Plaza de las palabras , presenta 7 textos de Mario Membreño Cedillo, algunos de los textos ya se han publicado en este blog, otros son versiones reformuladas y otros son ineditos. Fuente del libro Miniatura:Alfonsina y otros textos breves, incluimos el cuento experimental Alfonsina y la cosa mas extraña, los capítulos XII, XXIII,XXXVIII y XXXIX, y del libro Trashumancias y otros textos, incluimos tres textos: Encuentro lejano, La playa del mundo y El espíritu Ifigenia.
Miniatura:Alfonsina y otros textos breves
Del cuento experimental Alfonsina y la cosa mas extraña
XII. LA BOINA ROJA
A poca distancia de la mujer de verde, estaba un tipo calvo que se había quitado su camisa y la agitaba al aire, como si escribiese en el aire su repentina impaciencia. Desde un extremo de la aglomeración que cada vez era más amorfa, sonaron voces. Las voces llegaron desde el fondo de la multitud, que lo instaban a ponerse inmediatamente la camisa. Y la afluencia de voces coreaba un estribillo que el aire desvanecía a dentelladas. El hombre calvo no se dio por aludido, y en su lugar empezó a tocar con sus manos su brillante calva, como si fuese la hoja sonora de un tambor tembloroso que alguien toca en los confines del llano. A su par había un joven fornido que no le quitaba el ojo a una espectacular rubia de Boina Roja. Él parecía querer decirle algo a ella, o quizá quitarle la Boina Roja. Pero vacilaba olímpicamente; hasta que al fin algo le dijo. Aunque ella no se inmutó ni tampoco le contestó. A la sazón desde muy atrás llegaban gritos y empujones. Llegaban como puñaladas finas y rápidas. Luego, se iban intempestivamente como una bandada rebelde de pájaros bermejos. La orden era avanzar pesadamente y acercarse a un muro imbatible. Para luego frenar de golpe y respirar con holgura.Y todas las miradas convergían en la Boina Roja.
XXIII LOS TORREONES MEDIEVALES
En ese maremágnum, hacia muy atrás, en lo profundo de la masa humana, sobresalían como torreones medievales, las cabezas de dos mujeres que no cesaban de gritar a saber qué. They were very high, voluminosas y pesadas como si semejasen un cuerpo tallado en pura pasta italiana. Mujeres, tout à fait, fuertes, y de anchos hombros y trenzas largas y trenzas negras. Ellas luchaban por moverse. Y muy delante de ellas ya despuntaba la espectacular rubia de la Boina Roja, que había optado por hacer señas con la mano de su brazo derecho. Y cuando se cansaba, sacaba oportunamente su brazo izquierdo, y su mano izquierda parecía moverse como si estuviera nadando; y al mismo tiempo con su mano derecha sostenía un abanico que ocasionalmente usaba. Y que a la distancia nadie notaba lo del abanico porque hacía el movimiento alterno tan rápido que siempre parecía la misma mano. Y un poco más adelante, estaba de nuevo la madre, (que ya había avanzado), y que descansaba con la guagua que ya para entonces había dejado de llorar. Y, al fin la madre, después de una tenaz escaramuza, había logrado colarse entre una capa de gente, al imponer frenéticamente su perfil izquierdo. Mientras que su perfil derecho, sin embargo iba quedándose rezagado, a pesar que con su mano derecha acolchaba al infante que lucía tan remoto como una criatura que sueña. Pero el crío no dormía ni tampoco soñaba, sino que les veía a ellos con una mirada glacial. Y después que la madre llegó al mostrador y por fin, ser atendida, entre un alivio en su rostro y detrás de ella un mar de manos estiradas.
XXXVIII. CAMPO IMPRESIONISTA
Con la lluvia revolcándose en aquel campo; y que de pronto se quedó tan vacío como una plaza a medianoche. Bajo una luna escondida, detrás de una cordillera de nubes que se va desencajando misteriosamente, en una arquitectura de formas borrosas y metafísicas. Y en cuanto al ancho y ajeno escenario, ellos pronto se percataron de que un ligero movimiento aparecía entre la lluvia. Apenas un movimiento fugaz, una sombra intermitente. Como la que uno vería si estuviera viendo la lluvia caer desde detrás del vidrio delantero de un auto Ford Galaxie 500, con los parabrisas a toda velocidad. Mover, moverse. Algo se movía entre la lluvia, alguien o algo corría. Ellos vieron a alguien correr, era un hombrecito que vestía de negro, que daba menudos saltos; y luego grandes e imposibles zancadas. Y detrás de él corría, lo que parecía ser un perro. Y vaya que si era un perro porque empezó a ladrar. Entonces, el hombrecito de negro enfundado en una cierta ligereza, se detenía a tomar aire, y ahí parado elevaba los brazos a la altura de sus hombros, para después bajarlos y continuar corriendo, primero trotando y luego a grandes e increíbles zancadas.
