Plaza de las palabras,
continúa con su sección Página 10,
dedicada al ensayo literario, en esta ocasión presentamos Una lectura bien hecha,
del crítico literario George Steiner (1929),
de nacionalidad francesa y estadounidense. Sin lugar a dudas uno de los
grandes referentes de la critica cultural y literaria mundial. Autor profundo y
con un cúmulo de lecturas y obras criticas completísimo. La entrada está dividida
en dos partes. La primera parte, (y primer post), incluye el
ensayo integro por George Steiner: Una
lectura bien hecha, (5541 palabras) y la segunda parte, (segundo post), incluye el texto Comentarios
y observaciones sobre el ensayo: Una lectura bien hecha de George Steiner, por Plaza de las Palabras
Primera parte
Una lectura bien hecha
5541 palabras
Por George Steiner
La mochila del
soldado de infantería no tiene mucho espacio. Un jabón, unas hojas de afeitar,
unos calcetines de repuesto. Pero hay
lugar para un libro: El mundo como voluntad y representación (Die Welt als Wille
und Vorstellung), de
Schopenhauer. Sólo ese
libro. El soldado
en cuestión es
mensajero de las
vanguardias en las trincheras, tarea peligrosa si las hubo. Hombre de
valor excepcional, será promovido a cabo
y recibirá tres
heridas graves antes
de noviembre de
1918. Habrá leído
una y otra
vez el texto
de Schopenhauer, que ya no lo
dejará a lo largo de una existencia agitada.
Su lectura
se dirigirá ante
todo hacia la
doctrina schopenhaueriana del
Wille, de la
voluntad. El mundo es en primer lugar y a fin de cuentas
voluntad. Todo movimiento orgánico, todo pensamiento, no son sino
pulsiones fenoménicas surgidas
de la voluntad.
Impulso de ser,
del que el
mundo y la
dinámica ontológica que
llamamos «vida» sólo
son una manifestación siempre
parcial, siempre naciendo
y desapareciendo, la voluntad,
der Wille, es simplemente el ser como lo dice el verbo «ser». No puede
haber límite para
esta voluntad, ya
que semejante límite
sería él mismo
la expresión de
otra voluntad, incluso
contraria, como la de la antimateria, a la vez simétrica y destructiva,
en la física nuclear moderna. Punto
capital -que nuestro lector, bajo los huracanes de fuego de los años
14-18, habrá anotado cuidadosamente-, el
Wille trasciende, al englobarlo, a su objeto. En ese voluntarismo
cósmico, el objeto no es sino un momento
en la eterna pulsión de la voluntad, no es sino un grano de arena
arrojado por el maremoto o el calmado
sismo del ser.
De ahí que
las nociones éticas
aplicadas a los
objetos del acto
voluntario sean triviales,
comparadas con el acto mismo. De ahí también que, en una perspectiva
como predarwiniana, el individuo sólo
sea una pompa efímera, una parte casi insignificante de la espuma que surge y
se apaga en la superficie
existencial del diluvio
creador del Wille.
Consciente de la
nulidad de su
estado y de los sufrimientos
e ilusiones que le proporciona
esa nulidad, el individuo que reflexiona buscará la extinción, el retorno a
la noche informe de lo universal.
Aniquilar es devolver a la vida la lógica y la dignidad del trans, es decir, de
lo inhumano.
Otro tema sin duda habrá llamado la atención
del soldado-lector de Schopenhauer, una paradoja in extremis
(que ya había
marcado profundamente a
Wagner). Aunque ya
no hubiera universo,
afirma Schopenhauer, subsistiría
la música. La voluntad quiso, en el pleno sentido del término, al cosmos.
Cansada de esta niñería, muy
probablemente deseará su extinción (como la que presenciamos cada día, en las
galaxias o las especies animales).
Quedará, precisamente el Wille ipso facto. Pero esa voluntad devoradora de
sus objetos, al volver eternamente sobre
sí misma (éste es el origen de la gran metáfora nietzscheana), tiene una
forma estrictamente indecible.
El querer tiene
un «sonido». Es,
para Schopenhauer, después
de Kierkegaard, el
de la música.
La cosmología actual
dice haber descubierto
los ecos del
big-bang, las radiaciones de fondo que se propagan hacia el
infinito desde el instante de la creación de nuestro universo. Y Schopenhauer
anticipa exactamente esa
constatación: después de que este
universo se apague,
la música seguirá produciendo el «ruido del ser».
Un poco
antes
de 1914, Die
Welt als Wille
und Vorstellung encuentra
otro lector atento.
