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El incidente del puente del Búho. An Occurrence at Owl Creek Bridge. Edición bilingüe. El instante total. Un cuento de Ambrose Bierce.Post Plaza de las palabras






Plaza de las palabras en su sección Cuentos, presenta un relato de Ambrose Bierce. Ambrose Gwinett Bierce (Meigs, Ohio Estados Unidos, 24 de junio de 1842-Chihuahua, 1914) fue un editor, periodista, escritor y satírico  estadounidense. Escribió el cuento An Occurrence at Owl Creek Bridge (El incidente del Puente del Búho)]

  

1

Heredero de una tradición 


«Se lo considera heredero literario directo de sus compatriotas Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne y Herman Melville. Cuentista de primer orden, le debemos algunos de los mejores relatos macabros de la historia de la literatura: La muerte de Halpin Frayser, La cosa maldita, Un suceso en el puente sobre el río Owl, Un habitante de Carcosa, Un terror sagrado, La ventana tapiada, etc. Bierce es el escritor que gran parte de la crítica sitúa al lado de Poe, Lovecraft y Maupassant en el panteón de ilustres cultivadores del género terrorífico. A través de sus contundentes filigranas, se evidenció como maestro absoluto en la recreación de tensas atmósferas desasosegantes en medio de las cuales detona repentinamente un horror «físico», absorbente y feroz.» (Entrada Ambrose Bierce, Wikipedía)



2


Influencia en otros escritores


Algunos elementos de la obra de Bierce fueron tomados por el también escritor de relatos de terror H. P. Lovecraft para incorporarlos a sus Mitos de Cthulhu. Este segundo autor, en su obra Supernatural Horror in Literature (El horror sobrenatural en la literatura, ensayo incluido en Dagon and Other Macabre Tales), escribió sobre los relatos de Bierce que «en todos ellos hay una maleficencia sombría innegable y algunos siguen siendo verdaderas cumbres de la literatura fantástica estadounidense». Lovecraft dedica unas cinco o seis páginas (según la edición) de dicho ensayo a Bierce, a quien atribuye un lugar «más próximo a la verdadera grandeza» que el ocupado por el irlandés Fitz James O'Brien, en una escala ocupada en su lugar más alto por Edgar Allan Poe y Nathaniel Hawthorne. No obstante, hace gala H. P. Lovecraft de una gran imparcialidad que le hace creíble, al no escatimar desaprobaciones como calificar la obra de Bierce como de «un tanto irregular: muchos de sus relatos son evidentemente mecanicistas y están estropeados por un estilo desenfadado, artificioso y vulgar, procedente de estilos periodísticos» y otras, aunque el tono general de toda la reseña crítica resulta mucho más elogioso que negativo. Cita también H. P. Lovecraft en relación a Bierce, el laudatorio criterio de Samuel Loveman, «poeta y crítico actual que conoció personalmente a Bierce».[3] (Entrada Ambrose Bierce, Wikipedia)




EL INCIDENTE DEL PUENTE DEL BÚHO


El instante total 


1

.

El fluir de la conciencia como narración


Explora la sicología del protagonista y anticipa el fluir de la conciencia o el desdoblamiento  instantes antes de la muerte, como en cuento El milagro secreto de Borges. O La isla al mediodía de Cortázar, o El nadador de John  Cheever. Y quizá alguno de sus antecedentes sea La muerte Iván Ilich de Tolstoi. 


Un cuento de los más celebrados de dicho autor, ubicado en el marco histórico de la guerra de secesión. Así, «El incidente del Puente del Búho es un cuento del escritor estadounidense y veterano de la Guerra de Secesión Ambrose Bierce.[1] Descrita como "una de las historias más famosas y frecuentemente antologadas en la literatura estadounidense", [2] fue publicada originalmente por The San Francisco Examiner el 13 de julio de 1890, recopilada por primera vez en el libro de Bierce Tales of Soldiers and Civilians (1891), y poco después en la edición inglesa de esta antología bajo el título más neutral "In the Midst of Life" (En medio de la vida).[3] La historia, que se desarrolla durante la Guerra de Secesión, es conocida por su secuencia de tiempo irregular y su final inesperado. El abandono por parte de Bierce de la narración lineal estricta en favor de los procesos mentales del protagonista es un ejemplo temprano del modo narrativo de la corriente de la conciencia.[4] [5]»(Entrada El incidente del puente del Búho, Wikipedia)


2


La ficción como realidad  


Ambrose Bierce, fue un escritor forjado en el periodismo, lenguaje económico y hasta lacónico, que sin embargo estaba fundado en la realidad circundante. Sus cuentos se nutrieron del realismo de la Guerra de Secesión. Ese realismo y laconismo también le hace ser un escritor que tuvo sus influencias en escritores realistas como E.Hemingway y minimalistas como John Cheveer, y desde la esquina del terror en H.P.Lovecraft.   


«Según Manfred Durzak, Ambrose Bierce creó con el cuento no solo el "prototipo de una historia corta que despliega una totalidad de significado en un pequeño momento de comprensión", sino que también demostró con el "diseño de lo sorprendentemente impersonal", la fuerza destructiva racionalmente inexplicable de la guerra [ y una] clarividencia profética que apunta a los campos de batalla de la Primera y Segunda Guerra Mundial.[7] "La actitud objetivadora de un narrador que está comprometido con la realidad, quien no solo reproduce los hechos de manera neutral desde la perspectiva de un testigo presencial, sino que también comenta con juicio, así como "la perspectiva [...] de los personajes, que reemplaza el tiempo cronológico objetivo con la experiencia subjetiva del protagonista" y presenta así un impactante además de fascinante visión del horror, fueron, según Durzak, "pioneras para el cuento en el tiempo posterior"; el horror

ya no está atado a "un sistema de realidad preconcebido": se alienta al lector a involucrarse en una simpatía evaluativa.[7]» (Entrada  Un incidente en el puente Búho, Wikipedia)


3

El instante del tiempo 


El cuento seleccionado, escrito en 1890, y narrado en tercera persona omnisciente,  tiene una ruptura en el tiempo, evita la narración lineal, de tal forma que crea diferentes puntos de vista temporales, que exploran la conciencia del protagonista, pero que asimismo utiliza la técnica precursora del flash-back.  

 

«La historia de Bierce destacó la idea del paso del tiempo subjetivo en el momento de la muerte y popularizó el dispositivo ficticio de la continuación narrativa falsa, que ha estado en amplia circulación desde entonces. Ejemplos notables de esta técnica de principios a mediados del siglo XX incluyen "The Door in the Wall" (1906) y " The Beautiful Suit " (1909) de HG Wells, "Details of a Sunset" de Vladimir Nabokov ( 1924), "El Aleph" (1930), "El milagro secreto" y "El sur" (1949), de Jorge Luis Borges (1944), Pincher Martin de William Golding (1956), así como "La isla al mediodía" de Julio Cortázar, y " De nueve a nueve" de Leo Perutz. La novela de Alexander Lernet-Holenia Der Baron Bagge (1936) comparte muchas similitudes con la historia de Bierce, incluido el escenario en medio de una guerra y el puente como símbolo del momento del paso de la vida a la muerte. »(Entrada Un incidente en el puente Búho, Wikipedia)


4

Cuento icónico 


Uno de lo mejores cuentos de la literatura estadunidense según el escritor Kurt Vonnegut


«El cuento ha sido también considerado un precursor de la estructura de la historia de

Hemingway "Las nieves del Kilimanjaro", que se publicó por primera vez en Esquire en agosto de 1936 y se cuenta narrativamente entre sus mejores obras.[15] [16] Al igual que la narración de Bierce, el cuento de Hemingway también trata sobre un hombre al borde de la muerte, que experimenta la salvación en su imaginación de manera tan realista y vívida que el lector tiene la impresión de que realmente sucedió. El cuento de Hemingway también comienza con la situación de la muerte cercana, luego retrocede para describir cómo llegó a devenir, anticipa luego el rescate imaginado, solo para terminar en estado de shock con la declaración objetiva de la muerte real.[15] Historias con estructura similar "El nadador" es un cuento del autor estadounidense John Cheever, publicado originalmente en The New Yorker el 18 de julio de 1964, que en su trama donde el presente ficticio de un nadador deviene en una concientización de su pasado. La irrealidad de los procesos mentales del protagonistas se transforma paulatinamente en un descenso a los infiernos de un miembro de la clase pudiente americana.[17]». ( Entrada Un incidente en el puente del Búho, Wikipedia)  




Versión traducida al español


3496 palabras 



EL INCIDENTE DEL PUENTE DEL BÚHO


Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado.


Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto. 


El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.


Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo saludó y se colocó detrás de éste. El oficial,  a su vez, se desplazó un paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se  alancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción, debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente corriente! 


Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar… Oía el tictac de su reloj


Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis manos -pensó- podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.»


Mientras se sucedían estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El suboficial se colocó en un extremo.


Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por supuesto, uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth, y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.


Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco, próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió ávidamente información del frente.



Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril –dijo el hombre- porque se preparan ara avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.


-¿A qué distancia está el Puente del Búho? –preguntó Faquhar.


-A unos cincuenta kilómetros.


-¿No hay tropas a este lado del río? 

-Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía de este lado del puente.


-Suponiendo que un hombre -un ciudadano aficionado a la horca- pudiera despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía -dijo el plantador sonriendo-, ¿qué podría hacer?


El militar pensó: -Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.


En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.


Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta, seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable!  Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado -pensó- no está  tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo.»


Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras a sus manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.


Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente, sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su propio cuerpo que surcaba la corriente.


Había llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los vigías, al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.


De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.


Un remolino le hizo girar en sentido contrario;  nuevamente tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él; en un ritmo monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas palabras crueles:


-¡Atención, compañía…! ¡Armas al hombro…! ¡Listos…! ¡Apunten…! ¡Fuego…!


Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante, extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos, después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó con energía. 


Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del agua. La

corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro.


