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7 piezas literarias de Mario A.Membreño Cedillo. Post Plaza de las palabras



Plaza de las palabras , presenta 7 textos de Mario Membreño Cedillo, algunos de los textos ya se han publicado en este blog,  otros son versiones reformuladas y otros son ineditos. Fuente del libro Miniatura:Alfonsina y otros textos breves, incluimos el cuento experimental Alfonsina y la cosa mas extraña, los capítulos XII, XXIII,XXXVIII y XXXIX,  y  del libro Trashumancias y otros textos, incluimos tres textos: Encuentro lejano, La playa del mundo  y El espíritu  Ifigenia.  




Miniatura:Alfonsina y otros textos breves


Del cuento experimental  Alfonsina y la cosa mas extraña


XII. LA BOINA ROJA

    A poca distancia de   la mujer de verde, estaba un tipo  calvo que se había quitado su camisa y la agitaba al aire, como si escribiese en  el aire su  repentina  impaciencia. Desde un extremo de la aglomeración que cada vez era más amorfa, sonaron voces. Las voces llegaron  desde el fondo de la multitud,  que lo instaban  a ponerse inmediatamente la camisa. Y la afluencia de voces coreaba un estribillo que el aire desvanecía a dentelladas. El hombre calvo no se dio por aludido, y en su lugar empezó a tocar con sus manos su  brillante calva, como si fuese la  hoja sonora de un  tambor tembloroso que alguien toca en los confines del llano. A su par había un  joven fornido que no le quitaba el ojo a una espectacular  rubia de Boina Roja.  Él parecía querer decirle algo a  ella, o quizá quitarle la Boina Roja. Pero vacilaba olímpicamente; hasta que al fin algo le dijo. Aunque ella no se inmutó ni tampoco le contestó. A la sazón desde muy  atrás llegaban gritos y empujones. Llegaban como puñaladas finas y rápidas. Luego, se iban intempestivamente como una bandada rebelde de pájaros bermejos. La orden era avanzar pesadamente y acercarse a un muro imbatible.  Para luego frenar de golpe y respirar con holgura.Y todas las miradas convergían en la Boina Roja.




XXIII LOS TORREONES MEDIEVALES

   En ese maremágnum, hacia muy atrás, en lo profundo de la masa humana, sobresalían como torreones medievales, las cabezas de dos mujeres que no cesaban  de gritar a saber qué. They were very high, voluminosas y pesadas como si semejasen  un cuerpo tallado en pura pasta italiana.  Mujeres,  tout à fait, fuertes, y de anchos hombros y trenzas largas y trenzas negras. Ellas luchaban por moverse. Y muy delante de ellas ya despuntaba la espectacular rubia de la Boina Roja,  que había optado por hacer señas con la mano de su brazo derecho. Y cuando se cansaba,  sacaba oportunamente su brazo izquierdo, y su mano izquierda parecía  moverse como si estuviera nadando;  y al mismo tiempo con su mano derecha sostenía un abanico que ocasionalmente usaba.  Y que  a la distancia nadie notaba lo del abanico porque hacía el movimiento alterno tan rápido que siempre parecía la misma mano. Y un poco más adelante, estaba de nuevo la madre, (que ya había avanzado),  y que  descansaba  con la guagua que ya para entonces había dejado de llorar. Y,  al fin  la madre,  después de una tenaz escaramuza, había logrado colarse entre una capa de gente, al  imponer frenéticamente su perfil izquierdo. Mientras que su perfil derecho, sin embargo  iba quedándose rezagado, a pesar que con su mano derecha acolchaba al infante que lucía tan remoto como una criatura  que sueña. Pero el crío no dormía ni tampoco soñaba, sino que les veía a ellos con una mirada glacial. Y después que la madre llegó al mostrador y  por fin,  ser  atendida, entre un alivio en su rostro y detrás de ella  un mar de manos estiradas.  

 

XXXVIII. CAMPO IMPRESIONISTA

    Con la lluvia revolcándose en aquel campo;  y que de pronto se quedó tan vacío como una plaza a medianoche. Bajo una luna escondida, detrás de una cordillera de  nubes que se va desencajando misteriosamente, en una arquitectura de formas borrosas y metafísicas. Y en cuanto al ancho y ajeno escenario, ellos pronto se percataron de que un ligero movimiento aparecía entre la lluvia. Apenas un movimiento fugaz, una sombra intermitente. Como la que uno vería  si estuviera viendo la lluvia caer  desde detrás del vidrio delantero de   un auto Ford  Galaxie 500, con los parabrisas a toda velocidad. Mover, moverse. Algo se movía entre la lluvia, alguien o algo corría. Ellos vieron a alguien correr, era un hombrecito que vestía de negro, que daba menudos saltos; y luego grandes e imposibles zancadas. Y detrás de él corría, lo que parecía ser un perro. Y vaya que si era un perro porque empezó a ladrar. Entonces, el hombrecito de negro enfundado en una cierta ligereza, se detenía a  tomar aire, y ahí parado elevaba los brazos a la altura de sus hombros, para después bajarlos  y continuar corriendo, primero trotando y luego a grandes e increíbles zancadas.  


XXXIX. KAFKA Y SU PERRO

    El hombrecito todo lo hacía con tal parsimonia, que se pensaría  que actuaba como si no se diese cuenta de que estaba lloviendo. Y  simultáneamente  cuando el hombre dejaba de correr,  el perro también  interrumpía su carrera. Y  al momento que el hombrecito empezaba nuevamente a correr, el perro volvía a  perseguirlo siempre endiabladamente  ladrándole, tal cual persiguiera una sombra inalcanzable. Y esta vez no había un «horizonte de perros que ladraban cerca del río». Era únicamente un perro, que ladraba tanto como si fuese un horizonte de ladridos. Tampoco había ningún río cerca. Pero, quizá en el Mapocho, se  había organizado un horizonte de perros ladrando cerca del rió. A quemarropa el acto se repitió varias veces a campo abierto, hasta que antes de llegar al final del campo, el hombrecito de negro vio el reloj de su muñeca y comprobó que eran las tres de la tarde. Aunque de lejos se pensase que eran las cinco de la tarde. A lo que el hombrecito giró bruscamente hacia la fuente, la cual apenas se distinguía entre la borrosa cortina grisácea que amontonaba el agua del chorro vertical de la fuente  y de la lluvia  que caía a torrentes. 



De trashumancias y otros textos 






Encuentro lejano

    Desde lo alto de una colina un hombre contempla  la cautiva y hermosa pradera. Él solía visitarla una vez por semana. Toda su vida la había visto y no se cansaba de amarla. Ese tarde cansado  se sentó sobre la hierba y reclinó su espalda sobre la saliente de una amable roca. Sin perder de vista la escena maravillosa de aquella pradera: el hombre caviló en el vasto y misterioso  universo, pensó en el fugaz e inmemorial tiempo,  y se quedó dormido. 

    Dormía profundamente cuando el movimiento de un tren alteró el paisaje. El  tren pasó veloz y  con su traqueteo  desarmó la escena campestre. En uno de los vagones iba un hombre, era el único pasajero.  Él hacía  ese viaje una vez por semana. Llevaba cumpliendo ese recorrido toda su vida y se conocía de memoria el infatigable paisaje.  La noche se deslizaba a ráfagas ante sus ojos, y al ver aquel firmamento que conocía perfectamente  bien, y que siempre lo hacía pensar en el infinito y en el movimiento de los cuerpos celestes.  Esta vez, contrario a su costumbre, ya cansado y con los párpados que casi se le cerraban,  se quedó dormido. 

    Mientras tanto, el hombre de la pradera recostado en la hospitalaria saliente rocosa, al oír el ruido del tren, se despertó y sobresaltado vio pasar aquel tren que jamás había visto. Y se preguntó: ¿Qué hace ese increíble tren aquí?  Mientras que, al mismo tiempo, el hombre que iba en el vagón del tren igualmente súbitamente se despertó y al ver  desde la ventana una pradera que tampoco jamás había visto; se preguntó: ¿Y de dónde  ha salido esa colosal  pradera?



*




La playa del mundo

I

 Al  principio 

   Por fin, después de una lucha colosal de grandes titanes y fuegos en el cielo y terremotos por doquier,  la tierra se había transformado en un hermoso lugar: portador de la claridad  y de la iluminación. Todas las luces del mundo se encendieron. La ecuación no era perfecta, pero sí idílica. Ese  día el sol reposó sobre el color metálico de un manto de nubes y su luz caía lentamente, y tocaba cada hoja y cada pedacito de hierba. Paulatinamente, la luz comenzó a derramarse sobre cada cosa y ser de toda la explanada del mundo; que  antes había sido inhóspita, agreste, árida, desolada, infértil, wasteland. Y al instante, cayó como bajada del cielo, un tiempo singular, sin la degradación de la tierra, sin el aire contaminado. Sin autos ni ferrocarriles, y sin aviones ni  portaaviones. Era el comienzo… 

La mañana

    El murmullo, el cuchicheo, el silbido, canto in crescendo de las Leaves of Grass, suavemente movidas por el viento. Y el balbuceo de un arroyo inundó el aire; y su coro musical perfectamente orquestado  y muy a acompasado con el dulce  espíritu que imperaba en el mundo.  Ahora todo era poderío: la mañana con su vitalidad matutina se desparramaba sin fronteras: los árboles crecían majestuosos, potentes y misteriosos. El león y la oveja convivían en paz. Y las aves descendían y se alzaban, hasta parecerse a livianos  cometas atados a un hilo sostenido por la mano de un niño que recién acababa de despertarse. 

La tarde

    Al atardecer un tenue sueño se apoderaba de todo. La explanada del mundo yacía silenciosa  y estática. Y  contemplada a gran distancia, parecía una escena vista desde el  pico de aquella montaña, desde la cual una tarde gris Leopardi se la pasó admirando el infinito. O aquella otra en que Petrarca ejercitó los músculos en el ascenso al Ventoux. O acaso como Cézanne al observar y medir en paciencia infinita la línea imaginaría de la vertical  del Sainte-Victoire. O quizás como un explorador extraviado ve a sus pies la estepa tupida y  lejana desde una tarde nubosa,  nevada y fría, desde la cima del Kilimanjaro o del Aconcagua. 

