(25 de marzo de 1925-3 de agosto de 1964)
Plaza
de las palabras, en esta serie dedicada a la escritora norteamericana Flannery O'
connor. Que consta de dos post entradas . El primero
post presenta el cuento más
emblemático y citado, y fiel
representante de su estilo y del realismo
grotesco: “Un hombre bueno es
difícil de encontrar”, de su colección de cuentos del mismo nombre (1955), pero
también se citan y se analizan con frecuencia otros excelentes cuentos como: “La
buena gente del campo”, “El rio”, “Revelación”, “La Espalda de Parker”, “El
pavo”, y el cuento preferido de Flannery
O'connor, y quien confeso que ese cuento
fue el que más le costo escribir. “El
negro artificial”. Aquí presentamos “Un hombre bueno es difícil de
encontrar”, que ejemplifica su
estilo y su temática. Y aun con la dificultad de la traducción sobre todo
por los acentos sureños. Cuento descarnado e implacable, tal era su estilo. En
el diálogo entre El Desequilibrado y la abuela, perfectamente puede ser las
líneas de una escena de teatro. Y uno como testigo ocular: ve, toca y siente la presencia de los personajes
dialogando. El sentido visual era importante en Flannery, como también lo era,
para citar a dos latinoamericanos : los cuentos de Cortázar y Rulfo, en que
el espacio visual y el movimiento de los personajes, son magistrales. En el segundo post, de Plaza delas palabras, se presenta un perfil de la
escritora Flannery O'connor: La
escritora que le enseño a un pollo a caminar hacia atrás, post que también incluye su texto: El arte de escribir cuentos.
Un hombre bueno es difícil de encontrar
Flannery
O`Connor
6307 palabras
La abuela no quería ir a Florida. Quería visitar a
algunos de sus conocidos en el este de Tennessee y no perdía oportunidad para
intentar que Bailey cambiase de opinión. Bailey era el hijo con quien vivía, el
único varón que tuvo. Estaba sentado en el borde de la silla, a la mesa,
reclinado sobre la sección deportiva del Journal.
—Mira esto, Bailey —dijo ella—, mira esto, léelo.
Y se puso en pie, con una mano en la delgada cadera
mientras con la otra golpeaba la cabeza calva de su hijo con el periódico.
—Aquí, ese tipo que s'hace llamar el Desequilibrado
s'ha escapao de la Penitenciaría Federal y se encamina a Florida, lee aquí lo
que hizo a esa gente. Léelo. Yo no llevaría a mis hijos a ninguna parte con un
criminal d'esa calaña suelto por ahí. No podría acallar mi conciencia si lo
hiciera.
Bailey no levantó la cabeza, así que la abuela dio
media vuelta y se dirigió a la madre de los niños, una mujer joven en
pantalones, cuya cara era tan ancha e inocente como un repollo, con un pañuelo
verde atado con dos puntas en lo alto de la cabeza, como orejas de conejo.
Estaba sentada en el sofá, alimentando al bebé con albaricoques que sacaba de
un tarro.
—Los niños y'han estao en Florida —dijo la anciana
señora—. Deberías llevarlos a otro sitio pa variar, así verían otras partes del
mundo y aprenderían otras cosas. Nunca han ido al este de Tennessee.
La madre de los niños no pareció oírla, pero el de
ocho años, John Wesley, un niño robusto con anteojos, dijo:
—Si no quieres ir a Florida, ¿por qué no te quedas en
casa? Él y su hermanita, June Star, estaban leyendo las páginas de
entretenimiento en el suelo.
—No se quedaría en casa aunque la nombraran reina por
un día —dijo June Star sin levantar su cabeza amarilla.
—¿Y qué harían si este hombre, el Desequilibrado, los
agarrara? —preguntó la abuela.
—Le daría un puñetazo en la cara —respondió John
Wesley. —No se quedaría en casa ni por un millón de dólares —afirmó June Star—.
Teme perderse algo. Tiene que ir a donde vayamos.
—Muy bien, señorita —dijo la abuela—. Acuérdate d'eso
la próxima vez que me pidas que te ondule el pelo.
June Star dijo que sus rizos eran naturales.
A la mañana siguiente la abuela fue la primera en
subir al coche, lista para partir. A un costado dispuso su gran bolsa de viaje
negra que parecía la cabeza de un hipopótamo y debajo de ella escondía una
cesta con Pitty Sing, el gato, en el interior. No tenía la menor intención de
dejar solo al gato durante tres días, porque este la echaría mucho de menos y
ella temía que se frotara con la llave del gas y se asfixiara por accidente. A
su hijo, Bailey, no le gustaba llevar un gato a un motel.
Se sentó en el centro del asiento trasero, con John
Wesley y June Star a cada lado. Bailey, la madre de los niños, y el bebé se
sentaron adelante. Y así salieron de Atlanta, a las ocho y cuarenta y cinco,
con el cuentakilómetros del coche en 89.927. La abuela lo anotó, porque pensó
que sería interesante decir cuántos kilómetros habían hecho cuando regresaran.
Tardaron veinte minutos en llegar a las afueras de la ciudad.
