Plaza de las
palabras en su sección Cuentos Hispanoamericanos, presenta a Silvina
Inocencia Ocampo Aguirre, escritora
argentina (1903-1993), fue una
escritora, cuentista y poeta argentina. Durante gran parte de su vida, su
figura fue opacada por las de su hermana Victoria, su esposo, Adolfo Bioy
Casares y su amigo Jorge Luis Borges, pero con el tiempo su obra ha sido
reconocida y pasó a ser considerada una autora fundamental de la literatura
argentina del siglo XX. En su juventud tuvo arrestos para incursionar en el
arte, tomo cursos de dibujo y pintura en Paris, estadía que le permitió conocer
a pintores de la talla de Ferdinan Leger y Georgio De Chirico, éste último
llego a ser profesor de ella. Su obra narrativa
ha sido revalorizada y está centrada en su talento natural para escribir cuentos,
por lo general no muy extensos, en el marco de lo fantástico, pero esa
intromisión de lo fantástico sucede en lo cotidiano. Una veta que otros autores
argentinos ya habían explorado. Ella junto a su esposo el escritor A. Bioy Casares y además a J.L.Borges, formo parte del proyecto
seminal, tanto como editora y escritora con el cuento La expiación, en la Antología
de la literatura fantástica, (1965).
Tuvo influencia del nosense de Lewis Carrol y los surrealistas. Escribió una obra de teatro, varias novelas y
cuentos estrictamente infantiles, e hizo de la niñez un tema recurrente en sus
piezas adultas. Siempre usando el binomio adulto–niños. Donde los niños
desbaratan las convenciones sociales de los adultos. Este orientación o veta
cruda de Ocampo, sintoniza con aquellos cuentos de Patricia Highsmith,
(1921-1995), los relatos de esta ultima escritora basados en la ambigüedad
moral y un materialismo adornado de una crudeza implacable y sin concesiones,
solo pensemos en Little Tales of Misogyny,
(1974), relatos en donde los protagonistas son adultos pero hay regresiones
temporales a estados infantiles. (Por supuesto esta crudeza es más insalvable y abismal en Patricia Highsmith, producto de
una infancia traumática. En sentido contrario, Silvina Ocampo disfruto de una
infancia relativamente tranquila, una familia acaudalada y de abolengo, acompañada de institutrices en lenguas y
libros). J.Cortázar también toma el tema de niños y niñez en algunos de sus
cuentos; quizá no tan crudos, pero si de personalidades atípicas. Recordemos
algunos: Silvia, Deshoras, Escuela de noche y En nombre de Bobby.
De Silvina Ocampo y sus
libros de cuentos, destacan:
Ocampo,
Silvina (1937). Viaje olvidado. Buenos Aires: Sur. OCLC 1881226.
Ocampo,
Silvina (1959). La furia. Buenos Aires: Sur. OCLC 318439359.
Ocampo,
Silvina (1961). Las invitadas. Buenos Aires: Losada. OCLC 482316595.
Ocampo,
Silvina (1970). Los días de la noche. Buenos Aires: Sudamericana. OCLC
493622791.
Ocampo,
Silvina (1988). Cornelia frente al espejo. Barcelona: Tusquets. ISBN
9788472237612.
En esta ocasión presentamos tres cuentos, que son una
muestra del tipo de cuento y enfoque narrativo de esta notable escritora
argentina, que se pone a la par de otras grandes escritoras hispanoamericanas, tales
como María Luisa Bombal, Elena Garro, Rosario Castellanos, Cristina Peri Rossi.
O la ucraniana-brasileña Clarice Lispector. Cuentos, los de Silvina Ocampo, que
siempre son sorprendentes, raros y a veces, algunos crueles, pero como ella alguna
vez afirmó los había sacado de la realidad.
De críticos y escritores
De ella dijo su amigo, el escritor italiano Italo
Calvino:
"Los personajes de Silvina Ocampo callan con
gusto [...] y cuando escriben, es para crear otra oscuridad, para tramar una
impostura; más aún: para confirmar el carácter de impostura de todo lo demás.