El perseguido vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente.


«El teniente -pensó- no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir  una salva como si fuese un solo tiro? En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!»


A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los árboles del bosque cercano.


«No empezarán de nuevo -pensó-. La próxima vez cargarán con metralla. Debo fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde: se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.


De inmediato comenzó a dar vueltas y más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima, bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba permanecer en aquel lugar perfecto hasta que lo capturaran.


El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron de su sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida. Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.


Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural


Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos. Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que lo llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el bosque, y vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en

una lengua desconocida.



Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.


Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha  dormido mientras caminaba, porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón… y después absoluto silencio y absoluta  oscuridad.


Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del Puente del Búho.










Versión original escrita en inglés

3768 palabras 


AN OCCURRENCE AT OWL CREEK BRIDGE



A man stood upon a railroad bridge in northern Alabama, looking down into the swift water twenty feet below. The man's hands were behind his back, the wrists bound with a cord. A rope closely encircled his neck. It was attached to a stout cross-timber above his head and the slack fell to the level of his knees. Some loose boards laid upon the ties supporting the rails of the railway supplied a footing for him and his executioners—two private soldiers of the Federal army, directed by a sergeant who in civil life may have been a deputy sheriff. At a short remove upon the same temporary platform was an officer in the uniform of his rank, armed. He was a captain. A sentinel at each end of the bridge stood with his rifle in the position known as "support," that is to say, vertical in front of the left shoulder, the hammer resting on the forearm thrown straight across the chest—a formal and unnatural position, enforcing an erect carriage of the body. It did not appear to be the duty of these two men to know what was occurring at the center of the bridge; they merely blockaded the two ends of the foot planking that traversed it.


Beyond one of the sentinels nobody was in sight; the railroad ran straight away into a forest for a hundred yards, then, curving, was lost to view. Doubtless there was an outpost farther along. The other bank of the stream was open ground—a gentle slope topped with a stockade of vertical tree trunks, loopholed for rifles, with a single embrasure through which protruded the muzzle of a brass cannon commanding the bridge. Midway up the slope between the bridge and fort were the spectators—a single company of infantry in line, at "parade rest," the butts of their rifles on the ground, the barrels inclining slightly backward against the right shoulder, the hands crossed upon the stock. A lieutenant stood at the right of the line, the point of his sword upon the ground, his left hand resting upon his right. Excepting the group of four at the center of the bridge, not a man moved. The company faced the bridge, staring stonily, motionless. The sentinels, facing the banks of the stream, might have been statues to adorn the bridge. The captain stood with folded arms, silent, observing the work of his subordinates, but making no sign. Death is a dignitary who when he comes announced is to be received with formal manifestations of respect, even by those most familiar with him. In the code of military etiquette silence and fixity are forms of deference.


The man who was engaged in being hanged was apparently about thirty-five years of age. He was a civilian, if one might judge from his habit, which was that of a planter. His features were good—a straight nose, firm mouth, broad forehead, from which his long, dark hair was combed straight back, falling behind his ears to the collar of his well fitting frock coat. He wore a moustache and pointed beard, but no whiskers; his eyes were large and dark gray, and had a kindly expression which one would hardly have expected in one whose neck was in the hemp. Evidently this was no vulgar assassin. The liberal military code makes provision for hanging many kinds of persons, and gentlemen are not excluded.



The preparations being complete, the two private soldiers stepped aside and each drew away the plank upon which he had been standing. The sergeant turned to the captain, saluted and placed himself immediately behind that officer, who in turn moved apart one pace. These movements left the condemned man and the sergeant standing on the two ends of the same plank, which spanned three of the cross-ties of the bridge. The end upon which the civilian stood almost, but not quite, reached a fourth. This plank had been held in place by the weight of the captain; it was now held by that of the sergeant. At a signal from the former the latter would step aside, the plank would tilt and the condemned man go down between two ties. The arrangement commended itself to his judgement as simple and effective. His face had not been covered nor his eyes bandaged. He looked a moment at his "unsteadfast footing," then let his gaze wander to the swirling water of the stream racing madly beneath his feet. A piece of dancing driftwood caught his attention and his eyes followed it down the current. How slowly it appeared to move! What a sluggish stream!



He closed his eyes in order to fix his last thoughts upon his wife and children. The water, touched to gold by the early sun, the brooding mists under the banks at some distance down the stream, the fort, the soldiers, the piece of drift—all had distracted him. And now he became conscious of a new disturbance. Striking through the thought of his dear ones was sound which he could neither ignore nor understand, a sharp, distinct, metallic percussion like the stroke of a blacksmith's hammer upon the anvil; it had the same ringing quality. He wondered what it was, and whether immeasurably distant or near by— it  seemed both. Its recurrence was regular, but as slow as the tolling of a death knell. He awaited each new stroke with impatience and—he knew not why—apprehension. The intervals of silence grew progressively longer; the delays became maddening. With their greater infrequency the sounds  increased in strength and sharpness. They hurt his ear like the trust of a knife; he feared he would shriek. What he heard was the ticking of his watch.


He unclosed his eyes and saw again the water below him. "If I could free my hands," he thought, "I might throw off the noose and spring into the stream. By diving I could evade the bullets and, swimming vigorously, reach the bank, take to the woods and get away home. My home, thank God, is as yet outside their lines; my wife and little ones are still beyond the invader's farthest advance."


As these thoughts, which have here to be set down in words, were flashed into the doomed man's brain rather than evolved from it the captain nodded to the sergeant. The sergeant stepped aside. Peyton Farquhar was a well to do planter, of an old and highly respected Alabama family. Being a slave owner and like other slave owners a politician, he was naturally an original secessionist and ardently devoted to the Southern cause. Circumstances of an imperious nature, which it is unnecessary to relate here, had prevented him from taking service with that gallant army which had fought the disastrous campaigns ending with the fall of Corinth, and he chafed under the inglorious restraint, longing for

the release of his energies, the larger life of the soldier, the opportunity for distinction. That opportunity, he felt, would come, as it comes to all in wartime. Meanwhile he did what he could. No service was too humble for him to perform in the aid of the South, no adventure to perilous for him to undertake if consistent with the character of a civilian who was at heart a soldier, and who in good faith and without too much qualification assented to at least a part of the frankly villainous dictum that all is fair in love and war. 


One evening while Farquhar and his wife were sitting on a rustic bench near the entrance to his grounds, a gray-clad soldier rode up to the gate and asked for a drink of water. Mrs. Farquhar was only too happy to serve him with her own white hands. While she was fetching the water her husband approached the dusty horseman and inquired eagerly for news from the front. 


"The Yanks are repairing the railroads," said the man, "and are getting ready for another advance. They have reached the Owl Creek bridge, put it in order and built a stockade on the north bank. The commandant has issued an order, which is posted everywhere, declaring that any civilian caught interfering with the railroad, its bridges, tunnels, or trains will be summarily hanged. I saw the order."



"How far is it to the Owl Creek bridge?" Farquhar asked.


"About thirty miles."


"Is there no force on this side of the creek?"


"Only a picket post half a mile out, on the railroad, and a single sentinel at this end of the bridge."


"Suppose a man—a civilian and student of hanging—should elude the picket post and perhaps get the better of the sentinel," said Farquhar, smiling, "what could he accomplish?"



The soldier reflected. "I was there a month ago," he replied. "I observed that the flood of last winter had lodged a great quantity of driftwood against the wooden pier at this end of the bridge. It is now dry and would burn like tinder."



The lady had now brought the water, which the soldier drank. He thanked her ceremoniously, bowed to her husband and rode away. An hour later, after nightfall, he repassed the plantation, going northward in the direction from which he had come. He was a Federal scout.


As Peyton Farquhar fell straight downward through the bridge he lost consciousness and was as one already dead. From this state he was awakened—ages later, it seemed to him—by the pain of a sharp pressure upon his throat, followed by a sense of suffocation. Keen, poignant agonies seemed to shoot from his neck downward through every fiber of his body and limbs. These pains appeared to flash along well defined lines of ramification and to beat with an inconceivably rapid periodicity. They seemed like streams of pulsating fire heating him to an intolerable temperature. As to his head, he was conscious of nothing but a feeling of fullness—of congestion. These sensations were unaccompanied by thought. The intellectual part of his nature was already effaced; he had power only to feel, and feeling was torment. He was conscious of motion. Encompassed in a luminous cloud, of which he was now merely the fiery heart, without material substance, he swung through unthinkable arcs of oscillation, like a vast pendulum. Then all at once, with terrible suddenness, the light about him shot upward with the noise of a loud splash; a frightful roaring was in his ears, and all was cold and dark. The power of thought was restored; he knew that the rope had broken and he had fallen into the stream. There was no additional strangulation; the noose about his neck was already suffocating him and kept the water from his lungs. To die of hanging at the bottom of a river!—the idea seemed to him ludicrous. He opened his eyes in the darkness and saw above him a gleam of light, but how distant, how inaccessible! He was still sinking, for the light became fainter and fainter until it was a mere glimmer. Then it began to grow and brighten, and he knew that he was rising toward the surface—knew it with reluctance, for he was now very comfortable. "To be hanged and drowned," he thought, "that is not so bad; but I do not wish to be shot. No; I will not be shot; that is not fair."


He was not conscious of an effort, but a sharp pain in his wrist apprised him that he was trying to free his hands. He gave the struggle his attention, as an idler might observe the feat of a juggler, without interest in the outcome. What splendid effort!— what magnificent, what superhuman strength! Ah, that was a fine endeavor! Bravo! The cord fell away; his arms parted and floated upward, the hands dimly seen on each side in the growing light. He watched them with a new interest as first one and then the other pounced upon the noose at his neck. They tore it away and thrust it fiercely aside, its undulations resembling those of a water snake. "Put it back, put it back!" He thought he shouted these words to his hands, for the undoing of the noose had been succeeded by the direst pang that he had yet experienced. His neck ached horribly; his brain was on fire, his heart, which had been fluttering faintly, gave a great leap, trying to force itself out at his mouth. His whole body was racked and wrenched with an insupportable anguish! But his disobedient hands gave no heed to the command. They beat the water vigorously with quick, downward strokes, forcing him to the surface. He felt his head emerge; his eyes were blinded by the sunlight; his chest expanded convulsively, and with a supreme and crowning agony his lungs engulfed a great draught of air, which instantly he expelled in a shriek!


