Serie tres cuentistas
universales:
Mansfield,Denisen y Munro
Abstract: La mosca es un cuento de Katherine Mansfield, escrito
en 1922, por lo general incluido en numerosas antologías. Trata de un señor de edad,
el viejo Woodifield que va a visitar a su antiguo amigo y jefe, estando en la
oficina, y después de tomarse un whisky,
el viejo le cuenta a su jefe que sus
hijas estuvieron en Bélgica, visitando
un camposanto, el mismo en que el jefe tiene enterrado a su único hijo, muerto
hace 6 años en la primera guerra mundial. Esto declaración vuelve al jefe angustiado
porque no ha podido superar la muerte de
su hijo. En el discurrir del relato una mosca cae en el tintero, el jefe se olvida
de todo y pone su atención en la mosca, que trata de sobrevivir, y lucha por
salir del tintero y luego que logra salir del tintero, la mosca trata de limpiarse las manchas de tinta
con las alas. Y el jefe en estado de observación, la pone a prueba varias
veces, echándole una gota de tinta…para ver hasta donde luchaba la mosca. El jefe
trata de ayudarla, pero a su manera, éste
hecho es un símbolo de la lucha por la vida, que el jefe asocia a su hijo muerto. Este cuento trata en el fondo de la vida y de la
muerte, algunos críticos han interpretado
que la misma Katherine Mansfield, era esa mosca, dado su enfermedad crónica, y
que ella se veía reflejada en esa lucha por la vida.
El tema de una mosca resulta, peculiar pero no es un
personaje inédito. Ya Esopo también había
fabulado sobre una mosca. El escritor
francés J.P Sartre también escribió una obra de teatro sobre la tragedia
griega, intitulada “Las Moscas”. Hay también una película La Mosca de cabeza
blanca, film de ciencia ficción y terror, que fue muy popular en la década de
los 80s. El escritor venezolano Arturo Uslar Pietri escribió un cuento “La
mosca azul”; y si no abundan; pero
varios escritores se han valido de éste
personaje alado para elaborar sus ficciones o hacer reflexiones sobre ellas. Sobre la rememoración de un padre sobre la muerte de su hijo, hay un cuento muy conocido de Kipling que
trata casi el mismo tema. Magistral cuento de Kipling intitulado “El jardinero”.
Otro escritor británico, William Golding, premio nobel en 1983, se valió de la
alegoría de las moscas, para escribir su novela más conocida, “El señor de las moscas”. Pero quizá este
tema de insectos, guardando las distancias, y entendiendo el vocablo, insecto, en sentido general; pero en
cualquiera de sus acepciones, nos trasporte a la metamorfosis de Kafka. Y para finalizar aquella frase del siempre ocurrente
de Augusto Monterroso, solo hay tres temas: “la muerte, el amor y las moscas”.
La mosca
Katherine Mansfield
The Fly, 1922, 2230 palabras.
-Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con
su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto
a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su
conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse.
Desde que se había retirado, desde su… apoplejía, la mujer y las chicas lo
tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El
martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el
día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía
allí. Suponían que incordiar a los amigos… Bueno, es posible. Sin embargo, nos
aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas
hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando
casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado,
cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón.
Daba gusto verlo.
Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:
-Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!
-Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del
Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le
gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo
Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar
plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel
anciano envuelto en una bufanda.
-Lo he renovado hace poco -explicó, como lo había explicado durante las
últimas, ¿cuántas?, semanas-. Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo
vivo con un dibujo de grandes aros blancos-. Muebles nuevos -y apuntaba con la
cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo
retorcido-. ¡Calefacción eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las
cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la
placa inclinada de cobre.
Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la
mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de
pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de
nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis anos.
-Había algo que quería decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se
le nublaban al recordar-. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa
esta mañana. -Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas
aparecieron por encima de su barba.
Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso,
le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:
-Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir
otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.
Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte
baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.
-Ésta es la medicina -exclamó-. Y el hombre de quien la adquirí me dijo
en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del
castillo de Windsor.
Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no
hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.
-¿Es whisky, no? -dijo débilmente.
El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En
efecto, era whisky.
-Sabe -dijo el viejo, mirando al jefe con admiración- en casa no me
dejan ni tocarlo-. Y parecía que iba a echarse a llorar.
-Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras -dijo el
jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que
estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno-.
Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear
algo así. ¡Ah! -Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó
apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún
saboreaba el suyo.
El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo
débilmente:
-¡Qué fuerte!
Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro… y
recordó.
-Eso era -dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca-. Supuse que le
gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la
tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su
chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.
El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un
ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.
-Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello
-dijo la vieja voz-. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en
casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?
-¡No, no! -Por varias razones el jefe no había ido.
-Hay kilómetros enteros de tumbas -dijo con voz trémula el viejo
Woodifield- y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas
tienen flores. Y los caminos son muy anchos. -Por su voz se notaba cuánto le
gustaban los caminos anchos.
Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.
-¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un
bote de confitura? -dijo-. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice
Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona.
No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se
llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio
con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada
estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se
volvió, dirigiéndose hacia la puerta.
-¡Tiene razón, tiene razón! -dijo el jefe. Aunque en realidad no tenía
idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los
pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él.
Woodifield se había marchado.
Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida,
mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía
de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.
De pronto:
-No veré a nadie durante media hora, Macey -dijo el jefe-. ¿Ha
entendido? A nadie en absoluto.
-Bien, señor.
La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la
alfombra chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y
echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se
había propuesto, había dispuesto que iba a llorar…
Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo
Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra
se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de
Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis
años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que
yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!»,
gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los
primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba
con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un
violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado
entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede
que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida,
pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su
nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía
sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no
tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un
esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener
siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando
donde él había abandonado?
Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado
en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada
mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué
felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se
desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos
los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en
absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la
palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de
decir: «¡Sencillamente espléndido!».
Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había
llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su
mundo se había venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que…» Y había
abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas.
Hacía seis años, seis años… ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que
había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo
parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió
levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías
favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca
había sido así.
En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído
en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con
desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras
forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió
a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta
y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una
fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor.
Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su
cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las
alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el
ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa
mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y
luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato,
a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se
restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había
escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.
Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en
el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba
sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta!
La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo
moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se
arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta
vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.
Es un diablillo valiente -pensó el jefe- y sintió verdadera admiración
por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa
era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de… Pero una vez más
la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para
recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién
aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de
incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el
jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con
ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de
soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo,
ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta
tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo
del tintero.
Lo fue. La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca
quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al
cuerpo; las delanteras no se veían.
-Vamos -dijo el jefe-. ¡Espabila! -Y la removió con la pluma, pero en
vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.
El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la
papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que
verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar
a Macey.
-Tráigame un secante limpio -dijo con severidad- y dese prisa. -Y
mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse
en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era… Sacó el pañuelo y se lo pasó
por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se
podía acordar.
Créditos
Versión del cuento La Mosca, Literatura .US
Ilustraciones Plaza de las palabras