Pero si la escritura aporta más sombra que luz, es justamente por la conciencia
que ella tiene de esta sombra que cumple con su misión reveladora. [...] La
fuerza de esta ferocidad sutil reside en su tranquilidad y su impasibilidad
mismas, idénticas a las de los niños, al punto de no excluir una mirada limpia
y una sonrisa ligera. Una ferocidad que jamás se separa de la inocencia:
inocencia máscara de la ferocidad, o ferocidad máscara de la inocencia. [...]
hay un mundo femenino en el cual Silvina Ocampo se desenvuelve como en un
continente oculto, un laberinto de prisiones individuales que rodea y
condiciona todo lo que parece simple y evidente en las relaciones humanas,
prisiones que el egoísmo edifica alrededor de nosotros mismos.» (1)
De ella dijo Jorge Luis Borges:
«"Como el Dios del primer versículo de la
Biblia, cada escritor crea un mundo. Esa creación, a diferencia de la divina,
no es ex nibilo; surge de la memoria, del olvido que es parte de la memoria, de
la literatura anterior, de los hábitos de un lenguaje y, esencialmente, de la
imaginación y de la pasión. [...] Silvina Ocampo nos propone una realidad en la
que conviven lo quimérico y lo casero, la crueldad minuciosa de los niños y la
recatada ternura, la hamaca paraguaya de una quinta y la mitología. [...] Le importan
los colores, los matices, las formas, lo convexo, lo cóncavo, los metales, lo
áspero, lo pulido, lo opaco, lo traslúcido, las piedras, las plantas, los
animales, el sabor peculiar de cada hora y de cada estación, la música, la no
menos misteriosa poesía y el peso de las almas, de que habla Hugo. De las
palabras que podrían definirla, la más precisa, creo, es genial.» (2)
De los cuentos de Silvina
Ocampo:
«La lectura de los cuentos de Silvina Ocampo1 descubre un universo de
inquietante fluidez, plagado de observadores incomprensivos o atónitos, en el
que pueden aflorar en todo momento los poderes metamórficos de las cosas y
donde blandos deseos resultan a menudo definitivos y mortíferos. Sin embargo,
esos mismos relatos en los que señorean impulsos imantados por metas inciertas,
irrisorias o atroces, suelen abundar en la representación de una red de enlaces
y vías de pasaje que parecen apuntalar psicologías imprecisas, subrayar pares
de opuestos que se desestabilizan, relaciones espacio-temporales que se
distorsionan. Un discurso reticente o irónico se ocupa de esos mundos
inesperados, como si estuviera siempre a punto de disociarse de toda
identificación con lo que va narrando, aunque, paradójicamente, sus historias
no cesan de evocar y reelaborar vínculos viscerales y religamientos
desaforados.2»
«En su conjunto, esta
cuentística de Ocampo, actuando así por cierto de modo semejante a la de los
otros escritores que en los mismos años reformularon el género fantástico en la
Argentina (Borges, Bioy Casares, más tarde Cortázar) tiende a extrañar a su lector, a exiliarlo en
la incredulidad ante sus enigmas y sus oscilaciones entre lo extremo y lo
domesticado. Pero a diferencia de los textos de esos contemporáneos, que
cautivan por su elegancia de tono o por su precisión técnica, los suyos
exploran un imaginario de lo extravagante y hunden sus raíces muy lejos en la
experiencia afectiva, desbordando el canon de la literatura fantástica.3
Consiguen coherencia y originalidad sin dejar de apropiarse de pautas genéricas
heterogéneas y construyen una escritura con un sesgo inapresable,
alternativamente rigurosa, ambigua e indecisa, innovadora, amanerada. Como si
se encontrara ante la posibilidad de desligarse y quebrarse, esa escritura
representa las tensiones de las que surge y apela a una sensibilidad que
estabiliza, elimina oposiciones y quiebra fronteras.4 Por eso sus mundos quedan
impresos como objetos sobrevivientes, rescatados de impulsos deletéreos –cuya
huella es nítida en la persistencia de tópicos sado-masoquistas- y contenidos
en un vasto tejido de alianzas entre los elementos más disímiles.» (3)
*
Los
cuentos seleccionados son Las
fotografías, Las invitadas, y Los objetos, este último ampliamente
estudiado y citado de críticos y lectores. No obstante, estos cuentos, con su
grado de crudeza, testimonian la veta literaria y cuentistica de Silvina
Ocampo. Quizá ese grado de contraste entre los mundos cotidianos: tomar unas
fotografías, la celebración inocente de un cumpleaños o la recuperar aleatoriamente
de un objeto perdido. Los escenarios pueden variar y multiplicarse, pero el camino de regreso
siempre es el mismo. En todos ellos funciona una epifanía tardía, que le queda
al lector interpretarla o hallarla. Lo
paradójico, lo inusual, es un mundo imprevisible y la vida vista desde otro
ángulo que desborda lo convencional. El hallazgo siempre volcado
a la entronización de la crudeza, la frontera abierta a lo
inusitado y a veces hasta la
complicidad del horror.
