Rumi esencial: 5 poemas del celebre poeta persa por Gustavo Yuste. LA PRIMERA PIEDRA

 


Plaza de las palabras, en su sección Poetas, presenta al poeta persa  Mevlânâ Jalaluddin Rumi (1207–1273). Poeta místico. “Rumi (1207-1273) fue un poeta místico de origen persa que tiene una gran importancia para  el mundo musulmán por la calidad y contenido de su poesía. Le llaman el poeta del amor, por su conexión con Dios. Es uno de los poetas más populares en todo el mundo, incluyendo Estados Unidos, aunque especialmente en Irán, Turquía, Grecia y otros países de Asia Central. Sus poemas están escritos en persa, pero también escribió en griego, árabe y turco. A continuación te dejamos una lista de frases de Rumi sobre el amor, la vida, la poesía, el espíritu, la sabiduría, la muerte, la alegría, Dios, el dolor, el alma, entre muchos otros temas. Entre sus frases más conocidas están: “Trabaja en el mundo invisible al menos tan duro como haces en el visible.” “Que la verdad sea la fragancia del alma y no la agitación del  mundo.” “El silencio es el lenguaje de Dios, todo lo demás es pobre traducción.” “Deja que la belleza de lo que amas, sea lo que haces.” (Frases de Rumi, Lifeder).



Rumi esencial: 5 poemas del célebre poeta persa

Gustavo Yuste

 La poesía puede torcer el tiempo, o volverlo una simple anécdota. La obra de Mevlânâ Jalaluddin Rumi o más conocido simplemente como Rumi, es tan actual como cuando se escribió hace ocho siglos una clara presencia de imágenes místicas y religiosas, hay lugar también para la delicadeza de lo  cotidiano y los hallazgos que solo se pueden encontrar cuando la paciencia forma parte de la escritura. A continuación, cinco poemas de Rumi esencial (Koan, 2022), editado por Habir Helminski y traducido por Jacinto Pariente.

Sobre el autor

Mevlânâ Jalaluddin Rumi (1207–1273) fue un poeta, jurista y erudito islámico, teólogo y místico sufí. De Persia del siglo XIII. Nacido en Afganistán, vivió en Konya, una ciudad del Imperio otomano (la Turquía actual). Fue un hombre de profunda comprensión de la naturaleza de la existencia humana y posiblemente el mayor poeta místico de cualquier época. Su obra, traducida a numerosos idiomas, es leída hoy en todo el mundo y sus palabras y su sabiduría inspiran a lectores de los más diversos orígenes, credos e intereses


 El erudito

El erudito pasa engreído la vida,

los amantes la pasan extraviados.

El erudito huye, temeroso de ahogarse,

pero el Amor consiste en ahogarse en el Mar.

Planea el erudito su descanso,

el reposo avergüenza a los amantes.

Rodeado de gente, el amante está solo:

no se mezclan el agua y el aceite.

El prudente que ofrezca consejos al amante

que se ahorre el esfuerzo, nada conseguirá,

de él la pasión se burla.

El Amor es almizcle que nubla los sentidos.

El Amor es un árbol, los amantes su sombra.


 Busca la oscuridad

Reposa con amigos; no vuelvas a la cama.

No te hundas como un pez en el abismo.

Álzate como el mar,

no te disperses como la tormenta.

Las aguas de la vida

desde la oscuridad vienen fluyendo.

Busca la oscuridad, no escapes de ella.

Los viajeros nocturnos vienen llenos de luz,

tú también: no abandones su grata compañía.

Sé vela vigilante en palmatoria de oro,

no te absorba la tierra como absorbe al mercurio.

Luce la luna para los viajeros.

Cuando la veas llena, mantente vigilante.


Adulación

La adulación del mundo con sus hipocresías son manjares muy dulces: mas no abuses de ellos, pues de fuego están hechos. El fuego está escondido, el sabor, manifiesto. Pero al final el humo lo delata.


El ladrón entrará

Poco importan tus planes y designios, poco importa también cuánto atesores. Por donde no vigiles se colará el ladrón. Protege lo que sea más valioso y que el ladrón se lleve el botín más exiguo.


67

Alguna vez sentí ser dueño de mí mismo;

otras veces sentí ser de mí mismo esclavo.

Ya todo eso pasó. Dejé de aprisionarme:

aprendí la lección de no tomarme en serio.



