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Lecturas: 9 novelas históricas que te harán viajar en el tiempo

 




Plaza de las palabras en su sección Lecturas, presenta la reseña  9 novelas históricas que te harán viajar en el tiempo. Tomado de El Placer de la lectura.   Sin duda, la novela histórica tiene sus adeptos y hay grandes novelas históricas que hemos leído. Género especial y no fácil. Aquí 9 ejemplos de grandes novelas históricas. Que van desde autores como Ken Follet, mas dedicado a las novelas de espionaje, pero que presenta su monumental obra en la edad media: Los pilares de la tierra. Mika Waltari, como su ya clásica novela histórica Sinuhé el egipcio. Margarita Yourcenas, escritora francesa, con Memorias de Adriano, sobre el emperador romano y reformador Adriano. Novela que Margarita Yourcenas le dedicó 30 años para escribirla. Yo, Claudio del especialista en cultura grecolatina, Robert Graves. Humberto Eco con otra joya de novela también ubicada en la edad media: El nombre de la rosa. Las reseñas abarcan otros autores, tales como William Ospina, Miguel Delibes, Jean M. Auel, Frank Baer, Gore Vidal.


No obstante la lista, sugerimos al lector, unas cuantas novelas históricas más, no mencionadas, en la reseña ´presentada.  Bomarzo del escritor argentino Manuel Mujica, sobre la familia Orsini en el renacimiento italiano.  Historia de Cristo de Giovanni Papini. Salambó de Flaubert, sobre la diosa Astarté, enmarcada en la cultura fenicia del siglo III. El puente de San Luis Rey sobre el periodo de la colonia en Perú., del escritor estadounidense Thorton Wilder. Por supuesto, la lista se podría ampliar, dado la confluencia e impronta que se da entre la novela realista y la novela histórica, ambas surgidas del romanticismo del siglo XIX, que aspira a estar bien documentada sobre cualquier periodo histórico. Piénsese en Walter Scott, quien acuna este subgénero literario. 

Más allá, por ejemplo, la documentación que hacen en algunas de sus novelas, escritores como Alejo Carpinter o Mario Vargas Llosa, que sin ser propiamente novelas históricas si están ambientadas y sostenidas por una profusión y minuciosa respaldo de fuentes documentales o históricas. El punto neurálgico es si los personajes de las novelas existieron o fueron reales. Por lo general es un personaje secundario real quien narra. Situación que nos lleva a pensar hasta qué punto cualquier novela ambientada en el pasado es histórica. Pensemos en alguna de las novelas del checo Milan Kundera, o The Source del escritor e historiador estadounidense James A. Michener. Novelas  que retratan o recogen una realidad concreta en un determinado punto del tiempo histórico. O sencillamente decantarse porque todas las novelas pueden ser leídas como una ficción histórica o que contienen tramos y pedazos de una realidad concreta.   


El Placer de la Lectura


1.- ‘Los pilares de la Tierra’, de Ken Follet

Los pilares de la Tierra es la obra maestra de Ken Follett y constituye una  excepcional evocación de una época de violentas pasiones. El gran maestro de la narrativa de acción y suspense nos transporta a la Edad Media, a un fascinante mundo de reyes, damas, caballeros, pugnas feudales, castillos y ciudades amuralladas. El amor y la muerte se entrecruzan vibrantemente en este magistral tapiz cuyo centro es la construcción de una catedral gótica. La historia se inicia con el ahorcamiento público de un inocente y finaliza con la humillación de un rey.

2. ‘El clan del oso cavernario’ – Jean M. Auel

Un terremoto, en la última fase de la Era Glacial, deja a la pequeña Ayla, una niña cromañón de cinco años, huérfana y sola. Afortunadamente encuentra refugio entre los miembros del clan, un grupo de neandertales. 

3. ‘Sinuhé el egipcio’ – Mika Waltari

Una de las novelas más célebres del siglo XX. Sinuhé, el egipcio nos introduce en el fascinante y lejano mundo del Egipto de los faraones. En el ocaso de su vida, el protagonista de este relato confiesa: «Porque yo, Sinuhé, soy un hombre y como tal he vivido en todos los que han existido antes que yo, y viviré en todos los que existan después de mí. Viviré en las risas y en las lágrimas de los hombres, en su bondad y su maldad, en su debilidad y su fuerza.» Sinuhé, el egipcio nos introduce en el fascinante y lejano mundo del Egipto de los faraones, los reinos sirios, la Babilonia decadente, la Creta anterior a la Hélade… es decir, todo el mundo conocido catorce siglos antes de Cristo. Sobre este mapa dibuja Sinuhé la línea errante de sus viajes; y aunque la vida no sea generosa con él, en su corazón vive inextinguible la confianza en la bondad de los hombres.

3. ‘Creación’ – Gore Vidal

Buda, Confucio, Herodoto, Anaxágoras, Sócrates y Pericles son algunos de los personajes con los que el narrador de esta historia, Ciro Espitama, se cruza y debate en esta vívida evocación de un período brillante de la historia antigua. Probablemente con esta obra nación un nuevo modo de abordar la novela histórica que, más que narrar acontecimientos, lo que hace es reflejar un momento cultural, filosófico y religioso de nuestro pasado.

4. ‘Yo, Claudio’ – Robert Graves

En el díptico que integran «Yo, Claudio» y «Claudio el dios y su esposa Mesalina», la amplitud y la profundidad de los conocimientos sobre la Antigüedad clásica de Robert Graves (1895-1985) se conjuga n con una prosa que da aliento una poderosa y viva imaginación capaz de reconstruir toda la grandeza y miseria de la Roma imperial. Primer volumen de la supuesta «autobiografía» de este singular emperador, destinado a serlo contra sus propias inclinaciones, las intrigas, la depravación, las sangrientas purgas y la crueldad de los reinados de Augusto y Tiberio, que culminaron en la locura de la etapa de Calígula, sirven de marco histórico a la trama de la novela.