    Todo era mágico, aunque  concreto como el cemento portland. Y una particular y amable interrogación  flotaba por doquier; mientras que la tarde se desplazaba lentamente y una nueva revuelta de colores  comenzaba a revolver el horizonte. En que el azul del cielo se había transformado en una tonalidad compacta con los diversos colores rebeldes con que inundaba sus cuadros Kandinsky. Sin lugar a dudas, la tarde desaparecía con los pasos firmes de un fantasma guerrero y jubiloso y muy seguro de sí mismo.

La noche

    La noche domino el paisaje,  y cubrió con su manto de misterio toda la extensión del firmamento.Las  estrellas exhibían su imperio, y parecían agrandarse con las formas contorneadas y su repetición mántrica de las noches estrellada de  Van Gogh. O  las impensables formas de las fotos fantasmagóricas del telescopio Hubble o Webb. Y la explanada volvía a dormir, prosiguiendo en su interminable e incansable faena, señalada antes de que el mundo fuera mundo. Y ese mundo a bocajarro a la mitad de la noche, en una maroma pronunciada de medianoche.  Como el movimiento musculoso de una ola que deposita un navío,  volvió a alterar el paisaje. La noche corrió la voz. Y los pájaros sorprendidos  parecían sombras aladas en permanente huida, la maleza uniforme comenzó a refugiarse, el arroyo tímido apagó su canto. Y el movimiento de paso de los animales cesó abruptamente. 


II

Lo que oyó  el viento

    Primero, se oyó un sonido indefinible que cada vez se acercaba más. El viento conmovido quedó en paréntesis. La tierra ligeramente temblaba. El  paso veloz y su traqueteo, volcó  la escena campestre en una escena marítima. Y toda la explanada del mundo  se convirtió en el sueño de un  guerrero extravagante, solitario y soñador.  


Lo que vio  el  mar

    Después, el mar se llenó de navíos. Todos los navíos del mundo inundaron con sus quillas y sus velas todas las playas del mundo. En uno de los navíos  iba un hombre, era el único tripulante de aquel navío inmemorial e inmortal. Al hombre le llamaban Ulises.


                                                                 Lo qué dijo el sueño  

      El hombre se llamaban Ulises.  Dormía, soñaba  con las playas de Troya. 




*



El espíritu de Ifigenia

    La tarde desembarcó sin arrepentimiento, sin claraboyas, asaz trashumante. Al tiempo ella tuvo la sensación que las palabras le huían y los recuerdos se desvanecían, como la estela efímera que va escupiendo un navío al ir achicándose en alta mar. Sintió en profundo el tañido de una cuerda de citara, la rasgadura de una emoción en vigilia, una grieta que se ensanchaba en el recuerdo. Eso la aterró. Y decidió anotar sus recuerdos en tarjetas de papel amarillo del que había varias resmas en el escritorio de Padre. Y una vez escritas, las guardaba y de vez en cuando, las leía en voz alta, a la hora en que la verbena de la tarde en oleadas, desbrozaba pedazos concretos y entumecidos del  mundo. Fue en ese período de espera y redención, en que al hojear una revista, se tropezó con la palabra sacrificio, sin poder comprender  su significado. En vano al olor del incienso,  la rememoró. No sabía si era un objeto, una fruta o un animal. Buscó en los libros, en las revistas sin columbrar la angosta puerta, que le develara el castillo interior, que germinaba en aquel vocablo humeante. Subió al segundo piso, exploró con las manos, indagó con la mirada. Buscó, buscó, buscó, algo que le revelara la porción del universo ardiendo en ese vocablo. Nada vino a su mente; salvo unas gotas de añoranza, una cena decembrina, un candelabro encendido, y un villancico batiente. 

    A partir de entonces, antes de que el nombre de las cosas desapareciera en su ya frágil memoria.  Pensó en ponerle nombre a todo, rotular cada cosa de la casa, y descombrar cada significado. Esa actividad física y ejercicio mental, la hizo sentir mejor. Durante siete meses, siete días y siete noches, persistió en esa tarea. Asignó un nombre a cada cosa. Catalogó todas las revistas y escrudiñó cada libro de la biblioteca de Padre.   No cejaba de hacer incesantes apuntes, cuando el papel se le acabó, empezó a escribir en las paredes lisas, en la superficie plana de las mesas, detrás de la puerta umbría de los armarios. Y un mural de grafías pobló los límpidos e incólumes estancias de la casa. Cuando ya no hubo más resquicios en donde escribir; memorizaba lo que no había apuntado y se entretenía repasando lo que había escrito.  En las noches estrelladas repetía y repetía y repetía en voz alta, el nombre sagrado de las cosas. Y aquel nombre expedía columnas de incienso, aras de sacrificio y alquimia en redención. Su propio nombre, abnegado y secreto: ¡Ifigenia!, ¡Ifigenia!, ¡Ifigenia! 




CREDITOS


Textos 

Mario A.Membreño Cedillo

Ilustraciones

Dibujos 

Plaza de las palabras 

Fotografía 

 Cerro Santa Lucia, Santiago de Chile

Plaza de las palabras









       


La historia trashumante del señor Habber. Por Mario A. Membreño Cedillo. Cuento experimental. Post Plaza de las palabras

 


Plaza de las palabras presenta un cuento experimental La historia trashumante del señor Habber por Mario A. Membreño Cedillo, de su libro Trashumancias y otros textos, que contiene 5 cuentos. El Cuento seleccionado, es hilvanado con base a retazos de un Diario que consigna frases y comentarios del personaje principal, el musico Matthias Habber. Protagonista, que al terminar la II Guerra Mundial, tiene que abandonar su vida cómoda y acomodada, y huye de Alemania a EE. UU. Situación que le hace cambiar su estilo de vida y su nombre. Musico afecto al periodo renacentista italiano del siglo XV y XVI, y cantante, además melómano, aficionado a la música clásica, especialmente de los grandes compositores alemanes y austriacos, y quien que termina tocando Jazz en un night club de Nueva York. La historia se intercala con retazos de la vida del musico austrohúngaro del siglo XIX Frank Liszt y su discografía musical : Annes de Pelerinage, (Años de Peregrinaje) narrativa musical sobre sus viajes a Suiza e Italia.  El cuento en primera persona registra frases y testimonios de Matthias Habber, sacados de un diario inacabado que se entreteje en un tiempo indeterminado que va desde la juventud a la adultez, e intercalados con pasajes narradas en tercera persona omnisciente por un narrador anónimo.

3363 palabras

La historia trashumante del señor Habber

 

I

Fragmentos de un Diario inacabado, disperso y lacónico

Inicio de un diario con forro de cuerina roja con el año de inicio de 1915, y que únicamente conserva unas cuantas anotaciones, la mayoría sin fecha.

«Mi nombre era Matthías Habber. Y mi apellido tiene vocación ecuménica. De niño simplemente me llamaban Matthias. No recuerdo cuándo fue la primera vez que oí el sonido junto de Matthias Habber, pero poco a poco me fui acostumbrando aquel nombre que ahora me era tan familiar como un saludo de manos y tan lejano como una estrella.» Ese es el inicio del Diario.

«No sé porque en lo personal me agrada mi nombre, que por supuesto, no es Wolfang ni William. Pero amo mi nombre como amo los campos que parecen trigales y las casas que parecen castillos». Había escrito en un viejo cuaderno escolar. No había fecha ni nada más que esa frase. Nota insertada en el Diario, en el papel original del cuaderno escolar.

«Realmente, nunca he sabido a ciencia cierta de dónde era originario ese apellido, quizás del sur de Alemania o de Austria. Quizá de algún pueblito pintoresco que se desliza somnoliento en la falda de una colina, como hay tantos pintorescos pueblitos que se deslizan tibiamente en la falda de una colina y colindan con la frontera austriaca.» Se leía en uno de los cuadernos de apunte de su juventud. La nota fue pegada en el Diario.

«No recuerdo en qué año descubrí a Goethe, pero su apellido al igual que el mío me parece musical. Siempre he pensado que cada nombre detenta una fuerza recóndita, en algunos nombres más que en otros. En los nombres se esconde el misterio. Nadie se imagina a Goethe con un nombre que no sea Goethe, ni a la señora Barlach tocando al piano a alguien más que no fuera Franz Liszt: Années de Pèlerinage, suite para piano, S160, Première Année: Suisse Álbum de un viajero, 6 Vallée de O'Bermann, 1835. (Lento assai - Più lento - Recitativo - Più mosso - Presto - Lento): 14 min 27 s

«Lo simpático fue que Goethe no conoció a la señora Barlach y que la señora Barlach no conoció a Liszt» Texto encontrado entre papeles y viejas fotografías en blanco y negro. Y que no era parte original del Diario

«Yo cantaba, aunque en realidad no era un canto, sino una práctica de canto. A ella (la Maria y no la señora Barlach) le encantaba oírme practicar el canto. Para mí era la hora más árida, pero me gustaba que María estuviera ahí sentada como una madona renacentista y fingir que mi voz le gustaba. Siempre tan callada, con sus manos sobre las rodillas y su mirada perdida en las nubes. Al terminar la clase ella se levantaba, y hacía una pequeña reverencia de geisha y se marchaba sin decir palabras. Pero su salida era como si hubiese dicho todas las palabras del universo y una más. Eso sucedía los jueves, los santos y humildes jueves, entonces yo salía a la ventana y me encantaba ver como María se perdía, poco a poco en aquellos campos de trigos, aunque todos sabían que no eran un campo de trigo. En realidad, únicamente la veía perderse como el viento entre la esquina de una alta edificación de granito rosado». Fragmento del Diario, probablemente de la década de los 40s

«Lo sé, los nombres son como la piel, a veces se vuelven una simple costra. No se pueden cambiar. Pero son otros tiempos, todo cambia. A veces hasta los nombres. De pronto, cambiaré de lugar, seguiré otras pistas, identificaré otras notas melodiosas, y huiré sereno y potente como la música. Necesitaré otro escenario, aún hoy no sé exactamente cómo se dieron las cosas. Pero tuve que dejar los castillos y los trigales y a mi madona renacentista de manos de porcelana. Para ese entonces mi canto no era tan bueno como debería serlo, pero mis manos habían aprendido algunas escaramuzas de piano.» Una nota de papel (hoja de papel nueva), insertada en el Diario. Quizá la última nota antes del viaje a América

II

Gestación de la vida trashumante

Entonces, después de los puntos suspensivos entre paréntesis (…). De cuando en cuando el señor Habber salía presuroso sin que hubiera necesidad de ir presurosamente. Porque de tarde en tarde Maria, (en alemán), solía visitar la vieja casa Habber. Esa casa pintada con el color de las nubes y que se elevaba como un castillo, pero que no era un castillo porque solamente era una casa. La casa del señor Habber se levantaba como un castillo en la perdurable explanada, que nadie sabía por qué la llamaban explanada de Helsingor.  Pero todos sabían que solo era una casa, quizá una villa. Decían que tenía parte de la arquitectura italiana y de la arquitectura suiza. Para todos era una especie de castillo medieval. Lo expresaban convencidos sin dudarlo un solo instante, entonces decían: «El castillo del señor Habber». Aunque todos pensaran que aquello no era un castillo, sino una casa. Porque hay una gran diferencia entre una casa, una villa y un castillo. Pero ¿Cómo se podría tener una idea de una casa suiza, ser una villa italiana y pensar en un castillo medieval? El castillo tenía un dueño, su nombre era Matthias Habber.

