November 6, 2013 - Ensayo, Novela - Tagged: Alfaguara, Julio Cortázar - 0 Comments
Julio Cortázar duró como profesor de instituto lo mismo que la Segunda Guerra Mundial: de 1939 a 1945. En esta etapa, el aspirante a poeta compaginó el garrapateo de versos que a nadie interesaron con la enseñanza, en dos pequeños pueblos argentinos, de asuntos como “los procedimientos para votar” o “lo que se puede y lo que no se puede hacer en una sociedad llamada democrática”. Según confesaría en sufamosa entrevista de TVE, en aquellos años no se divirtió demasiado y “ni mucho menos” se sintió satisfecho. Poco podría sospechar el cronopio que cuarenta años después de Bolívar y Chivilcoy, las clases las daría en la universidad de Berkeley, California, ante más de un centenar de alumnos. Y la asignatura no sería otra que él mismo, Julio Cortázar, y su prosa.
Aún con los Papeles inesperados y los cinco volúmenes de correspondencia privada frescos, Alfaguara publica el ¿último? round de la obra póstuma del padre de Rayuela. Novela que, por cierto, ha cumplido este año medio siglo. En total, 15 horas de un Cortázar inédito, íntimo, humilde, sincero y maestro. Que no profesor. Aquí no hay ningún profesor.
Porque esto no son lecciones. Son charlas de tú a tú. Las Lecciones de literatura de Vladimir Nabokovsirven para aprender literatura. Las de Cortázar sirven para aprender Cortázar. Es paradójico que el ruso, escritor vanidoso como pocos, se sirviese en sus clases de trabajos de Franz Kafka, Jane Austen, James Joyce o Marcel Proust, mientras que el argentino, (“estas clases las estoy improvisando” “no soy un teórico”, “no soy un filósofo”, “no soy un politólogo”) centrase la practica totalidad de sus enseñanzas en su propia obra. Y con prisas.
Víctima de la premura de las apenas ocho clases, el cronopio ofrece un recorrido a vuelapluma por su bibliografía y explica los cómos y porqués de sus novelas y de algunos cuentos (la charla sobre La autopista del sur es lo mejor del libro), con especial atención a Rayuela y a Libro de Manuel. Nabokov, que en el aula optó por “zambullirse y bañarse en el libro en lugar de vadearlo” recetó normas y prescripciones, sentencias irrebatibles de “así sí-así no”. Mientras que Cortázar, tan humano que asusta, reconoce que lo que sale por la boca “no es teoría literaria” sino “hipótesis, botellitas al mar que podemos ir tirando y ustedes pueden a su vez discutir y criticar”.
Aunque no todo son elucubraciones. Si hay algo digno de mención, algo que flota en el ambiente desde la primera a la última página de este hermoso libro, es la “obligación” y el “deber” de ser un escritor comprometido. En 1961, dos años después del triunfo de la Revolución cubana, Cortázar visitó un par de meses la isla de los barbudos. Al volver a París, aseguraría que en Cuba experimentó una “revelación” (y añade que “la palabra no es exagerada”). Cualquier conocedor de su obra sabrá que su última etapa estuvo marcada por una fuerte carga social e ideológica, lejos de las dos fases anteriores, las cuáles denomina en sus clases como estética (fijación en la palabra, la sintaxis y sus posibilidades de juego) y metafísica (Rayuela, búsqueda de respuestas, Horacio Oliveira: todo interrogantes existenciales).
Independientemente de lo de acuerdo o en desacuerdo que pueda estar con esta deriva de escritor-agitador batidora de conciencias, tengo que confesar que me da rabia que Cortázar esperase hasta tan tarde para decidirse a impartir clases magistrales. Todo el libro rezuma idealismo. Plena convicción de que la literatura puramente estética ya no basta: ”A nosotros, los escritores, si algo nos está dado -dentro de lo poco que nos está dado- es colaborar en lo que podemos llamar la revolución de adentro hacia afuera; es decir, dándole al lector el máximo de posibilidades de multiplicar su información…” Cortázar aceptó estas clases en los Estados Unidos imperialistas, que diría él, para contentar a su amigo, el escritor, historiador peruano y profesor en Berkeley Pepe Durand. Ese mismo año, por carta: “El departamento de español lamentará siempre haberme invitado; les dejé una imagen de rojo tal como la que se puede tener en los ambientes académicos de los USA…”
Pero no todo el libro es política.
También es pura confesión. El testimonio de un sexagenario que, a cuatro años de la muerte, trata como buenamente puede de compartir lo aprendido, pasar el testigo, las herramientas, a una generación venidera de la que espera, dice “que salgan muchos escritores”. Siento la extensión de la cita. Pero es que ni se me ocurre la idea de quitarle una coma:
“Todo esto, como ven, es una penosa tentativa por explicar algo en el fondo inexplicable para mí. Lo que puedo decir como actor, como alguien que vive la experiencia de escribir es que en determinados momentos de la narración no me basta lo que me dan las posibilidades sintácticas de la prosa y del idioma; no me basta explicar y decir: tengo que decirlo de una cierta manera que viene ya un poco dicha no en mi pensamiento sino en mi intuición, muchas veces de una manera imperfecta e incorrecta desde el punto de vista de la sintaxis, de una manera que por ejemplo me lleva a no poner una come donde cualquiera que conozca bien la sintaxis y la prosodia la pondría porque es necesaria. Ni se me ocurre la idea de la coma, no la pongo”.
Honestidad brutal, que diría su paisano. Sinceridad, también presente en la contestación a las preguntas, benditas preguntas, con las que los alumnos escarban un poco en la coraza de este hombre capaz de sonrojarse hasta por firmar un cuento: “Aunque lo crean una paradoja, les digo que me da vergüenza firmar mis cuentos porque tengo la impresión de que me los han dictado, de que no soy el verdadero autor. No voy a venir aquí con una mesita de tres patas, pero a veces tengo la impresión de que soy un poco médium que transmite o recibe cosas”, responde, para explicar que su cuento La noche boca arriba ”es casi un sueño” que tuvo en los días de “semidelirio” del hospital parisino en el que estuvo ingresado tras un accidente de motocicleta en 1953. Si no lo conocen y no han pulsado el enlace para leerlo, por favor.
No soy amigo de juntar en un mismo paquete al escritor y a la persona; a la obra y al ser humano, pero me parece ridículo, esta vez, silenciar la idea: la lectura de este libro, al igual que con su correspondencia, me ha vuelto a hundir en una rara tristeza. Julio Cortázar fue un ser tan hermoso, tan excepcional. Y la reseña se detiene, abrupta. Es bello como pocos y creo que sólo debería ser leído por amantes del cronopio. ¿Para qué seguir? Si lo aman, lo amarán.