”Unreal City...”
Waste Land, T.S. Elliot
“...en donde todos veían fijamente hacia
adelante, exclusivamente hacia adelante” .
La autopista del sur, Cortázar
“Padre del cielo, líbranos de la oscuridad y
haz nuestro cielo claro. Si debemos de
morir déjanos morir en tu luz”
La Ilíada, Homero
Desde la ventana del taxi la ciudad parecía que se
deslizaba, las siluetas de los edificios desdibujadas por el deterioro y los
colores desmayados, las vitrinas reflejanban el pálido azul del taxi, y de vez
en cuando aparecían efímeros tramos de un cielo plástico y abovedado. Las luces
permanecían siempre encendidas en todas las calles y a todas las horas; y por
un instante, entre luces y perfiles,
Almanza creyó reconocer en los
macizos verticales las cálidas torres que en benévolas tardes desplomaban las
horas, y lo admiraba recordarse de haber
oído alguna vez los encendidos relatos de festivas noches, que verticalmente
se consumían en una hoguera de sueños.
Las calles alargadas eran grises y terminaban en finales borrosos.
**
Almanza sospechó que todo es un arcaico juego. Lo ha
pensado remotamente.” El mundo es mágico, pero sobretodo es bueno y
generoso, por eso estoy aquí, en la
ciudad y no allá en el Pabellón Central” Súbitamente, y todavía abrumado por
una desoladora sensación, volvió a percatarse del hombre de la nuca arrugada,
con la cabeza siempre erguida y con la
gorra azul correctamente puesta, y
siempre viendo obedientemente
hacia adelante con sus manos fijas y gruesas en aquel timón definitivo y
extensivo, y de cristal. Y entonces,
volver a pensar en la casa verde de dos pisos, y la enredadera
descolgándose frenéticamente desde el
balcón frontal hasta tocar el piso. Presintió que ya estaba cerca de la
casa, no podía estar tan lejos, no estaba lejos, ya llevaba casi una hora en
aquel taxi, y eso era mucho tiempo para aún estar lejos Efectivamente. Ya
estaban cerca, bastante cerca; tan cerca
que el taxi giro en una boca calle, con edificios por ambos lados, y Almanza, se inclinó un
poco hacia adelante y se pegó al vidrio de la ventana, sin reconocer nada.
Cuidadosamente el taxista detuvo el
taxi, “hemos llegado a la calle Regentes”.
***
Por lo que se
dispuso a explorar los alrededores,
primeramente vislumbró a la distancia una mancha verde, muy lejana y muy grande para ser la
glorieta que él buscaba. Así que al menos podría dirigirse a esa mancha verde que conquistaba una porción
suculenta del curvo horizonte; y que parecía
tan irreal, tan inmensa y tan luminosa, que producía un severo contraste
con los sórdidos tonos oscuros y grises de la ciudad. Le pareció que aquella mancha verdosa, podría ser una
arboleda o un respiradero comunitario. Al acercarse más, empezó a divisar,
primero los matices de los colores de las copas de los árboles, por lo que se esforzó en distinguir sus irregulares contornos, entrevió los viscerales troncos bajo de las
sinuosas ramas, y por ultimo observo minuciosamente las vulnerables hojas, y ya frente a los
colosales árboles, se paró sobre el hospitalario césped que alojaba las
sombras cautivas de los árboles. Lo abatió la impresión de que aquel verdor lo
cercaba y que hasta el viento que soplaba era un viento verde.
No estaba nadie más, salvo Almanza, y los árboles intactos, y el golpe duro del agua de la fuente, y
una hilera de silenciosas bancas
que invitaban generosamente a sentarse y se sentó echando su gruesa espalda contra el respaldar. Lo reconforto de inmediato un alivio en su cuerpo, haber
caminado tanto no era cosas de todos los días, pero ciertamente más que cansado se hallaba tan feliz como un
niño con la tranquilidad de un gato echado en una blanda cama, cubierta por un
edredón azul, que manos diligentes habían tendido perfectamente. Toda había sucedido tan rápido, todo tan
inusitado, y todo parecía un fugitivo
sueño. Pero no era un sueño, ni siquiera un medio sueño, era algo más que un
sueño. Almanza pudo tocarse los brazos y quitarse con la mano el sudor helado de la frente. Mientras, reiteradamente pensó”:
Si soy yo y estoy libre” Aquel acto de
confirmación le renovó la confianza perdida, pero una turbia rigidez en el
cuello lo seguía aquejando; pero bien que lo sabia, cuando lo soltaron le
habían quitado los correctores del cuello, y aún lo perseguía una sombra de peso sobre sus hombros como si
todavía llevara puestos los correctores. En contraste a su
mente volvía la imagen de la casa verde
de la calle Regentes, con su enredadera tocando el piso. Y también aquel
persuasivo repicar de cremosas palabras: “el mundo es generoso”.