Del cuento Los Objetos:
«Durante
años recordé el cuento “Los objetos” de Silvina Ocampo que trata de una mujer
que cae presa del asombro cuando en la hierba de un parque encuentra la misma
hermosa pulsera de rubíes que había perdido 15 años antes. ¿Cómo y por qué
aparece la joya en un parque cualquiera tantos años después, justo cuando la
protagonista estaba sentada en un banco? Lo que sucede a partir de ese momento
(que no lo voy a contar) nos llena de inquietud y luego de recelo y aprensión.
La situación de Camila Ersky es tan común que puede parecer una anécdota de
nuestra propia vida; pero esa vida cotidiana se altera por un sencillo hecho
que puede abocarnos al horror. » (4)
Selección de cuentos y textos críticos por Plaza de
las palabras
Las fotografías
Silvina Ocampo
1505 palabras
Llegué con mis regalos. Saludé a Adriana. Estaba
sentada en el centro del patio, en una silla de mimbre, rodeada por los
invitados. Tenía una falda muy amplia, de organdí blanco, con un viso
almidonado, cuya puntilla se asomaba al menor movimiento, una vincha de metal
plegadizo, con flores blancas, en el pelo, unos botines ortopédicos de cuero y
un abanico rosado en la mano. Aquella vocación por la desdicha que yo había
descubierto en ella mucho antes del accidente, no se notaba en su rostro.
Estaban la Clara, estaba Rossi, el Cordero, Perfecto y
Juan, Albina Renato, María, la de los anteojos, el Bodoque Acevedo, con su
nueva dentadura, los tres pibes de la finada, un rubio que nadie me presentó y
la desgraciada de Humberta. Estaban Luqui, el Enanito y el chiquilín que fue
novio de Adriana, y que ya no le hablaba. Me mostraron los regalos: estaban
dispuestos en una repisa del dormitorio. En el patio, debajo de un toldo
amarillo, habían puesto la mesa, que era muy larga: la cubrían dos manteles.
Los sándwiches de verdura y de jamón y las tortas muy bien elaboradas,
despertaron mi apetito. Media docena de botellas de sidra, con sus vasos
correspondientes, brillaban sobre la mesa. Se me hacía agua la boca. Un florero
con gladiolos naranjados y otro con claveles blancos, adornaban las cabeceras.
Esperábamos la llegada de Spirito, el fotógrafo: no teníamos que sentarnos a la
mesa ni destapar las botellas de sidra, ni tocar las tortas, hasta que él
llegara.
Para hacernos reír, Albina Renato bailó La muerte del
cisne. Estudia bailes clásicos, pero bailaba en broma.
Hacía calor y había moscas. Las flores de las catalpas
ensuciaban las baldosas del patio. Los hombres con los periódicos, las mujeres
con pantallas improvisadas o abanicos, todo el mundo se abanicaba o abanicaba
las tortas y sándwiches. La desgraciada de Humberta, lo hacía con una flor,
para llamar la atención. Qué aire puede dar, por mucho que se agite, una flor.
Durante una hora de expectativa en que todos nos
preguntábamos al oír el timbre de la puerta de calle si llegaba o no llegaba
Spirito, nos entretuvimos contando cuentos de accidentes más o menos fatales.
Algunos de los accidentados habían quedado sin brazos, otros sin manos, otros
sin orejas. "Mal de muchos, consuelo de algunos", dijo una viejita,
refiriéndose a Rossi, que tiene un ojo de vidrio. Adriana sonreía. Los
invitados seguían entrando. Cuando llegó Spirito, se destapó la primera botella
de sidra. Por supuesto que nadie la probó. Se sirvieron varias copas y se inició
el larguísimo preludio al esperado brindis.
En la primera fotografía, Adriana, a la cabecera de la
mesa, trataba de sonreír con sus padres. Dio mucho trabajo colocar bien el
grupo, que no armonizaba: el padre de Adriana era corpulento y muy alto, los
padres fruncían mucho el ceño, sosteniendo en alto las copas. La segunda
fotografía no dio menos trabajo: los hermanitos, las tías y la abuela se
agrupaban desordenadamente alrededor de Adriana, tapándole la cara. El pobre
Spirito tenía que esperar pacientemente el momento de sosiego, en que todos
ocupaban el lugar por él indicado. En la tercera fotografía, Adriana blandía el
cuchillo, para cortar la torta, que llevaba escrito con merengue rosado su
nombre, la fecha de su cumpleaños y la palabra FELICIDAD, salpicada de grageas.
—Tendría que ponerse de pie —dijeron los invitados.
La tía objetó:
—Y si los pies salen mal.
—No se aflija —respondió el amable Spirito—, si quedan
mal, después se los corto.