  5. ‘Memorias de Adriano’ – Marguerite Yourcenar

Alabada unánimemente por la crítica como una de las obras más singulares, bellas u  profundas de la literatura del siglo XX y considerada a menudo la primera novela posmoderna, Memorias de Adriano marcó un hito en el género de la narrativa histórica y descubrió al mundo una auténtica maestra del arte narrativo. La espléndida traducción de Julio Cortázar ha contribuido a atraer constantemente a nuevos lectores interesados en el emperador del siglo II, «casi un sabio», que fue tal vez uno de los últimos espíritus libres de la Antigüedad.

6. ‘El puente de Alcántara’ – Frank Baer

Los destinos cruzados de tres personajes cada uno de ellos pertenecientes a una de las tres grandes religiones que convivían por entonces en España se perfilan sobre un fondo histórico que constituye un vivo retrato de la Andalucía del siglo XI. Una de las mejores novelas históricas de todos los tiempos, y uno de los éxitos más imperecederos de esta colección.

7.- El país de la Canela de William Ospina

«Fue en las terrazas saqueadas del Quzco donde Gonzalo Pizarro oyó por primera vez hablar del País de la Canelea. Él tenía como todos la esperanza de que hubiera canela en el Nuevo Mundo, y cuando oudo dio a probar a los indios bebidas con canela, para ver si la reconocían. […] Sé que los indios no pudieron haberle descrito todo con exactitud, porque las dificultades de comunicación eran muchas, pero Pizarro adivinó las arboledas rojas de árboles leñosos y perfumados, un país entero con toda la canela del mundo, la comarca más rica que alguien pudiera imaginar.» Un grupo de hombres, guiados al principio por Gonzalo Pizarro y después por Francisco de Orellana, emprende una expedición en busca de un soñado bosque de canela. Bajo su mando, los doscientos españoles , los cuatro mil indios y los dos mil perros de presa, llamas y cerdos que forman parte de la expedición encontrarán increíbles parajes, seres nunca vistos y el más caudaloso de los descubrimientos: el río Amazonas.

8. ‘El nombre de la rosa’ – Umberto Eco

Valiéndose de las características de la novela gótica, la crónica medieval y la novela policíaca, El nombre de la rosa narra las investigaciones detectivescas que realiza el fraile franciscano Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina en el año 1327. Le ayudará en su labor el novicio Adso, un joven que se enfrenta por primera vez a las realidades de la vida situadas más allá de las puertas del convento. En esta primera y brillante incursión de Umberto Eco en el mundo de la narrativa, que dio lugar a una manera de concebir la novela histórica, el lector disfrutará de una trama apasionante y una admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva de la historia de Occidente.

9. ‘El hereje’ – Miguel Delibes

«El hereje» (1998) es la última novela que escribió Miguel Delibes (1920-2010), sin duda uno de los más importantes y populares escritores españoles del último siglo. La novela, ambientada en el siglo XVI en Valladolid, tuvo un éxito sin precedentes y mereció el Premio Nacional de Literatura, entre otros reconocimientos. Se ha dicho que esta obra sintetiza mejor que ninguna otra las preocupaciones de Delibes: el mundo de la infancia, la realidad de los más desvalidos, la inquietud del cristiano posconciliar, la rectitud personal, la soledad del individuo en medio de los  convencionalismos, la muerte como perspectiva inevitable. La obra ha sido leída como una defensa de la memoria histórica y un admirable canto en favor de la cultura representada en la difusión bibliográfica de las ideas. Como afirmó el propio Delibes, «El hereje» «representa un alegato a la libertad y, sobre todo, a la libertad de pensamiento, que es la primera y más eminente de todas las libertades. Una denuncia contra la intolerancia entre hermanos, tan de actualidad, en estos momentos en que el racismo, la xenofobia y los nacionalismos radicales son habitual portada informativa».


Enlace a la fuente original

En El Placer de la Lectura


9 novelas históricas que te harán VIAJAR EN EL TIEMPO



Créditos

9 novelas históricas que te harán viajar en el tiempo. El Placer de la lectura. 15 de octubre de 2022 

Ilustración

El lector, (1856),  pintura de genero del francés  de origen alemán, Ferdinand Hailbuth 

Crítica y reseña. Cómo y por qué adentrarse en 'La tierra baldía' de T. S. Eliot por David Amezcua Gómez

 



Plaza de las palabras en su sección Crítica y reseña, reproduce el ensayo de Davis Amezcua Góme, en relación a los 100 años del poema The waste land, de T.S.Eliot. Poema fundamental,  escrito en 1922,  y que abrió la puertas a una nueva interpretación de la realidad iniciática del siglo XX, y del modo de percibir y hacer poesía.  Aquí el crítico Amezcua Gómez, brinda una saludable y fresca interpretación del poema. Nos comunica, trasladando el pensamiento poético de Eliot: “la poesía genuina es capaz de comunicar aun antes de ser entendida». Pero también nos señala Amezcua:  «De este modo, Baudelaire le mostró a Eliot que era posible renovar la poesía del siglo XX con “lo que hasta ese momento se había entendido como (…) lo estéril, lo poéticamente inabordable”. Y esta última frase nos recuerda a otro gran observador de la realidad, Walter Benjamin, quien quería reconstruir la realidad a partir de los despojos que iba dejando el siglo XX. Pensemos en el trapero, el recoge basura, el desahuciado, el olvidado, el pachuco, el migrante. (Piénsese también en Kafka).   Por su parte en nuestra sección 1+1 Poemas Claves, hemos publicado dos post sobre dicho poema: La tierra baldía.   Post que acompañamos con sus respectivos enlaces. Igualmente en la sección Página 10, hemos publicado un ensayo sobre el texto de  Eliot: La tradición y el talento individual. Página 10. LA TRADICIÓN Y EL TALENTO INDIVIDUAL, (ENSAYO) TS ELIOT. ÉDITION BILINGÜE. POST PLAZA DE LAS PALABRAS. 