La anciana se sentó cómodamente, se quitó los guantes
de algodón y los dejó con su bolso en la repisa de la ventanilla de atrás. La
madre de los niños aún llevaba los pantalones y la cabeza atada con el pañuelo
verde; la abuela, en cambio, llevaba un sombrero de paja azul marino con un
ramillete de violetas blancas en el ala y un vestido azul marino con pequeños
lunares blancos. El cuello y los puños eran de organdí blanco adornado con
encaje, y en el cuello se había prendido un ramillete de violetas de tela de
color púrpura perfumado. En caso de accidente, cualquiera que la viera muerta en
la carretera sabría al instante que era una dama.
Dijo que pensaba que sería un buen día para conducir,
pues no hacía demasiado calor ni demasiado frío, y advirtió a Bailey que el
límite de velocidad era de ochenta kilómetros por hora, que los coches patrulla
se escondían detrás de carteles publicitarios y de pequeños grupos de árboles y
que podían salir disparados en su persecución sin darle tiempo a aminorar la
marcha. Señaló los detalles interesantes del paisaje: la montaña Stone, el
granito azul que en algunos lugares asomaba a ambos lados de la carretera, las
lomas de brillante arcilla roja ligeramente rayadas de púrpura, y las mieses
que trazaban líneas de encaje verde sobre el terreno. Los árboles estaban
llenos de la luz blanca y plateada del sol y hasta los más míseros destellaban.
Los chicos leían tebeos y su madre se había dormido.
—Pasemos Georgia a toda velocidad, así no tendremos
que verla mucho —dijo John Wesley.
—Si yo fuera un niño —dijo la abuela—, no hablaría
d'esa manera de mi estado natal. Tennessee tiene montañas y Georgia, colinas.
—Tennessee n'es más que un muladar lleno de
pueblerinos y Georgia es también un estado asqueroso.
—Tú l'has dicho —dijo June Star.
—En mis tiempos —dijo la abuela entrecruzando los
dedos, delgados y venosos—, los niños tenían más respeto por su estado natal y
por sus padres y por to lo demás. La gente era buena entonces. ¡Oh, mirar qué
negrito más mono! —Y señaló a un niño negro plantado ante la puerta de una
choza—. Qué estampa más bonita, ¿verdá?
Todos se volvieron para mirar al negrito por la luneta
trasera. Él saludó con la mano.
—Ese chico no llevaba pantalones —observó June Star.
—Probablemente no tiene —explicó la abuela—. Los
negritos del campo no tienen las cosas que nosotros tenemos. Si supiera pintar,
pintaría ese cuadro.
Los niños intercambiaron sus historietas.
La abuela se ofreció a tomar al bebé y la madre de los
chicos se lo pasó por encima del asiento delantero. La abuela lo sentó sobre
sus rodillas y le hizo el caballito y le explicó lo que se veía por la
ventanilla. Puso los ojos en blanco, frunció los labios y apretó su cara
delgada y curtida contra la piel blanda y suave. De vez en cuando, el bebé le
dedicaba una sonrisa distraída. Pasaron junto a un vasto campo de algodón con
cinco o seis tumbas en medio, rodeadas de un cerco, como una isla pequeñita.
—¡Mirar el camposanto! —dijo la abuela señalándolo—.
Era el antiguo camposanto de la familia. Pertenecía a la plantación.
—¿Dónde está la plantación? —preguntó John Wesley.
—El viento se la llevó —dijo la abuela—. Ja, ja.
Cuando los chicos terminaron de leer todas las
historietas que habían llevado, abrieron la caja del almuerzo y se lo comieron.
La abuela comió un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una aceituna, y no
permitió que los chicos arrojasen la caja y las servilletas de papel por la
ventanilla. Cuando no tuvieron otra cosa que hacer, se pusieron a jugar;
elegían una nube y los otros tenían que adivinar qué forma sugería. John Wesley
eligió una con forma de vaca y June Star adivinó la vaca y John Wesley dijo:
«No, un coche», y June Star dijo que hacía trampas y comenzaron a pegarse por
encima de la abuela.
La abuela dijo que les contaría un cuento si se
quedaban calladitos. Cuando contaba un cuento, ponía los ojos en blanco, movía
la cabeza y era muy histriónica. Contó que una vez, cuando era jovencita, la
había cortejado un tal señor Edgar Atkins Teagarden, de Jasper, Georgia. Dijo
que era un hombre muy apuesto y un caballero, y que todos los sábados por la
tarde le llevaba una sandía con sus iniciales grabadas, E. A. T. Pues bien, un
sábado por la tarde, el señor Teagarden llevó la sandía y no había nadie en la
casa; la dejó en el porche de entrada y volvió a Jasper en su calesa, pero ella
nunca vio la sandía, explicó, porque un chico negro se la comió cuando vio las
iniciales, E. A. T.: come. A John Wesley le hizo mucha gracia la historia y
reía y reía, pero June Star opinó que no tenía nada de gracioso. Dijo que nunca
se casaría con un hombre que sólo le trajera una sandía los sábados. La abuela
dijo que habría hecho muy bien en casarse con el señor Teagarden, porque era un
caballero y había comprado acciones de Coca-Cola cuando salieron al mercado y
había muerto, hacía unos pocos años, muy rico.