GUSTAVO YUSTE

Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA), periodista cultural y escritor. Publicó

Accidentes del ánimo (Santos Locos, 2021); La felicidad no es un lugar (Santos Locos,

2020); Electricidad (Sudestada, 2020); Personas que lloran en sus cumpleaños (Paisa

2019), El Viento trae noticias (Entre Ríos, Madrid, 2020) entre otros


Enlace 

    Rumi esencial. 5 poemas.


Traducción 

Koan, 2022), editado por Habir Helminski y traducido por Jacinto Pariente

Créditos

Rumi esencial: 5 poemas del célebre poeta persa por Gustavo Yuste. Sitio Web:  LA PRIMERA PIEDRA,  8 septiembre 2022


RESEÑAS: Granés y los detectives del delirio. Por Leonardo Valencia

 




Plaza de las palabras en su sección  Crítica y Reseña reproduce un artículo de Leonardo Valencia: Granes y los detectives salvajes, originalmente publicado en Letras Libres. Acerca del libro  Delirio americano. Una historia cultural y política de América Latina, Carlos Granés Taurus Barcelona, 2022, 593 pp. Carlos Granes es un antropólogo social, colombiano (1975), graduado de la Universidad Complutense de Madrid y de Berkley. Se especializado en aprehender la relaciones entre el arte y la política. En su libro  Una historia cultural y política de América Latina, presenta un panorama que va pintando como un mural entre los movimientos artísticos y políticos de América latina. No lo hace desde una perspectiva nacionalista, sino que desborda la frontera para presentar un mosaico lucido y original, en que las identidades nacionales se diluyen para amalgamar  una identidad latinoamericana del arte y los grandes y exuberantes movimientos políticas continentales. 


Por su parte Leonardo Valencia, reseñista del libro,  afirma: Las excepciones de talento apuestan más bien por la desmesura y por difuminar fronteras. Este es el caso de Carlos Granés con su ensayo Delirio americano. A lo largo de más de quinientas páginas atraviesa cien años por decenas de países –destacó la incorporación de Brasil– y sus manifestaciones artísticas, desde la pintura, la arquitectura, y, por supuesto, la literatura. No dejará indemne al lector porque va mucho más allá del aparente llover sobre mojado que podría sugerir el título: América Latina como continente delirante, desbocado, salvaje. Granés no va por ahí. Si se entrega a revisar de nuevo esa historia es porque encuentra otra fundamentación y otro objetivo. A su manera continúa dos de sus libros anteriores: El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales (2011) y Salvajes de una nueva época. Cultura, capitalismo y política (2019).    


1692 palabras 


Granés y los detectives del delirio



Leonardo Valencia


La reflexión sobre América Latina que abarca movimientos políticos y manifestaciones plásticas y literarias fue escasa en las últimas décadas. Salvo excepciones que confirman la regla con su sesgo específico, como Las repúblicas del aire, de Rafael Rojas, centrado en el siglo XIX, y El insomnio de Bolívar, de Jorge Volpi, ambos de 2009, o Ñamérica de Martín Caparrós, de 2021, ubicada en el terreno de la crónica, la gran mayoría de ensayistas y novelistas latinoamericanos –la acepción sigue siendo plausible– se han circunscrito a escribir sobre sus países. Esto se debe a una legitimación simple por la correspondencia entre autor y país de origen que no garantiza nada más allá de tópicos, y que, a fin de cuentas, es un reduccionismo óptico, uno de los lastres heredados del largo proceso de consolidación de las naciones latinoamericanas que la industria cultural del siglo XXI no ha hecho más que seguir por una comodidad periodística. La circunscripción editorial acentuó el pathos identitario de las novelas. La broma de Borges sobre Lorca podría extenderse a cubanos, colombianos, mexicanos o argentinos  “profesionales” centrados en abordar momentos históricos o actuales del país natal. Las excepciones de talento apuestan más bien por la desmesura y por difuminar fronteras. Este es el caso de Carlos Granés con su ensayo Delirio americano. A lo largo de más de quinientas páginas atraviesa cien años por decenas de países –destaco la incorporación de Brasil– y sus manifestaciones artísticas, desde la pintura, la arquitectura, y, por supuesto, la literatura. No dejará indemne al lector porque va mucho más allá del aparente llover sobre mojado que podría sugerir el título: América Latina como continente delirante, desbocado, salvaje. Granés no va por ahí. Si se entrega a revisar de nuevo esa historia es porque encuentra otra fundamentación y otro objetivo. A su manera continúa dos de sus libros anteriores: El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales (2011) y Salvajes de una nueva época. Cultura, capitalismo y política (2019). Me corrijo: más que continuación, síntesis y método. Si en el primero lo relevante era entender el prolongado sentido de las vanguardias (qué decisivos el dadaísmo, el futurismo y su pose histriónica), y en el segundo el peso de la estetización de la política y el puritanismo de lo políticamente correcto, en Delirio americano –suerte de panel final de un tríptico– esa mirada se aplica de manera retrospectiva para revelar que el continente fue parte de ese mismo laboratorio que refinó el exceso y hasta lo exportó con la imagen del Che Guevara en camisetas y la secuela camaleónica del Subcomandante Marcos.