Al oído atento las glosas sobre su nombre, la minuciosidad exegética de antiguos medievalistas y los ponderados recuerdos de sus ancestros. Desde canciones de campo hasta opiniones doctorales. Entonces, Matthias Habber recordó una noche decembrina hosca y nubosa, alguna vez haber visto un escudo de armas y una página amarilla con la etimología de las palabras de su apellido. Pero no se fatigó ni le dedicó más cavilaciones porque sospechaba que en el fondo aquella inquietud era banal. Luego escuchó un rumor que frecuentemente oía en los pueblos pintorescos y las casas señoriales. Nunca supo cómo había llegado a saberlo, que un zapatero oriundo de la región había dicho algo siniestro y maravilloso, sobre el origen de la familia Habber. Pero ¿qué puede saber un zapatero de castillos y de la familia Habber? Si la botánica es una ciencia, un astrónomo nunca podrá opinar del crecimiento de los insectos cuando estudia el parto de una estrella.

Lo de Matthias era una costumbre, quizá una derivación del Mateo de los evangelistas.  Etimológicamente del hebreo, Matthias significa “don de Yahveh”, “don de Dios” o “regalo de Dios” (del hebreo “mattath/ מַמַ תָּתָּ ת” = don/regalo + “yah/ יָיָה” = se refiriere al nombre hebreo de Dios, es decir Yahveh). Pronunciación regalo de dios o bendición de dios. Esto lo había averiguado en un diccionario de etimologías. Lo había apuntado a mano, pero nunca lo puso en su Diario. Los evangelistas nos recuerdan que Mateo fue el sustituto de judas Iscariote. Pero todo aquello eran únicamente etimologías. Él desdeñaba tanta opinión docta. Todos los nombres son; al fin y al cabo, una costumbre inmemorial, como lo son la Muralla China fabricada con Legos o la galaxia Andrómeda disfrazada de una suculenta salchicha. Pero eso que el apellido Habber era originario de un clínico y quirúrgico pueblito alemán colindando con la frontera austriaca, era solo una noción geográfica.

Entonces, al trasgredir su acostumbrado mutismo, a veces a Matthias Habber se le oía decir, casi como si lo declarase a un público selecto: 

«En lo personal me satisface ni nombre. En cuanto a mi apellido no me satisface esa opinión, prefiero seguir pensando que ese apellido puede ser parte de cualquier parte de la tierra. Y no verlo atrapado en un punto geográfico». Lo decía en voz alta, lo decía convincentemente mientras caminaba por el amplio salón lleno de muebles intactos y sobrios; y luego después de un rato agregaba, casi hablando consigo mismo: «Pero, ahora a quien le podrá importar eso.” Alemania había perdido la guerra.

III

De lo inútil de los nombres

Había recordado que alguna vez lo había anotado, en un papel que yacía con viejas fotografías sin nombre ni fecha, y sepultado de indemnes y mudas cartas que nunca envió, y que solo tenía una dirección en Frankfurt: «En fin los nombres son siempre intrascendentes, aunque haya gente que piensa lo contrario», se escuchaba decir a Matthias Habber, con una voz nítida. «Y de buena fuente se sabe que en una librería de Hamburgo existe una obra monumental acerca de la importancia de los nombres de las personas. Pero que jamás nadie le dio importancia al libro. Quizá se podría hacer otro tratado con igual número de argumentos que demuestran lo inútil de los nombres.» Esa declaración sin fecha existe en una grabación sonora con la voz del Matthias Habber, aunque no es parte del Diario.

Pero a la hora del canto Maria (en alemán) y no Merie en francés ni Mary en inglés. Llegaba puntualmente. Llegaba puntualmente porque a ella le gustaban también los campos que parecían trigales y las casas que parecían castillos, y le gustaba como tocaba la señora Barlach a Liszt. Aunque la señora Barlach nunca había conocido a Liszt. Y Liszt lejano en el tiempo, andaba por Suiza e Italia con la otra María. Pero no la señora Barlach ni la Maria en alemán de los trigales. Arrivederci Maria.

IV

La iniciación del nombre

«Cada cosa en su lugar», murmuraba frecuentemente el señor Habber. «El pasado debe ser demolido totalmente.» En la cabeza no había espacio para tanto recuerdo. Los recuerdos son como el paso sigiloso de las nubes, uno nunca sabe adónde van o dónde se quedan. Siempre emerge una franja borrosa que va almacenado todo. Y recordó aquella frase que tan a menudo le indicaba su madre: cada instante es la eternidad. Y Matthias también recordó que jamás recordó cuándo fue la primera vez que en la escuela le dijeron: Matthias Habber. (Algo había escrito alguna vez en un papel que solamente Dios sabía en dónde estaba). Pero, si se recordaba que ese día en la escuela se había sentido confuso y cuando escuchó su nombre, pensó que era el de otro de sus condiscípulos. Aquel hecho lo dejo perplejo pero expectante.  Y al llegar a la casa creyó que se le abría un nuevo mundo, lleno de pureza y luminosidad.  Las cortinas blancas, los muebles de nogal, y la imagen de una mujer colgada a su memoria. Un retrato en una pared labrada: hermosa y solemne, con su cara de madona renacentista perdiéndose en un horizonte amarillo. Era el orden del universo que entraba por una ventana. Era la claridad del mundo que despertaba los sueños irredentos. Él pensaba que el mundo tenía que ser hermoso y definitivo.

Todo era puntual, diáfanamente puntual. No la puntualidad matemática de un reloj suizo ni el bostezo consuetudinario y cálido del sol al mediodía, sino la puntualidad del orden y la limpieza y la luminosidad.  Era algo ligeramente diferente a la puntualidad de un toquido en la puerta, cuando sabemos que quien va a tocar la puerta, ha venido de un campo de amarillos. Y toca la puerta de un castillo que todos sabemos que no es un castillo. Y toda la escena se arma, separados solamente por una puerta. Hay alguien detrás de la puerta dispuesto abrir la puerta porque sabe perfectamente bien quien tocará a la puerta. Y del otro lado habrá alguien más que tocará a la puerta porque sabe perfectamente bien quien la abrirá. Y eso es lo que cimenta la claridad del mundo. 

V

Una madona en los trigales

Y entre el toquido en la puerta y el acto de abrirla, se colaban las voces de coro de la escuela que llegaba desde lejos, pero se oían solo a medio metro. Simultáneamente un leve rumor musical recorría el campo, pero no era un campo cualquiera, era un campo cuajado del verde de las montañas y del amarillo de los trigales, pero verdaderamente no había trigales solo parecían trigales. Lo realmente importante no eran los campos que parecen trigales, ni el amarillo que pinta los campos de los trigales. Lo esencial es que seguramente dentro de muy poco la señora Barlach tocará el piano: en el fondo una peregrinación musical por Suiza e Italia.

            Era la hora de la   limpieza y de la exactitud, y de la música. El reloj azul y las horas plateadas eran solo recuerdos desde una ventana de un edificio alto, que no era una casa y tampoco era un castillo. El cual evocaba por horas aquel campo. No el de los trigales amarillo, porque desde la ventana no había trigales amarillos, sino el color de una pradera verde como el paño verde de una mesa de billar. Y vaya a saber cómo alrededor de aquella mesa de billar se arremolinaba la gente, y vista de cerca la mesa parecía una pradera verde. Y fácilmente uno pensaría que detrás de la pradera verde, latía un campo amarillo de trigales, por el que pasaba exclusivamente caminado una madona renacentista.  

Y en tanto, que el viento azotaba los trigales, la señora Barlach seguía tocando el piano en aquel castillo, y Maria en alemán, siempre Maria en alemán, tan impecable como una madona renacentista con sus manos sobre las rodillas que parecían dos palomas dormidas. Solamente dormidas porque las palomas no sueñan ni las manos tampoco. Pero al irse, parecía que se levantaban dos palomas como si acabaran de despertar de un sueño. En medio de un campo de trigales, desde donde se veía al fondo, un castillo en que seguramente la señora Barlach acababa de tocar a Liszt. Y ahí en ese castillo, Maria en alemán, con su mirada coqueteaba al señor Habber y la señora Barlach disimulaba no ver nada porque ella estaba perdida, únicamente, en los ojos musicales y tiernos y fantásticos de Liszt: Années de Pèlerinage, Italia, suite para piano, S161, Deuxième Année: Italie Après une Lecture de Dante: Fantasia Quasi Sonata ("Tras una lectura de Dante: Fantasía.) (Andante maestoso - Presto agitato assai - Tempo I (Andante) - Recitativo - Adagio - Allegro moderato - Più mosso - Tempo rubato e molto ritenuto - Andante - Più mosso - Allegro - Allegro vivace - Presto - Andante): 16:59 (“Années de pelegrinare — Wikipedia”)

VI

El cambio de mudada

Y de nota musical a nota musical, repentinamente una línea se abrió en el mar con sus estelas de espuma, y el canto perseguidor infinito, poemas sinfónicos de arduo y paciente trabajo, con su solemne leitmotiv.  Y aquel público que entraba en un lugar que no alcanzaba a ser lugar, porque no era una casa ni era un castillo. Ni tampoco un edificio, pero el cual se desparramaba con sus colores púrpuras y rayos luminosos, como un telón se abre en un teatro de Broadway. Y ahí parado, vertical y multitudinario, New York con sus grises avenidas y sus edificios espectaculares. Pero Matthias no puede ser Matthias aquí, tampoco puede ser el señor Habber. Era imprescindible cambiar los nombres. Él se resiste como la línea Maginot, o una sórdida trinchera en Marne o como el Peñón de Gibraltar a ser reducido a nada por los lengüetazos de mar. Y luce tan extraño en su nueva mudada como un árbol con su pescuezo gótico en el desierto de Kalahari. Pero al final cede y deja su nombre y recala su apellido, sus campos de trigales, su castillo de memoria y su amada madona renacentista.

