Sin ganas de nada me bajo
del autobús, retiro la maleta del portaequipaje y me quedo un momento en la
estación, sentado en una banca de madera descascarada. Del aeropuerto a mi
ciudad son dos horas por la carretera central, entre serranías de pinos y
valles con el pasto seco. El vuelo se me hizo largo. A pesar de que era mi
primer viaje en avión, dada la situación, eso me valía un comino. Me dieron un
asiento con ventana y tampoco tuve ánimo de ver el paisaje. Cuando el avión
despegó, cerré los ojos y dejé que los mil pensamientos de mi aventura vinieran
y se fueran como escenas de una película.
Nadie me espera en la
terminal de buses. Bueno, nadie sabe que estoy de vuelta. Salgo a la calle.
Paso de largo los taxis que merodean buscando carreras. Camino una, dos, varias
cuadras. No tengo prisa pero tampoco quiero estar vagando por ahí. Voy
recomponiendo en mi mente la fisonomía del centro de la ciudad. A menos de un
kilómetro está la casa de mis padres, subiendo por empinadas cuestas y
callejones de piedra. Pronto me ponen en ambiente los bocinazos de los autos y,
no podían faltar, los gritos canturreados de los vendedores. No reconozco a
nadie en la calle y, puedo decirlo sin exagerar, más allá de la diferencia de
escala, me siento de repente tan solo como solía pasarme en las avenidas neoyorquinas.
Hace cuatro años que
salí; hoy, regreso sin más equipaje que esta mochila a cuestas y estos enormes
tenis que han de causar fiebre al que me los mire, no es que me gusten… es que
aguantan de todo. Nada que ver con los viejos tenis que lancé al cableado de
luz la noche que me marché. En el fondo
sé que no parezco uno de esos que viene de Miami. ¡Qué alivio! Y es que no porto cadenas ni
pantalones anchos, tampoco aretes ni walkman.
No, ese no es mi estilo, pero si vengo del norte, y estoy aquí no sé si por
accidente, pero a todas luces en contra de mi voluntad.
Cuando me fui, antes de
agarrar para La Florida pude haberme quedado en Texas, pero el grupo de
tamaulipecos al que me pegué dijo que ahí la paga era una babosada, que me les
uniese para ir al sureste. Sin nada que perder, les hice caso. Mordí el polvo
en mi primer trabajo en una plantación
de naranjas cerca de Tampa, más de diez horas al día metido en los surcos con
el morral al hombro, subido en la escalera para pizcar los árboles cundidos de
fruta; durmiendo en galpones improvisados, con decenas de hombres hoscos que no
pensaban en otra cosa que pagarle el mandado al “pollero”, y de ahí en adelante
escatimar gastos hasta donde fuese posible para enviar un fajo de verdes a casa y, mostrar así que… comenzaba el “sueño
americano”. Pero qué va, la paga apenas ajustaba para ir pasando y si se
mandaba dinero era a costa de aguantar hambre y encerrarse como cucaracha.
Con el tiempo, el grupo
se iba raleando, unos se iban a buscar otras chambas; decían que la cosa no
estaba mal en los campos de tabaco en Kentucky, pero los más viejos nos
guiñaban el ojo. Otros caían en las
redadas de la “migra” y, tras unos
días en el bote, enviados de vuelta a casa. De repente llegaba nueva carnada a
trabajar en los campos, se raleaba más tarde y, así, para sécula seculórum. La verdad es que a los que atrapaban en las
cacerías, más era por no hacerle caso al patrón. Bien decía el patrón que no
saliésemos del rancho, pero los peones se hartaban del encierro y así es que
les ponían mano. Un par de veces escape de los patrulleros, hasta tuve que
meter el esqueleto en un tonel de la basura para zafármeles. Se me fueron
quitando las ganas de andar allá afuera. Pero había gato encerrado… Siempre me
pregunté por qué en los pueblos cercanos a las plantaciones los de la migra
andaban buzos, pero a las meras fincas nunca entraban. Para mí que había gato
encerrado. Bueno, como sea, yo no puedo quejarme, aguanté cuatro años en los
Estados Unidos.