Adriana hizo una mueca de dolor y el pobre Spirito
tuvo que fotografiarla de nuevo, hundida en su silla, entre los invitados. En
la cuarta fotografía, sólo los niños rodeaban a Adriana; les permitieron
mantener las copas en alto, imitando a los mayores. Los niños dieron menos
trabajo que los grandes. El momento más difícil no había terminado. Había que
llevar a Adriana al dormitorio de su abuela para que le sacaran las últimas
fotografías. Entre dos hombres la cargaron en la silla de mimbre y la pusieron
en el cuarto, con los gladiolos y los claveles. Allí la sentaron en un diván,
entre varios almohadones superpuestos. En el dormitorio, que medía cinco metros
por seis, había aproximadamente quince personas, enloqueciendo al pobre
Spirito, dándole indicaciones y aconsejando a Adriana las posturas que debía
adoptar. Le arreglaban el pelo, le cubrían los pies, le agregaban almohadones,
le colocaban flores y abanicos, le levantaban la cabeza, le abotonaban el
cuello, le ponían polvos, le pintaban los labios. No se podía ni respirar.
Adriana sudaba y hacía muecas. El pobre Spirito esperó más de media hora, sin
decir una palabra; luego, con muchísimo tacto, sacó las flores que habían
colocado a los pies de Adriana, diciendo que la niña estaba de blanco y que los
gladiolos naranjados desentonaban con el conjunto. Con santa paciencia, Spirito
repitió la consabida amenaza:
—Ahora va a salir un pajarito.
Encendió las lámparas y sacó la quinta fotografía, que
terminó en un trueno de aplausos. Desde afuera, la gente decía:
—Parece una novia, parece una verdadera novia. Lástima
los botines.
La tía de Adriana pidió que fotografiaran a la niña
con el abanico de su suegra, en la mano. Era un abanico con encaje de Alenzón,
con lentejuelas, y cuyas varillas de nácar tenían pequeñas pinturas hechas a
mano. El pobre Spirito no juzgó de buen gusto introducir en la fotografía de
una niña de catorce años un abanico negro y triste, por valioso que fuera.
Tanto insistieron, que aceptó. Con un clavel blanco en una mano y el abanico
negro en la otra, salió Adriana en la sexta fotografía. La séptima fotografía
motivó discusiones: si se sacaría en el interior del cuarto o en el patio,
junto al abuelo maniático, que no quería moverse de su rincón. La Clara dijo:
—Si es el día más feliz de su vida, cómo no la van a
fotografiar junto al abuelo, que tanto la quiere. —Luego explicó—: Desde hace
un año esta niña se ha debatido entre los brazos de la muerte, ha quedado
paralítica.
La tía declaró:
—Nos hemos desvivido por salvarla, durmiendo a su lado
en los pisos de baldosa de los hospitales, dándole nuestra sangre en
transfusiones, y ahora, en el día de su cumpleaños, vamos a descuidar el
momento más solemne del banquete, olvidando de ponerla en el grupo más
importante, junto a su abuelo, que siempre fue su preferido.
Adriana se quejaba. Creo que pedía un vaso de agua,
pero estaba tan agitada que no podía pronunciar ninguna palabra; además, el
estruendo que hacía la gente al moverse y al hablar hubiera sofocado sus
palabras, si ella las hubiera pronunciado. Dos hombres la llevaron, de nuevo,
en la silla de mimbre, al patio y la pusieron junto a la mesa. En ese momento
se oyó de un altoparlante la canción ritual de Feliz cumpleaños. Adriana en la
cabecera de la mesa, al lado del abuelo y de la torta con velitas, posó para la
séptima fotografía, con mucha serenidad. La desgraciada de Humberta logró
introducirse en el retrato en primer plano, con sus omóplatos descubiertos y
despechugada como siempre. La acusé en público por la intromisión, y aconsejé
al fotógrafo que repitiera la fotografía, lo que hizo de buen grado. Resentida,
la desgraciada de Humberta se fue a un rincón del patio; el rubio que nadie me
presentó la siguió, y para consolarla le sopló algo al oído. Si no hubiera sido
por esa desgraciada, la catástrofe no habría sucedido. Adriana estaba a punto
de desmayarse, cuando la fotografiaron de nuevo. Todos me lo agradecieron.
