Tomado de la Revista Hispamérica, No. 128
http://www.baquiana.com/Hispamerica_T%C3%ADtulos_Publicados.htm
Leonel Alvarado
Poetas que cerraron y abrieron siglos
Como a muchos países que escasamente figuran en el
mapa literario, a Honduras no le ha faltado buena literatura, pero sí buena
difusión de la misma. A este mal se enfrentaron los que abrieron nuestro
historial literario, como el romántico José Antonio Domínguez (1869-1903) y el
modernista Juan Ramón Molina (1875-1908), confinados ambos al exclusivísimo
reconocimiento municipal, a pesar de uno que otro espaldarazo transfronterizo.
Hay que reconocer que su obra no trascendió, sobre todo, porque ambos poetas se
enfrentaron a un medio feroz que terminó aniquilándolos; sus estrategias de
sobrevivencia y su admirable velocidad intelectual no fueron suficientes en un
país que pronto se convertía en una república bananera; la modernización, que
iba de la mano con el Modernismo, no alcanzó a estos poetas.
Ambos poetas clausuran el siglo diecinueve y abren
el veinte, tanto ontológica como literariamente. En primer lugar, con ellos
comienza uno de nuestros grandes dilemas: la relación conflictiva con un medio
que dificulta la subsistencia tanto de espacios de creación como del mismo
poeta. Molina es nuestro primer gran poeta del enfrentamiento, lo que luego se
transformará, en otros poetas, en compromiso político. De hecho, es en el
Modernismo donde comienza esta actitud vivencial y discursiva; como ejemplos,
Molina y Froylán Turcios (1874-1943), el modernista involucrado en la causa de
Sandino. En otras palabras, en el Modernismo ocurre esa escisión, que terminará
definiendo nuestra poesía, entre el espacio privado y el público; por lo
general, aunque esto no es tajante, la poesía seguía siendo estrictamente
personal, mientras la prosa, especialmente la crónica, podía llenarse de
historia, sobre todo al adoptar el discurso antiimperialista. Esto explica que
Molina y Turcios escribieran crónicas y artículos incendiarios en contra de la
ocupación norteamericana, sin dejar de ser simbolistas y parnasianos en sus
textos personales.
En segundo lugar, en la obra de Domínguez y, sobre
todo, en la de Molina, comienzan a definirse los que, en mi opinión, son los
cuatro discursos que han dominado nuestra poesía: el amoroso, el militante, el
existencial y el metapoético. Quizá no haya poeta hondureño que no se mueva
entre estos discursos. Reconozco la prevalencia de los dos primeros, lo amoroso
y lo militante, a lo largo del siglo veinte; Roberto Sosa (1930-2011), quien
sigue siendo nuestro poeta de mayor reconocimiento internacional, está marcado
por esta dualidad; esto se extiende a Pompeyo del Valle (1929), otro poeta de
su generación, y, sobre todo, a los de la generación posterior: José Adán
Castelar (1941), Rigoberto Paredes (1948), José Luis Quesada (1948), Galel
Cárdenas (1945), Fausto Maradiaga (1947-2014), Efraín López Nieto (1948), e,
incluso, a quienes publican a partir de los ochenta: Juan Ramón Saravia (1951),
José González (1953), María Eugenia Ramos (1959), Oscar Amaya (1949)y David
Díaz Acosta (1951).
Aunque esto suene a encasillamiento, no hay duda de
que estos poetas comparten rasgos esenciales en términos generacionales y
discursivos. Tampoco hay que negar la importancia de la presencia de Roberto
Sosa, quien influye en muchos de ellos y a veces termina eclipsándolos.
Otros poetas siguieron el rumbo de una poesía mucho
más privada y hasta hermética, marcada por preocupaciones existenciales que se
traducían en dilemas metapoéticos; esta línea, que no llega a ser corriente,
proviene de Domínguez, pasa por Jorge Federico Travieso (1920-1953), se formula
con mayor claridad en Oscar Acosta (1933) y alcanza su mayor expresión en
Antonio José Rivas (1935-1995) y Edilberto Cardona Bulnes (1935-1991); más
tarde aparece concentrada (quisiera decir, crispada) en Livio Ramírez (1943),
quien vuelve a Molina y se replantea los conflictos éticos y estéticos del
Modernismo. Con un tono y preocupaciones distintas, a esta línea pertenece
parte de la poesía de Segisfredo Infante (1956).
En esta nómina de hombres, en lo que a la poesía
escrita por mujeres se refiere, el siglo veinte estuvo dominado por Clementina
Suárez (1906-1991), quien, desde los años treinta, irrumpió con una poesía
anómala, por su rebeldía y heterodoxia, en un medio que seguía siendo
provinciano; la poesía amorosa se volvió erótica y el oficio de poeta se
planteó como un compromiso ético que adoptó un discurso no político, sino
civil. Para las poetas de los ochenta y noventa, Suárez se convirtió en la
poeta que había derribado muros vivenciales y discursivos.