1162 palabras

“Abril es el mes más cruel: engendra / Lilas de la tierra muerta, mezcla / Memoria y deseo, con lluvia de primavera / Sacude raíces soñolientas”.

Cómo y por qué adentrarse en 'La tierra baldía' de T. S. Eliot

David Amezcua Gómez 

Que en octubre se cumplan cien años de la publicación de La tierra baldía es, sin lugar a dudas, un motivo de celebración, además de una inmejorable excusa para posar nuestra mirada  contemporánea sobre un poema hilvanado en torno a múltiples referencias eruditas a la tradición literaria occidental, pero también a textos sagrados y mitos procedentes de otras culturas.

A través de su poema más emblemático, T. S. Eliot (1888-1965) se erigió en una suerte de ventrílocuo capaz de prestar su voz a algunos de los autores que conforman dicha tradición. 

El artífice del poema construía, así, un collage cubista compuesto por múltiples fragmentos y alusiones a la obra de artistas como Baudelaire, Shakespeare, Dante, Verlaine, Wagner, Ovidio o Chaucer, por citar algunos ejemplos. En todo momento, la motivación de Eliot fue la de forjar un nuevo lenguaje que permitiera contar su siglo empleando “los inexplorados recursos de lo poético”, tal y como el poeta francés Charles Baudelaire le había enseñado.

El panorama yermo y desolador de la existencia que dibujaba este poema desde su contundente comienzo –“Abril es el mes más cruel”– fue interpretado por gran parte de la crítica de su época como la representación más fiel de “la desilusión de una generación”. Sin embargo, La tierra baldía hunde sus raíces en un anhelo de regeneración tanto existencial como poética. Desde un punto de vista literario, la regeneración de ese páramo podía brotar, también, del poder de la palabra poética.

De este modo, Baudelaire le mostró a Eliot que era posible renovar la poesía del siglo XX con “lo que hasta ese momento se había entendido como (…) lo estéril, lo poéticamente inabordable”. En este sentido, el carácter alusivo y fragmentario de este poema impulsaba, por un lado, una relectura de la tradición literaria occidental y, por otro, daba forma literaria a lo que hasta entonces había sido “poéticamente inabordable”.

Cómo adentrarse en el bosque alusivo de La tierra baldía

La vasta erudición que emana de un texto tan alusivo como La tierra baldía podría verse como un lastre a la hora de acercarse a uno de los poemas más revolucionarios e innovadores del siglo XX. 

Sin embargo, Eliot concebía la poesía en unos términos que al lector que se adentra por primera vez en este poema podrían sonarle contradictorios. Así, en su célebre ensayo sobre Dante, T. S. Eliot afirmaba que “la poesía genuina es capaz de comunicar aun antes de ser entendida”. En ese mismo ensayo, Eliot añadía que era “mejor ser acicateado a adquirir ciertos conocimientos porque uno disfruta de la poesía, que suponer que uno la disfruta porque ha adquirido esos conocimientos”.

Los 422 versos que componen La tierra baldía, publicados por primera vez en la revista The Criterion en octubre de 1922, iban acompañados de un repertorio de notas cuya función era precisamente aclarar las múltiples referencias y alusiones literarias que sustentaban la compleja arquitectura del poema. 

Sin embargo, siguiendo el razonamiento de Eliot, el lector ideal de La tierra baldía sería alguien que primeramente se dejara mecer por el poder evocador de sus versos y la potencia de sus imágenes poéticas, sin necesidad de detenerse a comprobar cada una de las notas que acompañaban al texto. Esta concepción de la poesía guarda relación con el concepto eliotiano de “imaginación auditiva”, que antepone la musicalidad de la poesía y su experiencia sensorial al plano racional que hace inteligible el texto.

Hoy en día contamos con múltiples recursos en internet que nos permiten cultivar esa imaginación auditiva que Eliot privilegiaba. Desde la aplicación de móvil “The Waste Land”, creada en 2011, en la que podemos escuchar lecturas de este poema realizadas por actores como Viggo Mortensen y Jeremy Irons, o poetas como Ted Hughes, a lecturas personalísimas de este poema en YouTube como la que realiza Bob Dylan. Por otro lado, la Woodberry Poetry Room de la Universidad de Harvard atesora varias grabaciones en vinilo realizadas por el propio Eliot que pueden escucharse en streaming. 

Viaje a la semilla: los cimientos estéticos de La tierra baldía

Muchas de las claves que nos ayudan a entender la poesía de Eliot se encuentran diseminadas en su obra ensayística. La producción crítico literaria del autor norteamericano –nacionalizado británico en 1927– alumbró conceptos y formulaciones teóricas esenciales para entender su oficio.

Buena parte de sus postulados estéticos se sustentan en su sólida formación filosófica en Harvard. De este modo, la influencia que sus maestros ejercieron sobre él le llevó a alejarse del subjetivismo exacerbado de los poetas románticos. En este sentido, para Eliot la poesía no consistía “en dar rienda suelta a las emociones sino en huir de la emoción”.

El yo lírico de Eliot se aleja, por tanto, de los excesos retóricos del artista romántico, y actúa como un médium que conversa con los autores que le han precedido. En este sentido, las referencias literarias que tejen La tierra baldía plasman el planteamiento eliotiano de que la poesía es un organismo vivo donde el pasado y el presente coexisten y se redefinen permanentemente.

La conversación con los autores de otras épocas se inserta, no obstante, en un marco mitológico que enriquece la lectura del poema y lo dota de un sentido transcendental. Eliot toma como referencia dos estudios antropológicos que dan sentido a este poema: La rama dorada (1890) de Sir James Frazer y From Ritual to Romance (1920) de Jessie Weston. El primero estudia los mitos que relatan la muerte prematura de un dios y su posterior resurrección. El segundo analiza las leyendas del grial de los romances medievales del ciclo artúrico.

