Plaza de las palabras en su sección cuentos
hispanoamericanos presenta fragmentos de la novela La Casa en Mango Street
de Sandra Cisneros. (Chicago, Illinois;
20 de diciembre de 1954) es una escritora, novelista y poeta estadounidense. Es
más conocida por sus novelas La Casa en
Mango Street y Caramelo, esta
última publicada en 2002 por Knopf. Su herencia mexicana tiene una influencia
importante en su obra (1)
«Nació en la
ciudad de Chicago, Illinois, en el año de 1954. Inmersa en el seno de la
compleja cultura hispanomexicana, Sandra Cisneros se ha convertido en relativamente
poco tiempo en una de sus voces literarias más fuertes, más sólidas de las
últimas décadas. Su vocación intelectual y literaria le ha merecido múltiples distinciones
en el ámbito académico. Doctora honoraria en Letras por la Universidad de Nueva
York, ha recibido, entre otros, los siguientes reconocimientos: Premio de la Novela
Corta Chicana en 1986, que le otorgó la Universidad de Arizona; Premio
Precocolombino Americano en 1985 y, en 1983,
la Beca de la Fundación Michael Karoyi, en Francia. Entre sus obras más
destacadas se encuentran Woman Hollering Creek, y My Wiched Days. Dotada de una
extraordinaria sensibilidad, desde sus primeros escritos logró condensar toda
la dualidad, la paradoja de una cultura hispanomexicana que convive y se
enfrenta cotidianamente al mundo del sueño americano, en la búsqueda de caminos
alternativos de convivencia y asimilación con la cultura americana, sin perder
la esencia de su identidad y la fuerza de sus más legítimas manifestaciones en
lo social, lo político y lo artístico. Para Sandra Cisneros, esta búsqueda se
plasma a través de una propuesta narrativa en donde los personajes exploran con
curiosidad, con cautela, un mundo cotidiano que no les es enteramente propio.
Los personajes de Sandra Cisneros recorren todos los rincones de su cultura, sus
formas de convivencia, sus rituales, su lucha por sobrevivir y no logran
adueñarse del espacio físico y social que les corresponde en la sociedad
americana; divididos entre lo que sueñan ser y las profundas raíces que los unen
a México, una tierra que tampoco les es propia, hombres y mujeres crean un
universo en cuyo centro, pese a todo, pervive la esperanza. En La casa en Mango
Street, una niña adolescente, llamada justamente Esperanza, va descubriéndose a
sí misma y al mundo de su familia, de su comunidad, sin complacencias, pero a
la vez con sensibilidad e incluso ternura. La protagonista presenta en su
relato singulares estampas familiares que van armando a lo largo de una trama
en apariencia simple, los intrincados
hilos de una red de imágenes, emociones y 4formas de convivencia que son la esencia
de la identidad del hispano mexicano que habita en los Estados Unidos. Dentro
de este sutil entramado, Sandra Cisneros logra reivindicar la lucha por la
libertad personal, por la solidaridad cotidiana y, al final de cuentas, por la esperanza.
Periolibros presenta La casa en Mango Street como un reconocimiento a la interesante trayectoria de esta joven escritora, y a la
solidez y relevancia que la tradición literaria hispanoamericana ha logrado
consolidar.» (2)
Aprovechando la presentación de Periolibros que selecciona fragmentos titulados de la novela,
seleccionamos algunos y remitimos al final al enlace con la selección completa
de Periolibros. La traducción del ingles al español es de Elena Poniatowska y
Juan Antonio Ascencio, y las ilustraciones en la separata original de Rafael
Castro López.
La Casa en Mango Street
No siempre hemos vivido en Mango
Street. Antes vivimos en el tercer piso de Loomis, y antes de allí vivimos en
Keeler. Antes de Keeler fue en Paulina y de más antes ni me acuerdo, pero de lo
que sí me acuerdo es de un montón de mudanzas. Y de que en cada una éramos uno más.
Ya para cuando llegamos a Mango Street éramos seis: Mamá, Papá, Carlos, Kiki,
mi hermana Nenny y yo. La casa de Mango Street es nuestra y no tenemos que
pagarle renta a nadie, ni compartir el patio con los de abajo, ni cuidarnos de
hacer mucho ruido, y no hay propietario que golpee el techo con una escoba.
