Plaza de las palabras en su sección Cuentos presenta a Francis Scott Key Fitzgerald,. «Escritor estadunidense, (Saint Paul, 24 de septiembre de 1896-Hollywood, 21 de diciembre de 1940), fue un novelista y escritor estadounidense, ampliamente conocido como uno de los mejores autores estadounidenses del siglo XX, cuyos trabajos son paradigmáticos de la era del jazz. Fitzgerald es considerado miembro de la Generación Perdida de los años veinte. Escribió cinco novelas: El gran Gatsby, Suave es la noche, A este lado del paraíso, Hermosos y malditos y The Love of the Last Tycoon que aunque sin terminar, fue publicada tras su muerte. Escribió también múltiples historias cortas, muchas de las cuales tratan sobre la juventud y las promesas, la edad y la desesperación.» (1)
Hemos seleccionado el relato Regresoa Babilonia, originalmente publicado en
« (Saturday Evening
Post, 21 de febrero de 1931) es uno de los cinco mejores relatos de Fitzgerald.
Como sus mejores narraciones, era intensamente personal, pues expresaba sus
emociones, sus impresiones sobre el alcoholismo, el derrumbamiento psíquico de su
mujer y sus responsabilidades para con su hija. Forma pareja con Un viaje al
extranjero, otro relato que considera los efectos de la expatriación y del
dinero que no se gana, sino que se hereda, sobre el carácter de los
norteamericanos. Aunque Fitzgerald revisó Regreso a Babilonia para incluirlo en
el libro Taps at Reveille, no resolvió algunos desajustes en la cronología y
algún detalle sin importancia.» (2)
Francis Scott Fitzgerald. El ultimo romantico de la era del jazz
Un fiel representante de los alegres años 20s, la era
del jazz como el mismo la llamo o parte intgrante de la Generación Perdida como
los llamo Gertude Stein. Debuto a los 24 años con un a novela que fue todo un
éxito Al este del Paraiso (1920).
Pero su mas grande obra es El gran Gatsby,
(1925), novela que le deparo comentarios criticos favorables de escritores como
T.S.Elliot, E.Hemingway y J.D.Salinger. Pero ademas de novelista fue un
consumado cuentista, escribiendo para
revistas emblematicas y de moda. Quiza su perfil de cuentista ha sdo opacado
por el enorme exotp de su novela El gran
Gatsby.
Pero aunque sus cuentos sean menos conocidos algunos
de ellos alcanzan la solidez de los cuentos de Hemingway. Regreso a Babilonia,
uno de sus cuentos mas representativos y considerado una de sus mejores narraciones
cortas, junto a otros cuentos frecuentemente mencionados y
comentados: El extraño caso de Benjamin Button, El diamante tan grande como el
Ritz, Un viaje al extranjero, A tu edad, Regreso
a Babilonia. Para Harold Bloom este ultimo cuento es su mejor cuento
solo comparable a su novela El Gran Gatsby.
Cuento equilibrado con un fuerte acento autobiografico, en algun momento nos recuerda
pasajes de obras futuras de J.D.Salinger, autor que en un momento, llego a
afirmar que ara el sucesor de Scott Fitzgerald.
El cuento Regreso
a Babilonia, ubicado en el Paris de los 30s, un retorno al paris de la
franchatela ahora con un cambio actitud, el personaje Charlie se vueleve mas
responsable e idealiza su situacion. Cuento
sobrio y equilibrado, en que retrata un aspecto muy intimo y autografico de su vida,
al rememorar los tiempos alegres de su
estadia en Paris, los años 20s y cotejarla
con la situacion actual de los años 30s
: mas personal y familiar. Los criticos
le decian ese que era su mejor cuento pero el se negaba aceptar u opinar porque
estaba muy metido en el tema. No obstante, una vez dijo que su mejor cuento era
Un pirata en la costa.Fitzgerald mas conocido por su gran novela El gran Gatsby, y qu segun algunos
criticos ha sido, desde su inicio mal intrpretada. Llevada al éxito en varias
versiones filmicas por Hollywood. Novela que deja de tener copyright este 2021.
Regreso a Babilonia
7632 palabras
Francis Scott Fitzgerald
I.
—¿Y
dónde está el señor Campbell? —preguntó Charlie.
—Se ha ido a Suiza. El señor Campbell está muy
enfermo, señor Wales.
—Lamento saberlo. ¿Y George Hardt? —preguntó Charlie.
—Ha vuelto a América, a trabajar.
—¿Y qué ha sido del Pájaro de las Nieves?
—Estuvo aquí la semana pasada. De todas maneras, su
amigo, el señor Schaeffer, está en París.
Dos nombres conocidos entre la larga lista de hacía
año y medio. Charlie garabateó una dirección en su agenda y arrancó la página.
—Si ve al señor Schaeffer, déle esto —dijo—. Es la
dirección de mi cuñado. Todavía no tengo hotel.
La verdad es que no sentía demasiada decepción por
encontrar París tan vacío. Pero el silencio en el bar del Hotel Ritz resultaba
extraño, portentoso. Ya no era un bar americano: Charlie lo encontraba
demasiado encopetado: ya no se sentía allí como en su casa. El bar había vuelto
a ser francés. Había notado el silencio desde el momento en que se apeó del
taxi y vio al portero, que a aquellas horas solía estar inmerso en una
actividad frenética, charlando con un chasseur
junto a la puerta de servicio. En el pasillo sólo oyó una voz aburrida en los
aseos de señoras, en otro tiempo tan ruidosos. Y cuando entró en el bar,
recorrió los siete metros de alfombra verde con los ojos fijos, mirando al
frente, según una vieja costumbre; y luego, con el pie firmemente apoyado en la
base de la barra del bar, se volvió y examinó la sala, y sólo encontró en un
rincón una mirada que abandonó un instante la lectura del periódico. Charlie
preguntó por el jefe de camareros, Paul, que en los últimos días en que la
Bolsa seguía subiendo iba al trabajo en un automóvil fuera de serie, fabricado
por encargo, aunque lo dejaba, con el debido tacto, en una esquina cercana.
Pero aquel día Paul estaba en su casa de campo, y fue Alix el que le dio toda
la información.
—Bueno, ya está bien —dijo Charlie—, voy a tomarme las
cosas con calma.
Alix lo felicitó:
—Hace un par de años iba a toda velocidad.
—Todavía
aguanto perfectamente —aseguró Charlie—. Llevo aguantando
un año y medio.
—¿Qué le parece la situación en Estados Unidos?
—Llevo meses sin ir a América. Tengo negocios en
Praga, donde represento a un par de firmas. Allí no me
conocen.
Alix sonrió.