Ya al año de estar por
allá, las heladas destruyeron las cosechas y los jornaleros nos la pasábamos de
brazos cruzados. No había chamba. Había decidido ir a rifármela a Nueva
Orleans, a ver si un ceibeño me echaba la mano, pero vueltas de la vida, mi
estrella cambió cuando por fin mi padrino se contactó conmigo y se abrió la puerta
para subir a Nueva York. Estaba yo que
no me la creía. Desde el principio mi sueño era ir a probar suerte a la Gran
Manzana y visitar los clubes de Jazz, Central Park y el puente de Brooklyn.
Todo lo que mi padrino pudo hacer es ayudarme a conseguir trabajo de limpia
platos en un restaurante de mala muerte en Bushwick, al noreste de Brooklyn. De
ahí rodé por casi media docena de empleos hasta que la varita de la suerte me
tocó y me colé de mesero en una compañía de Catering.
Cuando mejor iban las
cosas, con decir que hasta el inglés lo masticaba bien, llegó aquel día, a
inicios de la primavera, un domingo de abril, en el que yo estaba de lo más
águila sirviendo en una casa de los suburbios. Creo que era una de las hijas de
la dueña la que cumplía años o algo así. Yo me la pasé atendiendo, bandeja en
mano, a la parvada de jóvenes que se reunía junto a la piscina. Las botellas se
vaciaban en un santiamén. Grupillos de muchachos se escabullían en los rincones
del jardín y en las habitaciones de la casa. Nadie bailaba, la música era
estridente, y me costaba entender qué bebida o bocadillo me pedían de tanto en
tanto los invitados. Poco antes de oscurecer, cuál fue mi asombro, gajes que
nos caen del cielo, cuando veo a la anfitriona, quizás caldeada por el whisky, roja como un tomate, berreando
porque había perdido unas alhajas. Pero lo que es peor, alegando que yo se las
había robado. Lo demás es patético, la detención, constatar mi falta de papeles
y unos días más tarde este vuelo inevitable al país.
No tuve tiempo ni deseos
de avisarle a mi familia. Lo que más me asusta es tener que pararme frente a mi
padre. Él nunca perdonó que me fuera así por así… Ya lo imagino, con la
perorata de que soy un bueno para nada, que perdí cuatro años de mi vida y que
por una aventura sin ton ni son había dejado los estudios. También me da tirria
pensar en los amigos del barrio. Tendré que poner cara de palo frente a los
amigotes que me van a preguntar a qué se debe la visita… que si la logré “hacer
allá”. No tengo otro remedio que hacerme
el papo. De algún modo estoy convencido de que no es para echarse a llorar...
Aprendí a valerme por mí mismo. En eso, ya hay ganancia.
El barrio se ve igual que
antes. Se siguen viendo tenis guindados en los cables de la luz, contra un fondo
azul sin nubes. Las mismas pulperías y el deambular del perro tunco de doña
Berta. Pero hay menos árboles en las aceras. Por fortuna no veo a ninguno de
mis amigos. ¿Vivirán en el barrio todavía? Supe que Jorge y Erasmo pintaron
llantas para Dallas, que mataron al Montuca,
supuestamente en “pleito de
pandillas”, que el Rolo quedó renco
después que lo tirotearon para asaltarlo. Aquí la vida no vale nada. ¿Y Karla…
todavía se acordará de mí?… ni siquiera tuve el valor de despedírmele. Oí decir
que se ennovió con el Jimi, me cuesta
creerlo. Ese Jimi era un asco, un playboy
barato que no se merece a la Karla. Pero
qué me importa eso ahora.
