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Cuentos hispanoamericanos: Sensini un cuento de Roberto Bolaños. Post Plaza de las palabras

 






     

Plaza de las palabras,en su sección Cuentos hispanoamericanos, presenta un cuento de Roberto Bolaños, (1953-2003), escritor chileno, que a los 15 años afirmo que quería ser escritor, autor más conocido por sus novelas: Los detectives salvajes, premio Herralde 1998 y premio Rómulo Gallegos 1999, y su novela póstuma 2066. Escritor que con su narrativa desató una renovación temática del género novelesco en lengua española, escritor de enorme talento pero menos conocido por sus cuentos. Aunque escribió varias colecciones de cuentos, Llamadas telefónicos, 1997, Putas asesinas, 2001, El secreto del mal, 2007. De su primer libro de cuentos Llamadas telefónicas, presentamos el  cuento Sensini, uno de sus cuentos más gustados entre los lectores,  y que narra la amistad entre dos escritores exiliados que sobrevivían de participar y ganar premios literarios. Cuento inspirado en el escritor argentino Antonio Di Benedetto.    


5737 palabras 

 

Sensini


Roberto Bolaños


La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba divido en tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues, presentarme en cuento y envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me senté a esperar

       Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y diez mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor que el que se había llevado el premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismo libro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundo accésit, con un cuento en donde el narrador se iba al campo y allí se le moría su hijo o con un cuento en donde el narrador se iba al campo porque en la ciudad se le había muerto su hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el cuento era claustrofóbico, muy al estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamaño de un ataúd, y superior al ganador y al primer accésit y también superior al tercer accésit y al cuarto, quinto y sexto

       No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensini en el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rincones de América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años veinte, después de Cortázar, Bioy, Sabato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti, desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera anunciaron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos

       A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del D.F., antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagador de encontrármelo en un concurso literario de provincias me impulsó a intentar establecer contacto con él, saludarlo, decirle cuánto lo quería

       Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarme su dirección, vivía en Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en donde hablaba de ligarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería junto con Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimo suficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte», encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el otro en Écija, de 25.000 y 30.000 pesetas respectivamente, cuyas bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, como si ambos estuviéramos en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía

       Recuerdo que pensé: qué extraña carta, recuerdo que releí algunas capítulos de Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de libros, gente que montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales que no hacía mucho habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un libro de cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo —de hecho era un libro nuevo, de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven este material, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego— y aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Éstos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva

       En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Écija sí. Apenas hube puesto los ejemplares de mi cuento (seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna junto a ecos de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entre becas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anuncios de concursos literarios, la mayoría de ámbito catalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en ciernes en los que Sensini y yo podíamos participar y le escribí una carta

       Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio gordo y diez finalistas a 50.000 pesetas por barba, decía textualmente, el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía tantos cuentos como para cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, le hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, le pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos termino enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos

       La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe si en serio o en broma), fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se hacía en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas. Exponía como ejemplo de esto su relato Al amanecer, relato que yo no conocía, y que él había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su título era En la otra pampa, y en el último se llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuento con el título cambiado, aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues éstos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la salida era ésa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenés vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue como si recuperara si no la felicidad, sí la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria

       No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque sí participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Écija, con un relato que originalmente se titulaba Los sables y que en Écija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le proporcionó no sólo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la Renfe

       Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía treintaicinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la descripción del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido una suerte de homenaje inconsciente a Gregorio Samsa. Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario, Sensini se ponía alegre, Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo, una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio, decía, sólo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo que pasar por lo que pasó mi hijo mayor

       Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendo más largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensini escribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a pelear a provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían quebrado. El único que seguía produciendo dinero era ligarte, cuyos derechos tenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores editoriales y dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La hija sólo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará medicina

       Una noche le escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo después de dejar la carta en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiro en donde se veía a un viejo y a una mujer de mediana edad junto a una adolescente de pelo liso, delgada y alta, con los pechos muy grandes. El viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad miraba el rostro de su hija, como si le dijera algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Junto a la foto me envió la fotocopia de otra foto. En ésta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos acentuados, los labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin duda un tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a los veintidós años, es decir bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un aire de madurez que lo hacía parecer mayor

       Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las llevaba al dormitorio y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini me había pedido que yo también les enviara una foto mía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el fotomatón de la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una postal y se la envié. La respuesta tardó en llegar. En el ínterin recuerdo que escribí un poema muy largo, muy malo, lleno de voces y de rostros que parecían distintos pero que sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía reconocerlo, nombrarlo, decirle Miranda, soy yo, el amigo epistolar de tu padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblemente los bultos oscuros del terror latinoamericano

       La respuesta fue larga y cordial. Decía que Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la postal de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco, apenas se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y domésticas. En la carta se daba por entendido que no sólo pasarían a verme sino que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famoso en el Cono Sur a principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los concursos

       Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas dudas y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si le mando esto a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le estuviera acabando. Interpreté sus palabras erróneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes certámenes literarios adonde enviar sus relatos

       Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y él tenían mi casa a su disposición, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmente infundada) de que ellos y Miranda estaban al caer. Argüí que con el billete abierto de la Renfe en realidad sólo tendrían que comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de los días felices que sin duda pasaríamos juntos. En una larga carta de respuesta, en donde me daba las gracias por mi invitación, Sensini me informaba que por ahora no podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez, era confusa, aunque a eso de la mitad se ponía a hablar de los premios (creo que se había ganado otro) y me daba ánimos para no desfallecer y seguir participando. En esta parte de la carta hablaba también del oficio de escritor, de la profesión, y yo tuve la impresión de que las palabras que vertía eran en parte para mí y en parte un recordatorio que se hacía a sí mismo. El resto, como ya digo, era confuso. Al terminar de leer tuve la impresión de que alguien de su familia no estaba bien de salud

       Dos o tres meses después me llegó la noticia de que probablemente habían encontrado el cadáver de Gregorio en un cementerio clandestino. En su carta Sensini era parco en expresiones de dolor, sólo me decía que tal día, a tal hora, un grupo de forenses, miembros de organizaciones de derechos humanos, una fosa común con más de cincuenta cadáveres de jóvenes, etc. Por primera vez no tuve ganas de escribirle. Me hubiera gustado llamarlo por teléfono, pero creo que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo yo ignoraba su número. Mi contestación fue escueta. Le dije que lo sentía, aventuré la posibilidad de que tal vez el cadáver de Gregorio no fuera el cadáver de Gregorio

       Luego llegó el verano y me puse a trabajar en un hotel de la costa. En Madrid ese verano fue pródigo en conferencias, cursos, actividades culturales de toda índole, pero en ninguna de ellas participó Sensini y si participó en alguna el periódico que yo leía no lo reseñó