Se detuvieron en The Tower para tomar unos bocadillos
calientes. The Tower era una gasolinera y sala de baile, en parte de estuco y
en parte de madera, en un claro en las afueras de Timothy. Lo regentaba un
hombre gordo llamado Red Sammy Butts, y había letreros aquí y allá sobre el
edificio y a lo largo de varios kilómetros de la carretera que rezaban:
PRUEBA LA FAMOSA BARBACOA DE RED SAMMY. ¡NADA IGUALA
AL FAMOSO RED SAMMY! EL GORDO DE LA SONRISA FELIZ. ¡UN VETERANO! ¡RED SAMMY ES
EL HOMBRE QUE NECESITAS!
Red Sammy estaba tendido en el suelo fuera de The
Tower con la cabeza bajo una camioneta, mientras un mono gris de unos treinta
centímetros de altura, encadenado a un árbol del paraíso pequeño, chillaba
cerca. El mono saltó hacia el arbolito y se encaramó a la rama más alta apenas
vio a los chicos apearse del coche y correr hacia él.
El interior de The Tower era una larga habitación
oscura con una barra en un extremo y mesas en el otro y una pista de baile en
medio. Todos se sentaron a una mesa cerca de la máquina de discos y la esposa
de Red Sam, una mujer alta y bronceada con ojos y cabellos más claros que la
piel, llegó y tomó nota de lo que querían. La madre de los chicos insertó una
moneda en la máquina y se pudo escuchar el «Vals de Tennessee», y la abuela
dijo que esa melodía siempre le daba ganas de bailar. Preguntó a Bailey si
quería bailar, pero él tan sólo la miró. No era de natural alegre como ella y
los viajes lo ponían nervioso. Los ojos marrones de la abuela resplandecían.
Movió la cabeza de un lado a otro e hizo como si bailara en la silla. June Star
dijo que pusieran algo para que ella pudiera bailar claqué. Entonces la madre
de los niños metió otra moneda y eligió una pieza más movida; June Star saltó a
la pista de baile y bailó el claqué de costumbre.
—¡Qué graciosa! —exclamó la mujer de Red Sam,
inclinada sobre la barra—. ¿Te gustaría quedarte aquí y ser mi pequeñita?
—Claro que no —contestó June Star—. No viviría en un
lugar medio en ruinas como este ni por un millón de dólares. Y salió corriendo
hacia la mesa.
—¡Qué graciosa! —repitió la mujer, estirando la boca
con amabilidad.
—¿No te da vergüenza? —susurró la abuela.
Red Sam entró y le dijo a su mujer que dejara de
holgazanear en la barra y que se apresurara a servir a esa gente. Los
pantalones caquis le llegaban hasta las caderas y la barriga le caía sobre
ellos como un saco de comida bamboleante bajo la camisa. Se acercó y se sentó a
una mesa cercana; emitió una mezcla de suspiro y gritito en falsete.
—No hay manera. No hay manera —dijo, y se secó la cara
sudorosa y roja con un pañuelo gris—. En estos tiempos que corren, no se sabe
en quién confiar. ¿No es verdá?
—Desde luego, la gente ya no es como antes —sentenció
la abuela.
—La semana pasada vinieron aquí dos tipos —explicó Red
Sammy— que conducían un Chrysler. Un coche muy baqueteado pero bueno, y los
muchachos me parecieron decentes. Dijeron que trabajaban en el molino y ¿saben
que les permití poner en la cuenta la gasolina que compraron? ¿Por qué hice yo
semejante cosa?
—¡Porque usté es un hombre bueno! —contestó de
inmediato la abuela.
—Bueno, supongo que es así —dijo Red Sammy como si su
respuesta lo hubiera dejado atónito.
La mujer sirvió lo que habían pedido. Llevaba los
cinco platos al mismo tiempo sin usar bandeja, dos en cada mano y uno en equilibrio
sobre el brazo.
—No hay una sola alma en este mundo de Dios en la que
se pueda confiar —dijo—. Y yo no excluyo a nadie de la lista, a nadie —afirmó
mirando a Red Sammy.
—¿Han leído algo sobre ese criminal, el
Desequilibrado, que se escapó? —preguntó la abuela.
—No me sorprendería na que llegase a atacar este lugar
—dijo la mujer—. Si oye lo qu'hay aquí, no me sorprendería verlo. Si se entera
de que hay dos centavos en la caja, no me sorprendería que...
—Basta —dijo Red Sam—. Trae las Coca-Colas a esta
gente. Y la mujer se retiró a buscar el resto del pedido.
—Un hombre bueno es difícil d'encontrar —dijo Red
Sammy—. Las cosas s'están poniendo cada vez más feas. Yo m'acuerdo de qu'antes
podías salir sin echar el cerrojo a la puerta. Eso s'acabó.
Él y la abuela hablaron de tiempos mejores. La anciana
dijo que en su opinión Europa tenía la culpa de la situación actual. Dijo que
por la manera en que actuaba Europa se podía llegar a pensar que estábamos
hechos de dinero, y Red Sammy dijo que no valía la pena hablar de eso y que
tenía toda la razón. Los chicos salieron corriendo a la luz blanca del sol y
observaron al mono encadenado al árbol. Estaba entretenido quitándose pulgas y
las mordía una a una como si se tratase de un bocado exquisito.