XXXIX. KAFKA Y SU PERRO
El hombrecito todo lo hacía con tal parsimonia, que se pensaría que actuaba como si no se diese cuenta de que estaba lloviendo. Y simultáneamente cuando el hombre dejaba de correr, el perro también interrumpía su carrera. Y al momento que el hombrecito empezaba nuevamente a correr, el perro volvía a perseguirlo siempre endiabladamente ladrándole, tal cual persiguiera una sombra inalcanzable. Y esta vez no había un «horizonte de perros que ladraban cerca del río». Era únicamente un perro, que ladraba tanto como si fuese un horizonte de ladridos. Tampoco había ningún río cerca. Pero, quizá en el Mapocho, se había organizado un horizonte de perros ladrando cerca del rió. A quemarropa el acto se repitió varias veces a campo abierto, hasta que antes de llegar al final del campo, el hombrecito de negro vio el reloj de su muñeca y comprobó que eran las tres de la tarde. Aunque de lejos se pensase que eran las cinco de la tarde. A lo que el hombrecito giró bruscamente hacia la fuente, la cual apenas se distinguía entre la borrosa cortina grisácea que amontonaba el agua del chorro vertical de la fuente y de la lluvia que caía a torrentes.
De trashumancias y otros textos
Encuentro lejano
Desde lo alto de una colina un hombre contempla la cautiva y hermosa pradera. Él solía visitarla una vez por semana. Toda su vida la había visto y no se cansaba de amarla. Ese tarde cansado se sentó sobre la hierba y reclinó su espalda sobre la saliente de una amable roca. Sin perder de vista la escena maravillosa de aquella pradera: el hombre caviló en el vasto y misterioso universo, pensó en el fugaz e inmemorial tiempo, y se quedó dormido.
Dormía profundamente cuando el movimiento de un tren alteró el paisaje. El tren pasó veloz y con su traqueteo desarmó la escena campestre. En uno de los vagones iba un hombre, era el único pasajero. Él hacía ese viaje una vez por semana. Llevaba cumpliendo ese recorrido toda su vida y se conocía de memoria el infatigable paisaje. La noche se deslizaba a ráfagas ante sus ojos, y al ver aquel firmamento que conocía perfectamente bien, y que siempre lo hacía pensar en el infinito y en el movimiento de los cuerpos celestes. Esta vez, contrario a su costumbre, ya cansado y con los párpados que casi se le cerraban, se quedó dormido.
Mientras tanto, el hombre de la pradera recostado en la hospitalaria saliente rocosa, al oír el ruido del tren, se despertó y sobresaltado vio pasar aquel tren que jamás había visto. Y se preguntó: ¿Qué hace ese increíble tren aquí? Mientras que, al mismo tiempo, el hombre que iba en el vagón del tren igualmente súbitamente se despertó y al ver desde la ventana una pradera que tampoco jamás había visto; se preguntó: ¿Y de dónde ha salido esa colosal pradera?
*
La playa del mundo
I
Al principio
Por fin, después de una lucha colosal de grandes titanes y fuegos en el cielo y terremotos por doquier, la tierra se había transformado en un hermoso lugar: portador de la claridad y de la iluminación. Todas las luces del mundo se encendieron. La ecuación no era perfecta, pero sí idílica. Ese día el sol reposó sobre el color metálico de un manto de nubes y su luz caía lentamente, y tocaba cada hoja y cada pedacito de hierba. Paulatinamente, la luz comenzó a derramarse sobre cada cosa y ser de toda la explanada del mundo; que antes había sido inhóspita, agreste, árida, desolada, infértil, wasteland. Y al instante, cayó como bajada del cielo, un tiempo singular, sin la degradación de la tierra, sin el aire contaminado. Sin autos ni ferrocarriles, y sin aviones ni portaaviones. Era el comienzo…
La mañana
El murmullo, el cuchicheo, el silbido, canto in crescendo de las Leaves of Grass, suavemente movidas por el viento. Y el balbuceo de un arroyo inundó el aire; y su coro musical perfectamente orquestado y muy a acompasado con el dulce espíritu que imperaba en el mundo. Ahora todo era poderío: la mañana con su vitalidad matutina se desparramaba sin fronteras: los árboles crecían majestuosos, potentes y misteriosos. El león y la oveja convivían en paz. Y las aves descendían y se alzaban, hasta parecerse a livianos cometas atados a un hilo sostenido por la mano de un niño que recién acababa de despertarse.
La tarde
Al atardecer un tenue sueño se apoderaba de todo. La explanada del mundo yacía silenciosa y estática. Y contemplada a gran distancia, parecía una escena vista desde el pico de aquella montaña, desde la cual una tarde gris Leopardi se la pasó admirando el infinito. O aquella otra en que Petrarca ejercitó los músculos en el ascenso al Ventoux. O acaso como Cézanne al observar y medir en paciencia infinita la línea imaginaría de la vertical del Sainte-Victoire. O quizás como un explorador extraviado ve a sus pies la estepa tupida y lejana desde una tarde nubosa, nevada y fría, desde la cima del Kilimanjaro o del Aconcagua.
