Plaza de las palabras presenta un cuento experimental La historia trashumante del señor Habber por Mario A. Membreño Cedillo, de su libro Trashumancias y otros textos, que contiene 5 cuentos. El Cuento seleccionado, es hilvanado con base a retazos de un Diario que consigna frases y comentarios del personaje principal, el musico Matthias Habber. Protagonista, que al terminar la II Guerra Mundial, tiene que abandonar su vida cómoda y acomodada, y huye de Alemania a EE. UU. Situación que le hace cambiar su estilo de vida y su nombre. Musico afecto al periodo renacentista italiano del siglo XV y XVI, y cantante, además melómano, aficionado a la música clásica, especialmente de los grandes compositores alemanes y austriacos, y quien que termina tocando Jazz en un night club de Nueva York. La historia se intercala con retazos de la vida del musico austrohúngaro del siglo XIX Frank Liszt y su discografía musical : Annes de Pelerinage, (Años de Peregrinaje) narrativa musical sobre sus viajes a Suiza e Italia. El cuento en primera persona registra frases y testimonios de Matthias Habber, sacados de un diario inacabado que se entreteje en un tiempo indeterminado que va desde la juventud a la adultez, e intercalados con pasajes narradas en tercera persona omnisciente por un narrador anónimo.
3363 palabras
La
historia trashumante del señor Habber
I
Fragmentos de un Diario inacabado, disperso y lacónico
Inicio de un diario con forro de cuerina roja con el año de
inicio de 1915, y que únicamente conserva unas cuantas anotaciones, la mayoría
sin fecha.
«Mi nombre era Matthías Habber. Y mi apellido tiene vocación
ecuménica. De niño simplemente me llamaban Matthias. No recuerdo cuándo fue la
primera vez que oí el sonido junto de Matthias Habber, pero poco a poco me fui
acostumbrando aquel nombre que ahora me era tan familiar como un saludo de
manos y tan lejano como una estrella.» Ese es el inicio del Diario.
«No sé porque en lo personal me agrada mi nombre, que por
supuesto, no es Wolfang ni William. Pero amo mi nombre como amo los campos que
parecen trigales y las casas que parecen castillos». Había
escrito en un viejo cuaderno escolar. No había fecha ni nada más que esa
frase. Nota insertada en el Diario, en el papel original del cuaderno escolar.
«Realmente, nunca he sabido a ciencia cierta de dónde era
originario ese apellido, quizás del sur de Alemania o de Austria. Quizá de
algún pueblito pintoresco que se desliza somnoliento en la falda de una colina,
como hay tantos pintorescos pueblitos que se deslizan tibiamente en la falda de
una colina y colindan con la frontera austriaca.» Se leía en uno de los cuadernos de
apunte de su juventud. La nota fue pegada en el Diario.
«No recuerdo en qué año descubrí a Goethe, pero su apellido
al igual que el mío me parece musical. Siempre he pensado que cada nombre
detenta una fuerza recóndita, en algunos nombres más que en otros. En los
nombres se esconde el misterio. Nadie se imagina a Goethe con un nombre que no
sea Goethe, ni a la señora Barlach tocando al piano a alguien más que no fuera
Franz Liszt: Années de Pèlerinage, suite para piano, S160, Première Année: Suisse
Álbum de un viajero, 6 Vallée de O'Bermann, 1835. (Lento
assai - Più lento - Recitativo - Più mosso - Presto - Lento): 14 min 27 s
«Lo simpático fue que Goethe no conoció a la señora Barlach
y que la señora Barlach no conoció a Liszt» Texto encontrado entre papeles y
viejas fotografías en blanco y negro. Y que no era parte original del Diario
«Yo cantaba,
aunque en realidad no era un canto, sino una práctica de canto. A ella (la
Maria y no la señora Barlach) le encantaba oírme practicar el canto. Para mí
era la hora más árida, pero me gustaba que María estuviera ahí sentada como una
madona renacentista y fingir que mi voz le gustaba. Siempre tan callada, con
sus manos sobre las rodillas y su mirada perdida en las nubes. Al terminar la
clase ella se levantaba, y hacía una pequeña reverencia de geisha y se marchaba
sin decir palabras. Pero su salida era como si hubiese dicho todas las palabras
del universo y una más. Eso sucedía los jueves, los santos y humildes jueves,
entonces yo salía a la ventana y me encantaba ver como María se perdía, poco a
poco en aquellos campos de trigos, aunque todos sabían que no eran un campo de
trigo. En realidad, únicamente la veía perderse como el viento entre la esquina
de una alta edificación de granito rosado». Fragmento del Diario, probablemente
de la década de los 40s
«Lo sé, los nombres son como la piel, a veces se vuelven una
simple costra. No se pueden cambiar. Pero son otros tiempos, todo cambia. A
veces hasta los nombres. De pronto, cambiaré de lugar, seguiré otras pistas,
identificaré otras notas melodiosas, y huiré sereno y potente como la música.
