Plaza
de las palabras continuando
con la sección Cuentos hispanoamericanos, en la cual ya se han publicado los cuentos El árbol
de la escritora chilena María Luisa Bombal, y La cena del escritor mexicano Alfonso Reyes, en esta ocasión presenta un
cuento enigmático y fluidamente narrado: Un extraño en el puerto del escritor
ecuatoriano Javier Vázconez, uno de los grandes referentes de la literatura ecuatoriana y de la narrativa latinoamericana. De J.Vásconez críticos prestigiados han anotado: Juan Villoro "Por
sus personajes y ambientes hipnóticos, El viajero de Praga es sin duda una
novela emblemática dentro de la literatura latinoamerican. También afirma: "es un caso singular de la imaginación narrativa. Leerlo significa un acto migratorio, cruzar una frontera, una ‘línea imaginaria’ para llegar al otro lado, hacia la ficción cierta y duradera”. (1) Y Ignacio Sánchez Prado, «Sin la escritura de Vásconez, la literatura latinoamericana sería un poco más vacía y bastante menos sublime.» Por su parte Eva Guerrero: "«En la obra de Javier Vásconez asistimos a un total cuestionamiento de los parámetros de lo literario, de los límites de la realidad y la ficción. Aspecto que responde a una escritura postmoderna que cuestiona sus propios límites y que no sólo se interroga sobre el hecho literario como transmisor de la verdad, sino que en dicha interrogación nos pone frente a las fisuras de la realidad.»
.
“Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las
palabras, se borran —dijo Polo—. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de
una vez, si hablo de ella. O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido
perdiendo poco a poco”.
De Las
ciudades invisibles de Italo Calvino.
JAVIER VÁSCONEZ
El
escritor Javier Vásconez (1946), es un novelista y cuentista ecuatoriano. “Nació en Quito,
aunque vivió su infancia en otros países. Realizó estudios secundarios en el
Mount Saint Mary’s College de Inglaterra. Luego, en el colegio Holy Croix de
Roma y en Estados Unidos. Se graduó de bachiller en el Colegio Spellman de
Quito. Prosiguió sus estudios de Artes Liberales y Filosofía en la Universidad
de Navarra, en España, donde se graduó con una tesis acerca de los personajes
en la obra de Juan Rulfo. También asistió a la Universidad de Vincennes, en
París”. (2) “Las obras de Javier
Vásconez permiten descifrar las constantes temáticas del autor y, sobre todo,
los lugares únicos en los cuales se identifican los acontecimientos, la
descripción del discurso, es decir, el manejo temporal y espacial, la
construcción de personajes y las formas narrativas, nos enseñan el estilo que
el autor acogió a los largo de todas sus obras. El recorrido por las páginas de
Vásconez es la confirmación del valor exclusivo que encierran sus textos y la
certeza de que es uno de los autores ecuatorianos fundamentales y originales en
la narrativa de la lengua española en las últimas décadas”. (3)
“La
mayoría de sus obras corresponden a un mismo escenario, Quito, desde una
perspectiva ficticia, en la que la visión de una ciudad aislada predomina,
poblada por habitantes que son víctimas de la ilusión en un marco de descenso
de los antiguos ideales. Porque la necesidad de crear una ciudad fue una meta
obsesiva en su proyecto narrativo desde el comienzo de sus obras”. (4) Vásconez
quien en una entrevista llego a decir que la “La literatura es, sobre todo,
una suma de singularidades”. Y en esa misma entrevista que sus autores
favoritos eran Faulkner, Kafka, Novokov, Onetti, John Le Carre. (5)
Sus principales
obras Novela. El secreto (1996),El viajero de Praga (1996),La sombra del apostador (1999),El retorno de las moscas (2005),Jardín Capelo (2007),La piel del miedo (2010),La otra muerte del doctor (2012),Hoteles del
silencio (2016). Relatos. Ciudad
lejana (1982),El hombre de la mirada oblicua (1989),Un extraño en el puerto (1998),Invitados de honor (2004),El secreto y otros cuentos (Campaña de Lectura
Eugenio Espejo), 2004),Estación de lluvia (antología) (2009).
De
su libro de cuentos Un extraño en el puerto (1998), reproducimos
el cuento del mismo nombre. Un cuento extraño y
enigmático. El mismo contiene algunos de los puntos nodales que
obsesionan a Vásconez como autor. Y “una síntesis de mi
narrativa” (6) como el mismo afirmó. Escritor trota mundo
que ha vivido y estudiado en varias ciudades. Escritor de vocación universal,
pero de raíces telúricas, igual que su coetáneo, también de Quito, el
pintor Oswaldo Guayasamín. (7) Su eterno retorno, más nostálgico y existencial que
romántico, pero también un llamado del homeland, su ciudad Quito.
