Cuento: El primer cielo

Mario A. Membreño Cedillo

”Unreal City...”
Waste Land, T.S. Elliot

“...en donde todos veían fijamente hacia
adelante, exclusivamente hacia adelante”    .
La autopista del sur, Cortázar

“Padre del cielo, líbranos de la oscuridad  y
haz nuestro cielo claro. Si debemos  de
morir déjanos morir en tu luz”
La Ilíada, Homero




Desde la ventana del taxi la ciudad parecía que se deslizaba, las siluetas de los edificios desdibujadas por el deterioro y los colores desmayados, las vitrinas reflejanban el pálido azul del taxi, y de vez en cuando aparecían efímeros tramos de un cielo plástico y abovedado. Las luces permanecían siempre encendidas en todas las calles y a todas las horas; y por un instante, entre luces y perfiles,  Almanza  creyó reconocer en los macizos verticales las cálidas torres que en benévolas tardes desplomaban las horas, y lo admiraba recordarse de  haber oído alguna vez los encendidos relatos de festivas noches, que verticalmente se  consumían en una hoguera de sueños. Las calles alargadas eran grises y terminaban en finales borrosos.
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Almanza sospechó que todo es un arcaico juego. Lo ha pensado remotamente.” El mundo es mágico, pero sobretodo es bueno y generoso,  por eso estoy aquí, en la ciudad y no allá en el Pabellón Central” Súbitamente, y todavía abrumado por una desoladora sensación, volvió a percatarse del hombre de la nuca arrugada, con la cabeza siempre erguida  y con la gorra azul correctamente puesta, y   siempre viendo obedientemente  hacia adelante con sus manos fijas y gruesas en aquel timón definitivo y extensivo, y de cristal. Y entonces,   volver a pensar en la casa verde de dos pisos, y la enredadera descolgándose frenéticamente desde el  balcón frontal hasta tocar el piso. Presintió que ya estaba cerca de la casa, no podía estar tan lejos, no estaba lejos, ya llevaba casi una hora en aquel taxi, y eso era mucho tiempo para aún estar lejos Efectivamente. Ya estaban cerca, bastante cerca; tan cerca  que el taxi giro en una boca calle, con edificios  por ambos lados, y Almanza, se inclinó un poco hacia adelante y se pegó al vidrio de la ventana, sin reconocer nada. Cuidadosamente el taxista  detuvo el taxi, “hemos llegado a la calle Regentes”.
***
Por lo que  se dispuso a explorar los  alrededores, primeramente vislumbró a la distancia una mancha  verde, muy lejana y muy grande para ser la glorieta que él buscaba. Así que al menos podría dirigirse a  esa mancha verde que conquistaba una porción suculenta del curvo horizonte; y que parecía  tan irreal, tan inmensa y tan luminosa, que producía un severo contraste con los sórdidos tonos oscuros y grises de la ciudad. Le pareció que  aquella mancha verdosa, podría ser una arboleda o un respiradero comunitario. Al acercarse más, empezó a divisar, primero los matices de los colores de las copas de los árboles,  por lo que se esforzó en distinguir  sus irregulares contornos,  entrevió los viscerales troncos bajo de las sinuosas ramas, y por ultimo observo  minuciosamente  las vulnerables hojas, y ya frente a los colosales árboles,  se paró  sobre el hospitalario césped que alojaba las sombras cautivas de los árboles. Lo abatió la impresión de que aquel verdor lo cercaba y que hasta el viento que soplaba era un viento verde.
No estaba nadie más, salvo  Almanza, y los árboles intactos,  y el golpe duro del agua de  la fuente, y  una hilera de silenciosas bancas  que invitaban generosamente a sentarse y se  sentó echando su gruesa espalda contra el  respaldar. Lo reconforto  de inmediato un alivio en su cuerpo, haber caminado tanto no era cosas de todos los días, pero ciertamente  más que cansado se hallaba tan feliz como un niño con la tranquilidad de un gato echado en una blanda cama, cubierta por un edredón azul, que manos diligentes habían tendido perfectamente.  