Pero aún así no es la casa que hubiéramos querido.
Tuvimos que salir volados del departamento
de Loomis. Los tubos de agua se rompían y el casero no los reparaba porque la
casa era muy vieja. Salimos corriendo. Teníamos que usar el baño del vecino y
acarrear agua en botes lecheros de un galón. Por eso Mamá y Papá buscaron una
casa, y por eso nos cambiamos a la de Mango Street, muy lejos, del otro lado de
la ciudad. Siempre decían que algún día nos mudaríamos a una casa, una casa de
verdad, que fuera nuestra para siempre, de la que no tuviéramos que salir cada
año, y nuestra casa tendría agua corriente y tubos que sirvieran. Y escaleras
interiores propias, como las casas de la tele. Y tendríamos un sótano, y por lo
menos tres baños para no tener que avisarle a todo mundo cada vez que nos
bañáramos. Nuestra casa sería blanca, rodeada de árboles, un jardín enorme y el
pasto creciendo sin cerca. Ésa es la casa de la que hablaba Papá cuando tenía
un billete de lotería y ésa es la casa que Mamá soñaba en los cuentos que nos
contaba antes de dormir. Pero la casa de Mango Street no es de ningún modo como
ellos la contaron. Es pequeña y roja, con escalones apretados al frente y unas ventanitas
tan chicas que parecen guardar su respiración, los ladrillos se hacen pedazos
en algunas partes y la puerta del frente se ha hinchado tanto que uno tiene que
empujar fuerte para entrar. No hay jardín al frente sino cuatro olmos chiquitos
que la ciudad plantó en la banqueta. Afuera, atrás hay un garaje chiquito para
el carro que no tenemos todavía, y que luce todavía más chiquito entre los
edificios de los lados. Nuestra casa tiene escaleras pero son ordinarias, de
pasillo y tiene solamente un baño. Todos compartimos recámaras, Mamá y Papá,
Carlos y Kiki, yo y Nenny. Una vez, cuando vivíamos en Loomis, pasó una monja
de la escuela y me vio jugando enfrente. La lavandería del piso bajo había sido
cerrada con tablas arriba por un robo dos días antes, y el dueño había pintado
en la madera SÍ, ESTÁ ABIERTO, para no perder clientela. ¿Dónde vives?,
preguntó. Allí, dije señalando arriba al tercer piso. ¿Vives allí? Allí. Tuve que mirar a donde ella señalaba. El tercer
piso, la pintura descarapelada, los barrotes de Papá clavados en las ventanas
para que no nos cayéramos. ¿Vives allí? El modito en que lo dijo me hizo sentirme una nada. Allí. Yo vivo allí. Moví la cabeza asintiendo. Desde ese
momento supe que debía tener una casa. Una que pudiera señalar. Pero no esta
casa. La casa de Mango Street no. Por mientras dice Mamá. Es temporario, dice
Papá. Pero yo sé cómo son estas
cosas.
Pelos
Cada uno en la familia tiene pelo
diferente. El de mi papá se para en el aire como escoba. Y yo, el mío es flojo.
Nunca hace caso de broches o diademas. El pelo de Carlos es grueso y derechito,
no necesita peinárselo. El de Nenny es
resbaloso, se escurre de tu mano, y Kiki, que es el menor, tiene pelo de peluche.
Pero el pelo de mi madre, el pelo de
mi madre, es de rositas en botón, como rueditas de caramelo todo rizado y
bonito porque se hizo anchoas todo el día, fragante para meter en él la nariz
cuando ella está abrazándote y te sientes segura, es el olor cálido del pan
antes de hornearlo, es el olor de cuando ella te hace un campito en su cama aún
tibia de su piel, y una duerme a su lado, cae la lluvia afuera y Papá ronca. El
ronquido, la lluvia, y el pelo de Mamá oloroso a pan.
Niños y niñas
Los niños y las niñas viven en
mundos separados. Los niños en su universo y nosotras en el nuestro. Por
ejemplo mis hermanos, adentro de la casa tienen mucho que decirnos a mí y a
Nenny. Pero afuera nadie debe verlos hablar a las niñas. Carlos y Kiki son los
mejores amigos, nuestros no.
