Plaza
de las palabras en su sección Grandes cuentos del siglo XX, presenta el cuento Una rosa para Emily de William
Faulkner. Cuento escrito en 1930, y uno
de los cuentos más conocidos de Faulkner, autor que además de novelista incursiono
con bastante propiedad en la cuentistica. La mayoría de sus cuentos están ambientados
en la misma demarcación geográfica de sus novelas: la ciudad imaginaria de Jefferson (un
alter ego geográfico de Oxford, Mississippi), y en el condado también imaginario de Yoknapatawpha.
Muchos críticos y lectores han inclinado
a desvalorizar la cuentistica de Faulkner, en el sentido de considerarlo
un novelista mayor y un cuentista menor. Pero esa idea es equivoca. Los cuentos
de Faulkner, obedecen a una técnica depurada, derivada precisamente de sus
novelas., o aveces los cuentos fueron la punta de lanza para sus grandes novelas. Llegó a publicar These 13, Gambito de caballo,
cuentos con un corte detectivesco, y Relatos
que agrupa 41 de sus cuentos, no contenidos en los libros anteriores.
*
Una
rosa para Emily, es un cuento
con características góticas, y utilizándola técnica del folletín, comienza en
el presente con al muerte de la protagonista, retrocede en el tiempo para en la
parte final volver al presente lineal. Es narrado con maestría desde la tercera
persona del plural, en que el Nosotros representa
el punto de vista de los pobladores de
la ciudad. El personaje principal es la señorita Emilia Grierson, quien ha vivido encerrada por
décadas en una vieja casa de su propiedad, heredada de sus ancestros. Primero
sometida al encierro por su propio padre, luego al fallecimiento de éste, Emily
continúa el encierro por voluntad
propia. Acompañada, y únicamente asistida
por un fiel sirviente negro que las hace de cocinero, jardineros y mandadero, y
que junto con ella encanece. Su único intento con el mundo exterior es establecer
una relación sentimental con un hombre llamado Homer Barron, con quien se compromete, pero ya a punto de casarse, misteriosamente, ella cambia
de opinión, y a su prometido nadie lo vuelve a ver. Desde entonces Emily se
refugia todavía más en su casa, y cada vez sale menos al pueblo, «Pobre Emily»
dicen de ella los pobladores de Jefferson. Pero tras ese encierro se oculta un
hecho espantoso. El cual solo es descubierto a la muerte de la señorita Grierson.
Emily símbolo, representa la decadencia de las familias sureñas, que fueron
derrotadas en la guerra civil. Es un mundo que se desploma, y que solo vive en
los recuerdos: a una fidelidad a sus antepasados, a un aferrarse aunque sea a
lo que ya no tiene vida, a mantener los recuerdos en un presente eterno. La
muerte de Emily es como la «caída de un
monumento». Y todo monumento solo es
una rememoración de un pedazo de la historia que se derrumba.
**
Faulkner escribió otro cuento Miss Zilphia Gant, que aunque en otro contexto también el personaje
es una mujer, la señorita Gant, detrás de la cual también existe un romance y se
esconde un crimen. Esa temática de lo anormal y grotesco que se mezcla con sencillez cotidiana, ha caracterizado algunos
de los cuentos de Faulkner. La crítica ha
colocado a Faulkner en ese grupo geográfico y temático del goticismo sureño, en
el cual también se ha etiquetado a Flaneery O'Connor, Katherine Anne Porter o
Eudora Welty, Carson McCullers, (y a Poe, que no era tan sureño).
***
Por otra
parte, diferentes críticos han señalado que
El cuento Una rosa para Emily
tuvo influencia en el novelista mexicano Carlos Fuentes, quien escribió una
novela corta Aura, desarrollada
temporalmente en 1962, en el pleno apogeo del Boom latinoamericano. En esa
novelita Fuentes convierte el Nosotros de Faulkner en la segunda
persona singular: Tú. Entre ambas narraciones se da un paralelismo,
ambas se desarrollan en casas antiguas, sombrías y semi abandonas, en que el presente se cuela y se revuelve con el
pasado. Y el futuro solo es una repetición perpetua de un pasado
fantasmal. En ambos textos sus personajes son mujeres que han
llegado a la ancianidad, ambas atrapadas por sus obsesiones alucinantes y devastadora soledad, y por un pasado que ya
no existe. Ambas mujeres mantuvieron una
relación sentimental. La de la joven Emily con Homer Barron. La de Consuelo la
anciana en la novela de Fuentes se da por
vía de su desdoblamiento en la joven Aura y su relación con Felipe Montero. Pero
sobretodo ambos textos, encarnados en sus personajes simbolizan el
derrumbamiento de la conciencia, la caducidad del presente y la conservación de un mundo que ya solo existe
en los resquicios de una imaginación completamente petrificada. Ambos textos responden a esa atmosfera sombría y a veces sórdida que reproduce un goticismo incrustado en ciudades en decadencia, pedazos
del tiempo obsoleto, o en pueblos polvorientos
y abandonados, todos siempre asociados a la ruina. Donde el peso demoledor de
la modernidad y el paso implacable del tiempo los ha arrinconado y dejado presa
de una conciencia, que terrón a terrón se va desmoronando como si fuese las paredes agrietadas de una
antigua casona, únicamente sostenida por los pilares de una memoria cada vez
mas agotada, desnaturalizada y
moribunda.