Toda había sucedido tan rápido, todo tan inusitado, y  todo parecía un fugitivo sueño. Pero no era un sueño, ni siquiera un medio sueño, era algo más que un sueño. Almanza pudo tocarse los brazos y quitarse  con la mano el sudor helado de  la frente. Mientras, reiteradamente pensó”: Si soy yo y estoy libre” Aquel   acto de confirmación le renovó la confianza perdida, pero una turbia rigidez en el cuello lo seguía aquejando; pero bien que lo sabia, cuando lo soltaron le habían quitado los correctores del cuello, y aún lo perseguía  una sombra de peso sobre sus hombros como si todavía  llevara  puestos los correctores. En contraste a su mente volvía la imagen  de la casa verde de la calle Regentes, con su enredadera tocando el piso. Y también aquel persuasivo repicar de cremosas palabras: “el mundo es generoso”.
Y vaya que el mundo era generoso, y las cosas que ocurren sin saber por qué, ¿por qué seguir adelante? Y Almanza volvió a recordar el Pabellón Central,  los largos pasillos  metálicos, el puntual tumulto de  pasos díscolos retumbando como frenéticos tambores, los disimulados patios hirviendo en silencio, las maquinas traqueteando ruidosamente, el ronroneo ensordecedor de los motores,  la luz encegadora de los reflectores perimetrales cazando furtivas sombras, las bandas transportadoras siseando incansablemente, el  olor fermentado del humo de las fogatas que consumían  promontorios de abigarrada basura. Y así pasaban las cosas todo el tiempo, hasta  que el Pabellón se fue convirtiendo en un laberinto, nadie lo había diseñado, había crecido naturalmente. Recordó que en algún esquivo lugar, haber oído que todo había comenzado como un juego trivial de azar; casi enseguida  vinieron las reglas, los escuetos nombres, las construcciones encubiertas, las escaramuzas cotidianas, las órdenes y contraórdenes, el juego estético de palabras: “Levántate con la primera antorcha, gentil guerrero Almanza. Ponté la coraza de la mañana, saluda dulcemente al mediodía y camina con los pies de la noche”. (1)
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Y poco a poco le  vino a la mente, que entre los habitantes del gran Pabellón siempre había corrido   una especie de rumor clandestino, lejano  pedazo de sombra que secretamente fue creciendo. En el pabellón, aquel rumor se había repetido tantas y tantas veces  que al final nadie lo creyó. Por eso Almanza, sentado, solitario,  con un infatigable temor de alzar la vista, y  fascinado por la sombra del recuerdo del rumor, vanamente  quiso dormirse. Deseo infinitamente no estar allí, pero la huida era de nuevo el Pabellón Central, y un vendaval de rumores que se levantaba como una bandera flameando, mientras el  viento iracundo soplaba  barriendo limpiamente los densos patios y abrazando tibiamente  las  sorprendidas esquinas. Y por todos lados, serias voces venían y finas miradas se iban, y un rosario de pasos corría por los largos pasillos. Y entre intensos  recuerdos, lo asaltó vehementemente, la urgencia de ver hacia arriba porque por décadas de absoluta inmovilidad, los correctores le habían imposibilitado levantar la vista, obligándolo a ver solo de frente o hacia abajo; pero nunca hacia arriba. Entonces,  se esforzó por levantar lentamente la cabeza hacia arriba Aquel  acto físico estaba demoliendo décadas de consuetudinaria rigidez No obstante aún sin los correctores le resultaba difícil  alzar la cabeza porque los músculos estaban endurecidos. Por lo que tuvo que soportar estoicamente el dolor que tendría que soportar, y prosiguió, milimétricamente levantando la cabeza, hasta que ante su vista fue apareciendo un espacio blanco. Se lo habían dicho tantas veces, y tantas veces lo había escuchado, que ya ni recordaba cuantas veces se lo habían dicho, pero él nunca lo había visto, y los que se lo dijeron tampoco lo habían visto, todo era una cadena forjada de puros rumores. Y el rumor era a veces tan real, que todas las demás cosas se desdibujaban abruptamente.