He was now in full possession of his physical senses. They were, indeed, preternaturally keen and alert. Something in the awful disturbance of his organic system had so exalted and refined them that they made record of things never before perceived. He felt the ripples upon his face and heard their separate sounds as they struck. He looked at the forest on the bank of the stream, saw the individual trees, the leaves and the veining of each leaf— he saw the very insects upon them: the locusts, the brilliant bodied flies, the gray spiders stretching their webs from twig to twig. He noted the prismatic colors in all the dewdrops upon a million blades of grass. The humming of the gnats that danced above the eddies of the stream, the beating of the dragon flies' wings, the strokes of the water spiders' legs, like oars which had lifted their boat—all these made audible music. A fish slid along beneath his eyes and he heard the rush of its body parting the water.



He had come to the surface facing down the stream; in a moment the visible world seemed to wheel slowly round, himself the pivotal point, and he saw the bridge, the fort, the soldiers upon the bridge, the captain, the sergeant, the two privates, his executioners. They were in silhouette against the blue sky. They shouted and gesticulated, pointing at him. The captain had drawn his pistol, but did not fire; the others were unarmed. Their movements were grotesque and horrible, their forms gigantic. 


Suddenly he heard a sharp report and something struck the water smartly within a few inches of his head, spattering his face with spray. He heard a second report, and saw one of the sentinels with his rifle at his shoulder, a light cloud of blue smoke rising from the muzzle. The man in the water saw the eye of the man on the bridge gazing into his own through the sights of the rifle. He observed that it was a gray eye and remembered having read that gray eyes were keenest, and that all famous marksmen had them. Nevertheless, this one had missed.


A counter-swirl had caught Farquhar and turned him half round; he was again looking at the forest on the bank opposite the fort. The sound of a clear, high voice in a monotonous singsong now rang out behind him and came across the water with a distinctness that pierced and subdued all other sounds, even the beating of the ripples in his ears. Although no soldier, he had frequented camps enough to know the dread significance of that deliberate, drawling, aspirated chant; the lieutenant on shore was taking a part in the morning's work. How coldly and pitilessly—with what an even, calm intonation, presaging, and enforcing tranquility in the men—with what accurately measured interval fell those cruel words:



"Company!… Attention!… Shoulder arms!… Ready!… Aim!… Fire!"


Farquhar dived—dived as deeply as he could. The water roared in  his ears like the voice of Niagara, yet he heard the dull thunder of the volley and, rising again toward the surface, met shining bits of metal, singularly flattened, oscillating slowly downward. Some of them touched him on the face and hands, then fell away, continuing their descent. One lodged between his collar and neck; it was uncomfortably warm and he snatched it out.



As he rose to the surface, gasping for breath, he saw that he had been a long time under water; he was perceptibly farther downstream—nearer to safety. The soldiers had almost finished reloading; the metal ramrods flashed all at once in the sunshine as they were drawn from the barrels, turned in the air, and thrust into their sockets. The two sentinels fired again, independently and ineffectually.


The hunted man saw all this over his shoulder; he was now swimming vigorously with the current. His brain was as energetic as his arms and legs; he thought with the rapidity of lightning:


"The officer," he reasoned, "will not make that martinet's error a second time. It is as easy to dodge a volley as a single shot. He has probably already given the command to fire at will. God help me, I cannot dodge them all!"



An appalling splash within two yards of him was followed by a loud, rushing sound, DIMINUENDO, which seemed to travel back through the air to the fort and died in an explosion which stirred the very river to its deeps! A rising sheet of water curved over him, fell down upon him, blinded him, strangled him! The cannon had taken an hand in the game. As he shook his head free from the commotion of the smitten water he heard the deflected shot humming through the air ahead, and in an instant it was cracking

and smashing the branches in the forest beyond.



"They will not do that again," he thought; "the next time they will use a charge of grape. I must keep my eye upon the gun; the smoke will apprise me—the report arrives too late; it lags behind the missile. That is a good gun."



Suddenly he felt himself whirled round and round—spinning like a top. The water, the banks, the forests, the now distant bridge, fort and men, all were commingled and blurred. Objects were represented by their colors only; circular horizontal streaks of color—that was all he saw. He had been caught in a vortex and was being whirled on with a velocity of advance and gyration that made him giddy and sick. In few moments he was flung upon the gravel at the foot of the left bank of the stream—the southern bank—and behind a projecting point which concealed him from his enemies. The sudden arrest of his motion, the abrasion of one of his hands on the gravel, restored him, and he wept with delight. He dug his fingers into the sand, threw it over himself in handfuls and audibly blessed it. It looked like diamonds, rubies, emeralds; he could think of nothing beautiful which it did not resemble. The trees upon the bank were giant garden plants; he noted a definite order in their arrangement, inhaled the fragrance of their blooms. A strange roseate light shone through the spaces among their trunks and the wind made in their branches the music of Aeolian harps. He had not wish to perfect his escape—he was content to

remain in that enchanting spot until retaken.


 A whiz and a rattle of grapeshot among the branches high above his head roused him from his dream. The baffled cannoneer had fired him a random farewell. He sprang to his feet, rushed up the sloping bank, and plunged into the forest.


.

All that day he traveled, laying his course by the rounding sun. The forest seemed interminable; nowhere did he discover a break in it, not even a woodman's road. He had not known that he lived in so wild a region. There was something uncanny in the revelation.


By nightfall he was fatigued, footsore, famished. The thought of his wife and children urged him on. At last he found a road which led him in what he knew to be the right direction. It was as wide and straight as a city street, yet it seemed untraveled. No fields bordered it, no dwelling anywhere. Not so much as the barking of a dog suggested human habitation. The black bodies of the trees formed a straight wall on both sides, terminating on the horizon in a point, like a diagram in a lesson in perspective. Overhead, as he looked up through this rift in the wood, shone great golden stars looking unfamiliar and grouped in strange constellations. He was sure they were arranged in some order which had a secret and malign significance. The wood on either side was full of singular noises, among which—once, twice, and again—he distinctly heard whispers in an unknown tongue.



His neck was in pain and lifting his hand to it found it horribly swollen. He knew that it had a circle of black where the rope had bruised it. His eyes felt congested; he could no longer close them. His tongue was swollen with thirst; he relieved its fever by thrusting it forward from between his teeth into the cold air. How softly the turf had carpeted the untraveled avenue—he could no longer feel the roadway beneath his feet! 


Doubtless, despite his suffering, he had fallen asleep while walking, for now he sees another scene—perhaps he has merely recovered from a delirium. He stands at the gate of his own home. All is as he left it, and all bright and beautiful in the morning sunshine. He must have traveled the entire night. As he pushes open the gate and passes up the wide white walk, he sees a flutter of female garments; his wife, looking fresh and cool and sweet, steps down from the veranda to meet him. At the bottom of the steps she stands waiting, with a smile of ineffable joy, an attitude of matchless grace and dignity. Ah, how beautiful she is! He springs forwards with extended arms. As he is about to clasp her he feels a stunning blow upon the back of the neck; a blinding white light blazes all about him with a sound like the shock of a cannon—then all is darkness and silence!



Peyton Farquhar was dead; his body, with a broken neck, swung gently from side to side beneath the timbers of the Owl Creek bridge.





 Créditos 


Texto y traducción Albalearning Audio Libros PDF



Regreso a Babilonia. Un cuento de Francis Scott Fitzgerald. El ultimo romántico de la era del Jazz. Post de Plaza de las palabras

 

Plaza de las palabras en su sección Cuentos presenta a Francis Scott Key Fitzgerald,. «Escritor estadunidense,  (Saint Paul, 24 de septiembre de 1896-Hollywood, 21 de diciembre de 1940), fue un novelista y escritor estadounidense, ampliamente conocido como uno de los mejores autores estadounidenses del siglo XX, cuyos trabajos son paradigmáticos de la era del jazz. Fitzgerald es considerado miembro de la Generación Perdida de los años veinte. Escribió cinco novelas: El gran Gatsby, Suave es la noche, A este lado del paraíso, Hermosos y malditos y The Love of the Last Tycoon que aunque sin terminar, fue publicada tras su muerte. Escribió también múltiples historias cortas, muchas de las cuales tratan sobre la juventud y las promesas, la edad y la desesperación.» (1) 

Hemos seleccionado el relato Regresoa Babilonia, originalmente publicado en 

« (Saturday Evening Post, 21 de febrero de 1931) es uno de los cinco mejores relatos de Fitzgerald. Como sus mejores narraciones, era intensamente personal, pues expresaba sus emociones, sus impresiones sobre el alcoholismo, el derrumbamiento psíquico de su mujer y sus responsabilidades para con su hija. Forma pareja con Un viaje al extranjero, otro relato que considera los efectos de la expatriación y del dinero que no se gana, sino que se hereda, sobre el carácter de los norteamericanos. Aunque Fitzgerald revisó Regreso a Babilonia para incluirlo en el libro Taps at Reveille, no resolvió algunos desajustes en la cronología y algún detalle sin importancia(2)


Francis Scott Fitzgerald. El ultimo romantico de la era del jazz

Un fiel representante de los alegres años 20s, la era del jazz como el mismo la llamo o parte intgrante de la Generación Perdida como los llamo Gertude Stein. Debuto a los 24 años con un a novela que fue todo un éxito Al este del Paraiso (1920). Pero su mas grande obra es El gran Gatsby, (1925), novela que le deparo comentarios criticos favorables de escritores como T.S.Elliot, E.Hemingway y J.D.Salinger. Pero ademas de novelista fue un consumado  cuentista, escribiendo para revistas emblematicas y de moda. Quiza su perfil de cuentista ha sdo opacado por el enorme exotp de su novela El gran Gatsby.