Nuestro siglo veinte no estuvo marcado por la
ruptura, sino por la transición generacional; no hubo en nuestra poesía esos
enfrentamientos generacionales feroces que ocurrieron entre poetas de tantos
países. Quizá se deba a que la mayoría de los escritores frecuentaba los mismos
espacios y, sobre todo, al traspaso de posiciones éticas y estéticas frente al
medio, la situación del país y el papel de la poesía; un título de Fausto
Maradiaga lo define: La palabra y sus deberes. Esto no significa que todo fuera
armonía, pues entre poetas de una misma generación o, mejor dicho, de un mismo
grupo, nunca faltaron las rencillas y los arrinconamientos propios del oficio.
Sin ser sagrados caminamos hacia la luz: cuatro
poetas que cierran y abren siglos
Dice Monsiváis que los jóvenes escritores buscan
ser diferentes del pasado inmediato para conquistar su propio presente. En
nuestra poesía, los jóvenes han conquistado su presente sin rupturas violentas.
Precisamente, la poesía incluida en esta muestra es un reflejo de nuestro apego
a las transiciones generacionales. Lo que sí ha cambiado es la percepción del
papel de la poesía; la palabra ya no asume los deberes de otras generaciones y
otras épocas. Para el caso, el discurso militante, prevalente en la poesía de
fines de los sesenta a los ochenta, ha perdido su importancia, sobre todo por
los cambios ocurridos en la región centroamericana; algunos poetas asociados a
este discurso dieron el giro hacia la poesía amorosa, para el caso, Pompeyo del
Valle y Rigoberto Paredes. No quiere decir que el compromiso poético-político
haya desaparecido; esto fue evidente después del golpe militar de 2009.
El gran conflicto enfrentado por los modernistas
entre el poeta y el medio ha cambiado pero sólo para empeorar. A la severidad
de la crisis económica se suma una violencia sin precedentes, ahondada por el
narcotráfico; cada día se sobrevive peligrosamente mientras se buscan espacios
de creación. Sin embargo, los poetas aquí antologados no responden a esta
crisis desgarradora con una postura discursiva en la que la ética y “el deber”
ciudadanos se imponen a la estética, como lo hicieron algunos poetas de otras
generaciones frente al militarismo; en otras palabras, no se recurre a la tan
trajinada denuncia ciudadana que tan mala poesía nos dejó. No se le da la
espalda a la historia; ésta entra ahora a la poesía convertida en una
experiencia asumida desde una voz estrictamente personal.
Los cambios históricos van a la par de cambios
estéticos. La mal llamada poesía de denuncia da paso a búsquedas personales
centradas en trascender la inmediatez o, mejor dicho, la trampa de la poesía
escrita para poner a prueba un discurso sociopolítico. Esto se refleja en la
poesía de todos los poetas incluidos en esta muestra.
No es casual que esta muestra se abra con José
Antonio Funes, quien comenzó a publicar a fines de los ochenta, en una época en
que todavía se vivían las secuelas del terrorismo de Estado, así como llegaba
la marea de los conflictos de los países vecinos. Su primer libro, Modo de
ser(1989),es fundamental para entender el paso de una poesía pública, por
asumir el discurso comprometido con la realidad histórica, a una poesía
privada, en la que la solidaridad ciudadana se vierte a través de la
experiencia personal. En su primer libro se advierte un tono intensamente
humano y solidario que se ahondará en su poesía posterior, la que, sin
abandonar la presencia del dolor humano, se vuelve mucho más personal. Esto
ocurre, para el caso, en “Bajo una verde sombra”, poema de ineludible raigambre
histórica que, a través de la presencia del padre, se asume como un drama
personal; al final del poema, la dignidad del padre se impone a la humillación
histórica y personal.
La gravedad del tono de gran parte de la primera
poesía de Funes da paso, en su poesía posterior, al distanciamiento saludable
entre poeta y mundo que llega con la madurez; el poeta descubre que, sin dejar
de ser valedera, la experiencia del drama también puede verse desde un centro
no ocupado por el poeta. En algunos casos, el filtro lo da el humor. El tema
que, en la poesía de Funes, mejor se presta a esta descentralización del drama
personal es el amoroso, como se puede ver en “Euclides pudo haberlo dicho” y,
sobre todo, en “A manera de consejo”.
