El sueño de Valverde por Mario A. Membreño Cedillo. Post Plaza de las palabras



2983 palabras

El sueño de Valverde



Palabras convencionales que delatan

una trama sencilla,

 pero que progresivamente toman

una careta insospechada.

Es como jalar una  correa creyendo

que lo que va asomar

 es un simpático bichon maltes,

y lo que aparece  es un 

imperativo tiranosaurio incoloro.

 

Para comenzar no había un principio claro y definido. Todo tan fuera de las manos, todo tan borroso, todo tan  perfecto y circunstancial.  La cabeza se le revolvía  con la fuerza de un torbellino de figuras. Si bajaba o subía las escaleras no tenía la más mínima importancia.  Podría haber sido como el salto inesperado de una  rana, nada cambiaría si saltaba de un lado al otro del charco. Después de la matemática consumación, que importancia tendría una minuciosa inspección o un detallado informe. Sobre todas las  impecables teorías y las calibradas especulaciones:   yacía sobre las gradas de mármol, un cuerpo que hasta hace unos minutos despuntaba en vigor. La cosa era para jalarse de los pelos.  A veces parecía  que todo era  una opera cómica, como si una estatua de sal se hubiese desprendido de su pedestal, y soberanamente  irrumpiese  bajo la aromática luz de una luna de queso gruyer y aceitunas. 


I

Para Santiago  todo empezó cuando el señor Valverde lo llamó por teléfono a  la medianoche. Él decidió levantarse, pensó que era Isabela, algún problema de Isabela en Madrid. Solo ayer él estuvo dejándola  en la estación del tren,  se despidió de ella con una sonrisa generosa y un beso dulce en  su mejilla nacarada.  Y ella le dio su adiós lanzándole su inconfundible mirada enigmática. Pensó que la llamada obedecía a esos  arranques imprevistos de Isabela; ya  la imaginaba asegurándose si la calefacción estaba en su punto, o si había dejado suficiente alpiste para los canarios. Todo era posible con Isabela, siempre entre las imprevisibles puntadas y las audaces  corazonadas. Un abanico de acertijos, ¿a qué no adivinas?, decía ella con una leve sonrisa  editada en su rostro. Simplemente así era ella: luna lunareja,  verdes ojos verdes y lindos labios de boquita dibujada. Pero en definitiva no era Isabela la que llamaba;  sino el  señor Valverde, su vecino de enfrente y recién mudado.  El mismo  que todas las mañanas solía salir puntualmente, siempre de trajes grises, siempre perfecto ejecutivo bancario de corbatas sobrias. Y siempre rodeándolo victoriosamente un olor a lavanda. Ese mismo Valverde, que al teléfono  con voz agitada,  lo había llamado a medianoche. 


—Soy Valverde…, su vecino de enfrente. —dijo con voz entrecortada—. Necesito que venga, algo pasa….

— ¿El señor Valverde, mi vecino de enfrente? —preguntó Santiago con cierta sorpresa en su tono.  

— Sí, soy Valverde, su vecino de enfrente… —repitió Valverde con indudable ansiedad en su voz. 

—¿Cuál es el problema? —volvió a preguntar titubeante Santiago, pero al otro lado del aparato ya no había voz.


II

Al principio Santiago quiso colgar el  teléfono y casi lo cuelga,   si no lo hubiese dominado ese deseo casi fáustico de contestar un teléfono a medianoche, deseo que lo arrastró lejanamente, casi como sí  otra mano poderosa que no era la suya se encumbrara desde  a saber dónde. Y  sin más y más, se vistió, si eso se puede llamar vestir, y mientras lo hacía atisbó por la ventana, y comprobó que había  luz  en  la casa del señor Valverde. Lo primero que pensó es  que apenas lo conocía. Por lo que concluyó que  no tenía por qué ir; aunque recordó que las pocas veces que lo había encontrado se había mostrado  muy afable con él. Por lo que sin  esa  manía  de demorar las cosas,  salió resuelto rumbo a la casa de su vecino. A esas horas de la noche se respiraba una exquisita tranquilidad rupestre, y el  aire fresco desencadenaba una inmutable serenidad prehistórica.  Y cruzó la calle bajo la luz redonda de las farolas,  la verja estaba abierta, caminó por el sendero adoquinado del  pequeño jardín, y subió las gradas al zaguán alumbrado. La puerta  estaba ligeramente abierta, la empujó con ese respeto con que uno abre suavemente una puerta cuando no es la propia. El señor Valverde lo esperaba y lo pasó de inmediato adentro, y luego, lo llevó a un saloncito  sobre el que caía una pálida luz. Y ahí le indico un sillón, ambos se sentaron uno frente al otro.

III

El señor Valverde  no se  anduvo con preámbulos y rodeos, fue inmediato,  y comenzó su    discurso noctámbulo:

— Seré franco y directo  Santiago, gracias por venir—dijo Valverde—, sé que no es usual llamar alguien a medianoche. Disculpé que lo haya molestado, ha ocurrido algo extraño, no soy muy dado a ensoñaciones, ni alucinaciones. He tenido un sueño de lo más raro. No sé cómo explicárselo, siempre he tenido aversión a este tipo de cosas. No sé qué pensar....tuve un sueño de estrellas.

—Sí, —contestó Santiago casi mecánicamente y todavía con rezagos de sueño.

Valverde lo volvió a reiterar tajantemente, esta vez  sin vacilaciones:

Tuve  un sueño de estrellas. Sí, es como si las estrellas le cayeran a uno. Lo dijo con tal convicción que Santiago comenzó a preocuparse. Mientras que Valverde continuó:En  disciplinado orden,  las estrellas,  de una en una, de dos en dos, de tres en tres;  repentinamente todas, implacables y amenazadoras. Uno las ve fijamente,  y son   un bosque en movimiento y empiezan  a venirse directo sobre uno.

—Si —dijo Santiago que seguía atónito y bostezo.

Valverde prosiguió  hablando y casi como disculpándose le aseguró a Santiago que  no conocía nada sobre las estrellas, ni de  astrología, ni siquiera acostumbraba ver las estrellas antes de dormirse.

— Para mí una estrella es solo una estrella. —dijo  Valverde—. Luego continúo hablando. Soy un hombre práctico, y para nada me gustan las cosas que no están sustentadas en hechos reales. Aborrezcolas fantasías y las cosas raras.Al decir las últimas palabras pareció vacilar, guardó silencio por unos instantes, y Santiago se quedó con la impresión de que Valverde iba a decir algo más que no dijo. Su talante cambio y parecía un hombre preocupado por algún recuerdo atroz. No obstante, pronto, volvió  a tomar el hilo, y siguió explicando categóricamente: La cosa era tan real que me desperté al instante.  Casi por instinto  encendí  la lamparilla de la mesa; y después de salir del cuarto  prendí  las luces que iluminan las escaleras, las bajé con cautela,  hice un rápido  recorrido por la planta baja;  y desde la ventana de la sala, eché un vistazo hacia afuera. Y seguidamente salí al zaguán y deje encendida la luz. Volví adentro, subí al cuarto pensando que todo era una tontería,  sin saber a qué hora y cómo me quedé dormido. Y ahí volvió a comenzar todo.

