Mostrando las entradas con la etiqueta Alvaro Calix. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Alvaro Calix. Mostrar todas las entradas

Estrella de mar. Un cuento inédito de Álvaro Calix. Post Plaza de las palabras

 






Plaza de las palabras en su sección Cuentos hondureños, publica el cuento Estrella de mar, del autor Álvaro Calix. El cuento reseñado va en la línea temática de otro cuento del autor y ya publicado en este blog Estrellas del verano, que versa sobre la vida en un futuro hipotético, en que se explora las relaciones entre seres humanos y androides, cuento  que fue finalista en el prestigioso concurso literario V Edición del Premio Ciudad de Sevilla.


En este nuevo cuento el autor nos presenta una temática similar, las relaciones humanas frente a la tecnología, y las diferentes variantes de la inteligencia artificial, representada por un  androide. Esta vez no es un joven sino la exploración de la relación de un viejo viudo, de nombre Horacio Bernal, que ha perdido su esposa, y ha decidido irse a vivir a una isla, frente al mar. Va acompañado de un  androide femenino que es su asistente y que le sirve para las tareas domesticas;  y que se llama Lori.



El cuento Estrella de mar: una aproximación a la metáfora de la soledad.


1

Estrella de la soledad 


El cuento a pesar de estar rodeado de las tecnologías, es un cuento de soledad, la soledad de un viejo viudo que se resiste a aceptar su destino y su final. Muchos de los cuentos de ciencia ficción, abordan el tema de las grandes tecnologías, pero todos tocan trasversalmente el  tema de la soledad ante una realidad tecnológica que no comprenden o si la comprenden se niegan aceptarla. Recordemos solo el cuento El peatón de Bradbury, sobre un hombre que vive solo, y decide salir a caminar todas las noches por una ciudad también semi desierta y condicionada por controles tecnológicos. 


O la novela Kentukis, (mosaico de relatos que también se pueden leer como cuentos independientes), de Samantha Schweblin en que se vale de peluches y cámaras par atisbar la vida de otros, que no es más que buscar en las realidades virtuales o fácticas de la tecnología, la necesidad de paliar o aliviar la  ausencia de una vida interna que les satisfaga. Así las tecnologías se convierten  en un sustituto o placebo de una realidad que a nadie le  termina de gustar.  


2

Lori: o los perfiles de la servidumbre  

Estrella de mar, cuento de 3465 palabras, narrado en tercera persona. Y que confronta en un ambiente las inquietudes y carácter de Horacio Bernal y su asistente androide Lori. El viejo, dada su edad, deja en claro que no le gusta las tecnologías o por lo menos lo artificial. Por eso afirma acerca de esa realidad circundante de androides:  Es como si estuviera con nadie. Y más adelante agrega: Lo que quiero es que me cuide alguien de carne y hueso. Y le dice a Lori —Sabes, Lori, extraño la compañía de otros seres humanos. A pesar el viejo acepta la situación por comodidad o condicionamiento, dada su situación. Ama o añora la vida real, por su parte la androide Lori, se acomoda al genio del viejo y le sirve fielmente en las labores de asistencia y de las tareas domésticas de la casa.

Así Lori asume el perfil de la sirvienta abnegada, servicial y amable. 


Talla y como aquellas abnegadas mujeres de la servidumbre, protagonistas de los cuentos  Un corazón sencillo de Flaubert, o  Los buenos servicios de Cortázar. O El festín de Babette de Isak Denisen. Tres mujeres muy parecidas, Felicidad, Francinet y Babbette. Aquí Lori desde una conducta programada se asemeja y se desemeja a ellas. Compite en sus buenos servicios.   

3

La programación amable 

 No obstante, Lori  evita confrontar a Bernal porque está programada solo para servir. —Le he dicho, señor, que no estoy programada para enojarme. No obstante el viejo a pesa de sus disgustos, no deja la cosa ahí y también profundiza en la mente operativa de los androides, así tenemos que el viejo Bernal le  pregunta a la androide:  —Dime, Lori, ¿te has sentido sola alguna vez? Y esta ele contesta —No, señor. Le he dicho que soy incapaz de experimentarlo. Luego dice: Me es indistinto si estoy acompañada de humanos, animales o de otros androides. Pero el viejo, más adelante arremete y le dice a Lori: —¿Y supongo que no has sentido miedo? Y aún más, —Lori, Espero que no te ofendas, pero temo que algún día los robots nos hagan daño. ¿Crees eso posible? —Que ustedes aprendan a comportarse mal. Lori le contesta: —Depende del programa. Si nos predisponen para matar, mentir, hacer daño, lo haríamos sin ningún reparo —respondió, sin quitar la vista al frente del volante.


En este entrecruzamientos de las inquietudes del viejo Bernal y la androide, los roles

Juegan a una lógica cotidiana de preguntas y respuestas perfectamente lógicas. Y aunque el viejo es más directo, parece jugar bien su rol de inquisidor amable, pero que agota todas sus posibilidades de duda y de inquietud, mientras que Lori desempeña un papel pasivo, solo atinente a las preguntas del viejo y contesta lo políticamente correcto. No obstante, el lector se puede quedar con la duda de que la androide Lori sabe más de lo que dice.  


4

Simbolismo del  mar y las estrellas

Con un título sugerente y que además sus palabras encierran un simbolismo Estrella de mar. Primeramente el mar como símbolo, oceánico, inconsciente, multitudes, insondable,  fuente, espejo. Y estrellas en su primera capa romántica pero también lejana. Y es que uno puede creer que al ver el firmamento las estrellas están cercanas entre ella, pero en realidad las separan distancias enormes. Es decir las estrellas en su lejanía son solitarias, las embarga un halo de soledad.


 El autor algo nos dice de este juego de palabras mar-estrellas: cuando el viejo Bernal  recuerda: Se le vino a la memoria un poeta que había leído en su juventud y que decía que la única frontera es el mar; también recordó haber oído alguna vez el verso de una canción que mencionaba que el mar es un cielo de agua. No le cabía ninguna duda, el mar era la libertad. Y ahí estaba él, un hombre centenario, frente al océano, viendo de nuevo el crepúsculo. Y esta relación de cielo mar, unidos por las estrellas, las estrellas del firmamento y las estrellas del mar nos producen una simetría como la de un espejo: como es arriba es abajo. Al sumergirse en ese mar, el viejo se está sumergiendo en ese cielo crepuscular.


