1567 palabras
Puerto Azul
Álvaro Calix
Hacía mucho tiempo que él no
recorría esa parte de la ciudad. Llevaba puesto el capote y notábanse plastas
de lodo en los zapatos. A paso lento, apoyado en el bastón, redescubría matices
de aquel ambiente de tabernas y cabarés de poca monta. A lo lejos, como el
murmullo de un río, escuchó una tonada que reconoció en el acto: era un bolero.
Se acercó al bar del que provenía la música.
Sacudió los zapatos y entró para escuchar el resto de la canción que
salía de la rocola. Cuando la pieza terminó, depositó de inmediato una moneda y volvió a escogerla. El único cliente que estaba en el
bar levantó la cabeza y no ocultó su gozo al oír de nuevo el bolero, y dijo:
— ¡Véngase, hombre!, tomémonos una
cerveza. Sin pena... Yo invito.
—No, gracias. Ya no bebo —contestó
el hombre del bordón. Al concluir
la música, salió del local; sintió un golpe de viento frío y volvió a cerrarse los broches del
capote. De nuevo se metió en las calles escandalosas de la ciudad. Tras un par
de horas de vagabundeo, la noche lo sorprendió. Aunque leve, la lluvia no
cesaba. En una esquina, hacia el poniente, creía haber leído mal, se desempañó
los ojos, pero se convenció de que en el rótulo decía Puerto Azul.
Era el mismo nombre del lugar en el
que cantó en sus años mozos, pero aquel Puerto Azul, estuvo ubicado en otra
zona de la ciudad y le constaba que lo habían cerrado hace años. ¡Qué
coincidencia!, ¿Cómo puede ser? Tenía que averiguarlo, no podía hacer otra
cosa. Entró
Adentro,
un aire de pasado lo calentó; se sentía bien, y le resultaba familiar el olor
del aserrín esparcido en el piso. El sitio era más o menos similar al de su
juventud. Se pellizcó el brazo.
—Disculpe…¿Quién
es el dueño de este negocio? —preguntó al cantinero.
— ¡Dueña!, querrá decir —replicó el empleado—
Se llama Adelina, y bueno... también está Luisa.
Ambos nombres revolotearon en su mente,
sonrió. Qué broma es esta, se dijo, y
evocó a las dos mujeres que antaño conoció.
Convenció al cantinero para que le
dijera dónde estaban ellas.
—
¿Puedo subir a verlas?
—No creo. A la patrona no le gustan las
visitas, menos a la hora de la cena.
—Iré de todas maneras —desafió.
—No hace falta —dijo una mujer que estaba
tomando un vaso de ron en una de las mesas cerca de la barra—. ¡Allí viene doña
Adelina!
La
vio bajar por la escalera. Para ser
veinte años más vieja, los cambios eran más bien discretos. En cambio, es
seguro que a ella le costó reconocerlo; los años le habían pasado encima: sin
carnes, la mar de canas, las ojeras imborrables y, por si fuera poco, el
defecto en su pierna.
No
se abrazaron ni nada, solo una mirada larga, hasta que él dijo: sí, soy yo,
Pedro, Pedrito el trovador. Subieron
por el pasaje de gradas y luego caminaron por un pasillo hasta llegar a una
habitación espaciosa que olía a sándalo. Entraron. Ella puso el cerrojo a la
puerta, “para que no nos molesten”, alcanzó a decir. El bullicio del primer
piso ahora se desvanecía, una luz débil perfilaba sus rostros. Se sentaron en
un sofá verde de pana.
—Envejeciste
demasiado, Pedro.
Él
se encogió de hombros.—No pensé que te vería de nuevo —dijo ella —¿Este
negocio?... No podía olvidar los viejos tiempos. Lastima que Luisa no esté
aquí, imagínate cuánto se hubiera alegrado.
—Pero, ¿cómo?... si el cantinero la
mencionó...
—La pobre murió a los pocos meses de irse con
el bruto que se la llevó al Sur. Imagino
que para vos fue difícil que nos desapareciéramos, como si nada. Pero, créeme,
ella nunca quiso dañarte. A Pedro
Ramírez jamás se le había cruzado la idea de que Luisa estuviese muerta.
—Falleció al dar a luz. Murió sola y su alma, ese bárbaro la abandonó en cuanto supo que estaba embarazada.
— ¿Embarazada?
—dio un brinco Pedro. Ella asintió con la cabeza.
Un silencio turbio horadó la
habitación. Adelina había dicho la verdad a medias, bien supo doblegar un
cosquilleo que le venía del pecho a la garganta. Ella parecía ahora distante,
se entretenía observando cuán gastados estaban los tacones de sus propios
zapatos.
Pedro dejó el sofá y fue a pararse
atrás de la ventana, corrió la cortina y se puso a ver hacia la calle. No había
nada que observar, a no ser la penumbra de estos lares y el despecho de la luna
ocultándose del hemisferio. Mantenía la mirada fija en dirección a la ciudad
que se dibujaba en sus ojos, no la de ahora, más bien la de antes... "su
ciudad”. Amagó como si fuera a chocar el puño contra la pared; se contuvo, lo
estrelló contra la palma de su otra mano.