¡Qué grandes están los niños que ayer jugaban
en la calle!; hoy, siguen allí, pertrechados en las esquinas, más espigados y
con el pitillo en la mano. Otro grupo de muchachos juega fútbol en el callejón.
Son casi de la edad de mi hermano menor. El mundo les cabe en una pelota.
Detienen la potra al verme pasar. Les cuesta al principio, pero varios de ellos
alcanzan a reconocerme. “El Rocky”,
escucho que dicen, en voz alta. Otros susurran. “Volvió el Rocky. Sí, es él”. Me detengo para saludar a un par de ellos que
avanza hacia mí. Sin levantarme las gafas de sol, les contestó animado,
chocando los puños, alzando el pulgar y luego el apretón de manos. Masco el
chicle con fruición para parecer más seguro y saco palabras encendidas para dar
a entender que estoy a todo dar, que me ha ido macanudo.
—¿De
vacaciones, Rocky? —pregunta uno de
ellos.
—Pues… aquí, visitando a
la tribu.
En este momento acabo de
convencerme, por una cuestión de orgullo, que mi regreso ha de ser temporal.
Que en cuanto pueda voy a intentarlo de nuevo y, por mucho, en un par de meses
me estaré yendo a México para cruzar la frontera. Vamos a ver cómo le hacemos
con la plata para pagarle al coyote, porque sin coyote no me atrevo. Le quito
el balón de las manos al chico que la sostiene y lo lanzo hacia arriba,
mientras les grito: “¡Sigan el juego!”.
Los muchachos reanudan la
jugada, menos uno, el más grande, aunque todavía usa pantalones cortos, que se
acerca para susurrarme, como quien cuenta un secreto, “cuando me vaya, voy a
buscarte en Nueva York, para que me des una ayudita… No te vas a hacer el loco,
¿verdad?…”. En afán de no defraudarlo,
le digo que no tenga cuidado, que en lo que pueda voy a darle una mano.
Sigo mi camino. Al verme
frente al portón de la casa me da un escalofrío, es como retroceder en el
tiempo. Cuatro años son tanto tiempo y a la vez se van en un soplo. Las ramas
del sauce están podadas y las raíces han levantado las baldosas de la acera,
ojalá que no se les ocurra cortarlo. Lo plantó papá cuando yo apenas gateaba.
Me gustan los árboles, en parte porque dan un tono de continuidad a la vida;
suelen estar ahí por mucho tiempo, aunque a uno le salga barba y sin que uno
pueda hacer nada, años después, le salte la primera cana. No tengo canas, que
conste, pero he visto a amigos, no tan mayores que yo, con mechones de pelo
blanco. Como sea, los árboles estarán ahí, a no ser que un depravado los
tronche porque quiere forrar de cemento la acera. Se ve que no leen aquel poema
de Machado. Trato de tomar aire, aun así me flaquean las piernas… como si
fuesen de papel. ¡Vaya, vaya…!, no podían faltar los testigos… Casi aseguraría
que varios pares de ojos me escrutan, huidizos, desde el ventanal de la casa
vecina. Que miren lo que quieran, me da lo mismo.
Pusieron un timbre
eléctrico, ¡bah!, pero no lo utilizó; como antes, toco tres veces con un manojo
de llaves. Nadie viene a abrir. Vuelvo a intentarlo. Un lejano ¡Ya va! pone en
mis oídos la voz de papá. Preferiría que otro familiar me abriese la puerta.
Pienso en salir corriendo y regresar más tarde. Pero no, me quedo plantado,
esperando. Total.