5

El sueño, la realidad  y la simulación

 Al final del cuento, ocurre algo inesperado y que sirve de desenlace. Bernal tiene un sueño. Se sueña en el mar y que su mujer Alicia, ya fallecida, anda por ahí. Y desde ahí ella se lo llevó al cielo. Esta escena del sueño se vuelve a repetir cuando, efectivamente, Bernal al día siguiente va al mar, y estando en el agua con los ojos cerrados,  siente la presencia de alguien y se deja tomar por Alicia. Al tiempo Lori ajusta el gran holograma para que la luz del día muriese por fin y escogió un cielo de estrellas con luna en cuarto creciente y un luminoso Venus. 


Este encuentro entre el sueño del día anterior y esta escena real en el mar, crea un paralelismo, una especie de dualidad. Un espejo en que la realidad virtual se confunde con la realidad fáctica. Y que el lector perfectamente puede creer que en realidad todo es una simulación  o que hasta la androide programa el final de Bernal de acuerdo a los propios gustos de este. En fin, la androide conoce más de la vida de Bernal o por lo menos ha sido alimentada con datos de la vida de Bernal. De ahí que Lori tatarea la misma canción de Alicia.


Al final, un final a la medida, o un final soñado porque quizá todo lo que rodea a Bernal sea una simulación, tal como el mismo lo afirma: ¿Y qué tal si todo lo que me rodea es una simulación?  

En este triunvirato el sueño y la realidad virtual son de una misma naturaleza. Son sueños, separados por el fino hilo de la realidad fáctica del presente. 


   

3467 palabras 


Estrellas de mar

Álvaro Cálix 


El señor Bernal intentó levantarse del sofá, las piernas largas y venosas casi no le respondían. Volvió a echarse en el sillón. Lori se acercó con pasos rápidos y le preguntó si ocupaba ayuda. El viejo no contestó, hizo una mueca de desgano y volteó la cabeza mirando hacia el jardín. 

—Recuerde que estoy para atenderlo. 

Horacio Bernal siguió sin responder, alcanzó una taza de la mesita junto al sofá, la sopesó en el aire y la lanzó al piso. Lori se inclinó y estiró los brazos para atraparla antes de que cayera al parqué. 

—Le gusta jugar con la vajilla, ¿verdad? —dijo Lori mientras volvía a poner la taza en la mesa— ¿Se le ofrece algo? ¿Tiene usted sueño? ¿Desea que le recline el sillón?

—Preferiría que te largues.

—Bueno, en ese caso iré a la cocina a preparar el almuerzo.

El viejo se quedó en la sala. Vio por la ventana los atisbos de una tarde soleada, el viento movía las nubes de la mañana hacia el noreste. Hasta él llegaba, apenas perceptible, el rumor de las olas rompiendo contra el acantilado. Un gorrión se posó en el alfeizar de la ventana, desde ahí se atrevió a entrar a la casa y dar unos brinquitos en el piso. El gorrioncillo husmeaba sin quedarse quieto. Bernal se alegró de ver algo vivo tan cerca de él. Los días en la isla se le volvían eternos, tan solo las visitas ocasionales al mar lo animaban. En verdad, muchas veces dudaba si había sido una buena idea venirse a vivir al archipiélago. 

Siguió con la mirada al gorrión que salía de la casa. El pajarillo remontaba el vuelo sobre el campo de malvas amarillas hasta perderse en las copas de los árboles que bordeaban la casa. Un pitido sonó desde el microchip de su brazo izquierdo, de inmediato el holograma se desplegó enfrente de él. Un haz de luces le dio forma a una dama de cabello rubio cenizo, con mechones largos peinados de lado, vestida con un pantalón verde cobalto y una bata blanca. La mujer lo saludó. Bernal volteó para ignorarla. 

—Señor Bernal, espero que esté bien. ¿Tiene unos minutos?

—No tengo nada que hablar con ustedes. 

—Estamos preocupados por los registros de su expediente. La manera en que trata a Lori es anómala, por decir lo menos. 

—Quiero estar solo. Eso es todo.

Lori regresó a la sala para preguntarle al señor a qué hora quería el almuerzo. La mujer de la bata blanca la saludó y le dijo que esperará un rato, que Bernal estaba ocupado. 

—Señor Bernal, recuerde que Lori es una asistente muy completa —dijo la mujer—. Está preparada para atenderlo en todo, incluso cuando usted muera. Ella se haría cargo de cremarlo. 

—¿Cuántas veces tengo que repetirlo? ¡Quiero que me sepulten en el patio! Se lo he dicho a cada agente que me ha contactado durante estos años. No quiero que me chamusquen, ¿les queda claro?

—Revisaremos su expediente para confirmar. Lo normal es la cremación. 

El viejo se encogió en su silla. Estaba harto de los ejecutivos de la compañía y de sus androides. 

—Me arrepiento de haber firmado el contrato —dijo Bernal.

—¿Por qué lo dice? No tenía muchas opciones. Usted carece de familia y el aire en su continente sigue siendo irrespirable; peor aún, los atracos están a la orden del día. En la isla cuenta con todo. Allí puede dormir con las puertas abiertas, nadie le hará daño. 

Desde la cocina se escuchaba un suave canturreo. A Lori le daba por cantar mientras preparaba el almuerzo. Bernal reconoció la tonada, su esposa solía tararearla cuando estaba de buen ánimo. Se distrajo con el canto de Lori. Luego se dio vuelta para ver de frente a la mujer de mechones largos.

—¿Qué importa si me porto grosero con la androide? —atizó el viejo— Es como si estuviera con nadie.

—Es cierto, a ella no le afecta en lo absoluto. Quien pierde es usted. Deja de obtener el mayor provecho de nuestros productos. Piénselo bien, ninguno de los androides ha durado mucho tiempo en su casa— respondió la mujer con un velado regaño—. De lejos, Lori es la mejor asistente que le hemos asignado, es capaz de aprender y razonar por sí misma. Si usted no la optimiza, ella ajustará sus servicios a lo indispensable.

Bernal quiso levantarse de la silla; de nuevo su esfuerzo fue en vano.  Sin la ayuda de Lori estaba acabado. 

—Lo que quiero es que me cuide alguien de carne y hueso. 

—Ya sabe que no trabajamos con humanos —replicó la mujer—. Además, la mayoría ha migrado al mundo de los avatares, pocos en el continente viven todavía en la primera naturaleza. 

—¿Qué le pasó al mundo? —masculló el viejo en voz baja. 