Después de haber dicho eso volvió a callar. Y Santiago no interrumpió su silencio. Al poco rato  Valverde reanudó su relato: Una negrura sin luna cubrió la cuadratura del horizonte, y luego, volvieron aparecer resplandecientes las estrellas: de una en una, de dos en dos, de tres en tres, y el horizonte  se llenó de estrellas. La impresión  fue tan intensa que   volví a despertarme, esta vez con un ligero escalofrío. Decidí  llamar a alguien pero  ¿a quién llamar? Pensé que sería insensato  telefonear a la policía por un sueño de estrellas. Lo recordé a usted,  el único vecino que me  había visitado cuando me  mudé a ésta casa y que me había dejado  su tarjeta de presentación

IV

Santiago no le respondió de inmediato porque no sabía que decirle, para él aquel asunto era una novedad, solo comparable a las ocurrencias de Isabela. A toro pasado, Santiago,  le aconsejo a Valverde, no sin cierta indecisión que los sueños son los sueños, y que no hay que tomárselos tan en serio. Sin embargo, Valverde no parecía ser la persona que espera comprensión, ni ese parloteo que pide a gritos la anuencia a todas las cosas inexplicables. Fue en ese intervalo, que por un momento Santiago estuvo a punto de levantarse e irse,  pero sin saber por qué cambio de parecer, y pensó las palabras apropiadas  para tranquilizar al señor Valverde. Aunque aún se sentía tan desconcertado como al inicio. Y  las palabras se le habían encabritado como una loca carrera de cometas desbocados. En vano intento  sonreír con ese tipo de sonrisa que  basta para decirlo todo. Y curiosamente, entre estrellas y sueños, volvió a pensar en Isabela y sus revelaciones siempre ocurrentes e inverosímiles.  Sabía que a Isabela le encantaría semejante historia. Ya le parecía estar escuchando sus exclamaciones, la imaginaba resuelta y feliz lanzando incursiones a cada  gesto y a cada palabra de Valverde. Pensó cuánto disfrutaría Isabela con las historias del señor Valverde, y hasta llegó a pensar que al regreso de Isabela, no sería mala idea presentárselo. Mientras tanto Valverde que no le quitaba la vista de encima, estaba ansioso de encontrar en Santiago unas palabras que aliviaran, su tormento. Así que  Santiago pensó  tomarse el asunto por el lado flaco,  e instalarse con comodidad en una salida elegante. Y lo hizo a medias, le dijo a Valverde: “Ha de ser una pesadilla, a veces sucede”.

El señor Valverde tampoco pareció darse por aludido con lo de la pesadilla. Y Santiago creyó, por los movimientos de  manos de Valverde, que éste  esperaba algo más o que aquel creía que había algo más. Y que Valverde no era de los tipos que se calmaría con un simple enunciado del problema, sino solo con una acertada justificación de los hechos.  Pero Santiago sabía que no le podía responder, porque aquello estaba más allá de su comprensión.  Entonces fue el señor Valverde  quien pasó a tomar al toro por los cuernos, le preguntó a Santiago, si alguna vez había soñado exclusivamente con estrellas. Santiago pareció vacilar, pero pronto volvió a conquistarlo el semblante de quien nunca ha soñado con estrellas ni cree en cábalas.  Y le aclaró a Valverde no saber mucho de sueños y menos de estrellas. Y después  pasó a explicarle que no era tan frecuente soñar con estrellas, y que uno a veces  se sueña  recorriendo una antigua casa que a todas luces sabe que no conoce, o se sueña caminando por una calle que se alarga mientras las fachadas ondulantes neciamente lo persiguen. Sin embargo, lo de las estrellas parecía otra cosa. Valverde lo escuchó asintiendo cada afirmación de Santiago, sin pronunciar ni una sola palabra. Hasta que Valverde sorpresivamente, le dijo: “¿Y en lunas?”, Santiago pareció reaccionar con la pregunta, y le vino a la mente, la Isabela de sus primeras citas, a  quien un día le había dicho: “Sabes Isabela, eres muy alunada y siempre lunarosa”. Y recordó que a  Isabela le había encantado aquella frase. Pero eso había sido hace mucho tiempo,  y aquello había sido otra cosa. Al fin y al cabo,  no tenía por qué estar recordando a Isabela en casa de un desconocido.

Entonces Santiago asumió otra postura, y solo se limitó a decir que no sabía nada de lunas.

 — Si —le respondió Valverde, pensé que había un parentesco entre las estrellas y la luna.

Santiago fingió no sorprenderse con esa afirmación, pero prefirió no comentarla porque las cosas podrían tomar otro giro. Para ese entonces a Santiago ya se le  había acabado su repertorio de sueños, lunas y órbitas celestes,  y solo pensaba que era inaudito estar a medianoche con un hombre con el que  apenas había cruzado palabras, conversando de estrellas y lunas. Al fin, empuñando una salida cabal,  término exponiéndole, como teoría verbal:

— Simple, así son los sueños, uno nunca sabe si sueña con estrellas narigudas olfateando la   luna, o con paquidermos a dieta reposando  despreocupados  en alguna playa mediterránea.

Después de aquella frase, entre lo espacial y lo turístico,  la conversación sobrevivo entre frases puntuales  y un tácito entendimiento. Y al puñetazo del tiempo, el propio señor Valverde, ya con el ánimo recobrado y sereno, fue quien  le aseguro a Santiago que todo se debía al  exceso de trabajo. La despedida fue breve, y Santiago se marchó a su casa flanqueado, entre  unas ganas rotundas de volver a dormirse y una persistente extrañeza que aún no lograba descifrar.

V

Para Santiago todo volvió a esa normalidad de reloj que con disimulo encubre el orden inmutable y secreto del universo. Uno se duerme, o cree dormirse, pero intempestivamente se despierta porque  lo golpea en la cara  el descarado frío que entraba por la ventana  abierta. Se levanta de  la cama y cierra la ventana. De  golpe, lo vuelve a sorprender el timbre del  teléfono. Ya ante el teléfono, por un instante duda en levantarlo,  pero creyendo que esta vez sí podría ser  Isabela  que lo llamaba de Madrid.  Lo levanta; pero no era Isabela, era de nuevo  el mismísimo señor Valverde quien lo volvía a llamar, esta vez más agitado, e insistiéndole que urgentemente viniera.  Santiago   se arrepintió de haber contestado la llamada; sin embargo  le dijo a Valverde que se calmara y le aseguró que pronto estaría allí. Aunque aquello le pareció que ya era un juego de locos. Quiso llevarle a Valverde unas pastillas para dormir, y las rebuscó en el tocador de Isabela,  sin poder hallarlas;  entonces alcanzó algo para abrigarse del frío, y se puso  la bata nueva que sorpresivamente  Isabela le había regalado  antes de irse a Madrid. Y mientras se la ponía  se imaginó a Isabela caminando glamorosa e irreverente  por la Gran Vía, y atrapando una red de miradas en la Plaza del Sol. Y todavía  pensaba en Isabela cuando a media escalera se detuvo bruscamente al percatarse de  los nítidos estampados de la bata. Incrédulo, la repaso de arriba  abajo; y casi sintió la presencia de  Isabela como si ella hubiese estado  a su lado murmurándole misteriosas  palabras al oído.

