesoro sería hallado al final.
Bien, hoy, si se
emprende una aventura, sabemos que acabará en fracaso.
Cuando leemos –y
pienso en un ejemplo que admiro – Los papeles de Aspern, sabemos que los
papeles nunca serán hallados.
Cuando leemos El
castillo de Franz Kafka, sabemos que el hombre nunca entrará en el castillo. Es
decir, no podemos creer de verdad en la felicidad y en el triunfo. Y quizá ésta
sea una de las miserias de nuestro tiempo. Me figuro que Kafka sentía
prácticamente lo mismo cuando deseaba que sus libros fueran destruidos: en
realidad quería escribir un libro feliz y victorioso, y se daba cuenta de que
le era imposible. Hubiera podido escribirlo, evidentemente, pero el público
habría notado que no decía la verdad. No la verdad de los hechos, sino la
verdad de sus sueños.
Digamos que, a
fines del siglo XVIII o principios del XIX (para qué molestarnos en discutir
las fechas), el hombre empezó a inventar tramas.
Quizá podríamos
decir que la empresa partió de Hawthorne y Edgar Allan Poe, aunque,
evidentemente, siempre hay precursores.
Como Rubén Darío
señaló, “nadie es el Adán literario.”. Pero fue Poe el que escribió que un
relato debe ser escrito atendiendo a la última frase, y un poema atendiendo al
último verso. Esto degeneró en el relato con truco, y en los siglos XIX y XX la
gente ha inventado toda clase de tramas. Estas tramas son a veces muy
ingeniosas; si nos limitamos a contarlas, son más ingeniosas que las tramas de
la épica.
Pero, por alguna
razón, notamos en ellas algo artificioso; o, mejor, algo trivial. Si tomamos
dos casos –supongamos que la historia de Doctor
Jekyll y Mr Hyde, y una novela o
una película como Psicosis–, puede que la trama de la segunda sea más
ingeniosa, pero intuimos que hay más detrás de la trama de Stevenson.
En cuanto a la
idea que formulé al principio, la de que sólo existe un número reducido de
tramas, quizá deberíamos mencionar esos libros en los que el interés no radica
en la trama sino en la variación, en el cambio, de múltiples tramas.
Estoy pensando
en Las mil y noches, y otras por el
estilo.
Podríamos añadir
también la idea de un tesoro maligno. La tenemos en la Völsunga Saga, y quizá
al final de Beowulf: la idea de un tesoro que trae males a la gente que lo
encuentra. Aquí podríamos llegar a la idea que intenté desarrollar en mi última
conferencia, sobre la metáfora: la idea de que quizá todas las tramas
correspondan sólo a unos pocos modelos. Hoy, por supuesto, la gente inventa
tantas tramas que nos ciegan. Pero quizá flaquee tal ataque de ingenio y
descubramos que todas esas tramas sólo son apariencias de un reducido número de
tramas esenciales. Y esto, para mí, está fuera de discusión.
Hay que señalar
otro hecho: los poetas parecen olvidar que, alguna vez, contar cuentos fue
esencial y que contar una historia y recitar unos versos no se concebían como
cosas diferentes.
Un hombre
contaba una historia, la cantaba; y sus oyentes no lo consideraban un hombre
que ejercía dos tareas, sino más bien un hombre que ejercía una tarea que
poseía dos aspectos. O quizá no tenían la impresión de que hubiera dos
aspectos, sino que consideraban todo como una sola cosa esencial.
Llegamos ahora a
nuestro tiempo, donde encontramos esta circunstancia verdaderamente extraña:
hemos vivido dos guerras mundiales, pero, por alguna razón, no ha surgido de
ellas una épica; excepto, quizá, Los siete pilares de la sabiduría.
En Los siete
pilares de la sabiduría encuentro muchas cualidades épicas. Pero el libro está
lastrado por el hecho de que el héroe es el narrador, por lo que a veces debe empequeñecerse,
humanizarse, hacerse verosímil en exceso. De hecho, se ve obligado a incurrir
en los trucos del novelista.
Hay otro libro,
hoy bastante olvidado, que leí, me parece, en 1915: una novela llamada Le Feu,
de Henri Barbusse. El autor era pacifista; era un libro contra la guerra. Pero,
en cierta medida, la épica atravesaba el libro (me acuerdo de una magnífica
carga con bayonetas).
Otro escritor
que poseía el sentido de lo épico fue Kipling. Lo comprobamos en un relato tan
maravilloso como «A Sahib’s War», Pero, de la misma manera que Kipling nunca
practicó el soneto, porque consideraba que podía distanciarlo de sus lectores,
nunca cultivó la épica, aunque podría haberlo hecho.