Pero aunque sus cuentos sean menos conocidos algunos de ellos alcanzan la solidez de los cuentos de Hemingway. Regreso a Babilonia, uno de sus cuentos mas representativos y considerado una de sus mejores narraciones cortas, junto  a  otros cuentos frecuentemente mencionados y comentados: El extraño caso de Benjamin Button, El diamante tan grande como el Ritz, Un viaje al extranjero, A tu edad, Regreso a Babilonia.  Para Harold  Bloom este ultimo cuento es su mejor cuento solo comparable a su novela El Gran Gatsby. Cuento equilibrado con un fuerte acento autobiografico, en algun momento nos recuerda pasajes de obras futuras de J.D.Salinger, autor que en un momento, llego a afirmar que ara el sucesor de Scott Fitzgerald.

El cuento Regreso a Babilonia, ubicado en el Paris de los 30s, un retorno al paris de la franchatela ahora con un cambio actitud, el personaje Charlie se vueleve mas responsable e  idealiza su situacion. Cuento sobrio y equilibrado, en que retrata un aspecto muy intimo y autografico de su vida, al rememorar  los tiempos alegres de su estadia en Paris, los años 20s  y cotejarla  con la situacion actual de los años 30s :  mas personal y familiar. Los criticos le decian ese que era su mejor cuento pero el se negaba aceptar u opinar porque estaba muy metido en el tema. No obstante, una vez dijo que su mejor cuento era Un pirata en la costa.Fitzgerald mas conocido por su gran novela El gran Gatsby, y qu segun algunos criticos ha sido, desde su inicio mal intrpretada. Llevada al éxito en varias versiones filmicas por Hollywood. Novela que deja de tener copyright este 2021.




Regreso a Babilonia

 

7632 palabras

Francis Scott Fitzgerald

 

I.

 

—¿Y dónde está el señor Campbell? —preguntó Charlie.

—Se ha ido a Suiza. El señor Campbell está muy enfermo, señor Wales.

—Lamento saberlo. ¿Y George Hardt? —preguntó Charlie.

—Ha vuelto a América, a trabajar.

—¿Y qué ha sido del Pájaro de las Nieves?

—Estuvo aquí la semana pasada. De todas maneras, su amigo, el señor Schaeffer, está en París.

Dos nombres conocidos entre la larga lista de hacía año y medio. Charlie garabateó una dirección en su agenda y arrancó la página.

—Si ve al señor Schaeffer, déle esto —dijo—. Es la dirección de mi cuñado. Todavía no tengo hotel.

La verdad es que no sentía demasiada decepción por encontrar París tan vacío. Pero el silencio en el bar del Hotel Ritz resultaba extraño, portentoso. Ya no era un bar americano: Charlie lo encontraba demasiado encopetado: ya no se sentía allí como en su casa. El bar había vuelto a ser francés. Había notado el silencio desde el momento en que se apeó del taxi y vio al portero, que a aquellas horas solía estar inmerso en una actividad frenética, charlando con un chasseur junto a la puerta de servicio. En el pasillo sólo oyó una voz aburrida en los aseos de señoras, en otro tiempo tan ruidosos. Y cuando entró en el bar, recorrió los siete metros de alfombra verde con los ojos fijos, mirando al frente, según una vieja costumbre; y luego, con el pie firmemente apoyado en la base de la barra del bar, se volvió y examinó la sala, y sólo encontró en un rincón una mirada que abandonó un instante la lectura del periódico. Charlie preguntó por el jefe de camareros, Paul, que en los últimos días en que la Bolsa seguía subiendo iba al trabajo en un automóvil fuera de serie, fabricado por encargo, aunque lo dejaba, con el debido tacto, en una esquina cercana. Pero aquel día Paul estaba en su casa de campo, y fue Alix el que le dio toda la información.

—Bueno, ya está bien —dijo Charlie—, voy a tomarme las cosas con calma.

Alix lo felicitó:

—Hace un par de años iba a toda velocidad.

—Todavía aguanto perfectamente —aseguró Charlie—. Llevo aguantando un año y medio.

—¿Qué le parece la situación en Estados Unidos?

—Llevo meses sin ir a América. Tengo negocios en Praga, donde represento a un par de firmas. Allí no me conocen.

Alix sonrió.

—¿Recuerda la noche de la despedida de soltero de George Hardt? —dijo Charlie—. Por cierto, ¿qué ha sido de Claude Fessenden?

Alix bajó la voz, confidencial:

—Está en París, pero ya no viene por aquí. Paul no se lo permite. Ha acumulado una deuda de treinta mil francos, cargando en su cuenta todas las bebidas y comidas y, casi a diario, también las cenas de más de un año. Y, cuando Paul le pidió por fin que pagara, le dio un cheque sin fondos.

Alix movió la cabeza con aire triste.

—No lo entiendo: era un verdadero dandy. Y ahora está hinchado, abotargado... —dibujó con las manos una gorda manzana.

Charlie observó a un estridente grupo de homosexuales que se sentaban en un rincón.

«Nada les afecta», pensó. «Las acciones suben y bajan, la gente haraganea o trabaja, pero ésos siguen como siempre.»

El bar lo oprimía. Pidió los dados y se jugó con Alix la copa.

—¿Estará mucho tiempo en París, señor Wales?

—He venido a pasar cuatro o cinco días, para ver a mi hija.

—¡Ah! ¿Tiene una hija?

En la calle los anuncios luminosos rojos, azul de gas o verde fantasma fulguraban turbiamente entre la lluvia tranquila. Se acababa la tarde y había un gran movimiento en las calles. Los bistros relucían. En la esquina del Boulevard des Capucines tomó un taxi. La Place de la Concorde apareció ante su vista majestuosamente rosa; cruzaron el lógico Sena, y Charlie sintió la imprevista atmósfera provinciana de la Rive Gauche.

Le pidió al taxista que se dirigiera a la Avenue de L'Opéra, que quedaba fuera de su camino. Pero quería ver cómo la hora azul se extendía sobre la fachada magnífica, e imaginar que las bocinas de los taxis, tocando sin fin los primeros compases de La plus que lent, eran las trompetas del Segundo Imperio. Estaban echando las persianas metálicas de la librería Brentano, y ya había gente cenando tras el seto elegante y pequeño-burgués del restaurante Duval. Nunca había comido en París en un restaurante verdaderamente barato: una cena de cinco platos, cuatro francos y medio, vino incluido. Por alguna extraña razón deseó haberlo hecho.

Mientras seguían recorriendo la Rive Gauche, con aquella sensación de provincianismo imprevisto, pensaba: «Para mí esta ciudad está perdida para siempre, y yo mismo la eché a perder. No me daba cuenta, pero los días pasaban sin parar, uno tras otro, y así pasaron dos años, y todo había pasado, hasta yo mismo».

Tenía treinta y cinco años y buen aspecto. Una profunda arruga entre los ojos moderaba la expresividad irlandesa de su cara. Cuando tocó el timbre en casa de su cuñada, en la Rué Palatine, la arruga se hizo más profunda y las cejas se curvaron hacia abajo; tenía un pellizco en el estómago. Tras la criada que abrió la puerta surgió una adorable chiquilla de nueve años que gritó: «¡Papaíto!», y se arrojó, agitándose como un pez, entre sus brazos. Lo obligó a volver la cabeza, cogiéndolo de una oreja, y pegó su mejilla a la suya.

—Mi cielo —dijo Charlie.

—¡Papaíto, papaíto, papaíto, papi!

La niña lo llevó al salón, donde esperaba la familia, un chico y una chica de la edad de su hija, su cuñada y el marido. Saludó a Marion, intentando controlar el tono de la voz para evitar tanto un fingido entusiasmo como una nota de desagrado, pero la respuesta de ella fue más sinceramente tibia, aunque atenuó su expresión de inalterable desconfianza dirigiendo su atención hacia la hija de Charlie. Los dos hombres se dieron la mano amistosamente y Lincoln Peters dejó un momento la mano en el hombro de Charlie.

La habitación era cálida, agradablemente americana. Los tres niños se sentían cómodos, jugando en los pasillos amarillos que llevaban a las otras habitaciones; la alegría de las seis de la tarde se revelaba en el crepitar del fuego y en el trajín típicamente francés de la cocina. Pero Charlie no conseguía serenarse; tenía el corazón en vilo, aunque su hija le transmitía tranquilidad, confianza, cuando de vez en cuando se le acercaba, llevando en brazos la muñeca que él le había traído.

—La verdad es que perfectamente —dijo, respondiendo a una pregunta de Lincoln—. Hay cantidad de negocios que no marchan, pero a nosotros nos va mejor que nunca. En realidad, maravillosamente bien. El mes que viene llegará mi hermana de América para ocuparse de la casa. El año pasado tuve más ingresos que cuando era rico. Ya sabéis, los checos...

Alardeaba con un propósito preciso; pero, un momento después, al adivinar cierta impaciencia en la mirada de Lincoln, cambió <áe tema:

—Tenéis unos niños estupendos, muy bien educados.

—Honoria también es una niña estupenda.

Marion Peters volvió de la cocina. Era una mujer alta, de mirada inquieta, que en otro tiempo había poseído una belleza fresca, americana. Charlie nunca había sido sensible a sus encantos y siempre se sorprendía cuando la gente hablaba de lo guapa que había sido.

Desde el principio los dos habían sentido una mutua e instintiva antipatía.

—¿Cómo has encontrado a Honoria? —preguntó Marion.

—Maravillosa. Me ha dejado asombrado lo que ha crecido en diez meses. Los tres niños tienen muy buen aspecto.

—Hace un año que no llamamos al médico. ¿Cómo te sientes al volver a París?

—Me extraña mucho que haya tan pocos americanos.