Pero que contento que se puso en aquel salón de baile el señor Habber, al anuncio del espectáculo, y las luces que flotaban como mil rayos de Thor. Y una conglomeración de la música total de Wagner, y una pintura de Turner levemente iluminada en que las formas se pierden y encienden tibiamente la tormenta del hombre moderno.  El señor Habber se divierte, pero ya dijimos que él ya no es el señor Habber. Él solo es parte de la diversión, porque ve en aquellas rubias de ojos azules campos amarillos, que no son trigales, pero parecen trigales. Ve las manos que se mueve como palomas o las palomas que se posan en la saliente de las rodillas como dos quietas manos que ya no tocan a Liszt, rodeadas del silencioso amarillo de los trigales que se encumbra como matas de cabellos amarillos. Entonces seguramente la señora Barlach por algún otro lado, muy lejos estará a punto de tocar el piano, estará pensando en Liszt:  Années de Pèlerinage, suite para piano S161, Années de Pèlerinage, Italia, Deuxième Année 4. Sonetto 47 del Petrarca (Preludio con moto - Semper mosso con íntimo sentimento): 5 min 17 s

VII

El cambio de nombres

New York, New York, pero he ahí que aquel salón no es un castillo pintado con el blanco de las nubes. Solo es un salón de paredes grises y más grises. Pero ¿dónde está Maria con su inmovilidad de madona renacentista? Y de estar aquí ya no sería Maria en alemán, sino Mary porque ahí así son las cosas. Y Matthías que ya no se llama Matthias porque aquí hay que llamarse con otro nombre. Ahora no es oriundo de un pueblecito que se desliza por una pendiente de una colina en la frontera austriaco-alemana. Es New York que se alza como corona de luces y de cristal que secuestran el inadvertido y huyente cielo.  Él ex señor Habber ahora es uruguayo o cubano. Vaya a saber qué nombre lleva ahora, pero seguro de que el nombre que lleva es el de un uruguayo o el de un cubano. Le divierte tocar en aquel Night Club que no es un castillo ni una casa. Toca allí no porque toque bien, sino porque la gente cree que toca tan bien, tal y como tocaba la señora Barlach a Liszt. Pero ahora ha habido un trueque: jazz y blues. Porque aquí ya no se puede tocar a Liszt y aquí no está la señora Barlach para tocar Années de Pèlerinage, suite para piano, S162 Les Jeux d'Eaux à la Villa d'Este (Las fuentes de Villa de Este) Troisième Année 4. Juegos de agua en Villa d'Este (Allegretto): 7 min 44 s 

VIII

La otredad

Y al terminar de tocar, Matthias que ya no se llama Matthias, sino que lleva el nombre de un uruguayo o de un cubano. Quizá se llame Pablo o se llame Alberto.  Se asoma a la salida y, desde una ventana ve irse a una esbelta rubia flanqueada, no por el amarillo de los trigales sino por el amarillo de las luces que iluminan el horizonte vertical de ciudad. La ve irse con una cabellera luminosa irradiando destellos amarillos, con sus manos cremosas, su paso delicado, y su mirada lejana. Pero ella no se amedrenta, y camina, quizá en busca de alguien que se podría llamar John o Dante o quizá Petrarca, tal y como caminaría una madona renacentista entre un campo de trigales que cortan el frente de un castillo en que la señora Barlach siempre estará tocando a Liszt: Années de Pèlerinage, suite para piano, Deuxième Année: Italie 2. Aux Cyprès de la Villa d'Este I: Thrénodie (A los cipreses de la Villa de Este I: Treno) 3. En los cipreses de Villa d'Este (2) Thrénodie (Andante, non troppo lento): 10 min 55 s

IX

El campo de las luces

Y la urbe se cierra en una larga y festiva noche, solo iluminada por las luces de las calles y los faros de los autos, y las manos de un pianista hacen increíbles acrobacias en las indefensas y sonoras teclas del piano, y él ahí siempre con la memoria colgada de su madona florentina que ya no está aquí, y que seguramente camina por los dorados trigales en busca de un castillo para tocar la puerta.

X

La música del alma

Y antes de tocar la puerta ya escucha a la señora Barlach que al piano toca a Liszt: Années de Pèlerinage, Troisième Année suite para piano, S162, 7, Sursum corda Levantad los corazones.  (Erhebet eure Herzen) (Andante maestoso, non troppo lento): 4 min 15 s 4. Les Jeux d'Eaux à la Villa d'Este (Las fuentes de Villa de Este) Troisième Année4. Juegos de agua en Villa d'Este (Allegretto): 7 min 44 s.

Créditos

De Trashumancias

Ilustración

Plaza de las palabras

 

Mejor dejemos que salga la luna. Un cuento de Mario A. Membreño Cedillo.Post Plaza de las palabras




Plaza de las palabras presenta un cuento de Mario A. Membreño Cedillo, Mejor dejemos que salga la luna, cuento incluido en Cuentos Telúricos, 2007. El cuento narrado en primera persona, se ubica en la ciudad de México, especialmente la calle Tacuba. Un caminar circunstancial hace que el protagonista una tarde del sábado visite un salón de baile, lugar  en que conoce a un personaje singular, una mujer cautivadora de nombre Lluvia Clara  Cisneros.  La relación fructifica, pero la mujer siempre enigmática, presenta una vida encubierta o es una especie de Madame Bovary. El protagonista recela de ella y empieza a dudar de su fidelidad. Sin embargo, ella siempre tiene respuestas y se  reviste de un lenguaje poético y hace referencias al pasado histórico de la ciudad de México. Al final obligado por el carácter extremo de la protagonista, entre mutismo, laconismo y un enredado lenguaje poético y simbolico. El narrador-protagonista la cita en una popular cafetería de la ciudad para aclarar las cosas. Pero el desenlace no es claro y se diluye como una lluvia pertinaz que actua como simbolo. Imagen que provoca en el protagonista, debido a la atmósfera misteriosa en que se desenvuelve la protagonista, a creer que en Lluvia Clara Cisneros, coexisten dos mujeres distintas. Una con antecedentes prehispanicos y una moderna. Las dos facetas del alma, como creia el poeta ingles Robert Bronning.





2021 palabras 


Mejor dejemos que salga la luna


Mario A. Membreño Cedillo



Deja que salga la luna

Huapango

José Alfredo Jiménez


Verdaderamente estoy decidido. Lo sé y creo que ella también lo sabe. Sí, todo ha llegado a un nítido límite. Las cosas no pueden continuar así. Todo esto es un símbolo etéreo con un sonoro acento absurdo. Sí, yo lo sé, y creo que ella también lo sabe; aunque a veces pienso que ella aún no había atrapado el curso de las cosas. Lo pienso así, pero no sé si ella lo piensa igual. Es como si los hechos no le interesaran, porque esa parte de la realidad estuviera vedada para ella. A manera que todo fuera de puro aire. Sí, lo sé, es difícil decirlo, y todavía mucho más explicarlo. Uno empieza a racionalizar hasta que finalmente se instala cómodamente en la primera impresión invicta que uno encuentra. Pero eso no es así, bien que lo sé. A veces uno camina por una calle desconocida, sin hallar las palabras exactas para decirlo. Y a la par va creciendo impetuosamente la necesidad de falsificar la realidad. Y las palabras en una loca carrera nunca alcanzan el escurridizo escenario. Igualmente una generosa tarde de un sábado cualquiera, en un salón de baile; uno ve pasar de pronto a una angelical muchacha. Uno la aborda, conversan, pronto están bailando en la pista. Bailar es bailar. Y mientras uno baila con la complicidad de la tarde y con la unanimidad de la angelical muchacha; alguien le toca suavemente al hombro, y le dice con aparente  delicadeza: «Oiga, usted está bailando un mambo y lo que la orquesta está tocando es un twist».


Todo comenzó una tarde sabatina, caminando sin rumbo fijo. Pero muy consciente de que iba por la calle Tacuba, aquella remozada calzada de Tlacopan, una de las cuatro calzadas que comunicaban la ancestral Tenochtitlán con tierra firme. Solo de pensar en eso, casi me sentí transportado a una avenida inmemorial. Pero no perdí la perspectiva inmediata. Y seguí caminando por la calle Tacuba, hasta que decidí entrar a un salón de baile. La puerta estaba abierta y ciertamente uno sentía la irrefrenable invitación a  entrar. El salón era amplio, repleto de luz. Y adosado a una de sus paredes colgaba un espejo que cubría casi todo el ancho de la pared. El piso de madera, estaba tan deslumbrante, que uno creería que una legión de querubines recién lo había pulido. El salón estaba a medio llenar; y las corrientes de aire aportaban un olor a loción Old Spice. A medida que la tarde se achicaba y la noche emergía, se encendían las luces, y un diáfano humo empezaba a levantarse por los cuatro rincones. Por lo que cualquiera pensaría que en cualquier instante, entre aquel juego de luces, aquel horizonte de espejo, y aquel enrarecido humo que ya cubría todo el salón. Aparecería de repente, el velero de Old Spice navegando entre el humo. 