Ciudad que siempre es un punto de salida y un punto de regreso. Y en ese
regreso se siente como un extraño. Porque la ciudad siempre es otra a la que
pensamos, a la que idealizamos. Una ciudad que quizá vive más en la memoria. Y de la cual nunca atraparemos totalmente su rostro atemporal. Ciudad escenificada desde el artificio de un juego palabrero en que el lenguaje sirve de subterfugio
para fundir realidad y ficción. Y en que la línea imaginaria tiene una calidad
migratoria. El cuento está narrado en primera persona, y el protagonista
es el mismo autor Javier Vásconez; quien se encuentra en un puerto, sentado en
un café y que a veces se desdobla a su estudio. “un escritor, apresado
en el laberinto de escribir un cuento”. El puerto podría ser cualquier
ciudad portuaria: “Hamburgo o Shangai”. Pero por supuesto también
podría ser Quito. “Esa ciudad sin puerto”. Con ese péndulo
móvil de los que se van y de los que regresan. Vásconez a la espera de algo o de alguien, pero con la idea entre manos de encontrar un protagonista o personaje
para poner a navegar una historia. Y el personaje aparece, un viajero que puede
venir de Praga. Tal vez uno de los protagonistas de la novela de Vásconez: El
viajero de Praga. (8)
Ya
casi desde el inicio Vásconez: abre el tono del cuento. “Esta historia que comienza
con la sirena de un barco sonando entre la niebla del puerto, aunque en esta
ciudad jamás hubo un puerto”. Esa peculiar dualidad, de afirmación y negación entre lo
que se ve y lo que realmente es. Entre un presente real y un pasado ficcional,
o a la inversa. Tal y como la pintura de Magritte, “Esto no es una pipa”.
Aunque uno este viendo una pipa. Un extraño arriba a dos ciudades, separadas
por el tiempo, una inmediata y otra lejana. Pero ambas ciudades atemporales y con una
notable e inmediata calidad nómada de transponerse una en la otra.Una la ciudad real y presente, la otra la de posibilidad de recuperar la idea original de la ciudad. Entre sus personajes camina a tientas la herida y la ausencia. La labor del protagonista es ir hilvanando las historias pero simultáneamente exorcizando y liberando otras. Y la del lector sumergirse en ese mundo e ir releyendo los vasos comunicantes a su propia historia. Nos evoca en su contexto general, esa aspiración de redescubrir la ciudad. Imaginarla a partir de otra lectura, las de la ausencia o la de los personajes, que pueden ser ficticios o reales. Es una ciudad que está ahí, pero también que no está ahí, que existe en posibilidades. Quizá solo en la memoria o lo onírico.
Detrás de la ciudad física hay una
ciudad invisible, con el potencial de salir a flote. A la manera de esas
ciudades invisibles que Marco Polo describía a Kublai Kan, en las Ciudades
invisibles, de Italo Calvino. Aquí J. Vásconez es el Marco Polo, viajante
incansable, y el Kublai Kan los lectores. La ciudad es un personaje
dormido, latente, minimalista, apenas insinuado, porque respira por sus
personajes
El
relato es el desembarco en una ciudad que como un espejo refleja dos
imágenes que se hermanan en una sola mirada. Y que convoca una serie de tramos
narrativos que se van bifurcando, pero que están anclados a un solo
origen. Es como la entrada a un portal virtual casi surrealistico, no en
su lenguaje, sino en esa invasión de lo real en lo ficticio, y de lo ficticio
en lo real. Con ese ilusionismo verbal que en el campo pictórico creaban
Magritte, Escher o Gonsalves. Puede ser la ciudad de la felicidad o la ciudad
de las tristezas. O la ciudad del extrañamiento. O la ciudad
de los imposibles, una ciudad que se desvanece y que intenta reconstruirse a
partir de la memoria. Esa ciudad de los deseos
que aspira a tener un puerto sin tener costas Ese
intento por atraparla, visibilizarla a
partir de la historia de sus personajes, porque la vida secreta de sus
personajes la dimensiona, y porque también ese acervo es parte de la historia secreta de las
ciudades.
Finalmente,
el mecanismo narrativo es acertado y funciona, y Vásconez ya sea como
autor o protagonista se encuentras con personajes que aunque ficcionales,
adquieren en la medida que el relato se desarrolla una personalidad verosímil y
dúctil. El personaje de María es el más desarrollado, mientras que la del hombre que
llega al puerto, posiblemente el doctor Kronz, alter ego de
Vásconez, se escurre como un fantasma entre penumbras. “Ahora había abandonado
el muelle y estaba delante de la oficina de inmigración, tan solitario como la
primera vez que llegó a la ciudad. En días sucesivos dudé de su existencia y de
que pudiera tener una vida propia, pero él había regresado para recordarme lo
contrario”
Mientras
que Vásconez como protagonista se interesa cada vez más por María y su
trasfondo, lo hace con cierta ternura y un acercamiento a lo Pigmalión.
Auxiliado por sus propias interpretaciones, lo que le dice María pero también
por las confesiones de la Señora Maruja. María es un callejón sin salida
atrapada entre el amor idílico de su adolescencia, por un hombre que la
abandono, el Siciliano, y una enfermedad de “rítmica violencia”, que la
aqueja: la epilepsia. “estaba seguro de haber ingresado en un túnel
peligroso, donde el tiempo quedaba abolido, como si el puente tendido entre las
orillas de un río se hubiera venido abajo dejando incomunicados a los viajeros”.
María representa ese lado oscuro del doble abandono: el del padre y del
amante, que tiene su corona en una epilepsia. Es un túnel del que a veces
vuelve y es arropada por la luz vana que le llega de los resquicios de la
realidad. Nos recuerda la famosa María de El túnel de Sábato. Mientras
que Vásconez como protagonista, es una especie de extraño en el puerto, y curioso
que sus personajes María, Maruja y hasta el Siciliano, son convincentes y
adquieren una parcela generosa de la realidad. Están bien posesionados,
mientras que J. Vásconez, como personaje del relato queda más en lo ficcional,
un personaje que se va reinventando así mismo al ir figurandose las
historias.