       A finales de agosto le envié una tarjeta. Le decía que posiblemente cuando acabara la temporada fuera a hacerle una visita. Nada más. Cuando volví a Girona, a mediados de septiembre, entre la poca correspondencia acumulada bajo la puerta encontré una carta de Sensini con fecha 7 de agosto. Era una carta de despedida. Decía que volvía a la Argentina, que con la democracia ya nadie le iba a hacer nada y que por tanto era ocioso permanecer más tiempo fuera. Además, si quería saber a ciencia cierta el destino final de Gregorio no había más remedio que volver. Carmela, por supuesto, regresa conmigo, anunciaba, pero Miranda se queda. Le escribí de inmediato, a la única dirección que tenía, pero no recibí respuesta

       Poco a poco me fui haciendo a la idea de que Sensini había vuelto para siempre a la Argentina y que si no me escribía él desde allí ya podía dar por acabada nuestra relación epistolar. Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o eso creo ahora, al recordarlo. La carta de Sensini, por supuesto, no llegó nunca. La vida en Buenos Aires, me consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin tiempo para nada, sólo para respirar y parpadear. Volví a escribirle a la dirección que tenía de Madrid, con la esperanza de que le hicieran llegar la carta a Miranda, pero al cabo de un mes el correo me la devolvió por ausencia del destinatario. Así que desistí y dejé que pasaran los días y fui olvidando a Sensini, aunque cuando iba a Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía tardes enteras en librerías de viejo y buscaba sus libros, los libros que yo conocía de nombre y que nunca iba a leer. Pero en las librerías sólo encontré viejos ejemplares de Ugarte y de su libro de cuentos publicado en Barcelona y cuya editorial había hecho suspensión de pagos, casi como una señal dirigida a Sensini, dirigida a mí

       Uno o dos años después supe que había muerto. No sé en qué periódico leí la noticia. Tal vez no la leí en ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no recuerdo haber hablado por aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo que probablemente debo de haber leído en alguna parte la noticia de su muerte. Ésta era escueta: el escritor argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante algunos años en España, había muerto en Buenos Aires. Creo que también, al final, mencionaban Ugarte. No sé por qué, la noticia no me impresionó. No sé por qué, el que Sensini volviera a Buenos Aires a morir me pareció lógico

       Tiempo después, cuando la foto de Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de la foto de Gregorio reposaban junto con mis demás recuerdos en una caja de cartón que por algún motivo que prefiero no indagar aún no he quemado, llamaron a la puerta de mi casa. Debían de ser las doce de la noche, pero yo estaba despierto. La llamada, sin embargo, me sobresaltó. Ninguna de las pocas personas que conocía en Girona hubieran ido a mi casa a no ser que ocurriera algo fuera de lo normal. Al abrir me encontré a una mujer de pelo largo debajo de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini, aunque los años transcurridos desde que su padre me envió la foto no habían pasado en vano. Junto a ella estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz ganchuda. Soy Miranda Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo y los invité a pasar. Iban de viaje a Italia y luego pensaban cruzar el Adriático rumbo a Grecia. Como no tenían mucho dinero viajaban haciendo autostop. Aquella noche durmieron en mi casa. Les hice algo de cenar. El tipo se llamaba Sebastián Cohen y también había nacido en Argentina, pero desde muy joven vivía en Madrid. Me ayudó a preparar la cena mientras Miranda inspeccionaba la casa. ¿Hace mucho que la conoces?, preguntó. Hasta hace un momento sólo la había visto en foto, le contesté

       Después de cenar les preparé una habitación y les dije que se podían ir a la cama cuando quisieran. Yo también pensé en meterme a mi cuarto y dormirme, pero comprendí que aquello iba a resultar difícil, si no imposible, así que cuando supuse que ya estaban dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el volumen muy bajo, y me puse a pensar en Sensini

       Poco después sentí pasos en la escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía quedarse dormida. Se sentó a mi lado y me pidió un cigarrillo. Al principio hablamos de su viaje, de Girona (llevaban todo el día en la ciudad, no le pregunté por qué habían llegado tan tarde a mi casa), de las ciudades que pensaban visitar en Italia. Después hablamos de su padre y de su hermano. Según Miranda, Sensini nunca se repuso de la muerte de Gregorio. Volvió para buscarlo, aunque todos sabíamos que estaba muerto. ¿Carmela también?, pregunté. Todos, dijo Miranda, menos él. Le pregunté cómo le había ido en Argentina. Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en Madrid, igual que en todas partes. Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual que aquí, dijo Miranda. Saqué una botella de coñac de la cocina y le ofrecí un trago. Estás llorando, dijo Miranda. Cuando la miré ella desvió la mirada. ¿Estabas escribiendo?, dijo. No, miraba la tele. Quiero decir cuando Sebastián y yo llegamos, dijo Miranda, ¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No, poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos largo rato en silencio, contemplando las imágenes en blanco y negro del televisor. Dime una cosa, le dije, ¿por qué le puso tu padre Gregorio a Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por Gregorio Samsa? Claro, dijo Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después Miranda me contó a grandes trazos los últimos meses de Sensini en Buenos Aires

       Se había marchado de Madrid ya enfermo y contra la opinión de varios médicos argentinos que lo trataban gratis y que incluso le habían conseguido un par de internamientos en hospitales de la Seguridad Social. El reencuentro con Buenos Aires fue doloroso y feliz. Desde la primera semana se puso a hacer gestiones para averiguar el paradero de Gregorio. Quiso volver a la universidad, pero entre trámites burocráticos y envidias y rencores de los que no faltan el acceso le fue vedado y se tuvo que conformar con hacer traducciones para un par de editoriales. Carmela, por el contrario, consiguió trabajo como profesora y durante los últimos tiempos vivieron exclusivamente de lo que ella ganaba. Cada semana Sensini le escribía a Miranda. Según ésta, su padre se daba cuenta de que le quedaba poca vida e incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de una vez por todas las últimas reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que respecta a Gregorio, ninguna noticia fue concluyente. Según algunos forenses, su cuerpo podía estar entre el montón de huesos exhumados de aquel cementerio clandestino, pero para mayor seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el gobierno no tenía fondos o no tenía ganas de que se hiciera la prueba y ésta se iba cada día retrasando un Poco más. También se dedicó a buscar a una chica, una probable compañera que Goyo posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la chica tampoco apareció. Luego su salud se agravó y tuvo que ser hospitalizado. Ya ni siquiera escribía, dijo Miranda. Para él era muy importante escribir cada día, en cualquier condición. Sí, le dije, creo que así era. Después le pregunté si en Buenos Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda me miró y se sonrió. Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te conoció en un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que tenía todas las direcciones de su padre, pero que sólo en ese momento me había reconocido. Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió más coñac y dijo que durante un año su padre había hablado bastante de mí. Noté que me miraba de otra manera. Debí importunarlo bastante, dije. Qué va, dijo ella, de importunarlo nada, le encantaban tus cartas, siempre nos las leía a mi madre y a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin demasiada convicción. Eran divertidísimas, dijo Miranda, mi madre incluso hasta os puso un nombre. ¿Un nombre?, ¿a quiénes? A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o los cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu padre, yo sólo le pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo Miranda de pronto seria. ¿Cuántos premios llegó a ganar?, le pregunté. Unos quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y tú? Yo por el momento sólo uno, dije. Un accésit en Alcoy, por el que conocí a tu padre. ¿Sabes que Borges le escribió una vez una carta, a Madrid, en donde le ponderaba uno de sus cuentos?, dijo ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también escribió sobre él, y también Mujica Lainez. Es que él era un escritor muy bueno, dije yo. Joder, dijo Miranda y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho algo que la hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de coñac y la seguí. Miranda estaba acodada en la barda mirando las luces de Girona. Tienes una buena vista desde aquí, me dijo. Le llené su vaso, me llené el mío, y nos quedamos durante un rato mirando la ciudad iluminada por la luna. De pronto me di cuenta de que ya estábamos en paz, que por alguna razón misteriosa habíamos llegado juntos a estar en paz y que de ahí en adelante las cosas imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el mundo, de verdad, se moviera. Le pregunté qué edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo debo tener más de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña.