—Yo estoy encantada —dijo Marion con vehemencia—. Ahora por lo menos puedes entrar en las tiendas sin que den por sentado que eres millonario. Lo hemos pasado mal, como todo el mundo, pero en conjunto ahora estamos muchísimo mejor.

—Pero, mientras duró, fue estupendo —dijo Charlie—. Éramos una especie de realeza, casi infalible, con una especie de halo mágico. Esta tarde, en el bar —titubeó, al darse cuenta de su error—, no había nadie, nadie conocido.

Marion lo miró fijamente.

—Creía que ya habías tenido bares de sobra.

—Sólo he estado un momento. Sólo tomo una copa por las tardes, y se acabó.

—¿No quieres un cóctel antes de la cena? —preguntó Lincoln.

—Sólo tomo una copa por las tardes, y por hoy ya está bien.

—Espero que te dure —dijo Marion.

La frialdad con que habló demostraba hasta qué punto le desagradaba Charlie, que se limitó a sonreír. Tenía planes más importantes. La extraordinaria agresividad de Marion le daba cierta ventaja, y podía esperar. Quería que fueran ellos los primeros en hablar del asunto que, como sabían perfectamente, lo había llevado a París.

Durante la cena no terminó de decidir si Honoria se parecía más a él o a su madre. Sería una suerte si no se combinaban en ella los rasgos de ambos que los habían llevado al desastre. Se apoderó de Charlie un profundo deseo de protegerla. Creía saber lo que tenía que hacer por ella. Creía en el carácter; quería retroceder una generación entera y volver a confiar en el carácter como un elemento eternamente valioso. Todo lo demás se estropeaba.

Se fue enseguida, después de la cena, pero no para volver a casa. Tenía curiosidad por ver París de noche con ojos más perspicaces y sensatos que los de otro tiempo. Fue al Casino y vio a Josephine Baker y sus arabescos de chocolate.

Una hora después abandonó el espectáculo y fue dando un paseo hacia Montmartre, subiendo por Rué Pigalle, hasta la Place Blanche. Había dejado de llover y alguna gente en traje de noche se apeaba de los taxis ante los cabarés, y había cocones que hacían la calle, solas o en pareja, y muchos negros. Pasó ante una puerta iluminada de la que salía música y se detuvo con una sensación de familiaridad; era el Bricktop, donde se había dejado tantas horas y tanto dinero. Unas puertas más abajo descubrió otro de sus antiguos puntos de encuentro e imprudentemente se asomó al interior. De pronto una orquesta entusiasta empezó a tocar, una pareja de bailarines profesionales se puso en movimiento y un maître d’hôtel se le echó encima, gritando:

—¡Está empezando ahora mismo, señor!

Pero Charlie se apartó inmediatamente.

«Tendría que estar como una cuba», pensó.

El Zelli estaba cerrado; sobre los inhóspitos y siniestros hoteles baratos de los alrededores reinaba la oscuridad; en la Rué Blanche había más luz y un público local y locuaz, francés. La Cueva del Poeta había desaparecido, pero las dos inmensas fauces del Café del Cielo y el Café del Infierno seguían bostezando; incluso devoraron, mientras Charlie miraba, el exiguo contenido de un autobús de turistas: un alemán, un japonés y una pareja norteamericana que se quedaron mirándolo con ojos de espanto.

Y a esto se limitaba el esfuerzo y el ingenio de Montmartre. Toda la industria del vicio y la disipación había sido reducida a upa escala absolutamente infantil, y de repente Charlie entendió el significado de la palabra «disipado»: disiparse en el aire; hacer que algo se convierta en nada. En las primeras horas de la madrugada ir de un lugar a otro supone un enorme esfuerzo, y cada vez se paga más por el privilegio de moverse cada vez con mayor lentitud.

Se acordaba de los billetes de mil francos que había dado a una orquesta para que tocara cierta canción, de los billetes de cien francos arrojados a un portero para que llamara a un taxi.

Pero no había sido a cambio de nada.

Aquellos billetes, incluso las cantidades más disparatadamente despilfarradas, habían sido una ofrenda al destino, para que le concediera el don de no poder recordar las cosas más dignas de ser recordadas, las cosas que ahora recordaría siempre: haber perdido la custodia de su hija; la huida de su mujer, para acabar en una tumba en Vermont.

A la luz que salía de una brasserie una mujer le dijo algo. Charlie la invitó a huevos y café, y luego, evitando su mirada amistosa, le dio un billete de veinte francos y cogió un taxi para volver al hotel.

 

II.

 

Se despertó en un día espléndido de otoño: un día de partido de fútbol. El abatimiento del día anterior había desaparecido, y ahora le gustaba la gente de la calle. Al mediodía estaba sentado con Honoria en Le Grand Vatel, el único restaurante que no le recordaba cenas con champán y largos almuerzos que empezaban a las dos y terminaban en crepúsculos nublados y confusos.

—¿No quieres verdura? ¿No deberías comer un poco de verdura?

—Sí, sí.

—Hay épinards y chou-fleur, zanahorias y haricots.

—Prefiero chou-fleur.

—¿No prefieres mezclarla con otra verdura?

—Es que en el almuerzo sólo tomo una verdura.

El camarero fingía sentir una extraordinaria pasión por los niños.

Qu'elle est mignonne la petite? Elle parle exactement comme une Française.

—¿Y de postre? ¿O esperamos?

El camarero desapareció. Honoria miró a su padre con expectación.

—¿Qué vamos a hacer hoy?

—Primero iremos a la juguetería de la Rué Saint-Honoré y compraremos lo que quieras. Luego iremos al vodevil, en el Empire.

La niña titubeó.

—Me gustaría ir al vodevil, pero no a la juguetería.

—¿Por qué no?

—Porque ya me has traído esta muñeca —se había llevado la muñeca al restaurante. Y ya tengo muchos juguetes. Y ya no somos ricos, ¿no?

—Nunca hemos sido ricos. Pero hoy puedes comprarte lo que quieras.

—Muy bien —asintió la niña, resignada.

Cuando tenía a su madre y a una niñera francesa, Charlie solía ser más severo; ahora se exigía mucho más a sí mismo, procuraba ser más tolerante; tenía que ser padre y madre a la vez y ser capaz de entender a su hija en todos los aspectos.

—Me gustaría conocerte —dijo con gravedad—. Permítame primero que me presente. Soy Charles J. Wales, de Praga.

—¡Papá! —no podía aguantar la risa.

—¿Y quién es usted, si es tan amable? —continuó, y la niña aceptó su papel inmediatamente:

—Honoria Wales, Rué Palatine, París.

—¿Casada o soltera?

—No, no estoy casada. Soltera.

Charlie señaló la muñeca.

—Pero, madame, tiene usted una hija.

No queriendo desheredar a la pobre muñeca, se la acercó al corazón y buscó una respuesta:

—Estuve casada, pero mi marido ha muerto.

Charlie se apresuró a continuar:

—¿Cómo se llama la niña?

—Simone. Es el nombre de mi mejor amiga del colegio.

—Estoy muy contento de que te vaya tan bien en el colegio.

—Este mes he sido la tercera de la clase —alardeó—. Elsie —era su prima— sólo es la dieciocho y Richard casi es el último de la clase.

—Quieres a Richard y Elsie, ¿verdad?

—Sí. A Richard lo quiero mucho y a Elsie también.

Con cautela y sin darle mucha importancia Charlie preguntó:

—¿Y a quién quieres más, a tía Marion o a tío Lincoln?

—Ah, creo que a tío Lincoln.

Cada vez era más consciente de la presencia de su hija. Al entrar al restaurante los había acompañado un murmullo: «...adorable», y ahora la gente de la mesa de al lado, cada vez que interrumpían sus conversaciones, estaba pendiente de ella, observándola como a un ser que no tuviera más conciencia que una flor.

—¿Por qué no vivo contigo? —preguntó Honoria de repente—. ¿Porque mamá ha muerto?

—Debes quedarte aquí y aprender mejor el francés. A mí me hubiera sido muy difícil cuidarte tan bien como aquí.

—La verdad es que ya no necesito que me cuiden. Hago las cosas sola.

A la salida del restaurante, un hombre y una mujer lo saludaron inesperadamente.

—¡Pero si es el amigo Wales!

—¡Hombre! Lorraine... Dunc...

Eran fantasmas que surgían del pasado: Duncan Schaeffer, Un amigo de la universidad. Lorraine Quarrles, una preciosa, pálida fubia de treinta años; una más de la pandilla que lo había ayudado a convertir los meses en días en los pródigos tiempos de hacía tres años.

—Mi marido no ha podido venir este año —dijo Lorraine, respondiéndole a Charlie—. Somos más pobres que las ratas. Así que me manda doscientos dólares al mes y dice que me las arregle como pueda... ¿Es tu hija?

—¿Por qué no te sientas un rato con nosotros en el restaurante? —preguntó Duncan.

—No puedo.

Se alegraba de tener una excusa. Seguía notando el atractivo apasionado, provocador, de Lorraine, pero ahora Charlie se movía a otro ritmo.

—¿Y si quedamos para cenar? —preguntó Lorraine.

—Tengo una cita. Dadme vuestra dirección y ya os llamaré.

—Charlie, tengo la completa seguridad de que estás sobrio —dijo Lorraine solemnemente—. Estoy segura de que está sobrio, Dunc, te lo digo de verdad. Pellízcalo para ver si está sobrio.

Charlie señaló a Honoria con la cabeza. Lorraine y Dunc se echaron a reír.

—¿Cuál es tu dirección? —preguntó Duncan, escéptico.

Charlie titubeó; no quería decirles el nombre de su hotel.

—Todavía no tengo dirección fija. Ya os llamaré. Vamos al vodevil, al Empire.

—¡Estupendo! Lo mismo que yo pensaba hacer —dijo Lorraine—. Tengo ganas de ver payasos, acróbatas y malabaristas. Es lo que vamos a hacer, Dunc.