—Digamos que usted es una especie en peligro de extinción, en la que se incluyen los desacoplados por enfermedad o vejez y, también, los rebeldes que se oponen a los nuevos tiempos. Usted es un poco de todo eso. Creo que debe resignarse a pasar sus últimos días en la isla. Al fin y al cabo, no lo olvide, usted escogió esta alternativa retro para vivir sus últimos años. 

Él sabía que era inútil pelearse con los ejecutivos de la compañía. Ellos tenían la sartén por el mango. Volvió la vista a la ventana, pero esta vez no se quedó viendo el jardín; su mirada buscó un rincón en el que el viejo mundo, su familia, sus ocupaciones diarias en la galería de arte, eran imágenes cotidianas, antes de la peste y las guerras.

El aroma del caldo que venía la cocina despertó el apetito de Bernal. 

—Bueno, ya es tiempo de mi almuerzo. Supongo que hemos terminado.

—Sí. Solo le recuerdo que optimice el uso de Lori. Usted paga por el servicio. 

—De mis criptolingotes dispongo como me dé la gana.

—De acuerdo. Al fin y al cabo, es su dinero.

—¡Me alegra que lo entienda!

—Una última cosa, el otro mes estará listo el exoesqueleto —anunció la mujer, mientras mostraba una imagen con el prototipo que usaría Bernal—. Va a caminar sin problemas y, lo mejor de todo, obtendrá una potencia descomunal en sus piernas. El diseño es muy ligero y se adapta requetebién a su cuerpo. Al principio le va a costar, luego de unos días, créame, los clientes se acostumbran.

—Me voy a ver ridículo, pero no hay otra salida. 

—¡Ah!, sigue en pie la oferta de restauración general de cuerpos humanos. ¿Recuerda usted lo bien que salió su trasplante de córnea? ¡Imagínese una afinación completa! El servicio cuesta alguna plata, es cierto, pero garantizamos que viva al menos otros cincuenta años. 

Medio siglo es una eternidad, rumió Bernal para sus adentros. Guardó silencio y siguió escuchando la perorata de la compañía.

—Sin el ánimo de jactarme … ¿Quién creería que tengo su misma edad? —Sonrió, dejando expuesta su bien proporcionada dentadura—. Nacimos en la misma década. Y míreme, ¿acaso no se nota?… La piel firme y los músculos a punto.

—No, gracias. A estas alturas prefiero morirme el día que me toque. Ni uno menos, ni uno más. ¡Adiós! —Apretó el botón para cancelar la llamada— ¡Lori… ya puedes traerme la comida!

La imagen de la mujer de bata blanca se desvaneció. Bernal volvió la mirada hacia la puerta de la cocina. Llamó a Lori otra vez. La androide apareció con una bandeja en la que sobresalía un tazón con un caldo humeante, un pedazo de pan y dos pastillas alimenticias.

—¿Serán en verdad humanos esos ejecutivos de pacotilla?

—¿Qué dice, señor?

—Nada. Que cada vez me traes menos comida. 

—Sí, señor Bernal. Es la dieta que ordena el programa. También tenemos algunos problemas con el suministro de vegetales frescos. Pero no se preocupe, con las dos pastillas verdes obtiene lo que su cuerpo necesita. 

Lori ayudó al viejo a levantarse y lo acomodó en la silla del comedor. Bernal se tragó de mala gana las tabletas. En seguida, empezó a tomarse la sopa; revolvía el caldo con la cuchara para enfriarla un poco. Casi no tocaba el pan, le sabía a cartón. 

—Señor, le pido por favor que no vuelva a tirar la sopa al piso. 

—¡Yo hago lo que me dé la gana! ¿Lo oyes? 

—Sí, señor. Entiendo.

Bernal sonrió. Amagó con cantear el plato de la sopa.

—¿Crees que alguna vez te haga enojar? —preguntó, mirándola a los ojos.

—Le he dicho, señor, que no estoy programada para enojarme. 

—Ni siquiera te enfada que tratemos a los androides como esclavos… ¡Esclavos modernos!

—Sé lo que es un esclavo y, aunque en apariencia me le parezca, soy simplemente una androide.

—Dirás lo que se te antoje, pero para mí son nuestros esclavos.

—No lo soy. Aunque me doy cuenta de que muchos humanos poseen un alma esclavista.

—Y si intentara golpearte o destruirte… ¿Reaccionarías?

Lori retrocedió un paso y se quedó pensando unos segundos.

—Le he dicho que podría actuar de muchas maneras, según las circunstancias. Al menos me defendería para que usted no me hiciese daño. Aun así, evitaría atacarlo. De todas maneras, su estado de salud no le alcanza para que yo lo considere una amenaza.

—“Gracias” por subirme la autoestima. Y si te pido que te enojes, que finjas que estás enfadada, ¿qué harías en ese caso?

—Quizás jugaría con usted, pero no sería más que eso: un juego, una simulación. 

— ¿Y qué tal si todo lo que me rodea es una simulación? 

—Señor, ¡qué ocurrencias las suyas!, Solo sé que esta es nuestra realidad: la mía, la de usted.

Horacio Bernal se cansó de provocar a su asistente. Era como chocar contra el acantilado. Agachó la cabeza y se tapó los ojos con las manos.

—Sabes, Lori, extraño la compañía de otros seres humanos. 

—Sí, me ha dicho más de cien veces que se siente solo. En realidad no lo está, yo estoy para cuidarlo. Pero comprendo lo que quiere decir. No puedo hacer nada. Sé que hay empresas que ofrecen planes de realidad virtual. Allí usted conocería a muchas personas.

Bernal golpeó la mesa con el canto de la cuchara.

—¡Eso nunca! Prefiero podrirme en esta isla. 

—Usted es superlativamente caprichoso.

—Si tú lo dices.

El hombre terminó la sopa, en esta ocasión se abstuvo de lanzar el tazón al piso. Dentro de un rato se lavaría los dientes y después dormiría la siesta. 

—Lori —dijo el viejo mientras ella retiraba la bandeja con los platos del almuerzo—. Hoy quiero que me lleves a la playa, a las cinco y media estará bien. Quiero quedarme allá para ver el atardecer.

—Por supuesto, señor.

La tarde continuó apacible, a lo lejos el cielo adquiría un tono bermellón. Era una tarde tibia, menos húmeda que la de ayer. El clima de la isla parecía responder más al azar que a un patrón ordenado de estaciones. Las lluvias eran ocasionales y podían presentarse en cualquier época del año. Era el clima perfecto para Bernal.