Hay
también en Un extraño en el puerto una fina línea entre lo
onírico y la realidad, entre la llamada marítima que representa la movilidad,
lo universal, y la llamada telúrica que fabrica la inmovilidad, lo fijo, el entrañamiento. Acompañado de un hábil manejo de
la trama que postula esa dicotomía:
ficción y realidad. Los personajes son introducidos casi como reales, entre una fina línea que separa la realidad presente del narrador como
protagonista y la evolución ficcional de los personajes. Sin embargo, al
hacerlo, no advierte al lector. El cual ya esta en medio de la trama. Y lo
acepta como tal, el final es bipolar en tanto abierto para e
lector, pero cerrado para los personajes y el protagonista. Y hace recapacitar a lector que no lo
sabe todo, pero que Vásconez protagonista tampoco lo sabe todo. Él es un
extraño cómplice de la trama. Dice el
propio autor sobre este cuento: “[…] Y este cuento, que proviene
directamente de un sueño, exigió muchas cosas de mí. Escribirlo fue un ejercicio
de exorcismo y, de algún modo, me ayudó a conjurar mi sensación de
claustrofobia ante la ciudad”. (9)
Javier Vásconez
A Iván Oñate
1.
A
esa hora en que el cielo se pone de color anaranjado son tantas las historias
que uno se cuenta, tantos los puertos y los barcos que zarpan silenciosos al
amanecer, que las imágenes empiezan a girar abrumadora y desordenadamente como
una película dentro de una apacible sala de cine, y entonces las ideas se van
aquietando hasta formar un muro de silenciosa incomunicación con la ciudad.
Ahora, cuando me he servido el primer whisky de la noche, tras haberme sometido
al flujo de esta historia que comienza con la sirena de un barco sonando entre
la niebla del puerto, aunque en esta ciudad jamás hubo un puerto. Sin embargo,
el barco ya había atracado en el muelle haciendo sonar de nuevo la bocina.
Ahora puedo constatar que el café estaba desierto, pues no había nadie que
siguiera desde la penumbra el movimiento de los buques al amanecer.
A
esa hora esperaba con ansiedad la llegada de alguien, acaso el retorno
intempestivo del protagonista. Sabía que tarde o temprano iba a aparecer
caminando bajo la lluvia, y pensé que tal vez no fuera un hombre sino una mujer
con el rostro demacrado, brillante, como si acabara de llorar, pero no hubo un
solo visitante que hiciera posible esta historia ni tampoco una mujer que
estuviera agitando un pañuelo en el muelle.
Desde
el estudio podía dominar la llegada del barco con bandera italiana, ingresando
muy lento en la noche andina. Cada vez que me servía otro whisky, cosa que
sucedía a menudo, imaginaba el rompeolas y el faro que completaban junto con
las gaviotas el bosquejo minucioso del puerto. Fue cuando advertí que un hombre
caminaba a paso ligero hacia la taberna, y mirando furtivamente a los lados,
como si temiera que alguien lo estuviera vigilando, buscó y extrajo un sobre
del abrigo.
Entre
tanto, el barco que provenía de Nueva York había echado anclas, sin estrépito,
silencioso como un elefante que se dispone a dormir. Una corriente de aire
húmedo y salino me provocó remotas resonancias. Al ver las construcciones
portuarias tan impersonales como las de Hamburgo o Shangai comprendí que estaba
frente a un paisaje conocido.
Desde
el primer momento supe que ese hombre no había venido arbitrariamente, y tardé
un poco en entender que no estaba allí para que los aduaneros lo vieran entrar
a las oficinas de inmigración ni para que yo contara su historia con
ecuanimidad. Ahora había abandonado el muelle y estaba delante de la oficina de
inmigración, tan solitario como la primera vez que llegó a la ciudad. En días
sucesivos dudé de su existencia y de que pudiera tener una vida propia, pero él
había regresado para recordarme lo contrario. Me había excedido demasiado, pues
el hombre carecía de protección en ese puerto solitario y tenía el aire
enigmático de los recién llegados. Podía seguirlo donde fuera y espiarlo desde
una cantina. Sin duda yo jugaba a ser un dios controlador, incluso un poco
infame: sabía tanto de aquel hombre que a veces me sorprendía y avergonzaba,
pero ahora no podía hacer nada porque las coordenadas ya estaban trazadas.
Yo
seguía recostado en la cama, con el cigarrillo humeando en el cenicero y un
libro de Patrick Modiano abierto sobre la colcha. Al pie del velador, una
mancha de luz de la lámpara rozaba los libros apilados en desorden sobre la
alfombra. Ningún ruido venía de la calle. Sólo sentía la necesidad de completar
esta historia, la cual podía haber ocurrido en cualquier puerto o tal vez estaba
por empezar: un viajero que acaba de descender de un barco y permanece un
momento en el muelle, la brisa agita sus cabellos mientras se dirige con paso
resuelto a las oficinas de inmigración, pero nadie está ahí para recibirlo a
pesar de que ha venido arrastrando su infortunio desde Praga.