Destaparon las botellas de sidra; las copas rebalsaban de espuma. Cortaron las
dos tortas en tajadas grandotas, que se repartieron en cada plato. Estas cosas
llevan tiempo y atención. Algunas copas se volcaron sobre el mantel: dicen que
trae suerte. Con la punta de los dedos, nos humedecimos la frente. Algunos
maleducados habían bebido ya la sidra antes del brindis. La desgraciada de
Humberta dio el ejemplo, y le pasó la copa al rubio. No fue sino más tarde,
cuando probamos la torta y brindamos a la salud de Adriana, que advertimos que
estaba dormida. La cabeza colgaba de su cuello como un melón. No era extraño
que siendo aquella su primera salida del hospital, el cansancio y la emoción la
hubieran vencido. Algunas personas se rieron, otras se acercaron y le golpearon
la espalda para despertarla. La desgraciada de Humberta, esa aguafiestas, la
zarandeó de un brazo y le gritó:
—Estás helada.
Ese pájaro de mal agüero, dijo:
—Está muerta.
Algunas personas alejadas de la cabecera, creyeron que
se trataba de una broma y dijeron:
—Como para no estar muerta con este día.
El Bodoque Acevedo no soltaba su copa. Todos dejaron
de comer, salvo Luqui y el Enanito. Otros, disimuladamente, guardaban trozos de
torta estrujada y sin merengue, en el bolsillo. ¡Qué injusta es la vida! ¡En
lugar de Adriana, que era un angelito, hubiera podido morir la desgraciada de
Humberta!
Las invitadas
Silvina Ocampo
1645 palabras
Para las vacaciones de invierno, los padres de Lucio
habían planeado un viaje al Brasil. Querían mostrar a Lucio el Corcovado, el
Pan de Azúcar, Tiyuca y admirar de nuevo los paisajes a través de los ojos del
niño.
Lucio enfermó de rubéola: esto no era grave, pero
"con esa cara y brazos de sémola", como decía su madre, no podía
viajar.
Resolvieron dejarlo a cargo de una antigua criada, muy
buena. Antes de partir recomendaron a la mujer que para el cumpleaños del niño,
que era en esos días, comprara una torta con velas, aunque no fueran a
compartirla sus amiguitos, que no asistirían a la fiesta por el inevitable
miedo al contagio.
Con alegría, Lucio se despidió de sus padres: pensaba
que esa despedida lo acercaba al día del cumpleaños, tan importante para él.
Prometieron los padres traerle del Brasil, para consolarlo, aunque no tuvieran
de qué consolarlo, un cuadro con el Corcovado, hecho con alas de mariposas, un
cortaplumas de madera con un paisaje del Pan de Azúcar, pintado en el mango, y
un anteojito de larga vista, donde podría ver los paisajes más importantes de
Río de Janeiro, con sus palmeras, o de Brasilia, con su tierra roja.
El día consagrado, en la esperanza de Lucio, a la
felicidad tardó en llegar. Vastas zonas de tristeza empañaron su advenimiento,
pero una mañana, para él tan diferente de otras mañanas, sobre la mesa del
dormitorio de Lucio brilló por fin la torta con seis velas, que había comprado
la criada, cumpliendo con las instrucciones de la dueña de casa. También brilló,
en la puerta de entrada, una bicicleta nueva, pintada de amarillo, regalo
dejado por los padres.
Esperar cuando no es necesario es indignante; por eso
la criada quiso celebrar el cumpleaños, encender las velas y saborear la torta
a la hora del almuerzo, pero Lucio protestó, diciendo que vendrían sus
invitados por la tarde.
—Por la tarde la torta cae pesada al estómago, como la
naranja que por la mañana es de oro, por la tarde de plata y por la noche mata.
No vendrán los invitados —dijo la criada—. Las madres no los dejarán venir, de
miedo al contagio. Ya se lo dijeron a tu mamá.
Lucio no quiso entender razones. Después de la riña,
la criada y el niño no se hablaron hasta la hora del té. Ella durmió la siesta
y él miró por la ventana, esperando.
A las cinco de la tarde golpearon a la puerta. La
criada fue a abrir, creyendo que era un repartidor o un mensajero. Pero Lucio
sabía quién golpeaba. No podían ser sino ellas, las invitadas. Se alisó el pelo
en el espejo, se mudó los zapatos, se lavó las manos. Un grupo de niñas
impacientes, con sus respectivas madres, estaba esperando.
—Ningún varón entre estos invitados. ¡Qué extraño!
—exclamó la criada—. ¿Cómo te llamas? —preguntó a una de las niñas que se le
antojó más simpática que las otras.
—Me llamo Livia.
Simultáneamente las otras dijeron sus nombres y
entraron.
—Señoras, hagan el favor de pasar y de sentarse —la
criada dijo a las señoras, que obedecieron en el acto.
Lucio se detuvo en la puerta del cuarto. ¡Ya parecía
más grande! Una por una, mirándolas en los ojos, mirándoles las manos y los
pies, dando un paso hacia atrás para verlas de arriba abajo, saludó a las
niñas.