VI

Y mientras tanto, Valverde cansado  y frenético de esperar a Santiago,  se  asomó  a la ventana,  y al ver las  luces encendidas de la casa de su vecino;  decidió ir  a su casa en lugar de seguir  esperándolo.  Después de cruzar estoicamente la calle,  lo sorprendió la sombra veloz de un veloz gato;  y ya en el jardín, a un extremo  distinguió los contornos difusos de los tilos que rompían en filigranas la  guarnición  del horizonte;  y sobre ellos redonda se alzaba la concluyente luna. Ya frente a  la puerta, no tocó porque la puerta estaba ligeramente abierta y él solo le dio un leve empujón, como quien empuja el aire, y  al pie de las gradas halló  tirado un cuerpo cercado de puro silencio. Aún conmovido no tuvo ni la mínima duda de que era Santiago, y que estaba tan muerto como la misma muerte. Valverde  aturdido y sin saber qué hacer, casi por instinto, levantó su voz preguntando si había alguien más en casa. Sin llegar a oír respuesta ni el más mínimo ruido. Entonces estuvo a punto de salir y llamar a los vecinos, pero pronto desistió de eso. Por qué cómo explicar su presencia en una casa que no era suya, con un muerto que  prácticamente no conocía y en medio un sueño de estrellas. Así que Valverde no hizo lo de rigor.  Él no llamó a nadie ni abandonó la casa.  Pensó que todo era un fatal accidente; simplemente Santiago se cayó en las escaleras algo que a veces pasa. Sin embargo, se imaginó  los cansinos interrogatorios  de la policía,  una legión de especialistas que entraban y salían.  Mientras,  que anonadado pensaba que  aquello no era  con él. Y si la función terminase feliz y  con un final saludable,  él se podría  despedir y decir “esto no es conmigo”. Pero no era así, Valverde estaba incómodo y presentía que todo aquello lo arrastraría irremediablemente  a un profundo hoyo negro.

VII

Todavía en la casa de Santiago, pero menos impresionable y más repuesto, Valverde pensó en todo lo que sabía, que no era mucho. Por lo que decidió acercarse más al pie de la escalera donde yacía tendido Santiago: inerte y  enfundado en  una primorosa bata  azul marino. Esta vez lo observó con mayor detenimiento y distinguió que en la bata en letras bordadas, a la altura del pecho izquierdo, se leía: “De Isabela con Amor”. Al leerla Valverde se quedó atónito, quiso largarse de inmediato, sin poder hacerlo. Ocurría algo que no terminaba de explicarse, y que ahora lo  detenía. Ahora confuso, carente de voluntad y apabullado, por fin se sentó en la comodidad de un sofá frente a la ventana. Y   pensó  si ese nombre Isabela, bordado  en  la bata de Santiago sería la misma  exótica mujer de pelo rojizo que un mes atrás, en un bar de solteros le había recomendado la casa a la que se mudó. Y que con una mirada voluptuosa le había dicho “Soy Isabela, siempre Isabela, sabes cariño, los astros te sonríen”. Valverde impresionado por aquella encantadora mujer, regresó  repetidas  veces al mismo bar, sin volverla a encontrar.  Pero sabía bien que desde entonces la imagen turbulenta y seductora de aquella mujer  había venido pisándole los talones  como si fuese su sombra, sin poder librarse de ella. Pero pensó que lo prioritario era considerar todas las posibles implicaciones. ¿Cómo explicar lo ocurrido?, se preguntaba afanoso Valverde;  mientras volvía a ver a  Santiago que  como una estatua yacente con los ojos levemente entornados, denunciaba el mutismo de una piedra.  Y que mientras más lo veía, más lo doblegaba una profunda somnolencia.  Él  quería irse, luchaba por sobreponerse, pero una fuerza irresistible lo dominaba.  Por unos instantes se quedó pensativo como un  forastero;  y ya a punto de que el sueño lo envolviera, sacó un  último residuo de voluntad, hasta llegar a un estado mental en que ya nada le importo: solo volver a recordar  con placer los seductores ojos verdes de Isabela; su mirada avasalladora, sus provocativos labios turquesa, su voluptuoso cuerpo pródigo,  sus manos ensortijadas siempre habitadas de frenéticos encantos. Y  al fin, Valverde exhausto,  gozoso y ya casi petrificado;  por primera vez,  la vio venir,  cara a cara .Y la visión era  terrible y concluyente.

Créditos


De La Orientacion de la mirada y de Cuentos profanos © 2007 Mario A. Membreño Cedillo.


Ilustraciones


Plaza de las palabras


4 Cuentos


Link a otros cuentos de Mario A. Membreño Cedillo publicados en este blog.


La Provenza en la pampa del libro  La orientación de la mirada

https://plazadelaspalabras.blogspot.com/2014/04/cuento_11.ht



El panteón de los ingleses  de Cuentos Profanos

https://plazadelaspalabras.blogspot.com/2015/08/cuento-el-panteon-de-los-ingleses-la.html


ORBIS & URBIS. PUNTO DE INFLEXIÓN: EL DESAFÍO DE SUBORDINAR LA ECONOMÍA A LA REPRODUCCIÓN DE LA VIDA (ENSAYO) POR ÁLVARO CALIX. POST PLAZA DE LAS PALABRAS .


«plaza deas palabras en su sección orbis & urbispresenta elensayo punto de »inflexión: el 

plaza de las palabras en su sección orbis & urbis presenta el ensayo punto de »inflexión: el desafío de subordinar la economía a la reproducción de la vida  de álvaro calix. el autor es un académico y escritor hondureño que ha incursionado en el cuento y en la poesía. actualmente reside con su familia en ecuador y trabaja como investigador social y analista de políticas de desarrollo.  el autor esta vez nos presenta un fino análisis y muy esclarecedor sobre de la actual globalización económica y sus consecuencias en el planeta. dice Álvaro Calix  

«más allá de los intereses y conflictos en el tablero mundial, el principal rasgo de las tensiones del capitalismo del siglo xxi es que la base de sustentación de la economía y de las sociedades humanas muestra riesgos alarmantes. el planeta no puede soportar la pretensión de crecimiento y acumulación ilimitada. el cambio climático, la destrucción de la biodiversidad son dos de los principales límites ambientales transgredidos, y ambos se comportan en forma sinérgica para desatar otros problemas que perjudican al mundo entero, en especial a los grupos más carenciados. »


2812 palabras

Punto de inflexión: El desafío de subordinar la economía a la reproducción de la vida


Álvaro Calix

Pueden identificarse dos rasgos esenciales en el paradigma que sustenta al capitalismo financierizado  global. Por un lado, la acumulación incesante de riqueza en favor de una minoría y, por el otro, la aceleración de los procesos y ritmos de vida sometidos por el régimen económico. Es evidente la abultada acumulación de capitales, de conocimiento e información estratégica y, en general, del conjunto de activos más valorados por el sistema capitalista. Esta acumulación está concentrada en pocas manos, y responde al inviable afán de crecimiento ilimitado en un planeta con recursos finitos. Para que este acaparamiento tenga lugar, se recurre a una división internacional del trabajo basada en la desposesión y alienación del grueso de la población. En complemento, el rentismo y la especulación se han convertido en una diada estratégica para generar el enriquecimiento del statu quo tanto en el norte como en el sur global.