Con
la noche se inaugura el embrujo, el límite ininterrumpido de la lluvia, y
entonces uno empieza a contarse historias a fin de conciliar el sueño y para
que la vida cotidiana en el puerto vaya cobrando sentido: el ruido sordo de las
grúas levantadas contra el cielo, el barco rodeado con manchas de grasa y las
luces de los faroles debilitadas por la niebla habían ido tomando la
consistencia de una pesadilla. Así que seguí bebiendo y atribuyendo a la
soledad este vacío contraído en la infancia. Me bastaba poder imaginar y
compartir con alguien esa música de acordeón tocada en la taberna del puerto.
Ya no me importaba lo que vendría después, porque estaba seguro de conocer esa
historia de la muchacha abandonada por el padre, así que hice girar el curso de
mis pensamientos hacia ella.
–Es
un poco tocada– me dijo la señora Maruja, cuando una mañana bajé a comprar el
pan y María acababa de salir con el periódico bajo el brazo. María era gorda,
pecosa y tan vulnerable como sus ojos suavizados por la luz de la mañana. En
otro tiempo debieron ser inocentes, a pesar de haber perdido su brillo inicial.
–Parece
estar bien –dije–. ¿Es huérfana?
–No,
tiene a los abuelos. Supongo que para ellos es una carga. Primero se fue con un
inglés que andaba con un gato por la Amazonas. Luego con un cantante a quien le
llaman el Siciliano.
Desde
entonces, cada vez que la encontraba donde la señora Maruja, y cuando la veía
merodear por el barrio, solía inventarle un pasado porque probablemente llevaba
doble vida como la mayoría de la gente.
Una
tarde me asomé a la ventana. Estaba parada delante de la librería, y vi que me
concedía una sonrisa pensativa y sin afectación, como si me conociera de toda
la vida. Había adelantado la quijada por encima de un coche aparcado en la
acera, para que yo la viera inclinarse sobre el espejo retrovisor. Se pintó los
labios con pulcritud, reiterando una alianza inexistente entre ella y yo.
Por
las noches empecé a seguirla con mi imaginación: tenía el propósito absurdo de
forzar el curso de los acontecimientos. Me hubiera resultado imposible entrar
en su mente sin terminar impregnado de ella. Sus ojos anunciaban una sombra
anómala, pues sólo concedía un segundo a cada persona, como si fuera culpable o
temiera ser acusada de algo. En ella confabulaban la nostalgia y el miedo, pues
vivía alterada por el recuerdo imborrable del padre. Si bien sus ojos poseían
una indudable capacidad de ternura, se adivinaba en ellos un miedo sostenido,
implícito, como si estuvieran amenazados por la posibilidad de una crisis
futura.
En
vano busqué entre las carátulas de los libros una réplica de aquel rostro, que
segregaba una tristeza tan enconada como insondable. De mi parte fue un acto
defensivo, casi gratuito, ya que en realidad deseaba ignorar la historia de
María, aunque el fantasma de su enfermedad rondara por mi cabeza. “Cuando el
padre anunció que se iba a Nueva York tuvo la primera crisis“, me había dicho
la señora Maruja.
Esa
noche fui a comer solo al París. Volví tarde a casa. Luego estuve despierto
hasta la madrugada, mirando la sombra del árbol sobre la pared del estudio y
escuchando los ruidos que provenían de la calle. Temblando de frío, con el
abrigo cerrado hasta el cuello, caminé hacia ese local abierto hasta la
madrugada, donde sirven un apetitoso caldo de gallina. El lugar era ruinoso y
tenía en el interior la misma temperatura, la misma suciedad que la llovizna.
Detrás del mostrador un hombre dirigía con ojos fatigados a los meseros. La
música era arrojada con violencia hacia la calle, donde se extinguía entre el
brillo de los autos al pasar.
De
vez en cuando yo interrumpía mi tarea, apresado en el laberinto de escribir un
cuento. Al alcance de la mano tenía una botella de Cutty Sark con la fragata
navegando sobre el oleaje engañoso del cristal: acaso era el mismo cuento del
cual ya no podría salir sin ayuda del viento que golpeaba infatigable mi
ventana. Afuera la luna derramaba sus entrañas sobre la noche interminable. Sin
embargo, pensé que debía encajar con suavidad y destreza en el relato.
Una
y otra vez volvía el recuerdo de María, quien no se sorprendió al verme
comiendo en ese local adonde yo sólo iba a refugiarme del insomnio. Al fin
estuve frente al humeante caldo de gallina, y empezaba a sentirme feliz cuando
la vi jugar alegremente con el bolso bajo la luz que procedía del angosto
mostrador. Aquel sitio albergaba hombres de la noche, y María había soportado
con indiferencia el murmullo de sus voces. Pero ni las muecas entusiastas ni
las grosería dirigidas hacia ella parecían haber quebrantado su compostura. Se
echó a reír cuando el dueño le alargó el platillo con el vuelto. De repente se
calló, como si estuviera frente a un espejo, batiendo las manos con un gesto de
inocencia. Llevaba un vestido largo y acampanado, el cuello de encaje realzaba
aún más las cuentas del collar y eso le daba un aire de orfandad, mientras sus
manos regordetas apretaban el bolso contra el pecho. Se detuvo a dos pasos de
la mesa. Noté que estaba un poco rígida, como si tuviera la certeza de que iba
a ser rechazada, cuando se inclinó para decirme:
–Usted
es J. Vásconez, el escritor. Y suele comprar el periódico donde la señora
Maruja.