Alicia llevaba un vestido de lana, muy ceñido, y un
gorro tejido con punto de arroz, de esos antiguos, que están a la moda. Era una
suerte de viejita, que olía a alcanfor. De sus bolsillos caían, cuando sacaba
su pañuelo, bolitas de naftalina, que recogía y que volvía a guardar. Era
precoz, sin duda, pues la expresión de su cara demostraba una honda
preocupación por cuanto hacían alrededor de ella. Su preocupación provenía de
las cintas del pelo que las otras niñas tironeaban y de un paquete que traía
apretado entre sus brazos y del cual no quería desprenderse. Este paquete
contenía un regalo de cumpleaños. Un regalo que el pobre Lucio jamás recibiría.
Esperar cuando
no es necesario es indignante
Livia era exuberante. Su mirada parecía encenderse y
apagarse como la de esas muñecas que se manejan con pilas eléctricas. Tan
exuberante como cariñosa, abrazó a Lucio y lo llevó a un rincón, para decirle
un secreto: el regalo que le traía. No necesitaba de ninguna palabra para
hablar; este detalle desagradable para cualquiera que no fuera Lucio, en ese
momento, parecía una burla para los demás. En un diminuto paquete, que ella
misma desenvolvió, pues no podía soportar la lentitud con que Lucio lo
desenvolvería, había dos muñecos toscos imantados que se besaban
irresistiblemente en la boca, estirando los cuellos, cuando estaban a
determinada distancia el uno del otro. Durante un largo rato, la niña mostró a
Lucio cómo había que manejar los muñecos, para que las posturas fueran más
perfectas o más raras. Dentro del mismo paquetito había también una perdiz que
silbaba y un cocodrilo verde. Los regalos o el encanto de la niña cautivaron
totalmente la atención de Lucio, que desatendió al resto de la comitiva, para
esconderse en un rincón de la casa con ellos.
Irma, que tenía los puños, los labios apretados, la
falda rota y las rodillas arañadas, enfurecida por el recibimiento de Lucio,
por su deferencia por los regalos y por la niña exuberante que susurraba en los
rincones, golpeó a Lucio en la cara con una energía digna de un varón, y no
contenta con eso rompió a puntapiés la perdiz y el cocodrilo, que quedaron en
el suelo, mientras las madres de las niñas, unas hipócritas, según lo afirmó la
criada, lamentaban el desastre ocurrido en un día tan importante.
La criada encendió las velas de la torta y corrió las
cortinas para que relucieran las luces misteriosas de las llamas. Un breve
silencio animó el rito. Pero Lucio no cortó la torta ni apagó las velas como
lo exige la costumbre. Ocurrió un escándalo: Milona clavó el cuchillo y Elvira
sopló las velas.
Ángela, que estaba vestida con un traje de organdí
lleno de entredoses y de puntillas, era distante y fría; no quiso probar ni un
confite de la torta, ni siquiera mirarla, porque en su casa, según su
testimonio, para los cumpleaños, las tortas contenían sorpresas. No quiso beber
la taza de chocolate porque tenía nata y cuando le trajeron el colador, se
ofendió y, diciendo que no era una bebita, tiró todo al suelo. No se enteró, o
fingió no enterarse, de la riña que hubo entre Lucio y las dos niñas apasionadas
(ella era más fuerte que Irma, así lo afirmó), tampoco se enteró del escándalo
provocado por Milona y Elvira, porque, según sus declaraciones, sólo los
estúpidos asisten a fiestas cursis, y ella prefería pensar en otros cumpleaños
más felices.
—¿Para qué vienen a estas fiestas las niñas que no
quieren hablar con nadie, que se sientan aparte, que desprecian los manjares
preparados con amor? Desde chiquitas son aguafiestas —rezongó la criada
ofendida, dirigiéndose a la madre de Alicia.
—No se aflija —contestó la señora—, todas se parecen.
—¡Cómo no voy a afligirme! Son unas atrevidas: soplan
sobre las velas, cortan la torta sin ser el niño del cumpleaños.
Milona era muy rosada.
—No me da ningún trabajo para hacerla comer —decía la
madre, relamiéndose los labios— No le regale muñecas, ni libros, porque no los
mirará. Ella reclama bombones, masas. Hasta el dulce de membrillo ordinario le
gusta con locura. Su juego favorito es el de las comiditas.
Elvira era muy fea. Aceitoso pelo negro le cubría los
ojos. Nunca miraba de frente. Un color verde, de aceituna, se extendía sobre
sus mejillas; padecía del hígado, sin duda. Al ver el único regalo, que había
quedado sobre una mesa, lanzó una carcajada estridente.