Es también indiscutible la aceleración de los ritmos del metabolismo social.  Esto se expresa en la celeridad del tiempo cotidiano, en la pronta obsolescencia de bienes, servicios y personas y, sobre todo, en la aceleración de los flujos de comunicación y conectividad. La gravitación de estos factores ha conformado un sistema complejo que, a falta de frenos y contrapesos,  acelera también la depredación ambiental en proporciones nunca vistas. Por supuesto, la complejidad de las sociedades comporta cambios e interacciones que son inherentes y deseables a la condición humana, por lo que no sería sensato evocar la inmovilidad de las estructuras sociales. El problema está en quiénes y con qué propósitos gestionan la intensidad y dirección de los cambios estratégicos.

Si la aceleración multidimensional que vivimos hoy riñe con el disfrute de una vida plena y emancipada, conviene ponerla en tela de juicio y cuestionar sus móviles. Además de provocar desigualdades inexcusables en una época en la que es posible producir bienes y servicios para cubrir las necesidades básicas de toda la población, el problema de fondo es que las fuerzas motrices del sistema capitalista nos conducen al precipicio, al poner en riesgo los hábitats que sustentan las diversas formas de vida. El ritmo actual de extracción, de utilización de materiales y de uso de energía es insostenible. Tampoco hay que perder de vista las enormes brechas en los niveles de consumo, así como el derroche de los estratos más ricos. Ya en 2018 se estimaba que se requerían 1.7 planetas tierra para satisfacer la demanda actual de recursos.  Detrás de este promedio se solapan grandes contrastes, los países más industrializados demandan recursos que multiplican por tres su biocapacidad. Si todo el mundo consumiera como ellos se requerirían tres planetas para mantener ese tren de vida. Al ser insostenible que toda la población consuma al ritmo de los estratos más ricos y que, tampoco, se puede condenar a los grupos más pobres a un subconsumo que linda con la miseria, urge una mejor distribución de los frutos del progreso humano, pero, ante todo, es necesario replantear la concepción de bienestar que subyace en el imaginario del desarrollo.

La vida y la ciencia están cada vez más atadas a los designios del capital. Esta afirmación no pretende avalar una oposición ciega hacia los innegables avances en la ciencia y la tecnología. A lo largo de los siglos, la inventiva humana ha logrado superar grandes problemas civilizatorios; no obstante, conviene interpelar los determinantes de este vértigo que hoy parece imponerse y naturalizarse sin mayor resistencia. El discurso hegemónico machaca hasta el cansancio que el mundo debe de estar en permanente innovación, aunque esa obsesión por lo “nuevo” responda más al afán de lucro y de poder que a la solución de problemas cruciales de nuestro tiempo. A la vez tacha de “arcaicos” a los grupos sociales que se resisten a la deshumanización, al frenesí de los ritmos de vida y a la desmedida aprehensión por atesorar bienes materiales. Desde esta perspectiva, el capitalismo, como régimen de producción y como modo de organización social, es solo un resultante de un paradigma mucho más amplio que está a la base del tipo de modernidad que se ha impuesto en el imaginario occidental.  Ciertamente, solo un despertar masivo,  un salto cualitativo de la conciencia individual y colectiva podrá revertir la destrucción de la diversidad biológica y cultural del planeta.

Estamos ante un punto de inflexión dentro de los llamados ciclos largos del capitalismo. Nos aproximamos quizás al fin del “largo siglo XX histórico”. El capitalismo sufrió crisis cíclicas desde el siglo XIX hasta la fecha, y en cada episodio, entre los que sobresale la Depresión Prolongada de 1873, la Gran Depresión de 1929 y la Gran Recesión de 2008, las fuerzas del sistema han logrado salir adelante resolviendo de forma transitoria las contradicciones. Pero a la larga lo que ha hecho el régimen de producción capitalista es profundizar sus tensiones, al punto que su sobrevivencia va a contrapelo de la reproducción de la vida digna y de los soportes ecosistémicos.

La actual crisis capitalista no surge por generación espontánea. Es la reacción en cadena de múltiples eventos, decisiones y acciones que han puesto en el centro la reproducción del capital antes que la reproducción de la vida. Respecto a la dinámica del capitalismo financierizado, un hito decisivo lo encontramos a principios de los años 70, con la desvinculación del dólar respecto al patrón oro, decretado de modo unilateral por los Estados Unidos para “resolver” las tensiones de su régimen de acumulación, en mucho agravado por el endeudamiento al que condujo su empresa bélica en Vietnam. El abrupto desanclaje del patrón oro debilitó en buena medida la esencia de los acuerdos de Bretton Woods. Esto le permitió a EUA, de la mano del acuerdo logrado con Arabia Saudita para atar la comercialización de petróleo al dólar, una tecla estratégica para multiplicar y expandir urbi et orbi la divisa del dólar sin la obligación de contar con respaldo en oro. La decisión impactaría fuertemente el funcionamiento del sistema mundo: un espejismo de afluencia de dinero que exacerbó las contradicciones propias del sistema capitalista. Se inaugura una época en la que las tasas de ganancia de la llamada economía real tienden a estancarse en los países más industrializados. Para contrarrestar esa tendencia, el capitalismo recurrió en los años siguientes a la ampliación de mercados a escala global, a la contención de los salarios reales y a la automatización. Los tres factores han servido como salvavidas temporales para mantener a flote el régimen de producción.

El siguiente disparador de la crisis aparece a inicios de los años ochenta, con las desregulaciones financieras impulsadas por los gobiernos de Reagan y Thatcher, en EEUU e Inglaterra, respectivamente. Tales medidas facilitaron la movilidad de los capitales, pero a la larga favorecieron la especulación, ya que el dinero actuaba cada vez más en forma autoreferenciada para  (auto)reproducirse en los mercados de capital.  Años después, en 1999, con la derogación de la Ley Glass Steagall se consumaría en EUA -con impactos a nivel mundial- el rompimiento de los límites entre la actividad formal bancaria y las operaciones de riesgo. Dicha ley había sido promulgada en 1933 durante la presidencia de F. D. Roosevelt, en plena época del New Deal, para evitar condiciones como la que dieron lugar al crash financiero de 1929.