Nenny es demasiado chica para ser mi
amiga. Es sólo mi hermana y eso no es culpa mía. Una no escoge a sus hermanas:
te tocan y a veces salen como Nenny.
Ella no puede jugar con esos
chamaquitos Vargas o va a acabar como ellos. Y como es la que sigue de mí, es
mi responsabilidad. Algún día tendré una mejor amiga para mí solita. Una a la
que también pueda decirle mis secretos. Una que va a comprender mis chistes sin
que yo tenga que explicárselos. Hasta entonces, soy un globo rojo, un globo
atado a un ancla.
Mi nombre
En inglés mi nombre quiere decir
esperanza. En español tiene muchas letras. Quiere decir tristeza, decir espera.
Es como el número nueve, como un color lodoso. Es los discos mexicanos que toca
mi padre los domingos en la mañana cuando se rasura, canciones como sollozos. Era
el nombre de mi bisabuela y ahora es mío. Una mujer caballo nacida como yo en
el año chino del caballo —que se supone es de mala suerte si naces mujer— pero
creo que ésa es una mentira china, porque a los chinos, como a los mexicanos,
no les gusta que sus mujeres sean fuertes. Mi bisabuela. Me habría gustado
conocerla, un caballo salvaje de mujer, tan salvaje que no se casó sino hasta
que mi bisabuelo la echó de cabeza a un costal y así se la llevó nomás, como si
fuera un candelabro elegante, así lo hizo. Dice la historia que ella jamás lo
perdonó. Toda su vida miró por la ventana hacia afuera, del mismo modo en que muchas
mujeres apoyan su tristeza en su codo. Yo me pregunto si ella hizo lo mejor
que pudo con lo que le tocó, o si estaba arrepentida porque no fue todas las
cosas que quiso ser. Esperanza. Heredé su nombre, pero no quiero heredar su
lugar junto a la ventana. En la escuela pronuncian raro mi nombre, como si las
sílabas estuvieran hechas de hojalata y lastimaran el techo de la boca. Pero en
español mi nombre está hecho de algo más suave, como la plata, no tan grueso
como el de mi hermanita —Magdalena— que es más feo que el mío. Magdalena, que
por lo menos puede llegar a casa y hacerse Nenny. Pero yo soy siempre
Esperanza. Me gustaría bautizarme yo misma con un nombre nuevo, un nombre más
parecido a mí, a la de a de veras, a la que nadie ve. Esperanza como Lisandra o
Maritza o Zezé la X. Sí, algo así como Zezé la X estaría bien.
Cathy, reina de gatos
Ella dice: yo soy la
tatatatataraprima de la reina de Francia. Vive arriba, allá junto a la puerta
de Joe el mañoso. No te acerques a él, dice ella. Es el peligro en dos patas.
Benny y Blanca son los dueños de la esquina. Se portan okay mientras no te recargues en el
mostrador de los dulces. Dos mocosas cochinas viven enfrente. Ni las quieres
conocer. Edna es la dueña del edificio de al lado. Antes tenía un edificio
grande como una ballena, pero su hermano lo vendió. Su madre dijo no, no, nunca
lo vendas. No lo haré. Y luego ella cerró los ojos y en un parpadeo él lo vendió.
Alicia se cree la divina garza desde que fue a college1. Antes yo le caía bien pero ya no. Cathy, reina
de gatos, tiene gatos y gatos y gatos. Gatitos, gatotes, gatos flacos, gatos
enfermos, gatos dormidos como donas chiquitas. Gatos encima del refrigerador.
Gatos que van a dar la vuelta en la mesa del comedor. Su casa es el cielo de
los gatos. Tú quieres una amiga, dice ella. Okay, yo seré tu amiga, pero nada más hasta el martes. Ese
día nos vamos. Tenemos que. Entonces, como si ella hubiera olvidado que acabo
de mudarme, dice que el barrio se está poniendo de lo peor. Un día el papá de
Cathy tendrá que volar a Francia a encontrar a la tatatatataraprima por parte
de padre, y heredar la casa familiar. ¿Cómo lo sé? Ella me lo dijo. Entre tanto
tienen que mudarse un poquito más al norte de Mango Street, más lejos cada vez
que gente como nosotros siga llegando.