Gran burgués, escritor
de genio, ese
lector escapará a
los sufrimientos de
la guerra. Pero
resiente su horror
absurdo. Medita sobre
Schopenhauer a la
luz de las doctrinas del
budismo indio, a las que
el mismo Schopenhauer apela expresamente. La vida,
todo lo que nuestra representación (la Vorstellun) es capaz de percibir y de sufrir de ella es sólo el «velo
de Maya», ilusorio y pasajero. No hay que exaltar ni deplorar la presión inhumana de la voluntad. Hay que
intentar huir de su imperio. El sabio se retira todo el tiempo de su breve
paso sobre esta
tierra llena de
estupidez y de
sufrimiento. No entrega
ningún rehén al
deseo, a la
ambición, a la
mundanidad -en el
sentido pascaliano de
la palabras-. Se
abstiene y desiste
con el fin
de alcanzar, aún antes de su
muerte biológica, el nirvana, la beatitud y la ascesis del alma. Para este
lector, la filosofía de
Schopenhauer es la
del Oriente. Traduce
una sabiduría infinitamente
superior a las
del voluntarismo, las
filosofías de la
acción, el dominio
sobre el mundo,
tal como las
practicamos desde Aristóteles hasta Descartes, desde Descartes
hasta Hegel. Y cuyos frutos inevitables son la guerra mundial y la contaminación del planeta. A su vez,
Schopenhauer, con su comprensión casi abismal del cansancio del ser -tema
crucial en nuestro
segundo lector-, se
habrá adelantado a
Freud. «La pulsión
de muerte», la
búsqueda del thanatos en la última etapa del pensamiento freudiano,
sería una recuperación del «budismo» de
Shopenhauer. Es en cuanto aceptación razonada de la muerte, concebida como
despertar de la pesadilla y de la
obsesión demoníaca de la vida, como la metafísica y el arte -la música antes
que nada- constituyen para el sabio
entrenamiento para la negación, para ese aniquilamiento que, él sólo, le
permite corregirse al gran error del ser.
De estas dos lecturas, ¿cuál es la mejor? ¿La
del cabo Hitler, ebrio de voluntad, que recibe como suyos
el implícito «más
allá del bien
y del mal»
en la totalización
del Wille en
Schopenhauer y sus
consecuencias relativas al aniquilamiento de lo individual? ¿O bien la
de Thomas Mann, obsesionado con el
llamado como gravitatorio (pensemos en Muerte en Venecia) de la
disolución del ser, del adormecimiento de
la voluntad y del largo murmullo del mar que refluye bajo el gran
mediodía de un silencio final? ¿Quién, de
nuestros dos lectores, supo leer mejor El mundo como voluntad y
representación?
No hay ninguna respuesta objetiva o adecuada a
semejante pregunta. Toda lectura es selectiva. Sigue siendo parcial y partidaria. Es encuentro en
movimiento entre un texto y la neurofisiología de las estructuras de la conciencia receptiva, ahí donde la
«neurofisiología» es sólo una clasificación pretenciosamente vaga para
intentar aproximarse a
los componentes estrictamente inconmensurables (formalmente y
sustantivamente
inconmensurables) del conjunto
de las estructuras
de la conciencia
humana. Toda lectura
es el resultado
de presupuestos personales,
de contextos culturales,
de circunstancias históricas
y sociales, de instantáneos
huidizos, de casualidades determinadas y determinantes, cuya interacción es de
una pluralidad, de
una complicación fenomenológica que
resiste a todo
análisis que no
fuera él mismo
una lectura. No hay momento o
elemento inconsciente en la vida de un Hitler, desde el mundo de las
trincheras hasta lo informe, tal vez
alucinante, de sus ambiciones, que no se refieran a su elección de Schopenhauer como compañero de viaje en 14-18 y al diálogo
que inicia y que desde entonces mantendrá con Die Welt als Wille und Vorstellung. Igualmente, no hay
nada en el estatuto social, en los reflejos culturales, en el modo de vida patricio, en el teclado de neurosis
sobre el que toca un maestro de la gran fatiga en Occidente, que no sea pertinente para la interpretación de
Schopenhauer por Thomas Mann. Dos lecturas, entonces, verdaderas y
falsas. Como lo
es el libro
leído, que, por
su parte, no
logra reconciliar (pero
¿ambicionaba tal reconciliación?) la concepción de la voluntad
ciega y cósmica con la de lo ilusorio en la creación y de la fuga fuera del ser.