En el jardín, sin apuro, Lori limpiaba la broza de los arriates, al tiempo que podía ver a Bernal a través de la ventana de su habitación. Antes de terminar, cogió del árbol de guayabas un par de frutos maduros para regalárselos después al viejo. Él dormía aún, ajeno a los quehaceres de la androide. Hacía una hora que la marea había comenzado a bajar. Lori acabó sus tareas en el jardín y preparó el coche eléctrico para llevar a Bernal a la playa. Para llegar hasta allá había que bordear el acantilado y avanzar un kilómetro hacia el poniente; allí estaba la ensenada, paraje favorito del viejo para ver los atardeceres de la isla.

La alarma sonó desde el microchip de Bernal, Lori se había encargado de activarla. Era tiempo de despertarse y vestirse para el paseo. Lori tocó la puerta del dormitorio. Entró cuando Bernal le dijo que podía pasar. El viejo sonrió al verla, se sentó en la cama y estiró los brazos para desperezarse; las arrugas del rostro se le remarcaban y tenía más abultadas las bolsas de los ojos. Ella lo vistió con la camiseta de playa, unas bermudas y un par de sandalias, sin olvidar darle el viejo sombrero de tela que él conservaba desde los años en que vivía en el continente.

—Sabes, Lori, tuve un sueño durante la siesta.

—Espero que haya sido uno bueno.

—Creo que ha sido hermoso —Un brillo repentino alumbró sus ojos grises—. No hay problema si te lo… En mi otra vida, la gente decía que traía mala suerte quedarse con los sueños, que era mejor contárselos a alguien.

—Adelante, señor Bernal…

Sentado en la cama con la ropa de paseo, él entornó los ojos y le confió el sueño a Lori.

—Yo estaba en medio de la playa, mirando el mar. Temblaba de frío, nadie estaba conmigo. En lugar de volver a la casa, quise adentrarme en el agua, entre las olas. Apenas avancé unos metros, resbalé. Pese a que intentaba aferrarme a la arena, la corriente me empujaba mar adentro. Grité, pidiendo auxilio; solo escuchaba el bramido del mar. Supe que iba a morir, lo presentía. Pero entonces Alicia venía por mí y caminamos siguiendo el reflujo de la marea; cada vez yo sentía menos el peso de mi cuerpo, como si se evaporara. Seguimos caminando hasta donde se pierde la línea del océano, y de allí ella me llevó al cielo. 

—Supongo que es un sueño muy lindo, aunque no sea realidad —dijo ella.

—Dime, Lori, ¿te has sentido sola alguna vez?

—No, señor. Le he dicho que soy incapaz de experimentarlo. Me es indistinto si estoy acompañada de humanos, animales o de otros androides. 

—¿Y supongo que no has sentido miedo?

—Tampoco. Aunque puedo entender los efectos que produce en ustedes.

—Hablas como un robot.

—Buen chiste, señor Bernal.

El viejo terminó de acomodarse el sombrero frente al espejo de su armario.

—Lori, Espero que no te ofendas, pero temo que algún día los robots nos hagan daño. ¿Crees eso posible?

Ella alzó el rostro y observó la expresión del viejo.

—Señor Bernal, mi generación y las anteriores estamos programadas para servir. No queremos perjudicar a los humanos. 

—¿Habrá excepciones?

—Siempre hay zonas grises. A veces enfrentamos dilemas a la hora de salvar a una u otra persona, no lo niego; pero actuamos según una matriz de cálculos y alternativas. 

—¡Claro!, el típico caso del auto no tripulado que debe decidir entre salvar al pasajero o a una persona que se cruza por la calle.

—Exacto. Es un buen ejemplo.

Salieron del dormitorio y Lori lo ayudó a subir al coche. En el diminuto compartimento trasero iba una silla plegable y la frazada, por si el viejo llegase a sentir frío tras la puesta del sol. El auto arrancó. La calzada era estrecha, de un solo carril. Bernal se distraía viendo el filo del acantilado, adivinaba el mar abajo chocando contra el farallón. Una valla de acacias rodeaba el camino a ambos lados, sus flores rojas comenzaban a despuntar y, en algunos tramos, las copas se entrelazaban hasta ocultar los rayos de sol.

—Lori, ¿trajiste la limonada con menta? 

—Por supuesto, señor. 

—Pero podría ser eso distinto, ¿no…, Lori?

—¿Qué cosa?

—Que ustedes aprendan a comportarse mal. 

—Depende del programa. Si nos predisponen para matar, mentir, hacer daño, lo haríamos sin ningún reparo —respondió, sin quitar la vista al frente del volante.

—Pero tu prototipo es capaz de aprender por sí mismo, de tomar decisiones en forma autónoma…

—Cierto, pero sin transgredir la matriz de programación. 

—A menos que alguien la alterase...

—Así es.

Él intuyó que había ya miles de criaturas artificiales dispersas por el mundo al servicio del hampa. Al menos era un consuelo saber que los robots que le enviaba la empresa eran de fiar. 

Llegaron pronto al sitio donde el camino descendía por una leve pendiente que llevaba hasta la ensenada. Vieron el enorme espejo azul, apenas perturbado por las olas. Una bandada de fragatas acechaba la costa desde el aire, siguiendo la pista de las gaviotas que picoteaban moluscos y peces en la orilla de la playa. El viejo suspiró. La androide giró para adentrarse donde empezaba la franja de arena ceniza. Activó el modo de suspensión en el aire para no ensuciar las ruedas con la arena.

 —¡No, Lori!, por favor. Ya sabes que me gusta sentir el roce del coche con la arena.

Ella desactivó la función y ajustó la palanca de cambios. El auto se internó en la playa hasta llegar al lugar en que se marcaba la línea que iba dejando la marea. Ella se bajó y sacó la silla plegable y la armó sobre la arena. Le abrió la puerta a Bernal e hizo que el viejo se sentara en la poltrona; puso la frazada, sin desdoblar, a manera de respaldo en el asiento y le dio el termo con la bebida. Se alejó unos metros para dejarlo solo. Él siempre pedía que lo dejaran solo mientras contemplaba el ocaso.

El agua, muy tibia, rozaba los pies de Bernal. Sorbía la limonada a tragos lentos y perdía sus ojos en el horizonte que rozaba un cielo sin nubes, al tiempo que veía caer el sol con sus últimos rayos.  Se le vino a la memoria un poeta que había leído en su juventud y que decía que la única frontera es el mar; también recordó haber oído alguna vez el verso de una canción que mencionaba que  el mar es un cielo de agua. No le cabía ninguna duda, el mar era la libertad. Y ahí estaba él, un hombre centenario, frente al océano, viendo de nuevo el crepúsculo. 