¿Cómo fue posible que tantas generaciones incurrieran en desvaríos utópicos, nacionalistas, raciales, internacionalistas, fascistas, comunistas, populistas, y a quienes poco les valieron las vidas humanas cuando estas no se sometían a sus creencias? ¿Qué explica el desvarío final de Lugones, del Dr. Atl, de Plínio Salgado y hasta de Julio Cortázar? ¿Qué nexos hubo entre los artistas y los políticos? ¿Quiénes y en qué incidieron los intelectuales? ¿De qué manera los políticos utilizaron a los artistas para sus delirios visionarios? No bastaron los casos más memorables de Vasconcelos y los muralistas en México, o de Juscelino Kubitschek en Brasil con los arquitectos Niemeyer y Lúcio Costa para la creación de la única ciudad utópica llevada a la realidad, Brasilia, ya que Granés los encuentra replicados en Argentina, Nicaragua, Ecuador o Bolivia, y de ahí a los museos actuales de todo el mundo “con la finalidad reivindicativa, la buena causa, la denuncia de la opresión, la

exaltación de la víctima, la corrección política de la obra”.


El afán por una perfección ideal deriva en desastre al no comprender la voluble naturaleza humana. Por eso Delirio americano se articula en tres partes cronológicas con su afán respectivo: los delirios de la vanguardia (1898-1930), los delirios de la identidad (1930-1960) y los delirios de la soberbia (1960-2022), esta última remarcada desde Fidel Castro a Pinochet, y la secuela de Hugo Chávez, Alberto Fujimori, Rafael Correa y Nicolás Maduro. Para Granés todo inicia cuando José Martí muere frente a una columna española el 19 de mayo de 1895, en las riberas del río

Contramaestre, en Cuba. El final sería otra muerte cubana, la de Fidel Castro, el 25 de noviembre de 2016. Parece un siglo largo y cubano. Sin embargo, el mismo ensayo revela con fuerza otras fechas menos espectaculares y decisivas: la publicación en 1900 del ensayo de José Enrique Rodó, Ariel, y el final, la gran clausura, la publicación en 1998 de la novela Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Ariel –heredero del Zaratustra de Nietzsche como bien recordaba Gutiérrez Girardot– articuló el deseo de resistencia frente al fantasmón del imperio norteamericano, que se bifurcaría en arielismos de izquierda y de derecha, una verdadera ceguera para eludir que el peor enemigo era el fanatismo interno que necesitaba echarles la culpa a otros. Los detectives salvajes sería la constatación desencantada del delirio continental, un abrir los ojos para descubrir un erial de fanáticos sin rumbo en el que nosotros éramos los monstruos y no solo la cia, la kgb o el Mossad. Esta novela también es un rechazo de los límites nacionales en Latinoamérica. La mujer que buscan los detectives, la poeta Cesárea Tinajero, es una ilusión que será a su vez un nuevo desencanto o un pretexto para que uno de ellos inicie un exilio de regreso a Europa donde solo quedan los fantasmas de una vanguardia hace tiempo desaparecida. Más bien en Europa la nostalgia de la izquierda seguiría mitificando a una América Latina que les conviene revolucionaria, delirante, afantasmada, desde Gianni Vattimo a Pablo Iglesias y Podemos, como señala el autor.


No quisiera que la amplitud y dimensión de los temas de este ensayo dejen a un lado el estilo paratáctico de la escritura de Granés, que se evidenció en El puño invisible. Salta de un país a otro en un vaivén de yuxtaposiciones que seguramente hará que los investigadores especializados y los historiadores en sus departamentos académicos se ofendan y echen en falta ciertos momentos o figuras, lejos de percibir la totalidad propuesta. Resulta que el procedimiento hace palpable la

restricción nacional a la que se han visto condenados sus países, y que pocos creadores e intelectuales superaron con un cosmopolitismo siempre mal entendido desde los prejuicios ideológicos. Los nacionalismos abocarán siempre al reiterado laberinto de la soledad, cuando parte de la riqueza latinoamericana consiste en escapar de sus propios países sin sentirse extranjeros del todo en otros sitios: el nicaragüense Rubén Darío escribe desde La Nación de Buenos Aires contra la ingenuidad del Manifiesto futurista de Marinetti; Borges necesita formarse en Ginebra y Madrid para tener una fascinación nostálgica de Buenos Aires y darse cuenta después de que está bien la infancia perdida, pero que la creación requiere del lado de allá, del lado de acá y de otros lados, sin maniqueísmos; y García Márquez descubre, camino a Acapulco, cómo escribir con perspectiva su gran novela sobre Macondo.