—Hay que poner en penitencia a las chicas que regalan cosas
feas. ¿No es cierto, mamá? —dijo a su madre.
Al pasar frente a la mesa, consiguió barrer con su
pelo largo, enmarañado, los dos muñecos, que se besaron en el suelo.
—Teresa, Teresa —llamaban las invitadas.
Teresa no contestaba. Tan indiferente como Ángela,
pero menos erguida, apenas abría los ojos. Su madre dijo que tenía sueño: la
enfermedad del sueño. Se hace la dormida.
—Duerme hasta cuando se divierte. Es una felicidad,
porque me deja tranquila —agregó.
Teresa no era del todo fea; parecía, a veces, hasta
simpática, pero era monstruosa si uno la comparaba con las otras niñas. Tenía
párpados pesados y papada, que no correspondían a su edad. Por momentos parecía
muy buena, pero hay que desengañarse: cuando una de las niñas cayó al suelo por
su culpa, no acudió en su ayuda y quedó repantingada en la silla, dando
gruñidos, mirando el cielo raso, diciendo que estaba cansada.
"Qué cumpleaños", pensó la criada, después
de la fiesta. "Una sola invitada trajo un regalo. No hablemos del resto.
Una se comió toda la torta; otra rompió los juguetes y lastimó a Lucio; otra se
llevó el regalo que trajo; otra dijo cosas desagradables, que sólo dicen las
personas mayores, y con su cara de pan crudo ni me saludó al irse; otra se
quedó sentada en un rincón como una cataplasma, sin sangre en las venas; y
otra, ¡Dios me libre!, me parece que se llamaba Elvira, tenía cara de víbora,
de mal agüero; pero creo que Lucio se enamoró de una, ¡la del regalo!, sólo por
interés. Ella supo conquistarlo sin ser bonita. Las mujeres son peores que los
varones. Es inútil."
Cuando volvieron de su viaje los padres de Lucio, no
supieron quiénes fueron las niñas que lo habían visitado para el día de su
cumpleaños y pensaron que su hijo tenía relaciones clandestinas, lo que era, y
probablemente seguiría siendo, cierto.
Pero Lucio ya era un hombrecito.
Los objetos
Silvina Ocampo
1056 palabras
Alguien regaló a
Camila Ersky, el día que cumplió veinte años, una pulsera de oro con una rosa
de rubí. Era una reliquia de familia. La pulsera le gustaba y sólo la usaba en
ciertas ocasiones, cuando iba a alguna reunión o al teatro, a una función de
gala. Sin embargo, cuando la perdió, no compartió con el resto de la familia,
el duelo de su pérdida. Por valiosos que fueran, los objetos le parecían reemplazables.
Sólo apreciaba a las personas, a los canarios que adornaban su casa y a los
perros. A lo largo de su vida, creo que lloró por la desaparición de una cadena
de plata, con una medalla de la virgen de Luján, engarzada en oro, que uno de
sus novios le había regalado. La idea de ir perdiendo las cosas, esas cosas que
fatalmente perdemos, no la apenaba como al resto de su familia o a sus amigas,
que eran todas tan vanidosas. Sin lágrimas había visto su casa natal
despojarse, una vez por un incendio, otra vez por un empobrecimiento, ardiente
como un incendio, de sus más preciados adornos (cuadros, mesas, consolas,
biombos, jarrones, estatuas de bronce, abanicos, niños de mármol, bailarines de
porcelana, perfumeros en forma de rábanos, vitrinas enteras con miniaturas,
llenas de rulos y de barbas), horribles a veces pero valiosos. Sospecho que su
conformidad no era un signo de indiferencia y que presentía con cierto malestar
que los objetos la despojarían un día de algo muy precioso de su juventud. Le agradaban
tal vez más a ella que a las demás personas que lloraban al perderlos. A veces
los veía. Llegaban a visitarla como personas, en procesiones, especialmente de
noche, cuando estaba por dormirse, cuando viajaba en tren o en automóvil, o
simplemente cuando hacía el recorrido diario para ir a su trabajo. Muchas veces
le molestaban como insectos: quería espantarlos, pensar en otras cosas. Muchas
veces por falta de imaginación se los describía a sus hijos, en los cuentos que
les contaba para entretenerlos, mientras comían. No les agregaba ni brillo, ni
belleza, ni misterio: no hacía falta.