Pero en lugar de un velero, lo que apareció fue una sorprendente criatura. La vi venir hasta pararse exactamente frente a mí. Algo me susurró al oído que no pude entender. Pronto estuvimos bailando. Se llamaba Lluvia Clara Cisneros. Al oír aquel nombre pensé que ella me estaba tomando el pelo. Así que guardé aquel nombre con cautela astronómica y conservé su perfil poético. Ella era de mediana estatura; y con tacones altos pasaba por ser una mujer alta. Sus ojos y su cabello eran negros, su semblante irradiaba una peculiar extrañeza. Vestía de blanco, y bailaba con tal encanto que cautivaba. Todo su cuerpo era un ensamble musical. Verla caminar por la calle Tacuba, era un estado de gracia en  permanente ebullición. Rebosaba la frescura de la mañana y la nitidez de la tarde. Pero eran sus peculiares cejas negras; que no eran las cejijuntas de la Khalo, ni tampoco las cejas delineadas que adornaban a la Félix. Sino que eran otras cejas, más remotas pero impecables. Y cuya presencia parecía convocar la agilidad de los segundos y la finura de la brisa. Todo sincronizado a su rampante naturalidad, que siempre lo hacía a uno pensar: si todo eso no era un gran artificio meticulosamente fabricado.


Las cosas empezaron a precipitarse cuando una espléndida tarde en Sanborns, sentados alrededor de unas humeantes tazas de chocolate. Ella adelantó ciertos comentarios que uno nunca sabía sí eran afirmaciones o preguntas: «No crees que alguna tarde deberíamos ir al Salón México», «Se me antoja mover el esqueleto». Todo aquello era una especie de conversación sin compromiso. Buscar la tarjeta de presentación de la nada. De tal forma se le desencajaba frases como éstas: «hoy se me escapó la hora del chocolate», «que café tan atrevido, me acaba de quemar». Unas de sus frases favoritas era: « ¡Sabes, es bueno estar aquí!» O «Ya lo sabes, voy para la isla». Otras veces improvisaba frases casi poéticas: «Esta tarde está que arde», «la velada está que vuela», «las horas están boqueando». Cuando quería acabar algo, decía: « la noche nos alcanzó», o «la tarde ya va de puntillas.»


Pero debatiéndose entre sus arrebatos de locuacidad y mutismo, a veces le ganaba una profunda tristeza.  Una tarde ella lo confesó: 


— ¿Sabes? Estoy tan triste como el árbol. —lo decía poniendo una de sus manos bajo su mentón.

— ¿Qué árbol? — pregunté sorprendido.

— ¡El árbol de la noche triste! —exclamó ella con arrojo. Mientras cambiaba la mirada de la litografía de Toulouse Lautrec a la figura de cerámica de un cenzontle.

—Eso ya pasó. Los españoles perdieron. —repliqué levantándome del asiento, y vi como ella miraba el cenzontle.

—Si, pero estoy tan triste como el árbol. Me parece que todo hubiera sucedido ayer. —prorrumpió ella, volviendo a ver el cenzontle.

—Lo sé. —contesté viéndola directamente a los ojos—. ¿Acaso eres la Malinche?

—No, no es por los españoles. Es por el árbol. Siempre lo veo, terriblemente triste. Y siento que toda la tristeza del mundo me persigue. Lo decía moviéndose hacia la ventana.

— Sabes, mañana iremos al Café Tacuba. —repuse antes de que ella llegara a la ventana. Pero ella no me respondió y me lanzó uno de sus largos mutismos. 


Realmente, no me quejo de Lluvia Clarita. Y escribo Clarita en diminutivo porque había empezado a encariñarme con ella. A pesar de todo me descuadraba el ánimo su dejadez terrenal. No pocas veces pensé que detrás de su fachada de visible naturalidad poética. Convocaba algo más, que se movía con el sigilo del arcano, y que se afanaba por irrumpir. Detrás de aquella máscara cotidiana, había asomando la nariz, una vida clandestina. Y empecé a sospechar que en la vida de Lluvia Clarita, pernoctaba alguien más. Quizá otro hombre, algo habitaba en ella que sabía que no era mío. Pero a veces pensaba que también era posible que Lluvia Clarita viviera en Cuernavaca y que sólo se descolgara los fines de semana a la ciudad de México. 


A la sombra de sus viajes semanales a Cuernavaca, se habían sumado sus imprevistas visitas a Texcoco. Y tal como aparecía, igual desaparecía. Y siempre, cuando regresaba de Texcoco, venía en el ala de un eco poético. Un día hasta pensé seguirla hasta Texcoco, pero no quería caer en su juego. Y al preguntarle acerca de sus idas y venidas, siempre solía decirme: «Simplemente, deberes coloquiales.» Por lo que decidí dejar las cosas tal y como estaban, y aceptar a Lluvia Clarita, tal cual era. Pero una noche, intrigado, me atreví a preguntarle, qué era lo que más le agradaba de mí.


—Ya lo ves, mejor dejemos que salga la luna. —Lo dijo tan quedito como un susurro en una plaza despoblada.

—Pero, ¿cómo vamos a dejar que salga la luna? —pregunté al vuelo, no sin cierta curiosidad.

Entonces, ella se rió, y después vio su reloj de pulsera.

—Hay que sacarle la risa al tiempo. —dijo tajantemente, y después de cerrar las cortinas de la ventana, se volvió a reír. Para después quedarse como quien oye el sonido de una caracola lejana. 


Pocos días después me sorprendió y a voz esquinada, me dijo: «Sabes, eres mí espejo...». Sin darme por aludido, esquivé los pasos de la alarmante frase. Un día ya fatigado de sus enigmáticos fraseos y sus palpitantes laconismos, sin avisarle me fui al carnaval de Mazatlán. Al regresar ni siquiera me preguntó en dónde había estado.


—No te imaginas las noches desenrolladas que te perdiste. —dijo ella, y luego guardó silencio como si hubiese oído los cuatrocientos cantos de un pájaro que la estuviese mirando.

—Sí. — asentí con un tono de perplejidad, mientras tomaba unos pajaritos de cristal.

—Figúrate que los puntos de las íes desaparecieron por las hojas onduladas —dijo ella sumergiéndose por unos instantes en un silencio, y luego agregó, como si quisiera acabar con todas las palabras del mundo—, y no te creerás la encerrona que a las tardes destempladas, le dio a la noche amotinada.


No lo dijo como quien recita una poesía, sino como quien quisiese liberarse de un remoto conjuro. Pero no perdí el tiempo tratando de averiguar su oscura frase. Con Lluvia Clarita, lo importante no era domesticar las palabras, ni arrojarse de clavada en los significados, sino dejar que estos se asentaran porque sabía que la traba no era su lenguaje misterioso. Porque ella era una mujer que se vestía de palabras. Un lenguaje poético andante. Cuyas palabras venían de un río subterráneo, en que los peces eran palabras, y el cielo era el tiempo. Aunque nunca intente descifrar ese nudo jeroglífico. El único y verdadero símbolo nómada era ella. Como si su vida entera fuese un irreversible y único mensaje.


Mientras tanto, sin confrontarla, hacía lo posible por abolir aquel conjuro. Y sin profundizar en sus palabras, dejaba que ellas volarán. Aunque me seguía irritando la permanente actitud inescrutable de Lluvia Clarita. Por lo que una generosa tarde pensé que todo había llegado a la región más nebulosa, en que la atmósfera ya no podía sostenerse en pie. Poco después decidí llamarla por teléfono. 


— ¿Sabes? Debemos aclarar las cosas, —lo dije casi como si se lo hubiese murmurado al oído.

—Por supuesto —contestó ella sin ningún asomo de vacilación—. aclarar, es una palabra que amo. Ella se calló. Y por un instante pensé que la había perdido.

—Estaré allí, implacablemente puntual, a las cuatro en punto. —aseguró ella, sin decir nada más.


La había citado a las cuatro en punto de la tarde, para vernos en la Cafetería Popular, cerca del Zócalo. No me quedaba más que repasar la situación. Y por primera vez se me ocurrió pensar que mi Lluvia Clarita, quizá sólo fuera un reflejo de otra realidad. Ella se movía entre dos zonas, como si hubiera dos Lluvia Claritas. La una era la que el fin de semana hablaba en un lenguaje tan cotidiano como Cuernavaca. Y la otra es la que acarreaba a la superficie el lenguaje arcano de Texcoco. Y sospeché que esta última no era mía, porque era lejana, era del ignoto. Y la otra, mí Lluvia Clarita. Era la que yo veía, simple y bailando de blanco. A las cuatro en punto, yo estaba en la Cafetería Popular, y ella todavía no había llegado. 


Desde el ventanal de la cafetería me fastidie de ver pasar transeúntes y oír el sonido irreverente del claxon de los coches; hasta que las campanas de la catedral, repicaron conmoviendo el aire. Y un linaje ancestral de tres edades comenzó a rodar por la pista: brizna, lluvia, aguacero. Fue al oír caer esa lluvia soñadora y ver ese lienzo de agua transparente, que pensé: que con todo y todo, mi Lluvia Clarita sí había venido. Ella llegó entre la lluvia, sin paraguas, pero ataviada con todo su poderío. Lo único que no sabía era cuál de las dos era la que había llegado. Si la que bailaba, entre humo y humo; tomándole la cintura al mediodía. O la que simplemente, a  medianoche, desde la ventana miraba a la lejanía. Y dándose vuelta y mirándome directamente a los ojos, y en un lenguaje arcano; me decía. Mejor dejemos que salga la luna. 




Créditos de las imágenes


Luna, dibujo por Plaza de las palabras

 

De Cuentos Telúricos © M.A. Membreño Cedillo 2007.