–
¿A qué viene eso?
María
no se inmutó. Se había sentado, colocando el bolso entre ella y yo. Debió
sentir mi incomodidad, porque sonrió con dulzura mientras me miraba juguetear
con el tenedor. Luego volcó el contenido del bolso sobre la mesa, buscando un
kleenex para sonarse.
–He
leído algunos de sus libros. El secreto me hizo temblar de
miedo –dijo echándose a reír.
–No
opinan lo mismo los críticos.
–¿Cómo
se le ocurren esas ideas? –me preguntó apoyando las manos sobre la mesa–. Yo
sólo escribo postales que mi papá jamás responde.
–¿Escribes
cartas?
–Claro,
y después olvido echarlas al correo –agregó.
–Escribir
es igual que fabricar una cadena –dije–. Inventamos historias, escribimos la
vida de otros porque nadie está satisfecho con la que le tocó en suerte.
–Debe
ser lindo –intervino María, admirándose por lo que acababa de decir–. Es como
vivir varias vidas a la vez. Algún sentido tendrá padecer una enfermedad. Y
tener una madre muerta en un accidente y un padre viviendo en Nueva York.
–¿Qué
enfermedad? –le interrumpí con suavidad, llenando hasta los bordes el vaso de
cerveza.
–No
se haga el sonso –dijo sacudiendo los hombros con insolencia–. Porque la señora
Maruja le ha contado todo. Incluso lo del manicomio.
Ella
se recostó en el respaldo, alargando un brazo hasta el bolso.
–Sí,
es muy conversadora –dije.
Es
cierto que unos días atrás había revivido la escena desde el estudio, incluso
había deseado incluir una mentira para suavizar con gesto magnánimo el episodio
ocurrido en el banco, pero no quise hacerlo. Deseaba darle nombre a la
imbecilidad que hizo posible aquel asunto. María no iba a olvidar jamás los sordos
gruñidos del perro, porque éste siguió ladrando y escarbando victorioso dentro
de su cabeza hasta que se despertó en el manicomio. Es fácil imaginar un ataque
de epilepsia, cualquiera puede asistir a uno y presentir su violencia
arrolladora.
–El
tipo del banco actuó como si yo fuera una apestada –dijo María agitando las
manos gordas, lentas, enlazadas con angustia sobre la mesa–. El muy idiota fue
y llamó al manicomio.
–No
tenía por qué hacerlo –asentí.
–Imagínese,
poner un perro a la entrada.
Incursionar
por aquel hospital debía ser como andar por una ciudad desconocida, sin amigos.
María hacía un esfuerzo para no vomitar, desorientada, convencida de que no iba
a salir de allí. Por eso cuando al fin la fueron a buscar, dos semanas mas
tarde, la ciudad tenía un poderoso olor a tierra y le pareció más familiar y
legítima que nunca, aunque en realidad imitaba los ruidos, las sombras huidizas
del manicomio.
–Y
el Siciliano ese...
María
se quedó pensativa, con la mano apoyada en la quijada, haciéndome sentir que yo
estaba viejo y que no teníamos nada en común. Podía salir y desaparecer tan
suavemente como había entrado donde la señora Maruja, oprimida por la noche,
dejándome un recuerdo tan efímero como la llama de un fósforo. Me quedé mirando
el vaso sin cerveza y quise pronunciar su nombre en la penumbra fría del
restaurante, pero ella se adelantó hasta que sentí su respiración junto a la
mía.
–Usted
no va a entender nunca. El Siciliano fue diferente para mí, porque me llevó en
la moto y me enseñó a cantar. Conocí hoteles con ventiladores y cucarachas
corriendo por los bordes de las ventanas. Incluso corrí desnuda sobre la arena.
Y en la moto me sentí transporta- da quién sabe dónde.
–¿Te
gustan las motos?
–Andar
en una es como volar. Imagínese, tiene una Harley Davidson–. Sacó un kleenex
arrugado y con manchas de carmín en los bordes, y como una máscara oriental
realzó el brillo de su cara. Muy tranquila y alegre empezó a sonarse.
En
ese momento no pude hacer nada por ella, porque ni siquiera conocía a ese hombre.
Tal vez había hablado para ocultar lo que verdaderamente quería decir. Ahora
estaba aplastada y sin ánimo, entonces me di cuenta de que seguiría
marchitándose hasta la madrugada en una mentira de amor.
–¿Quieres
comer algo? –pregunté.
–Las
sopas son para los viejos –afirmó–. Mis abuelos toman un plato de sopa antes de
irse a dormir. ¡Qué horror!
–Los
escritores nacemos viejos –respondí.
–No
–dijo María con ardor–. Usted es más joven que papá. Aunque hace tiempo que no
lo veo.
Había
empezado a desear lo que sus ojos escondían, cuando percibí una expresión de
tristeza en las pupilas. Súbitamente comenzó a reír, con una risa exaltada y
sin lágrimas a pesar de que esa risa ya no le pertenecía, porque se volvió tan
impúdica y real como el kleenex donde ella había retenido su alegría.