— ¿Y su hijo...?
—Hija,
querrás decir… ¡Se llama Luisa!, la recogí desde recién nacida. Para ella soy
su madre —contestó, al cabo que se iluminaba su cara—. A ella se refería
Arnoldo, el cantinero. ¡Pobrecito!… te confundiste.
—Me gustaría conocerla, se le ha de parecer
mucho.
—Bueno, ahora no puede ser —alegó—. Agarró una
gripe, ¡estos cambios de tiempo!, la pobre, tiene calentura y… hace ratos que
se durmió.
—Tenés razón, además la muchacha no es de mi
incumbencia.
Pasaron las horas, la conversación
iba y venía, remontando las capas de los años. Una tasa de café y una galleta
de arroz fue la cena de Pedro, pero tampoco es que tuviese apetito. Cuando el
ritmo de las palabras iba cayendo ora en la monotonía, ora en frases
entrecortadas que competían con el silencio, ella se fue a recostar en la cama,
con las almohadas contra la pared a modo de respaldar. Él se acomodó mejor en
el sillón, y ya casi no hablaba. Adelina, sin freno, tomaba de nuevo aire y
volvía a repetir con detalle cómo había sido capaz de montar el negocio, embelesada
y orgullosa de su propia suerte, sobre todo al compararla con la de Pedro. Una
batería de ronquidos la advirtieron del porqué Pedro ya no respondía. No quiso
despertarlo, apenas, terminó de acomodarlo en el sofá; buscó una sabana en el
armario y lo tapó. Pedro dormía, como una rosca, con los zapatos puestos.
Destellaron las primeras luces del
alba, pero la ciudad aún no se despabilaba. Él se despertó, pasmado, al darse
cuenta donde estaba. Como una centella vinieron a su mente los incidentes de la
noche anterior, con un inocultable sabor amargo. Dobló la sábana y la puso en
el extremo del sofá. Pretendía salir sin despedirse, para no incomodar a la
mujer que dormía en la cama, pero Adelina ya estaba despierta, o quizás, no
había pegado los ojos en toda la noche. Al avanzar para abrir la puerta, ella
le dijo adiós, sin moverse de la cama. Un adiós amable pero sin visos de
continuidad, como si lo que platicaron durante la noche bastaba para no verse
durante otros veinte años. O nunca más. Pedro no se volvió para verla, sólo
alcanzó a contestarle también con un adiós seco, desalentado, como queriendo
dar a entender que sería muy distinto si en lugar de ella, fuese a Luisa a
quien hubiese encontrado. Ni siquiera insistió en conocer a la muchacha. Le
dijo que otro día vendría a visitarla, aunque lo expresó con desgano. Pedro Ramírez volvió a las calles bajas.
Como no eran más de las siete de la mañana, nada parecía vivir allá afuera;
apenas, el paso de uno que otro vehículo y ladridos lejanos de perros.
Desandando el camino que lo había llevado hasta el Puerto Azul, encontró de
nuevo el mismo bar en el que ayer escuchó el bolero. Para su sorpresa,
continuaba abierto. Adentro, solamente estaba un cliente: un hombre que no
parecía estar en sus cabales, tumbado en la silla de madera con la cabeza
recostada sobre la mesa. La música volvió a sonar, la misma canción, esta vez
escogida por Pedro. El parroquiano reaccionó y alzó la cabeza, reconoció de
inmediato la figura contrahecha del hombre del bordón.
— ¡Otra vez usted! ¡Vaya que nos gusta la
canción! —dijo, emocionado. Enseguida, con un quiebre en la voz que denotaba
ruego, agregó—: ¿Ahora no me va a rechazar la invitación?
—Muy
amable, pero sólo deseo escuchar la música —se rehusó otra vez. Cuando salió
del bar empezó a sentir el ardor del sol, aunque todavía el pavimento se veía
mojado por las lluvias del sábado. Compró el diario en la esquina, cerca de una
terminal de buses, en medio del jaleo de la gente que compraba billetes de
lotería para el sorteo de las diez. Reparó en que aún quedaban algunas monedas
en su bolsillo, se acercó a un puesto de frutas y le ajustó para un pedazo de
sandía, caminó algunas cuadras hasta una pequeña plaza en forma de triángulo.
Se acomodó en una de las bancas y sin perder tiempo sacó un lápiz para ponerse
a llenar el crucigrama. Pero no podía concentrarse, una inquietud lo espoleaba
desde hacía un par de horas. Pensaba si valía la pena regresar algún vez donde
Adelina, y por qué no, conocer a la hija de Luisa.
Al terminar de comerse la fruta, lanzó la concha al tonel que estaba a
unos pasos de la banqueta, al tiempo que dijo:
— ¿Por qué no?...
Fuente: libro de cuentos La
plaza de los poetas © Álvaro Calix
*Escritor hondureño
Ilustración
Puerto azul, dibujo Plaza de las palabras