****
.
Pero ¿quién le da la rosa a Emily, cuándo y por qué?
*****
La Bella de
Amherst, como se le conoce Emily Dickinson, (1830-1886), fue una poeta norteamericana,
que escribió miles de poemas a los que nunca les ponía titulo, sino números. No
obstante, de no haber publicado nada en
vida, su obra póstuma fue publicada en
1890. El escritor William Faulkner
recreo desde la ficcion parte de su enclaustrada
vida, en su memorable cuento Una rosa para Emily, cuyo personaje Emily Grierson, es una mujer que pasa casi toda su vida encerrada
en su casa. Tal y como la Emily Dickinson real, paso casi 56 años sin salir de su casa y su
pueblo.
******
Un poema de Emily Dickinson
35
Nobody knows
this little Rose—
It might a
pilgrim be
Did I not take
it from the ways
And lift it up
to thee.
Only a Bee will
miss it—
Only a
Butterfly,
Hastening from
far journey—
On its breast to
lie—
Only a Bird will
wonder—
Only a Breeze
will sigh—
Ah Little
Rose—how easy
For such as thee
to die!
35
Nadie vislumbro esta humilde Rosa.
De no haberla tomado,
del sendero y traértela,
acaso habría sido una nómada.
Sólo una abeja advertiría su
ausencia
Sólo una mariposa,
despabilada de un viaje remoto
para refugiarse en su concavidad.
Únicamente indagara por ella un pájaro.
Solo el roció la extrañara.
¡Oh! Humilde Rosa, cuan natural,
es para ti eclipsarse.
*******
¿A quién le entrega la Rosa
Emily y por qué?
Una rosa para Emilia (1930)
4246 palabras
(A Rose for
Emily)*
I
Cuando murió la señorita Emilia Grierson,
casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de
respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su
mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en
la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente,
que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada,
que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales
y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal
de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más
tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el
recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa
de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los
vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás
cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse
con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el
sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de
la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había
sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de
heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor
—autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle
sin delantal—, le eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando
murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la
señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris
inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un
préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la
deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel
Sartoris, hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer
como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
la siguiente generación, con ideas más
modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó
con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por
correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le
escribieron, citándola en el despacho del sheriff para un asunto que le
interesaba. Una semana más tarde el Mayor volvió a escribirle ofreciéndole ir a
visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad y
recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta
empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía
jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más
comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de
regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la
puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de
dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos
por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que
subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a
cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando
el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba
agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a
sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que
entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de
la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la
señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una
pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se
perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña osatura; quizá por eso, lo que
en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad.
Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en
agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían
dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando
pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el
motivo de su visita.
No les hizo sentar; se detuvo en la puerta
y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición.
Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el
cinturón.
Su voz fue seca y fría.
—Yo no pago contribuciones en Jefferson.
El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí
les informarán a su satisfacción.
—De allí venimos; somos autoridades del
Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del sheriff, firmado por él?
—Sí, recibí un papel —contestó la
señorita Emilia—. Quizá él se considera sheriff. Yo no pago contribuciones en
Jefferson.
—Pero en los libros no aparecen datos que
indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos. . .
—Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones
en Jefferson.
—Pero, señorita Emilia...
—Vea al coronel Sartoris (el coronel
Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en
Jefferson. ¡Tobe! —exclamó llamando al negro—. Muestra la salida a estos señores.
II
Así pues, la señorita Emilia, venció a
los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes
había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor.
Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su
prometido —todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera abandonado.
Cuando murió su padre apenas si volió a salir a la calle; después que su
prometido desapareció, casi dejó de vérsela en absoluto. Algunas señoras que
tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de
vida en aquella casa era el criado negro —un hombre joven a la sazón—, que
entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre —cualquier hombre—
fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les
extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de
relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de
los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a
dar una queja ante el Mayor Juez Stevens, anciano de ochenta años.
—¿Y qué quiere usted que yo haga? —dijo
el Mayor.
—¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe
una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
—No
creo que sea necesario —afirmó el juez Stevens—. Será que el negro ha matado
alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más,
una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
—Tenemos que hacer algo, señor juez; por
nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer
algo.
Por la noche, el tribunal de los
regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven— se encontró con
un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
—Es muy sencillo —afirmó éste—. Ordenen a
la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a
cabo y si no lo hace...
—Por favor, señor —exclamó el juez
Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de
las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y
se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los
fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al
sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera
sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron
la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones
anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de
una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la
señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y
llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o
dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir
verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía,
Lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se
tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos
era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a
representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura
de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole
la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de
entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de
soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta
experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura
en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de
matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su
hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo, esto alegró a la
gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había
quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer
los temblores y la desesperación de tener un penique de más o de menos..