Nuestro día bueno
Si me das cinco dólares voy a ser tu
amiga para siempre. Eso es lo que me dice la chiquita. Cinco dólares es barato,
porque no tengo ninguna amiga, nomás la Cathy que es mi amiga sólo hasta el
martes. Cinco dólares, cinco dólares. Anda buscando alguien que ponga dinero,
para comprar una bicicleta del escuincle ése llamado Tito. Ya tienen diez
dólares y todo lo que les falta son cinco más. Nomás cinco dólares, dice ella. No
hables con ellos, dice Cathy. ¿No te das cuenta de que huelen a escoba? Pero me
caen bien. Usan ropa vieja, chueca y arrugada. Traen zapatos brillantes de
domingo aunque sin calcetines. Eso les pone rojos los tobillos desnudos, pero
me caen bien. Especialmente la grande, que se ríe con todos sus dientes. Ella
me gusta aunque deje que la chiquita haga toda la plática. Cinco dólares, dice
la chiquita, nomás cinco.
Cathy me jala del brazo y sé que
haga yo lo que haga, se va a enojar conmigo para siempre.
Espérame tantito, le digo y corro
adentro por los cinco dólares. Tengo tres ahorrados y voy a sacar dos de Nenny.
Nenny no está en la casa, pero estoy segura de que le dará gusto cuando sepa
que tenemos una bicicleta. Cuando regreso, Cathy se ha ido, como pensé que lo
haría, pero no me importa. Tengo dos nuevas amigas y también una bicicleta. Yo
me llamo Lucy, dice la mayor. Ésta es Rachel, mi hermana. Yo soy su hermana,
dice Rachel. ¿Tú, quién eres? ¡Qué daría yo por llamarme Casandra o Alexis o
Maritza —lo que sea, menos Esperanza— pero cuando les digo mi nombre no se
ríen! Vinimos de Texas, dice Lucy y sonríe de oreja a oreja. Ella nació aquí, pero
mí soy de Texas. Querrás decir yo, corrijo. No, mí soy de Texas, y no meentiende. La bicicleta nos toca a
las tres, dice Rachel, que ya está pensando a futuro. Hoy es mía, mañana de
Lucy, y tuya al tercer día. Pero todas queremos andar en bicicleta hoy porque
es nueva, así que decidimos no tomar turnos hasta pasado mañana, hoy nos pertenece a todas. Todavía
no les digo nada de Nenny. Es mucho relajo. Sobre todo porque Rachel casi le
saca un ojo a Lucy por quién va a subir primero, pero al fin decidimos subirnos
todas juntas. ¿Por qué no? Como Lucy tiene piernas largas, pedalea. Yo me monto
en el asiento trasero y Rachel es bastante
flaca para treparse en los manubrios, lo que pone a la bicicleta a tambalearse
con ruedas de espagueti, pero después de un ratito nos acostumbramos. Rodamos
rápido y más rápido. Pasamos mi casa, triste y roja y desmoronada en algunas
partes, pasamos el abarrote de Mr. Benny en la esquina, y hacia abajo por la
avenida que es peligrosa. Lavandería, tienda de usado, farmacia, ventanas y
carros y más carros, y vuelta a la manzana de regreso a Mango.La gente del
autobús nos saluda. Una señora muy gorda que cruza la calle nos dice: vaya que
andan pesadas. La pesada será usté, señora, grita Rachel, que es bien grosera. Abajo,
abajo, abajo Mango Street, Rachel, Lucy y yo. Nuestra bicicleta nueva. Y
enchuecamos el camino a carcajadas.
Risa
Nenny y yo no parecemos hermanas...
no a primera vista. No como Rachel y Lucy que tienen los mismos labios gruesos
de chupón como todos los de su familia. Pero yo y Nenny, somos más parecidas de
lo que tú crees. Nuestra risa, por ejemplo,
no es la tímida risita tonta de campanitas de carrito paletero de la familia de
Rachel y Lucy, sino brusca y sorpresiva como de un altero de platos
quebrándose. Y otras cosas que no puedo explicar. Un día íbamos
pasando una casa que se parecía, en mi mente, a las casas que he visto en
México, no sé por qué. Nada en la casa se parecía exactamente a las casas que
yo recordaba. Ni siquiera estoy segura de por qué pensé eso, pero sentí que
estaba bien. Miren esa casa, dije, parece México.
