Plaza de las palabras
en su sección Lecturas, presenta un
articulo de Virginia Moratiel sobre
la poesía de Rainer María Rilke,
(1875-1926), escritor y poeta checo, que escribía en alemán, estudio historia y
arte en varias universidades, llego a ser secretario del escultor Augusto Rodin
(1840-1917) y la obra de éste y de Paul Cèzanne
(1839-1906), influyeron en su obra poética. Su obra mas celebra es Elegías de Duino (1911). En esta reseña
poética acerca la obra del poeta Virginia Moratiel nos dice: «Rilke
interpreta el arte como reflejo de la vida misma, como un acto místico por el
cual el poeta conecta con un absoluto que trasciende cualquier límite, norma o medida,
hasta el punto de poder aniquilar al sujeto mismo.»
Ms adelante, conversando sobre la palabra, que integran las
partes desintegradas, agrega: «En este
flujo entre lo visible y lo invisible, en el solapamiento entre lo temporal y
las dimensiones de la eternidad, se manifiesta la unidad cambiante de lo real.
Con ello, la existencia humana, sin dejar de ser frágil y menesterosa, queda
inexorablemente conectada con la universalidad y la plenitud, liberándose y
enalteciéndose ante sus carencias.»
Por VIRGINIA MORATIEL*
Rilke joven
Rilke es uno de esos poetas que, cuando se pega al
alma, no se desprende jamás, porque, de algún modo representa la esencia misma
de la poesía. Seduce princesas y embelesa a todos, pero nunca se deja atrapar.
Itinerante y viajero, exhibe la fragilidad del que huye de sí. Deambula por
castillos, aunque en verdad habita el mundo material desde un intersticio
intangible donde sobrevive dejándose imbuir por la potencia de la palabra
divina. Rilke es un poeta místico que escucha voces, como antaño los vates a
las musas, pero acepta ser mundano. Nunca se permite desbarrancar en la locura,
quizás porque desde pequeño se acostumbró a ceder su cuerpo como medio de
expresión de ideales ajenos. Con esa mirada febril, glauca, absorta en lo
desmesurado, lo vemos ya entonces sustituir a la hermana muerta para complacer
a su madre desconsolada. Vestido de niña, la falda tableada y un lazo
cerrándole la blusa, finge a disgusto despojarse de su identidad, como más
tarde, placentero, consentirá que lo atraviesen ángeles y otros muertos, entre
ellos, Orfeo, el mítico poeta que supo escapar del Hades tras el intento de
recuperar a su amada. Igual que otros grandes escritores en lengua alemana, si
bien nacido en la Praga del imperio austrohúngaro, añora el sol, la pasión y la
espiritualidad del sur mediterráneo. Por eso, reside sobre un acantilado en la
costa adriática donde se yergue el castillo de Duino, rastrea las huellas del
Greco evaporándose bajo el cielo de Toledo y se abisma con la visión del
primitivismo taurino, extasiado de vértigo ante el Tajo de Ronda. Se enamora
del icono intelectual de la época, de Lou Salomé, por quien cambia de nombre,
para entablar finalmente una profunda amistad. Y muere –según dicen– a la
manera en que sólo podría hacerlo un poeta: tras pincharse con la espina de una
rosa, a la que se dedican sus propios versos en el epitafio de su sepultura:
Rosa, oh contradicción pura, alegría
de no ser sueño de nadie bajo tantos
párpados.
La primera de
sus Elegías de Duino es una de las cumbres de la poesía universal, donde arte y
pensamiento se funden íntimamente. Ofrece una proclama estética completa, todo
un programa explicativo y propositivo del arte, basado en una ontología,
cercana a las de Schelling y del Romanticismo alemán temprano. Rilke interpreta
el arte como reflejo de la vida misma, como un acto místico por el cual el
poeta conecta con un absoluto que trasciende cualquier límite, norma o medida,
hasta el punto de poder aniquilar al sujeto mismo. Así, la belleza se asimila a
lo sublime y se convierte en antesala de lo siniestro, transformándose en un
velo que recubre un mundo de horror, brutal y doloroso, de pasiones
incontenibles y destructoras, en definitiva, una máscara, una apariencia que
escamotea un abismo sin fondo cuya visión se resquebrajaría si no se lo
enfocase a través de algún filtro. Esto deja al poeta en un estado de
irremisible soledad, precariedad e inquietud que conecta directamente con una
situación crítica de desprotección y con el deseo de retener o salvar lo
efímero. No hay duda de que estos sentimientos están asociados a la condición
existencial humana de desamparo, de permanente tránsito entre opuestos, de
oscilante circular desde dentro hacia fuera, desde lo finito a lo infinito, de
lo vivo a lo muerto, y viceversa. Sin embargo, se exacerban en tiempos bélicos
o turbulentos, cuando la vida pierde valor porque se encuentra expuesta a un
permanente riesgo de desaparición, como de hecho ocurrió durante la Primera
Guerra Mundial, época en la que el poeta inició la composición de esta obra.
¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las
Órdenes
de los ángeles? Y si supuestamente alguno
me estrechara de repente contra su corazón, yo
sucumbiría
ante su existencia más poderosa. Pues la belleza no
es nada
sino el comienzo del horror, de lo que apenas
podemos soportar
y, si lo admiramos, es porque imperturbable desdeña
destruirnos. Todo ángel es horroroso.
Rilke paseo
Como en la poesía arcaica, la invocación instaura el
acto poético y lo hace desde el completo aislamiento, requisito de cualquier
acto creador. El poeta se opone a la totalidad, de la que él mismo se excluye.
Se enfrenta a una infinitud, en principio muda e infranqueable, dado que se sustrae
a la acción subjetiva. Toda la actividad humana es concebida como un
intercambio entre estas dos esferas opuestas, por lo que la existencia consiste
en bordear una y otra vez un abismo, en habitar un mundo fisurado, morando
precisamente en la herida, en el desgarramiento que divide y, sin embargo,
también facilita el tránsito entre esos dos ámbitos. En definitiva, el hombre
anida en el umbral donde se establece el paso entre lo visible y lo invisible,
entre la vida y la muerte, entre la soledad clausurada de nuestro interior y lo
abierto o sin fronteras, entre lo cambiante y lo eterno. Doble encrucijada,
pues, ya que en ese portal también convergen el pasado y el futuro originando
un presente inasible que fluye sin cesar. Así, lo propiamente humano estriba en
desintegrarse y dispersarse en las diferentes dimensiones temporales, a causa
de su propia imperfección. La fluencia y el permanente cambio entre lo que ya
fue y lo que puede llegar a ser, entre lo necesario y lo posible, resulta de
esa misma herida que mutila y acota lo finito, pero a la vez expresa la
descompresión requerida de lo que aspira a completitud y ansía la ocasión de
realizarla.
Invocar al
Ángel, hacerlo resplandecer en la poesía, dejar que su voz se adueñe del poeta,
es condición para apartar el ego del juego estético y vaciarlo de la miseria de
sus intereses particulares poniéndolo al servicio de esa existencia más fuerte,
a la altura de las grandes potencias universales. En verdad, la estética de lo
sublime convoca a lo siniestro, a lo que ha dejado de ser íntimo, familiar y ha
perdido su capacidad de acogernos. Se da cuando el misterio se desenmascara, y
lo escondido, temido o prohibido se hace presente en lo real. Pero ese
esplendor de la luz desveladora sólo encubre la separación y trascendencia de
lo divino con la ilusión de la cercanía, de la inmanencia.
Voces, voces. Escucha, mi corazón, como antaño
sólo escuchaban los santos, de tal modo que el
llamado gigantesco
los alzaba del suelo; pero ellos, los imposibles,
seguían ahí de rodillas, indiferentes:
así estaban escuchando. No es que tú puedas soportar
la voz de Dios, ni mucho menos. Pero escucha el
soplo,
el mensaje
incesante que se forma del silencio.
Al final, la
escisión impera a todos los niveles. Primero, con la dimensión superior de los
ángeles, habitantes de lo invisible, pero capaces de un saber pleno donde
coexisten y se relacionan de forma esencial y sutil los opuestos: la luz y la
oscuridad, lo grandioso y lo trivial, lo próximo y lo lejano, la realidad y el
ensueño. Además, existe también entre los humanos, que habitan en medio de la
inseguridad agazapada tras las interpretaciones, cuyo doble registro siembra la
sospecha y encubre el desacuerdo o la disensión. Los animales se mantienen
astutamente al margen de los pliegues del pensar, en ese mundo plano ligado al
instinto, reiterando sus conductas para escabullirse del tiempo y del
permanente tránsito entre los miembros de la escisión. Ante semejante estado de
difracción, crece el deseo de retener lo que horada el ser y lo anquilosa. Así,
se anhela lo desterrado, aquello que la misma inteligencia ha convertido en
extraño. Por eso, se busca nostálgicamente la unidad con lo irremisiblemente
otro, por ejemplo, en la noche o en la recuperación de lo pasado.