Necesitaré otro escenario, aún hoy no sé exactamente cómo se dieron las cosas.
Pero tuve que dejar los castillos y los trigales y a mi madona renacentista de
manos de porcelana. Para ese entonces mi canto no era tan bueno como debería
serlo, pero mis manos habían aprendido algunas escaramuzas de piano.» Una nota de papel (hoja de papel
nueva), insertada en el Diario. Quizá
la última nota antes del viaje a América
II
Gestación de la vida trashumante
Entonces, después de los puntos
suspensivos entre paréntesis (…). De cuando en cuando el señor Habber salía
presuroso sin que hubiera necesidad de ir presurosamente. Porque de tarde en
tarde Maria, (en alemán), solía
visitar la vieja casa Habber. Esa casa pintada con el color de las nubes y que
se elevaba como un castillo, pero que no era un castillo porque solamente era
una casa. La casa del señor Habber se levantaba como un castillo en la perdurable
explanada, que nadie sabía por qué la llamaban explanada de Helsingor. Pero todos sabían que solo era una casa, quizá
una villa. Decían que tenía parte de la arquitectura italiana y de la
arquitectura suiza. Para todos era una especie de castillo medieval. Lo
expresaban convencidos sin dudarlo un solo instante, entonces decían: «El
castillo del señor Habber». Aunque todos pensaran que aquello no era un
castillo, sino una casa. Porque hay una gran diferencia entre una casa, una
villa y un castillo. Pero ¿Cómo se podría tener una idea de una casa suiza, ser
una villa italiana y pensar en un castillo medieval? El castillo tenía un
dueño, su nombre era Matthias Habber.
Al oído atento las glosas sobre su
nombre, la minuciosidad exegética de antiguos medievalistas y los ponderados
recuerdos de sus ancestros. Desde canciones de campo hasta opiniones
doctorales. Entonces, Matthias Habber recordó una noche decembrina hosca y
nubosa, alguna vez haber visto un escudo de armas y una página amarilla con la
etimología de las palabras de su apellido. Pero no se fatigó ni le dedicó más
cavilaciones porque sospechaba que en el fondo aquella inquietud era banal.
Luego escuchó un rumor que frecuentemente oía en los pueblos pintorescos y las
casas señoriales. Nunca supo cómo había llegado a saberlo, que un zapatero
oriundo de la región había dicho algo siniestro y maravilloso, sobre el origen
de la familia Habber. Pero ¿qué puede saber un zapatero de castillos y de la
familia Habber? Si la botánica es una ciencia, un astrónomo nunca podrá opinar
del crecimiento de los insectos cuando estudia el parto de una estrella.
Lo de Matthias era una costumbre,
quizá una derivación del Mateo de los evangelistas. Etimológicamente del hebreo, Matthias
significa “don de Yahveh”, “don de Dios”
o “regalo de Dios” (del hebreo “mattath/ מַמַ
תָּתָּ ת”
= don/regalo + “yah/ יָיָה”
= se refiriere al nombre hebreo de Dios, es decir Yahveh). Pronunciación regalo
de dios o bendición de dios. Esto lo había averiguado en un diccionario de etimologías.
Lo había apuntado a mano, pero nunca lo puso en su Diario. Los evangelistas nos
recuerdan que Mateo fue el sustituto de judas Iscariote. Pero todo aquello eran
únicamente etimologías. Él desdeñaba tanta opinión docta. Todos los nombres
son; al fin y al cabo, una costumbre inmemorial, como lo son la Muralla China fabricada
con Legos o la galaxia Andrómeda disfrazada de una suculenta salchicha. Pero
eso que el apellido Habber era originario de un clínico y quirúrgico pueblito
alemán colindando con la frontera austriaca, era solo una noción geográfica.