A esto se suma el más delirante de los dramas: la poca vocación democrática. Es decisivo que el autor recupere el mea culpa de Vicente Huidobro cuando en un artículo de 1938 reconocía el despropósito de “la exacerbación del sentimiento nacionalista despertado por los países fascistas”. Los latinoamericanos habíamos replicado la dinámica de los países fascistas, aclara Granés. Esta imitación no se aleja de esa otra exacerbación también copiada de otro país, irónicamente del tan denostado Estados Unidos: las militancias del victimismo y las defensas

identitarias, hábilmente estetizadas. En medio de esos furores del siglo XX, concluye Granés, “hubo de todo menos un miserable poema a la democracia”. Este es el gran reproche a la traición de los intelectuales latinoamericanos que corrieron detrás de una épica, un baluarte, una

simplificación polarizada y, sobre todo, un líder redentor, no importa si  de derecha o de izquierda, al que le perdonaron cualquier cosa, incluidas muertes, corrupción o escraches, porque devolvió el orgullo de la patria o de cualquier consigna de turno.


Hay dos mujeres decisivas para Granés, en un continente poco dado a darles protagonismo más allá del utilitario melodrama peronista de Evita: me refiero a dos intelectuales y artistas como Marta Traba y Tarsila do Amaral. No es menor que junto a ellas estuvieran otras dos mentes lúcidas: Ángel Rama y Oswald de Andrade. El Abaporu, el “hombre que come” que pintó Tarsila en 1928, es la figura que hace visible la antropofagia del manifiesto de Oswald de Andrade que para

Granés es la mejor vía latinoamericana: tener los pies grandes arraigados en la tierra, pero seguir nutriéndose de todo el mundo, porque “sin Europa, el Abaporu no habría podido existir”. De Traba

toma su lucidez para comprender que el talento exigía escapar de la “ruda demagogia” de un Guayasamín y todos los epígonos identitarios (debidamente institucionalizados) y apostar por esa búsqueda de estructuras más auténticas proyectadas al mundo, lo que la llevó a detenerse en pintores como Alejandro Obregón, Araceli Gilbert, Fernando de Szyszlo o Enrique Tábara. Así era posible trazar nuevos mapas de América Latina a partir, no de la nacionalidad ni de la ideología, menos aún de la figuración, sino del talento. Mapas que todavía necesitan nuevas visitas y profundizaciones. Quizás esto me hace falta en este gran ensayo, la parte de la lucidez frente a la del delirio. Pero confío en que vendrá. Granés ha dado mucho y tiene más por dar. Heredero de Henríquez Ureña, Octavio Paz y Marta Traba en la soltura y capacidad para recorrer culturas, movimientos y países, ha entendido que Latinoamérica exige una lectura comparada, abierta y crítica, y una escritura en espiral, no circunscrita. Aunque la prudencia lo lleve a subtitular su libro “una” historia, luego de leerlo no cabe duda de que recorre “la” historia central a la que hay que seguir remitiéndose. A esa historia le saca aristas y digresiones, nuevas miradas. Al escenificar a decenas de países de América Latina, se lee la misma historia de siempre de la humanidad. Pragmático, Granés subraya que las sociedades se saldrán siempre de tono. Lo único que impide perpetuar el delirio es la pedestre y sana alternancia que defienden los demócratas. 