Una tarde de
invierno volvía de cumplir unas diligencias en las calles de la ciudad y al
cruzar una plaza se detuvo a descansar en un banco. ¡Para qué imaginar Buenos
Aires! Hay otras ciudades con plazas. Una luz crepuscular bañaba las ramas, los
caminos, las casas que la rodeaban; esa luz que aumenta a veces la sagacidad de
la dicha. Durante un largo rato miró el cielo, acariciando sus guantes de
cabritilla manchados; luego, atraída por algo que brillaba en el suelo, bajó
los ojos y vio, después de unos instantes, la pulsera que había perdido hacía
más de quince años. Con la emoción que produciría a los santos el primer
milagro, recogió el objeto. Cayó la noche antes que resolviera colocar como
antaño en la muñeca de su brazo izquierdo la pulsera.
Cuando llegó a
su casa, después de haber mirado su brazo, para asegurarse de que la pulsera no
se había desvanecido, dio la noticia a sus hijos, que no interrumpieron sus
juegos, y a su marido, que la miró con recelo, sin interrumpir la lectura del
diario. Durante muchos días, a pesar de la indiferencia de los hijos y de la
desconfianza del marido, la despertaba la alegría de haber encontrado la
pulsera. Las únicas personas que se hubieran asombrado debidamente habían
muerto.
Comenzó a
recordar con más precisión los objetos que habían poblado su vida; los recordó
con nostalgia, con ansiedad desconocida. Como en un inventario, siguiendo un
orden cronológico invertido, aparecieron en su memoria la paloma de cristal de
roca, con el pico y el ala rotos; la bombonera en forma de piano; la estatua de
bronce, que sostenía una antorcha con bombitas de luz; el reloj de bronce; el
almohadón de mármol, a rayas celestes, con borlas; el anteojo de larga vista,
con empuñadura de nácar; la taza con inscripciones y los monos de marfil, con
canastitas llenas de monitos.
Del modo más
natural para ella y más increíble para nosotros, fue recuperando paulatinamente
los objetos que durante tanto tiempo habían morado en su memoria.
Simultáneamente
advirtió que la felicidad que había sentido al principio se transformaba en
malestar, en un temor, en una preocupación.
Apenas miraba
las cosas, de miedo de descubrir un objeto perdido.
Desde la estatua
de bronce con la antorcha que iluminaba la entrada de la casa, hasta el dije
con el corazón atravesado con una flecha, mientras Camila se inquietaba,
tratando de pensar en otras cosas, en los mercados, en las tiendas, en los
hoteles, en cualquier parte, los objetos aparecieron. La muñeca cíngara y el
calidoscopio fueron los últimos. ¿Dónde encontró estos juguetes, que
pertenecían a su infancia? Me da vergüenza decirlo, porque ustedes, lectores,
pensarán que sólo busco el asombro y que no digo la verdad. Pensarán que los
juguetes eran otros parecidos a aquéllos y no los mismos, que forzosamente no
existirá una sola muñeca cíngara en el mundo ni un solo calidoscopio. El
capricho quiso que el brazo de la muñeca estuviera tatuado con una mariposa en
tinta china y que el calidoscopio tuviera, grabado sobre el tubo de cobre, el
nombre de Camila Ersky.
Si no fuera tan
patética, esta historia resultaría tediosa. Si no les parece patética,
lectores, por lo menos es breve, y contarla me servirá de ejercicio. En los
camarines de los teatros que Camila solía frecuentar, encontró los juguetes que
pertenecían, por una serie de coincidencias, a la hija de una bailarina que
insistió en canjeárselos por un oso mecánico y un circo de material plástico.
Volvió a su casa con los viejos juguetes envueltos en un papel de diario.
Varias veces quiso depositar el paquete, durante el trayecto, en el descanso de
una escalera o en el umbral de alguna puerta.
No había nadie
en su casa. Abrió la ventana de par en par, aspiró el aire de la tarde. Entonces
vio los objetos alineados contra la pared de su cuarto, como había soñado que
los vería. Se arrodilló para acariciarlos. Ignoró el día y la noche. Vio que
los objetos tenían caras, esas horribles caras que se les forman cuando los
hemos mirado durante mucho tiempo.
A través de una
suma de felicidades Camila Ersky había entrado, por fin, en el infierno.
CRÉDITOS
Notas bibliográficas
1. y 2. Silvina Ocampo. Cuentos Completos tomo I. EMECÉ EDITORES
PRIMERA EDICIÓN – BUENOS
AIRES 1999
3. SILVINA OCAMPO: LOS LAZOS DE LA ESCRITURA, Teresa
Orecchia Havas, UNIVERSITÉ DE CAEN. (PDF) CentroVirtual Cervantes
4.
Los cuentos fantásticos de Silvina Ocampo, NORMA VALLE FERRER
Ilustraciones
Fotos
de Silvina Ocampo, Wikipedia y collage
con base a fotos de Google Imagen