Y vaya que el mundo era generoso, y las cosas que
ocurren sin saber por qué, ¿por qué seguir adelante? Y Almanza volvió a
recordar el Pabellón Central, los largos
pasillos metálicos, el puntual tumulto
de pasos díscolos retumbando como
frenéticos tambores, los disimulados patios hirviendo en silencio, las maquinas
traqueteando ruidosamente, el ronroneo ensordecedor de los motores, la luz encegadora de los reflectores
perimetrales cazando furtivas sombras, las bandas transportadoras siseando
incansablemente, el olor fermentado del
humo de las fogatas que consumían
promontorios de abigarrada basura. Y así pasaban las cosas todo el
tiempo, hasta que el Pabellón se fue
convirtiendo en un laberinto, nadie lo había diseñado, había crecido
naturalmente. Recordó que en algún esquivo lugar, haber oído que todo había
comenzado como un juego trivial de azar; casi enseguida vinieron las reglas, los escuetos nombres,
las construcciones encubiertas, las escaramuzas cotidianas, las órdenes y
contraórdenes, el juego estético de palabras: “Levántate con la primera
antorcha, gentil guerrero Almanza. Ponté la coraza de la mañana, saluda
dulcemente al mediodía y camina con los pies de la noche”. (1)
****
Y poco a poco le
vino a la mente, que entre los habitantes del gran Pabellón siempre
había corrido una especie de rumor
clandestino, lejano pedazo de sombra que
secretamente fue creciendo. En el pabellón, aquel rumor se había repetido
tantas y tantas veces que al final nadie
lo creyó. Por eso Almanza, sentado, solitario,
con un infatigable temor de alzar la vista, y fascinado por la sombra del recuerdo del
rumor, vanamente quiso dormirse. Deseo
infinitamente no estar allí, pero la huida era de nuevo el Pabellón Central, y
un vendaval de rumores que se levantaba como una bandera flameando, mientras
el viento iracundo soplaba barriendo limpiamente los densos patios y
abrazando tibiamente las sorprendidas esquinas. Y por todos lados,
serias voces venían y finas miradas se iban, y un rosario de pasos corría por
los largos pasillos. Y entre intensos
recuerdos, lo asaltó vehementemente, la urgencia de ver hacia arriba
porque por décadas de absoluta inmovilidad, los correctores le habían
imposibilitado levantar la vista, obligándolo a ver solo de frente o hacia
abajo; pero nunca hacia arriba. Entonces,
se esforzó por levantar lentamente la cabeza hacia arriba Aquel acto físico estaba demoliendo décadas de
consuetudinaria rigidez No obstante aún sin los correctores le resultaba
difícil alzar la cabeza porque los
músculos estaban endurecidos. Por lo que tuvo que soportar estoicamente el
dolor que tendría que soportar, y prosiguió, milimétricamente levantando la
cabeza, hasta que ante su vista fue apareciendo un espacio blanco. Se lo habían
dicho tantas veces, y tantas veces lo había escuchado, que ya ni recordaba
cuantas veces se lo habían dicho, pero él nunca lo había visto, y los que se lo
dijeron tampoco lo habían visto, todo era una cadena forjada de puros rumores.
Y el rumor era a veces tan real, que todas las demás cosas se desdibujaban
abruptamente.