Créditos

Granés y los detectives del delirio Por Leonardo Valencia. LETRAS LIBRES N o.247 / abril 2022


Ilustración


Portada del libro Taurus

Cuentos hispanoamericanos: Sensini un cuento de Roberto Bolaños. Post Plaza de las palabras

 






     

Plaza de las palabras,en su sección Cuentos hispanoamericanos, presenta un cuento de Roberto Bolaños, (1953-2003), escritor chileno, que a los 15 años afirmo que quería ser escritor, autor más conocido por sus novelas: Los detectives salvajes, premio Herralde 1998 y premio Rómulo Gallegos 1999, y su novela póstuma 2066. Escritor que con su narrativa desató una renovación temática del género novelesco en lengua española, escritor de enorme talento pero menos conocido por sus cuentos. Aunque escribió varias colecciones de cuentos, Llamadas telefónicos, 1997, Putas asesinas, 2001, El secreto del mal, 2007. De su primer libro de cuentos Llamadas telefónicas, presentamos el  cuento Sensini, uno de sus cuentos más gustados entre los lectores,  y que narra la amistad entre dos escritores exiliados que sobrevivían de participar y ganar premios literarios. Cuento inspirado en el escritor argentino Antonio Di Benedetto.    


5737 palabras 

 

Sensini


Roberto Bolaños


La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba divido en tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues, presentarme en cuento y envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me senté a esperar

       Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y diez mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor que el que se había llevado el premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismo libro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundo accésit, con un cuento en donde el narrador se iba al campo y allí se le moría su hijo o con un cuento en donde el narrador se iba al campo porque en la ciudad se le había muerto su hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el cuento era claustrofóbico, muy al estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamaño de un ataúd, y superior al ganador y al primer accésit y también superior al tercer accésit y al cuarto, quinto y sexto

       No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensini en el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rincones de América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años veinte, después de Cortázar, Bioy, Sabato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti, desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera anunciaron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos

       A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del D.F., antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagador de encontrármelo en un concurso literario de provincias me impulsó a intentar establecer contacto con él, saludarlo, decirle cuánto lo quería

       Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarme su dirección, vivía en Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en donde hablaba de ligarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería junto con Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimo suficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte», encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el otro en Écija, de 25.000 y 30.000 pesetas respectivamente, cuyas bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, como si ambos estuviéramos en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía

       Recuerdo que pensé: qué extraña carta, recuerdo que releí algunas capítulos de Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de libros, gente que montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales que no hacía mucho habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un libro de cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo —de hecho era un libro nuevo, de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven este material, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego— y aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Éstos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva

       En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Écija sí. Apenas hube puesto los ejemplares de mi cuento (seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna junto a ecos de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entre becas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anuncios de concursos literarios, la mayoría de ámbito catalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en ciernes en los que Sensini y yo podíamos participar y le escribí una carta

       Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio gordo y diez finalistas a 50.000 pesetas por barba, decía textualmente, el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía tantos cuentos como para cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, le hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, le pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos termino enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos

       La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe si en serio o en broma), fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se hacía en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas. Exponía como ejemplo de esto su relato Al amanecer, relato que yo no conocía, y que él había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su título era En la otra pampa, y en el último se llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuento con el título cambiado, aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues éstos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la salida era ésa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenés vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue como si recuperara si no la felicidad, sí la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria

       No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque sí participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Écija, con un relato que originalmente se titulaba Los sables y que en Écija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le proporcionó no sólo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la Renfe

       Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía treintaicinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la descripción del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido una suerte de homenaje inconsciente a Gregorio Samsa. Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario, Sensini se ponía alegre, Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo, una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio, decía, sólo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo que pasar por lo que pasó mi hijo mayor

       Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendo más largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensini escribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a pelear a provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían quebrado. El único que seguía produciendo dinero era ligarte, cuyos derechos tenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores editoriales y dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La hija sólo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará medicina

       Una noche le escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo después de dejar la carta en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiro en donde se veía a un viejo y a una mujer de mediana edad junto a una adolescente de pelo liso, delgada y alta, con los pechos muy grandes. El viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad miraba el rostro de su hija, como si le dijera algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Junto a la foto me envió la fotocopia de otra foto. En ésta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos acentuados, los labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin duda un tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a los veintidós años, es decir bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un aire de madurez que lo hacía parecer mayor

       Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las llevaba al dormitorio y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini me había pedido que yo también les enviara una foto mía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el fotomatón de la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una postal y se la envié. La respuesta tardó en llegar. En el ínterin recuerdo que escribí un poema muy largo, muy malo, lleno de voces y de rostros que parecían distintos pero que sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía reconocerlo, nombrarlo, decirle Miranda, soy yo, el amigo epistolar de tu padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblemente los bultos oscuros del terror latinoamericano

       La respuesta fue larga y cordial. Decía que Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la postal de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco, apenas se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y domésticas. En la carta se daba por entendido que no sólo pasarían a verme sino que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famoso en el Cono Sur a principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los concursos

       Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas dudas y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si le mando esto a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le estuviera acabando. Interpreté sus palabras erróneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes certámenes literarios adonde enviar sus relatos

       Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y él tenían mi casa a su disposición, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmente infundada) de que ellos y Miranda estaban al caer. Argüí que con el billete abierto de la Renfe en realidad sólo tendrían que comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de los días felices que sin duda pasaríamos juntos. En una larga carta de respuesta, en donde me daba las gracias por mi invitación, Sensini me informaba que por ahora no podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez, era confusa, aunque a eso de la mitad se ponía a hablar de los premios (creo que se había ganado otro) y me daba ánimos para no desfallecer y seguir participando. En esta parte de la carta hablaba también del oficio de escritor, de la profesión, y yo tuve la impresión de que las palabras que vertía eran en parte para mí y en parte un recordatorio que se hacía a sí mismo. El resto, como ya digo, era confuso. Al terminar de leer tuve la impresión de que alguien de su familia no estaba bien de salud

       Dos o tres meses después me llegó la noticia de que probablemente habían encontrado el cadáver de Gregorio en un cementerio clandestino. En su carta Sensini era parco en expresiones de dolor, sólo me decía que tal día, a tal hora, un grupo de forenses, miembros de organizaciones de derechos humanos, una fosa común con más de cincuenta cadáveres de jóvenes, etc. Por primera vez no tuve ganas de escribirle. Me hubiera gustado llamarlo por teléfono, pero creo que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo yo ignoraba su número. Mi contestación fue escueta. Le dije que lo sentía, aventuré la posibilidad de que tal vez el cadáver de Gregorio no fuera el cadáver de Gregorio

       Luego llegó el verano y me puse a trabajar en un hotel de la costa. En Madrid ese verano fue pródigo en conferencias, cursos, actividades culturales de toda índole, pero en ninguna de ellas participó Sensini y si participó en alguna el periódico que yo leía no lo reseñó

       A finales de agosto le envié una tarjeta. Le decía que posiblemente cuando acabara la temporada fuera a hacerle una visita. Nada más. Cuando volví a Girona, a mediados de septiembre, entre la poca correspondencia acumulada bajo la puerta encontré una carta de Sensini con fecha 7 de agosto. Era una carta de despedida. Decía que volvía a la Argentina, que con la democracia ya nadie le iba a hacer nada y que por tanto era ocioso permanecer más tiempo fuera. Además, si quería saber a ciencia cierta el destino final de Gregorio no había más remedio que volver. Carmela, por supuesto, regresa conmigo, anunciaba, pero Miranda se queda. Le escribí de inmediato, a la única dirección que tenía, pero no recibí respuesta

       Poco a poco me fui haciendo a la idea de que Sensini había vuelto para siempre a la Argentina y que si no me escribía él desde allí ya podía dar por acabada nuestra relación epistolar. Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o eso creo ahora, al recordarlo. La carta de Sensini, por supuesto, no llegó nunca. La vida en Buenos Aires, me consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin tiempo para nada, sólo para respirar y parpadear. Volví a escribirle a la dirección que tenía de Madrid, con la esperanza de que le hicieran llegar la carta a Miranda, pero al cabo de un mes el correo me la devolvió por ausencia del destinatario. Así que desistí y dejé que pasaran los días y fui olvidando a Sensini, aunque cuando iba a Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía tardes enteras en librerías de viejo y buscaba sus libros, los libros que yo conocía de nombre y que nunca iba a leer. Pero en las librerías sólo encontré viejos ejemplares de Ugarte y de su libro de cuentos publicado en Barcelona y cuya editorial había hecho suspensión de pagos, casi como una señal dirigida a Sensini, dirigida a mí

       Uno o dos años después supe que había muerto. No sé en qué periódico leí la noticia. Tal vez no la leí en ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no recuerdo haber hablado por aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo que probablemente debo de haber leído en alguna parte la noticia de su muerte. Ésta era escueta: el escritor argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante algunos años en España, había muerto en Buenos Aires. Creo que también, al final, mencionaban Ugarte. No sé por qué, la noticia no me impresionó. No sé por qué, el que Sensini volviera a Buenos Aires a morir me pareció lógico

