¿Cuánta tierra necesita un hombre?
León Tostoy (28 de agosto 1828-1910).
A 186 años de su nacimiento.
Érase una vez un campesino
llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero
que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza.
"Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos
siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían
diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra."
Ahora bien, cerca de la aldea de
Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento
cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de
que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría
veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en
efectivo y esperar un año por la otra mitad.
"Qué te parece -pensó
Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada."
Así que decidió hablar con su
esposa.
-Otras personas están comprando,
y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve
imposible sin poseer tierras propias.
Se pusieron a pensar y
calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un
potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y
pidieron anticipos sobre la
paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso,
Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a
la dama e hizo la compra.
Así que ahora Pahom tenía su
propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha.
Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así
se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su
ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus
mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía
allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras
partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra,
pero ahora le parecía muy distinta.
Un día Pahom estaba sentado en
su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde
venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había
estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había
muchas tierras en venta por allá,
y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles,
aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes
de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo
con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.
El corazón de Pahom se colmó de
anhelo.
"¿Por qué he de sufrir en
este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y
mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo".
Pahom vendió su tierra, su casa
y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad.
Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras
arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.
Al principio, en el ajetreo de
la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se
habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más
trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras
por tres años. Fueron buenas temporadas y
hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido
viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el
dinero.
"Si todas estas tierras
fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas
incomodidades."
Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de
regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas
hectáreas por sólo mil rublos.
-Sólo debes hacerte amigo de los
jefes -dijo- Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té,
y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.
"Vaya -pensó Pahom-, allá
puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte."
Pahom encomendó a su familia el
cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon
en una ciudad y compraron una caja de té, vino y
otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta
recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron
a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.
En cuanto vieron a Pahom,
salieron de las
tiendas y se reunieron
en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le
dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les
dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y
le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a
qué había ido Pahom.
El jefe escuchó un rato,
pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:
-De acuerdo. Escoge la tierra
que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.
-¿Y cuál será el precio?
-preguntó Pahom.
-Nuestro precio es siempre el
mismo: mil rublos por día.
Pahom no comprendió.
-¿Un día? ¿Qué medida es ésa?
¿Cuántas hectáreas son?
-No sabemos calcularlo -dijo el
jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrera
pie en un día es tuyo,
y el precio es mil rublos por día.
Pahom quedó sorprendido.
-Pero en un día se puede
recorrer una vasta extensión de tierra -dijo.
El jefe se echó a reír.
-¡Será toda tuya! Pero con una
condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el
dinero.
-¿Pero cómo debo señalar el
camino que he seguido?
-Iremos a cualquier lugar que
gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una
azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro,
cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo.
Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes
regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.
Pahom estaba alborozado. Decidió
comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y
bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y
los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al
romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.
Pahom se quedó acostado, pero no
pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.
"¡Qué gran extensión
marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días
ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran
cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los
campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de
bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la
siembra y en el resto criaré ganado."
Por la puerta abierta vio que
estaba rompiendo el alba.
-Es hora de despertarlos -se
dijo-. Debemos ponernos en marcha.
Se levantó, despertó al criado
(que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a
los bashkirs.
-Es hora de ir a la estepa para
medir las tierras -dijo.
Los bashkirs se levantaron y se
reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y
ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.
-Si hemos de ir, vayamos de una
vez. Ya es hora.
Los bashkirs se prepararon y
todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en
su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa,
el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y
caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el
brazo hacia la planicie.
-Todo esto, hasta donde llega la
mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.
A Pahom le relucieron los ojos,
pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como
semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.
El jefe se quitó la gorra de
piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:
-Ésta será la marca. Empieza
aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.
Pahom sacó el dinero y lo puso
en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas.
Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal
de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se
subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un
instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.
-No importa -dijo al fin-. Iré
hacia el sol naciente.
Se volvió hacia el este, se
desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.
"No debo perder tiempo
-pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco."
Los rayos del sol no acababan de
chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la
estepa.
Pahom caminaba a paso moderado.
Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para
hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el
entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.
Miró hacia atrás. La loma se
veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes
llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco
kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y
continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en
el desayuno.
-He recorrido el primer tramo,
pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me
quitaré las botas -se dijo.
Se sentó, se quitó las botas, se
las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.
"Seguiré otros cinco
kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio
que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra."
Siguió derecho por un tiempo, y
cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían
hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.
"Ah -pensó Pahom-, he
avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y
muy sediento."
Se detuvo, cavó un gran pozo y
apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha,
y la hierba era alta, y hacía mucho calor.
Pahom comenzó a cansarse. Miró
el sol y vio que era mediodía.
"Bien -pensó-, debo
descansar."
Se sentó, comió pan y bebió
agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato
sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño,
pero continuó, pensando: "Una hora de sufrimiento, una vida para
disfrutarlo".
Avanzó un largo trecho en esa
dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo
valle. "Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino crecería bien
aquí.". Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar.
Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a
través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.
"¡Ah! -pensó Pahom-. Los
lados son demasiado largos. Este debe ser más corto." Y siguió a lo largo
del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del
horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del
cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.
"No -pensó-, aunque mis
tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme
demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.".
Pahom cavó un pozo de prisa.
Echó a andar hacia la loma, pero
con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los
pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era
imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se
hundía cada vez más.
"Cielos -pensó-, si no
hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego
tarde?"
Miró hacia la loma y hacia el
sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.
Pahom siguió caminando, con
mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba
lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la
gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.
"Ay de mí. He deseado
mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el
sol."
El temor le quitaba el aliento.
Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a
la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón
batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom
estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.
Aunque temía la muerte, no podía
detenerse. "Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me
detengo ahora", pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los
bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón.
Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.
El hinchado y brumoso sol casi
rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba
muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para
que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y
al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.
"Hay tierras en abundancia
-pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido
la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!"
Pahom miró el sol, que ya
desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso,
encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo.
Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había
puesto! Pahom dio un alarido.
"Todo mi esfuerzo ha sido
en vano", pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún
gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se
había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire
y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra.
Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le
aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.
-¡Vaya, qué sujeto tan
admirable! -exclamó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!
El criado de Pahom se acercó
corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca.
¡Pahom estaba muerto!
Los pakshirs chasquearon la
lengua para demostrar su piedad.
Su criado empuñó la azada y cavó
una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era
todo lo que necesitaba.
Fuente: Ciudad Seva . WWW: ciudad.seva.com