Lo que importa
-volveré a ello- es lo «consecuencial» (palabra poco elegante) en esos dos
actos de lectura, es la entrada en
materia vital y existencial de los dos lectores. Hitler intentará encarnar la
voluntad desnuda y rehacer el mundo bajo
la luz negra de representaciones raciales. Enviará al descanso de la nada
a millones de individuos. Thomas Mann
compondrá una obra sutilmente nocturna, impregnada del pesimismo altanero de la filosofía de la renuncia en
Schopenhauer (al que dedicará por cierto un ensayo importante). En varias ocasiones, asumirá el orientalismo del
maestro. Él y Hitler situarán en la música (y no solamente la de Wagner, el schopenhaueriano) el hogar de otro
modo inaccesible del misterio del ser y del destino. Uno de nuestros
dos lectores escribirá
libros que el
otro quemará. Libresca
es la lectura
de un eminente
texto filosófico, que sirve de
fundamento a esos dos actos aparentemente contradictorios. Una ironía, si se
quiere; pero ironía de lo serio.
La imposibilidad
de legislar sobre estas dos lecturas, de declarar verídica a la una y falsa a
la otra, ¿significa que toda lectura es
igualmente buena o mala, que sólo hay «falsas lecturas» (Paul de Man), que toda
interpretación es una
ficción semántica, un
juego de textualidades
internas puesto que no hay
extratextualidad?
De modo muy
somero, pues, y con conocimiento de causa -causa perdida por el momento-,
¿cuál sería una «lectura bien hecha»?
(la frase es de Péguy, lector eminentísimo). ¿Cuáles son las modalidades, humildemente prácticas, del compromiso entre
el «yo» -concepto, lo sé, puesto él mismo en duda desde que Rimbaud
nos hizo saber
que es «otro»-
y esa combinatoria
de signos semánticos,
siempre polivalentes, siempre subversivos de todo sentido posible
que llamamos, en el umbral de la era electrónica y en el fin de la edad
de Guttenberg, «un
libro» o, para
emplear la jerga
actual, «un texto»,
un «acontecimiento de
textualidad»?
En la lógica y
la lingüística moderna prevalece el axioma de Frege, según el cual no es la
palabra sino la frase (der Satz) la
unidad de sentido. Esto podría efectivamente definir las estructuras
elementales del discurso cuyo primer eje
es el del razonamiento, el del argumento, el de la transferencia informática.
Pero este principio no se aplica a la poética.
En el texto literario, en el poema muy particularmente, la palabra es ya una forma compuesta y compleja. La
letra es la fuente primera. Por su configuración visual, por el juego de sonoridad y de asociaciones
nominales que esta configuración -manuscrita, impresa, iluminada, en grabado o en inscripción litográfica, sobre el
pergamino o el momento- hace surgir. En las santas escrituras -matriz de toda teoría y práctica del
entendimiento en Occidente-, es la consonante, sujeta a una verdadera polisemia de vocalizaciones diferentes, la
que inicia y circunscribe el campo semántico (el Sprachfeld). La magia
de la letra
es vivida por
los poetas desde
los calígrafos de
la Antigüedad y
del Islam hasta
el surrealismo y el letrismo del
siglo XX. La poética de las vocales tal como la expresa Rimbaud es conocida por
Píndaro y Virgilio,
por los poetas
floridos y los
prosistas como Flaubert.
Ya la sílaba,
como todo el
abanico de sus aperturas y de sus clausuras, de sus acentuadas y de sus
menudas, es, en la música del sentido,
un conjunto tan rico que escapa a todo análisis que quisiera ser
exhaustivo. En el poema, la sílaba es a la vez
recepción y resistencia a la soberanía demasiado perentoria de la
palabra.
Una lectura bien hecha empieza por el léxico.
Ahí reside y siempre vuelve a él. Un Littré total, en la biblioteca del sueño borgesiano, contendría
toda la literatura y la aún por venir. Lo histórico de la palabra es la materia prima de su empleo. La alquimia del
verbo practicada por el poeta invoca, turba, transmuta esta diacronía
de la palabra.
Por la vía
del léxico, el
escritor establece un
diálogo y una
rivalidad con sus
predecesores. Al despertar esos temibles fantasmas, quisiera manifestar
su muerte. Pero surgida del Littré, del
Grimm, del Oxford English Dictionary, cada palabra, por innovadora, por
esotérica que sea en su nuevo uso, lleva en sí una temporalidad casi
arqueológica, el palimpsesto de cada empleo precedente. Este aporte es a
la vez enriquecimiento infinito
y amenaza. En el
poema mediocre o rutinario, el peso del tiempo en el interior de la palabra puede aplastar. En
algunos escritores, el léxico es el Ángel de Jacob. Rabelais, Flaubert, Joyce,
Céline luchan cuerpo
a cuerpo con
su Littré y
Larousse universal. Son
capaces de hacer
que se despliegue en la palabra la suma dinámica de
su historia y de imponerle su sello. La palabra vuelve al léxico
-precisamente después de
esa lucha con
el Ángel- marcada,
renombrada. En adelante,
gozará de su
aura flaubertiana o
joyceana. La palabra
«sombra» ennegreció después
de Hugo; la
palabra «cosa» irradia
obstinadamente desde Ponge. Amar la literatura es ser amante de léxicos.