—Antes tenemos que hacer un recado —dijo Charlie—. A lo mejor os vemos en el teatro.

—Muy bien. Estás hecho un auténtico esnob... Adiós, guapísima.

—Adiós.

Honoria, muy educada, hizo una reverencia.

Había sido un encuentro desagradable. Charlie les caía simpático porque trabajaba, porque era serio; lo buscaban porque ahora tenía más fuerza que ellos, porque en cierta medida querían alimentarse de su fortaleza.

En el'Empire, Honoria se negó orgullosamente a sentarse sobre el abrigo doblado de su padre. Era ya una persona, con su propio código, y a Charlie le obsesionaba cada vez más el deseo de inculcarle algo suyo antes de que su personalidad cristalizara completamente. Pero era imposible intentar conocerla en tan poco tiempo.

En el entreacto se encontraron con Duncan y Lorraine en la sala de espera, donde tocaba una orquesta.

—¿Tomamos una copa?

—Muy bien, pero no en la barra. Busquemos una mesa.

—El padre perfecto.

Mientras oía, un poco distraído, a Lorraine, Charlie observó cómo la mirada de Honoria se apartaba de la mesa, y la siguió pensativamente por el salón, preguntándose qué estaría mirando. Se encontraron sus miradas, y Honoria sonrió.

—Está buena la limonada —dijo.

¿Qué había dicho? ¿Qué se esperaba él? Mientras volvían a casa en un taxi la abrazó, para que su cabeza descansara en su pecho.

—¿Te acuerdas de mamá?

—Algunas veces —contestó vagamente.

—No quiero que la olvides. ¿Tienes alguna foto suya?

—Sí, creo que sí. De todas formas, tía Marion tiene una. ¿Por qué no quieres que la olvide?

—Porque te quería mucho.

—Yo también la quería.

Callaron un momento.

—Papá, quiero vivir contigo —dijo de pronto.

A Charlie le dio un vuelco el corazón; así era como quería que ocurrieran las cosas.

—¿Es que no estás contenta?

—Sí, pero a ti te quiero más que a nadie. Y tú me quieres a mí más que a nadie, ¿verdad?, ahora que mamá ha muerto.

—Claro que sí. Pero no siempre me querrás a mí más que a nadie, cariño. Crecerás y conocerás a alguien de tu edad y te casarás con él y te olvidarás de que alguna vez tuviste un papá.

—Sí, es verdad —asintió, muy tranquila.

Charlie no entró en la casa. Volvería a las nueve, y quería mantenerse despejado para lo que debía decirles.

—Cuando estés ya en casa, asómate a esa ventana.

—Muy bien. Adiós, papá, papaíto.

Esperó a oscuras en la calle hasta que apareció, cálida y luminosa, en la ventana y lanzó a la noche un beso con la punta de los dedos.

 

III.

 

Lo estaban esperando. Marion, sentada junto a la bandeja del café, vestía un elegante y majestuoso traje negro, que casi hacía pensar en el luto. Lincoln no dejaba de pasearse por la habitación con la animación de quien ya lleva un buen rato hablando. Deseaban tanto como Charlie abordar el asunto. Charlie lo sacó a colación casi inmediatamente:

—Me figuro que sabéis por qué he venido a veros, por qué he venido a París.

Marion jugaba con las estrellas negras de su collar, y frunció el ceño.

—Tengo verdaderas ganas de tener una casa —continuó—. Y tengo verdaderas ganas de que Honoria viva conmigo. Aprecio mucho que, por amor a su madre, os hayáis ocupado de Honoria, pero las cosas han cambiado... —titubeó y continuó con mayor decisión—, han cambiado radicalmente en lo que a mí respecta, y quisiera pediros que reconsideréis el asunto. Sería una tontería negar que durante tres años he sido un insensato...

Marion lo miraba con una expresión de dureza.

—...pero todo eso se ha acabado. Como os he dicho, hace un año que sólo bebo una copa al día, y esa copa me la tomo deliberadamente, para que la idea del alcohol no cobre en mi imaginación una importancia que no tiene. ¿Me entendéis?

—No —dijo Marion sucintamente.

—Es una especie de artimaña, un truco que me hago a mí mismo, para no olvidar la medida de las cosas.

—Te entiendo —dijo Lincoln—. No quieres que el alcohol sea una obsesión.

—Algo así. A veces se me olvida y no bebo. Pero procuro beber una copa al día. De todas maneras, en mi situación, no puedo permitirme beber. Las firmas a las que represento están más que satisfechas con mi trabajo, y quiero traerme a mi hermana desde Burlington para que se ocupe de la casa, y sobre todas las cosas quiero que Honoria viva conmigo. Sabéis que, incluso cuando su madre y yo no nos llevábamos bien, jamás permitimos que nada de lo que sucedía afectara a Honoria. Sé que me quiere y sé que soy capaz de cuidarla y... Bueno, ya os lo he dicho todo. ¿Qué pensáis?

Sabía que ahora le tocaba recibir los golpes. Podía durar una o dos horas, y sería difícil, pero si modulaba su resentimiento inevitable y lo convertía en la actitud sumisa del pecador arrepentido, podría imponer por fin su punto de vista.

«Domínate», se decía a sí mismo. «No quieres que te perdonen. Quieres a Honoria.»

Lincoln fue el primero en responderle:

—Llevamos hablando de este asunto desde que recibimos tu carta el mes pasado. Estamos muy contentos de que Honoria viva con nosotros. Es una criatura adorable, y nos alegra mucho poder ayudarla, pero, claro está, ya sé que ése no es el problema...

Marion lo interrumpió súbitamente.

—¿Cuánto tiempo aguantarás sin beber, Charlie? —preguntó.

—Espero que siempre.

—¿Y qué crédito se les puede dar a esas palabras?

—Sabéis que nunca había bebido demasiado hasta que dejé los negocios y me vine aquí sin nada que hacer. Luego Helen y yo empezamos a salir con...

—Por favor, no metas a Helen en esto. No soporto que hables de ella así.

Charlie la miró severamente; nunca había estado muy seguro de hasta qué punto se habían apreciado las dos hermanas cuando Helen vivía.

—Me dediqué a beber un año y medio poco más o menos: desde que llegamos hasta que... me derrumbé.

—Mucho es.

—Mucho es —asintió.

—Lo hago sólo por Helen —dijo Marion—. Intento pensar qué le gustaría que hiciera. Te lo digo de verdad, desde la noche en que hiciste aquello tan horrible dejaste de existir para mí. No puedo evitarlo. Era mi hermana.

—Ya lo sé.

—Cuando se estaba muriendo, me pidió que me ocupara de Honoria. Si entonces no hubieras estado internado en un sanatorio, las cosas hubieran sido más fáciles.

Charlie no respondió.

—Jamás podré olvidar la mañana en que Helen llamó a mi puerta, empapada hasta los huesos y tiritando, y me dijo que habías echado la llave y no la habías dejado entrar.

Charlie apretaba con fuerza los brazos del sillón. Estaba siendo más difícil de lo que se había esperado. Hubiera querido protestar, demorarse en largas explicaciones, pero sólo dijo:

—La noche en que le cerré la puerta...

Y Marion lo interrumpió:

—No pienso volver a hablar de eso.

Tras un momento de silencio Lincoln dijo:

—Nos estamos saliendo del tema. Quieres que Marion renuncie a su derecho a la custodia y te entregue a Honoria. Yo creo que lo importante es si puede confiar en ti o no.

—Comprendo a Marion —dijo Charlie despacio—, pero creo que puede tener absoluta confianza en mí. Mi reputación era intachable hasta hace tres años. Claro está que puedo fallar en cualquier momento, es humano. Pero si esperamos más tiempo perdería la niñez de Honoria y la oportunidad de tener un hogar —negó con la cabeza—. Perdería a Honoria, ni más ni menos, ¿no os dais cuenta?

—Sí, te entiendo —dijo Lincoln.

—¿Y por qué no pensaste antes en estas cosas? —preguntó Marion.

—Me figuro que alguna vez pensaría en estas cosas, de cuando en cuando, pero Helen y yo nos llevábamos fatal. Cuando acepté concederle la custodia de la niña, yo no me podía mover del sanatorio, estaba hundido, y la Bolsa me había dejado en la ruina. Sabía que me había portado mal y hubiera aceptado cualquier cosa con tal de devolverle la paz a Helen. Pero ahora es distinto. Estoy trabajando, estoy de puta madre, así que...

—Te agradecería que no utilizaras ese lenguaje en mi presencia.

La miró, estupefacto. Cada vez que Marion hablaba, la fuerza de su antipatía hacia él era más evidente. Con su miedo a la vida había construido un muro que ahora levantaba frente a Charlie. Aquel reproche insignificante quizá fuera consecuencia de algún problema que hubiera tenido con la cocinera aquella tarde. La posibilidad de dejar a Honoria en aquella atmósfera de hostilidad hacia él le resultaba cada vez más preocupante. Antes o después saldría a relucir, en alguna frase, en un gesto con la cabeza, y algo de aquella desconfianza arraigaría irrevocablemente en Honoria. Pero procuró que su cara no revelase sus emociones, guardárselas; había obtenido cierta ventaja, porque Lincoln se dio cuenta de lo absurdo de la observación de Marion y le preguntó despreocupadamente desde cuándo la molestaban expresiones como «de puta madre».

—Otra cosa —dijo Charlie—: estoy en condiciones de asegurarle ciertas ventajas. Contrataré para la casa de Praga a una institutriz francesa. He alquilado un apartamento nuevo.

Dejó de hablar: se daba cuenta de que había metido la pata. Era imposible que aceptaran con ecuanimidad el hecho de que él ganara de nuevo más del doble que ellos.

—Supongo que puedes ofrecerle más lujos que nosotros —dijo Marion—. Cuando te dedicabas a tirar el dinero, nosotros vivíamos mirando por cada moneda de diez francos... Y supongo que volverás a hacer lo mismo.