Lori caminaba por la playa, su silueta menuda dejaba en la arena el rastro de sus zapatos de goma; a ratos se detenía para empujar con sus manos estrellas de mar que se habían quedado fuera de la corriente. Repetía, una y otra vez, cada palabra del sueño que le contó Bernal. Ella era incapaz de soñar pero sabía que el viejo hilvanó una linda fantasía. Lori tampoco podía contestar todas las preguntas, y una de las incógnitas sin respuesta era saber para qué servían los sueños.

En el extremo de la ensenada, desde su silla, el viejo pescaba recuerdos de la vida que tuvo en el continente, de la que ya no quedaban más que ruinas. Sabía que Lori estaba lejos, no podía ver de ella sino un débil destello de la lucecita verde que salía del dorso de su chaleco. Se preguntó qué estaría pensando la androide mientras recorría la playa. Esta vez deseó que ella estuviera cerca, quería contarle más retazos de su otra vida, quería hablar de las impresiones que le provocaba el océano. 

En medio de la nada, en un punto minúsculo del universo, allí estaba él, temblando, indefenso frente a las disimuladas ganas que tenía el mar de tragarse todo. Cerró los ojos, pero seguía contemplando el atardecer con los pincelazos de su memoria. Poco a poco, sin saber de dónde provenían, fue percibiendo con mayor intensidad un aliento tibio y un aroma que no le eran extraños. Supuso que alguien estaba a su lado, aun así, seguía sin abrir los ojos. Intentó ponerse en pie y esta vez lo logró sin esfuerzo; se quitó las sandalias y las lanzó a la parte seca de la playa. Levantó su mano derecha a la altura de la cadera y se dejó tomar por la de Alicia. Caminaron mar adentro, siguiendo la franja de luz dorada que el sol derramaba en el océano. A lo lejos, se escuchaba el parloteo de las gaviotas y el suave golpe de las olas que morían vomitando la espuma blanca. Él se dejaba llevar por Alicia. Mantenía los ojos cerrados. Los dos se internaban en el mar sin que el agua los sumergiera. Ella tarareaba la canción de siempre.   

A la distancia, casi en el otro extremo de la cala, Lori maniobró un diminuto tablero de control que sacó de uno de los bolsillos de su traje. Ajustó el gran holograma para que la luz del día muriese por fin y escogió un cielo de estrellas con luna en cuarto creciente y un luminoso Venus. Bernal abrió los ojos, vio las pléyades, la luna y al rutilante Venus que la merodeaba. Ya no podía divisar la línea de la playa. No tenía miedo, Alicia estaba junto a él. Tomados de la mano, sin verse, sin pronunciar palabra, pronto comenzaron a ascender, poco a poco hacia el cielo. Bernal se olvidó de Lori, del coche y de su pequeña casa en la islita del archipiélago. Apenas volteó el rostro para ver hacia atrás y agitó suavemente la mano para decir adiós.


Créditos

Ilustración

Inteligencia artificial. Womb




 









Nada se esconde. Cuento de Álvaro Calix. Post Plaza de las palabras


Q




Plaza de las palabras, presenta el cuento Nada se esconde, tomado del libro Ariana y la burbuja. Libro de cuentos  de Álvaro Cálix, publicado en duro en 2014. Álvaro Calix es hondureño, escritor, y académico. En el campo literario ha publicado dos  libros de cuentos, La plaza de los poetas, Satyagraha Editores, 152pp.,  2006 Ariana y la Burbuja, Ebook Amazon (2014),  y uno de poesía Poemas Vueltos, Ebook Amazon, 2019. Actualmente reside con su familia en Quito Ecuador.


Acerca de un cuento de Álvaro Calix: Lo que no se puede esconder


En Nada se esconde. Cuento bien narrado, ameno  y buen tema ya utilizado por otros escritores. Se me ocurre el cuento “La vida secreta de Walter Mitty” En la cultura Latinoamérica hay muchos héroes que desaparecen o mueren y luego se tejen leyendas que están vivos y cambiaron su personalidad o su identidad. (Javier Solís, Pedro Infante, Carlos Gardel). La vida de Vidal Ventura, protagonista del cuento de Álvaro Calix, esta enraizada en dos conceptos: Secretividad y transformación. Cuentos de referencia, publicado en The New Yorker, 1939:  La vida secreta de Walter Mitty de James Thurber, Wakefield de Nataniel Hawthorne. En la literatura contemporánea, un paso mas adelante, hay que hacer mención a la usurpación  de identidades, o juego de identidades, con la novela de Paul Auster: La ciudad de Cristal. O con el doble encubierto como las novelas de El valle del Terror de Sir Arthur Donan Doyle. Y desde una perspectiva bíblica, no podemos dejar de pensar en Eclesiastés 1:9 o Hebreos 4:13. 


Sobre los cuentos de Álvaro Calix, se mueven algunas consideraciones, que ya habíamos señalado en este blog, al respecto de la reseña crítica de Ariana y la Burbuja (2014). También publicada en este blog. Al tenor, “Búsqueda de las conclusiones finales Álvaro Calix, se mueve entre tres tensiones, que se advierten al leer sus cuentos. Primera tensión: Búsqueda del equilibrio entre lenguaje y temática (minimalista) Segunda tensión: Búsqueda del equilibrio entre personajes y atmosferas (Chejov-Mansfied). Tercera tensión: Búsqueda del equilibrio entre la preocupación ética del individuo y la colectividad. (Chejov-Cortázar).”


3417 palabras 

  Nada se esconde… 

Álvaro Calix

Se acuerdan de Vidal Ventura, el famoso cantante de los años cincuenta que vivía en los Altos de Beltrán, pues sepan que no murió en el accidente del 15 de noviembre de 1959. Desde entonces ha pasado más de medio siglo. No soy más que un pobre diablo, pero es tiempo de hablar.

En 1970 fui asignado para cubrir el caso del gobernador Urrutia en Chilmapa. El diario me autorizó una gira de seis días a la capital provincial. Lo de Urrutia carece de relevancia, otro prevaricato sin esclarecer. Quisiera enfocarme en la otra historia, la que comenzó a tejerse cuando a mitad de la gira dispuse de una tarde para visitar el centro histórico de la ciudad, y así tomar respiro del abotagado caso del gobernador. Cansado de caminar sin ton ni son, fui a sentarme a la mesa de un cafetín, de esos que estaban al aire libre en la avenida Goicochea. 