—¿Recuerda la noche de la despedida de soltero de
George Hardt? —dijo Charlie—. Por cierto, ¿qué ha sido de Claude Fessenden?
Alix bajó la voz, confidencial:
—Está en París, pero ya no viene por aquí. Paul no se
lo permite. Ha acumulado una deuda de treinta mil francos, cargando en su
cuenta todas las bebidas y comidas y, casi a diario, también las cenas de más
de un año. Y, cuando Paul le pidió por fin que pagara, le dio un cheque sin
fondos.
Alix movió la cabeza con aire triste.
—No lo entiendo: era un verdadero dandy. Y ahora está
hinchado, abotargado... —dibujó con las manos una gorda manzana.
Charlie observó a un estridente grupo de homosexuales
que se sentaban en un rincón.
«Nada les afecta», pensó. «Las acciones suben y bajan,
la gente haraganea o trabaja, pero ésos siguen como siempre.»
El bar lo oprimía. Pidió los dados
y se jugó con Alix la copa.
—¿Estará mucho tiempo en París, señor Wales?
—He
venido a pasar cuatro o cinco días, para ver a mi hija.
—¡Ah! ¿Tiene una hija?
En la calle los anuncios luminosos rojos, azul de gas
o verde fantasma fulguraban turbiamente entre la lluvia tranquila. Se acababa
la tarde y había un gran movimiento en las calles. Los bistros relucían. En la esquina del Boulevard
des Capucines tomó un taxi. La Place de la Concorde apareció ante su vista
majestuosamente rosa; cruzaron el lógico Sena, y Charlie sintió la imprevista
atmósfera provinciana de la Rive Gauche.
Le pidió al taxista que se dirigiera a la Avenue de
L'Opéra, que quedaba fuera de su camino. Pero quería ver cómo la hora azul se
extendía sobre la fachada magnífica, e imaginar que las bocinas de los taxis,
tocando sin fin los primeros compases de La plus que lent, eran las
trompetas del Segundo Imperio. Estaban echando las persianas metálicas de la
librería Brentano, y ya había gente cenando tras el seto elegante y
pequeño-burgués del restaurante Duval. Nunca había comido en París en un
restaurante verdaderamente barato: una cena de cinco platos, cuatro francos y
medio, vino incluido. Por alguna extraña razón deseó haberlo hecho.
Mientras seguían recorriendo la Rive Gauche, con
aquella sensación de provincianismo imprevisto, pensaba: «Para mí esta ciudad
está perdida para siempre, y yo mismo la eché a perder. No me daba cuenta, pero
los días pasaban sin parar, uno tras otro, y así pasaron dos años, y todo había
pasado, hasta yo mismo».
Tenía treinta y cinco años y buen aspecto. Una
profunda arruga entre los ojos moderaba la expresividad irlandesa de su cara.
Cuando tocó el timbre en casa de su cuñada, en la Rué Palatine, la arruga se
hizo más profunda y las cejas se curvaron hacia abajo; tenía un pellizco en el
estómago. Tras la criada que abrió la puerta surgió una adorable chiquilla de
nueve años que gritó: «¡Papaíto!», y se arrojó, agitándose como un pez, entre
sus brazos. Lo obligó a volver la cabeza, cogiéndolo de una oreja, y pegó su
mejilla a la suya.
—Mi cielo —dijo Charlie.
—¡Papaíto,
papaíto, papaíto, papi!
La niña lo llevó al salón, donde esperaba la familia,
un chico y una chica de la edad de su hija, su cuñada y el marido. Saludó a
Marion, intentando controlar el tono de la voz para evitar tanto un fingido
entusiasmo como una nota de desagrado, pero la respuesta de ella fue más
sinceramente tibia, aunque atenuó su expresión de inalterable desconfianza
dirigiendo su atención hacia la hija de Charlie. Los dos hombres se dieron la
mano amistosamente y Lincoln Peters dejó un momento la mano en el hombro de
Charlie.
La habitación era cálida, agradablemente americana.
Los tres niños se sentían cómodos, jugando en los pasillos amarillos que
llevaban a las otras habitaciones; la alegría de las seis de la tarde se
revelaba en el crepitar del fuego y en el trajín típicamente francés de la
cocina. Pero Charlie no conseguía serenarse; tenía el corazón en vilo, aunque
su hija le transmitía tranquilidad, confianza, cuando de vez en cuando se le
acercaba, llevando en brazos la muñeca que él le había traído.
—La verdad es que perfectamente —dijo, respondiendo a
una pregunta de Lincoln—. Hay cantidad de negocios que no marchan, pero a
nosotros nos va mejor que nunca. En realidad, maravillosamente bien. El mes que
viene llegará mi hermana de América para ocuparse de la casa. El año pasado
tuve más ingresos que cuando era rico. Ya sabéis, los checos...
Alardeaba con un propósito preciso; pero, un momento
después, al adivinar cierta impaciencia en la mirada de Lincoln, cambió <áe
tema:
—Tenéis unos niños estupendos, muy bien educados.
—Honoria también es una niña estupenda.
Marion Peters volvió de la cocina. Era una mujer alta,
de mirada inquieta, que en otro tiempo había poseído una belleza fresca,
americana. Charlie nunca había sido sensible a sus encantos y siempre se
sorprendía cuando la gente hablaba de lo guapa que había sido.
Desde el principio los dos habían sentido una mutua e
instintiva antipatía.
—¿Cómo
has encontrado a Honoria? —preguntó Marion.
—Maravillosa. Me ha dejado asombrado lo que ha crecido
en diez meses. Los tres niños tienen muy buen aspecto.
—Hace un año que no llamamos al médico. ¿Cómo te
sientes al volver a París?
—Me extraña mucho que haya tan pocos americanos.
—Yo estoy encantada —dijo Marion con vehemencia—.
Ahora por lo menos puedes entrar en las tiendas sin que den por sentado que
eres millonario. Lo hemos pasado mal, como todo el mundo, pero en conjunto
ahora estamos muchísimo mejor.
—Pero, mientras duró, fue estupendo —dijo Charlie—.
Éramos una especie de realeza, casi infalible, con una especie de halo mágico.
Esta tarde, en el bar —titubeó, al darse cuenta de su error—, no había nadie,
nadie conocido.
Marion lo miró fijamente.
—Creía que ya habías tenido bares de sobra.
—Sólo he estado un momento. Sólo tomo una copa por las
tardes, y se acabó.
—¿No quieres un cóctel antes de la cena? —preguntó
Lincoln.
—Sólo tomo una copa por las tardes, y por hoy ya está
bien.
—Espero que te dure —dijo Marion.
La frialdad con que habló demostraba hasta qué punto
le desagradaba Charlie, que se limitó a sonreír. Tenía planes más importantes.