—No, no. He aprendido. Tú sabes que trabajé con todas mis fuerzas diez años, hasta que tuve suerte en la Bolsa, como tantos. Una suerte inmensa. No parecía que tuviera mucho sentido seguir trabajando, así que lo dejé. No se repetirá.

Hubo un largo silencio. Todos tenían los nervios en tensión, y por primera vez desde hacía un año Charlie sintió ganas de beber. Ahora estaba seguro de que Lincoln Peters quería que él tuviera a su hija.

De repente Marion se estremeció; una parte de ella se daba cuenta de que ahora Charlie tenía los pies en la tierra, y su instinto de madre reconocía que su deseo era natural; pero había vivido mucho tiempo con un prejuicio: un prejuicio basado en una extraña desconfianza en la posibilidad de que su hermana fuera feliz, y que, después de una noche terrible, se había transformado en odio contra Charlie. Todo había sucedido en un periodo de su vida en el que, entre el desánimo de la falta de salud y las circunstancias adversas, necesitaba creer en una maldad y un malvado tangibles.

—Me es imposible pensar de otra manera —gritó de repente—. No sé hasta qué punto eres responsable de la muerte de Helen. Es algo que tendrás que arreglar con tu propia conciencia.

Charlie sintió una punzada de dolor, como una corriente eléctrica; estuvo a punto de levantarse, y una palabra impronunciable resonó en su garganta. Se dominó un instante, un instante más.

—Ya está bien —dijo Lincoln, incómodo—. Yo nunca he pensado que tú fueras responsable.

—Helen murió de una enfermedad cardiaca —dijo Charlie, sin fuerzas.

—Sí, una enfermedad cardiaca —dijo Marion, como si aquella frase tuviera para ella otro significado.

Entonces, en el instante vacío, insípido, que siguió a su arrebato, Marion vio con claridad que Charlie había conseguido dominar la situación. Miró a su marido y comprendió que no podía esperar su ayuda, y, de pronto, como si el asunto no tuviera ninguna importancia, tiró la toalla.

—Haz lo que te parezca —exclamó levantándose de pronto—. Es tu hija. No soy nadie para interponerme en tu camino. Creo que si fuera mi hija preferiría verla... —consiguió frenarse—. Decididlo vosotros. No aguanto más. Me siento mal. Me voy a la cama.

Salió casi corriendo de la habitación, y un momento después Lincoln dijo:

—Ha sido un día muy difícil para ella. Ya sabes lo testaruda que es... —parecía pedir excusas—: cuando a una mujer se le mete una idea en la cabeza...

—Claro.

—Todo irá bien. Creo que sabe que ahora tú puedes mantener a la niña, así que no tenemos derecho a interponernos en tu camino ni en el de Honoria.

—Gracias, Lincoln.

—Será mejor que vaya a ver cómo está Marion.

—Me voy ya.

Todavía temblaba cuando llegó a la calle, pero el paseo por la Rué Bonaparte hasta el Sena lo tranquilizó, y, al cruzar el río, siempre nuevo a la luz de las farolas de los muelles, se sintió lleno de júbilo. Pero, ya en su habitación, no podía dormirse. La imagen de Helen lo obsesionaba. Helen, a la que tanto había querido, hasta que los dos habían empezado a abusar de su amor insensatamente, a hacerlo trizas. En aquella terrible noche de febrero que Marion recordaba tan vivamente, una lenta pelea se había demorado durante horas. Recordaba la escena en el Florida, y que, cuando intentó llevarla a casa, Helen había besado al joven Webb, que estaba en otra mesa; y recordaba lo que Helen le había dicho, histérica. Cuando volvió a casa solo, desquiciado, furioso, cerró la puerta con llave. ¿Cómo hubiera podido imaginar que ella llegaría una hora más tarde, sola, y que caería una nevada, y que Helen vagabundearía por ahí en zapatos de baile, demasiado confundida para encontrar un taxi? Y recordaba las consecuencias: que Helen se recuperara milagrosamente de una neumonía, y todo el horror que aquello trajo consigo. Se reconciliaron, pero aquello fue el principio del fin, y Marion, que lo había visto todo con sus propios ojos e imaginaba que aquélla sólo había sido una de las muchas escenas del martirio de su hermana, nunca lo olvidó.

Los recuerdos le devolvieron a Helen, y, en la luz blanca y suave que cuando empieza a amanecer rodea poco a poco a quien está medio dormido, se dio cuenta de que volvía a hablar con ella. Helen le decía que tenía razón en el problema de Honoria y que quería que Honoria viviera con él. Dijo que se alegraba de que estuviera bien, de que le fuera bien. Le dijo muchas cosas más, amistosas, pero estaba sentada en un columpio, vestida de blanco, y cada vez se balanceaba más, cada vez más deprisa, así que al final no pudo oír con claridad lo que Helen decía.

 

IV.

 

Se despertó sintiéndose feliz. El mundo volvía a abrirle las puertas. Hizo planes, imaginó un futuro para Honoria y para él, y de repente se sintió triste, al recordar los planes que había hecho con Helen. Helen no había planeado morir. Lo importante era el presente: el trabajo, alguien a quien querer. Pero no querer demasiado, pues conocía el daño que un padre puede hacerle a una hija, o una madre a un hijo, si los quiere demasiado: más tarde, ya en el mundo, el hijo buscaría en su pareja la misma ternura ciega y, al no poder encontrarla, se rebelaría contra el amor y la vida.

Volvía a hacer un día espléndido, vivificador. Llamó a Lincoln Peters al banco donde trabajaba y le preguntó si Honoria podría acompañarlo cuando regresara a Praga. Lincoln estuvo de acuerdo en que no había ninguna razón para aplazar las cosas. Quedaba una cuestión: el derecho a la custodia. Marion quería conservarlo durante algún tiempo. Estaba muy preocupada con aquel asunto, y se sentiría más tranquila si supiera que la situación seguía bajo su control un año más. Charlie aceptó: lo único que quería era a la niña, tangible y visible.

También estaba la cuestión de la institutriz. Charlie pasó un buen rato en una agencia sombría hablando con una bearnesa malhumorada y con una tetuda campesina bretona, a ninguna de las cuales hubiera podido soportar. Había otras candidatas a quienes vería al día siguiente.

Comió con Lincoln Peters en el Griffon, intentando dominar su alegría.

—No hay nada comparable a un hijo —dijo Lincoln—. Pero tú comprendes cómo se siente Marion.

—Ya no se acuerda de todo lo que trabajé durante siete años en América —dijo Charlie—. Sólo recuerda una noche.

—Eso es distinto —titubeó Lincoln—. Mientras tú y Helen derrochabais dinero por toda Europa, nosotros luchábamos por salir adelante. No he sido ni remotamente rico, nunca he ganado lo suficiente para permitirme algo más que un seguro de vida. Yo creo que Marion pensaba que aquello era una especie de injusticia... Tú ni siquiera trabajabas entonces y cada vez eras más rico.

—El dinero se fue tan rápido como vino —dijo Charlie.

—Sí, y mucho fue a parar a manos de los chasseurs y los saxofonistas y los maîtres d'hôtel... Bueno, se acabó la gran fiesta. Te he dicho esto para explicarte cómo se siente Marion después de estos años de locura. Si pasas un momento por casa a eso de las seis, antes de que Marion esté demasiado cansada, acordaremos los últimos detalles sin ningún problema.

De vuelta al hotel, Charlie encontró unpneumatique que le habían enviado desde el bar del Ritz, donde Charlie había dejado su dirección para un antiguo amigo.

 

«Querido Charlie:

«Estabas tan raro cuando nos vimos el otro día, que me pregunté si había hecho algo que pudiera molestarte. Si es así, no me he dado cuenta. La verdad es que me he acordado mucho de ti durante el año pasado, y siempre he abrigado la esperanza de que nos viéramos de nuevo cuando yo volviera a París. Lo pasamos muy bien en aquella primavera disparatada, como aquella noche en que tú y yo robamos la bicicleta de reparto del carnicero, y aquella vez que intentamos hablar por teléfono con el presidente, cuando usabas bombín y bastón. Todos parecen haber envejecido últimamente, pero yo no me siento ni un día más vieja. ¿No podríamos vernos hoy, aunque sólo sea un rato, en honor de aquellos viejos tiempos? Ahora tengo una resaca miserable. Pero me sentiré mucho mejor esta tarde, y te esperaré a eso de las cinco en el Ritz, antro de explotación. «Siempre tuya,

»Lorraine»

 

La primera sensación de Charlie fue de espanto: espanto de haber robado, ya en edad madura, una bicicleta de reparto para pedalear, con Lorraine a bordo, por la plaza de L'Étoile, de madrugada. Al recordarlo, parecía una pesadilla. Haberle cerrado la puerta a Helen no armonizaba con ningún otro episodio de su vida, pero el incidente de la bicicleta, sí: sólo era uno entre muchos. ¿Cuántas semanas o meses de disipación habían sido necesarios para llegar a ese punto de absoluta irresponsabilidad?

Intentó recordar qué le había parecido Lorraine entonces: muy atractiva; a Helen le molestaba, aunque no dijera nada. Hacía veinticuatro horas, en el restaurante, Lorraine le había parecido vulgar, ajada, estropeada. No tenía ninguna, ninguna gana de verla, y se alegraba de que Alix no le hubiera dado la dirección de su hotel. Y era un consuelo pensar en Honoria, imaginar domingos dedicados a ella, y darle los buenos días y saber que pasaba la noche en casa y respiraba en la oscuridad.

A las cinco tomó un taxi y compró regalos para la familia Peters: una graciosa muñeca de trapo, una caja de soldados romanos, flores para Marion, pañuelos de hilo para Lincoln.

Cuando llegó al apartamento, comprendió que Marion había aceptado lo inevitable. Lo recibió como si fuera un pariente díscolo, más que una amenaza ajena a la familia. Honoria sabía ya que se iba con su padre, y Charlie disfrutó al ver cómo, con tacto, la niña procuraba disimular su alegría excesiva. Sólo sentada en sus rodillas le dijo en voz baja lo contenta que estaba y le preguntó, antes de volver con los otros niños, cuándo se irían.