       Tiempo después, cuando la foto de Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de la foto de Gregorio reposaban junto con mis demás recuerdos en una caja de cartón que por algún motivo que prefiero no indagar aún no he quemado, llamaron a la puerta de mi casa. Debían de ser las doce de la noche, pero yo estaba despierto. La llamada, sin embargo, me sobresaltó. Ninguna de las pocas personas que conocía en Girona hubieran ido a mi casa a no ser que ocurriera algo fuera de lo normal. Al abrir me encontré a una mujer de pelo largo debajo de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini, aunque los años transcurridos desde que su padre me envió la foto no habían pasado en vano. Junto a ella estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz ganchuda. Soy Miranda Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo y los invité a pasar. Iban de viaje a Italia y luego pensaban cruzar el Adriático rumbo a Grecia. Como no tenían mucho dinero viajaban haciendo autostop. Aquella noche durmieron en mi casa. Les hice algo de cenar. El tipo se llamaba Sebastián Cohen y también había nacido en Argentina, pero desde muy joven vivía en Madrid. Me ayudó a preparar la cena mientras Miranda inspeccionaba la casa. ¿Hace mucho que la conoces?, preguntó. Hasta hace un momento sólo la había visto en foto, le contesté

       Después de cenar les preparé una habitación y les dije que se podían ir a la cama cuando quisieran. Yo también pensé en meterme a mi cuarto y dormirme, pero comprendí que aquello iba a resultar difícil, si no imposible, así que cuando supuse que ya estaban dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el volumen muy bajo, y me puse a pensar en Sensini

       Poco después sentí pasos en la escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía quedarse dormida. Se sentó a mi lado y me pidió un cigarrillo. Al principio hablamos de su viaje, de Girona (llevaban todo el día en la ciudad, no le pregunté por qué habían llegado tan tarde a mi casa), de las ciudades que pensaban visitar en Italia. Después hablamos de su padre y de su hermano. Según Miranda, Sensini nunca se repuso de la muerte de Gregorio. Volvió para buscarlo, aunque todos sabíamos que estaba muerto. ¿Carmela también?, pregunté. Todos, dijo Miranda, menos él. Le pregunté cómo le había ido en Argentina. Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en Madrid, igual que en todas partes. Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual que aquí, dijo Miranda. Saqué una botella de coñac de la cocina y le ofrecí un trago. Estás llorando, dijo Miranda. Cuando la miré ella desvió la mirada. ¿Estabas escribiendo?, dijo. No, miraba la tele. Quiero decir cuando Sebastián y yo llegamos, dijo Miranda, ¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No, poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos largo rato en silencio, contemplando las imágenes en blanco y negro del televisor. Dime una cosa, le dije, ¿por qué le puso tu padre Gregorio a Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por Gregorio Samsa? Claro, dijo Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después Miranda me contó a grandes trazos los últimos meses de Sensini en Buenos Aires

       Se había marchado de Madrid ya enfermo y contra la opinión de varios médicos argentinos que lo trataban gratis y que incluso le habían conseguido un par de internamientos en hospitales de la Seguridad Social. El reencuentro con Buenos Aires fue doloroso y feliz. Desde la primera semana se puso a hacer gestiones para averiguar el paradero de Gregorio. Quiso volver a la universidad, pero entre trámites burocráticos y envidias y rencores de los que no faltan el acceso le fue vedado y se tuvo que conformar con hacer traducciones para un par de editoriales. Carmela, por el contrario, consiguió trabajo como profesora y durante los últimos tiempos vivieron exclusivamente de lo que ella ganaba. Cada semana Sensini le escribía a Miranda. Según ésta, su padre se daba cuenta de que le quedaba poca vida e incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de una vez por todas las últimas reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que respecta a Gregorio, ninguna noticia fue concluyente. Según algunos forenses, su cuerpo podía estar entre el montón de huesos exhumados de aquel cementerio clandestino, pero para mayor seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el gobierno no tenía fondos o no tenía ganas de que se hiciera la prueba y ésta se iba cada día retrasando un Poco más. También se dedicó a buscar a una chica, una probable compañera que Goyo posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la chica tampoco apareció. Luego su salud se agravó y tuvo que ser hospitalizado. Ya ni siquiera escribía, dijo Miranda. Para él era muy importante escribir cada día, en cualquier condición. Sí, le dije, creo que así era. Después le pregunté si en Buenos Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda me miró y se sonrió. Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te conoció en un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que tenía todas las direcciones de su padre, pero que sólo en ese momento me había reconocido. Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió más coñac y dijo que durante un año su padre había hablado bastante de mí. Noté que me miraba de otra manera. Debí importunarlo bastante, dije. Qué va, dijo ella, de importunarlo nada, le encantaban tus cartas, siempre nos las leía a mi madre y a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin demasiada convicción. Eran divertidísimas, dijo Miranda, mi madre incluso hasta os puso un nombre. ¿Un nombre?, ¿a quiénes? A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o los cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu padre, yo sólo le pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo Miranda de pronto seria. ¿Cuántos premios llegó a ganar?, le pregunté. Unos quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y tú? Yo por el momento sólo uno, dije. Un accésit en Alcoy, por el que conocí a tu padre. ¿Sabes que Borges le escribió una vez una carta, a Madrid, en donde le ponderaba uno de sus cuentos?, dijo ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también escribió sobre él, y también Mujica Lainez. Es que él era un escritor muy bueno, dije yo. Joder, dijo Miranda y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho algo que la hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de coñac y la seguí. Miranda estaba acodada en la barda mirando las luces de Girona. Tienes una buena vista desde aquí, me dijo. Le llené su vaso, me llené el mío, y nos quedamos durante un rato mirando la ciudad iluminada por la luna. De pronto me di cuenta de que ya estábamos en paz, que por alguna razón misteriosa habíamos llegado juntos a estar en paz y que de ahí en adelante las cosas imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el mundo, de verdad, se moviera. Le pregunté qué edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo debo tener más de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña.