Créditos


(Llamadas telefónicas, 1997)

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Cuentos Hispanoamericanos: Felina, un cuento de Guadalupe Nettel. Post Plaza de las palabras




Plaza de las palabras en su sección Cuentos Hispanoamericanos, presenta a la escritora Guadalupe Nettel, (1973) una de las voces narrativas mas originales de la narrativa mexicana. El cuento seleccionado es Felina, de su libro de cuentos  El matrimonio de los peces rojos, obra ganadora del Premio Internacional Narrativa Breve RIBERA DEL DUERO (2013), que incluye cinco relatos, en que se van hilvanando escenas humanas con un trasfondo de vidas paralelas, para usar un termino apropiado, en que conviven humanos y animales (peces, gatos, serpientes),  insectos (cucarachas) o microorganismos (hongos). Cuentos lucidos y amenos, narrados con una prosa inteligente, que retratan situaciones humanas desde lo cotidiano,  realistas y dramáticas, en que los animales son protagonistas o testigos, algunas  veces irreverentes y otras veces tiernos.  


Guadalupe Nettel  (1)

 

Guadalupe Nettel[1] (Ciudad de México, 27 de mayo de 1973) es una escritora mexicana, ganadora del premio de Narrativa Breve Ribera del Duero con el libro de cuentos El matrimonio de los peces rojos (2013) y del Premio Herralde de novela con Después del invierno (2014). Su obra ha sido traducida a 17 lenguas.[2] Obtuvo un doctorado en Ciencias del Lenguaje en la EHESS de París. Ha colaborado en revistas y publicaciones como Granta, The White Review, El País, The New York Times en Español, La Repubblica y La Stampa, entre otras. Es directora de la Revista de la Universidad de México de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).


Educación

Pasó parte de su niñez en el sur de Francia.[3] Desde corta edad padeció problemas oculares, entre ellos nistagmo y cataratas, así como una mancha arriba de una de sus córneas. A causa de estas condiciones sufrió acoso escolar, hecho que, de acuerdo a Nettel, fue una de las razones que la llevaron a refugiarse en los libros y empezar a escribir.[4] Antes de terminar sus estudios secundarios, que realizó en el Liceo Franco Mexicano,[5] obtuvo a los 17 años, el premio Punto de Partida, organizado por la dirección de literatura de la UNAM (1991) y a los 18 el segundo lugar en el Grand Prix International a la Meilleure Nouvelle de Langue Française para países no francófonos, organizado por Radio Francia Internacional (1991). Estudió Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM[1] y más tarde un doctorado en Ciencias del Lenguaje por la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París.[3] En 2007 fue seleccionada por el Hay Festival como una de las autoras de Bogotá 39. Desde 2017 dirige la Revista de la Universidad de México.[6] 


Carrera literaria

Educada en Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales, Facultad de Filosofía y Letras (Universidad Nacional Autónoma de México) Información profesional Ocupación Escritora Géneros Novela, Cuento y Ensayo Obras notables Después del invierno El matrimonio de los peces rojos Distinciones Premio Cálamo Premio Anna Seghers (2009) Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero (2013) Premio Herralde (2014) 


Premios y reconocimientos 

Guadalupe Nettel ha escrito libros de diferentes géneros: cuento, novela y ensayo. En 2006 publicó la novela El huésped (finalista del Premio Herralde 2005). En 2008 publicó el libro de cuentos Pétalos y otras historias incómodas. Vino después la novela El cuerpo en que nací (2011). En 2013 obtuvo el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero con el libro El matrimonio de los peces rojos [3] [7] y en 2014 el Premio Herralde de Novela con Después del invierno. [8] También publicó Para entender a Julio Cortázar, un ensayo corto sobre el escritor argentino y el ensayo Octavio Paz, las palabras en libertad (Taurus-Colmex). Ha recibido otros reconocimientos como el Premio Anna Seghers (2009), el premio francomexicano Antonin Artaud (2008), el Premio Nacional de Cuentos Gilberto Owen (2007), el Prix Radio France Internationale (1993) y el Premio Punto de Partida (1992). [9] [10] Participó con el cuento "Fenêtre" en el proyecto In my Room, dirigido por la artista multimedia Agnès De Cayeux en el Centro Georges Pompidou y adaptado por la cadena de televisión ARTE.[11]


Critica 

Entre las reseñas dedicadas a su obra cabe destacar: «Guadalupe Nettel revela la belleza subliminal que hay en los seres de comportamientos extraños y sondea minuciosamente la intimidad de su alma» (Le Magazine Littéraire); «Los lectores avezados disfrutarán de esa nueva voz literaria, tan sofisticada como original, en el panorama de las letras latinoamericanas» (Arcadia, Colombia); «Una de las más singulares escritoras mexicanas» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia); «La mirada que posa sobre las locuras suaves o destructoras, las manías, las desviaciones es de una agudeza tal que nos remite a nuestras propias obsesiones» (Xavier Houssin, Le Monde)



El matrimonio de los peces rojos (Cuentos) (2)

Prefacio del libro


En estas cinco narraciones intensas y de atmósfera delicada, Guadalupe Nettel nos propone un cruce de caminos entre el mundo animal y el universo humano para hablar de temas tan naturales como la ferocidad de la vida en pareja, la maternidad —cuando es deseada y cuando no lo es—, las crisis existenciales de la adolescencia o los lazos inimaginables que pueden establecerse entre dos enamorados. Su mirada proyecta lo subterráneo y lo secreto de sus personajes, lo anómalo, lo inconfesable. 