Desde esta perspectiva mitológica podemos apreciar que en La tierra baldía late, de manera soterrada, un impulso persistente de regeneración. Las raíces sombrías que brotan de la tierra muerta resurgen finalmente en el páramo existencial de un siglo devastador, al igual que los dioses resucitados de los mitos estudiados por Frazer. 

La tierra baldía incita hoy al lector moderno a emprender su personal búsqueda del grial y activa una renovada mirada crítica sobre nuestro presente, sobre los páramos reales y metafóricos que necesitan ser revitalizados.



David Amezcua Gómez

Profesor de Literaturas Europeas Comparadas. Universidad CEU San Pablo, Universidad CEU San Pablo David Amezcua Gómez no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado. Universidad CEU San Pablo aporta financiación como institución colaboradora de The Conversation. También le podría interesar Por qué no despreciar el teatro de T. S. Eliot El canon literario existe, pero es plural y diverso.


Enlaces


Enlace original  THE  CONVERSATION

Cómo y por qué adentrarse en 'La tierra baldía' de T. S. Eliot

David Amezcua Gómez, Universidad

Post sobre T.S.Eliot, generados y publicados por Plaza de las palabras

1+1 Poemas Claves La tierra baldía (The Waste Land) por T.S.Eliot. Parte 1/2. Las imágenes rotas. Post Plaza de las Palabras

1+1 Poemas Claves: El poema The Waste Land de T.S.Eliot: las imágenes rotas (Ensayo).2/2 Post Plaza de las palabras

PAGINE 10. LA TRADICIÓN Y EL TALENTO INDIVIDUAL, (ENSAYO) TS ELIOT. ÉDITION BILINGÜE. POSTE PLAZA DE LAS PALABRAS

Créditos

 Cómo y por qué adentrarse en 'La tierra baldía' de T. S. Eliot David Amezcua Gómez. THE CONVERSATION. Publicado: 26 octubre 2022. 

Ilustración

Tierra baldía, dibujo  por Plaza de las palabras 

Nada se esconde. Cuento de Álvaro Calix. Post Plaza de las palabras


Q




Plaza de las palabras, presenta el cuento Nada se esconde, tomado del libro Ariana y la burbuja. Libro de cuentos  de Álvaro Cálix, publicado en duro en 2014. Álvaro Calix es hondureño, escritor, y académico. En el campo literario ha publicado dos  libros de cuentos, La plaza de los poetas, Satyagraha Editores, 152pp.,  2006 Ariana y la Burbuja, Ebook Amazon (2014),  y uno de poesía Poemas Vueltos, Ebook Amazon, 2019. Actualmente reside con su familia en Quito Ecuador.


Acerca de un cuento de Álvaro Calix: Lo que no se puede esconder


En Nada se esconde. Cuento bien narrado, ameno  y buen tema ya utilizado por otros escritores. Se me ocurre el cuento “La vida secreta de Walter Mitty” En la cultura Latinoamérica hay muchos héroes que desaparecen o mueren y luego se tejen leyendas que están vivos y cambiaron su personalidad o su identidad. (Javier Solís, Pedro Infante, Carlos Gardel). La vida de Vidal Ventura, protagonista del cuento de Álvaro Calix, esta enraizada en dos conceptos: Secretividad y transformación. Cuentos de referencia, publicado en The New Yorker, 1939:  La vida secreta de Walter Mitty de James Thurber, Wakefield de Nataniel Hawthorne. En la literatura contemporánea, un paso mas adelante, hay que hacer mención a la usurpación  de identidades, o juego de identidades, con la novela de Paul Auster: La ciudad de Cristal. O con el doble encubierto como las novelas de El valle del Terror de Sir Arthur Donan Doyle. Y desde una perspectiva bíblica, no podemos dejar de pensar en Eclesiastés 1:9 o Hebreos 4:13. 


Sobre los cuentos de Álvaro Calix, se mueven algunas consideraciones, que ya habíamos señalado en este blog, al respecto de la reseña crítica de Ariana y la Burbuja (2014). También publicada en este blog. Al tenor, “Búsqueda de las conclusiones finales Álvaro Calix, se mueve entre tres tensiones, que se advierten al leer sus cuentos. Primera tensión: Búsqueda del equilibrio entre lenguaje y temática (minimalista) Segunda tensión: Búsqueda del equilibrio entre personajes y atmosferas (Chejov-Mansfied). Tercera tensión: Búsqueda del equilibrio entre la preocupación ética del individuo y la colectividad. (Chejov-Cortázar).”


3417 palabras 

  Nada se esconde… 

Álvaro Calix

Se acuerdan de Vidal Ventura, el famoso cantante de los años cincuenta que vivía en los Altos de Beltrán, pues sepan que no murió en el accidente del 15 de noviembre de 1959. Desde entonces ha pasado más de medio siglo. No soy más que un pobre diablo, pero es tiempo de hablar.

En 1970 fui asignado para cubrir el caso del gobernador Urrutia en Chilmapa. El diario me autorizó una gira de seis días a la capital provincial. Lo de Urrutia carece de relevancia, otro prevaricato sin esclarecer. Quisiera enfocarme en la otra historia, la que comenzó a tejerse cuando a mitad de la gira dispuse de una tarde para visitar el centro histórico de la ciudad, y así tomar respiro del abotagado caso del gobernador. Cansado de caminar sin ton ni son, fui a sentarme a la mesa de un cafetín, de esos que estaban al aire libre en la avenida Goicochea. 

Pasé al salón techado. No quería acatarrarme con la brisa de enero. Me quité la chaqueta y la colgué en el perchero de la entrada. Me senté junto a una ventana con vista a la calle. Tomé el periódico local y comencé a hojearlo. Las imágenes de una avioneta desplomada en las afueras de la ciudad dominaban la portada. En la mesa contigua, un hombre terminaba su café, parecía un hombre contento, dejó unas monedas de propina y se largó. Le calculé unos cincuenta años, no muy alto, de barba entrecana y mal rasurada, grueso pero no gordo, nada en especial, excepto que había dejado la billetera en la mesa. Salté de la silla y le grité. No me escuchó. En las mesas cercanas no había nadie. La recogí e intenté seguirlo, pero lo perdí de vista en el mar de gente que paseaba por el centro. 