MINIATURAS: ALFONSINA, MICRORRELATOS Y OTROS TEXTOS. Mario A. Membreño Cedillo. Post Plaza de las palabras

 

Plaza  de las palabras presenta  una selección de textos de Mario A. Membreño Cedillo, de su obra MINIATURAS: ALFONSINA,  MICRORRELATOS Y OTROS TEXTOS. Obra dividida en tres partes, la primera Alfonsina, que contiene un cuento experimental, de la cual algunos capítulos ya han sido publicados en el blog. Mientras que la SEGUNDA PARTE. MINIATURAS, contiene textos heterogéneos que van desde miniaturas a cuentos de mil palabras 1. Divertimentos 2. Variaciones bibliotecarias  3. La conspiración de las palabras 4. Teoremas del sueño 5. Inquisiciones. La cueva de la foca, Uccello, el pintor de la otredad,     El intruso,     El espíritu de Ifigenia La muchacha que tocaba el saxofón. Por su parte la TERCERA PARTE OTROS TEXTOS contiene textos mucho más extensos  1. Trashumancias La historia trashumante del señor Habber, Una muchacha surrealista en el café Bretón, Un rumor, un simple rumor, La línea imaginaria, y un ensamble de difícil caracterización que no necesariamente son cuentos en el estricto sentido de la palabra: Prolegómenos o La construcción de la memoria  La memoria perdida  La memoria y el espejo El personaje de la memoria  La comarca de la memoria  3. Iluminaciones, Arquímedes o el nacimiento de la conciencia. En esta oportunidad estamos presentando únicamente miniaturas y textos cortos de la segunda parte.  



Horror metafísico

La última sobreviviente del planeta, vivía en Oklahoma, y había subsistido  de hongos silvestres, conservas enlatadas,  y bebía agua de los pocos manantiales que habían quedado. Ella solía pasarse la tarde sentada en una mecedora en el corredor frontal de su casa, y a veces se  ponía a mirar fotos de sus nietos y a tararear viejas canciones. Una de esas tardes había decidido continuar un hermoso chal que llevaba años tejiendo para una de sus nietas,  de la cual apenas lograba sostener su rostro en la memoria.  Fue en ese momento que  recordó que alguna vez había  recitado plegarias, y  sin saber por qué le rodaron lágrimas por sus mejillas. Y repentinamente una profunda tristeza la abatió. Pronto imploró  al dios desconocido que aquella infinita soledad terminase, cuando enseguida sonó el celular.


Una Jirafa surrealista en la gaveta

Le habían informado que había una jirafa en la gaveta. Así que se dirigió al escritorio,  abrió la gaveta, y sin embargo  no había ninguna jirafa. En ese preciso instante alguien tocó a la puerta, se encaminó  hacia ella y la abrió: tampoco era una jirafa. Lo que tenía  frente a él, era un tipo robusto de bigotes con punta, que  después de tomarlo del cuello, entró a la casa; y  mientras, abría la gaveta, le dijo: « Te dije que no te salieras de la gaveta».


La doble imagen

Ella era una de las últimas sobrevivientes del Gran Circulo Mayor; aunque ninguno  había aportado una prueba definitiva; ya fuere  testifical o documental. Se sabía que ella   por años había vagado, recorriendo incontables caminos desolados, atisbando   en innumerables pueblos deshabitados, entrando  en numerosas  casas sin un alma.  Llegó al fin a un pueblo sin nombre y recorrió sin rumbo calles anodinas;  hasta que  quizás, por fatiga o añoranza, decidió entrar a una casa.

     La  casa al principio le pareció graciosa y acogedora. Aunque algo polvorienta y con un olor inconfundible a humedad. Dio un par de vueltas más por la primera planta,  hasta que ya extenuada,  subió al segundo piso, en busca de un lugar en el cual descansar. Entró a un cuarto. Vio  una cama, pero antes de acostarse, le  llamó la atención una pared cubierta por una especie de cortina floreada. Se acercó, bajó la cubierta  y se sorprendió. Había una persona escondida detrás de la cortina. Ella se  quedó impávida y temerosa. Pronto la alegría le volvió, porque  al fin había encontrado a otra persona. 

Aquel encuentro la había hecho feliz. La vio, no era muy joven pero se veía respetable, de su cabello le caían mechones de canas, sus ojos brillaban. Ella pensó que aquella mujer era  simpática, y hasta le pareció que era inteligente y hermosa.  Pensó que por fin  tendría una interlocutora. Y que ella, al fin y al cabo; no era la última sobreviviente del Gran Circulo Mayor.  Ella quiso tocarla, quiso abrazarla,  y aunque antes se le derramaron unas lágrimas de los ojos, quiso decirle vehementemente lo feliz que se sentía. Ella  estaba exageradamente  feliz. Se llevó las manos a su cara. Y  después   temblorosa y emocionada, dispuesta a abrazarla, alargó sus brazos,  hasta tocar con sus temblorosos dedos la superficie plana del espejo.  


La revelación

Yo sé bien que se llamaba Paula porque Alina me lo había dicho en el café de la calle Alves. Cuando desde la ventana vimos pasar a Paula, y Alina al señalarla figuradamente con su dedo,  exclamó: ¡Vaya, esa es Paula! ¿Qué diablos hará aquí, y a estas horas? Lo juro que me sorprende verla aquí porque sé muy bien que ella no debería estar aquí y menos a estas horas. Después de eso, Alina me miró casi sin mirarme, como si ella no estuviese aquí conmigo. 

Y mientras se tomaba su capuchino sin pronunciar palabra. Yo  pensé que algo había pasado. Porque algo me había pasado. Desde entonces, ya no he podido quitarme a Paula de la cabeza. Para mí el descubrimiento de Paula había sido una revelación. Desde entonces ella ha sido para mí, una especie de musa. Pero eso solo yo lo sé. Nunca se lo dije a nadie y a ella jamás más la volví a ver. 

Solo la he visto en sueños. Cuando la veo pasar frente al café, soy yo quien la está soñando. Y cuando paso frente al café y ella está adentro mirando desde el café, es ella quien está soñándome. Entonces me doy cuenta de que detrás de la fachada de los sueños,  a nosotros solo nos separa un cristal, una calle y una mirada.


La visita de la musa

Bartoldo había tenido un arrebato de inspiración, componía una melodía, y llevaba varios días trabajando hasta bien entrada la noche. Ensimismado, casi sin comer, apenas agua. En un estado casi febril,  y de total  concentración, había probado todas las combinaciones posibles de la escala musical, hasta encontrar una línea melodiosa que lo arrebatara. Sin detenerse, porque temía que si interrumpía su trabajo, el estado de  gracia en que se encontraba, lo abandonaría. Casi lo había logrado, de sus ojos brotaban lágrimas, sus manos temblaban. Había adelantado la mayor parte de la composición. Faltaban las notas finales que aún volaban hurañas por su cabeza. Ya casi las tenía al alcance de su oído;  cuando escuchó, primero unos pasos en el pasillo, y luego un trío de  toquidos en  la puerta. Se detuvo inmediatamente,  las notas musicales habían huido de su mente. Prontamente de nuevo quiso atraparlas,  intento recordar la tonada, pero todo fue en vano. Abatido, ahora  oyó nuevamente los insistentes toquidos en la puerta. Se maldijo y maldijo al inoportuno visitante.  Se levantó de su silla y se dirigió trémulo  hacia la puerta,   y llenó de ira  la abrió: y mansamente un torrente musical inundó la habitación. 


La mujer que confundía  a las personas con las cosas

La mujer  había llamado a sus pequeños hijos, al instante alargó sus cojines y dijo: «¡Oh! Aquí están, sabía que vendrían pronto». Acarició los cojines; y en seguida llamó a su esposo, entonces se levantó un poco del sillón y tomó un sombrero negro, y muy convincentemente decía: « aquí estás también». Falta la cesta y la comida para el camping. Entonces tomaba un par de periódicos doblados. Y decía, «estamos listos». Ponía todo sobre la cama,  recorría la colcha, ponía los cojines muy cerca, uno a cada lado de ella. Luego, el sombrero y después la cesta con los periódicos. Entonces se recostaba y se tapaba con la colcha. Estaba lista y preparada pero antes de apagar la luz de la lámpara, como solía hacerlo todas las noches, volvía a decir: «aquí estamos todos de nuevo, ahora vamos, al camping». Entonces, inmensamente feliz,  apagaba la luz y se dormía.


El tigre en el espejo

Aristóteles después de muchos años de no hacerlo piensa que toda la fórmula se reduce a verse en el espejo. Al primer intentó no encuentra nada. Al día siguiente cambia la dirección de la investigación, y emprende otra búsqueda en las breves policiales de todo el mes de mayo, y halla una escueta nota con el encabezado: «Tigre ataca a transeúnte». No había nombres ni se mencionaba ningún lugar. La  noticia apenas indicaba que el hombre había sido trasladado inconsciente, desde un barrio en los ferrocarriles hasta un hospital del periférico. Aristóteles se sintió satisfecho del hallazgo, no le importaba cómo terminaría el asunto. Lo único que lo obsesionaba era volver a recorrer de nuevo sus pasos. Saberse con los hilos en las garras, creer que podría cambiar el conjuro. 


La cena

— ¿Hay vampiros en esta biblioteca?  —preguntó el joven.

— ¿Acaso ha visto alguno por ahí? —contestó la bibliotecaria.

— ¡No!, —dijo el joven—, pero he escuchado que aquí han visto vampiros.

— ¡Si!, —exclamó la mujer con cierta sorpresa—. Los chicos y chicas  de ahora ya no saben  que inventar. Los valores morales se han ido perdiendo. Vampiros…, ese rumor lo vengo oyendo desde hace cuatrocientos años.

— ¡Vaya, vaya!, Cuatrocientos años. Usted no se ve tan vieja.

—¡Ah! Sé cuidarme, jovencito. Sigo una dieta rigurosa. ¿Y a propósito qué libro viene a buscar?

— Sinceramente, no sé. Prefiero que usted me recomiende uno…

—Perfecto, pero eso será hasta después de la cena…


Romance azul de la luna

La bibliotecaria  sin voltear a verlo,  seguía  concentrada escribiendo  a saber qué en una libreta tan nueva, que se respiraba el olor del papel  que impregnaba el aire. Ella  por fin le había concedido una fugaz mirada sin parecer captar el fondo. O tal vez con la astucia de una linda gatita a la cual empezaba  a gustarle   la luna, fingía  no captar el asunto. Fue en ese momento  qué pensé  que  él estaba flirteando con ella y que eso era lo que la tenía más molesta. A pesar de que las palabras de él  eran tan solemnes, que uno jamás se figuraría que se estaba dirigiendo a la bibliotecaria, sino más bien a una  bandada de ruiseñores azules reflejados en un estanque transparente. Y la bibliotecaria no era alguien más dispuesta a oírlo, sino  alguien exclusivamente acostumbrada a sólo escuchar Claro de Luna, bajo una  luna azul  desde una terraza enigmática y gótica.   