Los cuentos de El matrimonio de los peces rojos son espacios magistralmente construidos en los que nos preguntamos cómo y en qué momento se fraguan en nosotros las decisiones más íntimas y soterradas, aquellas que, sin sospecharlo, marcarán de manera definitiva nuestra existencia.


El día 5 de marzo de 2013, un jurado compuesto por José Trillo, presidente del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Ribera del Duero, Enrique Vila- Matas, escritor y presidente del jurado, Ignacio Martínez de Pisón, escritor, Cristina Grande Marcellán, escritora, Samanta Schweblin, escritora, Marcos Giralt Torrente, escritor y ganador de la segunda edición del Premio, además de Juan Casamayor, director de la Editorial Páginas de Espuma, y Alfonso J. Sánchez, secretario general del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Ribera del Duero, en calidad de secretario del jurado, ambos con voz pero sin voto, otorgó el III Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, por mayoría, a El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel. 


Todos los animales saben lo que necesitan, excepto el hombre.

Plinio el Viejo

El hombre pertenece a esas especies animales que, cuando están

heridas, pueden volverse particularmente feroces.

Gao Xingjian

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5466 palabras


| Felina |


Guadalupe Nettel


Los vínculos entre los animales y los seres humanos pueden ser tan complejos como aquellos que nos unen a la gente. Hay personas que mantienen con sus mascotas lazos de cordialidad resistida. Los alimentan, los sacan a pasear si es necesario, pero rara vez hablan con ellos si no es para reprimirlos o para «educarlos». En cambio, hay quienes convierten a sus tortugas en sus más cercanas confidentes. Cada noche se inclinan ante sus peceras y les cuentan las experiencias que han tenido en el trabajo, el enfrentamiento postergado con su jefe, sus incertidumbres y esperanzas amorosas. Entre los animales domésticos, los perros gozan de una prensa articularmente buena. Se dice incluso que son los mejores amigos del hombre por su fidelidad y su nobleza, palabras que en muchos casos no significan otra cosa más que resistencia al maltrato

y al abandono. Los perros son animales generalmente buenos, es cierto, pero también he sabido de algunos que desconocen a sus amos y, en un rapto de locura o de hartazgo, los atacan, causando un desconcierto similar al que producen las madres que golpean a sus hijos pequeños. Los felinos, en cambio, padecen de una reputación de egoísmo y exceso de independencia. No comparto en absoluto esa opinión. Es verdad que los gatos son menos demandantes que los perros y que su compañía suele ser mucho menos impositiva, a veces casi imperceptible. Sin embargo, sé por experiencia que pueden desarrollar una enorme empatía hacia los seres de su especie así como hacia sus amos. En realidad, los felinos son animales sumamente versátiles y su carácter cubre desde el ostracismo de la tortuga hasta la omnipresencia del perro.

Mi conocimiento de los gatos se remonta a cuando aún acudía a la universidad. Estaba terminando una licenciatura en historia y mi ambición era estudiar un posgrado en el extranjero, de ser posible en una universidad prestigiosa. En aquel entonces alquilaba un departamento amplio y soleado que compartía de cuando en cuando con otros estudiantes y, más tarde, con dos gatos. Ahora que lo pienso, los compañeros de piso cumplen en ocasiones el papel de las mascotas y el vínculo con ellos es igual de complejo. Dos hombres y una mujer cohabitaron conmigo en ese

departamento. El primero estudiaba arquitectura pero tenía una pasión por los tatuajes  y decoró su cuarto, en el que casi nunca abría las cortinas, con coloridos afiches de japoneses desnudos. La mujer era más sociable. Le gustaba invitar amigas a la casa y organizar con ellas largas sesiones cinéfilas en DVD. Sin embargo, padecía una bulimia inconfesada que hacía injusto el pago compartido de la compra en el supermercado. No soportó que la cuestionara al respecto y el día en que me vi obligada a hacerlo decidió cambiar de casa. El tercer inquilino, de temperamento mucho más discreto, iba para médico y pasaba mucho tiempo en el hospital. Como no estaba casi nunca, fue de lejos el mejor. Su estancia duró poco más de seis meses. Luego, se marchó a provincia para cumplir con el internado.

Los gatos, a diferencia de los inquilinos, fueron una compañía verdadera y estable. Durante mi niñez, varios animales habían circulado por la casa de mis padres: un conejo, un pastor alemán, un hámster y dos gatos domésticos europeos que nunca se conocieron. Aunque las consideraba mías, las mascotas de mi infancia nunca me supusieron una responsabilidad. A mí sólo me correspondía disfrutarlas, su cuidado estaba a cargo de mis padres. En cambio, los gatos que tuve como estudiante dependían exclusivamente de mí. Desde el momento en que entraron en mi vida, sentí el deber de protegerlos y fue esa sensación, hasta entonces desconocida, la que me hizo adoptarlos. Aparecieron una mañana de diciembre en la que estaba haciendo un frío inusual. Marisa, mi asesora de tesis, con quien tenía una amistad incipiente, me llamó por teléfono para contarme que los habían encontrado en la calle, dentro de una bolsa de plástico, amarrados entre sí por alguien que a todas luces quería verlos muertos. Eran aún dos cachorros, más pequeños de la edad acostumbrada para destetarlos. La historia me conmovió tanto que acepté la propuesta y salí de inmediato a recogerlos. Mi conmiseración por ellos aumentó cuando abrí la caja y los vi maullando afónicamente, temblando aún por la falta tan prolongada de oxígeno.

—Obsérvalos bien —me aconsejó mi asesora—. Puede que hayan sufrido lesiones en el cerebro. No estaría mal que los llevaras al veterinario.

Eso fue lo que hice. Llevé a los gatitos a la clínica que me recomendó y ahí me enteré de su sexo y edad aproximada. Eran macho y hembra. Él de color negro, como los gatos de mal agüero, con unas manchitas blancas entre la nariz y los bigotes. Ella rayada, un poco rubia, de estatura bastante pequeña y de complexión delgada. Un poeta y una actriz, me dije. Decidí llamarlos Milton y Greta. Después, conforme pasaron los meses, cuando, ya recuperados, comenzaron a desplegar toda su personalidad, supe que esos nombres no podían quedarles mejor: el macho reveló un temperamento huraño pero también una generosidad increíble y la hembra actitudes de diva consciente de su belleza. Los primeros días que pasaron en mi casa, apenas tuve oportunidad de verlos. En cuanto llegamos y los saqué de la caja, corrieron a esconderse detrás del refrigerador, cuyo ruido, supongo, les recordaba el ronroneo de su madre. En vez de intentar un contacto forzado con ellos, me limité a dejarles dos platos, con leche y comida, para que se alimentaran cuando estuvieran solos y se sintieran a salvo.