Entonces, al trasgredir su
acostumbrado mutismo, a veces a Matthias Habber se le oía decir, casi como si
lo declarase a un público selecto:
«En lo personal me satisface ni nombre. En cuanto a mi
apellido no me satisface esa opinión, prefiero seguir pensando que ese apellido
puede ser parte de cualquier parte de la tierra. Y no verlo atrapado en un
punto geográfico». Lo decía en voz alta, lo decía convincentemente mientras
caminaba por el amplio salón lleno de muebles intactos y sobrios; y luego
después de un rato agregaba, casi hablando consigo mismo: «Pero, ahora a quien le podrá importar eso.” Alemania había perdido la
guerra.
III
De lo inútil de los nombres
Había recordado que alguna vez lo
había anotado, en un papel que yacía con viejas fotografías sin nombre ni
fecha, y sepultado de indemnes y mudas cartas que nunca envió, y que solo tenía
una dirección en Frankfurt: «En fin los
nombres son siempre intrascendentes, aunque haya gente que piensa lo contrario»,
se escuchaba decir a Matthias Habber, con una voz nítida. «Y de buena fuente se sabe que en una librería de Hamburgo existe una
obra monumental acerca de la importancia de los nombres de las personas. Pero
que jamás nadie le dio importancia al libro. Quizá se podría hacer otro tratado
con igual número de argumentos que demuestran lo inútil de los nombres.»
Esa declaración sin fecha existe en una grabación sonora con la voz del
Matthias Habber, aunque no es parte del Diario.
Pero a la hora del canto Maria (en alemán) y no Merie en francés ni Mary en inglés. Llegaba puntualmente. Llegaba puntualmente porque a
ella le gustaban también los campos que parecían trigales y las casas que
parecían castillos, y le gustaba como tocaba la señora Barlach a Liszt. Aunque
la señora Barlach nunca había conocido a Liszt. Y Liszt lejano en el tiempo,
andaba por Suiza e Italia con la otra María. Pero no la señora Barlach ni la
Maria en alemán de los trigales. Arrivederci
Maria.
IV
La iniciación del nombre
«Cada cosa en su lugar», murmuraba frecuentemente el señor
Habber. «El pasado debe ser demolido
totalmente.» En la cabeza no había espacio para tanto recuerdo. Los
recuerdos son como el paso sigiloso de las nubes, uno nunca sabe adónde van o
dónde se quedan. Siempre emerge una franja borrosa que va almacenado todo. Y
recordó aquella frase que tan a menudo le indicaba su madre: cada instante es la eternidad. Y
Matthias también recordó que jamás recordó cuándo fue la primera vez que en la
escuela le dijeron: Matthias Habber. (Algo había escrito alguna vez en un papel
que solamente Dios sabía en dónde estaba). Pero, si se recordaba que ese día en
la escuela se había sentido confuso y cuando escuchó su nombre, pensó que era
el de otro de sus condiscípulos. Aquel hecho lo dejo perplejo pero
expectante. Y al llegar a la casa creyó
que se le abría un nuevo mundo, lleno de pureza y luminosidad. Las cortinas blancas, los muebles de nogal, y
la imagen de una mujer colgada a su memoria. Un retrato en una pared labrada:
hermosa y solemne, con su cara de madona renacentista perdiéndose en un
horizonte amarillo. Era el orden del universo que entraba por una ventana. Era
la claridad del mundo que despertaba los sueños irredentos. Él pensaba que el
mundo tenía que ser hermoso y definitivo.
Todo era puntual, diáfanamente
puntual. No la puntualidad matemática de un reloj suizo ni el bostezo
consuetudinario y cálido del sol al mediodía, sino la puntualidad del orden y
la limpieza y la luminosidad. Era algo
ligeramente diferente a la puntualidad de un toquido en la puerta, cuando
sabemos que quien va a tocar la puerta, ha venido de un campo de amarillos. Y
toca la puerta de un castillo que todos sabemos que no es un castillo. Y toda
la escena se arma, separados solamente por una puerta. Hay alguien detrás de la
puerta dispuesto abrir la puerta porque sabe perfectamente bien quien tocará a
la puerta. Y del otro lado habrá alguien más que tocará a la puerta porque sabe
perfectamente bien quien la abrirá. Y eso es lo que cimenta la claridad del mundo.