Y ahora un espacio
blanco y azul; y amable, insondable, sorpresivo, se expandía por encima
del definitivo guerrero Aqueo: íngrimo entre la multitud boscosa, impasible ante la constelación de
rumores, solo bajo la impenetrable
profundidad del cielo. La escena, terrible y hermosa, era un beso de labios
trasparentes. Ninguna palabra
podría describirla, él era en ese
momento todas las volátiles palabras, todos los vigorosos rumores y todos los
numéricos ojos. Mientras tanto, una masa blanqueada y evanescente flotaba
victoriosa y sigilosamente, hasta ir desprendiéndose de dos
en dos, de tres en tres y luego en franco tropel. “esas han de ser las nubes”
se dijo Almanza. Mientras, con lágrimas
en sus ojos, las contemplaba embelesado.
“Si ese si que es verdaderamente un cielo- Pensó Almanza -. No ese simulacro de
cielo, esa bóveda artificial grasienta y olorosa a plástico quemado que cubría desde hace décadas todas las ciudades”.
Almanza también asoció el gran rumor que un día creyó haber escuchado
en el Patio de las Esquinas Amarillas. Lo escuchó poco tiempo después de haber llegado al Pabellón Central,
no recordaba en cuál de los niveles lo había escuchado. Pero si
recordaba que cuando oyó el gran
rumor quiso a toda costa conservarlo
intacto en su memoria. Presintió, sin
saber por qué, que ese rumor lo acompañaría siempre, que aquellas quietas palabras habrían de guardarse celosamente. A
veces pensaba que era como si las palabras tuviesen vida, era una
voz sin rostro, voz nacida de la nada, voz venida como una lejana
llamada, voz susurrante que quizá ni se
dirigía a él. Nunca supo quien había pronunciado las palabras ni de dónde venían y nunca más las volvió a
oír. Y desde aquel entonces sabia que realmente sí las había escuchado Revivió
innumerables veces la escena, y otras veces recordaba oscuramente las huidizas palabras, pero aún escuchaba el
tono de la voz, y sentía las palabras a punto de escapársele del cerco de sus
dientes, sin lograr recordar las palabras exactas. Hasta que por esas
bifurcaciones subterráneas de la escurridiza memoria, trenzó aquel rumor del
Pabellón a otra especie de visión que de
pronto le venía sinuosamente desde su infancia. Su abuelo se lo había contado a
su padre, y el abuelo lo había escuchado
de su madre. Todo eran solo aladas palabras porque ellos tampoco llegaron a ver
la visión. El no recordaba siquiera si
era apenas un niño cuando se las habían susurrado a sus tiernos oídos. Ni siquiera si su padre ya operaba en los
niveles superiores del Patio de las Esquinas Amarillas, o si su madre todavía trabajaba en los
Respiraderos de las Casas Grises de los Franceses. Pero aún recordaba
claramente lo que había oído a su madre:
“Aún hay lugares verdes, sé que los hay, pero los esconden,
los esconden, sé que los esconden”.
. Todo estaba convocado: los escurridizos recuerdos,
el proscenio de las nubes, el cielo protector, el fino hilo de la visión, la casa verde Y algo más que venía desde lejos, el gran
rumor del Pabellón Central. Almanza fue recordándolo, palabra por palabra, y
luego, se recordó multiplicando aquellas
palabras, que con paciencia fue
repitiendo en voz alta como si laboriosamente destilara la risa de un trueno.
*****
Si, había la antigua costumbre en la Región de la
Epifanía que cuando un hombre iba a
morir, se le liberaba, se le
desactivaban los aparatos, se le quitaban los correctores, y se le
enviaba a un bosque escondido de los mortales, en donde se levantaban inmensos
árboles y crecía un amable césped, que se movía como si lo rozara con sus
delicados pies una legión de invisibles
ángeles; entonces
inadvertidamente y en completo sigilo aparecían ancestrales magos que
con sus conjuros descorrían paulatinamente
el nacarado crepúsculo, para que las nubes pasaran de una en una, de dos
en dos, de tres en tres, y luego en
franco tropel; hasta que el cielo despoblado de nubes, líricamente, se
abría de par en par, como magistralmente
un día se abrió en dos, el mar
rojo; para que el iniciado antes de morir pudiese ver por
primera vez y claramente, el verdadero cielo.
Crédito de las ilustraciones Plaza de las palabras.
Notas
1. De la Ilíada, Homero