Abrí la billetera, en busca de alguna dirección o un número de teléfono. Solo hallé unos cuantos pesos, la cédula de identidad y un par de fotos. La cédula pertenecía a Braulio Sevilla. Las fotos amarillentas retrataban a Vidal Ventura, fue fácil reconocerlo, cómo no sí por culpa de mi padre llegó a ser uno de mis artistas favoritos, pese a que yo apenas balbuceaba la “r” cuando ocurrió el accidente automovilístico. Sin querer jactarme, años más tarde mi padre me regaló una tapa del primer LP del cantante, autografiada por el mismísimo “VV”; ¡ah!, y conviene decir que poseí durante muchos años copia de cada uno de sus discos. No ocultaré tampoco que devoré todas sus películas, filmadas, como se sabe, durante el boom del cine nacional.   

Sin pista del tal Braulio, decidí dejar la billetera con la encargada del café, previendo que él regresara. Si el dueño no la reclamaba, pues ni modo, al menos yo cumplía con mi regla de no quedarme con prendas ajenas.

Cuando terminé mi asignación en la provincia, antes de partir, tomé la última tarde para volver al centro histórico, quedaba por visitar el Museo de Oro y el Convento Dominico. Bajé del autobús en la estación que daba a la Plaza de los Caídos, de ahí a unas seis cuadras, hacia el este, quedaba el museo. A lo largo de la avenida, decenas de artistas exponían pinturas en la calle; algunos de ellos pintaban lienzos a plena luz de la tarde. En los cuadros predominaban paisajes del Volcán, patios laterales de las viejas casas de la ciudad, arboledas en la plaza y bodegones. A la sombra de un liquidámbar, un hombre con una incipiente barba ceniza y vestido con una gabardina crema y  pantalones de mezclilla, comenzaba a enrollar sus pinturas. Me detuve frente a él y lo quedé viendo pues me resultaba familiar, quizás se parecía al hombre del café que había olvidado la billetera. A decir verdad, sus ojos me hacían recordar a otra persona, sin saber con certeza a quién. Me acerqué y sin más le pregunté si la había reclamado en el cafetín, la billetera quiero decir. Dijo que sí; le comenté que fui yo el que la devolvió. Se quitó la boina y sonrió, dejando ver lo que a mi juicio era una dentadura postiza. 

Al notar mi acento, preguntó si yo vivía en la capital. Asentí, le dije que nomás andaba de visita. Observé sus cuadros, con interés más bien fingido. Sugirió que nos tomáramos una copa de vino. Él invitaba. Dijo que pasáramos antes por su apartamento dejando las pinturas. Acepté, disponía tiempo de sobra, al menos hasta el día siguiente. 

Me puse la chaqueta, comenzaba a entumecerme. Caminamos. Llegamos a una rotonda, en medio había una estatua ecuestre; seguimos por un callejón de piedra, bajo la luz de faroles forjados, dejando atrás fachadas de casas con aire colonial. Abrió una valla alta de hierro y, bordeados por matas de petunias, avanzamos por un grupo de pequeños apartamentos de ladrillo rojizo. Casi en el fondo, quedaba el suyo. Un portoncito de madera daba a un pasillo flanqueado por arbustos. Entramos a la casa. El piso era de nogal, pienso que auténtico, y una pequeña chimenea sobresalía en la sala. Las paredes lucían repletas de pinturas y varios bocetos se sostenían en caballetes de madera. Lindo rinconcito el suyo, le dije. Sonrió de nuevo. 

Apenas cerró la puerta, sentimos olor a humedad. Volteamos y vimos un alargado charco de agua que venía de uno de los cuartitos interiores. Braulio no parecía sorprendido. Abrió la puerta del baño; gritó que se había vuelto a picar el tubo del sanitario. Me acerqué. Él se agachó para cerrar la válvula. Sin quejarse, comenzó a sacar agua con la escoba. Después se puso a secar el piso con el trapeador y luego con unas toallas. Le ayudé a mover el juego de sillas del comedor, los caballetes y los dos sofás. Se había empapado la camisa, se la quitó y fue a su cuarto a buscar otra.  Fue entonces que vi el lunar en el omóplato, el derecho, un lunar marrón en forma de riñón. En seguida recordé el famoso lunar marrón de Vidal Ventura, en el omóplato derecho, por supuesto. Las fotos de la billetera… y ahora el lunar. ¿Qué pensar?

Supuse que tenía enfrente a un pariente de Vidal, tal vez un primo. Cierto es que no se parecían, quizá un aire lejano, pero el lunar no era cualquier casualidad. No quise preguntarle de sopetón. Preferí sacarle información sobre los apellidos. De ambos me dio respuestas vagas, parcas, ladeando el rostro. 

Creí estar ante un caso del que podría sacar rédito. A la semana siguiente, eché mano de mis contactos en el Registro Civil. Había cinco José Braulio Sevilla Hernández, uno de ellos con domicilio en Chilmapa. Los funcionarios dijeron que esa inscripción presentaba inconsistencias, aunque recalcaron que las adulteraciones eran moneda de curso en la provincia. 

Hubo noches en las que no pude cerrar los ojos, pensando en el caso. Dos meses después, un fin de semana de marzo, Regresé a Chilmapa. Busqué al pintor. Allí estaba, al pie del liquidámbar. Mostré interés por sus pinturas. Le compré cuatro. No le insinué mis sospechas; dediqué tiempo a indagar lo que otros sabían de él. Averigüé que venía de Medella, no se le conocía esposa ni hijos, que hacía tres años había aparecido en la avenida pintando cuadros. Logré contratar un fotógrafo para tomarle, de incognito, algunas fotos. 