De nuevo partieron en la tarde calurosa. La abuela
dormitaba y se despertaba a cada rato con sus propios ronquidos. En las afueras
de Toombsboro se despertó y se acordó de una vieja plantación que había
visitado en los alrededores una vez, cuando era joven. Dijo que la mansión
tenía seis columnas blancas en el frente y que había una avenida de robles que
conducía hasta la casa y dos pequeñas glorietas con enrejado de madera donde te
sentabas con tu pretendiente después de pasear por el jardín. Recordaba con
exactitud por qué carretera había que doblar para llegar allí. Sabía que Bailey
no estaría dispuesto a perder el tiempo viendo una casa vieja, pero cuanto más
hablaba de ella más ganas tenía de volver a verla y comprobar si las dos
pequeñas glorietas seguían en pie.
—Había un panel secreto en la casa —afirmó
astutamente, sin decir la verdad pero deseando que lo fuera—, y se contaba que
toda la plata de la familia estaba escondida allí cuando llegó Sherman, pero
nunca la encontraron...
—¡Eeeh! —dijo John Wesley—. ¡Vamos a verlo!
¡L'encontraremos nosotros! ¡Lo registraremos to y l'encontraremos! ¿Quién vive
allí? ¿Dónde hay que girar? Eh, papá, ¿no podemos girar allí?
—¡Nunca hemos visto una casa con un panel secreto!
—chilló June Star—. ¡Vayamos a la casa con el panel secreto! Eh, papá, ¿no
podemos ir a ver la casa con el panel secreto?
—No está lejos d'aquí, lo sé —aseguró la abuela—. No
tardaríamos más de veinte minutos.
Bailey miraba al frente. Tenía la mandíbula tan rígida
como la herradura de un caballo.
—No —dijo.
Los chicos comenzaron a alborotar y a gritar que
querían ver la casa con el panel secreto. John Wesley la emprendió a patadas
contra el respaldo del asiento delantero, y June Star se colgó del hombro de su
madre y le gimoteó desesperada al oído que nunca se divertían, ni siquiera en
vacaciones, que nunca les dejaban hacer lo que querían. El bebé empezó a llorar
y John Wesley pateó el respaldo del asiento con tal fuerza que su padre notó
los golpes en los riñones.
—¡Muy bien! —gritó, y aminoró la marcha hasta parar a
un costado de la carretera—. ¿Quieren cerrar la boca? ¿Quieren cerrar la boca
un minuto? Si no se callan, no iremos a ningún lado.
—Sería muy educativo pa ellos —murmuró la abuela.
—Muy bien —dijo Bailey—, pero métanse esto en la
cabeza: es la única vez que vamos a parar por algo así. La primera y la última.
—El camino de tierra donde debes doblar queda dos
kilómetros atrás —observó la abuela—. Lo vi cuando lo pasamos.
—Un camino de tierra —gruñó Bailey.
Después de dar la vuelta en dirección al camino de
tierra, la abuela recordó otros detalles de la casa, el hermoso vidrio sobre la
puerta de entrada y la lámpara de velas en el recibidor. John Wesley dijo que
el panel secreto probablemente estaría en la chimenea.
—No se puede entrar en esa casa —dijo Bailey—. No
sabemos quién vive allí.
—Mientras ustedes hablan con la gente delante de la
casa, yo correré hacia la parte d'atrás y entraré por una ventana —propuso John
Wesley.
—Nos quedaremos todos en el coche —dijo la madre.
Doblaron por el camino de tierra y el coche avanzó a
tropezones en un remolino de polvo colorado. La abuela recordó los tiempos en
que no había carreteras pavimentadas y hacer cincuenta kilómetros representaba
un día de viaje. El camino de tierra era abrupto y súbitamente se encontraban
con charcos y curvas cerradas en terraplenes peligrosos. Tan pronto se hallaban
en lo alto de una colina, desde donde se dominaban las copas azules de los
árboles que se extendían a lo largo de kilómetros, como en una depresión rojiza
dominada por los árboles cubiertos de una capa de polvillo.
—Mejor será que aparezca ese lugar antes de un minuto
—dijo Bailey—, o daré la vuelta.
Daba la impresión de que nadie había pasado por aquel
camino desde hacía meses.
—No falta mucho —comentó la abuela, y apenas lo hubo
dicho cuando tuvo un pensamiento horrible. Le produjo tal vergüenza que la cara
se le puso colorada y se le dilataron las pupilas y sus pies dieron un salto,
de modo que movieron la bolsa de viaje en el rincón. En el momento en que se
movió la bolsa, el periódico que había colocado sobre la cesta se levantó con
un maullido y Pitty Sing, el gato, saltó sobre el hombro de Bailey.
Los chicos cayeron al suelo y su madre, con el bebé en
brazos, salió disparada por la portezuela y se desplomó en la tierra; la vieja
dama se vio arrojada hacia el asiento delantero. El automóvil dio una vuelta y
aterrizó sobre el costado derecho, en una zanja al lado del camino. Bailey se
quedó en el asiento del conductor con el gato —de rayas grises, cara blanca y
hocico naranja— todavía agarrado al cuello como una oruga.