Menciono este asunto de la gravedad en el tono
porque me parece que es una característica compartida por los jóvenes poetas de
esta muestra. En todos ellos se advierte una seriedad en la escogencia de la
temática, en su tratamiento y en el mundo de referencias literarias y
vivenciales a las que remite la poesía; esto puede ser parte del hecho de
asumir el oficio con una seriedad que lo pone por encima de la banalidad y la
brutalidad del medio. Se crea, así, una poesía que busca afincarse en la
universalidad de la condición humana, no en una percepción anacrónica de la
historia. Un buen ejemplo de ello es la poesía de Marco Antonio Madrid; su
poesía, sobre todo su primer libro, La blanca hierba de la noche (2000), está
anclada en un mundo referencias clásicas; de la misma manera, a la temática le
corresponde un lenguaje que se mueve, con gran versatilidad y eficacia, entre
la gravedad y la transparencia. Aunque muchos poetas hayan frecuentado la biblioteca
griega, a quien más se acerca Madrid dentro del canon nacional es a Edilberto
Cardona Bulnes, poeta con el que comparte algunas de sus preocupaciones
estéticas, aunque sin llegar al hermetismo de la poesía pura, tan
característico de Bulnes. Alguna vez me pregunté por el sentido que tiene el
convocar lo clásico en una ciudad de las Honduras; su sentido, como bien lo
entienden ambos poetas, reside en el hecho de querer universalizar la
experiencia humana, trascendiendo así el tan trajinado asunto de las
literaturas nacionales; la poesía, parafraseando a Paz, es un asunto de
lenguaje, no de fronteras.
El primer libro de Madrid es una noticia feliz en
la poesía hondureña; es una obra de madurez que no le da cabida al ‘nada mal,
para ser un primer libro’. Por el contrario, se trata de un libro reposado,
cuya solidez reside en un trabajo cuidadoso del lenguaje que le permite
iluminar viejos temas. Hay en este libro, como en el segundo de Madrid, La
secreta voz de las aguas (2010), el apego a un lenguaje que el tiempo ha puesto
a prueba; esto lo reflejan los títulos de sus libros, así como la mayor parte
de los títulos de sus poemas. Es un lenguaje que, como los temas abordados,
evoca otras épocas y otra concepción del oficio de hacer poesía. Como en el título
de un poema de esta muestra, se puede decir que la poesía de Madrid vuelve “al
último sol” para replantearse, no los conflictos, sino el peso descomunal
de la historia en el presente.Mientras el primer libro está atravesado por la
transitoriedad —todo es instante, fuga, reflejo—, el segundo es una experiencia
de llegada a un lugar que ahora se contempla, se ahonda en la vida y, claro, en
la muerte. En el hermoso y perfecto “Poema para bailar un trompo”, el trompo,
como la infancia, sigue girando en un tiempo detenido en el vértigo entre la
vida y la muerte; a la pregunta feroz del “Quién vive”, del poema que cierra el
libro, una respuesta posible es ‘el trompo vive’, mientras dure su danza al
borde del precipicio.
Entre el exceso de poesía pública ligada a causas,
Madrid es un poeta de poetas, sobre todo en su primer libro; en el segundo, la
gravedad del lenguaje da paso a una mayor transparencia, como el López Velarde
—a quien me remite esa vida mínima y entrañable de “las tierras altas”— que
regresa al pueblo, su “edén subvertido”, y encuentra a la prima Águeda.
Finalmente, el hecho de que Madrid le rinda
homenaje, en uno de sus poemas, al modernista Juan Ramón Molina constituye en
sí una de las tradiciones de la literatura hondureña. Me refiero a esa
necesidad, tanto literaria como ontológica, que nos lleva a volver a eventos y
personajes de un pasado que quedó mal resuelto; por eso, para el caso, nuestra
narrativa vuelve a Francisco Morazán, el General decimonónico de sueños
truncados; por eso nuestra poesía vuelve a Molina, el poeta abatido por el
medio. Se podría ir más lejos y decir que ambos son dos de nuestros padres
inconclusos. No es casual que los cuatro poetas incluidos en esta muestra sean
más viejos que Molina, quien murió a los 33 años; digo viejos, no mayores,
porque Molina seguirá estando entre nuestros mayores.
Atrapado en el provincialismo tegucigalpense,
Molina fue nuestro primer flaneur. Por ello, es el primero que se plantea la
posibilidad del mito urbano, es decir, con él comienza la tradición poética de
inventarle mitos a la ciudad. Tegucigalpa entra, así, a la mitología literaria
universal, como tantas ciudades del mundo. Borges, dice Sarlo, le inventó mitos
a Buenos Aires; y uno piensa en el Montevideo de Benedetti, la Ciudad de México
de Pacheco, La Habana de Lezama, entre tantos etcéteras notables. Al igual que
Morazán y Molina, Tegucigalpa es otro de nuestros grandes mitos literarios, por
lo que ha sido tema recurrente de muchos de nuestros poetas.