La extraordinaria agresividad de Marion le daba cierta ventaja, y podía
esperar. Quería que fueran ellos los primeros en hablar del asunto que, como
sabían perfectamente, lo había llevado a París.
Durante la cena no terminó de decidir si Honoria se
parecía más a él o a su madre. Sería una suerte si no se combinaban en ella los
rasgos de ambos que los habían llevado al desastre. Se apoderó de Charlie un
profundo deseo de protegerla. Creía saber lo que tenía que hacer por ella.
Creía en el carácter; quería retroceder una generación entera y volver a confiar
en el carácter como un elemento eternamente valioso. Todo lo demás se
estropeaba.
Se fue enseguida, después de la cena, pero no para
volver a casa. Tenía curiosidad por ver París de noche con ojos más perspicaces
y sensatos que los de otro tiempo. Fue al Casino y vio a Josephine Baker y sus
arabescos de chocolate.
Una hora después abandonó el espectáculo y fue dando
un paseo hacia Montmartre, subiendo por Rué Pigalle, hasta la Place Blanche.
Había dejado de llover y alguna gente en traje de noche se apeaba de los taxis
ante los cabarés, y había cocones que hacían la calle, solas o en pareja, y
muchos negros. Pasó ante una puerta iluminada de la que salía música y se
detuvo con una sensación de familiaridad; era el Bricktop, donde se había
dejado tantas horas y tanto dinero. Unas puertas más abajo descubrió otro de sus
antiguos puntos de encuentro e imprudentemente se asomó al interior. De pronto
una orquesta entusiasta empezó a tocar, una pareja de bailarines profesionales
se puso en movimiento y un maître d’hôtel se le echó encima, gritando:
—¡Está empezando ahora mismo, señor!
Pero Charlie se apartó inmediatamente.
«Tendría que estar como una cuba», pensó.
El Zelli estaba cerrado; sobre los inhóspitos y
siniestros hoteles baratos de los alrededores reinaba la oscuridad; en la Rué
Blanche había más luz y un público local y locuaz, francés. La Cueva del Poeta
había desaparecido, pero las dos inmensas fauces del Café del Cielo y el Café
del Infierno seguían bostezando; incluso devoraron, mientras Charlie miraba, el
exiguo contenido de un autobús de turistas: un alemán, un japonés y una pareja
norteamericana que se quedaron mirándolo con ojos de espanto.
Y a esto se limitaba el esfuerzo y el ingenio de
Montmartre. Toda la industria del vicio y la disipación había sido reducida a
upa escala absolutamente infantil, y de repente Charlie entendió el significado
de la palabra «disipado»: disiparse en el aire; hacer que algo se convierta en
nada. En las primeras horas de la madrugada ir de un lugar a otro supone un
enorme esfuerzo, y cada vez se paga más por el privilegio de moverse cada vez
con mayor lentitud.
Se acordaba de los billetes de mil francos que había
dado a una orquesta para que tocara cierta canción, de los billetes de cien
francos arrojados a un portero para que llamara a un taxi.
Pero
no había sido a cambio de nada.
Aquellos
billetes, incluso las cantidades más disparatadamente despilfarradas, habían
sido una ofrenda al destino, para que le concediera el don de no poder recordar
las cosas más dignas de ser recordadas, las cosas que ahora recordaría siempre:
haber perdido la custodia de su hija; la huida de su mujer, para acabar en una
tumba en Vermont.
A la luz que salía de una brasserie una mujer
le dijo algo. Charlie la invitó a huevos y café, y luego, evitando su mirada
amistosa, le dio un billete de veinte francos y cogió un taxi para volver al
hotel.
II.
Se despertó en un día espléndido de otoño: un día de
partido de fútbol. El abatimiento del día anterior había desaparecido, y ahora
le gustaba la gente de la calle. Al mediodía estaba sentado con Honoria en Le
Grand Vatel, el único restaurante que no le recordaba cenas con champán y
largos almuerzos que empezaban a las dos y terminaban en crepúsculos nublados y
confusos.
—¿No quieres verdura? ¿No deberías comer un poco de
verdura?
—Sí, sí.
—Hay épinards y chou-fleur, zanahorias y
haricots.
—Prefiero chou-fleur.
—¿No
prefieres mezclarla con otra verdura?
—Es que en el almuerzo sólo tomo una verdura.
El camarero fingía sentir una extraordinaria pasión
por los niños.
—Qu'elle est mignonne la petite? Elle parle exactement
comme une Française.
—¿Y de postre? ¿O esperamos?
El
camarero desapareció. Honoria miró a su padre con expectación.
—¿Qué vamos a hacer hoy?
—Primero iremos a la juguetería de la Rué Saint-Honoré
y compraremos lo que quieras. Luego iremos al vodevil, en el Empire.
La niña titubeó.
—Me gustaría ir al vodevil, pero no a la juguetería.
—¿Por qué no?
—Porque ya me has traído esta muñeca —se había llevado
la muñeca al restaurante. Y ya tengo muchos juguetes. Y ya no
somos ricos, ¿no?
—Nunca
hemos sido ricos. Pero hoy puedes comprarte lo que quieras.
—Muy bien —asintió la niña, resignada.
Cuando tenía a su madre y a una niñera francesa,
Charlie solía ser más severo; ahora se exigía mucho más a sí mismo, procuraba
ser más tolerante; tenía que ser padre y madre a la vez y ser capaz de entender
a su hija en todos los aspectos.
—Me gustaría conocerte —dijo con gravedad—. Permítame
primero que me presente. Soy Charles J. Wales, de Praga.
—¡Papá! —no podía aguantar la risa.
—¿Y quién es usted, si es tan amable? —continuó, y la
niña aceptó su papel inmediatamente:
—Honoria Wales, Rué Palatine, París.
—¿Casada
o soltera?
—No,
no estoy casada. Soltera.
Charlie señaló la muñeca.
—Pero,
madame, tiene usted una hija.
No queriendo desheredar a la pobre muñeca, se la
acercó al corazón y buscó una respuesta:
—Estuve casada, pero mi marido ha muerto.
Charlie se apresuró a continuar:
—¿Cómo se llama la niña?
—Simone. Es el nombre de mi mejor amiga del colegio.
—Estoy muy contento de que te vaya tan bien en el
colegio.
—Este mes he sido la tercera de la clase —alardeó—.
Elsie —era su prima— sólo es la dieciocho y Richard casi es el último de la
clase.
—Quieres a Richard y Elsie, ¿verdad?
—Sí. A Richard lo quiero mucho y a Elsie también.
Con cautela y sin darle mucha importancia Charlie
preguntó:
—¿Y a quién quieres más, a tía Marion o a tío Lincoln?