Pasé al salón techado. No quería acatarrarme con la brisa de enero. Me quité la chaqueta y la colgué en el perchero de la entrada. Me senté junto a una ventana con vista a la calle. Tomé el periódico local y comencé a hojearlo. Las imágenes de una avioneta desplomada en las afueras de la ciudad dominaban la portada. En la mesa contigua, un hombre terminaba su café, parecía un hombre contento, dejó unas monedas de propina y se largó. Le calculé unos cincuenta años, no muy alto, de barba entrecana y mal rasurada, grueso pero no gordo, nada en especial, excepto que había dejado la billetera en la mesa. Salté de la silla y le grité. No me escuchó. En las mesas cercanas no había nadie. La recogí e intenté seguirlo, pero lo perdí de vista en el mar de gente que paseaba por el centro. 

Abrí la billetera, en busca de alguna dirección o un número de teléfono. Solo hallé unos cuantos pesos, la cédula de identidad y un par de fotos. La cédula pertenecía a Braulio Sevilla. Las fotos amarillentas retrataban a Vidal Ventura, fue fácil reconocerlo, cómo no sí por culpa de mi padre llegó a ser uno de mis artistas favoritos, pese a que yo apenas balbuceaba la “r” cuando ocurrió el accidente automovilístico. Sin querer jactarme, años más tarde mi padre me regaló una tapa del primer LP del cantante, autografiada por el mismísimo “VV”; ¡ah!, y conviene decir que poseí durante muchos años copia de cada uno de sus discos. No ocultaré tampoco que devoré todas sus películas, filmadas, como se sabe, durante el boom del cine nacional.   

Sin pista del tal Braulio, decidí dejar la billetera con la encargada del café, previendo que él regresara. Si el dueño no la reclamaba, pues ni modo, al menos yo cumplía con mi regla de no quedarme con prendas ajenas.

Cuando terminé mi asignación en la provincia, antes de partir, tomé la última tarde para volver al centro histórico, quedaba por visitar el Museo de Oro y el Convento Dominico. Bajé del autobús en la estación que daba a la Plaza de los Caídos, de ahí a unas seis cuadras, hacia el este, quedaba el museo. A lo largo de la avenida, decenas de artistas exponían pinturas en la calle; algunos de ellos pintaban lienzos a plena luz de la tarde. En los cuadros predominaban paisajes del Volcán, patios laterales de las viejas casas de la ciudad, arboledas en la plaza y bodegones. A la sombra de un liquidámbar, un hombre con una incipiente barba ceniza y vestido con una gabardina crema y  pantalones de mezclilla, comenzaba a enrollar sus pinturas. Me detuve frente a él y lo quedé viendo pues me resultaba familiar, quizás se parecía al hombre del café que había olvidado la billetera. A decir verdad, sus ojos me hacían recordar a otra persona, sin saber con certeza a quién. Me acerqué y sin más le pregunté si la había reclamado en el cafetín, la billetera quiero decir. Dijo que sí; le comenté que fui yo el que la devolvió. Se quitó la boina y sonrió, dejando ver lo que a mi juicio era una dentadura postiza. 

Al notar mi acento, preguntó si yo vivía en la capital. Asentí, le dije que nomás andaba de visita. Observé sus cuadros, con interés más bien fingido. Sugirió que nos tomáramos una copa de vino. Él invitaba. Dijo que pasáramos antes por su apartamento dejando las pinturas. Acepté, disponía tiempo de sobra, al menos hasta el día siguiente. 

Me puse la chaqueta, comenzaba a entumecerme. Caminamos. Llegamos a una rotonda, en medio había una estatua ecuestre; seguimos por un callejón de piedra, bajo la luz de faroles forjados, dejando atrás fachadas de casas con aire colonial. Abrió una valla alta de hierro y, bordeados por matas de petunias, avanzamos por un grupo de pequeños apartamentos de ladrillo rojizo. Casi en el fondo, quedaba el suyo. Un portoncito de madera daba a un pasillo flanqueado por arbustos. Entramos a la casa. El piso era de nogal, pienso que auténtico, y una pequeña chimenea sobresalía en la sala. Las paredes lucían repletas de pinturas y varios bocetos se sostenían en caballetes de madera. Lindo rinconcito el suyo, le dije. Sonrió de nuevo. 

Apenas cerró la puerta, sentimos olor a humedad. Volteamos y vimos un alargado charco de agua que venía de uno de los cuartitos interiores. Braulio no parecía sorprendido. Abrió la puerta del baño; gritó que se había vuelto a picar el tubo del sanitario. Me acerqué. Él se agachó para cerrar la válvula. Sin quejarse, comenzó a sacar agua con la escoba. Después se puso a secar el piso con el trapeador y luego con unas toallas. Le ayudé a mover el juego de sillas del comedor, los caballetes y los dos sofás. Se había empapado la camisa, se la quitó y fue a su cuarto a buscar otra.  Fue entonces que vi el lunar en el omóplato, el derecho, un lunar marrón en forma de riñón. En seguida recordé el famoso lunar marrón de Vidal Ventura, en el omóplato derecho, por supuesto. Las fotos de la billetera… y ahora el lunar. ¿Qué pensar?

Supuse que tenía enfrente a un pariente de Vidal, tal vez un primo. Cierto es que no se parecían, quizá un aire lejano, pero el lunar no era cualquier casualidad. No quise preguntarle de sopetón. Preferí sacarle información sobre los apellidos. De ambos me dio respuestas vagas, parcas, ladeando el rostro. 

Creí estar ante un caso del que podría sacar rédito. A la semana siguiente, eché mano de mis contactos en el Registro Civil. Había cinco José Braulio Sevilla Hernández, uno de ellos con domicilio en Chilmapa. Los funcionarios dijeron que esa inscripción presentaba inconsistencias, aunque recalcaron que las adulteraciones eran moneda de curso en la provincia. 

Hubo noches en las que no pude cerrar los ojos, pensando en el caso. Dos meses después, un fin de semana de marzo, Regresé a Chilmapa. Busqué al pintor. Allí estaba, al pie del liquidámbar. Mostré interés por sus pinturas. Le compré cuatro. No le insinué mis sospechas; dediqué tiempo a indagar lo que otros sabían de él. Averigüé que venía de Medella, no se le conocía esposa ni hijos, que hacía tres años había aparecido en la avenida pintando cuadros. Logré contratar un fotógrafo para tomarle, de incognito, algunas fotos. 