La poesía de Rebeca Becerra entra en esta
mitología, y, como Molina, se pasea Sobre las mismas piedras (2002), título de
su primer libro. Si bien Molina se sentía atrapado en Tegucigalpa y la
aborrecía, Becerra asume de frente el diálogo con la ciudad, la desafía “con
algo de infierno en los ojos”, como dice en el mismo libro. Es sumamente
revelador que Becerra escriba una poesía de espacios cerrados; sus cuatro
libros, dos todavía inéditos, ocurren y transcurren en espacios confinados: la
ciudad, en Sobre las mismas piedras y en El principio y el fin; la tumba, en
Las palabras del aire (2006); la casa y el cuerpo, en Esa voz que se consume.
De hecho, la ciudad, la casa y el cuerpo son espacios recurrentes en su poesía.
Se trata de un encierro ontológico, creativo y hasta políticamente opresivo;
esto último es patente en poemas sobre los efectos del terrorismo de Estado,
tema éste que acerca su poesía a una de nuestras más perecederas tradiciones.
Sin embargo, como Funes, Becerra asume el “terrorífico insomnio” como un drama
personal que lo aleja de la diatriba pública. Quizá el mejor ejemplo sea Las
palabras del aire, un gran poema orgánico que constituye uno de esos poco
frecuentes casos en que nuestros poetas se enfrentan a la arquitectura del
libro-poema; como una Cinta de Moebius, el libro se mueve entre dos realidades,
el sueño y la vigilia; su gran lección quizá sea el que nos obligue a
preguntarnos de qué lado están la vida y la muerte.
En estos cuatro libros, al confinamiento, físico u
ontológico, se le opone la rebeldía liberadora del amor, el erotismo, los
sueños y, claro, la poesía misma. La poeta sigue ocupando el centro del mundo,
lo que explica ese tono grave y a veces sentencioso de casi toda su poesía. Sin
embargo, uno de los elementos renovadores de la poesía de Becerra es la
incorporación de lo que podría llamarse un surrealismo cotidiano que revela el
lado luminoso de las pequeñas realidades de la vida: “Cortinas que caen
derramando flores sobre el piso de granito” (“Apenas te escribo”, de Esa voz
que se consume) o la presencia ubicua de la amenaza: “La mesa
solitaria/devorando/los hombres/ las mujeres” (“Desafío”, de Sobre las mismas
piedras). Las instancias en que estas imágenes luminosas y amenazantes se
filtran en la poesía de Becerra son frecuentes, por lo que ya son parte
esencial de su lenguaje; constituyen una presencia de doble filo: liberadora,
porque trasciende los límites de la cotidianeidad, y opresiva, al revelar el
lado absurdamente brutal del medio en que se vive.
Un elemento también frecuente en la poesía de
Becerra, y compartido por los otros poetas aquí incluidos, es el movimiento
constante dentro de los espacios confinados en que se vive y se hace poesía;
esto no se limita a referencias al avanzar, girar, salir, entrar, irse, etc.
Los espacios cerrados (ciudad, casa, tumba) imponen límites ontológicos que se
quiere transgredir a través de una movilidad constantemente asediada; podría
decirse que, en la poesía de Becerra, todo es irse sin dejar de estar en un
aquí de contornos definidos. Quizá sea un retorno inevitable a esa relación
conflictiva con la ciudad y el medio que nos viene del Modernismo; la invención
de mitos puede ser una salida, una forma de romper esos “muros”, a los que
alude el título de un libro de Roberto Sosa. Varios poetas hondureños se han
planteado este dilema, y, de la ciudad, lo han transferido al país, como si se
preguntaran, siguiendo a George Poulet, ¿qué tiempo es este lugar?
El movimiento dentro de espacios cerrados también
es recurrente en la poesía de Salvador Madrid, el otro poeta de esta muestra.
Tengo a mano dos de sus libros inéditos: Mientras la sombra y El resplandor de
los ojos cerrados, títulos de por sí sugerentes, pues remiten a ese choque de
realidades que se acechan constantemente. Se vive en medio de esa fisura que
puede expandirse en el lugar y en el tiempo; de ese centro feroz surge la
poesía de Salvador Madrid. Esto explica el tono desafiante y hasta beligerante
de la mayor parte de sus poemas. Repito, ya no estamos en el territorio de la
denuncia política, pero sí hemos vuelto a replantearnos viejos dilemas,
abiertos y dejados inconclusos por los modernistas. El siglo que media los
agravó; los nuevos poetas los reasumen como conflictos ontológicos, sin buscar
resolverlos, pues esa tarea no les corresponde.
Existe, sí, la conciencia de habitar un lugar que
es un tiempo endurecido, mal hecho, imperfecto: “Insistimos en creer/que la
perfección es intocable/y que para nosotros lo imperfecto/es el único destino”
(“Sin quemar las naves”, de Mientras la sombra). Esta es, francamente, una
admisión dolorosa, vista en todo su peso histórico, pues habla de un país
pesado de imperfecciones, ese “país asesinadísimo”, que decía Livio Ramírez. No
es que se busque la apócrifa “tierra ideal”, como se dice en el mismo poema;
estos poetas buscan, como lo hicieron tantos, un lugar digno o con al menos
cierta cercanía a la dignidad. Pero tampoco se trata de pose o de militancia,
pues también se reconocen los límites de la poesía; estos poetas han aprendido,
y muy bien, la lección: primero hay que sobrevivir para después hacer poesía.