Ahora
estaba despeinada, con los ojos brillantes, pues había adivinado mis
pensamientos. Lo comprendí todo. La vi inclinarse para hablarme en un susurro,
segura de lo que iba a decir mientras me tomaba recelosa de la mano.
–Sí,
béseme –dijo–. Porque eso es lo que quiere.
Estaba
tan cerca que me sofocaba. La besé sabiendo que cuando terminara de besarla
ella ya no estaría conmigo. Luego nos quedamos inmóviles, sin decidirnos a
aceptar y ni siquiera a reconocer lo que había ocurrido.
El
estudio se había ido enrareciendo con el humo de los cigarrillos. Sobre la
colcha de lana verde el cenicero estaba lleno de puchos. El silencio se fue
cargando de sombras vivas y movedizas. Yo seguía imaginando la partida del
carguero. En medio de la noche, con la luz del velador dándome en la cara,
sentí un vago malestar que no sabía de dónde procedía. Lentamente había
empezado a emborracharme, pero ya no me importaba Mi mano se había deslizado
hasta el velador, tomé el vaso y la botella sin saber dónde estaba ni cómo
proseguir la historia de María, porque nuevamente se me había negado la
posibilidad de completar su vida. Afuera la lluvia y la luz del farol se
reflejaron sobre el árbol, mientras un lejano rumor empezaba a adormecerme.
Nada
podía compararse al vértigo producido por el whisky: ni siquiera el lejano
sonido de las sirenas ni la niebla procedente del mar, en el puerto.
Vi
cómo el hombre avanzaba despacio, con sus idas y venidas hasta quedar pensativo
delante del mostrador, al tiempo que sostenía la gabardina y el maletín con la
documentación en el brazo derecho. Invisible, con una mancha de grasa en la
corbata, no parecía ir a ninguna parte. Sólo se había limitado a parpadear,
hundiendo la mano en el bolsillo del saco, cuando el policía tomó el pasaporte
y detuvo su índice en una página. Alzó la vista hacia el pasajero y le
preguntó:
–¿Está
de paso?
–No
exactamente...
Pero
al cabo de un segundo se calló. Le había bastado con echar una mirada al
policía para que se pusiera a la defensiva. De repente su confianza en sí mismo
se alteró. Debió tardar un momento en reparar el tono hosco, incluso malicioso
con que había sido formulada la pregunta. Ese policía, que simultáneamente era
todos los policías con los que se había ido encontrando durante sus viajes, le
hizo sentir mal y tal vez culpable.
–El
permiso de residencia está en regla –se atrevió a comentar.
–Tranquilícese,
doctor –le indicó con frialdad el policía, recargando un tono altanero en la
voz, mientras un abyecto movimiento de la mano había contribuido a absolverlo
de un pasado sospechoso.
–Deberían
retirarle este pasaporte. Ya no hay páginas en blanco.
–Sí,
tiene razón –replicó sin interés el doctor.
Así
que continué de un extremo a otro de la historia, sin entender qué hacía el
médico en el puerto. Ahora parecía ser un exiliado de sí mismo, vaciló un
momento y se puso a caminar en dirección a la puerta, solitario, obedeciendo al
deseo de seguir adelante, como si volviera al mismo punto de partida de donde
nunca se había alejado, porque seguiría dando vueltas, empeñoso, hasta
completar el círculo. Fue como seguir a un hombre a través de unos prismáticos,
y cuando al fin había pasado la tensión, me sentí molesto con la sola idea de
haber olvidado algo. Tal vez la forma un tanto sospechosa con que sujetaba el
portafolio mientras el policía lo interrogaba.
La
neblina se había desprendido del mar y flotaba en espiral sobre los faroles del
puerto. El hombre salió por fin a la calle, tomó un taxi y se alejó hacia la
Floresta, donde probablemente lo esperaba Elmer: un gato relamido,
inescrupuloso y huraño, al cual se le estaba cayendo el pelo.
2.
–¿Qué
voy a hacer? –dijo con voz fingida la señora Maruja, cuando una tarde entré a
la tienda para abastecerme de cigarrillos y whisky–. Viene cada mañana, se come
una bolsa de higos. Y no para de hablar. Me trata como si yo fuera su mamá. Y
viene trayendo un dolor tan antiguo como las arrugas de la abuela.
En
la esquina, apenas a dos pasos de la tienda, un frondoso capulí se agitaba
estremecido por el viento. Aumentaron los aromas tibios venidos desde el
jardín. Una telaraña de sombras se arremolinaba sobre el muro de la casa. El
tiempo iba a cambiar y esa noche la luna volvería a desnudarse con indolencia
muy cerca de mi ventana.
–Olvídese
de ella. Que ya no es una niña –dije guardando en una bolsa la botella, aunque
tal vez estaba mintiendo.
–Siempre
me habla del papá –agregó la señora Maruja, mientras cortaba con una tijera
trozos de papel periódico para después usarlos como servilletas–. Al parecer le
prometió escribir, pero la carta nunca llegó. Y la pobre se pasa suspirando.
Además está el tal Siciliano que arrendó el cuarto de atrás donde los abuelos.
–¿Y
cuándo se fue?
–Hace
cuatro años que se largó –dijo bajando la vista. Tenía los ojos fijos en la tijera
y el montón de papeles dispuestos sobre la revista Vistazo–. Nadie
le quiso tanto a María como ese hombre, y sin embargo tuvo que irse. Estaba sin
trabajo. Los abuelos viven del arriendo de ese cuarto y de los ahorros.