Yo sabía del rumor, me refiero a la sospecha de que Vidal Ventura no hubiese muerto en el accidente de la costanera. Se corrió una historia subterránea que decía que había salido maltrecho, pero vivo, que luego huyó al extranjero hastiado de la fama, de la presión por los conciertos, deudas millonarias, amoríos peligrosos y juicios de paternidad, en fin, de los apremios de un artista de su calaña. Por supuesto, esa es una historia que se inventó de muchos, desde tangueros hasta boleristas y rocanroleros. Nunca tomé en serio tales rumores, aunque confieso que leía cuanto caía en mis manos, con ese morbo que despiertan los artistas de la farándula. Pero los últimos hechos comenzaban a moverme el piso. 

De vuelta en casa destapé los cuadros. El más logrado de los cuatro evocaba una aldea de pescadores contigua a una ensenada, en el extremo aparecía un acantilado. De nuevo las coincidencias: Vidal murió en la costanera, cerca de un acantilado. El corazón me saltaba. No era para menos. Lo primero que pensé es en la fortuna que atesoraba si Vidal Ventura fuese el pintor de los cuatro cuadros. 

Semanas después recorrí en coche la vieja carretera del litoral, donde Vidal se había accidentado once años atrás. Antes glamorosa, ya en 1970 la vía apenas se podía transitar por los socavones y la falta de señales. En el mapa de la zona ubiqué dos pequeñas aldeas, a un par de millas del sitio en el que se despeñó el Lincoln Capri modelo 1957. Me interné en las aldeas. En la más cercana al acantilado, Itzacualpa, nadie quiso hablarme del accidente. Más de alguno me sugirió que saliese del poblado, porque de noche los fuereños se rifaban la vida. Me largué a las pocas horas, con el sol todavía clavado en el horizonte. En la otra aldea, Las Cruces, un poco más grande y poblada, visité la placita y sus cantinas. Pregunté a los más viejos si entre noviembre y diciembre de 1959 había ocurrido algún hecho extraordinario, la aparición quizás de un extraño. Al igual que en Itzacualpa, nadie soltaba prenda, repetían que si bien por esas fechas ocurrió el accidente del cantante, el siniestro fue en los riscos, no en la ensenada. 

Sin suerte, me aprestaba a dejar también Las Cruces. Oscurecía y no quería pasar la noche ahí. En la calle, cuando intenté arrancar el coche, al lado de mi ventana se paró una mujer morena, mucho mayor que yo, con un pañuelo amarillo en la cabeza. Ya que usted pregunta, susurró, estoy segura de que los Ortiz metieron a un fuereño en su casa… Casi los descubro, por poco, pero lo escondieron cuando vieron que yo espiaba. ¿Quién podría haber sido?, le pregunté. ¡Por el alma de mi abuela!, juro que no lo sé, tal vez un su pariente fugado del presidio. ¿Hasta cuándo lo escondieron?, insistí. No sé, lo raro es que a principios de 1960 se fueron del pueblo… Pero hace dos años el viejo Ortiz volvió con un su nieto, repararon la casa, consiguieron un bote y ahí se la llevan pescando. 

Mis planes cambiaron. Decidí pasar la noche en la aldea; encontré comida en el merendero, pescado y rodajas de plátano frito, claro está. Deambulé por la plaza, hasta que se fue la última pareja de tórtolos. Me quedé durmiendo dentro del auto, bajo la farola de la posta policial.  

Busqué a don Ignacio Ortiz a primera hora. Vivía en las afueras, en una casita verde de madera, a espaldas del mar. Tuve que esperarlo a que viniera de la ensenada. Negó todo. Me aconsejó que no le hiciese caso a la gente de Las Cruces, que para inventar se pintaban solos. El viejo pescador dijo, apretando los dientes, que hasta donde él sabía no tenía parentela con criminales, que nadie estuvo escondido en su casa por aquellos tiempos. ¿Y por qué se marcharon en 1960?, le pregunté, jugándome la última carta. Asuntos personales, dijo, y sin despedirse se metió en su casa.  

Quedaban cabos sueltos, pero poseía buenos indicios para soñar con mi “gran historia”. Un pintor, coleccionista de fotos de Vidal, con irregularidades en su registro civil; poseía además el mismo lunar del cantante y, por si fuera poco, pintó un cuadro en el que aparecía un acantilado y un pueblo pesquero, coordenadas similares a las del lugar donde se despeñó el cantante. 

A nadie le había hablado de mis pesquisas, ni siquiera a mi Teresa. Pensé más de una vez contarle la historia al jefe. Pero no lo hice, ¿por qué?, por miedo a que se burlara o, quizás, en el fondo, temía a que me robase los créditos. 

En abril otros asuntos me apremiaban; a ratos sentía que perdía el tiempo, incluso llegué a pensar que en verdad estaba perdiendo la chaveta.  Pero en seguida me picaba el gusanito y persistía en develar el misterio de Braulio. Si pegaba en el blanco, mis bonos se elevarían en el medio periodístico. Las leyendas urbanas siempre se han vendido bien. De paso, alegraría también a los incontables admiradores del barítono. 

Volví a Chilmapa, era mi tercer viaje en menos de tres meses. Teresa echaba rayos, pero ni modo. Encontré a Braulio en la avenida de los pintores. Se sorprendió al verme otra vez. Le dije que necesitaba hablar con él, en privado. Fuimos al mismo cafetín donde dejó olvidada la billetera. Sin esperar a que nos sirvieran, le dije que ya lo sabía todo, que él era Vidal Ventura; le conté que había descubierto la adulteración de su cédula, que había visto su lunar, y por si fuera poco, le dije que en Las Cruces Nacho Ortiz confesó todo, a cambio de unos pesos. El mesero puso las tazas de café sobre la mesa. Las dos mujeres de la mesa contigua se carcajeaban. Braulio me miró, sus ojos parecían un espejo, encogió los hombros y se llevó las manos a la frente.  No objetó mis argumentos. Y aunque es cierto que vi a un hombre asustado por perder su anonimato, me parece que vi también a un hombre urgido de contar su historia. De nuevo, mi persistencia me hacía obtener la presa, pero confieso que no me sentí un cazador, ni siquiera diría que me alegré. Ya no tuve ninguna duda de que estaba frente a frente con Vidal Ventura. Sorprende cómo de la noche a la mañana un divo podía convertirse en un pobre diablo, ni siquiera me molesté en pedirle un autógrafo. 