Rachel y Lucy me miran como si
estuviera loca, pero antes de que puedan soltar la risa, Nenny dice: sí, es
México. Es exactamente lo que yo estaba pensando.
Gil. Compraventa de muebles
El dueño de la tienda de usado es un
viejo. Una vez le compramos un refrigerador usado y Carlos le vendió una caja
de revistas por un dólar. La tienda es chica, sólo tiene una ventana sucia para
la luz. Él no enciende la luz a menos que traigas dinero para comprarle, así
que Nenny y yo vemos toda clase de cachivaches en la oscuridad. Mesas con las
patas para arriba, y filas y filas de refrigeradores con esquinas redondas, y
sillones que hacen girar el polvo en el aire cuando les pegas y cien
televisores que tal vez no sirven. Todo está encimado, así que toda la tienda
es de pasillitos muy angostos para caminarla y puedes perderte bien fácil.
El dueño, él es un negro que no
habla mucho y si no conoces bien puedes estar allí mucho tiempo antes de que
tus ojos descubran unos anteojos de oro flotando en la oscuridad. Nenny, que se
cree muy lista y platica con cualquier viejo, le hace montones de preguntas. Yo
a él nunca le dije nada, nada más cuando le compré la Estatua de la Libertad
por un dime2. Pero a Nenny la oigo preguntarle qué es esto, y el
hombre dice: esto, esto es una caja de música, y yo me volteo rápido pensando
que él quiere decir una preciosa caja que tiene flores pintadas y una bailarina adentro.
Pero no hay nada de eso en lo que el viejo señala; sólo una caja de madera que
es vieja y tiene un enorme disco de latón con agujeros. Entonces él la echa a
andar y 0empiezan a suceder muchas cosas, como si de repente soltara un millón
de polillas sobre los muebles polvosos y en las sombras de cuello de cisne y en
nuestros huesos. Es como gotas de agua. O como marimbas, pero con un curioso
sonidito punteado, como si recorrieras tus dedos sobre los dientes de un peine
metálico. Y entonces no sé por qué, tengo que voltearme y fingir que la caja no
me importa para que Nenny no pueda ver qué estúpida soy. Pero Nenny, que es más
estúpida, ya está preguntando cuánto vale y veo sus dedos buscando las monedas
en los bolsillos de los pantalones. Esto, dice el viejo cerrando la tapa, esto no
se vende.
Meme Ortiz
Meme Ortiz se mudó a la casa de
Cathy cuando su familia se cambió. Ni se llama realmente Meme. Su nombre es
Juan. Pero cuando le preguntamos cómo se llamaba dijo que Meme, y así es como
le dicen todos menos su mamá. Meme tiene un perro
de ojos grises, un pastor con dos nombres, uno en inglés y uno en español. El
perro es grande, como un hombre vestido con traje de perro, y corre del mismo
modo que su dueño, torpe y loco y con los brazos y piernas sueltos como zapatos
desabrochados. El padre de Cathy construyó la casa a la que se mudó Meme. Es de
madera. Adentro los pisos están inclinados. Algunos cuartos van de subida,
otros de bajada. Y no hay closets. En el frente hay veintiún escalones, todos
ladeados y salientes como dientes chuecos (están así adrede, dijo Cathy, para
que la lluvia resbale hacia afuera), y cuando la mamá de Meme lo llama desde la
puerta, Meme trepa gateando los 2 Moneda de diez centavos de dólar. veintiún escalones
de madera con el perro de los dos nombres tras él.En la parte de atrás hay un
patio, casi todo tierra, y un montón de tablas grasosas que alguna vez fueron
garage. Lo que más recuerdas es el árbol, enorme, con ramas gordas y
poderosas familias de ardillas en las ramas más altas. Todo alrededor, la vecindad
de techos enchapopotados de dos aguas, y en sus desagües, las pelotas que jamás
regresaron a la tierra. Abajo en el tronco del árbol, el perro de dos nombres
ladra al aire vacío, y allá al final de la cuadra, más pequeña aún, nuestra
casa sentada sobre patas dobladas como un gato. Éste es el árbol que escogimos
para el Primer Concurso Anual de Saltos de Tarzán. Meme ganó. Y se rompió los
dos brazos.