De manera que la expansión del riesgo y el aumento sin freno de la deuda en nuestros días no son fortuitos, son los efectos del desenlace que ha tenido el dinero fiat. Además, la especulación financiera se sincroniza con la tendencia a concentrar el comercio mundial en un puñado de corporaciones, que mantienen nexos con los principales centros financieros para acceder con privilegios exorbitados a los beneficios de la flexibilización cuantitativa y la baja de las tasas de interés. La inminente explosión de la burbuja del dinero fiat es una amenaza para la estabilidad global. Es por eso que en medio de la pandemia, organismos como el Foro Económico Mundial y el Fondo Monetario Internacional han propuesto para 2021 un “gran reseteo mundial”. El objetivo es actualizar los Acuerdos de Bretton Woods, aquellos que habían dado sustento al ciclo económico que está por concluir. Si no se da una amplia participación democrática en una propuesta de esa magnitud, aumenta la probabilidad de que se impongan como siempre los intereses del statu quo global, con lo que las medidas ayudarían a destrabar, temporalmente, los procesos de acumulación sin alterar las estructuras inequitativas y tendencialmente especulativas de la economía en boga.

Por otra parte, las tensiones geoeconómicas de la crisis en curso no suponen la disputa entre proyectos alternativos al capitalismo. Lo que vemos es un duelo entre algunas de sus variantes por la tutela de la globalización. Las tensiones entre núcleos geográficos son más complejas de lo que a priori parecen, van más allá del forcejeo entre dos o tres países. En realidad, existen profundas interacciones entre el capital financiero y productivo en cada región del planeta, por lo que la diferencia entre países y regiones radica en los roles que desempeñan dentro del modo de acumulación. Por esta razón, reducir la pugna entre EEUU y China a una mera disputa entre proyectos nacionales sería un artificio que dejaría de lado matices más complejos. En efecto, hay que escudriñar los hilos y tentáculos del capital financiero global. Los conflictos interregionales o interestatales por una mejor posición en el tinglado sistémico son, en el fondo, conflictos subordinados a la primera línea de intereses del statu quo global.

Está claro que de cualquier manera hay una disputa por la zona territorial núcleo del capitalismo, visible en las tensiones por el desplazamiento del eje principal desde EUA. y Europa Occidental hacia Eurasia. Con el propósito de mantener las tasas de ganancia en la economía real, el capital corporativo transnacional buscó la expansión de los centros de producción y consumo, aunque eso significase deslocalización de empresas y pérdida de empleos estables para amplias capas de trabajadores en varios de los países occidentales ricos. La compensación que supone recibir ahora productos industriales a bajo costo elaborados en las periferias, no compensa para esas poblaciones los impactos negativos en la cantidad y calidad del empleo. Estos efectos se observan con espacial énfasis en EUA y en mucho explican el efecto Trump que llevó a este personaje a la presidencia durante el periodo 2017-2020. Cabe remarcar que la mayor deslocalización y fragmentación de los procesos productivos, paradójicamente, va de la mano con una mayor concentración del capital en unos cuantos grupos corporativos que controlan los principales eslabones de las cadenas globales de valor.

Los países y regiones, según sus capacidades, buscan acomodarse para atraer inversiones, insertarse en las cadenas globales de valor y preservar o alcanzar privilegios estratégicos dentro del orden económico internacional. Al respecto conviene subrayar que en nuestro tiempo el capital, en varias facetas, está desterritorializado. Por tal razón no es exagerado decir que la soberanía es un atributo que parece corresponder cada vez más al capital que a los propios Estados. En consecuencia, se observan Estados muy dóciles respecto a las exigencias del capital transnacional, al tiempo que se muestran fuertes para reprimir y aplicar las políticas que favorecen a las corporaciones globalizadas.

De cualquier manera, son los países del Sur los que suelen sacar la peor parte en los cursos de acción que toman las pugnas capitalistas, puesto que siguen siendo vistos como fuente de materias primas,  concesiones fiscales más que generosas y, no menos importante, como reservas de fuerza laboral abundante y barata. Esto no impide afirmar que existe un pequeño grupo de países periféricos y semiperféricos que han aprovechado mejor su rango de maniobra para escalar dentro de las cadenas globales de valor. Pero, no pasan de ser excepciones. En términos generales, un proyecto alternativo para los países del sur global tendrá que provenir de sus propias entrañas y de una robusta acción conjunta. Sería ingenuo pensar que, las tensiones geoeconómicas que hoy vemos, suponen un proceso de liberación y cambio del papel de los países más subordinados en la división internacional del trabajo.

Más allá de los intereses y conflictos en el tablero mundial, el principal rasgo de las tensiones del capitalismo del siglo XXI es que la base de sustentación de la economía y de las sociedades humanas muestra riesgos alarmantes. El planeta no puede soportar la pretensión de crecimiento y acumulación ilimitada. El cambio climático, la destrucción de la biodiversidad son dos de los principales límites ambientales transgredidos, y ambos se comportan en forma sinérgica para desatar otros problemas que perjudican al mundo entero, en especial a los grupos más carenciados.

Entre los desafíos para emprender caminos alternativos destaca la necesidad de un nuevo orden económico que revierta la financierización y la concentración excesiva de la riqueza. El gran capital buscó en la sofisticación de los mercados financieros una vía rápida para acrecentar sus ganancias. Los contrastes entre las alzas de los mercados bursátiles y el comportamiento de la economía productiva son el reflejo de esta situación anómala. La financierización de la economía y la captura corporativa atentan contra la creación suficiente de empleos dignos, y agudizan las brechas de inequidad. Debido a lo insostenibles que resultan las burbujas especulativas, los gobiernos de los países más poderosos recurren cada vez más a la emisión monetaria sin respaldo y a la creciente toma de deuda a fin de mantener a flote la ficción de una bonanza económica. La expansión cuantitativa y la deuda con tasas de interés cercanas a cero parece una salida atractiva y fácil, pero si se vuelven cuasi permanentes se tornan en un espejismo que soslaya las secuelas de este fenómeno en el tiempo. A la postre se están promoviendo condiciones para crisis recurrentes. Los privilegios desbordados de los principales bancos centrales del mundo solo empeoran la situación y provocan una competencia desleal entre las políticas monetarias de los países más ricos y el resto. Algunas regiones, como América Latina, reciben beneficios espurios de las dinámicas del sistema financiero, en cambio quedan muy expuestas a los efectos de la sobre liquidez y la especulación que es inherente al dinero ficticio. Este fenómeno, según el momento del ciclo,  incide sobre el comportamiento de las inversiones, el sobrecalentamiento de la economía, las fluctuaciones cambiarias, la extranjerización de los activos, la súbita salida de capitales, y el encarecimiento de la deuda externa.