[…] Tal vez nos queda todavía
algún árbol en la ladera que podamos contemplar
de nuevo cada día; nos queda la calle de ayer
y la mimada fidelidad de una costumbre
que se complació en nosotros y así permaneció y ya
no se fue.
Rilke escritorio
Pero esa unidad
que se ansía, que se persigue agónicamente y con desesperación, por ejemplo, en
el caso de los amantes, se escurre. Se deshace entre mentiras o en la
ocultación mutua de la suerte de ambos, porque la soledad es, en verdad,
radical. Y ello significa que en el amor nunca se da una verdadera
comunicación, sino sólo coexistencia de dos soledades o intentos frustrados,
que al final se revelan como autoengaños o idealizaciones. En suma, la búsqueda
de la unidad, siempre infructuosa, forma parte de la condición humana, cuya
esencia se encuentra inconclusa, resulta inestable y en constante movimiento.
Por esta razón, la transfiguración de lo separado se impone como un deber que
únicamente la poesía es capaz de cumplir de forma acabada.
En el pasado se levantaba, acercándose, una ola
o cuando pasabas tú junto a la ventana abierta
se entregaba un violín. Todo eso era misión.
Al final, sólo
la poesía puede reconstruir lo ya dividido y darle una cierta permanencia,
devolver lo muerto a la vida, recuperarlo para que no caiga en el olvido. Está
claro que ese proceso de retención se logra mediante la interiorización de lo
que se vive como externo y su transfiguración a través del lenguaje. La
palabra, entonces, se convierte en una especie de varita mágica que infunde la
energía de la totalidad en las partes aisladas, descoyuntadas, trashumantes, y
vuelve a animarlas haciéndolas eternas. En este flujo entre lo visible y lo invisible, en el solapamiento entre
lo temporal y las dimensiones de la eternidad, se manifiesta la unidad cambiante
de lo real. Con ello, la existencia humana, sin dejar de ser frágil y
menesterosa, queda inexorablemente conectada con la universalidad y la
plenitud, liberándose y enalteciéndose ante sus carencias. De este modo, la poesía consuela y redime.
Rescata al propio poeta, que experimenta el proceso de liberación de sí en su
interior, salva a los que escuchan su canto y rehacen con él el proceso de
desasimiento y entrega al flujo universal, y emancipa al universo entero, cuyos
seres también piden ser partícipes de esta transmutación.
Sí, al parecer las primaveras te necesitaban.
Algunas estrellas te exigían que las percibieras.
Así, la
heroicidad no consiste tanto en resistir, impertérritos e inquebrantables,
porque, en su infinitud, lo otro terminaría por doblegar nuestra dureza. La
intrepidez y la valentía están más bien en permanecer en nuestro sitio, es
decir, en el umbral, dejándonos traspasar: permeables, flexibles, hechos uno
con lo que alberga el mismo límite entre las dimensiones opuestas del ser. En
esa batalla de energías contrarias está el riesgo y lo que hace de la vida un
hecho grandioso y memorable.
*Virginia Moratiel
Virginia Elena López Domínguez nació el 27 de mayo de 1954 en Buenos Aires (Argentina). A los 7 años comenzó a escribir poemas y a los 12 ganó su primer premio literario. Estudió Letras en la Universidad del Salvador y Filosofía en la Universidad de Buenos Aires (UBA), de la que egresó con el título de Profesora. En el año 1976 fue nombrada Ayudante de Griego III en esta última Universidad y en el mes de septiembre se trasladó a Madrid con una beca para realizar estudios doctorales en la Universidad Complutense (UCM). Allí cursó nuevamente la carrera de Filosofía, se licenció y se doctoró, para incorporarse en 1979 como Profesora, especializándose en idealismo alemán y filosofía de la historia. Estudió alemán en Austria y Alemania. Es traductora de obras de filosofía alemana de finales del siglo XVIII, principios del XIX, y autora de varios ensayos sobre este período filosófico, el primero de los cuales fue premiado en Argentina (1981).
Créditos
Rainer
Maria Rilke o el umbral entre lo visible y lo invisible por Virginia Moratiel / El vuelo de la lechuza, Director Carlos
Javier González Serrano, 17 julio, 2017
Ilustraciones
En
el mismo artículo y fuente señalado: El vuelo de la lechuza.
Enlace al blog
El
vuelo de la lechuza