Lo veo venir con su poco
pelo y en camiseta sin mangas, arrastra las sandalias con la misma pachorra de
siempre, aguzando los ojos pequeños y saltarines. Creo que no me ha reconocido,
pues al verme va revisándome de pies a cabeza, hasta que sin mayor asombro,
parece darse cuenta que soy yo. Advierto que unos kilos menos y el pelo más
largo pueden despistar a cualquiera, incluso a mi padre. Colaboro, quitándome
las gafas. Y, típico en él, antes de saludarme pregunta: “¿Andás paseando… o es
que ya te deportaron?”. No le contesto, pero la expresión delata. Le doy un
abrazo; él no corresponde pero se deja, aunque se pone tieso como un tronco,
enseguida se suelta y avanza hacia el interior de la casa, dejando el portón
abierto. Esa es la bienvenida al hijo pródigo, pensé con sarcasmo. Entro y lo
sigo por el patio sombreado que da a la puerta de la cocina. Huele a caldo de
pollo, con culantro y todas esas hojas que mamá le pone. Los napoleones están a punto de florear y el
gato Morocho sale espantado. Papá se
detiene en la puerta, escucho cuando le grita a mi madre: “¡Mujer, a qué no
sabés quién vino… Volvió el ‘mojado’”!
Antes, cuando mi padre
solía tratarme así, lo encaraba y le exigía más respeto. Tengo tantas ganas de
ver a los viejos que no deja de resultarme cálida la bienvenida. Madre sale
corriendo a la cocina. Sus lágrimas, colman el vaso. A ella, parece que le han
pasado los años encima, se le nota más el rictus de dolor que se forma en las
comisuras de la boca a causa del lumbago. Yo he de ser uno de los motivos, para
qué lo voy a negar. Tampoco le hacen gran favor los trapos que lleva puestos,
una falda gris que bien serviría como mecha de trapeador y una blusa crema que
parece de bulto. Nunca se gasta un peso para arreglarse, cada centavo se lo da
a los tiburones que hemos sido sus hijos. Después van saliendo mis hermanos,
menos uno, que ya se ha ido para hacer familia.
Me siento como de otro
planeta, aunque no comprendo con exactitud por qué. Parezco un holograma en
medio de la sala. La casa se me vuelve apretada y adusta, no es que allá
viviese en una mansión, pero hay cierta monotonía, y los objetos y muebles
están muy cerca unos de otros y los colores desentonan a más no poder. Por si
eso fuera poco, la decolorada pintura de las paredes da una sensación de
abandono; sin embargo, no puedo explicarme a ciencia cierta quién luce más
abandonado, si yo o la casa de mis padres. Soy parco a las preguntas de cómo me
ha ido. A la larga, mi actitud provoca un silencio como de aquí a la luna. De
repente, nadie quiere seguir hurgando. Tampoco yo intento responder más de lo
necesario, finjo estar muy cansado. Pido un vaso con agua, al tiempo. No, no es
necesario fingir… estoy muy agotado, no porque haya hecho un esfuerzo extremo o
cosa que se le parezca. Mi madre sugiere que me vaya al cuarto y que me dejen
descansar. En mis adentros agradezco su intuición, mucho más cuando agrega que,
enseguida, va a llevarme algo de comer. Ojalá fueran enchiladas con queso
rallado encima.
De lo que fue alguna vez
mi cuarto, poco queda; mi hermano menor inundó la habitación con su estilo. Su
ropa está desordenada, fuera de las gavetas de la cómoda; zapatos, sandalias y
tenis sin pareja asoman en cada rincón. ¡Qué asco!, ni siguiera ha hecho su
cama. En la pared sólo encuentro uno de mis afiches con las estrellas que hace
unos años brillaban en la NBA, en su lugar puso a las oncenas futboleras que
jugarán el próximo mundial. Mi pequeño librero ya no está, tampoco veo en
ninguna parte los libros. Me pregunto si se habrá salvado la novela que siempre
releía… Cipotes, de Amaya Amador o aquella
otra, más corta, que me regaló el profe de español, el guardián entre el centeno, de un tal Salinjer o Salinger. Sonrío al ver en la repisa el trofeo de
máximo encestador que gané en un torneo colegial. Fuera de eso, no es mi
cuarto, no se parece a mi cuarto. Mi hermano de seguro nota mi contrariedad,
aunque trato de disimular. Además, ¿qué derecho tengo a estar molesto?