Yo sabía del rumor, me refiero a la sospecha de que Vidal Ventura no hubiese muerto en el accidente de la costanera. Se corrió una historia subterránea que decía que había salido maltrecho, pero vivo, que luego huyó al extranjero hastiado de la fama, de la presión por los conciertos, deudas millonarias, amoríos peligrosos y juicios de paternidad, en fin, de los apremios de un artista de su calaña. Por supuesto, esa es una historia que se inventó de muchos, desde tangueros hasta boleristas y rocanroleros. Nunca tomé en serio tales rumores, aunque confieso que leía cuanto caía en mis manos, con ese morbo que despiertan los artistas de la farándula. Pero los últimos hechos comenzaban a moverme el piso. 

De vuelta en casa destapé los cuadros. El más logrado de los cuatro evocaba una aldea de pescadores contigua a una ensenada, en el extremo aparecía un acantilado. De nuevo las coincidencias: Vidal murió en la costanera, cerca de un acantilado. El corazón me saltaba. No era para menos. Lo primero que pensé es en la fortuna que atesoraba si Vidal Ventura fuese el pintor de los cuatro cuadros. 

Semanas después recorrí en coche la vieja carretera del litoral, donde Vidal se había accidentado once años atrás. Antes glamorosa, ya en 1970 la vía apenas se podía transitar por los socavones y la falta de señales. En el mapa de la zona ubiqué dos pequeñas aldeas, a un par de millas del sitio en el que se despeñó el Lincoln Capri modelo 1957. Me interné en las aldeas. En la más cercana al acantilado, Itzacualpa, nadie quiso hablarme del accidente. Más de alguno me sugirió que saliese del poblado, porque de noche los fuereños se rifaban la vida. Me largué a las pocas horas, con el sol todavía clavado en el horizonte. En la otra aldea, Las Cruces, un poco más grande y poblada, visité la placita y sus cantinas. Pregunté a los más viejos si entre noviembre y diciembre de 1959 había ocurrido algún hecho extraordinario, la aparición quizás de un extraño. Al igual que en Itzacualpa, nadie soltaba prenda, repetían que si bien por esas fechas ocurrió el accidente del cantante, el siniestro fue en los riscos, no en la ensenada. 

Sin suerte, me aprestaba a dejar también Las Cruces. Oscurecía y no quería pasar la noche ahí. En la calle, cuando intenté arrancar el coche, al lado de mi ventana se paró una mujer morena, mucho mayor que yo, con un pañuelo amarillo en la cabeza. Ya que usted pregunta, susurró, estoy segura de que los Ortiz metieron a un fuereño en su casa… Casi los descubro, por poco, pero lo escondieron cuando vieron que yo espiaba. ¿Quién podría haber sido?, le pregunté. ¡Por el alma de mi abuela!, juro que no lo sé, tal vez un su pariente fugado del presidio. ¿Hasta cuándo lo escondieron?, insistí. No sé, lo raro es que a principios de 1960 se fueron del pueblo… Pero hace dos años el viejo Ortiz volvió con un su nieto, repararon la casa, consiguieron un bote y ahí se la llevan pescando. 

Mis planes cambiaron. Decidí pasar la noche en la aldea; encontré comida en el merendero, pescado y rodajas de plátano frito, claro está. Deambulé por la plaza, hasta que se fue la última pareja de tórtolos. Me quedé durmiendo dentro del auto, bajo la farola de la posta policial.  

Busqué a don Ignacio Ortiz a primera hora. Vivía en las afueras, en una casita verde de madera, a espaldas del mar. Tuve que esperarlo a que viniera de la ensenada. Negó todo. Me aconsejó que no le hiciese caso a la gente de Las Cruces, que para inventar se pintaban solos. El viejo pescador dijo, apretando los dientes, que hasta donde él sabía no tenía parentela con criminales, que nadie estuvo escondido en su casa por aquellos tiempos. ¿Y por qué se marcharon en 1960?, le pregunté, jugándome la última carta. Asuntos personales, dijo, y sin despedirse se metió en su casa.  

Quedaban cabos sueltos, pero poseía buenos indicios para soñar con mi “gran historia”. Un pintor, coleccionista de fotos de Vidal, con irregularidades en su registro civil; poseía además el mismo lunar del cantante y, por si fuera poco, pintó un cuadro en el que aparecía un acantilado y un pueblo pesquero, coordenadas similares a las del lugar donde se despeñó el cantante. 

A nadie le había hablado de mis pesquisas, ni siquiera a mi Teresa. Pensé más de una vez contarle la historia al jefe. Pero no lo hice, ¿por qué?, por miedo a que se burlara o, quizás, en el fondo, temía a que me robase los créditos. 

En abril otros asuntos me apremiaban; a ratos sentía que perdía el tiempo, incluso llegué a pensar que en verdad estaba perdiendo la chaveta.  Pero en seguida me picaba el gusanito y persistía en develar el misterio de Braulio. Si pegaba en el blanco, mis bonos se elevarían en el medio periodístico. Las leyendas urbanas siempre se han vendido bien. De paso, alegraría también a los incontables admiradores del barítono. 

Volví a Chilmapa, era mi tercer viaje en menos de tres meses. Teresa echaba rayos, pero ni modo. Encontré a Braulio en la avenida de los pintores. Se sorprendió al verme otra vez. Le dije que necesitaba hablar con él, en privado. Fuimos al mismo cafetín donde dejó olvidada la billetera. Sin esperar a que nos sirvieran, le dije que ya lo sabía todo, que él era Vidal Ventura; le conté que había descubierto la adulteración de su cédula, que había visto su lunar, y por si fuera poco, le dije que en Las Cruces Nacho Ortiz confesó todo, a cambio de unos pesos. El mesero puso las tazas de café sobre la mesa. Las dos mujeres de la mesa contigua se carcajeaban. Braulio me miró, sus ojos parecían un espejo, encogió los hombros y se llevó las manos a la frente.  No objetó mis argumentos. Y aunque es cierto que vi a un hombre asustado por perder su anonimato, me parece que vi también a un hombre urgido de contar su historia. De nuevo, mi persistencia me hacía obtener la presa, pero confieso que no me sentí un cazador, ni siquiera diría que me alegré. Ya no tuve ninguna duda de que estaba frente a frente con Vidal Ventura. Sorprende cómo de la noche a la mañana un divo podía convertirse en un pobre diablo, ni siquiera me molesté en pedirle un autógrafo. 