Ésta es lo que se pasa en limpio, como hacíamos en los cuadernos de la escuela
primaria, del caos. La poesía surge de esta relación conflictiva, por lo que se
vuelve un punto de mira, ese panóptico ocupado por el poeta; esto, como he
dicho, explica el hecho de que el joven poeta se vea en el centro: “el hombre
joven sabe que la única ventana/a la que puede asomarse en su vida/es el
agujero en el pecho del hombre viejo” (“Dialéctica”, de Mientras la sombra);
también explica ese tono sentencioso que reaparece en Salvador Madrid.
Como en el caso de Becerra, en la poesía de
Salvador Madrid existe la presencia constante de una amenaza que se vuelve
mucho más tenebrosa por ser impredecible. Se trata del mismo conflicto
histórico que ahora les toca enfrentar a estos poetas. La respuesta es un
discurso metapoético, quizá como la única forma de encarar el grave asunto de
la sobrevivencia creativa y existencial; esto de ser “cronista de los despojos”
(“Ordenanza del caído”, de Mientras la sombra), puede fácilmente convertirse en
una trampa para la poesía. Este es un riesgo mayor que antes amenazó a tantos
poetas y que, sin duda, los jóvenes poetas pueden ver con claridad, como ocurre
en la poesía de Salvador Madrid.
En la poesía de Salvador Madrid se está consciente
de un lugar y un tiempo hechos para mirar atrás, pero sin caer en la traición o
el espejismo de la nostalgia. Es lo que ocurre en El resplandor de los ojos
cerrados; precisamente, la poesía es ese resplandor que descubre patios de la
infancia, apegos y amores sin idealizarlos. Si bien existe una conciencia de la
pérdida —vieja tradición poética—, es sólo como una forma de “recordar nuestras
pertenencias” y afirmar “[el] ruido que lava a la piedra muerta hasta que
resplandece”. Es aquí, me parece, donde la poesía de Salvador Madrid gana en
madurez y se asienta a través de ese distanciamiento saludable tan necesario en
la formación del poeta. A pesar de creer firmemente en el oficio, hay poemas
que desacralizan la seriedad de la poesía; se hace poesía como se desayuna o se
camina, es decir, como cualquier otra costumbre que evidencia nuestra
mortalidad.
Como los de otros poetas incluidos en esta muestra,
los de Salvador Madrid dialogan directamente con el mundo interior y con el
mundo transitado por la tradición. Reconocerse o no parte de una tradición
fronteriza no es una de sus preocupaciones, aunque esto resulte inevitable por
compartir historias y espacios con sus antecesores; tampoco importa que estos
poetas constituyan una generación. Lo que vale la pena resaltar es que hay en
ellos temas y preocupaciones compartidos, y, sobre todo, en cada uno, una voz
reconocible, lo que no es poco decir. Todo ellos también comparten la
convicción de que, en un país empecinado en hacerle honor a su nombre, los
libros, como dice Funes, no nos dan “la prueba del cielo”, pero sí de la
existencia.
José Antonio Funes
Poeta, académico, diplomático y profesor de
literatura. Doctor en Filología por la Universidad de Salamanca. Ha sido
Vice-Ministro de Cultura y Director de la Biblioteca Nacional de Honduras.
Actualmente ejerce como Agregado Cultural de la Embajada de Honduras en París y
como Profesor de Literatura Hispanoamericana en la Université Catholique de
l’Ouest (UCO), Angers, Francia. Ha publicado los libros de poesía: Modo de ser
(1989); A quien Corresponda (1995) y Agua del tiempo (1999). Poemas suyos han
sido publicados y traducidos al inglés, francés y portugués en diferentes revistas
y antologías. Es Premio de Estudios Históricos Rey Juan Carlos I [2004] con la
obra Froylán Turcios y el modernismo en Honduras (2005).
Bajo una verde sombra
Mira padre esos bananales
sombra de tu sombra asalariada
de tu vida vaciada en un silencio verde.
Míralos bien
ahora que tus años llegan sigilosos
y se instalan en ese dolor de espalda
ahora que tus sueños se escapan
como el agua dorada que persiguen los pájaros.
Padre
después de tantas luchas
y tantos soles manchados de sangre
no hay luz que cruce por tus ojos y no se doble
no hay tesoro que quepa
en la dignidad de tu sombrero.
Euclides pudo haberlo dicho
El amor es un punto
donde un hombre y una mujer
se unen.
El amor es un punto
donde un hombre y una mujer
se separan.
El amor es un punto.
A manera de consejo
Nunca dediques poema a mujer alguna.