V
Una madona en los trigales
Y entre el toquido en la puerta y el
acto de abrirla, se colaban las voces de coro de la escuela que llegaba desde
lejos, pero se oían solo a medio metro. Simultáneamente un leve rumor musical
recorría el campo, pero no era un campo cualquiera, era un campo cuajado del
verde de las montañas y del amarillo de los trigales, pero verdaderamente no
había trigales solo parecían trigales. Lo realmente importante no eran los campos
que parecen trigales, ni el amarillo que pinta los campos de los trigales. Lo
esencial es que seguramente dentro de muy poco la señora Barlach tocará el
piano: en el fondo una peregrinación musical por Suiza e Italia.
Era
la hora de la limpieza y de la
exactitud, y de la música. El reloj azul y las horas plateadas eran solo
recuerdos desde una ventana de un edificio alto, que no era una casa y tampoco
era un castillo. El cual evocaba por horas aquel campo. No el de los trigales
amarillo, porque desde la ventana no había trigales amarillos, sino el color de
una pradera verde como el paño verde de una mesa de billar. Y vaya a saber cómo
alrededor de aquella mesa de billar se arremolinaba la gente, y vista de cerca
la mesa parecía una pradera verde. Y fácilmente uno pensaría que detrás de la
pradera verde, latía un campo amarillo de trigales, por el que pasaba
exclusivamente caminado una madona renacentista.
Y en tanto, que el viento azotaba
los trigales, la señora Barlach seguía tocando el piano en aquel castillo, y Maria en alemán, siempre Maria en alemán, tan impecable como una
madona renacentista con sus manos sobre las rodillas que parecían dos palomas
dormidas. Solamente dormidas porque las palomas no sueñan ni las manos tampoco.
Pero al irse, parecía que se levantaban dos palomas como si acabaran de
despertar de un sueño. En medio de un campo de trigales, desde donde se veía al
fondo, un castillo en que seguramente la señora Barlach acababa de tocar a
Liszt. Y ahí en ese castillo, Maria en alemán, con su mirada coqueteaba al
señor Habber y la señora Barlach disimulaba no ver nada porque ella estaba
perdida, únicamente, en los ojos musicales y tiernos y fantásticos de Liszt: Années de Pèlerinage, Italia, suite para
piano, S161, Deuxième Année: Italie Après
une Lecture de Dante: Fantasia Quasi Sonata ("Tras una lectura de Dante:
Fantasía.) (Andante maestoso - Presto agitato assai - Tempo I (Andante) -
Recitativo - Adagio - Allegro moderato - Più mosso - Tempo rubato e molto
ritenuto - Andante - Più mosso - Allegro - Allegro vivace - Presto - Andante):
16:59 (“Années de pelegrinare — Wikipedia”)
VI
El cambio de mudada
Y de nota musical a nota musical,
repentinamente una línea se abrió en el mar con sus estelas de espuma, y el
canto perseguidor infinito, poemas sinfónicos de arduo y paciente trabajo, con
su solemne leitmotiv. Y aquel público que entraba en un lugar que
no alcanzaba a ser lugar, porque no era una casa ni era un castillo. Ni tampoco
un edificio, pero el cual se desparramaba con sus colores púrpuras y rayos
luminosos, como un telón se abre en un teatro de Broadway. Y ahí parado,
vertical y multitudinario, New York con sus grises avenidas y sus edificios
espectaculares. Pero Matthias no puede ser Matthias aquí, tampoco puede ser el
señor Habber. Era imprescindible cambiar los nombres. Él se resiste como la
línea Maginot, o una sórdida trinchera en Marne o como el Peñón de Gibraltar a
ser reducido a nada por los lengüetazos de mar. Y luce tan extraño en su nueva
mudada como un árbol con su pescuezo gótico en el desierto de Kalahari. Pero al
final cede y deja su nombre y recala su apellido, sus campos de trigales, su
castillo de memoria y su amada madona renacentista.