Pasadas dos semanas, los gatos no sólo habían salido ya del escondite sino que se habían apropiado del departamento. Hacía varios meses que no compartía casa con nadie y la compañía de esos dos cachorritos me cayó de maravilla. Desde mi escritorio, situado en un rincón de la sala, los observaba saltar de mueble en mueble, subirse a la mesa de centro y a la del comedor, con una agilidad asombrosa, o descansar apaciblemente en el suelo, debajo de un rayo de sol. A Milton le gustaba acercárseme cuando estaba trabajando. Mientras tecleaba en la computadora los capítulos de mi tesis, se acurrucaba a mis pies y se quedaba dormido. Greta, en cambio, prefería las caricias largas y pausadas, sin que me ocupara de ninguna otra cosa más que de ella. Maullaba para exigirlas, cada vez que regresaba a casa después de alguna salida a la biblioteca o al cine.

Aunque tenía varios amigos a los que frecuentaba de cuando en cuando, en las  fiestas y los actos públicos de mi facultad, llevé, durante ese año, una existencia más bien solitaria, obsesionada por la escritura de la tesis a la que dedicaba la mayor parte de mi tiempo. Tampoco tenía pareja. Los tres primeros años de la carrera había mantenido una relación estable con un chico de la facultad y, desde entonces, ninguno me había gustado lo suficiente como para acostarme con él más de una o dos veces, por soledad más que por otra cosa, casi siempre en estados etílicos y a altas horas de la madrugada. La presencia de los gatos palió considerablemente esa necesidad de afecto. Los tres éramos un equipo. Yo aportaba una energía pausada y maternal, Greta la agilidad y la coquetería y Milton la fortaleza masculina. Era tan agradable el equilibrio instaurado entre nosotros que lo pensé mucho antes de seleccionar un compañero de piso con quien compartir los gastos del departamento. Seguí haciendo entrevistas cada vez que aparecía un nuevo candidato pero no acepté a ninguno por miedo a que el intruso cambiara el ambiente que había dentro de la casa. Los gatos tampoco veían con buenos ojos la presencia de una cuarta persona. Conscientes de mis intenciones, vaya a saber cómo, se comportaban con hostilidad visible hacia ellos. Si se trataba de una chica, Greta le mostraba los colmillos y erizaba cada pelo de su cuerpo. Si, por el contrario, el candidato era varón, Milton no tenía ningún recato en marcar su territorio orinando los zapatos del estudiante interesado. Por fortuna, la beca de estudios de la que disfrutaba en aquel momento era suficiente para asumir los gastos.

El desarrollo animal es más veloz que el de los seres humanos. Durante el año  que pasé con los gatos, seguí siendo prácticamente la misma. Ellos, en cambio, cambiaron  considerablemente. De ser dos cachorros escuálidos y asustadizos, se convirtieron en adolescentes y, luego, en dos adultos jóvenes, en la plenitud de su belleza. Las hormonas empezaron a dominarlos de la misma manera en que lo hacían conmigo durante los periodos menstruales. Milton tenía el imperativo de orinar en las esquinas y las plantas del departamento, y Greta  atravesó su primer celo con muy poca discreción: maullaba con tonos agudos y enloquecedores; levantaba la cola y se frotaba la vulva contra cualquier ángulo que encontrara en los muebles de la casa. Verla así me causaba estupor y pena. Tanto su deseo como su insatisfacción eran apabullantes. A diferencia de mis periodos, que duraban alrededor de cinco días, el de Greta parecía no terminarse jamás. Si yo no era indiferente a su estado, mucho menos lo era Milton. Giraba alrededor de ella y la perseguía constantemente, tratando de encaramarse en su lomo para calmar de una vez por todas tanta frustración. Sin embargo, ella respondía a sus embates con un rechazo brutal que nos hacía sufrir a todos. Las culturas que creen en la reencarnación consideran casi siempre un premio nacer entre las filas del sexo masculino y una condición desventajosa reencarnarse entre las del femenino. Ver a Greta, habitualmente tan digna, dominada de esa manera por las hormonas de la reproducción, me hizo pensar que aquella teoría, a primera vista misógina y primitiva, no era tan descabellada. Fue entonces cuando me decidí a llevar a mi gata al veterinario. Quería ver si era posible aliviarla y quizás administrarle algún anticonceptivo para que pudiera pasearse sin restricciones por los tejados del barrio. Sin embargo, lo que el médico me propuso como remedio a todos los males y peligros que corría mi mascota me pareció de una crueldad exagerada. Según él, lo más conveniente era extirparle los ovarios, sin más trámites, antes de que siguiera creciendo.

—¿Y dejarla para siempre estéril? —pregunté, horrorizada—. ¿Para eso estudió

usted veterinaria?

El hombre guardó un silencio culposo mientras yo miraba a mi gata, indefensa, en la camilla. Me dije que ninguno de los dos éramos nadie para elegir por ella. Tenía derecho a ser madre, por lo menos una vez. Qué otra misión, me pregunté, puede haber en la vida de los animales sino reproducirse. Quitarle los ovarios era dejarla sin la oportunidad de cumplirla.

Salí del consultorio indignada, sin dar explicaciones. Cuando estaba por subir al

taxi, el médico apareció en la puerta y me espetó:

—Enciérrala bien, por lo menos este mes. Es demasiado joven para embarazarse

con éxito.

Regresé al departamento, con la incandescente Greta dentro de su jaula, dispuesta a que la naturaleza y nadie más que ella decidiera su destino y el de su descendencia.