Pensé que me iba a soltar su rollo de una vez. Pero se levantó de la mesa sin probar el café. Dijo que ese día no tenía tiempo. Que mañana, con detalle, hablaría. Me citó en su apartamento a las ocho de la mañana. Salió sin decirme adiós. Terminé mi taza, las dos mujeres por fin se callaron, ahora una de ellas lloraba, casi en silencio, pero lloraba. Pagué la cuenta, incluso por el café desperdiciado. Se preguntarán ustedes si sentí miedo de que escapase, claro que tuve miedo, pero algo me decía que podía confiar en él. Acepté jugármela.

En el medio en el que uno se desenvuelve no se puede ser tan porfiado. Llegué a su casa antes del amanecer. Salté el tapial que escudaba el lote de apartamentos. Una ráfaga de ladridos cortó el silencio; me agazapé entre las matas de petunias, el perro latía desde adentro de alguno de los apartamentos. Dejé pasar los minutos, hasta que el animal se calló. Me descalcé y avancé de puntillas, la luz lejana de un farol me ayudaba a orientarme entre las sombras. Me detuve enfrente de la casa del pintor. Vi la puerta entreabierta y la luz de la sala encendida. El portón no tenía candado; corrí el pasador y crucé el pasillo. Me puse los zapatos y entré al apartamento. Aunque esa noche no hacía frío, Braulio había encendido la chimenea. Dos trozos de roble ardían, calentando la estancia principal. Lo llamé varias veces, pero no salía de la habitación. Olía a comida recién hecha, miré entonces en la mesa del comedor el plato de huevos revueltos con salsa ranchera y lascas de queso blanco, intacto, con los cubiertos envueltos en una servilleta de tela. Al lado del plato estaba una máquina de escribir Olivetti Lettera verde aqua, con una hoja sujeta al prensador. De la cocina se dejaba venir aroma de café.  Era muy temprano para desayunar, pero como hay de costumbres a costumbres. Avancé hasta el dormitorio, los rastros de su loción flotaban en el cuarto. Encendí la luz. Abrí la puerta del armario: ropa colgada y mantas ordenadas. Escuché un ruido en el pasillo, como un rumor leve. Salí para ver qué era, el sonido provenía del cuarto de baño. Entré. El cristal de las paredes de la ducha estaba empañado, de la regadera salía un chorro de agua. No parecía que alguien estuviese bañándose pues el agua caía directamente al piso. Jalé la puerta y cerré la llave de la ducha. Regresé a la sala, me tiré de bruces en el sofá. Había dejado escapar la historia de mi vida.  

En la sala permanecían los cuadros que vi la primera vez; los caballetes, doblados detrás de la puerta. ¿Adónde buscarlo? ¿Se habría ido de Chilmapa?, preguntas, preguntas, pero ya no me quedaban arrestos para seguirlo. Me levanté para ir por café a la cocina. Reparé en un bulto de papeles en el borde de la chimenea.  Una pila de hojas sin engrapar. Me acerqué. Incluso una leve brisa que hubiese entrado por la puerta abierta –como la había encontrado minutos antes– podría haber arrojado, una a una, las hojas al fuego. En la primera página vi un título mecanografiado en letra mayúscula. Comencé a leer el texto de seguido hasta que dieron las nueve de la mañana. Tuve que vencer mis escrúpulos, por las excesivas incorrecciones idiomáticas. Fue así que me enteré del porqué Vidal Ventura no quiso, tras el accidente de 1959, regresar a la farándula. Por momentos, la historia cobraba los relieves de un culebrón, cuando narraba cómo había perdido la memoria durante semanas, de cómo unos pescadores, por supuesto, los Ortiz, lo rescataron del acantilado, de cómo en él fue encendiéndose el anhelo de vivir una vida propia. Luego las cirugías plásticas en el extranjero, los pleitos familiares por la herencia, el regreso al país años después, cantar en un barcito de la frontera, usando otro nombre, todavía no el de Braulio. A veces acarició la idea de revelar su identidad, pero siempre se echaba para atrás. De cómo se fue enamorando de la imagen de su propio mito, pues si ya antes era famoso, tras su desaparición se convirtió en la voz más afamada del país, aparte de un gran negocio para la casa disquera. ¿Cómo entonces volver? Luego el texto medraba en explicaciones, de cómo los escarceos infantiles en la pintura a mano de un tío paterno le dieron un sentido y una razón para vivir esa vida paralela, consciente de que no era más que un pintor de plaza, un pintor que con modestia se sumaba al incontable grupo de admiradores de Vidal Ventura.

La historia, de seguro la había escrito desde hace algún tiempo, quizá años a juzgar por el tono amarillento del papel, pero la historia estaba incompleta, según entendí. Me dirigí a la mesa del comedor,  observé la hoja prensada en la máquina de escribir. La retiré, solo había escrito media cuartilla, un único párrafo. Era sin duda la última página, ahí aparecía yo; él no me culpaba, ¿no es extraño?, asumía mi intromisión como un hecho que tarde o temprano vendría. El texto de la página quedó a medio renglón, sin ningún signo de cierre. 

Sabía que el destino del pobre diablo de Braulio estaba en mis manos, pero lo que más me intrigaba era saber que ese pintor de garabatos se confesaba más dichoso que el encumbrado Vidal Ventura, el de la lujosa quinta en los Altos de Beltrán.

Me quedé hasta las diez en el apartamento, y no se tomé a mal, acepté el desayuno de cortesía; el autobús hacia la capital salía a las doce. Tomé el manuscrito y me fui al hotel a terminar de hacer la maleta. Durante el largo viaje en autobús, dándole vueltas y vueltas, decidí no divulgar la historia de Vidal Ventura. ¿Para qué alumbrar la sombra de un fantasma? Solo utilicé sus memorias como basa para escribir mi única novela, Entre cielo y tierra, con datos alterados, que jamás hiciesen pensar que se trababa de Vidal.  

Hoy, desde la ventana de la habitación en la que me tienen hace un mes, veo caer con la tarde las últimas hojas del liquidámbar que alarga sus ramas hasta este pabellón. Cuarenta años después de aquellos meses, los más rutilantes de mi vida, me quedan pocos días por estas tierras del Señor, y no lo digo para complacer a mis médicos. Tampoco es probable que Vidal siga vivo, por eso juzgo conveniente contar su historia, con el único propósito de confesarme y divulgar un hecho que, a estas alturas, no creo que vaya a perjudicar a nadie.