Respecto a las consideraciones sobre la multiplicación ficticia del dinero, en todo caso hay que escapar de la trampa de tener que decidirse entre el apoyo a la emisión exponencial del dinero sin respaldo (que termina favoreciendo a los más ricos) o una rígida austeridad monetaria-fiscal (que mutila las oportunidades de generar bienes públicos universales). Es una polarización engañosa, ya que es factible diseñar otras políticas que combinen la solidez macroeconómica, el emprendimiento y la capacidad distributiva. Por estas razones se requiere una nueva institucionalidad monetaria y financiera, democráticamente construida, para enfrentar los sesgos y excesos de la actual.

Finalmente, frente a la crisis global multidimensional no se puede anhelar un retorno a la vieja normalidad. Este debería ser el momento para una movilización a escala global que plante cara a la manera en cómo se están tomando las decisiones que afectan a la población.  Se tiene que ir más allá de la mera gestión de la emergencia y, al mismo tiempo, evitar los saltos al vacío. Se tiene que promover un cambio por diseño en lugar de uno que surja por la reacción espontánea a los efectos de una catástrofe. Los caminos al futuro deberían al menos respetar cuatro principios innegociables: el bienestar inclusivo, la autonomía individual, la solidaridad y la sustentabilidad de la biosfera. De cara al futuro no vale más fetichizar al mercado o al Estado; se requieren más bien pactos y equilibrios dinámicos que optimicen en cada momento la contribución de estas esferas. Es preciso pensar la emergencia en curso como la punta del iceberg de una crisis planetaria. Esto marca la necesidad de un punto de inflexión. Los cambios deseables y viables suponen enfrentar una serie de dilemas cuya atención amerita una comprensión y propuestas transdisciplinarias. A partir de acuerdos globales básicos, cada sociedad debería gozar de una relativa autonomía para tomar las decisiones que más convengan, en tanto no menoscaben los derechos de sus integrantes ni del resto de naciones y grupos sociales.

Además de pactos ecosociales en los territorios locales y en el plano nacional, se requiere una gobernanza global que sustituya la imposición del capital corporativo, y que aliente la cooperación en lugar del “sálvese quien pueda”. Por último, desde esta perspectiva no hay que temer a los avances de la ciencia y la tecnología; sin embargo, se precisan reglas e incentivos para que estén al servicio del interés general y de la protección ambiental, al tiempo que se revaloricen los conocimientos de los pueblos y se facilite el diálogo entre saberes. 


Ilustracion

Dibujo  Google imagen  

Dos mundos un cuento por Álvaro Calix. Post Plaza de las palabras

 




 Plaza de las palabras presenta el cuento Dos mundos  de Álvaro Cálix,  incluido en su segundo libro de cuentos Ariana y la burbuja (2014). Álvaro Cálix, es un académico y escritor hondureño que ha incursionado en el cuento y en la poesía. Actualmente reside con su familia en Ecuador y trabaja como investigador social y analista de políticas de desarrollo. Dos mundos es el tercero de los cuentos que hemos vuelto a  publicar del autor. Cuento narrado desde la primera persona y que presenta el tema de esa contradicción y encontronazo que se da entre el mundo urbano y el mundo rural,  pero que también más íntimamente se da entre el mundo  anidado en la memoria y ese mundo más inmediato que representa la prisa por la vida de las ciudades modernas. Como dice uno de los personajes del cuento  «Hay muchos mundos… y no es fácil cruzar de uno a otro.»



1149 palabras

Dos mundos


El autobús, traqueteando, por fin llega al poblado. Desde la ventana veo que franqueamos el pequeño puente de piedra y sus arcadas sobre el Río Negro. El abuelo se puso grave al caerse de una de las ramas del Matasano. Quisiera llegar a tiempo; si fallece antes, no me lo perdonaría.

Pido al conductor que pare en el desvío de Las Marías. Tras el chirrido de los frenos, advierto que nadie más se baja conmigo. La nube de polvo me envuelve mientras cruzo la calle. Con el pañuelo trato de limpiar las briznas de tierra, mezcladas con sudor, que me curten cara y cuello. Enseguida, sin proponérmelo, se agolpan las imágenes de los eneros antes de mis quince, cuando madre, durante las vacaciones venía a dejarme donde el abuelo. A mis treinta y dos, al ver el letrero de la aldea, pierdo la noción del tiempo y asumo este momento como un apéndice de aquellos días.

Siempre invariable al final de cada enero la misma pregunta… y la misma respuesta del abuelo. ¿Por qué no se viene a vivir con nosotros?, así nos contaría cuentos todas las noches. El viejo hundía la mirada en mi cara, en una encrucijada que siempre concluía con un no, Davidcito... ya querés que me muera de musepo. Entonces, convenza a mamá para que nos vengamos a Las Marías. Él titubeaba, pero de lejos tenía lista la respuesta, con voz baja decía no, tampoco eso sería bueno.

Solo una vez fue a visitarnos a la capital. Jacobo y yo cedimos el cuarto, dormíamos entretanto en un par de colchonetas en la sala. Pero antes de cumplir la semana se volvió al pueblo, sin avisar a nadie. Tiempo después entendí sus motivos: encerrado en aquella cárcel-casa de la colonia, recortada como las otras cárceles-casa, el asfalto en lugar de la gramilla, azorado por el continuo ir y venir de autos en la calle, extrañado porque los vecinos apenas cruzaban palabra. El viejo se sentía en cautiverio, y mejor se largó.

Por mi parte, nunca hasta los quince dejé de ir durante las vacaciones, fuese o no mi hermano Jacobo. Disfrutaba pisando la hojarasca del robledal, corriendo a campo traviesa, saltando los terraplenes, tendiéndome boca arriba en la sabana del campo de futbol. No salía del asombro cada vez que mi abuelo, con sólo escuchar el gorjeo, adivinaba qué pájaro se posaba en la copa de un árbol, ya fuese un alcaraván, un cenzontle o un carpintero. Pero sin duda, ¡vaya que sí me acuerdo!, lo que más esperaba eran los días de pesca en la quebrada, aguas arriba, entre los riscos, buscando las pozas zarcas en tardes iluminadas, azules, que se estiraban entre los silencios que obliga la faena. Más tarde las sardinas doradas en el fogón de la casa, con limón y tortilla. No podría tampoco olvidar las cabalgatas en mula, cruzando las lomas detrás de la aldea, luego avistar la planicie y sus plantíos de maíz y sorgo.

Cuando sea grande, abuelito, vendré a vivir con usted. Él sonreía, sin conceder crédito a la promesa, solo me mecía el flequillo del pelo. Nunca me vine a vivir aquí, ni siquiera lo pensé en serio; aunque en el fondo, sospecho, jamás dejé de desearlo. A modo de consuelo, yo creía que esa añoranza era la de un hombre que sublimaba sus vacaciones infantiles, pues vivir en estos rincones sería insufrible.