Por esas fechas, se postuló un nuevo inquilino, un estudiante de antropología vasco, que venía por tres semanas a la ciudad para hacer su investigación de campo.  Extrañamente —supongo que trastornados aún por la exaltación de Greta—, la tarde en que lo cité para conocer el departamento, ninguno de los gatos le demostró  hostilidad. Me dije que tres semanas no implicaban un riesgo para nuestra convivencia y sí un dinero extra que me venía perfecto en vísperas de vacaciones. Así que el vasco se instaló al día siguiente en la habitación destinada a esos efectos. Ander, así se llamaba, era un chico de barba cerrada y ojos azules, más bien retraído, que rara vez se hacía notar y dedicaba la mayor parte de su tiempo a estudiar en la Biblioteca Central. En las pocas horas que pasaba en casa era cordial, incluso solidario y, de cuando en cuando, durante nuestras breves conversaciones, revelaba un sentido del humor extraño y, por esa razón, interesante. Recuerdo que una noche volvió a casa mientras yo seguía trabajando y me contó que había comprado una cantidad irrisoria de marihuana a un precio exagerado. En este país, como en tantos otros, existe la costumbre de abusar, siempre que es posible, de los extranjeros. Al escuchar su relato, sentí vergüenza y, para compensarlo, le ofrecí regalarle dos cigarrillos de hierba que tenía guardados desde hacía varios meses. Se puso feliz y, lleno de agradecimiento, me invitó a acompañarlo a fumar en el balcón de su cuarto. Bajo el efecto del cannabis, el sentido del humor de mi inquilino afloró sin complejos. Después de las tres primeras caladas, empezó a contarme chistes sobre sus coterráneos, que me hicieron partirme de risa. Hablamos, a continuación, de México y sus particularidades, del departamento, de los gatos, del insoslayable celo de Greta. Nos reímos, hasta agotar las anécdotas, de la pobre gata y su  calentura. Quizás para hacerle honor, acabamos dando vueltas en el colchón reservado a mis inquilinos. La pasamos muy bien y, sin embargo, fue la única vez. En las tres semanas que duró su estancia, compartimos los gastos del departamento, la comida y mi reserva de hierba, pero nunca más la cama. 

Lejos de sufrir por ella, asumí la ausencia de Ander con una paz y una serenidad desconcertante. El periodo de Greta había terminado pocos días atrás y con él los maullidos enloquecedores. Acabé mi tesis en la fecha estipulada y se la entregué a mi asesora para que realizara las últimas correcciones. También respondí a la convocatoria de varias universidades extranjeras con posgrados en historia, y empecé a planear mis vacaciones en alguna playa del Pacífico, en espera del examen profesional. Fue en esos días cuando empecé a notar cambios muy evidentes en el cuerpo de mi gata, cambios que quizás, de haber estado menos ocupada, habría detectado antes. Ya no saltaba con la misma ligereza, sus tetillas, antes diminutas, ganaron volumen y el torso se le ensanchó considerablemente. Asumí la noticia de su preñez con cierta alegría por ella, pero también con un poco de preocupación por la advertencia del veterinario. Sin embargo, el entusiasmo se impuso sobre lo demás. Probablemente, en pocos meses, tendría el departamento lleno de gatitos juguetones. Vacié el cajón de mi cómoda más cercano al suelo y preparé cuidadosamente un espacio mullido para recibirlos. Greta estaba conmigo más dócil y cariñosa que nunca y aceptaba con agradecimiento todas mis caricias y atenciones. Pero la felicidad no duró mucho. Quince días después de que se fuera Ander, mi menstruación no se presentó cuando debía y tampoco tiempo después, como esperaba ingenuamente. Me hice una prueba casera de embarazo, mientras rezaba sentada en el excusado para que saliera negativa. Sin embargo, el óvalo blanco se tiñó con dos líneas, confirmando mis temores. En el transcurso de unos cuantos minutos, el estado alegre y enternecido que había mantenido hasta entonces por el embarazo de Greta se convirtió en una pesadilla. No tenía la más remota idea de lo que era conveniente hacer, ni siquiera de mis dese os más genuinos.

 Pasé una semana en estado de shock, preguntándome si debía pedir consejo o tomar una decisión por mí misma; si era prudente informar a Ander —con quien apenas había tenido contacto en las últimas semanas—, preguntándome, sobre todo, si quería y podía asumir la maternidad en ese momento. De hacerlo, lo más probable es que mi hijo careciera de un padre. La extranjería de Ander, que en un principio me había producido alivio y facilitado tanto el acercamiento como la distancia, ahora complicaba las cosas aún más. Lo conocía muy poco. Apenas me era posible decir qué clase de persona era. Pero ¿qué clase de persona era yo misma? Las respuestas que me venían a la mente no resultaban halagadoras. Siempre me ha costado decidir. Descartar varias alternativas en favor de otra es algo que me causa problemas hasta en las circunstancias más intrascendentes. En aquel momento, esa característica mía tan molesta cobró dimensiones desproporcionadas. Mientras observaba a Greta moviéndose con dificultad por el suelo de madera, paladeé todas las formas de la impotencia. Como el suyo, mi cuerpo cambiaba vertiginosamente. El sueño, pero sobre todo las náuseas, me incapacitaban para cualquier actividad, más allá de las elementales: bañarme, ir al supermercado, sentarme a comer, alimentar a los gatos. El resto del tiempo lo pasaba en cama, acompañada por Milton, que no cesaba de ronronearme en el oído. Fueron días muy confusos.

Cada vez que por fin mi conciencia parecía esclarecerse y asomaba cualquier atisbo de decisión, ese impulso era aplastado por una inmensa culpa. Una mañana, antes de lo que había imaginado, apareció un sobre con el membrete de Princeton, por debajo de la puerta. Al abrir la carta, supe que no sólo me habían seleccionado, sino que era candidata a una muy buena beca. En vez de ponerme feliz, la noticia aumentó la presión que tenía sobre los hombros. Me vestí de prisa y llevé la carta al cubículo de mi asesora para explicarle. Marisa se asombró de mi aspecto.

—Mira nada más esas ojeras —me dijo riéndose—. Te llegó una carta de Princeton, no una sentencia de muerte. 

Le conté lo que me sucedía. Escuchó mi explicación y mis sollozos sin decir nada y, una vez que terminé de hablar, me recomendó tomar el tiempo que hiciera falta antes de decidir qué hacer.

—Sigue con los trámites, cumple los requisitos y, cuando se acerque la fecha, quizás tengas las cosas más claras. No es nada fácil tomar una decisión así —añadió respetuosamente, aunque yo sabía muy bien lo que en el fondo esperaba de mí. Antes de que abandonara su escritorio, me extendió un papel con los datos de su ginecólogo

 —. Si te decides, llámalo al celular y dile que vas de mi parte.

Todo se aceleró desde ese momento. Si las dos semanas anteriores Greta y yo habíamos compartido un ritmo aletargado, de la cama al sillón y viceversa, a partir de entonces empezamos a desplazamos en direcciones y a velocidades distintas. Mientras ella caminaba con cautela y se escondía cada vez que sonaba el teléfono o el timbre, disfrutando de su embarazo y de la embriaguez que producen los estrógenos, yo luchaba contra mis propios síntomas, e invertía mis esfuerzos en recolectar firmas y visitar profesores que pudieran apoyarme. Le preparaba a Greta platos de comida suculenta y, al salir de la cocina, buscaba en Internet artículos y toda clase de información sobre el aborto que, en aquel entonces, aún estaba prohibido por las leyes de esta ciudad. Leí testimonios, investigué sobre las diferentes formas de realizarlo, desde las pastillas del día siguiente, que ya no tendrían efecto, hasta los tés caseros, la aspiración y el legrado.

