1383 palabras
El parque se
quedó vacío. De los vestigios de la
tarde se encargó esa luna burlona que apenas se asoma entre la bruma. Es un milagro que siga ahí el parque; aún se
resiste a las dunas que lo rodean todo. Siempre
vengo aquí los domingos en la tarde para ver si te encuentro, por si te atreves
a salir del rincón de la tierra en el que te escondes. Sigo sentado en la banca
junto a las buganvilias que se olvidaron de florear. A un metro más o menos, un
gato pardo echado en la grama me mira no sé qué. Qué quiere de mí, pobre de él
si espera bocado. Me lo comería primero a ese gato antes que
darle un bocado, después de tantas horas sin masticar otra cosa que no sean las
espigas dulzonas del zacate que crece en las orillas del parque.
En algo nos
parecemos el gato y yo, no tenemos adónde ir, y nos da lo mismo el este que el
oeste. No nos interesa saber quién mueve
los hilos. Pero aun así, te extraño y te busco en este parque sin memoria. A
veces pienso que un domingo de estos dejaré de venir y cambiaré de rumbo.
Quizás me vaya para los riscos y me enamore del horizonte que da a ese mar gris
que choca contra el acantilado. Quién sabe, o mejor seguiré la calzada hasta
donde me lleve el día y, de nuevo, a la mañana siguiente retomar los pasos y llegar
hasta otro pueblo en el que no tenga la excusa de venir a buscarte los
domingos. Un pueblo en el que tal vez
florezcan campos de tulipanes, como los que solían colorear el paisaje de las
valles detrás de las sierras. Qué
casualidad, lo mismo dije el año pasado y el antepasado, y supongo que muchos
años atrás siempre dije lo mismo. Pero aquí estoy en este parque de nadie, de
rocas mohosas apiladas donde antes hubo muros; me la paso husmeando para ver si
por arte de magia te apareces en la banca y me saludas con tu gracia de
colegiala. Aunque ya tendrás tus años, como yo, que ya no soy el todoterreno
que solía ser. La verdad es que de nada
sirve lo que diga o piense, no sé cómo escapar del confín de las dunas ni de su
canto terrible.
A veces, dos o
tres domingos al año, te confundo con alguna otra que viene sola al parque. Se
me pará el corazón y me escabullo entre los arbustos para comprobar si eres tú,
antes de plantarme enfrente y saludarte. Pero no, siempre es otra, por supuesto
con ciertos rasgos tuyos: los rizos que te cubren la frente, la barbilla afilada,
o esa mirada escurridiza aplacada por tus ojos oblicuos. Quizás no viene nadie
y ya imagino cosas, como eso de que existe un día que se llama domingo. No se
me ocurre por otra parte pensar que ya no nos acompañas por este mundo, aunque
es muy probable, tomando en cuenta los estragos de la plaga. Cada año quedamos
menos, menos, y menos comida y menos agua y nos peleamos como fieras las viandas. Claro que me pregunto cuál es el
sentido de esta agonía… No tengo respuestas y pronto doy vuelta a la página y
sigo en el trance de fraguar el día, encrespado por el sordo tono de los
violoncelos de arena, hasta que, lo sé, un día se apagarán las luces y viajaré ojalá
para estar contigo, si es que tú ya partiste.
Habrán notado
que hablo de años y meses, de días; no se engañen, la verdad es que no llevo la cuenta al dedillo,
nadie la lleva, ni siquiera las estaciones son confiables para basarnos en
ellas, aun así supongo que han pasado muchos años desde aquel crepúsculo en el
que se partió la tierra y el cielo se
volvió una nube de polvo y se tragó todo, casi todo. No tenía entonces el pelo
blanco ni este dolor en la cadera, y tú soñabas todavía con tu casita en los
riscos de cara al mar, junto a mí. Yo en
cambio, también te quería pero imaginaba que antes de estar contigo iba a
recorrer el mundo y cortarle oreja y rabo y volver con el pecho henchido, como
un gladiador iracundo que sabe que es tiempo de dejar la espada. Antes que
nuestros sueños siquiera pudiesen ser trazados, nos envolvió esta noche de los
tiempos, donde bala y plaga, fuego y llanto calaron nuestra pequeña tierra.