—Ah, creo que a tío Lincoln.
Cada vez era más consciente de la presencia de su
hija. Al entrar al restaurante los había acompañado un murmullo: «...adorable»,
y ahora la gente de la mesa de al lado, cada vez que interrumpían sus
conversaciones, estaba pendiente de ella, observándola como a un ser que no
tuviera más conciencia que una flor.
—¿Por qué no vivo contigo? —preguntó Honoria de
repente—. ¿Porque mamá ha muerto?
—Debes quedarte aquí y aprender mejor el francés. A mí
me hubiera sido muy difícil cuidarte tan bien como aquí.
—La verdad es que ya no necesito que me cuiden. Hago las
cosas sola.
A la salida del restaurante, un hombre y una mujer lo
saludaron inesperadamente.
—¡Pero si es el amigo Wales!
—¡Hombre! Lorraine... Dunc...
Eran fantasmas que surgían del pasado: Duncan
Schaeffer, Un amigo de la universidad. Lorraine Quarrles, una preciosa, pálida
fubia de treinta años; una más de la pandilla que lo había ayudado a convertir
los meses en días en los pródigos tiempos de hacía tres años.
—Mi marido no ha podido venir este año —dijo Lorraine,
respondiéndole a Charlie—. Somos más pobres que las ratas. Así que me manda
doscientos dólares al mes y dice que me las arregle como pueda... ¿Es tu hija?
—¿Por qué no te sientas un rato con nosotros en el
restaurante? —preguntó Duncan.
—No
puedo.
Se
alegraba de tener una excusa. Seguía notando el atractivo apasionado,
provocador, de Lorraine, pero ahora Charlie se movía a otro ritmo.
—¿Y
si quedamos para cenar? —preguntó Lorraine.
—Tengo
una cita. Dadme vuestra dirección y ya os llamaré.
—Charlie, tengo la completa seguridad de que estás
sobrio —dijo Lorraine solemnemente—. Estoy segura de que está sobrio, Dunc, te
lo digo de verdad. Pellízcalo para ver si está sobrio.
Charlie señaló a Honoria con la cabeza. Lorraine y
Dunc se echaron a reír.
—¿Cuál es tu dirección? —preguntó Duncan, escéptico.
Charlie titubeó; no quería decirles el nombre de su
hotel.
—Todavía
no tengo dirección fija. Ya os llamaré. Vamos al vodevil, al Empire.
—¡Estupendo! Lo mismo que yo pensaba hacer —dijo
Lorraine—. Tengo ganas de ver payasos, acróbatas y malabaristas. Es lo que
vamos a hacer, Dunc.
—Antes tenemos que hacer un recado —dijo Charlie—. A lo
mejor os vemos en el teatro.
—Muy bien. Estás hecho un auténtico esnob... Adiós,
guapísima.
—Adiós.
Honoria,
muy educada, hizo una reverencia.
Había sido un encuentro desagradable. Charlie les caía
simpático porque trabajaba, porque era serio; lo buscaban porque ahora tenía
más fuerza que ellos, porque en cierta medida querían alimentarse de su
fortaleza.
En el'Empire, Honoria se negó orgullosamente a
sentarse sobre el abrigo doblado de su padre. Era ya una persona, con su propio
código, y a Charlie le obsesionaba cada vez más el deseo de inculcarle algo
suyo antes de que su personalidad cristalizara completamente. Pero era
imposible intentar conocerla en tan poco tiempo.
En el entreacto se encontraron con Duncan y Lorraine
en la sala de espera, donde tocaba una orquesta.
—¿Tomamos una copa?
—Muy bien, pero no en la barra. Busquemos una mesa.
—El padre perfecto.
Mientras oía, un poco distraído, a Lorraine, Charlie
observó cómo la mirada de Honoria se apartaba de la mesa, y la siguió
pensativamente por el salón, preguntándose qué estaría mirando. Se encontraron
sus miradas, y Honoria sonrió.
—Está buena la limonada —dijo.
¿Qué había dicho? ¿Qué se esperaba él? Mientras
volvían a casa en un taxi la abrazó, para que su cabeza descansara en su pecho.
—¿Te acuerdas de mamá?
—Algunas veces —contestó vagamente.
—No quiero que la olvides. ¿Tienes alguna foto suya?
—Sí, creo que sí. De todas formas, tía Marion tiene
una. ¿Por qué no quieres que la olvide?
—Porque te quería mucho.
—Yo también la quería.
Callaron un momento.
—Papá, quiero vivir contigo —dijo de pronto.
A Charlie le dio un vuelco el corazón; así era como
quería que ocurrieran las cosas.
—¿Es que no estás contenta?
—Sí, pero a ti te quiero más que a nadie. Y tú me
quieres a mí más que a nadie, ¿verdad?, ahora que mamá ha muerto.
—Claro que sí. Pero no siempre me querrás a mí más que
a nadie, cariño. Crecerás y conocerás a alguien de tu edad y te casarás con él
y te olvidarás de que alguna vez tuviste un papá.
—Sí, es verdad —asintió, muy tranquila.
Charlie no entró en la casa. Volvería a las nueve, y
quería mantenerse despejado para lo que debía decirles.
—Cuando estés ya en casa, asómate a esa ventana.
—Muy bien. Adiós, papá, papaíto.
Esperó a oscuras en la calle hasta que apareció,
cálida y luminosa, en la ventana y lanzó a la noche un beso con la punta de los
dedos.
III.
Lo
estaban esperando. Marion, sentada junto a la bandeja del café, vestía un
elegante y majestuoso traje negro, que casi hacía pensar en el luto. Lincoln no
dejaba de pasearse por la habitación con la animación de quien ya lleva un buen
rato hablando. Deseaban
tanto como Charlie abordar el asunto. Charlie lo sacó
a colación casi inmediatamente:
—Me figuro que sabéis por qué he venido a veros, por
qué he venido a París.
Marion jugaba con las estrellas negras de su collar, y
frunció el ceño.
—Tengo verdaderas ganas de tener una casa —continuó—.
Y tengo verdaderas ganas de que Honoria viva conmigo. Aprecio mucho que, por
amor a su madre, os hayáis ocupado de Honoria, pero las cosas han cambiado...
—titubeó y continuó con mayor decisión—, han cambiado radicalmente en lo que a
mí respecta, y quisiera pediros que reconsideréis el asunto. Sería una tontería
negar que durante tres años he sido un insensato...
Marion lo miraba con una expresión de dureza.
—...pero
todo eso se ha acabado. Como os he dicho, hace un año que sólo bebo una copa
al día, y esa copa me la tomo deliberadamente, para que la idea del alcohol no
cobre en mi imaginación una importancia que no tiene. ¿Me entendéis?