Los que no
Los que no saben llegan a nuestro
barrio asustados. Creen que somos peligrosos.
Piensan que los vamos a asaltar con navajas brilladoras. Son tontos que se han
perdido y caen aquí por equivocación. Pero no tenemos miedo. Conocemos al
muchacho con el ojo chueco; es el hermano de Davey the Baby, y el altote junto
a él con sombrero panameño es el Eddie V. de Rosa, y el grandote que parece un viejo
zonzo es el Fat Boy,4 aunque ya no esté gordo ni sea niño. Todo moreno por
todos lados, estamos seguros. Pero en un
barrio de otro color nuestras
rodillas comienzan a temblar traca traca y subimos las ventanillas de nuestros
carros hasta arriba y nuestros ojos miran al frente. Sí. Así es.
Había una viejita que tenía
tantos niños que no sabía qué hacer
Los escuincles de Rosa Vargas son
demasiado y demasiados. No es su culpa, sabes, sino que es la madre y una sola
contra tantos. Son malos esos Vargas, y cómo van a ponerle remedio con sólo una
madre que está siempre cansada de abotonar, y embotellar, y chiquear, y que
llora todos los días por el hombre que se largó sin dejarles ni un dólar para
el jamón o una notita diciéndoles por qué. Los niños doblan árboles y rebotan
entre los carros y se cuelgan de las rodillas arriba y abajo y casi se rompen
como vasijas de museo que no se pueden reponer. Les parece
chistoso. No tienen respeto por cosa viviente alguna incluyéndose a sí mismos. A
la larga se aburre una de andar preocupándose por niños que ni son de uno. Un
día están jugando «atrévete» en el techo de Mr. Benny. Mr. Benny dice: hei,
escuincles, ¿no se les ocurre algo menos peligroso que treparse allá arriba? Bájensen.
Se me bajan orita mesmo pero ya. Y ellos sólo escupen. Ven. Eso es lo que
quiero decir. Con razón todos se dan por vencidos. Nomás se descuidaron un
segundo cuando Efrencito se rompió los dientes de chivo en el parquímetro, y ni
siquiera evitamos que a Refugia se le quedara atorada la cabeza entre dos
barrotes en la reja de atrás, y nadie levantó la vista hacia el cielo el día
que Ángel Vargas aprendió a volar y cayó del cielo
como dona de azúcar, igualito que estrella fugaz, y explotó en el suelo sin ni
siquiera un «Ay».
Alicia que ve ratones
Cierra los ojos y verás que se van,
le dice su padre, o tú nomás imaginas. Además, la obligación de la mujer es
dormir para que pueda levantarse temprano con la estrella de la tortilla, la
que sale justo al tiempo que te levantas y en el rincón de tus ojos
alcanzas a ver unas patitas traseras que se ocultan detrás del fregadero,
debajo de la bañera de cuatro garras, bajo las duelas hinchadas que nadie
compone. Alicia, huérfana de madre, lamenta que no haya alguien mayor que se
levante a hacer las tortillas para el lonche. Alicia, que de su madre heredó el
rodillo de amasar y lo dormilona, es joven y lista y estudia por primera vez en
la universidad. Toma dos trenes y un autobús, porque no quiere pasar su vida en
una fábrica o tras un rodillo de amasar. Es una buena chica, mi amiga, estudia
toda la noche y ve ratones, los que su padre dice que no existen. No le tiene
miedo a nada, excepto a esas pielecitas de cuatro patas. Y a los papás.
Darius y las nubes
Nunca acabas de llenarte de cielo.
Puedes dormirte y amanecer borracho de cielo, y el cielo puede cuidarte cuando
andas triste. Aquí hay demasiada tristeza y no bastante cielo. También hay
poquitas mariposas, flores y casi todas las cosas que
son bellas. A pesar de eso, hacemos lo mejor con lo que tenemos.
Darius, al que no le gusta la
escuela, el que es estúpido a veces y casi siempre un bufón, hoy dijo algo
sabio, aunque los más de los días se queda callado. Darius, el que persigue a
las niñas con cuetes o con un palo
que tocó una rata y se cree malvado,
hoy señaló hacia arriba porque el mundo estaba lleno de nubes, de las que
parecen almohadas. ¿Ven todos esa nube, la gorda ésa?, dijo Darius, ¿ven eso? ¿Dónde?