Pero que contento que se puso en
aquel salón de baile el señor Habber, al anuncio del espectáculo, y las luces
que flotaban como mil rayos de Thor. Y una conglomeración de la música total de
Wagner, y una pintura de Turner levemente iluminada en que las formas se
pierden y encienden tibiamente la tormenta del hombre moderno. El señor Habber se divierte, pero ya dijimos
que él ya no es el señor Habber. Él solo es parte de la diversión, porque ve en
aquellas rubias de ojos azules campos amarillos, que no son trigales, pero
parecen trigales. Ve las manos que se mueve como palomas o las palomas que se
posan en la saliente de las rodillas como dos quietas manos que ya no tocan a
Liszt, rodeadas del silencioso amarillo de los trigales que se encumbra como
matas de cabellos amarillos. Entonces seguramente la señora Barlach por algún
otro lado, muy lejos estará a punto de tocar el piano, estará pensando en
Liszt: Années de Pèlerinage, suite para piano S161, Années de Pèlerinage, Italia, Deuxième Année 4. Sonetto 47 del Petrarca (Preludio con moto - Semper mosso con íntimo
sentimento): 5 min 17 s
VII
El cambio
de nombres
New York, New York, pero he ahí que
aquel salón no es un castillo pintado con el blanco de las nubes. Solo es un
salón de paredes grises y más grises. Pero ¿dónde está Maria con su inmovilidad
de madona renacentista? Y de estar aquí ya no sería Maria en alemán, sino Mary
porque ahí así son las cosas. Y Matthías que ya no se llama Matthias porque
aquí hay que llamarse con otro nombre. Ahora no es oriundo de un pueblecito que
se desliza por una pendiente de una colina en la frontera austriaco-alemana. Es
New York que se alza como corona de luces y de cristal que secuestran el
inadvertido y huyente cielo. Él ex señor
Habber ahora es uruguayo o cubano. Vaya a saber qué nombre lleva ahora, pero
seguro de que el nombre que lleva es el de un uruguayo o el de un cubano. Le
divierte tocar en aquel Night Club
que no es un castillo ni una casa. Toca allí no porque toque bien, sino porque
la gente cree que toca tan bien, tal y como tocaba la señora Barlach a Liszt.
Pero ahora ha habido un trueque: jazz y
blues. Porque aquí ya no se puede tocar a Liszt y aquí no está la señora
Barlach para tocar Années de Pèlerinage,
suite para piano, S162 Les Jeux d'Eaux à la Villa d'Este (Las fuentes de Villa
de Este) Troisième Année 4. Juegos de agua en Villa d'Este (Allegretto): 7 min
44 s
VIII
La otredad
Y al terminar de tocar, Matthias que
ya no se llama Matthias, sino que lleva el nombre de un uruguayo o de un
cubano. Quizá se llame Pablo o se llame Alberto. Se asoma a la salida y, desde una ventana ve
irse a una esbelta rubia flanqueada, no por el amarillo de los trigales sino
por el amarillo de las luces que iluminan el horizonte vertical de ciudad. La
ve irse con una cabellera luminosa irradiando destellos amarillos, con sus
manos cremosas, su paso delicado, y su mirada lejana. Pero ella no se
amedrenta, y camina, quizá en busca de alguien que se podría llamar John o Dante
o quizá Petrarca, tal y como caminaría una madona renacentista entre un campo
de trigales que cortan el frente de un castillo en que la señora Barlach
siempre estará tocando a Liszt: Années de
Pèlerinage, suite para piano, Deuxième Année: Italie 2. Aux Cyprès
de la Villa d'Este I: Thrénodie (A los cipreses de la Villa de Este I: Treno)
3. En los cipreses de Villa d'Este (2)
Thrénodie (Andante, non troppo lento): 10 min 55 s
IX
El campo de las luces
Y la urbe se cierra en una larga y
festiva noche, solo iluminada por las luces de las calles y los faros de los
autos, y las manos de un pianista hacen increíbles acrobacias en las indefensas
y sonoras teclas del piano, y él ahí siempre con la memoria colgada de su
madona florentina que ya no está aquí, y que seguramente camina por los dorados
trigales en busca de un castillo para tocar la puerta.
X
La música del alma
Y antes de tocar la puerta ya
escucha a la señora Barlach que al piano toca a Liszt: Années de Pèlerinage, Troisième Année suite para piano, S162, 7, Sursum corda Levantad los corazones. (Erhebet eure Herzen) (Andante maestoso, non
troppo lento): 4 min 15 s 4. Les Jeux d'Eaux à la Villa d'Este (Las fuentes de Villa de Este) Troisième
Année4. Juegos de agua en Villa d'Este
(Allegretto): 7 min 44 s.
Créditos
De Trashumancias
Ilustración
Plaza de las palabras