Tan pronto como los chicos se dieron cuenta de que
podían mover los brazos y las piernas, salieron arrastrándose del coche y
gritaron: «¡Hemos tenío un accidente!». La abuela estaba hecha un ovillo bajo
el salpicadero y esperaba estar tan malherida que la furia de Bailey no cayera
sobre ella. El pensamiento terrible que había tenido antes del accidente era
que la casa que recordaba tan vívidamente, no estaba en Georgia, sino en
Tennessee.
Bailey se quitó el gato del cuello con las manos y lo
arrojó por la ventanilla contra el tronco de un pino. Luego salió del coche y
empezó a buscar a la madre de los chicos. Estaba sentada en la cuneta, con el
chico, que no paraba de llorar, en brazos, pero solo había sufrido un corte en
la cara y tenía un hombro roto. «¡Hemos tenío un accidente!», gritaban los
chicos en un delirio de felicidad.
—Pero nadie se ha muerto —señaló june Star con cierta
desilusión, mientras la abuela salía rengueando del coche, con el sombrero
todavía prendido a la cabeza pero el encaje delantero roto y levantado en un
airoso ángulo y el ramito de violetas caído a un costado.
Se sentaron todos en la cuneta, excepto los chicos,
para recobrarse de la conmoción. Estaban todos temblando.
—Tal vez pase algún coche —dijo la madre de los niños
con voz ronca.
—Creo que m'hecho daño en algún órgano —comentó la
abuela apretándose el costado, pero nadie le prestó atención.
A Bailey le castañeteaban los dientes. Llevaba una
camisa amarilla de sport, con un estampado de loros en un azul vivo y tenía la
cara tan amarilla como la camisa. La abuela decidió no comentar que la casa en
cuestión estaba en Tennessee.
La carretera quedaba unos tres metros más arriba y
sólo podían ver las copas de los árboles al otro lado. Detrás de la cuneta
donde estaban sentados había más árboles, altos, oscuros y graves. A los pocos
minutos divisaron un coche a cierta distancia, en lo alto de una colina;
avanzaba lentamente como si sus ocupantes los estuvieran observando. La abuela
se puso en pie y agitó los brazos dramáticamente para atraer su atención. El
automóvil continuó avanzando con lentitud, desapareció en un recodo y volvió a
aparecer, rodando aún más despacio, sobre la colina por la que ellos habían
pasado. Era un vehículo grande y baqueteado, parecido a un coche fúnebre. Había
tres hombres dentro.
Se detuvo justo a su lado y durante unos minutos el
conductor miró fija e inexpresivamente hacía donde estaban sentados, sin decir
palabra. Luego volvió la cabeza, susurró algo a los otros dos y se apearon. Uno
era un muchacho gordo con pantalones negros y una sudadera roja con un semental
plateado estampado delante. Caminó, se colocó a la derecha del grupo y se quedó
mirándolos con la boca entreabierta en una floja sonrisa burlona. El otro
llevaba pantalones color caqui, una chaqueta de rayas azules y un sombrero gris
echado hacia delante que le tapaba casi toda la cara. Se acercó despacio por la
izquierda. Ninguno de los dos habló.
El conductor salió del coche y se quedó junto a él
mirándolos. Era mayor que los otros. Su pelo empezaba a encanecer y llevaba
unas gafas con montura plateada que le daban aspecto académico. Tenía el rostro
largo y arrugado, y no llevaba camisa ni camiseta. Vestía unos tejanos que le
quedaban demasiado ajustados y llevaba en la mano un sombrero y una pistola.
Los dos muchachos llevaban pistolas.
—¡Hemos tenío un accidente! —gritaron los niños.
La abuela tuvo la extraña sensación de que conocía al
hombre de las gafas. Le sonaba tanto su cara que era como si le hubiera
conocido de toda la vida, pero no lograba recordar quién era. Él se alejó del
coche y empezó a bajar por el terraplén dando los pasos con sumo cuidado para
no resbalar. Calzaba zapatos blancos y marrones y no llevaba calcetines; sus
tobillos eran flacos y rojos.
—Buenas tardes —dijo—. Veo que han tenío un accidente
de na.
—¡Hemos dao dos vueltas de campana! —dijo la abuela.
—Una —corrigió él—. Lo hemos visto. Hiram, prueba el
coche a ver si funciona —indicó en voz baja al muchacho del sombrero gris.
—¿Pa qué lleva esa pistola? —preguntó John Wesley—.
¿Qué va hacer con ella?
—Señora —dijo el hombre a la madre de los chicos—, ¿le
importaría decirles a esos chicos que se sienten a su lao? Los niños me ponen nervioso.
Quiero que se queden sentados juntos.
—¿Quién es usté pa decirnos lo que debemos hacer?
—preguntó June Star.
Detrás de ellos, la línea de los árboles se abrió como
una oscura boca.
—Vengan aquí —dijo la madre.
—Verá usted —dijo Bailey de pronto—, estamos en un
apuro. Estamos en...
La abuela soltó un chillido. Se levantó trabajosamente
y lo miró de hito en hito.
—¡Usté es el Desequilibrado! ¡Lo he reconocío na más
verlo!
