Adriana Greco
Lector, ¿cree que un simple traje
de cowboy pueda funcionar a base de imaginación? ¿O
que un grupo de doce soldados ganimedianos organicen estrategias
inteligentes de asalto a una impenetrable ciudadela, hasta concluir un ciclo
completo de juego durante siglos?
Si alguna vez
escuchó, hasta el tope en el equipo de audio, la versión de Korsakov
sobre La historia del príncipe Kalender e imaginó los
misteriosos rasgos de esa cara, y recordó su pasada opulencia anunciada por
la trompeta y el trombón o gracias al fagot compartió junto a
él las escenas de su actual pobreza y castidad, no es de extrañar que se
hiciera la siguiente pregunta: ¿Qué criaturas serían capaces de engendrar el oboe,
la flauta o el clarinete? ¿Es descabellado sentir curiosidad por el resultado
del encuentro entre el arpa y el violín?
Tal vez,
gustosamente vanidoso se apoltronó en el sofá y cerrando los ojos se sintió
tremendamente original. Lamento, lector, contradecir esos sueños de gloria,
pero Doc Labyrinth ya lo pensó. Conociendo la fragilidad de nuestra
civilización y su tendencia destructiva, y antes de que las arenas del tiempo
olviden la grandeza de nuestros compositores ideó una máquina capaz de procesar
las más sublimes partituras para tornarlas en seres vivos. De esta forma, un
obsesivo melómano puede convertir a Mozart en padre de un pájaro exótico, a
Wagner de un animal con mal carácter, y a Bach en progenitor de asombrosos
insectos.
Pero
¿qué pasaría si aquellas creaciones comenzaran a cambiar de aspecto, de talla y
de comportamiento o si el armonioso juego de notas se convirtiera en una
melodía desordenada que poblara el jardín de Labyrinth con criaturas
inverosímiles?
Lector, ¿cree
que un simple traje de cowboy pueda funcionar a base de
imaginación? ¿O que un grupo de doce
soldados ganimedianos organicen estrategias inteligentes de asalto a
una impenetrable ciudadela, hasta concluir un ciclo completo de juego durante
siglos?
Quizá, habrá
que esperar a que la tierra se pueble de rugs o que seamos
informados por diarios homeostáticos que pierden el control de la
realidad; o ir a la biblioteca, buscar en el catálogo de libros para préstamo y
decir: “Me llevo La máquina preservadora de Philip
Dick”.
Considerado
un autor de culto, en oposición a la masividad de otros escritores de ciencia
ficción, es posible que muchos lectores de Philip Dick hayan ingresado a su
literatura desde el cine con Bladerunner (1982), filme basado
en su novela de 1968, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
El universo
textual de Dick nos ofrece un contacto persistente con la
irrealidad pura que desenmascara las tramas íntimas de la vida en
sociedad, llevándonos una y otra vez al cuestionamiento de sus reglas.
Conceptos como el tiempo, la locura o la muerte pueden distorsionarse desde su
mirada particular, avanzar hacia un espacio único y reconocer aun así la
cotidianidad más descarnada. En efecto, cuando nos instalamos en la
maravilla de sus mundos percibimos la riqueza de sus símbolos, la construcción
filosófica de las identidades y la certeza de que quisiéramos estar también
allí.
En La
máquina preservadora nos vamos a encontrar con muchos de estos
postulados y con una de sus grandes pasiones, la música; pero más allá de
cualquier intento de análisis, la supremacía de su imaginación golpeará nuestra
racionalidad con armas magistrales.
Philip
K. Dick escribió un total de cuarenta y cinco novelas, de las cuales por
el momento, solo treinta y tres han sido traducidas al español, entre las
cuales podemos destacar El hombre en el castillo (1961), El
hombre en el castillo (1962), Los tres estigmas de
Palmer Eldritch (1964) y Ubik (1966).
Sin
detenernos en su biografía, podríamos decir que desde su temprana muerte,
ocurrida en 1982 a los cincuenta y tres años, ha habido un extraordinario
interés por su obra. Sus seguidores y la crítica a menudo se refieren
familiarmente a él como "PKD" y usan los adjetivos
"dickiano" y "phildickiano" para describir su estilo y sus
temas.
Complejo en
su espiritualidad y visionario como los grandes genios, sus propias palabras
suscriben la insoportable y sencilla certeza de que “La realidad es aquello
que, cuando uno deja de creer en ella, no desaparece”.
Desde el sur del Sur escribe Adriana Greco Jueves, 5 de marzo de 2015 ,