Y
de gramáticas. La
sintaxis es la
nervadura del sentido.
Es lo que
le da al
pensamiento y a
la intuición su canto. Nadie
podría conocer «la gramática del poema», es decir su estructura significante,
sin conocer «la poesía de la gramática»
(Roman Jakobson). Es absurdo querer hacer música sin aprender sus reglas, sin saber lo que es una escala o un
acorde. Absurdo equivalente a querer hacer una buena lectura sin informarse
sobre las estructuras
sintácticas que le son orgánicas.
No escuchar la
coreografía -un paso de
danza se escucha- del ablativo absoluto en el verso de Horacio, del
gerundio en Virgilio o La Fontaine, no
querer saber en qué los pasados simples, los pasados compuestos o los
pluscuamperfectos agencian la perfección,
la inteligibilidad del mundo (el Weltsinn husserliano) en Flaubert o en Proust,
que los analiza en su ensayo sobre
Flaubert, es renunciar a la alegría de una lectura seria.
Sobre nuestra
mesa de lectura, junto a una buena gramática histórica, otras herramientas de
escucha. Un tratado,
así sea rudimentario,
de métrica. Explícitamente en
toda poesía, implícitamente en
toda prosa de
calidad, es la
medida, la cadencia,
el ritmo, las
breves y las
largas, la puntuación:
lo que «da
sentido». El alejandrino incorpora una visión psicológica, social,
política, tal como el verso llamado «libre».
La imitación, la lucha contra el hexámetro clásico, determinará la
evolución de nuestra poesía vernácula.
Hay en Valéry como una puesta en música de una metafísica por el
octosílabo. «Siento en mi alma el genio
de esa sonata de Mozart, el soplo divino de esa balada de Chopin. No
quiero saber lo que es una clave de sol,
una cadencia, una medida en música». Singular y triste arrogancia, pero
que practicamos cotidianamente en
contra de la
literatura. Al alcance
de la mano,
también, alguna instrucción
a la retórica,
a esa mecánica
viviente de la elocuencia, a esa óptica del visionario, si se me permite
la expresión, que de Platón y Cicerón a
Hugo o Michelet construye códigos de las letras como en el de la
política o el derecho. ¡Qué manual de las
retóricas de la persuasión, de los adornos de la rabia, es el Viaje al
fin de la noche! El aficionado a la danza
intenta captar su coreografía, aunque sea en un nivel muy preliminar. El
aficionado a la lectura intentará captar
los instrumentos del decir, una vez más en un nivel que puede ser elemental.
Estas no son
sino evidencias, trivialidades. Pero nuestra desherencia actual es tal que a
veces parecen salir de una lengua
muerta, de una condición del espíritu (moto spirituale) cuyos vestigios mismos
invitan al ridículo.
El «buen lector»
habrá probado estos medios de acceso. Habrá hecho o cantado sus escalas.
Ahora, nuestro
lector está en posibilidad de emprender la lata aventura del «entender». Ahora,
en el cruce de conocimientos adecuados,
aunque siempre preliminares, y de una disponibilidad de percepción y de escucha siempre creciente, el lector
compromete a la esfera semántica, es decir el universo del sentido. La lectura
palabra por palabra,
la lectura entre
líneas, preparan el
análisis gramatical, el de métrica
y de la
prosodia, el de las figuras retóricas, el de los tropos. A su vez, este
análisis estilístico -sabemos en qué grado
un estilo es una metafísica, una lectura del ser- prepara aquello que
espera resultar, en el sentido propio del
término, una explicación del texto.
Sólo después
de esos ejercicios
previos, pero ejercicios,
lo repito, que
ejercen una fascinación
y tienen una capacidad de recompensa
propia de ellos, sólo después de cierta adquisición de ese «alegre ser», se puede invocar a la hermenéutica y la
eventualidad del sentido.
La afirmación
de que no hay extratextualidad es
un grafito infantil
sobre los muros
del sentido común.
Sin embargo, por
absurda que sea,
esta idea borrosa
es importante. Es
sintomática de la
trivialización, del nihilismo
bizantino que quisieran
reaccionar a la
barbarie de nuestro
siglo. Ironía iluminada: la afirmación de la autonomía, del
autismo absoluto del texto, de su clausura sobre sí mismo, de su autorreferencia intratextual (afirmación
que se remonta a la doctrina de la ausencia, de lo cancelado en Mallarmé) está ella misma sólidamente
imbricada en el contexto -es decir la extratextual- política, social, epistemológicamente actual. Negación de la
referencia, ella misma ultrarreferencial.