—No
—dijo Marion sucintamente.
—Es una especie de artimaña, un truco que me hago a mí
mismo, para no olvidar la medida de las cosas.
—Te entiendo —dijo Lincoln—. No quieres que el alcohol sea una obsesión.
—Algo
así. A veces se me olvida y no bebo. Pero procuro beber una copa al día. De
todas maneras, en mi situación, no puedo permitirme beber. Las firmas a las que represento están más que satisfechas con mi
trabajo, y quiero traerme a mi hermana desde Burlington para que se ocupe de la
casa, y sobre todas las cosas quiero que Honoria viva conmigo. Sabéis que,
incluso cuando su madre y yo no nos llevábamos bien, jamás permitimos que nada
de lo que sucedía afectara a Honoria. Sé que me quiere y sé que soy capaz de
cuidarla y... Bueno,
ya os lo he dicho todo. ¿Qué pensáis?
Sabía que ahora le tocaba recibir los golpes. Podía
durar una o dos horas, y sería difícil, pero si modulaba su resentimiento
inevitable y lo convertía en la actitud sumisa del pecador arrepentido, podría
imponer por fin su punto de vista.
«Domínate», se decía a sí mismo. «No quieres que te
perdonen. Quieres a Honoria.»
Lincoln fue el primero en responderle:
—Llevamos hablando de este asunto desde que recibimos
tu carta el mes pasado. Estamos muy contentos de que Honoria viva con nosotros.
Es una criatura adorable, y nos alegra mucho poder ayudarla, pero, claro está,
ya sé que ése no es el problema...
Marion lo interrumpió súbitamente.
—¿Cuánto tiempo aguantarás sin beber, Charlie?
—preguntó.
—Espero que siempre.
—¿Y qué crédito se les puede dar a esas palabras?
—Sabéis que nunca había bebido demasiado hasta que
dejé los negocios y me vine aquí sin nada que hacer. Luego Helen y yo
empezamos a salir con...
—Por
favor, no metas a Helen en esto. No soporto que
hables de ella así.
Charlie la miró severamente; nunca había estado muy
seguro de hasta qué punto se habían apreciado las dos hermanas cuando Helen
vivía.
—Me dediqué a beber un año y medio poco más o menos:
desde que llegamos hasta que... me derrumbé.
—Mucho es.
—Mucho
es —asintió.
—Lo hago sólo por Helen —dijo Marion—. Intento pensar
qué le gustaría que hiciera. Te lo digo de verdad, desde la noche en que
hiciste aquello tan horrible dejaste de existir para mí. No puedo
evitarlo. Era mi hermana.
—Ya lo sé.
—Cuando se estaba muriendo, me pidió que me ocupara de
Honoria. Si entonces no hubieras estado internado en un sanatorio, las cosas
hubieran sido más fáciles.
Charlie
no respondió.
—Jamás
podré olvidar la mañana en que Helen llamó a mi puerta, empapada hasta los
huesos y tiritando, y me dijo que habías echado la llave y no la habías dejado
entrar.
Charlie apretaba con fuerza los brazos del sillón.
Estaba siendo más difícil de lo que se había esperado. Hubiera querido
protestar, demorarse en largas explicaciones, pero sólo dijo:
—La noche en que le cerré la puerta...
Y Marion lo interrumpió:
—No
pienso volver a hablar de eso.
Tras un momento de silencio Lincoln dijo:
—Nos estamos saliendo del tema. Quieres que Marion
renuncie a su derecho a la custodia y te entregue a Honoria. Yo creo que lo
importante es si puede confiar en ti o no.
—Comprendo a Marion —dijo Charlie despacio—, pero creo
que puede tener absoluta confianza en mí. Mi reputación era intachable hasta
hace tres años. Claro está que puedo fallar en cualquier momento, es humano.
Pero si esperamos más tiempo perdería la niñez de Honoria y la oportunidad de
tener un hogar —negó con la cabeza—. Perdería a Honoria, ni más ni menos, ¿no
os dais cuenta?
—Sí, te entiendo —dijo Lincoln.
—¿Y por qué no pensaste antes en estas cosas?
—preguntó Marion.
—Me figuro que alguna vez pensaría en estas cosas, de
cuando en cuando, pero Helen y yo nos llevábamos fatal. Cuando acepté
concederle la custodia de la niña, yo no me podía mover del sanatorio, estaba
hundido, y la Bolsa me había dejado en la ruina. Sabía que me había portado mal
y hubiera aceptado cualquier cosa con tal de devolverle la paz a Helen. Pero
ahora es distinto. Estoy trabajando, estoy de puta madre, así que...
—Te agradecería que no utilizaras ese lenguaje en mi
presencia.
La miró, estupefacto. Cada vez que Marion hablaba, la
fuerza de su antipatía hacia él era más evidente. Con su miedo a la vida había
construido un muro que ahora levantaba frente a Charlie. Aquel reproche
insignificante quizá fuera consecuencia de algún problema que hubiera tenido
con la cocinera aquella tarde. La posibilidad de dejar a Honoria en aquella
atmósfera de hostilidad hacia él le resultaba cada vez más preocupante. Antes o
después saldría a relucir, en alguna frase, en un gesto con la cabeza, y algo
de aquella desconfianza arraigaría irrevocablemente en Honoria. Pero procuró
que su cara no revelase sus emociones, guardárselas; había obtenido cierta
ventaja, porque Lincoln se dio cuenta de lo absurdo de la observación de Marion
y le preguntó despreocupadamente desde cuándo la molestaban expresiones como
«de puta madre».
—Otra cosa —dijo Charlie—: estoy en condiciones de
asegurarle ciertas ventajas. Contrataré para la casa de Praga a una institutriz
francesa. He
alquilado un apartamento nuevo.
Dejó de hablar: se daba cuenta de que había metido la
pata. Era imposible que aceptaran con ecuanimidad el hecho de que él ganara de
nuevo más del doble que ellos.
—Supongo que puedes ofrecerle más lujos que nosotros
—dijo Marion—. Cuando te dedicabas a tirar el dinero, nosotros vivíamos mirando
por cada moneda de diez francos... Y supongo que volverás a hacer lo mismo.
—No,
no. He aprendido. Tú sabes que trabajé con todas mis fuerzas diez años,
hasta que tuve suerte en la Bolsa, como tantos. Una suerte inmensa. No parecía
que tuviera mucho sentido seguir trabajando, así que lo dejé. No se repetirá.
Hubo un largo silencio. Todos tenían los nervios en
tensión, y por primera vez desde hacía un año Charlie sintió ganas de beber.