Podría pensarse
que estoy chiflado, porque a veces juego con la idea de que estoy en otro
planeta al que vine sin darme cuenta, un planeta enano, hecho a mi medida. Creo
que nunca podré saber dónde estoy. Intuyo al menos que tú eres la otra mitad de
mi mundo, mitad invisible que percibo apenas durante la duermevela. Me
conformaría si el eco de mis susurros llegase hasta ti y el eco de los tuyos
viniese a mí, burlando el zumbido de las colinas de arena. Seríamos entonces
cómplices de este sino. Pero no sé nada de ti, y de seguro pierdo el tiempo, o
tú eres una excusa para seguir respirando y no extinguirme como el resto.
Confieso que más de alguna vez se me ocurre que solo soy una idea flotando, una
estela de recuerdos que llena el vacío y me distingue de esa nada que se deja entrever
tras las nubes. Tal vez purgue un castigo, por mis implicancias pasadas quiero
decir. O tal vez no esté penando… Entonces lo mío es un vicio, el vicio de auto
flagelarme pensando que vivo solo en un mundo en ruinas. Como sea, quisiera que
tú existieras y que aquellas tardes en este parque no sean ráfagas de ideas fatuas. Si tú no existieses, entonces tampoco existo
yo, y ahí sí que me sentiría perdido. Si creyese eso no vendría los domingos al
parque, por más que no pueda entender –o recordar a ciencia cierta- qué es un
domingo.
Dudo de tanto en
tanto y me pregunto si soy parte de un lienzo, un lienzo con dunas, riscos, el
mar, este parque, yo y el gato. Tan solo tu recuerdo es el que me hace pensar
que me muevo, que voy con este cuerpo añoso por los días y años inéditos. Supongo
que es para llorar, aunque sea por puro desahogo, pero mi cuerpo es incapaz de recrear el corpus
de las lágrimas. Raro, ¿no?, no recuerdo
haber llorado, sin que eso signifique que no haya estado mil veces triste.
Tampoco llueve, a no ser esa garúa que humedece sin mojar, como una ola que no
termina de reventar en el acantilado, condenada a un eterno vaivén.
Tengo sueño, y
la banca es un buen sitio para pasar la noche. Ahí sigue el gato, Sé que al
cerrar los ojos tú te desvaneces, hasta que los vuelva a abrir, si es que los
vuelvo a abrir. Creo que al dormirme puedo estar en todos los lugares, en este
parque, en los riscos, en las dunas, en
el pueblo más cercano, en el mar gris, en el cielo mudo de allá arriba; en fin,
en cualquier parte que se me ocurra. A lo mejor lo mismo le pasa al gato y
puede pensar como yo en todos esos lugares, por mucho que digan que los gatos
no piensan como nosotros. La banca se pone fría y no tengo con qué cubrirme. Si
estuviese parado desde el astro más cercano, seguro que no me podría ver enroscado
en esta banca, quizás ni siquiera podría diferenciarme de los colores lechosos
de la tierra. En cambio creo que podría distinguirte a ti, a mil leguas, con tu
sonrisa de colegiala y esos ojitos huidizos que supieron encontrar siempre los
míos. Y si estuvieses dentro de mí, y yo dentro de ti, y acaso fuera por eso
que no te puedo ver, y si durante la duermevela fuese el único instante en que
puedo percibir nuestra fusión. El gato
se ha dormido, despatarrado en la hierba, yo estoy junto a él, a un metro más o
menos. Quién sabe si no es él quien me está pensando, la vida tiene sus
ironías, qué sé yo.
© Alvaro Calix,2016
© Alvaro Calix,2016
J. Álvaro Cálix Rodríguez ha publicado dos libros de cuentos: La plaza de los poetas, (2006) y Ariana y la burbuja (2014), Ebook en la tienda de Amazon). Sus cuentos han sido publicados en varios medios de difusión nacional e internacional. En Honduras ha obtenido dos Premios literarios en la rama de cuento: Grupo Ideas (1989), y Juegos Florales Santa Rosa de Copán (2008).