Y ahora  un  espacio   blanco y azul; y amable, insondable, sorpresivo, se expandía por encima del definitivo guerrero Aqueo: íngrimo entre la multitud  boscosa, impasible ante la constelación de rumores, solo bajo la  impenetrable profundidad del cielo. La escena, terrible y hermosa, era un beso de labios trasparentes. Ninguna palabra  podría  describirla, él era en ese momento todas las volátiles palabras, todos los vigorosos rumores y todos los numéricos ojos. Mientras tanto, una masa blanqueada y evanescente flotaba victoriosa y sigilosamente, hasta ir desprendiéndose  de  dos en dos, de tres en tres y luego en franco tropel. “esas han de ser las nubes” se dijo  Almanza. Mientras, con lágrimas en sus ojos,  las contemplaba embelesado. “Si ese si que es verdaderamente  un  cielo- Pensó Almanza -. No ese simulacro de cielo, esa bóveda artificial grasienta y olorosa a plástico quemado que cubría  desde hace décadas todas las  ciudades”.
Almanza también asoció el  gran rumor que un día creyó haber escuchado en el Patio de las Esquinas Amarillas. Lo escuchó  poco tiempo después de  haber llegado al Pabellón  Central,  no recordaba en cuál de los niveles lo había escuchado. Pero si recordaba que cuando  oyó el gran rumor  quiso a toda costa conservarlo intacto  en su memoria. Presintió, sin saber por qué, que ese rumor lo acompañaría siempre, que aquellas quietas  palabras habrían de guardarse celosamente. A veces pensaba que era como si las palabras tuviesen vida,  era una  voz  sin rostro, voz nacida  de la nada, voz venida como una lejana llamada, voz  susurrante que quizá ni se dirigía a él. Nunca supo quien había pronunciado las palabras  ni de dónde venían y nunca más las volvió a oír. Y desde aquel entonces sabia que realmente sí las había escuchado Revivió innumerables veces la escena, y otras veces recordaba oscuramente  las huidizas palabras, pero aún escuchaba el tono de la voz, y sentía las palabras a punto de escapársele del cerco de sus dientes, sin lograr recordar las palabras exactas. Hasta que por esas bifurcaciones subterráneas de la escurridiza memoria, trenzó aquel rumor del Pabellón  a otra especie de visión que de pronto le venía sinuosamente desde su infancia. Su abuelo se lo había contado a su padre, y el abuelo  lo había escuchado de su madre. Todo eran solo aladas palabras porque ellos tampoco llegaron a ver la visión. El no recordaba siquiera si  era apenas un niño cuando se las habían susurrado a sus tiernos oídos.  Ni siquiera si su padre ya operaba en los niveles superiores del Patio de las Esquinas Amarillas,  o si su madre todavía trabajaba en los Respiraderos de las Casas Grises de los Franceses. Pero aún recordaba claramente lo que había oído a su madre:
“Aún hay lugares verdes, sé que los hay, pero los esconden, los esconden, sé que los esconden”.
. Todo estaba convocado: los escurridizos recuerdos, el proscenio de las nubes, el cielo protector, el fino hilo de la  visión, la casa verde  Y algo más que venía desde lejos, el gran rumor del Pabellón Central. Almanza fue recordándolo, palabra por palabra, y luego, se recordó  multiplicando aquellas palabras, que con paciencia  fue repitiendo en voz alta como si laboriosamente destilara la risa de un trueno.
*****
Si,  había la antigua costumbre en la Región de la Epifanía  que cuando un hombre iba a morir, se le liberaba, se le  desactivaban los aparatos, se le quitaban los correctores, y se le enviaba a un bosque escondido de los mortales, en donde se levantaban inmensos árboles y crecía un amable césped, que se movía como si lo rozara con sus delicados pies una legión de invisibles  ángeles; entonces  inadvertidamente y en completo sigilo aparecían ancestrales magos que con sus conjuros descorrían paulatinamente  el nacarado crepúsculo, para que las nubes pasaran de una en una, de dos en dos, de tres en tres,  y luego en franco tropel; hasta que el cielo despoblado de nubes, líricamente, se abría  de par en par, como magistralmente un día se abrió en dos,  el mar rojo;  para que  el iniciado antes de morir pudiese  ver por  primera vez y claramente, el verdadero cielo.




*Fuente: Fragmentos del cuento El primer cielo (2004) D.R. Del  libro Cuentos profanos.
Crédito de las ilustraciones Plaza de las palabras.

Notas


1. De la Ilíada, Homero