Ahora estaba seguro de que Lincoln Peters quería que él tuviera a su hija.
De repente Marion se estremeció; una parte de ella se
daba cuenta de que ahora Charlie tenía los pies en la tierra, y su instinto de
madre reconocía que su deseo era natural; pero había vivido mucho tiempo con un
prejuicio: un prejuicio basado en una extraña desconfianza en la posibilidad de
que su hermana fuera feliz, y que, después de una noche terrible, se había
transformado en odio contra Charlie. Todo había sucedido en un periodo de su
vida en el que, entre el desánimo de la falta de salud y las circunstancias
adversas, necesitaba creer en una maldad y un malvado tangibles.
—Me es imposible pensar de otra manera —gritó de
repente—. No sé hasta qué punto eres responsable de la muerte de Helen. Es algo
que tendrás que arreglar con tu propia conciencia.
Charlie sintió una punzada de dolor, como una
corriente eléctrica; estuvo a punto de levantarse, y una palabra impronunciable
resonó en su garganta. Se dominó un instante, un instante más.
—Ya está bien —dijo Lincoln, incómodo—. Yo nunca he
pensado que tú fueras responsable.
—Helen murió de una enfermedad cardiaca —dijo Charlie,
sin fuerzas.
—Sí, una enfermedad cardiaca —dijo Marion, como si
aquella frase tuviera para ella otro significado.
Entonces, en el instante vacío, insípido, que siguió a
su arrebato, Marion vio con claridad que Charlie había conseguido dominar la
situación. Miró a su marido y comprendió que no podía esperar su ayuda, y, de
pronto, como si el asunto no tuviera ninguna importancia, tiró la toalla.
—Haz lo que te parezca —exclamó levantándose de
pronto—. Es tu hija. No soy nadie para interponerme en tu camino. Creo que si
fuera mi hija preferiría verla... —consiguió frenarse—. Decididlo
vosotros. No aguanto más. Me siento mal. Me voy a la
cama.
Salió casi corriendo de la habitación, y un momento
después Lincoln dijo:
—Ha sido un día muy difícil para ella. Ya sabes lo testaruda
que es... —parecía pedir excusas—: cuando a una mujer se le mete una idea en la
cabeza...
—Claro.
—Todo irá bien. Creo que sabe que ahora tú puedes
mantener a la niña, así que no tenemos derecho a interponernos en tu camino ni
en el de Honoria.
—Gracias, Lincoln.
—Será mejor que vaya a ver cómo está Marion.
—Me voy ya.
Todavía temblaba cuando llegó a la calle, pero el
paseo por la Rué Bonaparte hasta el Sena lo tranquilizó, y, al cruzar el río,
siempre nuevo a la luz de las farolas de los muelles, se sintió lleno de
júbilo. Pero, ya en su habitación, no podía dormirse. La imagen de Helen lo
obsesionaba. Helen, a la que tanto había querido, hasta que los dos habían
empezado a abusar de su amor insensatamente, a hacerlo trizas. En aquella
terrible noche de febrero que Marion recordaba tan vivamente, una lenta pelea
se había demorado durante horas. Recordaba la escena en el Florida, y que,
cuando intentó llevarla a casa, Helen había besado al joven Webb, que estaba en
otra mesa; y recordaba lo que Helen le había dicho, histérica. Cuando volvió a
casa solo, desquiciado, furioso, cerró la puerta con llave. ¿Cómo hubiera
podido imaginar que ella llegaría una hora más tarde, sola, y que caería una
nevada, y que Helen vagabundearía por ahí en zapatos de baile, demasiado
confundida para encontrar un taxi? Y recordaba las consecuencias: que Helen se
recuperara milagrosamente de una neumonía, y todo el horror que aquello trajo
consigo. Se reconciliaron, pero aquello fue el principio del fin, y Marion, que
lo había visto todo con sus propios ojos e imaginaba que aquélla sólo había
sido una de las muchas escenas del martirio de su hermana, nunca lo olvidó.
Los recuerdos le devolvieron a Helen, y, en la luz
blanca y suave que cuando empieza a amanecer rodea poco a poco a quien está
medio dormido, se dio cuenta de que volvía a hablar con ella. Helen le decía
que tenía razón en el problema de Honoria y que quería que Honoria viviera con
él. Dijo que se alegraba de que estuviera bien, de que le fuera bien. Le dijo
muchas cosas más, amistosas, pero estaba sentada en un columpio, vestida de
blanco, y cada vez se balanceaba más, cada vez más deprisa, así que al final no
pudo oír con claridad lo que Helen decía.
IV.
Se despertó sintiéndose feliz. El mundo volvía
a abrirle las puertas. Hizo planes, imaginó un futuro para Honoria y para él,
y de repente se sintió triste, al recordar los planes que había hecho con
Helen. Helen
no había planeado morir. Lo importante era el presente: el trabajo, alguien a
quien querer. Pero no querer demasiado, pues conocía el daño que un padre puede
hacerle a una hija, o una madre a un hijo, si los quiere demasiado: más tarde,
ya en el mundo, el hijo buscaría en su pareja la misma ternura ciega y, al no
poder encontrarla, se rebelaría contra el amor y la vida.
Volvía a hacer un día espléndido, vivificador. Llamó a
Lincoln Peters al banco donde trabajaba y le preguntó si Honoria podría
acompañarlo cuando regresara a Praga. Lincoln estuvo de acuerdo en que no había
ninguna razón para aplazar las cosas. Quedaba una cuestión: el derecho a la
custodia. Marion quería conservarlo durante algún tiempo. Estaba muy preocupada
con aquel asunto, y se sentiría más tranquila si supiera que la situación
seguía bajo su control un año más. Charlie aceptó: lo único que quería era a la
niña, tangible y visible.
También estaba la cuestión de la institutriz. Charlie
pasó un buen rato en una agencia sombría hablando con una bearnesa malhumorada
y con una tetuda campesina bretona, a ninguna de las cuales hubiera podido
soportar. Había otras candidatas a quienes vería al día siguiente.
Comió con Lincoln Peters en el Griffon, intentando
dominar su alegría.
—No
hay nada comparable a un hijo —dijo Lincoln—. Pero tú
comprendes cómo se siente Marion.
—Ya no se acuerda de todo lo que trabajé durante siete
años en América —dijo Charlie—. Sólo recuerda una noche.
—Eso es distinto —titubeó Lincoln—. Mientras tú y
Helen derrochabais dinero por toda Europa, nosotros luchábamos por salir
adelante. No he sido ni remotamente rico, nunca he ganado lo suficiente para
permitirme algo más que un seguro de vida. Yo creo que Marion pensaba que
aquello era una especie de injusticia... Tú ni siquiera trabajabas entonces y
cada vez eras más rico.