Una tarde, reuní valor y llamé al ginecólogo de mi asesora. Le expliqué la situación y le pedí una cita. El médico se portó muy amable y me recibió ese mismo día, haciéndome un espacio entre dos pacientes. Recuerdo que su consultorio estaba en la planta decimocuarta de una torre altísima en la que no había piso trece. Todo era blanco y excesivamente aséptico. La melodía relajante del hilo musical sólo consiguió empeorar mis nervios. Me costó trabajo esperar mi tumo y no salir huyendo hacia la calle, pero lo hice. Una vez adentro, dejé que la enfermera me hiciese el examen de rutina: peso, medidas, presión arterial. Después, apareció el médico con quien había hablado por teléfono. Un hombre que rondaba los cincuenta y me recordó, vaya a saber por qué —quizás por la bata blanca o porque también me lo había recomendado mi asesora— al veterinario de Greta. Con una sonrisa en los labios y esa dulzura paternalista que suelen tener las personas de su profesión, me explicó el procedimiento. Y al final agregó:

—Debes venir en ayunas y acompañada por alguien que pueda regresarte a tu casa. No suelo poner anestesia general pero saldrás bastante débil y adormilada. Mientras lo oía hablar, pensé en Greta, que a esas horas debía estar tumbada en el sillón de la sala, disfrutando del sol de la tarde. Asentí varias veces en silencio, incluido el momento en que el ginecólogo sacó su agenda y me propuso una fecha para la intervención. Pagué la consulta y salí a enfrentar la tarde más desolada que había vivido nunca, una tarde de bochorno en la que, estuviese donde estuviese, resultaba difícil respirar. Al llegar a casa, me encontré con Greta en el quicio de la puerta, esperando su acostumbrada sesión de mimos. Esta vez dejó que le acariciara la panza, ya considerablemente hinchada. Al hacerlo, me pregunté si yo también tenía alguna misión en la vida. No llegué a ninguna respuesta.

Esa noche llamé a mi asesora para contarle la visita a su médico y que, a pesar de su amabilidad y buena disposición, había decidido prescindir de sus servicios. No iría a Princeton. Tampoco pensaba seguir con los trámites para la beca ni ocuparme de ninguna otra cosa que no fuera mi embarazo. Después, en septiembre quizás, comenzaría un doctorado, pero aquí, en la misma universidad en la que estaba inscrita. Sin embargo, esa noche el teléfono de Marisa sonó una y otra vez sin que nadie respondiera. No tuve más opción que dejarle un mensaje escueto en el contestador, pidiendo que me devolviera la llamada.

El viernes, Greta amaneció un poco descompuesta. Tenía los ojos tristes y las orejas abajo. Se acurrucó en el cajón que le había preparado a sus garitos y no se movió de ahí salvo para hacer uso de su arena. Hice cálculos: faltaban alrededor de tres semanas para la fecha del parto, así que no podía ser esa la razón de su decaimiento. En la tarde, al ver que no mejoraba, me decidí a llevarla al veterinario. No lo había hecho antes por rechazo a aquel hombre a quien no lograba ver ahora más que como un esterilizador de animales. Pasaban de las seis. El veterinario cerraría la consulta en cuarenta minutos, de modo que llamé a un taxi y metí a Greta en su jaula a toda velocidad. En el fondo, era una empresa descabellada. El local estaba a irnos cuantos kilómetros de casa. Cualquiera que conozca el tráfico de los viernes por la tarde en esta ciudad desquiciada habría desistido. Sin embargo, yo necesitaba estar segura de que Greta estaba bien. Sujeté su jaula, en donde no dejaba de maullar, protestando porque la sacara de casa, y bajé la escalera de prisa, sin contemplar ningún riesgo, ni siquiera el de los escalones que esa tarde se pusieron en mi contra: en el descenso tropecé con uno de ellos y reboté varias veces sobre mis caderas. Mientras caía, sujeté con ambos brazos la jaula de Greta y conseguí evitar que se estrellara contra el suelo. El accidente no tuvo ninguna consecuencia además del susto. No me dolía nada. Contra todas mis expectativas, llegamos al veterinario justo antes de que cerrara el consultorio. Después de hacerle un tacto y escuchar su corazón, el médico nos felicitó a ambas. Tanto la madre como los cachorros estaban estupendamente. Lo único que tenía Greta era un supremo, pero natural cansancio.

Fue en el taxi de regreso cuando empecé a sentir dolor en la cintura y en los muslos. Después me enteré de que la adrenalina funciona en esos casos como analgésico y que no es hasta que pasa el susto cuando uno siente las secuelas de un buen golpe. Esa noche, al desnudarme en mi habitación, descubrí que había empezado a sangrar. No quise esperar al día siguiente para llamar al médico. Aproveché que tenía su celular y me comuniqué con él para preguntarle cómo podía salvar al bebé. El ginecólogo de Marisa se mostró desconcertado al principio, pero pronto recuperó su actitud paternalista y me dijo, con la mayor cautela del mundo, que era muy difícil hacer algo. Me recomendó que tuviera paciencia y que fuera a verlo en la mañana para hacer una revisión minuciosa. Hay quienes dicen que los accidentes no existen. Yo no comparto del todo esa opinión. Sin embargo, no puedo decir si fue un accidente o un acto fallido lo que provocó mi caída de esa tarde. Lo que puedo afirmar es que de ninguna manera fue premeditada. Un equipo de científicos de la Universidad de Princeton, con quien tuve relación meses más tarde, asegura incluso que si se registraran en una computadora nuestros datos genéticos, nuestra educación, los momentos más destacados de nuestra biografía, y nos pusieran a elegir entre cien disyuntivas diferentes, la máquina adivinaría las respuestas antes de que las pensáramos. En realidad —al menos eso dicen ellos—, no decidimos. Todas nuestras elecciones están condicionadas de antemano. Sin embargo, en aquella ocasión, yo no tuve oportunidad de hacerlo, y no sé si me gustaría saber lo que la computadora en cuestión habría dicho al respecto.

Al día siguiente acudí al consultorio a primera hora, dejando de lado una cantidad considerable de compromisos. El ginecólogo me revisó, como había dicho, y confirmó el diagnóstico que me había dado por la noche. No había nada que hacer. 

—Tienes suerte de que haya sido tan pronto —me dijo con un optimismo que yo no comprendía—: no tendremos que rasparte el útero para eliminar los residuos.

