Plaza de las
palabras presenta un cuento de John Cheever, (1912-1982) escritor,
cuentistas y novelista norteamericano, fue también profesor de literatura, Cheever solía encargar a sus alumnos que
escribieran un texto donde siete personas o paisajes dispersos revelasen una
profunda conexión entre sí. Practico
esa técnica aleatoria en varios de sus cuentos y en una de sus novelas. Se le consideró en ciertos círculos como el Chejov de los barrios residenciales. Vinculado
con el realismo sucio, Dirty realism
un estilo en que suelen aparecer también escritores, como John Fante (1909-1983), Charles Bukowski
(Alemán), (1920-1994), Raymond Carver (1938-1988), Richard Ford (1944), Tobias
Wolff (1945) y Chuck Palahniuk (1962). También se asocia a escritores como J. D. Salinger (1919-2010). Sin embargo, también
se le suele llamar a su estilo, un romanticismo sucio. En fin, un estilo con
una gran economía de las palabras, que desnuda las escenas y personajes a los
detalles más esenciales y fundamentales. El
estilo del realismo sucio se caracteriza por evitar en lo posible la adjetivación y el uso de
adverbios, reducir las descripciones a la mínima expresión. Para que sea el contexto el que determina la
acción .Muy parecida al minimalismo, que cultivaba Hemingway citando el cuento
Colinas como elefantes. Chever escribió para numerosas revistas, entre ellas
The New Yorker. En 1978 gano el premio Pulitzer de ficción, por The Stories of
John Cheever. Un gran escritor de mirada detallista y a veces simbólica:
pueblan sus cuentos, personajes comunes de la clase media alta norteamericana. Denuncia
un poco las falacias de sueño americano. Irrumpen dramas humanos, corrupción,
bajeza moral, desdoblamientos de personajes, alcoholismo, cuentos que sin ser
de misterios o de grandes y sorprendentes finales, se respira un halo de
suspenso, en que nada es lo que parece.
Su
cuento más estudiado en talleres literarios y conocido por la crítica, es «El nadador» (The Swimmer). Un cuento en que
su personaje, Neddy Merrill, se encuentra en una reunión social, y decide regresar
a su casa, siguiendo un itinerario por las
piscinas del condado, así va de piscina en piscina, como si saltara de isla en
isla de un archipiélago. Zambulléndose, saliendo y avanzando a la siguiente piscina,
hasta llegar a su casa. En ese viaje náutico, Neddy, va sumergiéndose en una
profunda introspección de su vida, de donde van emergiendo conflictos y
vivencias sin resolver. No es un viaje hacia un futuro prometedor, sino un
viaje en el tiempo en que afloran recuerdos y escenas olvidadas. El argumento puede sonar a absurdo,
pero dentro de la lógica del personaje es un itinerario si bien no usual, tampoco
esta fuera de la realidad.: realismo sucio
EL NADADOR
John Cheever
Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan
y comentan “Anoche bebí demasiado”. Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses
que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se
debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o
en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible
malestar del día siguiente.
–Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.
–Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.
–Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy–. Bebí demasiado
clarete.
Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina,
alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro,
mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacia el oeste se
dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos
desde la proa de un barco que se acercaba– que incluso hubiera podido
asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill
estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra
sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la
especial esbeltez de la juventud– y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su
baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita,
que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del
café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no
tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión
de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa,
profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese
momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo
confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet
Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente
ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que
dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua. Su vida no
lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse
por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa
hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado.
Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en
homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua.
No le agradaban las bromas
pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y
modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le
ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.
Se quitó el suéter que colgaba de
sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres
que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada
movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano
de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil
para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto
ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él
pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido
por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una
condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista
de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo
opuesto –nunca usaba la escalerilla– y comenzó a atravesar el jardín. Cuando
Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.
Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar,
pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear,
los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la
propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy,
los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran,
los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era
hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua
parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el
corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un
explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del
camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.
Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban
los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba
la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.
–Caramba, Neddy –dijo la señora Graham–, qué sorpresa maravillosa. Toda
la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa–
comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar
con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si
quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham,
y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo
al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada
de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él
pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham,
pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de
los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero
no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas
abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de
salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a
la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una
fiesta.
El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía
suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y
él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o
treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty
Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas
eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían
alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca
distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de
entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrand o parte del
regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la
escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se
tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno.
Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:
– ¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando
Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría– se abrió paso
entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al
bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o
diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un barman
sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una
ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar,
evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió
verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con
el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson,
a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del
jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único motivo de
desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina,
y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio
que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la
retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre
los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del
sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino,
con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito, y Neddy recorrió la
reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero
indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The New York Times. Todas
las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había
signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando
la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían
dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el
fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses.
Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa.
Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud
del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía
estar solo; en realidad, todo lo complacía.
Habría tormenta. El grupo de cúmulos –esa ciudad– se había elevado y ensombrecido,
y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión
de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned
creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero
cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar.
Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las
cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un
impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que
había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer;
era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando
con un sonido agudo y reconocible la llegada de la tormenta. A su espalda se
oyó el ruido leve del agua que caía de la copa de un roble, como si allí hubiesen
abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de
todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía
su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba
impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas
de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas
cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las
buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión,
olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy
había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes?
Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La
lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había
despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre
el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se
agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal.
Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher.
Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo
sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían
desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían
ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le
pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el
recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo,
hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca. La ausencia de este eslabón en su cadena
acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que
busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado
y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba
nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los
muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El
vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio
la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un
cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por
última vez de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él
y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que
hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la
había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado
su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuentro
de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy
Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más
difícil.
Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical
quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la
oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada,
si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de
un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista
–latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas– expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía
que ese trecho era parte de su trayecto –había estado en sus mapas–, pero al
enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz
estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le
arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad
ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde
Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni
prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso,
que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común, no
podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En
qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad?
No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los
Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces
amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado.
Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso.
Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora
le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de
pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte,
pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve
trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de
Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública.
El efecto del agua en las voces,
la ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los
Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y
apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación “TODOS LOS
BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE
USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se
dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al
borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados
en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con
intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los
Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio bienestar y su
encanto– nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un
peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del
río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada
y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así
lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo,
ambos salvavidas estaban gritándole:
–¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua! Así
lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y
cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar
el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se
había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que
llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.
Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía
regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores,
pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a
veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas
era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy.
Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su
invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca
había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir
verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la
inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se
despojó cortésmente de sus pantaloncitos.
La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro
sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua
hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de
verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un
rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus
aguas mostraban el oro opaco del arroyo.
–Estoy nadando a través del condado –dijo Ned.
–Vaya, no sabía que era posible –exclamó la señora Halloran.
–Bien, vengo de la casa de los Westerhazy –afirmó Ned–. Unos seis
kilómetros.
Dejó los pantaloncitos en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo
contrario y nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la
voz de la
señora Halloran que decía:
–Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.
–¿Mis desgracias? –preguntó Ned–. No sé de qué habla.
–Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas…
–No recuerdo haber vendido la casa –dijo Ned–, y las niñas están allí.
–Sí –suspiró la señora Halloran–. Sí… –su voz impregnó el aire de una
desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad:
–Gracias por permitirme nadar.
–Bien, que tenga un buen viaje –dijo la señora Halloran.
Después del seto, se puso los pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió
sueltos, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado.
Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo
habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo
podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado
al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas
como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos
y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las
hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en
esa época del año?
Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle
salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando
el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el
canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente
a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en
que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric
Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.
–Oh, Neddy –exclamó Helen–. ¿Almorzaste en casa de mamá?
–En realidad, no –dijo Ned–. Pero en efecto vi a tus padres –le pareció
que la explicación bastaba–. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío
y pienso que podrían ofrecerme un trago.
–Bien, me encantaría –dijo Helen–, pero después de la operación de Eric
no
tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los
hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas
estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió
del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y
dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había desaparecido,
y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano
errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía
hacer con esa brecha en la sucesión?
–Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger –dijo
Helen–. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!
Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los
prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido
luminoso de las voces reflejadas en el agua.
–Bien, me mojaré –dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía
modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de
los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al
otro–.Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos –dijo por encima del hombro, la
cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger–. Lamentamos que haya pasado tanto
tiempo y los llamaremos muy pronto.
Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la
fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de
beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con
seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban
enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y
antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el
precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios
durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de
ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en
la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la
piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues
parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando
llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el
tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al
negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del
crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían
montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se
acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en
actitud belicosa.
–Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo –dijo en voz alta–, hasta
los
colados. Ella no podía perjudicarlo socialmente…, eso era indudable, y
él no se
impresionó.
–En mi calidad de colado –preguntó cortésmente–, ¿puedo pedir una copa?
–Como guste –dijo ella–. No parece que preste mucha atención a las
invitaciones.
Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó
al bar y pidió un whisky. El barman le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El
suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y
verse desairado por un barman que trabajaba por horas significaba que había
sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no
estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:
–Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan… y
él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares…
–esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con
cuchillo. Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.
La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su
antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger,
aquí podía curarse. El amor –en realidad, el combate sexual– era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de
vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su
corazón. Habían tenido un affaire la semana pasada, el mes pasado, el año
pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, pues era
quien tenía la ventaja, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin
que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto
modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante
ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce,
pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos
profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había
llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se
preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a
llorar?
–¿Qué deseas? –preguntó.
–Estoy nadando a través del condado.
–Santo Dios. ¿Jamás crecerás?
–¿Qué pasa?
–Si viniste a buscar dinero –dijo–, no te daré un centavo más.
–Podrías ofrecerme una bebida.
–Podría, pero no lo haré. No estoy sola.
–Bien, ya me voy.
Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de
alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los
hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella.
Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un
joven. Cuando salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas –una tenaz
fragancia otoñal– en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la
vista y vio que habían salido las
estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea?
¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del
verano? Se echó a llorar.
Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo
caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío,
tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del barman o la dureza
de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones.
Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta.
Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas,
y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para
llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por
primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua
helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era
niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y
chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a
descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había
recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no
veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón
en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.
El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda
se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a
buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el
domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas
del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban
cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las
manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido
uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla
de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada
con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente
habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban
criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y
después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.
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