—El dinero se fue tan rápido como vino —dijo Charlie.
—Sí, y mucho fue a parar a manos de los chasseurs y los saxofonistas y los maîtres
d'hôtel... Bueno, se acabó la gran fiesta. Te he dicho esto para explicarte
cómo se siente Marion después de estos años de locura. Si pasas un momento por
casa a eso de las seis, antes de que Marion esté demasiado cansada, acordaremos
los últimos detalles sin ningún problema.
De vuelta al hotel, Charlie encontró unpneumatique que
le habían enviado desde el bar del Ritz, donde Charlie había dejado su
dirección para un antiguo amigo.
«Querido Charlie:
«Estabas tan raro cuando nos vimos el otro día, que me
pregunté si había hecho algo que pudiera molestarte. Si es así, no me
he dado cuenta. La verdad es que me he acordado mucho de ti durante el
año pasado, y siempre he abrigado la esperanza de que nos viéramos de nuevo
cuando yo volviera a París. Lo pasamos muy bien en aquella primavera
disparatada, como aquella noche en que tú y yo robamos la bicicleta de reparto
del carnicero, y aquella vez que intentamos hablar por teléfono con el
presidente, cuando usabas bombín y bastón. Todos parecen haber envejecido
últimamente, pero yo no me siento ni un día más vieja. ¿No podríamos vernos
hoy, aunque sólo sea un rato, en honor de aquellos viejos tiempos? Ahora tengo
una resaca miserable. Pero me sentiré mucho mejor esta tarde, y te esperaré a
eso de las cinco en el Ritz, antro de explotación. «Siempre tuya,
»Lorraine»
La primera sensación de Charlie fue de espanto:
espanto de haber robado, ya en edad madura, una bicicleta de reparto para
pedalear, con Lorraine a bordo, por la plaza de L'Étoile, de madrugada. Al
recordarlo, parecía una pesadilla. Haberle cerrado la puerta a Helen no
armonizaba con ningún otro episodio de su vida, pero el incidente de la bicicleta,
sí: sólo era uno entre muchos. ¿Cuántas semanas o meses de disipación habían
sido necesarios para llegar a ese punto de absoluta irresponsabilidad?
Intentó recordar qué le había parecido Lorraine
entonces: muy atractiva; a Helen le molestaba, aunque no dijera nada. Hacía
veinticuatro horas, en el restaurante, Lorraine le había parecido vulgar,
ajada, estropeada. No tenía ninguna, ninguna gana de verla, y se alegraba de
que Alix no le hubiera dado la dirección de su hotel. Y era un consuelo pensar
en Honoria, imaginar domingos dedicados a ella, y darle los buenos días y saber
que pasaba la noche en casa y respiraba en la oscuridad.
A las cinco tomó un taxi y compró regalos para la
familia Peters: una graciosa muñeca de trapo, una caja de soldados romanos,
flores para Marion, pañuelos de hilo para Lincoln.
Cuando llegó al apartamento, comprendió que Marion
había aceptado lo inevitable. Lo recibió como si fuera un pariente díscolo, más
que una amenaza ajena a la familia. Honoria sabía ya que se iba con su padre, y
Charlie disfrutó al ver cómo, con tacto, la niña procuraba disimular su alegría
excesiva. Sólo sentada en sus rodillas le dijo en voz baja lo contenta que
estaba y le preguntó, antes de volver con los otros niños, cuándo se irían.
Marion y Charlie se quedaron solos un instante y,
dejándose llevar por un impulso, él se atrevió a decirle:
—Las peleas de familia son muy desagradables. No
respetan ninguna regla. No son como el dolor ni las heridas: son más bien como
llagas que no se curan porque les falta tejido para hacerlo. Me gustaría que tú
y yo nos lleváramos mejor.
—Es difícil olvidar ciertas cosas —contestó Marion—.
Es cuestión de confianza —Charlie no contestó y Marion preguntó entonces—:
¿Cuándo piensas llevártela?
—Tan pronto como encuentre una institutriz. Pasado
mañana, espero.
—No,
es imposible. Tengo que prepararle sus cosas. Antes del sábado es
imposible.
Charlie cedió. Lincoln, que acababa de volver a la
habitación, le ofreció una copa.
—Bueno,
me tomaré mi whisky diario.
Se notaba el calor, era un hogar, gente reunida junto
al fuego. Los niños se sentían seguros e importantes; la madre y el padre eran
serios, vigilaban. Tenían cosas importantes que hacer por sus hijos, mucho más
importantes que su visita. Una cucharada de medicina era, después de todo, más
importante que sus tensas relaciones con Marion. Ni Marion ni Lincoln eran
estúpidos, pero estaban demasiado condicionados por la vida y las
circunstancias. Charlie se preguntó si no podría hacer algo para librar a
Lincoln de la rutina del banco.
Sonó un largo timbrazo: llamaban a la puerta. La bonne
à tout faire atravesó la habitación y desapareció en el pasillo. Abrió la
puerta después de que volviera a sonar el timbre, y luego se oyeron voces, y
los tres miraron hacia la puerta del salón con curiosidad. Lincoln se asomó al
pasillo y Marion se levantó. Entonces volvió la criada, seguida de cerca por
voces que resultaron pertenecer a Duncan Shaeffer y Lorraine Quarrles.
Estaban contentos, alegres, muertos de risa. Por un
instante Charlie se quedó estupefacto: no podía entender cómo habían podido
conseguir la dirección de los Peters.
—Eeehhh —Duncan agitaba el dedo picaramente en
dirección a Charlie.
Dunc y Lorraine soltaron un nuevo aluvión de
carcajadas. Nervioso, sin saber qué hacer, Charlie les estrechó la mano
rápidamente y se los presentó a Lincoln y Marion. Marion los saludó con un
gesto de la cabeza y apenas abrió la boca. Retrocedió hacia la chimenea; su
hijita estaba cerca y Marion le echó el brazo por el hombro.
Cada vez más disgustado por la intromisión, Charlie
esperaba que le dieran una explicación. Y, después de pensar las palabras un
momento, Duncan dijo:
—Hemos
venido a invitarte a cenar. Lorraine y yo insistimos en
que ya está bien de rodeos y secretitos sobre dónde te alojas.
Charlie se les acercó más, como si así quisiera
empujarlos hacia el pasillo.
—Lo
siento, pero no puedo. Decidme dónde vais a estar y os llamaré por teléfono
dentro de media hora.
No
se inmutaron. Lorraine se sentó de pronto en el brazo de un sillón
y, concentrando toda su atención en Richard, exclamó:
—¡Qué niño tan precioso! ¡Ven aquí, cielo!