El simple sentido común del buen lector le
dice en qué grado los datos históricos sociales, materiales en el seno de los cuales el texto en cuestión
fue producido forman parte integrante de la recepción de todo sistema de signos, de toda comunicación
verbal o escrita. Pero tomadas todas las precauciones frente a los abusos de lo biográfico, de lo
circunstancial, sigue siendo cierto que la vida de un autor, que las
premisas temporales, socioeconómicas,
ideológicas de su obra son instrumentales para su interpretación. El
lenguaje mismo, la posibilidad
ontológica del discurso ya son extratextuales, cargados de historia, de conciencia
y de inconsciencia ideológica, de
localidad. Como nos lo dice Shakespeare, la palabra, la frase, le dan a
nuestra experiencia del mundo (así fuera
intuición pura e inmanente) «su morada» (habitación) local y su nombre. A su vez, el mundo del otro, la negociación del
sentido con el otro (la intersubjetividad) hacen posible la trama de comprensión y de equivocación, el proceso
de «traducción» recíproca del acto de lenguaje (el speech-act) y de toda hermenéutica. Como lo enseña
Wittgenstein, entender una palabra es hacer que el otro la entienda, es lograr un consenso con él -siempre
provisional, siempre sujeto a revisión- sobre sus modos de empleo. Demostración analítica a la que se añade en
un Levinas toda una ética de la partición del sentido.
Una lectura
seria dará provecho al contexto, a las condiciones generadoras de la obra, con
todas las precauciones y
todas las sospechas
que impone el
estatuto incierto del
documento histórico, incluso
del testimonio del autor. Hay un
sentido, y no trivial, en el cual un párrafo, una frase, incluso una palabra
en, digamos, Madame Bovary suponen,
requieren para ser bien leídos, cierto conocimiento de la historia de la lengua y de la sintaxis francesa, del estado
de esta lengua y de esta sintaxis en la época de Flaubert; cierto conocimiento de la sociedad, de los
conflictos ideológicos, de la política rural de ese medio punto del siglo XIX; y, si ha de creerse el furor de
comprensión, la manía por la lectura (que no siempre es la correcta) en Sartre, cierto conocimiento de los resortes
más íntimos del psiquismo flaubertino. En todo texto que solicita una relectura -con lo que yo quisiera definir
lo que pertenece a la literatura-, un pasaje y que nos «informa», la totalidad del mundo histórico y
fenoménico. De ahí la estricta imposibilidad en literatura de una lectura formalmente y sustantivamente completa,
exhaustiva, final. Sólo a la hora mesiánica, que tendrá también sus tristezas,
el poema se
entenderá totalmente, ya
no habrá nada
más que decir,
el texto se
cancelará en la
claridad final de su interpretación.
Hasta ahí, toda
lectura bien hecha sigue siendo provisional y tangencial. En ese cálculo
diferencial del «leer bien», nos
acercamos cada vez más a las vidas del sentido del texto sin cercarlas por
completo, sin poder sustituirlas nunca
con la explicación de la paráfrasis, de lo preciso, de lo analítico. Esta
aproximación, retomada con cada lectura o relectura, como nueva con cada
intento por el simple hecho de los cambios en la vida,
en la sensibilidad,
en las condiciones
materiales y psicológicas
del lector, viene
precisamente del mundo extratextual y hacia ese mundo se
dirige ese texto si quiere comunicar, si quiere ser otra cosa que enigma o sinsentido. Vuelvo al tema
husserliano: Welt y Sinn son inseparables. Se reúnen en la síntesis del historial del cual la historia misma del
sentido (el proceso de la hermenéutica y la historia de este proceso) forma
parte integrante. Me
parece que éstas
son perogrulladas. Pero
las acrobacias lúdicas
de la desconstrucción y del pretendido
«postmodernismo», así como el eclipse del pensamiento marxista sobre las funciones
de la historia,
de la ideología
y de las
condiciones de producción
en la evolución de
la literatura y de las artes, han
acabado por volverlas sospechosas. Sentido y sentido común; el sentido
común del sentido. Fundamentos obvios de
toda buena lectura. Conceptos como destruidos en este fin de siglo en el país de Descartes y de Molière.