Los amores posan y luego pasan
ante la cámara absurda de la vida,
mientras los versos avergonzados quedan,
heridos en su honor
de ver a la ingrata que se va con otro,
o se adentra para siempre en la niebla del nunca
más.
Piensa en la lluvia
y su vieja canción sobre los techos,
en el mar que guarda un cofre de versos a cada
poeta,
en el viento viajero que sabe bien de faldas y sus secretos.
Nunca dediques poema a mujer alguna.
Mejor díselo al oído,
en esa intimidad
donde la poesía es una caricia inédita,
el bálsamo que alivia todos los dolores del
mundo.
Lecciones aún no olvidadas
Qué crueles éramos cuando niños.
Sordos al canto, ciegos a los colores,
amigos de la piedra y de la muerte,
matábamos pajarillos que apenas cabían en nuestras
manos.
Qué injustos éramos cuando niños.
Nos burlábamos del loco del pueblo,
del loco que sonreía a las nubes y a los trenes
soñando quizá con volar, con viajar, con huir de
esta miseria
tan impasible como la sombra de los almendros.
Qué bárbaros éramos cuando niños.
Jugábamos a la guerra, a sobrevivir en la selva
del que era más fuerte, del que golpeaba más, del
que más humillaba.
Parecíamos adultos cuando niños: crueles, injustos
y bárbaros.
Memoria en la Plaza de Anaya
Si alguna vez amor, amor que el tiempo aleja y
oscurece,
te sientes tentada por el olvido
recuerda aquel beso en la Plaza de Anaya,
allí donde el sol o la nieve eran iguales de
hermosos,
allí donde las piedras, siempre jóvenes,
dicen adiós a los siglos y atesoran como una flor
la memoria.
Y recuerda la cigüeña coronada por ese cielo que
sólo existe en Salamanca,
la catedral vestida de oro por las tardes
y el campanario que nos convocaba en aquella
hora sin tiempo
cuando la vida era tan pequeña que cabía en un
abrazo.
Marco Antonio Madrid
Egresado de la Carrera de Letras de la Universidad
Nacional Autónoma de Honduras. Ha sido profesor de filosofía y letras. Ha
publicado: La blanca hierba de la noche (2000) y La secreta voz de las aguas
(2010). Sus poemas han aparecido en revistas y antologías nacionales y
extranjeras.
Junto al último sol
Hundo mis manos en la última luz de la tarde.
Busco en ella quizá tan sólo
el fervor de un recuerdo.
El fruto que nos llama desde el fondo de las aguas.
La huella feliz que espera a lo lejos
el retorno de mi planta.
La luna colgada en los naranjos.
La soledad de aquellos patios.
Hundo mis manos en la última luz de la tarde.
¡Y todo está aquí!
Felizmente impalpable.
Como el fuego que yace en la memoria.
Como el vuelo reposado de las aguas.
Como el tiempo que me sueña
junto a la palabra que desciende
y me nombra.
En Josafat
Preguntaré por ti en Josafat
frente a la vieja luna del abeto.
Preguntaré por ti a las buenas gentes
que ofician en el valle con sus labios
cansados de plegarias y de rezos.
Preguntaré por ti sobre el asfalto
en ese mar de sueños y olvido.
Preguntaré por ti y la soledad tendrá sus signos.
La noche y el vino taciturno de sus calles,
la ciudad como un río de luces recorriendo la
avenida
la esquina y el zaguán donde el tiempo busca entre
los hombres su ceniza.
Preguntaré por ti, mujer, en Josafat,
con el naufragio de mi dolor herido,
y no serás la orfandad de un recuerdo,
serás la pequeña magnolia que da sombra
a mis huesos, el ave reminiscente
que vuelve para abrevar, en mis manos,
el polen de su tarde,
el canto que espere a mitad
de mis cenizas.
Más allá de las furias
En vano será el afán de buscar otros nombres.
De una vez para siempre es Orfeo quien canta.
Viene y se va.
Reiner Maria Rilke
Habrás llegado tú, tierna Eurídice,
limpia ya de toda sombra.
Habrás llegado a palpar las llagas del vencido.
En las frías alamedas, mi cabeza
es tan sólo la lejana contemplación de algún astro.
Me defiendo de la noche
tratando de esquivar la marea de esas hojas
que el viento arrastra hasta mis ojos;
el agua estallando en la osamenta del mundo
es tan frágil en mis huesos.
La lluvia cae, y mi mano
roza la piel de algún camino.
Nada soy entre infectadas amapolas,
sobre esta corriente humana
que se hunde en el tedio de la urbe.
Entre el asfalto y la vendimia,
sobre la crueldad del fiero mármol,
no escucharé, el dulce canto de la lira.
El fuego lunar de las Ménades ha gastado estos
muros.
Devastados los imperios,
muero y sueño junto al rumor espeso de los siglos.
Muero en el sueño de esa boca núbil
que ardorosa remonta la corriente
y me llama y me sueña.