Richard miró a su madre y no se movió. Lorraine se
encogió de hombros ostensiblemente, y volvió a dirigirse a Charlie:
—Ven a cenar. Estoy segura de que tus parientes no se
molestarán. O te veo poco o te veo apocado.
—No
puedo —respondió Charlie, cortante—. Cenad vosotros,
ya os llamaré por teléfono.
La voz de Lorraine se volvió desagradable:
—Vale, vale, nos vamos. Pero acuérdate de cuando
aporreaste mi puerta a las cuatro de la mañana y yo tuve el suficiente sentido
del humor para darte una copa. Vamonos, Dunc.
Con movimientos pesados, con las caras descompuestas,
irritados, con pasos titubeantes, se adentraron en el pasillo.
—Buenas noches —dijo Charlie.
—¡Buenas noches! —respondió Lorraine con retintín.
Cuando Charlie volvió al salón, Marion no se había
movido, pero ahora echaba el otro brazo por el hombro de su hijo. Lincoln
seguía meciendo a Honoria de acá para allá, como un péndulo.
—¡Qué poca vergüenza! —estalló Charlie—. ¡No hay
derecho.
Ni Marion ni Lincoln le respondieron. Charlie se dejó
caer en el sillón, cogió el vaso, volvió a dejarlo y dijo:
—Gente a la que no veo desde hace dos años y tiene la
increíble desfachatez de...
Se interrumpió. Marion había dejado escapar un «Ya»,
una especie de suspiro sofocado, rabioso; le había dado de repente la espalda y
había salido del salón.
Lincoln dejó a Honoria en el suelo con cuidado.
—Niños, id a comer. Empezad a tomaros la sopa —dijo,
y, cuando los niños obedecieron, se dirigió a Charlie—: Marion no está bien y
no soporta los sobresaltos. Esa clase de gente la hace sentirse físicamente
mal.
—Yo no les he dicho que vinieran. Alguien les habrá
dado vuestro nombre y dirección. Deliberadamente han...
—Bueno,
es una pena. Esto no facilita las cosas. Perdóname un
momento.
Solo, Charlie permaneció en su sillón, tenso. Oía
comer a los niños en el cuarto de al lado: hablaban con monosílabos y ya
habrían olvidado la escena de los mayores. Oyó el murmullo de una conversación
en otro cuarto, más lejos, y el ruido de un teléfono al ser descolgado, y, aterrorizado,
se cambió a otra silla para no oír nada más.
Lincoln volvió casi inmediatamente.
—Charlie, creo que dejaremos la cena para otra noche.
Marion no se encuentra bien.
—¿Se
ha disgustado conmigo?
—Más o menos —dijo Lincoln, casi con malos modos—. No
es fuerte y...
—¿Quieres decir que ha cambiado de opinión sobre
Honoria?
—Ahora está muy afectada. No sé. Llámame
al banco mañana.
—Me gustaría que le explicaras que en ningún momento
se me ha pasado por la cabeza traer aquí a esa gente. Estoy tan ofendido
como tú.
—Ahora no le puedo explicar nada.
Charlie dejó la silla. Cogió su abrigo y su sombrero y
atravesó el pasillo. Abrió la puerta del comedor y dijo con una voz rara:
—Buenas noches, niños.
Honoria se levantó y corrió a abrazarlo.
—Buenas noches, corazón —dijo, ensimismado, y luego,
intentando poner más ternura en la voz, intentando arreglar algo, añadió—:
Buenas noches, queridos niños.
V.
Charlie se dirigió directamente al bar del Ritz con la
idea furibunda de encontrarse con Lorraine y Duncan, pero no estaban allí, y
cayó en la cuenta de que, en cualquier caso, nada podía hacer. No había tocado
el vaso de whisky en casa de los Peters, y ahora pidió un whisky con soda. Paul
se acercó para saludarlo.
—Todo
ha cambiado mucho —dijo con tristeza—. Ahora el negocio
no es ni la mitad de lo que era. Me han dicho que muchos de los que volvieron a
América lo perdieron todo, si no en el primer hundimiento de la Bolsa, en el
segundo. He oído que su amigo George Hardt perdió hasta el último céntimo. ¿Usted
ha vuelto a América?
—No, trabajo en Praga.
—Me han dicho que perdió una fortuna cuando se hundió
la Bolsa.
—Sí —asintió con amargura—, pero también perdí todo lo
que quise cuando subió.
—¿Vendiendo a la baja?
—Más o menos.
El recuerdo de aquellos días volvía a apoderarse de
Charlie como una pesadilla: la gente que había conocido en sus viajes, y la
gente que era incapaz de hacer una suma o de pronunciar una frase coherente. El
hombrecillo con quien Helen había aceptado bailar en la fiesta del barco, y que
luego la insultó a tres metros de su mesa; las mujeres y las chicas que habían
sido sacadas a rastras de los establecimientos públicos, gritando, borrachas o
drogadas...
Hombres que dejaban a sus mujeres en la calle,
cerrándoles la puerta, en la nieve, porque la nieve de 1929 no era real. Si no
querías que fuera nieve, bastaba con pagar lo necesario.
Fue al teléfono y llamó al apartamento de los Peters;
Lincoln descolgó.
—Te llamo porque no me puedo quitar el asunto de la
cabeza. ¿Ha
dicho Marion algo?
—Marion está enferma —respondió Lincoln, cortante—. Ya
sé que tú no tienes toda la culpa, pero no puedo permitir que esto la destroce.
Me temo que tendremos que aplazarlo seis meses; no puedo arriesgarme a que pase
otro mal rato como el de hoy.
—Ya.
—Lo
siento, Charlie.
Volvió a su mesa. El vaso de whisky estaba vacío, pero
negó con la cabeza cuando Alix lo miró, interrogante. Ya no le quedaba mucho
por hacer, salvo mandarle a Honoria algunos regalos; al día siguiente se los
mandaría. Más bien irritado, pensó que sólo era dinero: le había dado dinero a
tanta gente...
—No,
se acabó —dijo a otro camarero—. ¿Cuánto es?
Algún
día volvería; no podían condenarlo a estar pagando sus deudas eternamente. Pero quería a su hija, y al margen de eso ninguna otra cosa le importaba.
No volvería a ser joven, lleno de las mejores ideas y los mejores sueños, sólo
suyos. Estaba absolutamente seguro de que Helen no hubiera querido que
estuviese tan solo.
Notas bibliográficas
1.Wikipedia
2. Alfaguara
Créditos
Texto
Introducción y traducción de Justo Navarr
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Ilustraciones
Portada Alfaguara
Foto Francis Scott Fitzgerald, Wikipedia
Dibujo collage Plaza de las palabras