Una objeción: el
esbozo que acabo de trazar del «buen lector» es puro cuento. ¿Quién tendría hoy
el tiempo, la
educación altamente privilegiada
y los medios
técnicos para hacer
semejante lectura? ¿Quién
dispondría de la
indispensable reserva de
silencio (el silencio
se ha vuelto
lo más costoso
de nuestras ciudades
gritonas, en el
caos de los
medios masivos electrónicos)? Antes
que todo, ¿quién,
salvo un talmudista
de lo profano,
un erudito o
sabio de profesión,
un bibliófilo o
filólogo de una
sensibilidad «anticuaria»,
tendría ganas de entregarse a semejante disciplina de la lectura y de la
interpretación?
Primera respuesta: no
exageremos. Los conocimientos
lingüísticos, gramaticales, históricos
que presume mi modelo del que lee
no eran, hasta 1914 e incluso más tarde, ni elitistas ni esotéricos. Una
sólida iniciación al
latín, un contacto,
aunque más escaso,
con el griego;
el análisis gramatical
y métrico, una
familiaridad con el
trasfondo histórico, formaban
parte natural del
ciclo secundario en
los liceos, los
Gymnasia, las public
schools de nuestra
Europa. Lo más
importante: aprender de
memoria era, para
el alumno, un
ejercicio evidente y
perenne. Este ejercicio
implica toda una
teoría de la
historia, toda una
filosofía de la cultura. Aprender un texto o parte de un texto de
memoria es vivirlo en lo inmediato, es darle
en nuestra existencia derecho de residencia y de presencia, siempre
renovada, en la «casa de nuestro ser».
Amar intensamente un
poema es querer
sabérselo de memoria,
es querer abrigarlo
contra toda censura,
contra toda destrucción, sea política o material o sea la del olvido,
más destructiva todavía (los poemas de
Mandelstam, de Ajmátova, de Tsvetaieva sobrevivieron en la memoria). La
posibilidad misma de una buena lectura
se vincula con la de la memorización. Si todas esas prácticas y artes del
entendimiento se apagaron en gran
medida, si hoy resulta el atributo de
una minoría siempre decreciente, este estado de cosas es sólo muy reciente. La amnesia programada de nuestra
educación secundaria actual sólo se remonta a la catástrofe de las dos guerras mundiales y al imperio de la
experiencia americana sobre la Europa agotada. Dejar a un niño en la ignorancia, robarle la gloria difícil
de su lengua y de su herencia, no es una ley de la naturaleza.
Segunda
respuesta: el orden
de lectura tal
como lo he evocado
ha dado prueba
de sus aptitudes.
Tenemos varios testimonios. Sólo tengo que citar la exégesis del
hallazgo hugoliano de la palabra Jerimadeth
en la lectura que hace Péguy del Booz dormido. Exégesis fonética,
gramatical, métrica y trascendental en el
sentido kantiano de la palabra, que pasa a la evidencia al ir más allá
de ella. Lectura en bajo continuo sobre
la cual se elabora y se aclara la
génesis significante del poema, vuelto a sí mismo, a su misterio que
resiste finalmente gracias a la
penetración de Péguy. O bien los «leyendo a Balzac» «leyendo a Stendhal», y
ante todo, los ejercicios de lectura de
Valéry propuestos por Alain. Diálogos casi sobre un pie de igualdad entre el texto y aquel cuya lectura es, como diría
Bergson, dato (yo diría «don») inmediato de la conciencia instruida. O
también esa obra
maestra tan poco
leída, Para un
Malherbe de Ponge.
Acto formidablemente lúcido,
erudito y alegre a la vez, de reconocimiento, de conocimiento siempre en
movimiento y que renace de un maestro
hacia otro. Y si dejo el ámbito francés, la demostración hermenéutica tal vez
más probatoria en nuestro siglo,
la de la
lectura de las
parábolas de Kafka
en la correspondencia de
Walter Benjamín, con
Gershom Scholem, lectura -con lo que todo está dicho- en el nivel de los
textos leídos, y que desemboca,
como es debido,
en un poema
notable (poema de
la poética) de
Scholem. Habría que citar muchos otros
ejemplos de lecturas eminentemente bien hechas y que, si me atrevo a
creerlo, le cantarán al alma falta de
aire cuando queden olvidados la humillante jerga y los delirios de
grandeza de «pretextualidad» que dominan
en este momento.
«Me gustan
los alfabetos, las
declinaciones, los modos
y los tiempos
verbales, las sintaxis,
los aspectos, todas las
combinaciones con las cuales los hombres, en cualquier lugar de la tierra, se
las ingenian para romper su soledad y
tomar posesión del mundo». Así escribía Brice Parain. Intenté señalar en qué
ese gusto engendra toda lectura bien hecha y en qué le da al espíritu la
libertad primera que es la del sentido -el
«sentido común»-, término a la vez inconmensurablemente rico y
problemático.