—Sí, señora —dijo el hombre, que sonrió levemente como
si estuviera satisfecho a pesar de que lo hubieran reconocido—, pero habría
sido mejor pa todos ustedes, señora, que no me hubiese reconocío.
Bailey volvió la cabeza bruscamente y dijo a su madre
algo que dejó atónitos hasta a los niños. La anciana se echó a llorar y el
Desequilibrado se ruborizó.
—Señora —dijo—, no se disguste. A veces un hombre dice
cosas que no piensa. No creo qu'haya querido hablarle d'esa manera.
—Tú no dispararías a una dama, ¿verdá? —dijo la
abuela, que se sacó un pañuelo limpio del puño y empezó a secarse los ojos.
El Desequilibrado clavó la punta del zapato en el
suelo, hizo un pequeño hoyo y luego lo tapó de nuevo.
—No me gustaría na tener qu'hacerlo.
—Escucha —dijo la abuela casi a gritos—, sé qu'eres un
buen hombre. No pareces tener la misma sangre que los demás. ¡Sé que debes de
venir d'una buena familia!
—Sí, señora —afirmó él—, la mejor del mundo. —Cuando
sonreía mostraba una hilera de fuertes dientes blancos—. Dios nunca creó a una
mujer mejor que mi madre, y papá tenía un corazón d'oro puro.
El muchacho de la sudadera roja se había colocado
detrás de ellos con la pistola en la cadera. El Desequilibrado se acuclilló.
—Vigila a los niños, Bobby Lee —dijo—. Sabes que me
ponen nervioso.
Miró a los seis apiñados ante él y dio la impresión de
estar incómodo, como si no se le ocurriera qué decir.
—No hay ni una nube en el cielo —comentó alzando la
vista—. No se ve el sol, pero tampoco hay nubes.
—Sí, es un día hermoso —dijo la abuela—. Escucha, no
te tendrías que apodar el Desequilibrado, porque yo sé que en el fondo eres un
hombre bueno. Con solo mirarte ya me doy cuenta.
—¡Calla! —gritó Bailey—. ¡Calla! ¡Cállense todos y
déjenme a mí arreglar esto! —Estaba en cuclillas como un atleta a punto de
iniciar la carrera, pero no se movió.
—Muchas gracias, señora —dijo el Desequilibrado, y
dibujó un circulito con la culata de la pistola.
—Tardaremos una media hora en arreglar el coche —avisó
Hiram mirando por encima del capó abierto.
—Bueno, primero tú y Bobby Lee lleven a él y al niño
allá —dijo el Desequilibrado señalando a Bailey y a John Wesley—. Los muchachos
quieren preguntarle algo —explicó a Bailey—. ¿Le importaría acompañarlos hasta
el bosque?
—Escuche —comenzó Bailey—, ¡estamos en un gran
aprieto! Nadie se da cuenta de lo qu'es esto. —Y se le quebró la voz. Tenía los
ojos tan azules y brillantes como los loros de su camisa, y se quedó
absolutamente inmóvil.
La abuela levantó la mano para ponerse bien el ala del
sombrero como si fuera al bosque con él, pero se le desprendió entre los dedos.
Se quedó mirándola y después de un segundo la dejó caer al suelo. Hiram levantó
a Bailey tomándolo del brazo como si estuviera ayudando a un anciano. John
Wesley agarró la mano de su padre y Bobby Lee se colocó detrás de ellos. Se
encaminaron hacia el bosque y, cuando llegaron al borde oscuro, Bailey se dio
la vuelta y, apoyándose contra el tronco gris y pelado de un pino, gritó:
—¡Estaré de vuelta en un minuto, espérame, mamá!
—¡Vuelve ahora mismo! —exclamó la abuela, pero todos
desaparecieron en el bosque—. ¡Bailey, hijo! —gritó con voz trágica, pero se
encontró con que estaba mirando al Desequilibrado, que estaba acuclillado
delante de ella—. Sé muy bien qu'eres un hombre bueno —le dijo con
desesperación—. ¡No eres una persona corriente!
—No, no soy un hombre bueno —repuso el Desequilibrado
un instante después, como si hubiera considerado su afirmación con sumo
cuidado—, pero tampoco soy lo peor del mundo. Mi viejo decía que yo era un
perro de raza diferente de la de mis hermanos y hermanas. «Mira —decía mi
viejo—, hay algunos que pueden vivir toa su vida sin preguntarse por qué y
otros que tienen que saber el porqué, y este muchacho es d'estos últimos. ¡Va
estar en to!»
Se puso el sombrero y súbitamente alzó la mirada y la
dirigió hacia el bosque como si de nuevo se sintiera incómodo.
—Perdonen qu'esté sin camisa delante de ustedes,
señoras —añadió encorvando un poco los hombros—. Enterramos la ropa que
teníamos cuando escapamos y nos apañamos con lo que tenemos hasta que
consigamos algo mejor. Esta ropa nos la prestaron unos tipos que encontramos.
—No pasa na —observó la abuela—. Tal vez Bailey tenga
otra camisa en su maleta.
—Luego la buscaré —dijo el Desequilibrado.
—¿Adónde se lo están llevando? —gritó la madre de los
niños.