La coleccionista de libros

Encontré a la bibliotecaria refugiada detrás de  unas gafas que parecían ocultarle todo el rostro. Entonces puse el libro boca arriba sobre el mostrador. La bibliotecaria lo miró casi con la infinita indiferencia de una galaxia, y tomó  el libro tan rápidamente que yo sólo vi moverse  un par de manos   veloces   y  de uñas largas  pintadas y rojas. Vaya a saber por qué ahora no logró recordar para nada su rostro, salvo sus gafas finas y doradas;  y sus manos arteras tomando el libro con la agilidad  con que un gato atrapa un ratón.


El libro que cautivaba a los lectores

Al tipo despistado que recién acababa de entrar, la bibliotecaria lo miraba de reojo.  Al ver que él no se acercaba al mostrador, sino que se había ido hacia los ventanales, ella dejó de prestarle atención.  Y ahí frente a los ventanales el tipo permaneció por un rato, con la mirada perdida en a saber qué. Hasta que se dio media vuelta y al fin se dirigió al mostrador. 

— ¿Desea un libro? —preguntó la bibliotecaria. El hombre no respondió y en su lugar  echó una mirada furtiva a los estantes que estaban a espaldas de la bibliotecaria. 

—Sí. —dijo al final 

— ¿Y qué libro prefiere?  —inquirió enseguida  ella.

—Cualquiera —dijo el hombre con cierta desfachatez. 

—Me tiene que dar un título o un tema. —dijo la bibliotecaria. A lo que el hombre pareció contrariarse, pero pronto cambió su semblante.

— Entonces, deme algo de acción. 

—Tiene que ser más específico. 

—Específico —repitió el hombre—. Entonces, deme algo de magia. 

La bibliotecaria sonrió. Luego tomó una actitud de franca solemnidad.

—Ya sabe las reglas de éste lugar. —dijo poniendo énfasis en éste lugar. 

—Si, lo sé todo. Ya me he cansado de oír tanta charlatanería. Todo el mundo lo repite. Y sabe, no creo absolutamente ni una pizca de eso. 

—Sabe, desde que lo vi entrar supuse que no era el elegido. Otro incrédulo más, usted no debería estar aquí. Éste lugar es para los que creen...     

El hombre quiso decir algo más, pero antes de que lo hiciera, ya el  libro se había cerrado para siempre.


Monólogo en una biblioteca: el vuelo del águila

Aquello empezó  a divertirme, pero Ventadorn  había vuelto a tomar la palabra: «Aunque no lo crea,  hay un  tipo peculiar de personas, no importa  dónde hayan nacido, Inglaterra, India Uruguay, Praga, azul, tranvía, melocotón», decía él, luego continuaba con su voz nítida y convincente: «¿ Sabe cuál es la única diferencia que los distingue? Que unos  son más conscientes del mundo que los otros. Pueden pasar desapercibidos ya que no buscan nada especial. Le aseguro de que todo esto pudiese parecer algo complicado señorita Uñas Largas y Rojas. Pero estoy seguro de que en el fondo es tan simple como tirar un trompo imaginario,  en  una calle también imaginaria a una hora concreta. Lo único necesario es practicar.»

     Para ese entonces la bibliotecaria parecía estar anonadada con tanta palabrería. Porque en  el fondo del agua todo era pura luna. Cuando él se marchó, yo  me aproximé  a la bibliotecaria sin hacer ningún comentario, y casi ignoré  por completo que Ventadorn  hubiese estado aquí. Y además  fingí, como si ella tampoco estuviese aquí,  y que aquel salón bibliotecario sólo fuera un almacén  atestado de libros sobre coquetas gatitas, lunas atrevidas y murciélagos góticos. Entonces, puse sobre el mostrador el  libro que venía a devolver, y mientras ella le ponía la tarjeta, aproveche la oportunidad para mirar en la tarjeta de registro el nombre del libro que se había llevado Ventadorn. 

Confieso que me sentí decepcionado,  ya que había llegado a suponer que sería un libro sobre psicología. En  cambio era un libro totalmente inesperado: una antología de poesía francesa. Y al ver la tapa del libro volví a pensar en un águila a punto de volar,  y el sol  desparramarse sobre el verde definitivo de una montaña inexplicablemente truncada. Me fui. Ya eran casi  las cinco en punto de la tarde, así que me di prisa porque el tranvía de los sueños solo pasa una vez en la vida. A Ventadorn jamás lo volví a ver, el tranvía de los sueños iba lleno, y ni siquiera paró en la Estación Central. Pero a veces, en ciertas temporadas del año y a ciertas horas del día,  he visto volar a un águila  y posarse sobre una montaña truncada. 


La costa del mundo

La ecuación no era perfecta, pero sí idílica. Aquel día el sol reposaba sobre el color metálico de un manto de nubes y su luz caía lentamente y tocaba cada hoja y cada pedacito de hierba. La tierra toda. La luz se derramaba sobre la careta del mundo, el  valle antes inhóspito, agreste, árido, desolado, infértil. Por fin, después de una lucha colosal de grandes titanes y fuegos en el cielo y terremotos en la tierra, había sido transformado en un hermoso lugar: portador de la claridad  y de la iluminación. Todas las luces del mundo se encendieron. Y al momento,  en cualquier tarde. Una tarde singular, sin autos ni ferrocarriles, y sin aviones ni  portaaviones.  El murmullo, el cuchicheo, el silbido, canto in crescendo de las hojas suavemente movidas por el viento. Y el balbuceo de un arroyo inundó el aire; y su coro musical perfectamente orquestado  y muy a acompasado con el dulce y suave espíritu que imperaba en la pradera.  Ahora todo era poderío: los árboles crecían majestuosos y vigorosos y misteriosos. Y las aves descendían y se alzaban, hasta parecerse a livianos  cometas atados a un hilo sostenido por la mano de un niño que recién acababa de despertarse. 

Por las tarde al parecer un tenue sueño se apoderaba de todo. La explanada yacía silenciosa  y estática y contemplada a gran distancia. Parecía una escena vista desde el  pico de aquella montaña, desde la cual una tarde Leopardi se la pasó admirando el infinito. O aquella otra en que Petrarca ejercitó los músculos en el ascenso al  Ventoux. O acaso como Cézanne al observar y medir en paciencia infinita la línea imaginaría del horizonte del Sainte-Victoire. O quizás como un explorador extraviado ve a sus pies la estepa tupida y  lejana desde una tarde húmeda y fría en la cima del Kilimanjaro. Todo era mágico, aunque  concreto como el cemento portland. Y una particular y amable interrogación  flotaba por doquier; mientras que la tarde se desplazaba lentamente y una nueva revuelta de colores  comenzaba a revolver el firmamento. En que el azul del cielo se había transformado en una tonalidad compacta con las  diversas formas, y de los colores rebeldes con que inundaba sus cuadros Kandinsky. O  las impensables formas y colores de las fotos fantasmagóricas del Hubble. Sin lugar a dudas, la tarde desaparecía con los pasos firmes de un fantasma guerrero y jubiloso y muy seguro de sí mismo.  

La noche dominaba  toda la extensión del horizonte, las estrellas exhibían su imperio, y parecían agrandarse con las formas contorneadas y su repetición mántrica de las noches estrellada de  Van Gogh. Y la pradera volvía a dormir, prosiguiendo en su interminable e incansable faena, señalada antes de que el mundo fuera mundo. Y ese mundo a bocajarro a la mitad de la noche, en una maroma pronunciada de la  noche.  Como el movimiento musculoso de una ola que deposita un navío,  alteró el paisaje. Y los pájaros sorprendidos  parecían sombras aladas, la maleza uniforme comenzó a refugiarse, el arroyo tímido aumentó su voz gutural. Y el movimiento de paso de los animales cesó abruptamente. 

En cambio se oyó un sonido indefinible que cada vez se acercaba más. El viento conmovido quedó en suspenso. La tierra ligeramente temblaba. El  paso veloz y su traqueteo, volcó  la escena campestre en una escena marítima. Y todo el valle se convirtió en el sueño de alguien extravagante, solitario y soñador.  En uno de los navíos  iba un hombre, era el único tripulante de aquel navío inmemorial e inmortal: se llamaba Ulises.  Él estaba dormido y estaba soñando con las playas de Troya. 



Uccello, el pintor de la otredad

Se llamaba Paolo di Dono, pero le llamaban Uccello;  es decir, él era irrevocablemente «El pajarero». Era pintor y buscaba en aquellas líneas del estudio de la perspectiva pictórica: la cuadratura del círculo, quizá la curvatura de las inconstantes sombras. O no menos probable, la armonía pitagórica del universo. Él era receloso de su oficio y, salvo muy raros amigos, no permitía que nadie entrase a su casa. Uno de  sus grandes amigos  era el escultor Donatello; que un día al ver en las paredes de la casa del pintor los dibujos en espirales enfundados por líneas de todos los tamaños y ángulos. Le reclamó a Uccello al decirle que estaba perdiendo el tiempo. A lo que Uccello solo le devolvió una franca y afable sonrisa. 

Fue hasta que un día sin dar mayores explicaciones, Uccello empezó sorprendentemente a pintar sobre las líneas  y espirales: pájaros de toda clase, formas y colores. Encandilado con eso, fue llenando pacientemente de dibujos casi todas las paredes y superficies planas de la casa. Después de los pájaros, Uccello tuvo la extravagancia de empezar a pintar animales de toda calaña: fieros y mansos, de frente o  de perfil, y ocasionalmente  hasta  en escorzo. Y en una de sus visitas, al verlos Donatello le dijo a Uccello: «tus creaciones son tan hermosas y tan reales que parece que todo este animalario está a punto de desprenderse de las paredes, descolgarse de los techos, ascender desde los pisos, y salir en voraz huida por la puerta montados en el lomo del viento, directamente, a poblar la geometría de las estrellas.» 