La que está al lado de la que parece palomita de maíz. Ésa mera. Mírenla. Es
Dios, dijo Darius. ¿Dios?, preguntó alguien chiquito. Dios, dijo él, y lo hizo
fácil.
Y algunas más
Digo que los esquimales tienen
treinta nombres distintos para la nieve. Lo leí en un libro. Tengo una prima, dice
Rachel, que tiene tres nombres diferentes. Cómo va a haber treinta clases de
nieve diferentes, dice Lucy. Hay dos: la limpia y la sucia. Sólo dos. Hay
millonsísimos, dice Nenny, no hay dos que sean igualitas. Lo único es, ¿cómo
sabes cuál es cuál? Ella tiene tres apellidos y, déjame ver, dos nombres. Uno
en inglés y otro en español... Y las nubes tienen por lo menos diez nombres
diferentes, digo yo. ¿Nombres para las nubes?, pregunta Nenny, ¿nombres como tú
y como yo? Ésa de allí arriba, ésa es cúmulus, y todos miran hacia arriba.
Las cúmulus son bien monas, dice
Rachel. Tenía que decir algo así. ¿Qué es ésa de allá?, pregunta Nenny
apuntando con el dedo. También es cúmulus. Hoy todas son cúmulus. Cúmulus, cúmulus,
cúmulus.
No, dice ella. Ésa de allí es Nancy,
conocida también como Ojo de Puerco. Y más allá su prima Mildred, y Joe y el
chiquito, Marco, Nereida y Sue. Hay toda clase de nubes. ¿Cuántas clases
diferentes de nubes crees que hay? Bueno, para empezar hay ésas que parecen
crema de rasurar. ¿Y las que parecen que les peinaste el pelo? Sí, ésas también
son nubes. Phillis, Ted, Alfredo y Julie...Hay muchas nubes que parecen campos
grandísimos de borreguitos, dice Rachel. Son mis preferidas. Y no olviden las
nubes nimbus de lluvia, digo yo, eso sí que es algo. José y Dagoberto, Alicia, Raúl,
Edna, Alma y Rickey... Y luego está esa nube ancha algodonosa que parece tu
cara cuando despiertas después de haberte dormido con tu ropa puesta. Reynaldo,
Angelo, Albert, Armando, Mario... Mi cara no. Se parece a tu gorda cara, gorda.
Rita, Margie, Ernie... ¿Cara gorda de quién? La carota gorda de Esperanza, esa
mera. Se parece a la cara fea de Esperanza cuando llega a la escuela en la mañana.
Anita, Stella, Dennis y Lolo... ¿A quién le dices fea, fea?Richie, Yolanda, Héctor,
Stevie, Vicente... A ti no, a tu madre. Esa mera. ¿Mi madre? No se te ocurra ni
decir su nombre, Lucy Guerrero. Más te vale no hablar de ese modo... o puedes
irte despidiendo para siempre de ser mi amiga. Digo que tu madre es fea como...
hmmm... ¡Como pies descalzos en septiembre!
¡Basta! Sáquense las dos de mi patio
antes de que llame a mis hermanos. Ay, si nomás estamos jugando.
Se me ocurren treinta palabras
esquimales para ti, Rachel. Treinta palabras que dicen lo que eres. ¿Ah sí?
Bueno, yo puedo pensar en algunas más. Vaya, vaya, Nenny, mejor te traes la
escoba. Hoy hay demasiada basura en nuestro patio. Frankie, Licha, María, Pee
Wee...
Créditos
Sandra
Cisneros, La casa en Mango Street, Periolibros. Traductores Elena Poniatovska y Juan Antonio Ascencio. Edición electrónica por: Freddy Alb. M. L., Sinuhé.
Neiva, Colombia, Febrero de 2005 - Febrero de 2008.
Ilustraciones del post
Sandra Cisneros, dibujo de Rafael Castro López portada
de Periolibros
Dibujo de Casa en Mango Street, Plaza de las palabras
Sandra Cisneros,
foto wikipedia