Ahora, después
de la larga
«temporada en el
infierno», de este
siglo, esta profesión
de fe en
el lenguaje, en la realidad
(siempre de modo provisional) inteligible de la intencionalidad y del sentido,
sufre un asalto a la vez brutal y
seductor. ¿De dónde surgió esta rebeldía contra el logos, este cuestionamiento fundamental
del ideal, de la utopía
concreta -porque es
realizable, como acabamos
de verlo-, de
una hermenéutica de
la razón, de
un desciframiento, por
tentativo, por vulnerable que sea
(hay que mantener abiertas, dice
Kierkegaard, las heridas
de la posibilidad)
de las relaciones
entre la palabra
y el mundo?
¿Cuáles fueron las raíces de la desconstrucción? Vasto tema del que no
quisiera tocar sino, apenas y de paso,
dos elementos.
La desconstrucción tiene como matrices a la
historia, al contexto, a la extratextualidad seminal del judaísmo
moderno, no sólo
en la persona
de su jefe
de fila, sino
también en los
Estados Unidos, esfera
superior de su brillo más evidente. La desconstrucción es la rebeldía
edipiana de ese judaísmo contra casi
tres milenios de autoridad (auctoritas) casi sagrada, casi totémica
(Freud está en el juego, por supuesto) de la
palabra y del
verbo. Autoridad siempre
imperiosa y reimpuesta
por el comentario
y el comentario
del comentario. Esa eterna lectura
que relee, esas interpretaciones de la interpretación fueron la patria del
judío, su único
e inalienable terruño
en el exilio.
Repudiar la presencia
real del sentido
en el mensaje,
su inteligibilidad última -y así
fuera, como dije, la del horizonte mesiánico-, repudiar la posibilidad de
lecturas acumuladas y
que concuerdan finalmente,
de esas letras
y sílabas de fuego que arden en cada escrito, es rechazar, en un acto de rebeldía principesca,
la esencia histórica y pragmática del judaísmo, de esa religión y de esa identidad librescas entre todas. Como
a su manera el psicoanálisis, la desconstrucción es un intento de asesinato
desmistificador del patriarcado
finalmente teológico u
ontoteológico del texto
y del contrato
mosaico -la tautología
fundadora de la
zarza ardiente- en la base del
judaísmo. Intento que, lógicamente, surge de ese mismo judaísmo.
Pero no es la
lógica lo que está esencialmente en cuestión. Son las angustias que suscita el
horror del destino judío en Europa. «El
Holocausto, acontecimiento absoluto de la historia, fechado históricamente,
esa quemadura entera en que toda la
historia se abrasó, en que el movimiento del Sentido se abismó (...) En la intensidad mortal, el silencio huidizo del
grito innumerable». «Silencio», «grito», el «Sentido» que se abisma, que desaparece en el abismo. Esta
definición del Holocausto, de la Shoah por Maurice Blanchot, me parece que define también la desconstrucción
y lo que hay de negación del sentido en el postmodernismo. La insensatez de los campos de la muerte, el
sinsentido del destino judío en Europa y en Europa Oriental, lo estrictamente indecible (transgresión de
decirlo todo) de ese «acontecimiento absoluto», pero sin absolución posible, han quebrado el «movimiento del
Sentido» como Occidente lo había vivido desde los presocráticos y el pacto con el Verbo en el Antiguo
Testamento. Al proclamar esta ruina del sentido, la desconstrucción es una constatación profundamente judaica, en un
contexto concretamente histórico, mucho más que un método sistemático. Es, después de la «quemadura
entera» de esta tragedia humana, un juego satírico, él mismo tan triste, tan suicida.
Si el
«movimiento del Sentido
se abismó» de
manera irreparable, entonces
la evacuación de
la memoria, la
nivelación de toda
pedagogía y de
toda escolaridad clásica,
la desconstrucción de
la hermenéutica fundada, en un
postulado de lo inteligible se habrán salido con la suya. Estaremos en la era
del «desastre» (M. Blanchot) o de lo que
quisiera llamar la del «contrasentido» y de la cual la desconstrucción y ciertos
aspectos del postmodernismo son el carneval
pasablemente siniestro (en
donde «carneval» quiere
decir efectivamente el
«adiós a la
encarnación»). Entonces, una
lectura bien hecha
ya no tendrá
sentido alguno, en la connotación
a la vez epistemológica y psicológica del término. Pero, hacia y en contra de
todo lo que vivimos en este siglo de
medianoche, y que el encadenamiento de las masacres y las inhumanidades de un capitalismo tardío nos hace vivir
todavía, ¿es seguro este apocalipsis?