Pero además de elogiarlo,  Donatello  también  demandaba  de Uccello;  que sus  obras ya deberían estar adornando las galerías de la casa de los Medici o la de los Strozzi. O deberían estar engalanando el Palacio de los Uffizi, o la conquista de   alguno de los relieves vacíos del Palacio Vecchio; y no en las paredes grises e irregulares de su casa. A lo que Uccello le contestaba: «jamás me desprenderé de mis dibujos ni de mis  pinturas. Ellas son mi única compañía,  hermosas criaturas de Dios, que algún día volarán a la par de los ángeles.» Y en cuanto a sus dibujos de perspectiva Uccello siempre le decía a Donatello: «Estos no son más que el engranaje que conserva  intacto la estructura del universo.» Fue entonces, ya desde el umbral de la puerta que, Donatello le dijo a Uccello en tono admonitorio: «Vamos Paolo, cambias lo cierto por lo incierto. Buscas en la línea borrosa y trivial de la perspectiva, un fundamento del omnipotente y secreto universo». A lo que  Uccello solo le contestaba con una silenciosa  y concluyente sonrisa. 

Cuando Uccello dejó de salir de su casa, ya no se le veía por ninguna parte. Sus vecinos conocedores de sus  inveteradas costumbres, comenzaron a alarmarse, y pronto una partida de ellos  estuvo tocando al pie de su puerta. Dentro de la casa todo era silencio y nunca hubo respuesta. Entonces los vecinos empezaron a atisbar por las ventanas y le gritaban: ¡Paolo! ¡Paolo!  Y a cada gritó más vecinos y curiosos se fueron agregando. El alboroto que se propagó por toda la ciudad, pronto llegó a oídos de Donatello que inmediatamente se apersonó al lugar. Y conocedor de los excesos de Uccello, exhortó urgentemente a los vecinos a forzar la puerta. Pronto, no sin cierto esfuerzo, lograron abrirla; y abruptamente un vendaval de animales de toda clase y tamaño salieron en estampida, botando con violencia a los hombres al suelo. Pasada la asonada pero todavía aterrados, uno a uno de los hombres se fue levantando; y acercándose cuidadosamente a la puerta ya abierta, entraron a la casa. Y entre ellos iba Donatello que enseguida se dirigió apresurado al aposento de Uccello y lo encontró tendido en su cama, boca arriba todavía con una fresca sonrisa en su rostro, pero ya perfectamente alineado con la perspectiva de la muerte. 

Después de un rato de permanecer acompañando aquella perspectiva mortuoria, Donatello conmovido y cabizbajo se aprestó a  retirarse del cuarto de Uccello, cuando  advirtió de que algo faltaba en el aposento, por lo que decidió recorrer y revisar toda la casa. Y después de inspeccionarla  toda, y ya cansado y con su semblante totalmente abatido, se detuvo por un momento y tomó una profunda bocanada de aire.  Mientras que el tropel de hombres curiosos  que lo perseguía no se le despegaban. Y seguían fijamente observándole,  todos desconcertados. Y sin que ninguno de ellos se atreviera  a preguntarle nada sobre aquella partida de animales que salieron, abruptamente, al abrirse la puerta.  

Al fin Donatello salió de la casa y cerró atentamente la puerta. Los hombres aún lo  seguían, con todo  no les dirigió la mirada ni  tampoco pronunció palabra alguna.  Él jamás le dijo a  ninguno de ellos, ni a nadie más  que todos los dibujos y frescos de las paredes de la casa habían desaparecido. Pero esa no era su mayor preocupación, sino el acordarse de aquel instante en que por primera vez vio en las paredes los bocetos de la perspectiva de Uccello: líneas, círculos y espirales. Y que estos dibujos todavía seguían ahí, pegados a las paredes: borrosos, inclaudicables y certeros.  Los dibujos alineaban meticulosamente la configuración del cosmos y salvaguardaban las formaciones y armonía intocable de los cuerpos celestes. Y ahora, Donatello al verlos  nuevamente se había percatado de que estos habían empezado leve e inexorablemente a moverse...



El intruso

1

    Las cosas nunca son tal y como parecen. A veces una invisible armonía las conecta, pero  ¿por qué sucede así? En fin, no es algo tan banal  como conectar un televisor y encontrarse con un documental de Animal Planet  sobre la vida de las hormigas en Nueva Zelanda, o encender una radio para oír alguna pieza  magistral de Haendel en la  BBC. Es algo más simple y cotidiano;  por ejemplo cambiarse tranquilamente de mudada. Algo tan simple  y universal que uno  pensaría que no es tan simple y universal, porque lo simple y lo universal a veces no está a la visita. La escena estaba dispuesta aunque los personajes no lo supiesen, y ellos operarán en otra realidad. A esperar a que  las líneas vagas de aquí y allá se juntarán en una sola mirada.

     Y es que a veces así ocurren las cosas, que uno no sabe si son de aquí o son de allá. O si son de aquí parecen de allá, o quizá sí son de allá parece como que estuvieran   aquí. Y así nomás aparece una franja anónima   en la cual el  aquí y el allá pueden ser una misma cosa. A veces se encuentran, sin abandonar el orden inmutable y secreto del universo. Las cosas simplemente suceden, aunque no siempre se vislumbre las fuerzas que las mueven y mucho menos por qué se mueven. Por eso cuando Pascual Duarte arribó a la inmensa casa de Los Portales, una cierta presencia acompañada de un halo frío le embargó. Aquello fue como si toda la familia  se hubiese reunido  a darle la bienvenida. Casi por instinto hizo lo que todo visitante haría, Pascual Duarte echó un vistazo furtivo; y luego emprendió un breve recorrido por las habitaciones de la planta baja. 

 Y cuando subió al segundo piso,  a cada paso que resonaba en  la escalinata pensaba que aquel sonido no era de aquí, sino de allá. Quizá era pura memoria. Como si uno no pudiese recordar sonidos pretéritos.  Una vez arriba, había dos pasillos, uno corto hacia la izquierda que desembocaba en un salón esquinado sin puertas, cubierto de la mitad superior de la pared por un ventanaje cristalino por el que entraba una claridad inmensa. Pascual Duarte,  caminó hasta pararse debajo del dintel, y sin entrar echó un perezoso vistazo. Y  casi inmediatamente dio media vuelta dirigiéndose hacia el corredor del extremo derecho. Lo recorrió con un cierto malestar que nunca supo cómo  definir. Un largo pasillo, cubierto de baldosas rosadas, formado por figuras geométricas que terminaba ante una ancha puerta de dos hojas enchapada en bronce. No le quedó más que empuñar las perillas, y hacerlas girar dando simultáneamente un fuerte empujón a las puertas que se abrieron. Dejando ver un amplio salón que  se encontraba vacío: no había ni muebles ni adornos. Y las paredes desnudas estaban pintadas de un blanco barroso deteriorado por décadas de polvo. 

La casa entera permanecía deshabitada. A Pascual Duarte  pareció perturbarle aquella definitiva soledad,  y quizá en lo más recóndito de su pensamiento, cavilara para descifrar aquella sagrada amplitud, que era espejo de una amplitud aún mayor: la vastedad del universo. Pero, ¿qué más iba a encontrar? Y fugaces y rápidas imágenes y visiones de los habitantes de aquella casa pasaron en secuencia veloces por su mente. Pero él sabía que todo era  solamente pura  memoria. 

2

Mientras que todos los familiares reunidos en la antigua casa  lo veían y querían tocarlo, pero no podían. Querían hablarle pero  él no podía oírlos. Ellos le hacían señas pero él no podía verlos. Y desde la casa hermosa y limpia y toda llena de muebles y de vida, ellos lo vieron partir como si exclusivamente solo fuera una definitiva y borrosa apariencia terrenal. 


El espíritu de Ifigenia

La tarde desembarcó sin arrepentimiento, sin claraboyas, asaz trashumante. Al tiempo ella tuvo la sensación que las palabras le huían y los recuerdos se desvanecían, como la estela efímera que va escupiendo un navío al ir achicándose en alta mar. Sintió en profundo el tañido de una cuerda de citara, la rasgadura de una emoción en vigilia, una grieta que se ensanchaba en el recuerdo. Eso la aterró. Y decidió anotar sus recuerdos en tarjetas de papel amarillo del que había varias resmas en el escritorio de Padre. Y una vez escritas, las guardaba y de vez en cuando, las leía en voz alta, a la hora en que la verbena de la tarde en oleadas, desbrozaba pedazos concretos del  mundo. Fue en ese período, en que al hojear una revista, se tropezó con la palabra bosque, sin poder comprender  su significado. En vano la rememoró. No sabía si era un objeto, una fruta o un animal. Buscó en los libros, en las revistas sin columbrar la angosta puerta, que le develara el castillo interior, germinado en aquel vocablo. Subió al segundo piso, exploró con las manos, indagó con la mirada,  buscó, buscó, buscó, algo que le revelara la porción del universo centellando en ese vocablo. Nada vino a su mente; salvo unas gotas de añoranza, una cena decembrina, un candelabro encendido, y un villancico batiente. 

A partir de entonces, antes de que el nombre de las cosas desapareciera en su ya frágil memoria.  Pensó en ponerle nombre a todo, rotular cada cosa de la casa, y descombrar cada significado. Esa actividad física y ejercicio mental, la hizo sentir mejor. Durante siete meses, siete días y siete noches, persistió en esa tarea. Asignó un nombre a cada cosa. Catalogó todas las revistas y escudriñó cada libro de la biblioteca de Padre.   No cejaba de hacer incesantes apuntes, cuando el papel se le acabó, empezó a escribir en las paredes lisas, en la superficie plana de las mesas, detrás de la puerta umbría de los armarios. Y un mural de grafías pobló los incólumes espacios de la casa. Cuando ya no hubo más resquicios en donde escribir; memorizaba lo que no había apuntado y se entretenía repasando lo que había escrito.  En las noches estrelladas repetía y repetía y repetía en voz alta, el nombre de las cosas. Y aquel nombre expedía columnas de incienso, aras de sacrificio y alquimia en redención. Su propio nombre, abnegado y secreto: Ifigenia, Ifigenia, Ifigenia. 

Créditos

Del libro MINIATURAS ALFONSINA,  MICRORRELATOS Y OTROS TEXTOS. ©Mario A. Membreño Cedillo

Ilustración

Foto, Miniaturas por Plaza de las palabras