—Papá era un gran tipo —dijo el Desequilibrado—. No
había quien l'engañara. Pero nunca tuvo problemas con las autoridades. Tenía
l'habilidá de saber tratarlos.
—Tú podrías ser honrado si te lo propusieras —afirmó
la abuela—. Piensa en lo bonito que sería establecerse en algún sitio y vivir
cómodamente sin que nadie t'estuviera persiguiendo to el tiempo.
El Desequilibrado escarbaba en el suelo con la culata
de la pistola como si estuviera reflexionando sobre estas palabras.
—Sí, siempre hay alguien persiguiéndote —murmuró.
La abuela reparó en cuán delgados eran sus omóplatos
detrás del sombrero, porque estaba de pie y lo miraba desde arriba.
—¿Rezas alguna vez? —preguntó.
Él negó con la cabeza. Ella sólo vio cómo el sombrero
negro se movía entre sus omóplatos.
—No.
Sonó un disparo de pistola en el bosque, seguido de
inmediato por otro. Luego, silencio. La cabeza de la anciana dio una sacudida.
Oyó cómo el viento se movía entre las copas de los árboles como una larga
inspiración satisfecha.
—¡Bailey, hijo! —gritó.
—Durante un tiempo fui cantante de gospel —explicó el
Desequilibrado—. He sido casi to. Serví en el Ejército de Tierra y en la
Marina, aquí y en el extranjero. Me casé dos veces, trabajé de sepulturero,
trabajé en los ferrocarriles, aré la madre tierra, presencié un tornado, una
vez vi quemar vivo un hombre. —Y miró a la madre de los chicos y a la niña, que
estaban sentadas muy juntas, con la cara blanca y los ojos vidriosos—. Hasta he
visto azotar a una mujer.
—Reza, reza —empezó a repetir la abuela—, reza,
reza...
—No era un chico malo por lo que recuerdo —prosiguió
el Desequilibrado con voz casi soñadora—, pero en algún momento hice algo malo
y m'enviaron a la penitenciaría. M'enterraron vivo.
Miró hacia arriba y mantuvo la atención de la abuela
con una mirada fija.
—Fue entonces cuando deberías haber comenzado a rezar
—dijo ella—. ¿Qu'hiciste pa que te enviaran a la penitenciaría la primera vez?
—Doblabas a la derecha y había una pared —explicó el
Desequilibrado con la mirada alzada hacia el cielo sin nubes—. Doblabas a la
izquierda y había una pared. Mirabas arriba y estaba el techo, mirabas abajo y
estaba el suelo. Olvidé lo qu'había hecho, señora. Me quedaba sentado allí
tratando de recordar lo qu'había hecho y, hasta el día de hoy, no lo recuerdo.
De vez en cuando pensaba que lo recordaría, pero no fue así.
—Tal vez t'encerraron por error —apuntó la anciana.
—No —dijo él—. No hubo error. Había pruebas contra mí. —Tal vez robaste algo.
El Desequilibrado soltó una risita burlona.
—Nadie tenía na que yo quisiese. Un jefe de médicos de
la penitenciaría dijo que lo que yo había hecho fue matar a mi padre, pero sé
que es mentira. Mi viejo murió en mil novecientos diecinueve de la epidemia de
gripe y yo nunca tuve na que ver con eso. L'enterraron en el cementerio de la
iglesia baptista de Mount Hopewell y usté puede ir y verlo por sí misma.
—Si rezaras —dijo la anciana—, Cristo te ayudaría.
—Así es.
—Entonces, ¿por qué no rezas? —preguntó ella,
temblando de súbita alegría.
—No quiero ninguna ayuda. Solo, las cosas me van bien.
Bobby Lee y Hiram regresaron del bosque con paso
lento. Bobby Lee arrastraba una camisa amarilla con loros azules estampados.
—Tírame esa camisa, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado.
La camisa llegó volando, aterrizó en su hombro y se la
puso. La abuela no podía pensar en lo que le hacía recordar esa camisa.
—No, señora —prosiguió el Desequilibrado mientras se
abrochaba los botones—, comprendí que el delito da igual. Puedes hacer una cosa
o hacer otra, matar a un hombre o quitarle una rueda del coche, porque tarde o
temprano t'olvidas de lo qu'has hecho y simplemente te castigan por ello.
La madre de los chicos comenzó a emitir sonidos
entrecortados, como si no pudiese respirar.
—Señora —dijo él—, ¿podrían usted y la pequeña
acompañar a Hiram y a Bobby Lee hasta donde está su esposo?
—Sí, gracias —dijo la madre débilmente. Su brazo
izquierdo colgaba inútil, y llevaba al bebé, que se había quedado dormido, en
el otro.
—Ayuda a la señora, Hiram —dijo el Desequilibrado,
cuando ella trataba penosamente de subir por la zanja—. Y tú, Bobby Lee, toma a
la pequeña de la mano.
—No quiero que me dé la mano —replicó June Star—.
Parece un cerdo.
El muchacho gordo se ruborizó y se rió, la tomó de la
mano y tiró de ella hacia el bosque detrás de Hiram y la madre.
Sola con el Desequilibrado, la abuela se dio cuenta de
que había perdido la voz. No había una sola nube en el cielo, y tampoco sol. No
había nada a su alrededor excepto el bosque. Quiso decirle que debía orar.