Al día siguiente de la muerte de su
padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia. y darle el
pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de
pena en su rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba
muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la
Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para
disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la
fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron
a enterrar al padre..
No decimos que entonces estuviera loca.
Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes
que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna
fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los
mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho
tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que le hacía
aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles
que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez
trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa
de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a
la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con
negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron,
un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más
claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos,
por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras
alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los
vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a
carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba
en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la
señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas
amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres
de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las
señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre
del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos,
que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a
una verdadera señora aquello de noblesse oblige —claro que sin decir noblesse oblige—
y exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus
parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama,
aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa
de la vieja Lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había
roto toda relación entre ellos, de tal modo, que ni siquiera habían venido al
funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a
exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se
trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de
ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde,
desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del
sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba
de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de
sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía
llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la
llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento
de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera
necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad.
Del mismo modo se comportó, cuando adquirió el arsénico, el veneno para las
ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre
Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
—Necesito un veneno —dijo al droguero.
Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo
más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del
cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los
ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
—Necesito un veneno —dijo.
—¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para
las ratas? Yo le recom...
—Quiero el más fuerte que tenga
—interrumpió—. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
—Pueden matar hasta un elefante. Pero
¿qué es lo que usted desea...?
—Quiero arsénico. ¿Es bueno?
—¿Que si es bueno el arsénico? Sí,
señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
—Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella
le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
—¡Sí, claro —respondió el hombre—; si así
lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo,
ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta
que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El
muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda
y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio
que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las
ratas”.
IV
Al
día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que
era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron,
pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”,
pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía
bastante, había dicho en el “Elks Club” que él no era un hombre de los que se
casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras,
cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la señorita
Ernilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un
cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con
guantes amarillos.
Fue entonces cuando las señoras empezaron
a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo
para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al
fin las damas convencieron al ministro de los baptistas —la señorita Emilia
pertenecía a la Iglesia Episcopal— de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo
que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver
a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del
ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la
esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en
Alabama.
De este modo, tuvo a sus parientes bajo
su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no
ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la
señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de
tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos
enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre,
incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos
realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la
señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita
Emilia había sido.
Así pues, no nos sorprendimos mucho
cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había
terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no
hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus
asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre
de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos
aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En
efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después
volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en
un oscuro atardecer.
Y ésta fue la última vez que vimos a
Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El
negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la
entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando, podíamos verla en la
ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero
casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos
entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que
había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido
demasiado virulenta y furiosa para morir con él.
Cuando vimos de nuevo a la señorita
Emilia, había engordado, y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años
este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a
los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso
como el de un hombre joven.
Todos estos años, la puerta principal
permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella
andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había
dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las
hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma
regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia
los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de
pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó
de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de
asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas, con sus cajas de pintura y
sus pinceles a que la señorita Emilia les enseñara a pintar, según las manidas
imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se
cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio
postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen
encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón.
No quería ni oir hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al
negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el
mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la
contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre,
sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo
-evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un
ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta de nuestra presencia,
eso nadie podía decirlo; y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra
generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella
casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a
aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya
tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro.
Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era
ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en
una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada
amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
V
El negro encontró a las primeras señoras
que llegaron a la casa, en la puerta principal, las dejó entrar curioseándolo
todo y hablando en voz baja, y desapareció; atravesó la casa, salió por la
puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia
llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá
fue la ciudad entera, a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones
de flores, y con el retrato a lápiz de su padre, colocado sobre el ataúd,
acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el porche estaban los
hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado
uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea
suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo
el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas
ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta
pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales
por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior
había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya
puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la
señorita Emilia descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación
se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta
habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía
sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un
marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la
mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para
hombre, en plata tan oxidada, que apenas si se distinguía el monograma con que
estaban marcados. Entre estos objetos, aparecía un cuello y una corbata, como
si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador,
resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo.
En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la
silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama.
Por un largo tiempo nos detuvimos a la
puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El
cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que
dura más que el amor, que vence al gesto del amor, le había aniquilado. Lo que
quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había
convertido en algo inseparable de la cama en que yacía y sobre él y sobre la
almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz
polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella
segunda almohada, ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que
allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante,
mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y
acre, vimos una larga hebra de cabello gris.
*Originalmente
publicado en The Forum, LXXXIII (abril de 1930); revisado ligeramente en These
13 (Nueva York: Jonathan Cape & Harrison Smith, 1931, 358 págs.); incluido
por Malcolm Cowley en The Portable Faulkner (Nueva York: Viking Press, 1946,
756 págs.)
Créditos
La versión al español de Una rosa para Emilia fue tomada
de U.S Literature.
Poema 35 de Emily Dickinson, traducción al español por Plaza de las
palabras
Ilustraciones
William Faulkner de perfil, foto, Rowan Oak, built by a
pioneer settler in the 1840's and situated in a grove of oak and cedar trees,
was bought by William Faulkner in 1930, and became his refuge from the world
until his death in 1962. Foto por Hernri
Cartier-Bresson
Rosa, dibujo, Google Imagen