Todo era mágico, aunque concreto como el cemento portland. Y una particular y amable interrogación flotaba por doquier; mientras que la tarde se desplazaba lentamente y una nueva revuelta de colores comenzaba a revolver el horizonte. En que el azul del cielo se había transformado en una tonalidad compacta con los diversos colores rebeldes con que inundaba sus cuadros Kandinsky. Sin lugar a dudas, la tarde desaparecía con los pasos firmes de un fantasma guerrero y jubiloso y muy seguro de sí mismo.
La noche
La noche domino el paisaje, y cubrió con su manto de misterio toda la extensión del firmamento.Las estrellas exhibían su imperio, y parecían agrandarse con las formas contorneadas y su repetición mántrica de las noches estrellada de Van Gogh. O las impensables formas de las fotos fantasmagóricas del telescopio Hubble o Webb. Y la explanada volvía a dormir, prosiguiendo en su interminable e incansable faena, señalada antes de que el mundo fuera mundo. Y ese mundo a bocajarro a la mitad de la noche, en una maroma pronunciada de medianoche. Como el movimiento musculoso de una ola que deposita un navío, volvió a alterar el paisaje. La noche corrió la voz. Y los pájaros sorprendidos parecían sombras aladas en permanente huida, la maleza uniforme comenzó a refugiarse, el arroyo tímido apagó su canto. Y el movimiento de paso de los animales cesó abruptamente.
II
Lo que oyó el viento
Primero, se oyó un sonido indefinible que cada vez se acercaba más. El viento conmovido quedó en paréntesis. La tierra ligeramente temblaba. El paso veloz y su traqueteo, volcó la escena campestre en una escena marítima. Y toda la explanada del mundo se convirtió en el sueño de un guerrero extravagante, solitario y soñador.
Lo que vio el mar
Después, el mar se llenó de navíos. Todos los navíos del mundo inundaron con sus quillas y sus velas todas las playas del mundo. En uno de los navíos iba un hombre, era el único tripulante de aquel navío inmemorial e inmortal. Al hombre le llamaban Ulises.
Lo qué dijo el sueño
El hombre se llamaban Ulises. Dormía, soñaba con las playas de Troya.
*
El espíritu de Ifigenia
La tarde desembarcó sin arrepentimiento, sin claraboyas, asaz trashumante. Al tiempo ella tuvo la sensación que las palabras le huían y los recuerdos se desvanecían, como la estela efímera que va escupiendo un navío al ir achicándose en alta mar. Sintió en profundo el tañido de una cuerda de citara, la rasgadura de una emoción en vigilia, una grieta que se ensanchaba en el recuerdo. Eso la aterró. Y decidió anotar sus recuerdos en tarjetas de papel amarillo del que había varias resmas en el escritorio de Padre. Y una vez escritas, las guardaba y de vez en cuando, las leía en voz alta, a la hora en que la verbena de la tarde en oleadas, desbrozaba pedazos concretos y entumecidos del mundo. Fue en ese período de espera y redención, en que al hojear una revista, se tropezó con la palabra sacrificio, sin poder comprender su significado. En vano al olor del incienso, la rememoró. No sabía si era un objeto, una fruta o un animal. Buscó en los libros, en las revistas sin columbrar la angosta puerta, que le develara el castillo interior, que germinaba en aquel vocablo humeante. Subió al segundo piso, exploró con las manos, indagó con la mirada. Buscó, buscó, buscó, algo que le revelara la porción del universo ardiendo en ese vocablo. Nada vino a su mente; salvo unas gotas de añoranza, una cena decembrina, un candelabro encendido, y un villancico batiente.
A partir de entonces, antes de que el nombre de las cosas desapareciera en su ya frágil memoria. Pensó en ponerle nombre a todo, rotular cada cosa de la casa, y descombrar cada significado. Esa actividad física y ejercicio mental, la hizo sentir mejor. Durante siete meses, siete días y siete noches, persistió en esa tarea. Asignó un nombre a cada cosa. Catalogó todas las revistas y escrudiñó cada libro de la biblioteca de Padre. No cejaba de hacer incesantes apuntes, cuando el papel se le acabó, empezó a escribir en las paredes lisas, en la superficie plana de las mesas, detrás de la puerta umbría de los armarios. Y un mural de grafías pobló los límpidos e incólumes estancias de la casa. Cuando ya no hubo más resquicios en donde escribir; memorizaba lo que no había apuntado y se entretenía repasando lo que había escrito. En las noches estrelladas repetía y repetía y repetía en voz alta, el nombre sagrado de las cosas. Y aquel nombre expedía columnas de incienso, aras de sacrificio y alquimia en redención. Su propio nombre, abnegado y secreto: ¡Ifigenia!, ¡Ifigenia!, ¡Ifigenia!
CREDITOS
Textos
Mario A.Membreño Cedillo
Ilustraciones
Dibujos
Plaza de las palabras
Fotografía
Cerro Santa Lucia, Santiago de Chile
Plaza de las palabras