–
¿Qué hacía antes de irse?
–Era
técnico de televisiones, pero alguien me aseguró que ahora tiene un negocio de
camisas en Nueva York.
–
¿Las crisis vinieron después?
La
imaginé caminando con el padre por la Alameda, quien seguramente era incapaz de
celebrar con espontaneidad la devoción con que su hija lo miraba, apegada al
tronco de un ciprés, lamiendo el cono de un helado. A esa hora no debía de
haber nadie en el parque, y María quizás se había apoyado en el árbol, con la
cabeza vuelta hacia el hombre que la observaba, indiferente y fumando.
–Es
difícil saber cuándo empezó todo –concluyó la señora Maruja–. No sé si fue
antes o después. Y ahora sólo se pasa suspirando por un tipo que no vale nada.
–
¿Y él que tiene que ver?
–Imagínese
el escándalo para los abuelos cuando se la llevó a una playa de Manabí.
–Veo
que usted se preocupa demasiado por ella. El mar hace bien a cualquiera –repuse
empezando a desinteresarme por la historia.
–Lo
terrible fue cuando regresó –dijo enderezándose en la silla.
–
¿Ese tipo es siciliano?
–No,
es de Ibarra.
Sólo
tenía que cruzar la vereda para alejarme de la señora Maruja, del parque donde
el padre y la niña habían paseado, del hombre que le hizo posible llegar al
mar.
Tal
vez la señora Maruja me ocultaba algo más, pues mantenía la cautela de quien
está a punto de modificar una opinión. Por eso se abstuvo de decirme lo que ya
conocía: la historia sumaria de aquel hombre, puesto que para ella el Sicilano
era un impostor.
Es
posible que todo haya comenzado en la cama de un hotel. Los amantes debían
tener las manos entrelazadas bajo unas sábanas arrugadas, malolientes, como si
antes hubieran sido usadas por otros. Las botas cuarteadas en la punta y
tiradas junto a la silla, el poncho argentino y la guitarra apoyada contra la
pared. En medio de la noche, despierta y enajenada, María probablemente se
pondría a observar la cara de quien roncaba a su lado, como si no fuera ella
misma sino lo que debía ser el amor, un hombre corroído por el alcohol
durmiendo bajo el ruido triste y acusador de la lluvia.
Al
recorrer aquellos hoteles debió confirmar sus sospechas, pensé bajando la vista
hacia el cenicero, donde toqué con la punta de los dedos la ceniza y hasta me
la llevé en un acto perverso a la nariz, sospechando que la señora Maruja tenía
razón. En ese momento yo había levantado deliberada y meticulosamente el
escenario de aquellas piezas insalubres, donde ella se despertaría al amanecer,
sobrecogida por el espanto. Involuntariamente había tocado las sábanas,
mientras palpaba bajo la yema de los dedos el rastro casi invisible dejado por
alguna cucaracha, pero cuando buscó protección en los brazos del hombre cuya
voz ronca y melódica ella admiraba, se encontró frente a un desconocido que
podía otorgarle un simulacro del amor.
–El
tipo era un vago –me dijo dos días más tarde la señora Maruja, mientras
colocaba latas de atún sobre las estanterías–. Ella sólo tenía diecisiete años
y ya había agregado un problema a su vida.
–Puede
que a ella le gustara compartir con él esos hoteles –le dije.
–Eso
se acabó, pero volvieron las crisis. Y ahora únicamente espera la carta y el
próximo ataque. La enfermedad se ha ensañado a tal punto con ella que la ha
convertido en una sonámbula.
–Quizá
fue el amor por ese hombre –le objeté, sacando un cigarrillo del paquete.
En
días sucesivos, mientras alternaba el trabajo en la librería con la soledad de
mi estudio, conjeturé el origen de su enfermedad. Decidí suprimir la creencia
de atribuirla a herencias familiares y abolí la superstición de la luna. Poco a
poco fui modificando mis indagaciones, hasta penetrar no tanto en sus orígenes
como en el terror que este mal produce en los enfermos: estaba seguro de haber
ingresado en un túnel peligroso, donde el tiempo quedaba abolido, como si el
puente tendido entre las orillas de un río se hubiera venido abajo dejando
incomunicados a los viajeros.
Recordé
cuando la vi por primera vez sentada en el mostrador de la tienda. El rostro
estaba vuelto hacia la luz de la mañana, con los labios endurecidos por el
miedo, y una mano nerviosa asiendo las cuentas baratas del collar. En los ojos
extenuados de María se advertía una inteligencia, una capacidad para mirar a
través de las cosas. De vez en cuando nos observaba de reojo, como si los
rasgos de su cara se hubieran desvanecido en un gesto de aturdimiento. La
ausencia fue tan corta y fragmentada como un relámpago. Apenas si había durado
unos segundos, pero durante ese tiempo María ya no estaba con nosotros.
Eso
era parte del horror, la incapacidad para tocar el puerto deseado y tal vez
nunca alcanzado de la muerte, tras haberse desplazado sin memoria por una
ignota geografía. Era como si hubiera quedado expuesta a la vergüenza de andar
desnuda por esos parajes, de modo que al volver no recordaba nada, salvo el
hecho de haber perdido durante la travesía unas cuantas horas de su vida.