Por eso suponía que así como él se regresó sin dar parte a nadie en la visita de aquel lejano 1983, igual hubiese pasado conmigo, dos tres días respirando el aire fresco, pero al tercero, sin tele, sin cable, y despojado de la maraña de artefactos de la ciudad, saldría también huyendo. Pero a la vez, como un lamento desde el subsuelo, sabía que la ciudad podía ser distinta a ese arrebato de compras, a esa fábrica de miedos y estéticas deprimentes.

Los dos kilómetros y pico que van desde el desvío a la aldea se me antojan tan eternos como entrañables. A la orilla del camino, muestra la campiña tonos de una tarde a medias soleada; algunas casas a la vista, con sus techos de teja, el corredor infaltable y el horno abombado en el zaguán. Mis pulmones se llenan del soplo fresco, trocando el asco de aire que respiro a diario. A cada paso, intuyo que a lo mejor esta sea la última vez que ande por estos caminos; una vez muerto mi abuelo escasearán los motivos para volver. Es por eso que bebo del paisaje sorbo a sorbo, para que nunca se me olvide.

En los recodos, es como si viese al abuelo en cada campesino, con su edad imperturbable, el sombrero de junco, machete al cinto y botas de hule. Lo reconozco en el gesto para limpiarse el sudor de la frente, en el saludo canturreado, en la fusión del cuerpo con la tierra, como si hombre y mujer fuesen troncos andantes provistos de ramas dóciles.

Hijo, no vayas a sentirte mal si un día ya no querés venir a Las Marías. Como golpeado por una piedra lanzada con resortera, yo respingaba. ¿Qué dice abuelo?, no diga eso. Él insistía: no vayas a sentirte mal; los hombres vivimos en esta misma pelotita que es la tierra pero, verás cuando te crezcan bigotes, hay muchos mundos… y no es fácil cruzar de uno a otro.

Tres casas se divisan al bajar la pendiente. La vegetación se vuelve escasa y ahí donde el pasto cede, el lomo de la tierra va dejando ver las formaciones de laja. Una de las tres casas es la de mi abuelo, la más pequeña, acorralada entre las otras dos. Falto de ejercicio, jadeo como si hubiese andado dos leguas. Respiro hondo, con doble propósito, recuperar el aliento y prepararme para lo peor. Un tropel de perros flacos comienza a ladrar, como rutina, sin tomarme en serio. A un grito mío, levantando la vara que llevo en mano, salen espantados. Puedo avanzar hasta el portal. Veo las bocanadas de humo de la chimenea enturbiando el nítido aire de la tarde. Destrabo la estaca del ojal de alambre; al fondo, una grulla de niños, de seguro sobrinos, corretea una cabra. Olfateo -o es traición de los sentidos- aromas de café de palo y tortilla tostada en el comal. De la casa de adobe, sale una señora flaquísima; se para en el corredor. Duda al verme. Camino hasta ella. Es mi tía Francisca, la de las grandes trenzas, su cara delata el desvelo de más de una noche.

¡David, qué bueno que viniste!, dice, y veo que le brota una lágrima. La abrazo, no tarda en deshacerse en llanto. ¿Y el abuelo?, pregunto. Ella suspira, viendo al cielo, un cielo que pronto se cundirá de estrellas. Con su vocecita de niña grande dice: es un roble, no para de preguntar por vos… Tiene cuerda para veinte años.



Creditos 

Cuento  Dos mundos Ariana y la burbuja  2014 ©  Alvaro Calix

Dibujo Plaza de las palabras 


Susana un cuento por Alvaro Calix. Post Plaza de las palabras



Plaza de las palabras presenta el cuento Susana de Álvaro Cálix,  incluido en su libro La plaza de los poetas (2006). Álvaro Calix, es un académico y escritor hondureño que ha incursionado en el cuento y en la poesía. Actualmente reside con su familia en Ecuador y trabaja como investigador social y analista de políticas de desarrollo. Susana es  el segundo de tres cuentos que volveremos a publicar del autor. Cuento narrado desde la tercera persona y que presenta el tema de la ausencia por un amor perdido, que luego remite  a una escena circunstancial en que el amor aparece sorpréndentemete como una posibilidad de recuperación. Final  abierto sin ninguna explicación y que se puede interpretar de muchas maneras. El mismo autor en el trascurso de la narracion nos adelanta una mirada: «mundos paralelos que de pronto convergían y luego se separaban para volver luego a juntarse.»

 

1478 palabras

Susana

 

            Una ráfaga de viento sacudía la hojarasca; la plaza, casi vacía, en pleno ardor de  la tarde. A Juan se le veía sentado en una de las bancas, casi al frente de la calle. Los fines de semana solía con ella visitar ese lugar, hasta que los sorprendía la noche. Hacía seis meses que no iba, y ese domingo decidió ir porque sintió que ya era tiempo de encarar su ausencia. 

            Se distraía viendo las movedizas formas de las  nubes, de repente escuchó una voz que le pareció familiar.

            —¡Hola!... ya días no lo miraba por aquí.

            No se volteó de inmediato, prefirió replicar en su mente el timbre de aquella voz que le traía tantos recuerdos. Ella no insistió. Tal vez, él no tenía la certeza de que alguien le había hablado. Con desgano, se dio vuelta. Los chillantes colores del atuendo de la mujer lo sobresaltaron. La enorme nariz roja y el desproporcionado mechón rubio terminaron asustándolo.

            —Disculpe, estaba distraído —dijo Juan, tratando de ocultar la impresión.

            Pero enseguida recordó que junto a la plaza había un centro de animación de eventos, en el que los fines de semana hay payasos que hacen turno para ir a cubrir cumpleaños infantiles.

            —Más bien, perdóneme usted. No quise molestarlo —dijo ella—. Es que lo vi tan decaído. Pensé que, quizá… necesitaba platicar con alguien.

            —Gracias —contestó, apenado—.  ¿Me conoce usted? He creído escuchar que… ¿Ha dicho usted que hace tiempo no me miraba?

            —Sí... sé quién es usted —respondió—. Varias veces lo miré acompañado de una dama. Por cierto, acostumbraban sentarse en esta misma banca. ¿Supongo que era su novia?

            Mientras la escuchaba, notaba de nuevo el parecido con la voz de Susana.

            —Es cierto. Veníamos algunos fines de semana.

            —¿Hoy no pudo acompañarlo ella?

            —No, no pudo.

            —Bueno, no molesto más. Me voy. Que mejore su ánimo.

            —No, no se vaya por favor. Disculpe. En realidad, me haría bien hablar con alguien—replicó, dibujando a medias una sonrisa—. A propósito, me llamo Juan, ¿y usted?

            —Mi nombre no importa. Ahora sólo soy una payasita.

            —Está bien... como quiera.