Salí de ahí desconsolada, como si nunca hubiera tenido dudas respecto de aquel

embarazo. Lejos de mejorarse, mi ánimo no dejó de empeorar desde aquel momento. La realidad me parecía un agujero negro en el que no cabía ninguna posibilidad entusiasmante de futuro. Mi asesora de tesis, quien mantuvo conmigo una actitud de lo más solidaria, me aseguró en más de una ocasión que mi tristeza insondable se debía a un cambio brutal en mi producción de hormonas. Era posible, pero saberlo no cambiaba nada. Finalmente, me gustara o no, yo también era un animal y tanto mi cuerpo como mi mente reaccionaban a la pérdida de mi descendencia de la misma manera en que lo habría hecho Greta si hubiese perdido a sus gatitos. Es verdad que ya no sufría el estrés de antes, cuando el rumbo de las cosas aún estaba en mis manos, pero la acumulación de las tensiones previas, aunadas a la tristeza que sentía, me sumergieron en un estado depresivo en el que ni siquiera me resultaba posible llevar la rutina básica de antes. Dejé de bañarme, de comer y, por supuesto, de pensar en mis estudios. 

A partir de ese momento, Greta adquirió la costumbre de ponerse en mi regazo a todas horas. Como si instintivamente intentara cubrir con su cuerpo la ausencia del bebé que antes llevaba en el vientre. Esa actitud me provocaba un fuerte rechazo. Su ronroneo me aturdía, y terminaba por echarla al suelo. Pero mi gata, lejos de amedrentarse, al cabo de unos minutos volvía a recostarse arriba de mí. Fue Marisa quien se ocupó en esos días de la correspondencia con Princeton. De no haber sido por ella, ni me hubiesen aceptado ni me hubieran dado nunca la beca. Más que como una directora de tesis o una amiga, se portó conmigo como una madre.

Poco tiempo después, Greta dio a luz seis gatitos en perfecto estado de salud. No tuve oportunidad de ver el parto, ni siquiera lo escuché. Ocurrió una madrugada, mientras dormía, ayudada por uno de los somníferos que me había dado mi asesora. Al despertar, sentí una suerte de ajetreo bajo las sábanas y vi que habían nacido, no en el cajón que con tanto cuidado les había preparado, sino sobre mi propia cama, en el ángulo de mis piernas. El hecho no dejó de impresionarme. ¿Qué tipo de realidad conciben los animales o, por lo menos, qué tipo de realidad concebía mi gata con respecto a mí? Es evidente que todos esos gestos suyos no eran casuales pero cómo los elegía, si es que los gatos, a diferencia de nosotros, toman ciertas decisiones. Los recién nacidos hacían un ruido agudo, como chillidos de pájaro; se agitaban constantemente, aferrados a los pechos de su madre, que yacía desparramada frente a ellos, permitiendo que los seis se alimentaran de sus pezones. Mucho más que esas criaturas casi sin forma, lo que me despertó una inmensa ternura fue Greta. Su entrega a la succión de sus cachorros era total y, al mismo tiempo, no podía verse más pletórica. Pasé un rato en silencio junto a ella, observándola en su papel de madre orgullosa, como si, en vez de a un instinto, su actitud y sus atenciones respondiesen a un esfuerzo cuyos resultados eran ahora visibles. Me levanté con sigilo de la cama y, mientras preparaba el desayuno, me di cuenta de que por primera vez en dos semanas no deseaba suprimirme. Después llamé a Marisa para darle la buena nueva. Cuando volví a mi cuarto, ni Greta ni sus gatitos estaban sobre la cama. La imaginé cargándolos uno a uno, cogidos por la nuca, hasta el cajón de la cómoda, donde también se había metido Milton, a quien, supongo, había que atribuir la paternidad de la camada. Todo parecía en su sitio. En esos días, lo único que me causaba verdadero placer era ver a Greta con sus hijos. Cuando no amamantaba, se ocupaba de asearlos con su boca, lamiéndolos mañana y tarde, uno por uno, con una aplicación admirable. Si los abandonaba un momento en el cajón, era para comer o para sentarse en su arena. El resto del tiempo vivía en una entrega absoluta y feliz.

Poco a poco, recuperé el entusiasmo por mis estudios y por el viaje en ciernes. Ese año no me fui de vacaciones a ninguna playa. En lugar de eso, me dediqué a preparar mi examen profesional y a meter todas mis cosas en cajas. Al principio con mucha discreción, para no  perturbar a la reciente familia. Después, conforme se acercaba la fecha de mi partida, con mayor descaro. Consciente de lo que Milton y Greta representaban para mí, Marisa me ofreció quedarse con ellos. Y, cuando la progenie de Greta creciera, se encargaría de encontrarles un dueño. Tenía una casa grande con jardín, y me aseguró que de ninguna manera le estorbarían.

—Al contrario, van a llenar el vacío que dejes cuando te vayas. Estaba convencida de que los gatos no podían quedar en mejores manos. Aun así, le aseguré que sería por un tiempo breve pues pensaba venir a buscarlos en cuanto estuviera instalada en Princeton.

Llegó la fecha del examen profesional y lo presenté sin nerviosismo. Mis notas fueron tan altas como esperábamos. Avisé a mi arrendadora que dejaba el departamento. Cuando ya tenía todos mis libros en cajas, comencé a preparar mis maletas y a guardar o regalar la ropa que no me llevaría. La gente entraba y salía para comprar o llevarse cosas. Armaban bolsas con libros o con parte de la vajilla. La mudanza se fue apoderando del departamento con un ritmo cada vez más frenético, como un fenómeno ajeno a mi voluntad. Los hijos de Greta corrían por todas partes, trepándose a las cajas, a las montañas de libros y a los muebles de la sala. Lo único que seguía en su sitio era el cajón de la cómoda, mullido y acogedor como el último bastión de una época que estaba por terminarse, y en el que con frecuencia tenía ganas de esconderme. Ahí dentro, donde los ocho dormían cada vez más apretados, nadie parecía inmutarse por el cambio. Pero era sólo una apariencia. Había acordado con Marisa que vendría a recoger a los gatos dos días antes de mi partida y un día antes de que el camión de mudanza se llevara los muebles. No recuerdo exactamente si lo hablamos en su cubículo o en alguna llamada telefónica. Pero una cosa es segura, los gatos lo comprendieron. La tarde anterior, cuando volví a casa después de una jomada extenuante de burocracia universitaria, noté que ya no estaban. Los busqué por todo el departamento y también busqué la manera en que habían salido de este. Lo único que logré constatar fue que la puerta del balcón estaba abierta. No puedo describir la desolación que sentí. Ni siquiera habíamos tenido oportunidad de despedimos. «Los gatos sí que deciden», recuerdo que pensé. Me sentí una estúpida por no haberme dado cuenta.






Notas bibliográficas

1. Todos los datos biográficos tomados de entrada Guadalupe Nettel, Wikipedia 

2.Nettel, Guadalupe, El matrimonio de lo peces rojos, 


Créditos


Texto del relato, Lectulandia.com


Enlace del libro completo  El matrimonio de los peces rojos PDF


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