El amor une en ti mis pedazos, tierna Eurídice,
limpia ya de toda sombra.
Fábula
Llega la tarde y duerme un poco su luz entre las
hojas del patio.
En ella están el canto, la fábula y la memoria
primera del ave,
la condición terrestre del hombre y el claro olor
de un sol
aún verde en los naranjos, los caminos abriéndose
paso
entre las zarzas del tiempo, la negra piedra de
oscura lava,
el río, la montaña. El principio y el fin, las
aguas que pulen
insomnes el duro mineral de un origen.
Poema para bailar un trompo
Giraba el trompo ya sin ninguna broza.
En un haz de sombras y en un vértigo
de luz, giraba como un pequeño sol,
como un planeta o como la luna que nace
entre las hojas del espino.
Mas hacerlo girar era un arte difícilmente
aprendido. Una y otra vez atabas el cáñamo
a su cresta y una y otra vez lo lanzabas
a la tierra ya vencida, hasta hacerlo girar
como una seda y hacer tuyo el aire limpio,
la música y el olor de su madera.
Rebeca Becerra
Egresada de la Carrera de Letras de la Universidad
Nacional Autónoma de Honduras. Ha publicado: Sobre las mismas piedras (2002) y
Las palabras del aire (2006).
Sola a la mesa
No me gusta
sentarme sola a la mesa
no encuentro palabras para los cuchillos
si le digo al mantel que está elegante
miento:
no tengo manteles bonitos
Soy materia entre materia
y aún no me acostumbro
me da pena sentarme sobre una silla
saludar con ojos al tiempo
cuando ya se ha marchado
o caminar despacio por las calles
dejando a mis espaldas
el vaho silencioso de los perros
Lentamente cruzo a través de este tiempo
ocupando espacios que tal vez
no me pertenecen
arrebatando días que esperan sentados
en el umbral de una puerta
acumulando de esta tierra
el polvo que se levanta sobre las cabezas
Todo esto es una fiesta
donde no he sido invitada
Un ir y venir de soledades
donde el címbalo de mi cuerpo
golpea con su eco
este mar infinito.
Quiero morir como un hombre
me dijiste;
mientras la muerte como un faro alumbraba tucamino
y asaltaba tus palabras en el aire.
Entraba la noche en tus ojos
—lodo de cementerio—
a mí se me derretían los dientes
con el ácido de las lágrimas que me tragaba.
Afuera era el mundo: un canasto de naranjas,
un puñado de sal en una diminuta mano que crecía,
un sexo de fuego que explotaba en unos labios.
Afuera era el mundo.
Los hombres sólo mueren como vos
—te respondí—
limpios y ligeros,
como espigas de trigo que se clavan en los besos,
pero el viento se llevó tu viento.
Vi que te estabas yendo diminuto sobre el aire,
como un colibrí desesperado por las horas;
y poco a poco me dejabas inundada del secreto detus
alas,
convertidas en silencio las palabras de mi boca.
Vi que flotabas cada vez que reías,
tus dientes eran soles que explotaban.
Ya no quedaba fuerza que te atara;
todo era transparente, todo lo atravesabas
todo lo inundabas, todo lo contenías.
Naufragabas en el centro de las cosas,
te llenabas de agua, de fuego, de silencio, de
tierra, de aromas;
—todo el mundo contenido en los cenotes de tusojos—
Cuando te acostamos no cabías en la tierra
brotaban las raíces, el agua,
te salías por la sombras de las hojas,
en una flor de fuego silbaba tu lengua.
Un solo cuerpo
Desperté peregrina: Una ciudad entera que avanzaba
entre las mareas de tus manos.
El tiempo era un cascabel que habitaba nuestros
oídos, no teníamos miedo porque no existía el mundo, solo la luz del amanecer
que se atrevió a probar, el sudor de nuestra piel.
Ahí estuvimos:
La noche había dejado una legión de hormigas que
inventaron caminos y puentes hacia nuestra cena; al agua que atrapada sin
sentido reposaba en medio de unos tallos.
Nunca nos sentimos dos: Fuimos una sola nota
atrapada en tus labios, un solo paisaje que nacía de tus dedos, un solo verso
que resbaló de mis ojos.
Nunca nada nos partió los besos, ni siquiera tu
lengua que atravesó mi cuerpo.
Las viejas horas
Las viejas horas vuelven, abren mis palabras,
encienden los caminos de la sangre, me enseñan tus huesos inundados de espanto.
Tegucigalpa apenas te percibo como un nido de
colibrí sobre un árbol desnudo; una solitaria gota de agua que llevo enredada
en los labios.
Las viejas horas me abrazan, me torturan como a ti,
hermano; me extraen los ojos, las uñas y los dientes; me cortan la lengua, me
sangran; me quiebran los huesos y me pintan el pelo del color del río de polvo
que atraviesa tus ojos.