Con su ayuda despliego la
cama de metal, medio desempolvo el colchón y a modo de cubrecama le pongo una
cobija, aún olorosa a detergente. Acomodo la maleta a un lado y sin miramientos
me acuesto bocabajo. Le pido a mi hermano que cierre la puerta al salir. Como
cuando estuve detenido en los Estados Unidos, así me siento ahora, recluido en
esta pequeña habitación que se me antoja tan, tan ajena. A decir verdad, no es
que muera de ganas por irme “mojado”
otra vez, aunque para qué negarlo… tiene su gustillo, conocer mundo, pero…
pasársela solo, sobre todo en los días nevados, comerse la cena solo y no tener
quien lo espere en casa, esconderse y pelar el ojo para que no lo deporten a
uno. Y si me pongo a pensarlo, tampoco me gusta esa prisa maniaca de la vida
allá en los Estados… Si uno se
descuida, no exagero, terminamos como zombis detrás del moni. Pero confieso que no sé qué hacer aquí, donde nada se mueve,
salvo la merusa y los plomazos a la orden del día. Además no quiero que piensen
que soy un acabado, que he vuelto con la cola entre las patas.
Hace calor. Me faltan
fuerzas para ir a abrir las celosías, total, afuera el aire es caliente y
pesado. Mi hermano dejó mal cerrada la puerta y pude oír como ésta se
entreabrió. Tampoco eso tiene gran importancia, de no ser porque el viejo Conde tomó ventaja y se escabulló sin
darme cuenta, y sin más, salta a la cama, para acomodarse en el único espacio
posible. Una pulga más, una pulga menos, no me va a privar de tan cálida
compañía.
Qué dicha poder
acostarme, estar solo, juntar otra vez los pensamientos que se cruzan… las
caminatas por el puente de Brooklyn en domingos de cielo plomizo, los paseos en
bote de remos por el lago de Central Park para ver la explosión de colores del
bosque a mediados de otoño, la señora berreando por el collar, el avión blanco
que me trajo de regreso, los calores de la ciudad, la cara de asombro de mi
familia, y el grito sofocado del barrio en la sorna de una mañana de sábado.
Pero a decir verdad, no tengo muchas ganas de pensar. Quisiera que la mente se
me pusiese en blanco, que se congelara el tiempo, poder sacarme este punzón que
siento enterrado en el pecho cuando pienso en qué voy a hacer mañana… pasado
mañana. No sé para dónde patear el tarro y lo que es peor, no me importa
mucho.
Me parece que en la sala
hay gritos, luego silencios, sí, silencios calculados, como preludio a un nuevo
estallido de palabras; un mosaico de voces que conozco de toda mi vida.
¿Estarán discutiendo por mí?, claro, ¿de qué otra cosa podrían hablar? No hay que ser muy listo para saber que la
discusión se parte entre los ruegos de mi madre y el enojo, quizá razonable, de
papá. ¿Qué pensarán mis hermanos? Los parpados me pesan, Conde se ha dormido.
¿Qué sucede ahora?...
Espero no haber perdido el seso, lo cierto es que… al voltear la mirada hacia
la puerta, entre despierto y dormido, contemplo a la familia, con los brazos
extendidos hacia mí. Destaca la expresión de mi madre: parada en el centro, sus
ojos inmensos como soles y las puntas del cabello entrecano rozándole los
antebrazos. Papá me mira, sin ese reclamo con el que suele clavarme los ojos;
se le han desdibujado las líneas del entrecejo. Hasta mi hermano el que vive en
el otro barrio está ahí parado, como una gran sorpresa. Todos parecen
inmóviles, sin embargo, confío en que no me traicionan los sentidos (al menos
anda bien mi olfato que percibe al maloliente Conde), pues con claridad les escuchó decir:
—¡Bienvenido!...