Marion y Charlie se quedaron solos un instante y, dejándose llevar por un impulso, él se atrevió a decirle:

—Las peleas de familia son muy desagradables. No respetan ninguna regla. No son como el dolor ni las heridas: son más bien como llagas que no se curan porque les falta tejido para hacerlo. Me gustaría que tú y yo nos lleváramos mejor.

—Es difícil olvidar ciertas cosas —contestó Marion—. Es cuestión de confianza —Charlie no contestó y Marion preguntó entonces—: ¿Cuándo piensas llevártela?

—Tan pronto como encuentre una institutriz. Pasado mañana, espero.

—No, es imposible. Tengo que prepararle sus cosas. Antes del sábado es imposible.

Charlie cedió. Lincoln, que acababa de volver a la habitación, le ofreció una copa.

—Bueno, me tomaré mi whisky diario.

Se notaba el calor, era un hogar, gente reunida junto al fuego. Los niños se sentían seguros e importantes; la madre y el padre eran serios, vigilaban. Tenían cosas importantes que hacer por sus hijos, mucho más importantes que su visita. Una cucharada de medicina era, después de todo, más importante que sus tensas relaciones con Marion. Ni Marion ni Lincoln eran estúpidos, pero estaban demasiado condicionados por la vida y las circunstancias. Charlie se preguntó si no podría hacer algo para librar a Lincoln de la rutina del banco.

Sonó un largo timbrazo: llamaban a la puerta. La bonne à tout faire atravesó la habitación y desapareció en el pasillo. Abrió la puerta después de que volviera a sonar el timbre, y luego se oyeron voces, y los tres miraron hacia la puerta del salón con curiosidad. Lincoln se asomó al pasillo y Marion se levantó. Entonces volvió la criada, seguida de cerca por voces que resultaron pertenecer a Duncan Shaeffer y Lorraine Quarrles.

Estaban contentos, alegres, muertos de risa. Por un instante Charlie se quedó estupefacto: no podía entender cómo habían podido conseguir la dirección de los Peters.

—Eeehhh —Duncan agitaba el dedo picaramente en dirección a Charlie.

Dunc y Lorraine soltaron un nuevo aluvión de carcajadas. Nervioso, sin saber qué hacer, Charlie les estrechó la mano rápidamente y se los presentó a Lincoln y Marion. Marion los saludó con un gesto de la cabeza y apenas abrió la boca. Retrocedió hacia la chimenea; su hijita estaba cerca y Marion le echó el brazo por el hombro.

Cada vez más disgustado por la intromisión, Charlie esperaba que le dieran una explicación. Y, después de pensar las palabras un momento, Duncan dijo:

—Hemos venido a invitarte a cenar. Lorraine y yo insistimos en que ya está bien de rodeos y secretitos sobre dónde te alojas.

Charlie se les acercó más, como si así quisiera empujarlos hacia el pasillo.

—Lo siento, pero no puedo. Decidme dónde vais a estar y os llamaré por teléfono dentro de media hora.

No se inmutaron. Lorraine se sentó de pronto en el brazo de un sillón y, concentrando toda su atención en Richard, exclamó:

—¡Qué niño tan precioso! ¡Ven aquí, cielo!

Richard miró a su madre y no se movió. Lorraine se encogió de hombros ostensiblemente, y volvió a dirigirse a Charlie:

—Ven a cenar. Estoy segura de que tus parientes no se molestarán. O te veo poco o te veo apocado.

—No puedo —respondió Charlie, cortante—. Cenad vosotros, ya os llamaré por teléfono.

La voz de Lorraine se volvió desagradable:

—Vale, vale, nos vamos. Pero acuérdate de cuando aporreaste mi puerta a las cuatro de la mañana y yo tuve el suficiente sentido del humor para darte una copa. Vamonos, Dunc.

Con movimientos pesados, con las caras descompuestas, irritados, con pasos titubeantes, se adentraron en el pasillo.

—Buenas noches —dijo Charlie.

—¡Buenas noches! —respondió Lorraine con retintín.

Cuando Charlie volvió al salón, Marion no se había movido, pero ahora echaba el otro brazo por el hombro de su hijo. Lincoln seguía meciendo a Honoria de acá para allá, como un péndulo.

—¡Qué poca vergüenza! —estalló Charlie—. ¡No hay derecho.

Ni Marion ni Lincoln le respondieron. Charlie se dejó caer en el sillón, cogió el vaso, volvió a dejarlo y dijo:

—Gente a la que no veo desde hace dos años y tiene la increíble desfachatez de...

Se interrumpió. Marion había dejado escapar un «Ya», una especie de suspiro sofocado, rabioso; le había dado de repente la espalda y había salido del salón.

Lincoln dejó a Honoria en el suelo con cuidado.

—Niños, id a comer. Empezad a tomaros la sopa —dijo, y, cuando los niños obedecieron, se dirigió a Charlie—: Marion no está bien y no soporta los sobresaltos. Esa clase de gente la hace sentirse físicamente mal.

—Yo no les he dicho que vinieran. Alguien les habrá dado vuestro nombre y dirección. Deliberadamente han...

—Bueno, es una pena. Esto no facilita las cosas. Perdóname un momento.

Solo, Charlie permaneció en su sillón, tenso. Oía comer a los niños en el cuarto de al lado: hablaban con monosílabos y ya habrían olvidado la escena de los mayores. Oyó el murmullo de una conversación en otro cuarto, más lejos, y el ruido de un teléfono al ser descolgado, y, aterrorizado, se cambió a otra silla para no oír nada más.

Lincoln volvió casi inmediatamente.

—Charlie, creo que dejaremos la cena para otra noche. Marion no se encuentra bien.

—¿Se ha disgustado conmigo?

—Más o menos —dijo Lincoln, casi con malos modos—. No es fuerte y...

—¿Quieres decir que ha cambiado de opinión sobre Honoria?

—Ahora está muy afectada. No sé. Llámame al banco mañana.

—Me gustaría que le explicaras que en ningún momento se me ha pasado por la cabeza traer aquí a esa gente. Estoy tan ofendido como tú.

—Ahora no le puedo explicar nada.

Charlie dejó la silla. Cogió su abrigo y su sombrero y atravesó el pasillo. Abrió la puerta del comedor y dijo con una voz rara:

—Buenas noches, niños.

Honoria se levantó y corrió a abrazarlo.

—Buenas noches, corazón —dijo, ensimismado, y luego, intentando poner más ternura en la voz, intentando arreglar algo, añadió—: Buenas noches, queridos niños.

 

V.

 

Charlie se dirigió directamente al bar del Ritz con la idea furibunda de encontrarse con Lorraine y Duncan, pero no estaban allí, y cayó en la cuenta de que, en cualquier caso, nada podía hacer. No había tocado el vaso de whisky en casa de los Peters, y ahora pidió un whisky con soda. Paul se acercó para saludarlo.

—Todo ha cambiado mucho —dijo con tristeza—. Ahora el negocio no es ni la mitad de lo que era. Me han dicho que muchos de los que volvieron a América lo perdieron todo, si no en el primer hundimiento de la Bolsa, en el segundo. He oído que su amigo George Hardt perdió hasta el último céntimo. ¿Usted ha vuelto a América?

—No, trabajo en Praga.

—Me han dicho que perdió una fortuna cuando se hundió la Bolsa.

—Sí —asintió con amargura—, pero también perdí todo lo que quise cuando subió.

—¿Vendiendo a la baja?

—Más o menos.

El recuerdo de aquellos días volvía a apoderarse de Charlie como una pesadilla: la gente que había conocido en sus viajes, y la gente que era incapaz de hacer una suma o de pronunciar una frase coherente. El hombrecillo con quien Helen había aceptado bailar en la fiesta del barco, y que luego la insultó a tres metros de su mesa; las mujeres y las chicas que habían sido sacadas a rastras de los establecimientos públicos, gritando, borrachas o drogadas...

Hombres que dejaban a sus mujeres en la calle, cerrándoles la puerta, en la nieve, porque la nieve de 1929 no era real. Si no querías que fuera nieve, bastaba con pagar lo necesario.

Fue al teléfono y llamó al apartamento de los Peters; Lincoln descolgó.

—Te llamo porque no me puedo quitar el asunto de la cabeza. ¿Ha dicho Marion algo?

—Marion está enferma —respondió Lincoln, cortante—. Ya sé que tú no tienes toda la culpa, pero no puedo permitir que esto la destroce. Me temo que tendremos que aplazarlo seis meses; no puedo arriesgarme a que pase otro mal rato como el de hoy.

—Ya.

—Lo siento, Charlie.

Volvió a su mesa. El vaso de whisky estaba vacío, pero negó con la cabeza cuando Alix lo miró, interrogante. Ya no le quedaba mucho por hacer, salvo mandarle a Honoria algunos regalos; al día siguiente se los mandaría. Más bien irritado, pensó que sólo era dinero: le había dado dinero a tanta gente...

—No, se acabó —dijo a otro camarero—. ¿Cuánto es?

Algún día volvería; no podían condenarlo a estar pagando sus deudas eternamente. Pero quería a su hija, y al margen de eso ninguna otra cosa le importaba. No volvería a ser joven, lleno de las mejores ideas y los mejores sueños, sólo suyos. Estaba absolutamente seguro de que Helen no hubiera querido que estuviese tan solo.



 

Notas bibliográficas

1.Wikipedia

2. Alfaguara

Créditos

Texto













 Introducción y traducción de Justo Navarr






















Enlace

http://bpd.sanluis.gov.ar:8383/greenstone3/sites/localsite/collect/librosun/index/assoc/HASHacab.dir/doc.pdf

Ilustraciones

Portada Alfaguara

Foto Francis Scott Fitzgerald, Wikipedia

Dibujo collage Plaza de las palabras