Pequeña tu voz me susurra en la espalda, y los
pasos avanzan; la piel se me desgaja de los huesos.
Y somos iguales, hermano, los dos sentimos frío y
nos buscamos en dos ciudades sobre la misma tierra.
Salvador Madrid
Poeta y gestor cultural, es licenciado en
literatura por la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. Ha
publicado el libro Visión de las cenizas (2004) y la antología de poetas
hondureños La hora siguiente (2005). Fundador de Paíspoesible. Sus poemas
han aparecido en revistas y antologías nacionales y extranjeras. Es editor del
proyecto “Leer es fiesta”, proyecto de masificación de la lectura que ha
publicado más de 85 mil libros de circulación gratuita y 480 mil cuadernillos
de poesía y cuento en la edición de Diario El Heraldo de Honduras. Actualmente
coordina el Festival Cultural Gracias Convoca. Escribe en Diario El Heraldo su
sección «Viceversas » dedicada al arte y la literatura.
Presencia del olvido
Lejos, donde habita el rasguño de la memoria
y un árbol ahuecado que no conoce la mañana,
arde la materia del hombre,
la mueca del muro que lo nombra.
Las palabras han sido dejadas
como telaraña sobre el instante
donde cree el hombre que atrapará su pérdida.
No es un tímpano
rondando el sonido de esta hora,
ni el miedo que acoraza el grito y el
encierro,
es un pequeño golpe sin dolor,
un mensaje que amenaza con dejarse
interpretar,
mientras el hombre se asoma a su puerta
y ve de un lado a otro
con la estéril pretensión de reconocer
quién lo llama en la hora del espejismo.
El último regreso
Me recuesto en los escombros
dejados por la luz en estos días
donde fue posible creer.
Presiento los amaneceres,
su ceguera decapita la última gota de la espera
y la acústica de mi tacto derrite al ángel
que custodia esa lengua que aletea en el
vacío.
Maldita sea la esperanza que endiosó este
barro,
las estaciones donde desaparezco,
las salidas de emergencia hacia el insomnio
donde la desesperación mastica
el vaho de las promesas.
He regresado a cada instante
como quien vuelve a una edad donde se fue
feliz,
a esas fugas hermosas
entre los bosques y las ciudades;
he ido, para caer otra vez
y no perdonarme nunca
como corresponde a los elegidos.
Otro es el destino
El polvo es el único astro
que se quedó junto a nosotros
a envenenar la cara y la cruz
de quienes soñaron las monedas.
El polvo que toca el laberinto de Dios
y los barcos que parten
a la profundidad de las glándulas.
El polvo de finísima nada mueve los dados,
esboza desde antes, la mueca del perdedor.
Y se limpian los tesoros, las cifras.
Se bruñe el cetro de un rey muerto
y se olvidan las uñas del hombre vivo.
El polvo no perdona nuestra ambición
de ser eternos como él.
Mi pensamiento roza el destello de la
palabra,
lo único limpio en el vacío.
Y yo caigo creyendo cantar en su reino de
nadie,
lejos, lejos aún del significado que me llama.
SOY ESE HOMBRE ante un
campo de luciérnagas.
La vida no es un campo de luciérnagas. Quizá sea un
puente de lloviznas alzado por los sabios que al intuir el mar desde el más
profundo de los insomnios comprendieron que nuestro destino es soñarlo todo.
Yo he cruzado la antigua oscuridad que se amuralla
en tus ojos cerrados.
He burlado a los guardianes de las antorchas y
descalzo entre las rendijas del miedo y de los relatos sagrados, he llegado
hasta un campo de luciérnagas.
La breve noción del lince en mi corazón se ha
despertado para contemplar conmigo este gesto del tiempo y la naturaleza.
Sólo yo sé que a escondidas he salido esta noche.
¿Ha llovido?
La oscuridad tiene húmedo su lado más oculto y debo
cruzar este campo de luciérnagas. Allí hay una puerta dispuesta a ser empujada,
un cuerpo cuyos pies desenredan los secretos de las amapolas.
NOES NECESARIO correr
sobre la ceniza para recordar nuestras pertenencias.
Quien ve en el abandonado eco de la tarde una casa
abandonada y nada más piensa en la pobreza y no en el corazón de los pájaros
que migran, no sabe del ruido que lava a la piedra muerta hasta que
resplandece; no entiende la canción de los instrumentos construidos para el
abandono; ni el reclamo de la intemperie entre los retratos mutilados.
Sumergidos en los árboles transparentes permanecen
los pueblos que ardieron como herida en la lejanía.
La dureza con que nos expulsaron de nuestras casas
es la dureza que poseerán los esqueletos de nuestros herederos.
Sin ser una revelación, arde, más allá del día, esa
fuerza que ni la soledad ha podido destejer con sus relojes podridos, sus
espejismos y su servil olor a santidad.