La intuición de
lo inteligible y la sed de entender están inscritas en el ser humano. Es
finalmente absurda la hipótesis de la
producción de un acto semiótico -el texto, el cuadro, el fragmento de música-
que no quisiera ser entendido, que no
quisiera comunicar, aunque le costara mucho trabajo, aunque fuera a través del tiempo y de las mutaciones de conciencia.
Hay textos que juegan con una ambigüedad total, que quieren ser huidizos o carecer de sentido para
siempre. Son muy escasos y pertenecen a los márgenes de lo esotérico o, precisamente, del juego. Por cierto, como
los niños que juegan a las escondidas, semejantes virtuosismos o malabarismos se enmascaran con la esperanza
de ser descubiertos y puestos a la luz (piénsese de Mallarmé, en Lewis Carroll o en el lenguaje órfico de
un futurista como Khlebnikov). La noción de que todo es juego de palabras y
remolino autista en torno a un vacío, a una ineluctable insignificancia, va en
contra no sólo de toda experiencia
histórica sino de
las estructuras primordiales del
psiquismo humano en
cuanto individualidad e
intersubjetividad
comunicante. Justamente cuando
busca fingirse loco,
Hamlet quisiera hacerle creer a Polonio que lo que está
leyendo no son sino «palabras, palabras, palabras». Pero aún ahí, el soberano sentido común de Shakespeare
ironiza: en la obra resultará más adelante que no son sino palabras, ciertamente, ¡pero de Montaigne!
La afirmación
de que el
sentido tiene un
sentido, de que
el texto o
la obra de
arte quieren ser
inteligibles, de que hay ciertos límites -es el punto clave- a la
diversidad de las interpretaciones recibibles, de que los desacuerdos y subjetividades
inevitables en una lectura tienden hacia la posibilidad de un consenso, de un textus receptus como dicen los «amantes
del Verbo» que son los filólogos, esa afirmación siempre ha sido y siempre será una apuesta. Una
especie de apuesta pascaliana frente a lo que en definitiva -ahí es donde
la desconstrucción es
formalmente irrefutable- no
se puede probar.
Es posible, en
efecto, que el
demonio imaginado por Descartes sea dueño de un universo perfectamente
absurdo, in-sensato, mentiroso. De un
universo en que toda lectura (y percepción) no puede ser sino falsa lectura ya
que no puede haber correspondencia, por polivalente, por momentáneamente opaca que
fuera, entre las palabras y las cosas. Esta
posibilidad subsiste como
subsiste el mundo
del alucinado, del
esquizofrénico. Tiene el
atractivo de un
último vértigo. También
tiene su irresponsabilidad política
básica y las
veleidades de lo
inhumano. Por añadidura, no hay nada más apagado, más
aburrido para el zoon phonoun, «el animal que habla», el hombre, que un mundo con el sentido desconstruido. Es
la pasión por lo inteligible -homo sapiens- lo que hace más o menos soportable nuestra condición biológica,
que es la de la mortalidad y que constituye lo que nos queda de dignidad. Querer entender, hacer una buena
lectura, ¿no es querer ser libre?
Sin embargo, repito que esta afirmación «constructiva»
sólo es una apuesta, un salto «a lo pleno».
Hacer esta apuesta, y en este momento de nuestra historia europea, me
parece absolutamente necesario. Sólo
gracias a una
«apuesta sobre el
sentido», a una
resurrección de las artes
de la memoria,
a una tensión
constante hacia el
entendimiento, sólo gracias
a la escucha
del decir de
libertad humana que
murmura o proclama, que susurra o canta todo poema
válido, sabríamos retirar del abismo, de la cenizas vivas de la quemadura
entera, el sentido
que queda en
nuestra condición. Lo
que está en
juego, sin duda
siempre epistemológica y
técnicamente, es, en
último análisis, la
posibilidad de una
ética. Las presiones
y las aperturas sobre el ser que implica el frente
a frente con el otro son igualmente las que implica el encuentro con
el texto, la
acogida, el alojamiento
en nosotros que
intentamos darle. Ahí
donde acabaría semejante
encuentro, se instalaría
-¿acaso no está
en camino de
hacerlo?- esa barbarie
particular que es la de
la trivialidad.
Créditos
Del texto Una lectura bien hecha de George Steiner:
Traducción de
Aurelia Álvarez. (En Mapocho.
Revista de Humanidades y Ciencias Sociales. Nº 43 Primer Semestre de 1998).
Una lectura bien hecha (Georges Steiner).pdf (330k) José
Javier Ruiz Serradilla, 3 abr. 2012.
Créditos
de las ilustraciones
Foto de Biblioteca Trinity
College. Dublín, Natgeo
Foto de George
Steiner, Paris Review.
Foto de Biblioteca Nacional de Praga, Natgeo
Foto Biblioteca Pública de Nueva York, Natgeo