Pensé que me iba a soltar su rollo de una vez. Pero se levantó de la mesa sin probar el café. Dijo que ese día no tenía tiempo. Que mañana, con detalle, hablaría. Me citó en su apartamento a las ocho de la mañana. Salió sin decirme adiós. Terminé mi taza, las dos mujeres por fin se callaron, ahora una de ellas lloraba, casi en silencio, pero lloraba. Pagué la cuenta, incluso por el café desperdiciado. Se preguntarán ustedes si sentí miedo de que escapase, claro que tuve miedo, pero algo me decía que podía confiar en él. Acepté jugármela.

En el medio en el que uno se desenvuelve no se puede ser tan porfiado. Llegué a su casa antes del amanecer. Salté el tapial que escudaba el lote de apartamentos. Una ráfaga de ladridos cortó el silencio; me agazapé entre las matas de petunias, el perro latía desde adentro de alguno de los apartamentos. Dejé pasar los minutos, hasta que el animal se calló. Me descalcé y avancé de puntillas, la luz lejana de un farol me ayudaba a orientarme entre las sombras. Me detuve enfrente de la casa del pintor. Vi la puerta entreabierta y la luz de la sala encendida. El portón no tenía candado; corrí el pasador y crucé el pasillo. Me puse los zapatos y entré al apartamento. Aunque esa noche no hacía frío, Braulio había encendido la chimenea. Dos trozos de roble ardían, calentando la estancia principal. Lo llamé varias veces, pero no salía de la habitación. Olía a comida recién hecha, miré entonces en la mesa del comedor el plato de huevos revueltos con salsa ranchera y lascas de queso blanco, intacto, con los cubiertos envueltos en una servilleta de tela. Al lado del plato estaba una máquina de escribir Olivetti Lettera verde aqua, con una hoja sujeta al prensador. De la cocina se dejaba venir aroma de café.  Era muy temprano para desayunar, pero como hay de costumbres a costumbres. Avancé hasta el dormitorio, los rastros de su loción flotaban en el cuarto. Encendí la luz. Abrí la puerta del armario: ropa colgada y mantas ordenadas. Escuché un ruido en el pasillo, como un rumor leve. Salí para ver qué era, el sonido provenía del cuarto de baño. Entré. El cristal de las paredes de la ducha estaba empañado, de la regadera salía un chorro de agua. No parecía que alguien estuviese bañándose pues el agua caía directamente al piso. Jalé la puerta y cerré la llave de la ducha. Regresé a la sala, me tiré de bruces en el sofá. Había dejado escapar la historia de mi vida.  

En la sala permanecían los cuadros que vi la primera vez; los caballetes, doblados detrás de la puerta. ¿Adónde buscarlo? ¿Se habría ido de Chilmapa?, preguntas, preguntas, pero ya no me quedaban arrestos para seguirlo. Me levanté para ir por café a la cocina. Reparé en un bulto de papeles en el borde de la chimenea.  Una pila de hojas sin engrapar. Me acerqué. Incluso una leve brisa que hubiese entrado por la puerta abierta –como la había encontrado minutos antes– podría haber arrojado, una a una, las hojas al fuego. En la primera página vi un título mecanografiado en letra mayúscula. Comencé a leer el texto de seguido hasta que dieron las nueve de la mañana. Tuve que vencer mis escrúpulos, por las excesivas incorrecciones idiomáticas. Fue así que me enteré del porqué Vidal Ventura no quiso, tras el accidente de 1959, regresar a la farándula. Por momentos, la historia cobraba los relieves de un culebrón, cuando narraba cómo había perdido la memoria durante semanas, de cómo unos pescadores, por supuesto, los Ortiz, lo rescataron del acantilado, de cómo en él fue encendiéndose el anhelo de vivir una vida propia. Luego las cirugías plásticas en el extranjero, los pleitos familiares por la herencia, el regreso al país años después, cantar en un barcito de la frontera, usando otro nombre, todavía no el de Braulio. A veces acarició la idea de revelar su identidad, pero siempre se echaba para atrás. De cómo se fue enamorando de la imagen de su propio mito, pues si ya antes era famoso, tras su desaparición se convirtió en la voz más afamada del país, aparte de un gran negocio para la casa disquera. ¿Cómo entonces volver? Luego el texto medraba en explicaciones, de cómo los escarceos infantiles en la pintura a mano de un tío paterno le dieron un sentido y una razón para vivir esa vida paralela, consciente de que no era más que un pintor de plaza, un pintor que con modestia se sumaba al incontable grupo de admiradores de Vidal Ventura.

La historia, de seguro la había escrito desde hace algún tiempo, quizá años a juzgar por el tono amarillento del papel, pero la historia estaba incompleta, según entendí. Me dirigí a la mesa del comedor,  observé la hoja prensada en la máquina de escribir. La retiré, solo había escrito media cuartilla, un único párrafo. Era sin duda la última página, ahí aparecía yo; él no me culpaba, ¿no es extraño?, asumía mi intromisión como un hecho que tarde o temprano vendría. El texto de la página quedó a medio renglón, sin ningún signo de cierre. 

Sabía que el destino del pobre diablo de Braulio estaba en mis manos, pero lo que más me intrigaba era saber que ese pintor de garabatos se confesaba más dichoso que el encumbrado Vidal Ventura, el de la lujosa quinta en los Altos de Beltrán.