Mientras estaba en lo más violento del ataque, las crisis sin duda ocupaban el
lugar de una privilegiada ceremonia. Ella debía odiar esos espasmos. Ya vienen,
se diría, sin atreverse a gritar desde el umbral del miedo.
Eso
debí suponer la mañana en que la encontré conversando con la señora Maruja,
porque el miedo era como un largo corredor que se perdía en la oscuridad de su
garganta.
¿Adónde
iba a parar cuando caía estremecida por los ataques? ¿Qué extraños puertos y
parajes tocaba su mente delirante durante esos instantes? La imaginaba
indefensa, rindiéndose al hecho inevitable: el cuerpo agarrotado, gordo,
mientras se rasgaba la blusa con las manos. Las crisis se iniciaban con la
pérdida del conocimiento, al tiempo que se desplomaba mordiéndose la lengua
hasta sangrar. Era como si la sangre fuera el único asidero, la tabla de
salvación antes del naufragio irremediable, pues aceptar el olvido significaba
excluirse de la vida. Debía tener la cara blanca y adolorida, los ojos fijos en
la abuela, ya que toda enfermedad requiere de un interlocutor para existir.
Cuando
le daba los ataques, María no estaba completamente sola, porque durante todo
ese tiempo tenía la enfermedad para hacerle compañía. Al deslizarse por aquella
recta final, tras haber caído en el vértigo de las convulsiones, se apoderaba
de ella un cambio radical. Finalmente se había encontrado ante algo que conocía
y tal vez amaba demasiado: el abrazo con la luna. La imaginé entonces
cumpliendo el ritual de la sangre, desnuda y con los senos dirigidos a la
noche, exponiéndose sin pudor a los peligros, como si buscara ser poseída por
una mano desconocida. Supuse que debía tener con la enfermedad una relación
servil, aunque sin duda más lícita que con el amor, porque durante esos viajes
mantenía un largo y duradero vínculo con la muerte.
3.
Tal
vez había empezado a quererla, pues durante toda la tarde estuve modificando
los rasgos de su cara. Fue como si el brillo exaltado de sus ojos hubiera
borrado la proximidad de la lluvia, sabiendo que la tarde estaba perdida, ya
que María no iba a volver. Ella no tenía por qué darme lo que mi fantasía
deseaba, una ilusión pueril, ya que todo había quedado sepultado en el instante
en que mis labios la besaron.
Al
salir me subí el cuello del abrigo y me dirigí a casa. La lluvia me obligó a
refugiarme donde la señora Maruja. La saludé, mientras tomaba un paquete de
galletas, pero cuando ya iba abrir el congelador para buscar una cerveza la oí
comentar con lentitud a mis espaldas:
–Está
feo el tiempo. Va a llover hasta mañana. Vea cómo está la calle –dijo señalando
el barro pegado al borde de la acera, pero sin sacar la mano debajo de la
chalina.
–Sí,
tendremos lluvia para largo.
–Y
más goteras en el techo –comentó.
–Hábleme
del Siciliano, señora Maruja –dije, mirándola a los ojos.
–Ah,
veo que empieza a interesarse –replicó, haciendo un gesto de indignación–. No
me gusta hacer suposiciones, pero ese tipo no va a volver. Mejor para María,
porque si ese asunto llega a durar demasiado...
–¿A
qué se refiere?
–No
se va a recuperar después de lo que le hizo.
Notas bibliográficas
2. Javier Vásconez , Extractos
de datos biográficos, Wikipedia.
3. El universo literario de Javier
Vásconez. Quito: Pontificia Universidad Católica del Ecuador. p. 1-6.
Citado en Wikipedia
4. Barrionuevo, C. «LA NARRATIVA DE JAVIER
VÁSCONEZ, EL TEJIDO DE LA CIUDAD INMÓVIL.». 2002. Consultado el 2017.Citado
en wikipedia
8. Para Vásconez, los temas de sus novelas le
surgen a partir, no tanto de las ideas o de los sentimientos, sino a partir
de una
imagen. El viajero de Praga,novela emblemática, cuyo principal personaje es el doctor Josef Kronz, quien puede ser un alter ego del propia Vásconez. Pero que también es una alusión y homenaje a Franz Kafka. Novela donde el protagonista marca un itinerario por varias ciudades: Praga, Barcelona, Quito. Y explora desde una visión postmodernista el problema de los límites del lenguaje entre la realidad y la ficción. Pero también una novela que tras un fondo de novela negra explora el extrañamiento intelectual y la identidad y el amor.
9.Op…Cit., Margarita Borja
Crédito del cuento Un extraño en el puerto.
Créditos de las
ilustraciones
En orden de
aparición
Quito, Guayamasin, 1971,
pintor y muralista ecuatoriano.
The seductor, 1953, René
Magritte, pintor suarrealista belga
The Sun Seats Sail,
Robert Gonsalves, pintor del llamado realismo mágico, canadiense de origen
portugués.
Toward the Horizon, Robert Gonsalves, pintor del llamado realismo mágico, canadiense de origen portugués.
J. Vásconez en el Café Gijón
de Madrid, foto tomada por Patricio Burbano. Wikipedia.
Quito, Guayamasin, pintor y
muralista ecuatoriano.