            Ella se sentó en el espacio vacío de la banca. Sin percatarse, conversaron casi dos horas. Los minutos se bifurcaban en laberintos impensables, mundos paralelos que de pronto convergían y luego se separaban para volver luego a juntarse. Al principio la plática era un flujo intermitente de palabras, se limitaba a preguntas cortas, acompañadas de respuestas esquivas. Más tarde, él fue entrando en confianza. Quería desatar lo que se había callado durante meses. Hasta ahora aparte de su abuela, nadie se había mostrado dispuesto a escucharle.

            La plaza se iba quedando sola. Los vendedores de algodón de azúcar y los de raspados de hielo comenzaban a guardar sus carritos. Los zorzales, buliiciosos, invadían las copas de las jacarandas. En algún momento, Juan no pudo callarse y le contó lo de Susana.

            —¿ Hace cuánto sucedió?- preguntó ella.

            —Seis meses… Hoy se cumpen exactamente seis meses.

            —Si le va a ayudar a sentirse mejor... cuénteme cómo pasó.

            —Veníamos de visitar a su madre, no eran más de las nueve… de la noche —comenzó a relatarle, miraba hacia las baldosas para no tener que verla de frente—. De repente ella se cayó. Pensé que había sido un mareo. Al agacharme, para intentar hacerla volver en sí, miré sangre que salía de su cabeza. En la calle casi no había gente a esa hora, y la iluminación no era muy buena que se diga.

            —¿Pidió usted ayuda?

            —Grité, tan fuerte como me fue posible. La gente seguía su camino como si nada. Por fin un taxista se detuvo y se bajó para ver qué ocurría. La llevamos a la sala de emergencias del Hospital Escuela. Después de un rato, uno de los médicos de turno dijo que ya no se podía hacer nada. La mató una bala perdida.

            Ella guardó silencio, no parecía contagiarse con la angustia de aquel hombre, como si asumiese que la muerte no fuese en sí una tragedia, sino la salida, ineludible, de un laberinto atestado de íconos y espejos alucinantes, que nos distraen del transitorio paso de las horas. Aun así, algo en su expresión mostraba que lo comprendía, quizas de una manera lejana, pero en sus ojos brillaba una chispa, como una esperanza tenue. Juan ya no podía detener las lágrimas y se le quebró la voz.

            —Disculpe... —reaccionó él—. No tengo por qué contarle esto. La estoy haciendo perder su tiempo.

            —De ninguna manera... Recuerdo que me gustaba verlos sentaditos aquí. Eran parte del paisaje.

            Pronto oscurecería; el sol, cayéndose, pintaba de bermellón el contorno de un banco de nubes. Siguieron hablando hasta que ella advirtió que era hora de irse.  Él insistió en acompañarla, al menos hasta la estación de buses. La mujer se rehusó. Juan preguntó si podían volver a encontrarse. Ella dijo que sí, el próximo domingo, allí mismo a las cuatro de la tarde.

            Durante la semana, Juan pensó a menudo en aquel inesperado encuentro. Quiso darle una sorpresa. Decidió visitarla el sábado en la casa de payasos.

            Unos arbustos de Ficus sombreaban la acera y unos limonarios adornaban la malla ciclón que protegía el patio de la vivienda. Unas caras de payasos estaban pintadas en la pared frontal. Tocó el timbre, casi de inmediato el pasador eléctrico se abrió y pudo pasar sin demora. Una muchacha le recibió desde un pequeño escritorio situado a unos metros de la entrada.

            —Buenas tardes, ¿qué desea? —dijo la adolescente, sin prestarle mayor atención.

            Juan observó a varios payasos en el pasillo, sentados en una banca, de seguro esperando ser llamados para atender alguna fiesta. Los recorrió con la vista, pero no reconoció en ninguno las fachas de su amiga.

            —Buenos días… —dijo, titubeante.

            —¿Tiene algún evento?... —preguntó con apuro la recepcionista— Revise este catálogo, aquí puede ver si le interesa algo. Ahí están los precios también.

            Él tomó el papel e intentó leerlo a grandes trazos, dándose tiempo para animarse a preguntar.

            —En realidad, busco a alguien. A una de las payasitas que trabajan aquí, pero... no conozco su nombre.

            Ella se quedó viéndolo con incredulidad, mientras acomodaba una pilada de  papeles en una carpeta.

            —Creo que se equivocó de lugar. Aquí no trabajan mujeres. Los doce payasos son hombres.

            —¿Está segura? La semana pasada estuve platicando con una mujer vestida de payaso… allá en la plaza de enfrente.

            —Pues, le repito que aquí no trabajan mujeres-payasos —afirmó, cortante. Luego de una pausa añadió—: Aunque, mire... podría ser que alguien se vaya allá para  conseguir clientes directos… ¿Me entiende usted?

            Juan trató de recordar su encuentro con la mujer y se convenció de que  nunca mencionó que trabajara en esa empresa.

            —Disculpe… señorita. Me equivoqué. A lo mejor trabaja en otro lugar, o… es “independiente”, como usted insinua.

            —No hay problema. Pero dígame… para estar enterada... ¿cómo era ella?

             Él explicó que no le había visto la cara. Pero le describió a la recepcionista los detalles de la vestimenta y otras señas que pudo recordar, como la altura, más bien alta, quizás muy delgada y el timbre aflautado de la voz. 

            —¡Caramba!, podría ser una casualidad. En realidad, si tuvimos una mujer trabajando con nosotros, y por lo que me dice, se parece a la descripción que usted da. Lo único es que ella tiene más de seis meses de haber renunciado.

            —¿Y me podría usted decir su nombre?

            —¡Susana!,  se llamaba Susana.

            —¿Susana?

            —Sí. Ese era su nombre.

 

            La tarde del domingo era soleada y los caminos de la plaza estaban tapizados por las flores de los napoleones y las jacarandas. Eran las cuatro de la tarde. Juan miraba a cada minuto el reloj, y de rato en rato se levantaba de la banca para ir a rodear la manzana, y anticipar así la llegada de la mujer. Sudaba copiosamente y el corazón parecía salírsele de la camisa. Se  reprochó por verse tan pronto implicado en aprietos. La vida puede ensañarse macabramente con los que sufren alguna pena de amor. Volvió otra vez a la banca y se sentó en el espacio de siempre, dejando libre el sitio en el que Susana prefería sentarse. Juan se sentía como un tonto, estaba exagerando las consecuencias de un encuentro casual. Cuando ya pasaba media hora de las cuatro, decidió no esperar más. Pensó que yendo al cine se le pasaría el mal momento. Había un cinema apenas a unas cuadras, podría irse a pie. Por si acaso, dispuso dar una última vuelta. Al pasar cerca de los columpios, vio a un par de niños meciéndose, acompañados de alguien enfundado en un traje de payaso. Se acercó por detrás y pudo observarlos a los tres, sin que ellos lo viesen aún.

            —¿Susana? —gritó.

            Los niños siguieron columpiándose. Ella volteó la cabeza, y sin mucha sorpresa contestó:

            —Juan...



Creditos

Cueto de libro Plaza de los Poetas  (2006). © Alvaro Calix


Ilustracion

Dibujo por Plaza de las palabras