Me quedé hasta las diez en el apartamento, y no se tomé a mal, acepté el desayuno de cortesía; el autobús hacia la capital salía a las doce. Tomé el manuscrito y me fui al hotel a terminar de hacer la maleta. Durante el largo viaje en autobús, dándole vueltas y vueltas, decidí no divulgar la historia de Vidal Ventura. ¿Para qué alumbrar la sombra de un fantasma? Solo utilicé sus memorias como basa para escribir mi única novela, Entre cielo y tierra, con datos alterados, que jamás hiciesen pensar que se trababa de Vidal.  

Hoy, desde la ventana de la habitación en la que me tienen hace un mes, veo caer con la tarde las últimas hojas del liquidámbar que alarga sus ramas hasta este pabellón. Cuarenta años después de aquellos meses, los más rutilantes de mi vida, me quedan pocos días por estas tierras del Señor, y no lo digo para complacer a mis médicos. Tampoco es probable que Vidal siga vivo, por eso juzgo conveniente contar su historia, con el único propósito de confesarme y divulgar un hecho que, a estas alturas, no creo que vaya a perjudicar a nadie.   



Rumi esencial: 5 poemas del celebre poeta persa por Gustavo Yuste. LA PRIMERA PIEDRA

 


Plaza de las palabras, en su sección Poetas, presenta al poeta persa  Mevlânâ Jalaluddin Rumi (1207–1273). Poeta místico. “Rumi (1207-1273) fue un poeta místico de origen persa que tiene una gran importancia para  el mundo musulmán por la calidad y contenido de su poesía. Le llaman el poeta del amor, por su conexión con Dios. Es uno de los poetas más populares en todo el mundo, incluyendo Estados Unidos, aunque especialmente en Irán, Turquía, Grecia y otros países de Asia Central. Sus poemas están escritos en persa, pero también escribió en griego, árabe y turco. A continuación te dejamos una lista de frases de Rumi sobre el amor, la vida, la poesía, el espíritu, la sabiduría, la muerte, la alegría, Dios, el dolor, el alma, entre muchos otros temas. Entre sus frases más conocidas están: “Trabaja en el mundo invisible al menos tan duro como haces en el visible.” “Que la verdad sea la fragancia del alma y no la agitación del  mundo.” “El silencio es el lenguaje de Dios, todo lo demás es pobre traducción.” “Deja que la belleza de lo que amas, sea lo que haces.” (Frases de Rumi, Lifeder).



Rumi esencial: 5 poemas del célebre poeta persa

Gustavo Yuste

 La poesía puede torcer el tiempo, o volverlo una simple anécdota. La obra de Mevlânâ Jalaluddin Rumi o más conocido simplemente como Rumi, es tan actual como cuando se escribió hace ocho siglos una clara presencia de imágenes místicas y religiosas, hay lugar también para la delicadeza de lo  cotidiano y los hallazgos que solo se pueden encontrar cuando la paciencia forma parte de la escritura. A continuación, cinco poemas de Rumi esencial (Koan, 2022), editado por Habir Helminski y traducido por Jacinto Pariente.

Sobre el autor

Mevlânâ Jalaluddin Rumi (1207–1273) fue un poeta, jurista y erudito islámico, teólogo y místico sufí. De Persia del siglo XIII. Nacido en Afganistán, vivió en Konya, una ciudad del Imperio otomano (la Turquía actual). Fue un hombre de profunda comprensión de la naturaleza de la existencia humana y posiblemente el mayor poeta místico de cualquier época. Su obra, traducida a numerosos idiomas, es leída hoy en todo el mundo y sus palabras y su sabiduría inspiran a lectores de los más diversos orígenes, credos e intereses


 El erudito

El erudito pasa engreído la vida,

los amantes la pasan extraviados.

El erudito huye, temeroso de ahogarse,

pero el Amor consiste en ahogarse en el Mar.

Planea el erudito su descanso,

el reposo avergüenza a los amantes.

Rodeado de gente, el amante está solo:

no se mezclan el agua y el aceite.

El prudente que ofrezca consejos al amante

que se ahorre el esfuerzo, nada conseguirá,

de él la pasión se burla.

El Amor es almizcle que nubla los sentidos.

El Amor es un árbol, los amantes su sombra.


 Busca la oscuridad

Reposa con amigos; no vuelvas a la cama.

No te hundas como un pez en el abismo.

Álzate como el mar,

no te disperses como la tormenta.

Las aguas de la vida

desde la oscuridad vienen fluyendo.

Busca la oscuridad, no escapes de ella.

Los viajeros nocturnos vienen llenos de luz,

tú también: no abandones su grata compañía.

Sé vela vigilante en palmatoria de oro,

no te absorba la tierra como absorbe al mercurio.

Luce la luna para los viajeros.

Cuando la veas llena, mantente vigilante.


Adulación

La adulación del mundo con sus hipocresías son manjares muy dulces: mas no abuses de ellos, pues de fuego están hechos. El fuego está escondido, el sabor, manifiesto. Pero al final el humo lo delata.


El ladrón entrará

Poco importan tus planes y designios, poco importa también cuánto atesores. Por donde no vigiles se colará el ladrón. Protege lo que sea más valioso y que el ladrón se lleve el botín más exiguo.


67

Alguna vez sentí ser dueño de mí mismo;

otras veces sentí ser de mí mismo esclavo.

Ya todo eso pasó. Dejé de aprisionarme:

aprendí la lección de no tomarme en serio.



GUSTAVO YUSTE

Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA), periodista cultural y escritor. Publicó

Accidentes del ánimo (Santos Locos, 2021); La felicidad no es un lugar (Santos Locos,

2020); Electricidad (Sudestada, 2020); Personas que lloran en sus cumpleaños (Paisa

2019), El Viento trae noticias (Entre Ríos, Madrid, 2020) entre otros


Enlace 

    Rumi esencial. 5 poemas.


Traducción 

Koan, 2022), editado por Habir Helminski y traducido por Jacinto Pariente

Créditos

Rumi esencial: 5 poemas del célebre poeta persa por Gustavo Yuste. Sitio Web:  LA PRIMERA PIEDRA,  8 septiembre 2022