Abrió y cerró la boca varias veces antes de que saliera algo. Finalmente se
encontró a sí misma diciendo: «Jesús, Jesús». Quería decir «Jesús t'ayudará»,
pero de la manera en que lo decía era como si estuviera maldiciendo.
—Sí, señora —dijo el Desequilibrado como si le
estuviera dando la razón. Jesús rompió el equilibrio de todo. Le ocurrió lo
mismo que mí, salvo que Él no había cometido ningún crimen y en mi caso
pudieron probar que yo había cometido uno porque tenían los documentos contra
mí. Por supuesto, nunca me mostraron los papeles. Por eso ahora pongo la firma.
Dije hace mucho tiempo: te consigues una firma y firmas to lo qu'haces y te
quedas con una copia. Entonces sabrás lo qu'has hecho y podrás contraponer el
delito con el castigo y ver si se corresponden y al final tendrás algo pa
probar que no t'han tratao como debían. Me hago llamar el Desequilibrado porque
no puedo hacer que las cosas malas que he hecho se correspondan con lo que he
soportao durante`l castigo.
Se oyó un grito desgarrador en el bosque, seguido de
inmediato por un disparo.
—¿Le parece bien a usté, señora, que a uno le
castiguen mucho y a otro no le castiguen na?
—¡Jesús! —gritó la anciana—. ¡Tienes buena sangre! ¡Yo
sé que no dispararías a una dama! ¡Sé que vienes d'una familia buena! ¡Reza!
Por Dios, no deberías disparar a una dama. ¡Te daré to el dinero que tengo!
—Señora —repuso el Desequilibrado mirando hacia el
bosque—, nunca ha habido un cadáver que diera una propina al sepulturero.
Se oyeron otros dos disparos y la abuela levantó la
cabeza como un viejo pavo sediento pidiendo agua y gritó: «¡Bailey, hijo,
Bailey, hijo!», como si fuera a partírsele el corazón.
—Jesús es el único qu'ha resucitao a los muertos
—continuó el Desequilibrado—, y no tendría qu'haberlo hecho. Rompió el
equilibrio de to. Si Él hacía lo que decía, entonces sólo te queda dejarlo to y
seguirlo, y si no lo hacía, entonces sólo te queda disfrutar de los pocos
minutos que tienes de la mejor manera posible, matando a alguien o quemándole
la casa o haciéndole alguna otra maldad. No hay placer, sino maldad —dijo, y su
voz casi se había transformado en un gruñido.
—Tal vez no resucitó a los muertos —murmuró la
anciana, sin saber lo que estaba diciendo y sintiéndose tan mareada que se dejó
caer en la zanja sobre las piernas cruzadas.
—Yo no estaba allí, así que no puedo decir que no lo
hizo —repuso el Desequilibrado—. Ojalá hubiera estado allí —añadió golpeando el
suelo con el puño—. No está bien que no estuviera allí, porque d'haber estao
allí yo sabría. Escuche, señora —añadió alzando la voz—, d'haber estao allí, yo
sabría y no sería como soy ahora.
Su voz parecía a punto de quebrarse y la cabeza de la
abuela se aclaró por un instante. Vio la cara del hombre contraída cerca de la
suya como si estuviera a punto de llorar, y entonces murmuró:
—¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de mis hijos!
Tendió la mano y lo tocó en el hombro. El
Desequilibrado saltó hacia atrás como si le hubiera mordido una serpiente y le
disparó tres veces en el pecho. Luego dejó la pistola en el suelo, se quitó las
gafas y se puso a limpiarlas.
Hiram y Bobby Lee regresaron del bosque y se
detuvieron junto a la cuneta para observar a la abuela, que estaba medio
sentada, y medio tendida en un charco de sangre, con las piernas cruzadas como
las de un niño, y su rostro sonreía al cielo sin nubes.
Sin las gafas, los ojos del Desequilibrado estaban
bordeados de rojo y tenían una mirada pálida e indefensa.
—Llévensela y déjenla donde dejaron a los otros —dijo,
y tomó al gato, que se estaba refregando contra su pierna.
—Era una charlatana —dijo Bobby Lee, y bajó a la zanja
cantando.
—Habría sido una buena mujer —dijo el Desequilibrado—
si hubiera tenío a alguien cerca que le disparara cada minuto de su vida.
—¡Pequeña diversión! —dijo Bobby Lee.
—Cállate, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado—. No hay
verdadero placer en la vida.
Créditos
Cuento Un
hombre bueno es difícil de encontrar. Ediciones DeBolsillo. Blog La maquina del Tiempo. Tambien se pueden encontrar cuentos de Flannery Oconnor en Ciudad Seva y Literatura.us
Fotografías
Fotografía
de Flannery O'connor New Georgia Encyclopedia. Flannery O'Connor (1925-1964). Original
entry by Sarah Gordon, Georgia College and State University, 07/10/2002
Fotografía Carro y carretera, Georgia 1950. Images
Getty
Fotografia
de portada de cuentos completos Catholic Pundit Wannabe DECEMBER.Peacock
Memories: Flannery O'Connor and the King of the Birds TUESDAY, DECEMBER 29, 2015.