También recuerdo
a Chesterton, que escribió «La balada del caballo blanco», un poema sobre las
guerras del rey Alfredo contra los daneses. En él encontramos metáforas muy
raras (¡me pregunto cómo me olvidé de citarlas en la charla anterior!): por
ejemplo, «mármol como sólida luz de luna», «oro como fuego helado», donde el
mármol y el oro son comparados con dos cosas que son aun más elementales. Son
comparados con la luz de la luna y el fuego, y no con el fuego exactamente,
sino con un mágico fuego helado.
En cierta
manera, la gente está ansiosa de épica.
Pienso que la
épica es una de esas cosas que los hombres necesitan. De todos los lugares (y
esto podría introducir una especie de anticlímax, pero es un hecho), ha sido
Hollywood el que más ha abastecido de épica al mundo. En todo el planeta,
cuando la gente ve un western –al contemplar la mitología del jinete, el
desierto, la justicia, el sheriff, los disparos y todo eso–, creo que capta la
emoción de la épica, lo sepa o no. A fin de cuentas, no es importante saberlo.
Ahora bien, no
quiero hacer profecías, porque tales cosas son arriesgadas (aunque, a la larga,
pueden convertirse en verdad), pero creo que, si la narración de historias y el
canto del verso volvieran a reunirse, sucedería algo muy importante.
Quizá empiece en
Estados Unidos, pues, como ustedes saben, Estados Unidos posee un sentido ético
de lo que está bien y lo que está mal. Quizá lo posean otros países, pero no
creo que se dé tan evidentemente como lo descubro aquí.
Si llegara a
suceder, si pudiéramos volver a la épica, entonces se habría conseguido algo
muy grande. Cuando Chesterton escribió «La balada del caballo blanco» obtuvo
buenas críticas y esas cosas, pero los lectores no le fueron favorables. De
hecho, cuando pensamos en Chesterton, pensamos en la saga del Padre Brown y no
en ese poema.
Sólo he meditado
sobre el asunto a una edad más bien avanzada; y, además, no creo haber ensayado
la épica (aunque quizá haya dejado dos o tres líneas épicas).
Es una tarea
para hombres más jóvenes. y conservo la esperanza de que lo harán, porque
evidentemente todos tenemos la sensación de que, en cierta medida, la novela
está fracasando. Piensen en las principales novelas de nuestro tiempo, el
Ulises de Joyce, por ejemplo.
Se nos han dicho
miles de cosas sobre los dos personajes, pero no los conocemos. Conocemos mejor
a los personajes de Dante o de Shakespeare, que se nos presentan –que viven y
mueren– en unas pocas frases. No conocemos miles de circunstancias sobre ellos,
pero los conocemos íntimamente. Eso, desde luego, es mucho más importante.
Pienso que la
novela está fracasando. Pienso que todos esos experimentos con la novela, tan
atrevidos e interesantes –por ejemplo, la idea de los cambios de tiempo, la
idea de que la historia sea contada por distintos personajes–, todos se dirigen
al momento en que sentiremos que la novela ya no nos acompaña. Pero hay algo a
propósito del cuento, del relato, que siempre perdurará. No creo que los
hombres se cansen nunca de oír y contar historias y si junto al placer de oír
historias conservamos el placer adicional de la dignidad del verso, entonces
algo grande habrá sucedido. O quizá yo sea un anticuado hombre del siglo XIX,
pero soy optimista y tengo esperanza: y, puesto que el futuro contiene muchas
cosas –quizá el futuro contenga todas las cosas–, pienso que la épica volverá a
nosotros. Creo que el poeta volverá a ser otra vez un hacedor. Quiero decir que
contará una historia y la cantará también. Y no consideraremos diferentes esas
dos cosas, tal como no las consideramos diferentes en Homero o Virgilio.
Créditos
Borges, Jorge
Luis, Arte poética. Editorial
Crítica. Barcelona, 2001. Pags. 61-74. (Seis conferencias sobre poesía
pronunciadas en inglés en la Universidad de Harvard durante el curso
1967-1968) Traducción de Justo Navarro.
Enlaces
Texto de J.LBorges tomado del excelente pagina web/ Blog , La Audacia de Aquiles.
Ilustraciones
Imagen
de rollos de papeles y barco de papel, Google imagen
Cerámica
griega. 530 ac.- terracota - Detalle -
Dos guerreros luchando flanqueados por dos mujeres.56,5 x 34 x 25,5 cm. -
Attica, Grecia - artista griego
Estatua de Niño Lector, (detalle)
Cerro Santa Lucia, Santiago de Chile, © foto Plaza de las palabras