Créditos


(Llamadas telefónicas, 1997)

Literatura.us
















Lecturas: Qué es ser realmente original, según Nietzsche




 Plaza de las palabras en su sección Lecturas, presenta un artículo sobre como entendía el filósofo Nietzsche la originalidad, texto publicado en Cultura Inquieta. Decía el filósofo:  "Original no es que alguien sea el primero en ver algo nuevo, sino aquel que ve como nuevo lo que es viejo, algo visto y pasado de largo por todos, eso es lo que distingue a las mentes verdaderamente originales"


471 palabras 

Cultura Inquieta

Pensamiento


Paradójicamente, la sociedad y los medios de comunicación nos imponen ser únicos y exclusivos en un momento en el que la globalización y el  borreguismo dictan casi todos nuestros movimientos, en un momento en el que ser original es solo una moda más.

Para Nietzsche, la originalidad es una mirada crítica, una capacidad de ir más allá de la tradición y la moral. Gracias a Pijama Surf. Friedrich Nietzsche, el filósofo del martillo que planteó la transvaloración de todos los valores y quien se opuso fervientemente a la mentalidad de rebaño, parece ser una de las personas más calificadas para hablar de la originalidad.

En su texto de 1879, Opiniones mixtas y máximas ensaya el arte por el cual sería considerado uno de los grandes prosistas de la lengua alemana: la escritura aforística ("un buen aforismo es demasiado duro para el colmillo del tiempo y no es consumido por los milenios"). En él, Nietzsche hace una memorable definición de la originalidad:

"Original no es que alguien sea el primero en ver algo nuevo, sino aquel que ve como nuevo lo que es viejo, algo visto y pasado de largo por todos, eso es lo que distingue a las mentes verdaderamente originales. El primer descubridor es ordinariamente una criatura harto común, desprovista de espíritu y adicta a la fantasía.

Para Nietzsche la originalidad no tiene que ver con crear cosas supuestamente nuevas o con percibir las esencias originales, los arquetipos, como pasaba con Schopenhauer, para quien ser original era la potestad del artista y la marca del genio. Hay que decir, sin embargo, que Nietzsche tiene diferentes fases y no es del todo consistente con sus opiniones, lo cual él mismo ve como una virtud. Si bien ambos pensadores comparten la noción de que el genio es el que se acerca a ver las cosas en sí y no su representación, para Nietzsche las cosas en sí, no son una esencia eterna.

La originalidad en Nietzsche es más una mirada crítica, una capacidad de ir más allá de la tradición y la moral, de deshacerse de los pensamientos fosilizados de los tiempos y ver las cosas sin el bagaje de los siglos. Es también obviamente la mirada fresca, la mirada que podríamos llamar adánica. 

Hoy en día (en parte por la influencia de Nietzsche), se cree que lo original es la expresión individual, decir lo que nadie ha dicho, o simplemente romper con lo establecido. Pero lo que aquí está diciendo el filósofo es más interesante: ser original es una forma de mirar, la cual requiere cierta atención, cierta pulcritud de pensamiento.

En todo caso, ser original no tiene que ver con ser diferente, tiene que ver con notar las cosas más cerca de lo que son en sí mismas, o bajo una perspectiva que no ha sido gastada por la habituación.


Créditos

Qué es ser realmente original,  según Nietzsche, Cultura Inquieta,  9 agosto 2022